Entre las palabras y los hechos, el indígena en la Nueva
España
Toda conquista de un pueblo
por otro implica violencia, dificultades y múltiples dilemas, pero la conquista
de los pueblos americanos fue un reto mayor por sorpresivo e inesperado. ¿Cómo
considerar y tratar a esos seres con lenguas, religiosidad y costumbres tan
diferentes? Por medio de un recuento de los adjetivos que se les adjudicaban.
La autora se adentra en problemas de mayor calado, algunos aún no resueltos en
la actualidad.
Naturales, gentiles, bárbaros, salvajes, rudos,
idólatras, infieles, equivocados en sus creencias, simples, dóciles, mansos y
humildes son algunos adjetivos que los indígenas americanos merecían a los ojos
españoles durante la época novohispana. Términos que hacen mucho más que
calificar al indígena americano: dan testimonio de las relaciones que
conquistadores y evangelizadores establecieron con ellos y nos remiten a un
contexto ideológico tan complejo como la humanidad misma, pues implican asuntos
religiosos, éticos, políticos, sociales y económicos.
Tales adjetivos exhiben además una imagen del
indígena a la que generalmente corresponde una manera de tratarlo y situarlo en
el orden colonial. Las polémicas sobre el indio fueron complejas en ambos lados
del Atlántico durante esa época y hoy reaparecen muchos de sus presupuestos cuando
se discuten asuntos relacionados con los pueblos originarios de México.
UN NUEVO ORDEN CRISTIANO
El descubrimiento de un continente desconocido y
poblado motivó diversas reflexiones sobre la naturaleza de sus habitantes.
Desde los primeros testimonios españoles y a lo largo de toda la colonia,
encontramos descripciones diversas que tan pronto les atribuyen los peores
defectos que las mejores virtudes. Oscilación de opiniones ocasionada no sólo
por la diversidad de pueblos que iban encontrando, sino también porque la
tradición europea del momento nada decía sobre la existencia de un cuarto
continente ni sobre sus habitantes, cuyas costumbres, apariencia y lenguas no
correspondían con las registradas.
Así lo expresa fray Gerónimo de Mendieta, incluso
décadas después de las primeras exploraciones, cuando la Nueva España estaba ya
asentada, en una carta de 1562 donde escribe: esta «gente [es] tan nueva y
extraña de nuestra nación, que si no fuera porque tenemos por fe que todos
descendemos de Adam y Eva, diríamos que es otra especie por sí».1
Los exploradores pronto se percataron de que
aquellos indios de tan exóticas costumbres no eran los orientales descritos por
Marco Polo, que pretendían encontrar con la nueva ruta de navegación a Oriente;
si bien predominó el término para designarlos. Los llamaron también gentes
nuevas, naturales de esta tierra. Ambas palabras casi neutras, fueron muy
empleadas en los documentos de la época para referirse a los americanos;
testimonian la sorpresa de un hallazgo del que sólo pueden decir lo que no es.
Estos americanos no son como los pueblos conocidos
por la tradición euro-cristiana del momento, son naturales porque nacieron en
esta tierra y gentes nuevas, diferentes a lo que esperaban encontrar. Poco o
nada decían esos calificativos sobre el tipo de hombres que eran, y en nada
orientaban para saber cómo tratar con ellos. La posibilidad de que fueran
gentes nuevas, alentó a las mentes de la época a intentar con ellos una nueva
sociedad, tanto en la ficción –como la famosa Utopía (1516) de Tomás Moro– como
en la realidad: crear un nuevo orden cristiano en América sin los defectos del
europeo.
¿BESTIALES O
MANSOS?
La tradición cristiana establece que hay un solo
género humano y que todos somos criaturas de Dios, pero en América se
presentaba la diversidad cultural como un obstáculo. Los indígenas parecían
inferiores a los europeos porque carecían de técnicas como la rueda o la
escritura alfabética y desconocían la religión cristiana; porque tenían por
verdades y costumbres cosas que les parecían absurdas.
Su religiosidad, sus lenguas «peregrinas» y su
desnudez les ganan el mote de bárbaros, a veces incluso de bestiales cuando se
referían a las prácticas más aberrantes para la sensibilidad ibérica. Por eso
ocasionó no poca extrañeza que hubieran sido capaces de un orden social
admirable, aunque fuera a su manera, es decir, muy diferente al de los pueblos
que conocían.
Éste fue el incentivo de monumentales obras como
las de fray Bernardino de Sahagún o fray Toribio de Motolinía sobre los nahuas,
con lo que se percataron de que la diferencia cultural no era, necesariamente,
inferioridad. Aunque esto no los hizo desistir de su empresa evangelizadora,
por el contrario: al conocer las virtudes prehispánicas y contemplar al
indígena de sus misiones, se convencieron de que eran mansos y humildes como
los primeros cristianos.
Se asoman aquí dos planes para actuar en el Nuevo
Mundo: la guerra al indígena, bárbaro e idólatra, al que se favorecía al
dominarlo y darle un modo civilizado de vivir o, la empresa de construir con
los naturales americanos una nueva sociedad, depurada de los vicios que padecía
en Europa, que sirviera de ejemplo al mundo y ayudara a reemplazar a los
cristianos perdidos con las reformas religiosas del viejo continente.
Quizá lo único que nunca discutieron los españoles
fue si debían emprender la colonización y evangelización de estas tierras; pero
fue muy difícil ponerse de acuerdo en las maneras de efectuarlo. El trato con
el indígena es correlativo a la manera como lo concebían: guerra y sujeción al
indígena salvaje o bárbaro; cuidado y protección al indio débil, manso y
humilde; educación en la fe a los gentiles y castigo a los idólatras e infieles
por sus pecados.
CEGADOS POR EL
DEMONIO
Todos estos motes se adjudicaban al «indígena», a
veces como si fuera uno solo, pese a que encontraban nahuas, otomíes, mazahuas,
purépechas, huastecos y demás grupos que fueron descubriendo en la expansión
colonial hacia el septentrión novohispano. Aunque es difícil deslindar unos
adjetivos de otros, podemos agruparlos, para su análisis, en dos temas: la
racionalidad indígena y su religiosidad.
Lo más evidente del modo extraño de ser de los
indígenas era su religiosidad ajena al cristianismo; esto provocó que los
españoles los calificaran de gentiles; los comparaban a los griegos y romanos
antiguos que nunca tuvieron noticia del cristianismo pero no por ello fueron
incapaces de civilización. Hay adjetivos más negativos como idólatras, porque
adoraban estatuas y diversos objetos, o infieles, con lo que los equiparaban a
los judíos y moros de España. Algunas costumbres de las religiones
prehispánicas aberrantes para el cristiano de la época, motivaron la afirmación
de que estaban cegados por el demonio, apreciación que encontramos en libros
sobre «hechicerías indígenas» o en manuales de confesores; aunque en ocasiones
la apreciación era menos agresiva: se decía que por su ignorancia de la fe
cristiana, estaban equivocados en sus costumbres y creencias, por lo que
idolatraban o cometían pecados ignorando que fueran errores. En todos los
casos, tanto la evangelización como la colonización se entendían como un modo
de perfeccionarlos.
Además de la valoración religiosa y ética
implicada en estas denominaciones, están sus alcances políticos, sociales y
económicos. Las políticas frente a los no cristianos en la Península eran
variables y contaban con disposiciones relevantes en ciertos momentos de su
historia o frente a grupos determinados, como el caso de los judíos o los
moros. Buena parte de la problemática indígena novohispana fue considerada a la
luz de esas medidas.
Surgió también el dilema de si era lícito forzar a
los indígenas a convertirse en cristianos, si se podía bautizar a los niños
contra la voluntad de sus padres y qué había de hacerse con los matrimonios
mixtos y sus descendientes, temas sobre los que fray Juan Focher2 retoma las disposiciones del IV Concilio de
Toledo (633) sobre los judíos.
Sobre el uso de la fuerza en la conversión
destacan dos opiniones en pugna, una favorable y otra contraria a ella, que se
fundan respectivamente en la teología de Juan Duns Escoto y Tomás de Aquino.
Ambas repercutieron tanto en la conquista y pacificación de los indígenas como
en la composición de textos para evangelizar en sus lenguas.
NO ES LO MISMO HEREJES QUE INFIELES
La problemática matrimonial implica varios
aspectos, pues el matrimonio era asunto de derecho natural, de derecho civil y
además un sacramento cristiano, al que iban aparejadas otras cosas como la
educación de los hijos y las herencias. En Nueva España se suscitaron profundos
debates sobre si eran lícitos los usos matrimoniales indígenas, qué debía
hacerse si sólo un cónyuge era cristiano y quién se ocuparía de la educación de
los hijos mestizos.
En lo económico se exploró mucho la polémica sobre
si era lícito hacer la guerra a los indígenas y despojarlos de sus bienes.
Además de las muy conocidas opiniones sobre la «servidumbre natural», cuyo
portavoz más conocido es Juan Ginés de Sepúlveda y la polémica que sostuvo
contra él Bartolomé de las Casas en Valladolid, hacia 1550, tenemos lo que al
respecto se usaba en la España del siglo XVI frente a moros, herejes y judíos.
Por ejemplo, el insigne catedrático de Salamanca,
fray Alfonso de Castro3 afirma que los herejes pierden sus bienes a
causa de su herejía, incluso antes de la declaración de un juez, aunque ésta se
requiere para proceder a decomisarlos. Tal opinión seguramente se aplicó al caso
novohispano, pues fray Alonso de la Veracruz4 sostiene contra ella, que los indígenas no
pierden el dominio de sus bienes por el mero hecho de ser infieles y que es
necesaria la sentencia del juez para este propósito. Además, argumenta que
aunque proceda sobre el hereje, no está probado que sea aplicable al infiel.
En los hechos, la manera de alentar a los
exploradores, conquistadores y colonos era la promesa de obtener bienes,
riquezas y mano de obra indígena; por lo que aunque se reconocieran derechos a
los indios, con frecuencia serios obstáculos impedían implementar ciertas leyes
en las colonias.
¿NACIDOS PARA
GOBERNAR O PARA SER GOBERNADOS?
De la polémica sobre la racionalidad del indígena
surgen también significativas cuestiones. La diferencia cultural entre europeos
y americanos ocasionó que no pocas veces se les considerase como niños
necesitados de dominio, protección y dirección, ya que eran gente ruda e
inculta que tenía por ciertos «disparates y fantasías», o bien eran hombres
simples porque, por ejemplo, tenían en más estima las plumas de ave que el oro,
pero a la vez eran mansos y humildes, los mejores vasallos porque eran buenos
para obedecer.
El europeo de la época no estaba listo para
admitir la superioridad del indígena en algún aspecto, pero encontramos
descripciones elogiosas de algunas cosas prehispánicas. En cuanto a su
racionalidad, destacan al menos dos aspectos: su habilidad racional y su
conocimiento sobre el mundo, aunque esto pueda remitirse al primero: tienen lo
falso por verdadero porque su intelecto no alcanzó a más.
La discusión sobre la racionalidad de los
indígenas es fundamental porque sobre ella se sustentaron las opiniones de que
eran «esclavos por naturaleza» o que se les hacía un bien al dominarlos, ya que
no eran capaces de hacerlo correctamente por sí mismos. De esta cuestión
dependía la misma empresa evangelizadora: si se les declaraba de intelecto muy
inferior, la evangelización no estaría justificada, lo que anularía el único
título que todos los pensadores de la época aceptaban como legítimo para la
dominación española.
Aunque por lo general se adjudican al indígena
adjetivos que aluden a una capacidad intelectual inferior, el centro de esta
polémica se encuentra en las preguntas: ¿Son capaces de adquirir la fe cristiana?
¿Se les deben negar los sacramentos? ¿Conviene educarlos en artes liberales o
incluso teología? Cuestiones directamente relacionadas con su educación y, por
consiguiente, con la posibilidad de ocupar un puesto relevante en la sociedad
colonial y medios de movilidad social.
Esto remite a una antropología filosófica aún
vigente: ¿la rudeza del indio –o de cualquier hombre– tiene que ver con su
nacimiento (raza, lugar de origen, etcétera) o depende de la educación y el
medio en que se desarrolla? ¿Con qué parámetros se mide el grado de
racionalidad de los seres humanos? ¿La diferencia cultural implica siempre
inferioridad o superioridad? ¿La genética nos predispone para ser gobernados o
para gobernar a los demás?
SOBREVIVEN
ALGUNOS ESPACIOS INDÍGENAS
Aunque se ofrece educación superior, subyace la
convicción de que la rudeza de estos hombres es algo que puede subsanarse con
la educación; mientras que la obligación de entregar a sus hijos se relaciona
con el hecho de que en adelante gobernarían los españoles y ante ellos el
indígena se asume vencido. El misionero, sin embargo, prefiere tratarlo
como a un niño que con el debido cuidado llegaría a la madurez y cuya incultura
proviene principalmente de su desconocimiento la cultura europea cristiana.
La situación que sigue a la conquista y el
establecimiento de las autoridades novohispanas influyeron tanto en la
conformación de la sociedad novohispana como en la imagen que predominaba de
los indígenas, de la que dependía tanto lo que se hizo con ellos, como lo que
se pretendía hacer. Los conquistadores pudieron imponer a los indígenas una
nueva manera de ser y pensar sólo en la medida en que la extensión del
territorio, el número de indígenas y la diversidad lingüística–cultural lo
permitieron.
Nos atrevemos a decir que el éxito de la empresa
colonizadora dependió en gran medida de lo exacta que fuera la apreciación del
español sobre «el indígena», que no siempre era tan inculto (en el sentido de
que antes de la conquista tenía una civilización y cosmovisión sólidas, aunque
diferentes de la europea), ni tan bárbaro, ni tan manso y humilde como les
parecía. Debieron adaptar a los diferentes casos que se presentaban en Nueva
España, las legislaciones –hechas originalmente para herejes, judíos o moros–y
no sin importantes controversias.
No es extraño que surgieran espacios donde el
indígena pudo evadir ser completamente integrado y donde el español conservó
bastante de lo prehispánico. Espacios que persisten en la medida en que
continúe la separación –cultural, lingüística, social, política, económica,
etcétera– con respecto a los pueblos originarios; por eso en los posteriores
acercamientos con el indígena reviven viejas imágenes y se renuevan viejos
problemas y viejas soluciones.
Verónica Murillo
Gallegos
https://www.istmo.mx/2016/07/04/entre-las-palabras-y-los-hechos-el-indigena-en-la-nueva-espana/
No hay comentarios:
Publicar un comentario