Como los españoles de México,
dejaron de serlo
LA ACULTURACIÓN DE LOS
ESPAÑOLES, O DE COMO LOS DE AMÉRICA DEJARON DE SERLO
El tema
formulado en estos términos no puede sino parecer obvio. Nace luego el
sentimiento de que es un tanto insólito, y de la conciencia de este carácter
contradictorio, obvio/insólito, surge la interrogación: ¿cómo puede ser obvio,
por no decir banal, a la vez que insólito? Si uno mira el asunto con cuidado,
se percata de que las actitudes mentales que respaldan esta antítesis manifiestan
un conflicto profundo. Porque si el sentimiento de la evidencia nace de la
adhesión consciente a las enseñanzas elementales de la antropología y la
etnohistoria, aunada a una sensibilización bastante reciente a los fenómenos de
relativismo cultural, (1) aquel que nos hace percibir el tema como un
tanto insólito resulta en cambio ser el producto de antiguas certezas
implícitas, tan inconscientes como comunes.
La primera de estas certezas quiere
que el dominante imponga su influencia absoluta al dominado, siendo por
definición el primero activo mientras se supone al segundo reducido a un estado
pasivo, o a lo más, receptivo. Otra de estas certezas implica que el dominante,
superior por las armas o las circunstancias, también lo sea en todos los demás ámbitos
y que, por tanto, su cultura en un sentido amplio, sea destinada naturalmente a
prevalecer sobre la del vencido. En esta perspectiva, la historia tiene un
sentido preciso: sólo el dominante desempeña un papel dinámico, que consiste en
conducir inevitablemente al vencido hacia lo que es concebido como el progreso
unívoco del género humano. De ahí la imposibilidad de imaginar la reversión del
proceso aculturativo y, concretamente, que el vencedor pueda, en determinadas
circunstancias, sufrir a su vez la influencia efectiva del dominado. Nuestra
reacción ambigua ante el tema así formulado revela por tanto el conflicto que
existe entre una actitud consciente y moderna, y otra reprimida e inconsciente,
heredada de una antropología occidental universalmente difundida hasta finales
del siglo XIX.
Ahora bien, los testigos y actores
del proceso que nos interesa, y que fueron los hombres de los siglos XVI, XVII
y XVIII, no compartían en absoluto nuestro relativismo cultural, no pudiendo en
consecuencia concebirlo ni tomarlo en cuenta. Solo pudieron percatarse
eventualmente de sus resultados. Porque si todos los españoles, conquistadores,
religiosos, autoridades y hasta gente llana, se afanaron por observar,
describir, alabar, censurar o, para ser breve, discurrir a propósito del indio
durante estos tres siglos, interrogándose acerca de su identidad,
cristianización, occidentalización, y lo que se percibe globalmente como su
difícil acceso a la “civilización”, el discurso del español sobre sí mismo es
insignificante durante mucho tiempo, siendo estereotipado cuando existe.
El indígena es continuamente
examinado y juzgado según los criterios del europeo y en función de los
proyectos que éste abriga. Porque sería anacrónico esperar que el conquistador
y el colonizador reconociesen al indígena el derecho de escoger las vías y las
fórmulas de su conveniencia: si algunas decisiones tomadas por las autoridades
relativas a estos mismos indígenas resultaron a veces contrarias a los
intereses de los dominantes y benéficas para los dominados –caso de la supresión de la encomienda o de
la prohibición de ciertos trabajos-, éstas fueron esencialmente dictadas
por una ética cristiana y occidental. Al no haber llegado aún la hora de la
libertad individual y de la autodeterminación de los pueblos en ninguna parte
del planeta, la ley del vencedor y el principio de autoridad prevalecían por
doquier.
¿Qué
motivos tendría el español de hablar de sí mismo?, ¡en relación con quién y con
qué podría hacerlo, si no es de nuevo en relación con sus propios arquetipos?
De ahí el discurso del siglo XVI, que es ante todo apologético entre los
conquistadores y sus descendientes, como lo sigue siendo entre las autoridades,
y crítico y moral entre los frailes evangelizadores. Los primeros pintan por
tanto a héroes, nuevos Alejandros, Amadises y Grandes Capitanes, mientras los
religiosos tienden a no ver más que pecadores en lugar de los santos y los
apóstoles que tanta falta le hacen a la incipiente gran empresa.
Es preciso esperar para que el español
empiece a mirarse a sí mismo, y ya no a partir de los arquetipos heredados sino
a partir de la naciente oposición que no tarda en insinuarse entre peninsulares
y criollos. Sometidos a la observación crítica y a la censura de los primeros,
los segundos se empeñan ante todo en afirmar y comprobar los puntos similares y
comunes que a todos hacen iguales. Aunque en la segunda mitad del siglo XVII es
cuando surge la afirmación de una conciencia y una sensibilidad criolla, con el
fenómeno de la devoción a la Virgen de Guadalupe, es preciso esperar el siglo
XVIII para que se plantee claramente la cuestión de la identidad del criollo.
Se sabe cómo, al verse obligado a admitir la diferencia que lo hace distinto
del europeo, el criollo la asume y hasta acaba por reivindicarla, apelando por
primera vez desde la Conquista al Indio para pedirle respaldo en la búsqueda de
sus orígenes y de su legitimidad. Es lo que hacen Clavijero, los jesuitas
ilustrados en general y los intelectuales de la Independencia.
Esto da origen a una múltiple
mirada: aquella del metropolitano sobre el criollo, del criollo sobre el
metropolitano, sobre sí mismo y sobre el indígena, ya no para juzgarlo y
mantenerlo en un espacio que justifique una relación de dominación, sino para
recibir de él la confirmación de una identidad específica. La única mirada
prácticamente ausente –o muda- sigue siendo, hasta la fecha, la del indígena
sobre los demás. En efecto, en el siglo XVIII resulta evidente para todo el
mundo que el español americano no es, o dejó de ser, un español europeo.
Desde los principios, algunos casos
habían dejado entrever ciertos procesos que cuestionaban las certezas
anteriormente mencionadas y que respaldan la gesta española. Un Gonzalo
Guerrero, naufragado en las costas yucatecas en 1511, se había integrado al
mundo indígena de tal manera que llegó a contraer matrimonio con una cacique
con la que tuvo hijos, hablaba maya, se tatuaba el cuerpo y el rostro, llevaba
adornos en las orejas, habiéndose probablemente vuelto además idólatra. Razones
más que suficientes para que se negase a reunir con los hombres e Cortés y
muriese combatiendo al lado de los indígenas contra los mismos españoles en
1528.
Hernán Cortés pide por ejemplo en su
testamento (1547) que si llegase a morir en España, sus restos fuesen traídos
de vuelta a México y sepultados en el convento de las monjas franciscanas de la
Concepción en su “villa de Cuyoacán”, manifestando de esta manera su
predilección última por su nueva patria, en detrimento de la que lo había visto
nacer. (2)
Pero existe otra actitud que merece
nuestra atención, actitud común a los conquistadores y a los religiosos de los
tiempos heroicos y luego a todos los que durante tres siglos intentaron
describir el Nuevo Mundo y sus habitantes. En efecto, se ha subrayado a menudo
el procedimiento al que todos recurrieron constante y forzosamente y que los
llevó a establecer analogías entre las realidades nuevas que buscaban
manifestar y aquellas que les eran familiares porque pertenecían a su universo,
su cultura y su pasado. Es sabido cómo Cortés veía en derredor suyo mezquitas,
“aposentos amoriscados”, cómo comparaba las ciudades indígenas con Granada,
Sevilla, Córdoba, Burgos, Génova, Pisa, Venecia, llegando a confesar que el
orden y policía que en ellas imperaban superaban a los que caracterizaban
entonces las ciudades africanas, o sea, tratándose de un hispánico, del
Maghreb. En cuanto a Bernal Díaz del Castillo, habla de encantamiento, “como en
el libro de Amadís”, al contemplar el mundo lacustre de Tenochtitlán, y luego
de su tierra, Medina del Campo, Salamanca y hasta el “Gran Cairo”, Roma,
Constantinopla. Cabe notar que los dos guerreros se refieren a las ciudades más
prestigiosas de su época, las del mundo mediterráneo como Sevilla, Venecia, El
Cairo, Roma, Constantinopla. (3)
Más tarde y después de ellos, estos
“intelectuales” que viene a ser los cronistas religiosos seguirán utilizando
este procedimiento y lo irán desarrollando puesto que no sólo se valdrán de él
para describir la realidad del mundo indígena sino también para explicar su
pasado, con todos sus desafíos culturales. Así en el siglo XVII, al examinar el
delicado problema de los orígenes de los americanos, Vetancurt presenta un
balance impresionante de las distintas teorías propuestas hasta entonces para
aclarar el enigma, mismas que no dudan
en mencionar a Noé y sus hijos, los cananeos, los viajes impulsados por
Salomón, los habitantes de la Atlántida, los fenicios, los chinos, los
tártaros, los judíos, los griegos, etc. Y en los albores de la Independencia,
fray Servando Teresa de Mier sigue encontrando raíces chinas en al náhuatl e
influencias orientales indiscutibles en los cultos y la liturgia mexicana,
mostrando cómo el procedimiento analógico resulta inseparable del problema de
la identidad americana.
Si el recurso a este procedimiento
por parte de los intelectuales que fueron los cronistas religiosos, en
particular los jesuitas y los escritores polemistas y políticos que les
sucedieron, no ha sido aún el objeto del estudio sistemático que se requiere,
la actitud de los conquistadores y de los testigos del ocaso mexica ha sido en
cambio comentada a menudo, la mayoría de las veces de manera muy pertinente,
sin que se la percibiera, según parece, en toda su complejidad. Porque aunque la
comparación corresponda efectivamente a una apropiación de la realidad ajena
por parte del discurso dominante que la reduce y modifica mediante los
conceptos y categorías que le imponer, aunque revele asimismo una incapacidad
para concebir y describir algo nuevo, que niegue e invalide el marco en el que
esta realidad se expresa naturalmente y que la hipérbole tenga por lo regular
un propósito político evidente – para Cortés, por ejemplo, el de pintar al
mundo conquistado de tal modo que el mérito del conquistador resulte exaltado y
por tanto que el favor del soberano asegure la continuación de lo emprendido-,
hay en todo esto algo más.
El recurso sistemático a la analogía
obedece en efecto a una lógica que induce a consecuencias inevitables. Porque
comparar el mundo americano con el mundo europeo, presente o pasado, implica
desde un principio un acercamiento y una familiaridad con el primero, puesto
que no se pueden comparar sino cosas comparables. Una vez que se admite el
proceso, la realidad americana no puede ocupar sino una posición de
inferioridad, pero también de igualdad y hasta de superioridad en relación con
las referencias invocadas, las que provienen del universo del conquistador.
Recurrir a la comparación significa
aceptar sin remedio que prevalezcan los conceptos y los criterios de una
cultura sobre otra, pero también admitir la posibilidad de una reducción que
introduzca al acercamiento y a la correspondencia. Rechazarla equivale a
privarse de un medio a todas luces elemental y arcaico, aunque el único
disponible hasta la emergencia, hacia finales del siglo XIX, de las primeras
teorías que postulan el relativismo cultural, casi contemporáneo, según
sabemos, de la autodeterminación de los pueblos.
Pero la comparación desemboca casi
inevitablemente en la rivalidad, y por tanto la mayoría de las veces en la
derrota de una de las partes con la victoria consecutiva de la otra. Esta
dinámica de la comparación/rivalidad parece haber presidido los destinos del
Nuevo Mundo: después de haberse manifestado con la brutal evidencia de las
guerras de conquista, la vemos actuar en los múltiples enfrentamientos étnicos,
culturales y finalmente políticos que marcaron la vida colonial y quizá la de
los siglos posteriores. Es posible incluso explicar el rechazo de las
referencias extranjeras por parte de algunos intelectuales desde la Ilustración
hasta nuestros días como un intento por mitigar y aun suprimir por la rivalidad
con el otro, y la sanción que implica el reconocimiento eventual de una
inferioridad, la que por puntual que sea,, no deja de ser percibida siempre
como un fracaso traumático. Sin embargo, el sueño recurrente de un regreso al
aislamiento original está condenado al fracaso absoluto, porque los mismos
indígenas se apresuraron por su parte a
comparar a los hombres de acero, trepados en sus monturas, con lo que, dentro
de su propio universo, podía dar cuenta de ellos…
Dentro de esta dinámica, la
superioridad del otro puede ser reconocida y declarada, y no faltaron quienes
notaron que sólo era admitida por parte de los testigos españoles cuando se
trataba de objetos, reflexión que requiere nuevamente un comentario. (5) Cuando Cortés –para atenernos a hombres de acción, puesto
que los intelectuales no son representativos de los españoles comunes y corrientes
cuya evolución nos ocupa en este estudio- nota que el orden y policía que
imperan en Tenochtitlán son mayores que los que se pueden observar en África;
cuando admite que su manera de gobernarse “es casi como las señoritas de
Venecia y Génova o Pisa”; cuando Bernal Díaz dice, tratándose de los mercaderes
y las mercancías, que el “concierto es de la manera que hay en mi tierra, que
es Medina del Campo” ya no se trata de objetos, sino de formas de gobierno y de
sociabilidad que implican por parte de los testigos el reconocimiento de un
alto grado cultural ya que corresponde precisamente o poco más o menos al suyo
propio, o sea, al que les parece forzosamente superior a cualquier otro.
De la misma manera, la admiración
que se percibe a través de los términos empleados, en particular de la
adjetivación, de la minucia maravillada de las descripciones, y que los
conquistadores experimentan al descubrir el mercado de la capital, el
ceremonial que rodea a Moctezuma, etc., traduce el reconocimiento implícito de
una igualdad y hasta de una superioridad de ciertas realidades americanas sobre
sus equivalentes europeos. Finalmente, la distinción entre unos objetos dignos
de admiración y los hombres que los producen, hombres que por otra parte son
negados y aniquilados en su especificidad cultural, nos parece capciosa. En un
nivel vivencial, aquel precisamente de los conquistadores o de un turista
contemporáneo, si bien relativo y aleatorio, de su creador como productor, pero
también como sujeto capaz de sensibilidad.
Cabe notar al respecto que una de
las manifestaciones más precoces de la identidad criolla en el siglo que sigue
a la Conquista se expresa precisamente mediante la exaltación de la naturaleza
americana, de sus hombres,, sus costumbres y ciudades, con un Bernardo de
Balbuena y un Sigüenza y Góngora por ejemplo, lo que muestra cómo esta
dicotomía u hasta oposición entre el universo de los objetos, de las realidades
naturales y el de las criaturas/sujetos resulta ser artificial. (6)
La
tendencia que tuvieron los primeros testigos europeos del mundo mexica de
describirlo por medio de un procedimiento comparativo que inducía las
consecuencias aquí esbozadas representaba obviamente una posibilidad de
comunicación a todas luces elemental y a menudo frustrada. También introducía
la posibilidad de influencias recíprocas y no siempre unívocas, puesto que, en
algunos terrenos al menos, las realidades resultaban comparables porque eran
parcialmente semejantes, pudiendo por tanto sumarse y tal vez intercambiarse.
Esta actitud mental y esta sensibilidad, sin lugar a duda propia de hombres
llanos, pueden en parte explicar cómo ciertos intercambios subrepticios e
inconscientes y algunas desviaciones involuntarias se volvieron posibles entre
el común de los españoles.
Primeros indicios
Conocemos
bastante bien las actitudes adoptadas por los intelectuales –Durán, Sahagún,
Mendieta, Torquemada, Acosta, Sigüenza y Góngora, Sánchez, los jesuitas del
siglo XVIII, etc. Por ello nos ocuparemos un instante de quienes, entre estos intelectuales,
lo fueron tal vez en menor grado: los franciscanos, primeros en pisar las
ruinas de Tenochtitlán. En efecto, aunque distamos mucho de considerarlos como
menos aptos o menos acostumbrados a los ejercicios mentales que sus sucesores,
los percibimos, sin embargo, como menos “intelectuales” en la medida en que las
circunstancias les impusieron la toma de decisiones y de aptitudes inspiradas,
en los primeros años, más por la experiencia y el instinto de la obra por
emprender que por la ponderación serena de los propósitos y de los medios. Esta
es la razón por la que sus opciones, en cuanto se refiere al contacto con la
religión indígena, nos parecen reflejar una manera de ver y de sentir en algún
modo más espontáneo y natural. En otras palabras, las estrategias o las
conductas adoptadas por los primeros franciscanos en Nueva España, las que
atrajeron la atención sostenida de los intelectuales de la colonia y de los
historiadores contemporáneos, se fundaron en la percepción inmediata de
correspondencias simbólicas entre las dos religiones enfrentadas. El partido
que sacaron los religiosos de esta situación no deja de recordar el
procedimiento analógico anteriormente señalado. Independientemente de las
operaciones de acumulación/sustitución que llevaron a cabo en los casos de
sobra conocidos de Santa María de Guadalupe/Tonantzi, Santa Ana Chiautempan,
San Juan Tianquismanalco, cuya ambigüedad fue denunciada por intelectuales como
Sahagún, Torquemada, De la Serna y fray Servando Teresa de Mier, nos conformaremos
con presentar un elemento nuevo. (7)
La tradición refiere en efecto que
los trece primeros franciscanos llegados a la Nueva España no tardaron en ver
convertirse en harapos el hábito que llevaban desde la salida de Europa. Como
no había aún un número suficiente de borregos y no se podía pór tanto conseguir
la lana necesaria para la confección de hábitos nuevos, los frailes pidieron a
ciertas indias que deshiciesen el tejido de los viejos, para que con la lana
recuperada, otra vez cardada, les tejiesen unos nuevos. Pero el color original
había desaparecido y se planteó la cuestión de decidir el que se adoptaría para
el nuevo teñido. Al no haber puntualizado nada San Francisco al respecto ni
tampoco en cuanto a la forma que se les debía dar, sino solo que el hábito
había de ser pobre y ordinario, nuestros religiosos tomaron entonces la
decisión peregrina de teñir el suyo de azul, aun cuando en Europa siempre había
sido de color pardo que corresponde al de la lana natural. Este problema del
cambio de color del hábito franciscano en México –el que efectivamente se
mantuvo azul hasta el siglo XVIII- atrajo la atención de algunos historiadores
y Lucas Alamán, deseoso de encontrar una explicación a este hecho, sugiere que
el color azul fue elegido porque en aquel entonces resultaba el más común y,
por tanto, el más ordinario. (8) Ahora
bien, ni Sahagún, quien dispone de una información tan precisa como abundante,
ni Motolinía dicen algo semejante y por otra parte los códices muestran a los
hombres del común –macehuales- invariablemente vestidos con piezas de algodón
blanco o a lo más de un color “leonado” que se parece justamente al color
tradicional en Europa del hábito franciscano. ¿Por qué quisieron los
franciscanos de Nueva España teñir su hábito nuevo mientras las exigencias de
la pobreza se hubiesen conformado con el matiz ajado de la lana que provenía de
los viejos, y porque escogieron el color azul y no el blanco o el pardo que
eran de hecho los de la ropa llevada por el pueblo?
Sabemos por otra parte que al llegar
los franciscanos al valle de Anáhuac, mientras Tenochtitlán apenas empezaba a
renacer de sus cenizas aún calientes, fundaron su primera casa en un lugar
situado en el sureste de la ciudad, Huitzilopochco –llamado hoy en día
Churubusco- donde existía un templo dedicado a Huitzilopochtli. Ya entrados en
la capital, recibieron de Cortés un solar para que allí edificasen un convento,
una modesta construcción que ocuparon tan sólo desde junio de 1524 hasta mayo
de 1525 y que abandonaron luego para levantar el que fuera el definitivo, en el
límite de la ciudad española y en contacto estrecho con las comunidades
indígenas, allí donde se encontraban antaño “las casas” que albergaban las
fieras y las curiosidades naturales a las que estaba tan aficionado el
emperador Moctezuma.
Ahora bien, la cuestión del lugar
preciso ocupado por la primera construcción franciscana en la capital hizo
correr riachuelos de tinta. Luego de haberse pensado por mucho tiempo que el
convento primitivo se erguía en el sitio actualmente ocupado por la Catedral,
es decir en el límite oeste del Templo Mayor, en el recinto ceremonial
capitalino, se sabe hoy día con certeza que Cortés había determinado que los
franciscanos se estableciesen justo en el lugar en donde se levantara el altar
de Huitzilopochtli, el único punto que había sido protegido con celo por
Moctezuma, al impedir que los españoles colocasen allí una cruz, cosa que
habían hecho sin demasiada dificultad en la mayoría de los templos hasta
entonces encontrados.. Así, el solar otorgado a los hijos de San Francisco
ocupó aquel sitio, marcado con un carácter particularmente sagrado para los
mexicas. Por tanto, las dos primeras fundaciones franciscanas, la de
Huitzilopochco/Churubusco y la de Tenochtitlán/México, se alzaron encima de las
ruinas de antiguos templos dedicados al dios tutelar de los mexicas,
Huitzilopoctli, que el emperador juraba defender por todos los medios cuando
subía al trono. Pues resulta que el color asociado simbólicamente a este dios
guerrero del sol en el cenit, del sur y del cielo meridiano es el azul. (9)
En fin, cabe recalcar que ciertas
fundaciones franciscanas, sobre todo aquellas que fueron edificadas encima de
las ruinas de antiguos templos dedicados a Huitzilopochtli, fueron colocadas
bajo el amparo de san Miguel o Santiago, santos eminentemente guerreros que la
iconografía tradicional representa armados de una espada que blanden con vigor,
luciendo el arcángel las debidas alas y derribando al mal representado como un
dragón asimismo provisto de alas, mientras el patrono de los españoles aparece
montando un caballo, como los conquistadores.
Motolinía relata por otra parte cómo
ante la inmensa tarea que los esperaba,
Los frailes se
encomendaron a la santísima Virgen María, norte y guía de los perdidos y
consuelo de los atribulados y, juntamente con esto, tomaron por capitán y
caudillo al glorioso San Miguel, al cual con San Gabriel y todos los ángeles,
decían cada lunes una misa cantada, la cual hasta hoy día en algunas casas se
dice. (10)
Pero si la Virgen María, San Gabriel y
los santos ángeles eran ya los protectores de la orden franciscana en España
–al proceder la mayoría de los religiosos llegados a México en 1524 de la
provincia de San Gabriel, en Extremadura-, la intervención prioritaria, justo
después de María y antes de los patronos tradicionales, del “caudillo” y
“capitán” Miguel corresponde a una necesitad nueva y a una afinidad reciente
con aquel arcángel asimismo guerrero y vencedor que resulta ser el dios
Huitzilopochtili.
Sin lanzarnos a una interpretación
azarosa de las correspondencias y resonancias que las representaciones de san
Miguel y de Santiago debían despertar entre los indígenas, no podemos dejar de
observar que las opciones de los franciscanos en Nueva España en lo que se
refiere al color de su hábito y a los patronazgos espirituales invocados
parecen revelar una estrategia obvia que viene a confirmar el procedimiento de
sobra conocido de las asociaciones toponímicas. Esta estrategia no es en
absoluto novedosa puesto que fue la de la Iglesia desde sus comienzos, que supo
asimilar las múltiples aportaciones de la antigüedad oriental, griega, luego
romana y bárbara, fundiéndolas finalmente en el crisol del cristianismo. Una
experiencia y un savoir-faire milenarios no hicieron más que dictarla en las
nuevas tierras de misión en América a los religiosos que fueron los primeros en
establecer el contacto con los dioses y los templos indígenas. (11) En Nueva España, los hijos de san
Francisco optaron obviamente por estas soluciones operativas que implicaban
traslapes, yuxtaposiciones y superposiciones. Si podemos dudar que los
religiosos hayan obrado de manera deliberada, se puede pensar en cambio que la
tradición sincrética de la Iglesia por una parte, las urgencias de la acción
por otra y finalmente las insinuaciones y sugerencias que provenían del medio
indígena mismo por medio de quienes se hallaban en relación estrecha con los
recién llegados, pudieron llevar naturalmente a los franciscanos a la adopción
de fórmulas semejantes. Así, la frecuencia d este tipo de proceder en Nueva
España y más generalmente en América Latina sugiere una estrategia implícita en
lo que se refiere al desarrollo de una acción precisa y la consecución de un
resultado determinado.
Cabe preguntarse si estas
desviaciones y préstamos, estos casi compromisos que fueron sin lugar a duda
percibidos como irrelevantes por los religiosos que los consintieron, no
tuvieron efectos y consecuencias imprevisibles e incontrolables, según la
etnología lo descubrió más adelante respecto a otras sociedades.. En este
sentido, el complejo cultural que constituye el culto guadalupano, y que ya a
fines del siglo XVI inspiraba notables reticencias al lúcido Sahagún, abre la
puerta a la reflexión. (12)
Sea lo que fuere, el modo de obrar natural y espontáneo de los primeros
franciscanos, estos hombres de acción inspirados, nos parece semejante a aquél,
más burdo si bien tan natural y espontáneo como el anterior, de los
conquistadores, quienes intentaron describir y manifestar lo que veían: el
hábito teñido de azul de Huitzilopochtli, cuyos templos derruidos habían
formado los cimientos y proporcionado las piedras para los conventos; la
protección especialmente invocada del capitán san Miguel, aquella criatura
ambigua; las comparaciones ingenuas que los guerreros establecían entre los dos
mundos, en las que a veces el nuevo vencía al viejo: todo esto parece traducir
disposiciones que introducen a una comunicación recíproca, no en un plano
consciente y deliberado, aunque si en un
nivel inconsciente y simbólico, entre los indígenas y los recién
llegados.
Así es como, desde los días de la
Conquista y los que la siguieron, unos españoles confrontados con una realidad
que les parecía a menudo incomprensible, cuando no escandalosa, encontraron sin
embargo en ella los puntos de apoyo para lanzar frágiles pasarelas con su
propio universo, por las que la circulación no siempre se podía efectuar en un
sentido único.
Antes de acercarnos a los síntomas
de un cambio relativo a los españoles anónimos de América, aquellos criollos
que tan sólo algunos decenios más tarde encontramos activos y cada día más
nutridos, fuerza es reconocer la perspicacia de la Corona que ya a mediados del
siglo XVI temió e intentó prevenir la adaptación al medio americano de sus
servidores –o sea, los funcionarios-, por los inconvenientes que juzgaba
inevitables. Ésta es la razón por la que emitió una serie de normas cada vez
más restrictivas relativas a la duración de su cargo en ultramar –que no podía
rebasar los seis años-: la prohibición de tomar esposa, de poseer bienes y
dedicarse a negocios mientras estuviesen en las Indias, etc., buscando de esta
manera mantenerlos en la atmósfera rarificada de una verdadera cámara
neumática, aislados del resto de la población cuya influencia sobre ellos se
temía. (13)
Si esta actitud por parte de
la Corona emana de una concepción casi sacerdotal de lo que corresponde a su
servicio, también traduce un temor hacia el contexto americano puesto que estas
medidas restrictivas sólo conciernen a los funcionarios en las Indias, al verse
exentados de ellas los metropolitanos. Se sabe como estas providencias
resultaron inútiles, al quedar de hecho invalidadas por las contingencias
locales y la necesidad, respaldadas a su vez por la complicidad o la
indiferencia de las mismas autoridades que tenían por misión aplicarlas.
Pero más que todo, la crítica y la
acusación dan muy pronto cuenta de las transformaciones sufridas por el español
en tierra americana. Sahagún nuevamente -1499-1590- declara, al referirse a las
“tachas y dislates” de los naturales de Nueva España que “los españoles que en
ella habitan y mucho más los que en ella nacen, cobran estas malas
inclinaciones”, mientras un grupo de religiosos franciscanos, dominicos y
agustinos sostienen por las mismas fechas que “los criollos, comúnmente
hablando son gente viciosa, poco constante y relajada”. (14) Por ello, las autoridades observaron una
prudente reserva en lo que se refiere a su acceso a las funciones más altas de
la administración civil y eclesiástica, si bien la quiebra crónica de la Corona
en el siglo XVII contribuyó más tarde a abrirles, mediante la venta de los
cargos, la mayoría de las puertas que hasta entonces habían permanecido
cerradas para ellos.
Las reformas borbónicas agravaron
las tensiones entre los peninsulares, aislados de hecho de los puestos
importantes, y los criollos, que se vieron despojados de las posiciones
burocráticas logradas durante el siglo anterior. Llegó la hora de los balances
y la de los ajustes de cuentas se estaba aproximando. Se desató entre criollos
y metropolitanos la polémica a propósito de los derechos y competencias
respectivas, lo que desembocó naturalmente en el problema de la identidad. Más
aún, la época confirió a tal polémica una dimensión universal ya que la
inteligencia europea, intérprete de potencias hasta entonces alejadas de las
grandes aventuras coloniales y que se preparaban para irrumpir fogosamente en
ellas a su vez, participó de ella al plantear el problema del hombre americano,
como un elemento más de la acusación unánime en contra de la colonización
ibérica. ¿Cuál es este balance?
Mientras la reivindicación de la
hispanidad en su pureza y totalidad y por tanto de la igualdad absoluta con
cualquier otro europeo constituye el fundamento del discurso criollo, cuya
élite reclama además, en nombre de los conquistadores de quienes pretende
descender, el acceso natural a la nobleza, los españoles peninsulares y los
intelectuales occidentales oponen e imponen al criollo la imagen de una
criatura degradada y corrupta, forzándolo de esta manera a la aceptación tan
dolorosa como provechosa de una evolución que nunca había querido reconocer
hasta entonces. (15)
Lo que los censores externos
conciben como una degeneración no es más que la expresión subjetiva, dictada
por consideraciones que no podemos analizar aquí, de una especificidad que se
había vuelto evidente al término de una evolución que comienza con Gonzalo
Guerrero y Hernán Cortés, se desarrolla durante unos doscientos cincuenta años,
y que los mismos criollos percibían confusamente sin querer admitirla del todo.
Si los europeos –Eobertson, S Pauw,
Buffon, Raynal, etc- y los españoles metropolitanos –grandes mercaderes del
Consulado de la ciudad de México, prelados, religiosos, funcionarios, virreyes,
etc.-censuran los mismos rasgos en los criollos, existe sin embargo una
diferencia importante entre unos y otros: para nuestros europeos del Norte, el
criollo degenerado participa de un amplio conjunto enteramente despreciable ya
que lo rige una potencia “prácticamente definida como una extensión de África,
dominada por la ignorancia de los moros, la superstición y la tiranía”, según
los criterios de la Ilustración. (16) Convendría examinar al respecto en qué
medida el criollo, que merecía el mismo desprecio por parte de los
intelectuales del norte de Europa que el español metropolitano, no es acusado
por ellos de compartir algunos de los vicios que le atribuyen.
El defecto de los criollos mexicanos
que más comúnmente se encuentra mencionado, de Sahagún hasta Humboldt, es la
pereza, holgazanería, sus variantes y corolarios, la ociosidad, la molicie, el
abandono, la falta de previsión y cuidado, el descuido, la inercia, la desidia,
la inconstancia y la inestabilidad. Vienen luego la lujuria y la lascivia, el
gusto desmedido por el deleite. Asimismo se les reprocha la prodigalidad, la
hipocresía y su tendencia a ser mentirosos, supersticiosos –en oposición con la
verdadera religión-, aduladores. (17) Los observadores más agudos señalan también
sus notables facilidades intelectuales y la facilidad con la que aprenden lo
que quieren, en particular las “sutilezas del silogismo”, aunque su falta de
perseverancia perjudique todos sus proyectos, condenándolos a vivir en un
presente inconsistente, empañado por los sueños y los resentimientos. (18)
Al
contrario de sus antepasados belicosos, los criollos son tachados de sumisos,
abatidos, rendidos, mientras el virrey don Antonio de Mendoza dice que “la
gente española de esta Nueva España es mejor de gobernar de todas cuantas yo he
tratado, y más obedientes y que más guelgan de contentar a los que los mandan,
si los saben llevar; y al contrario cuando se desvergüenzan, porque ni tienen
en nada las haciendas ni las personas”. (19) Asimismo se menciona a menudo su precoz
desarrollo –los niños son muchas veces brillante-, que sin embargo no tarda en
perderse en una especie de letargo sin remedio. (20)
Los criollos se adornan por tanto
con algunas prendas, las que se les reconoce explícitamente y aquellas que
podemos deducir de las críticas que ellos mismos hacen de los españoles
metropolitanos.. Poco después de la Independencia, Carlos María de Bustamante
confiesa que “jamás pasó por la imaginación a los mexicanos que más allá de los
mares y en la culta España, naciesen hombres de partes tan extrañas y maneras
tan grotescas, como si tuvieran su cuna en la Syberia…”, invirtiendo nuevamente
los términos de la comparación puesto que los “bárbaros” son ahora los
peninsulares mientras los “civilizados” resultan ser los criollos. (21)
Recordemos asimismo lasa
descripciones y comentarios encantados de la marquesa Calderón de la Barca,
algunos decenios más tarde, para percibir la atractiva dulzura de la
sociabilidad propia de la élite criolla, muy distinta de aquella que imperaba
en la península o en el resto de los países occidentales en los que las
exigencias de la civilización industrial empezaban a dejarse sentir en los usos
y en el trato social. En fin, sus disposiciones naturales, su ingenio y agudeza
llaman siempre la atención de quienes los tratan lo suficiente para conocerlos
bien. (22)
Una observación se impone aquí,
aquella que Sahagún precisamente hacía en su clarividencia mezclada de
benevolencia para con los indígenas algunos decenios después de la Conquista y
que vuelve a hacer generalizándola el dominico J. de la Puente en 1612:
“Influye el cielo de la América inconstancia, lascivia y mentira: vicios de los indios, y la constelación
los hará propios de los españoles que allá se criaron y nacieron”. (23)
Porque es un hecho que no sólo los
defectos sino también las cualidades que se les reconoce generalmente a los
criollos del siglo XVIII, al plantearse el problema de su identidad, o sea, de
su evolución eventual en relación con los metropolitanos, son aproximadamente
los mismos de los indígenas tales como los pintaba un Palafox unos cien años
antes. (24)
A reserva de ampliar y
profundizar este análisis somero, parece que l único vicio propio de los indios
que no se ha reprochado a los criollos es la embriaguez, cuya práctica
decadente entre la población indígena en la época colonial tiene, como es
sabido, un carácter y origen europeo. En cambio, los criollos son acusados de
supersticiosos, defecto que teóricamente parecería más específico de los indios
y ajeno al grupo que representa la ortodoxia. Cabe notar al respecto que el
tema de la ortodoxia religiosa está en el meollo de la identidad mexicana, y
que la emergencia del culto a la Virgen de Guadalupe en el siglo XVII
corresponde al despertar de un sentimiento patriótico criollo que desembocaría
más tarde en el nacionalismo. No olvidemos que los insurgentes de 1810 llegaron
a reivindicar la exclusividad de esta ortodoxia, no dudando en tachar a los
españoles metropolitanos de “judíos” y “herejes”. (25)
Apartede su carácter subjetivo,
estas acusaciones manifiestan la conciencia de un proceso aculturativo
recíproco: la práctica de la embriaguez no ritualizada, propia de los europeos,
se vuelve una peculiariedad de los indígenas, mientras la superstición y la hipocresía
normales entre estos neófitos que vienen a ser los indios y cuyo significado
preciso, son atribuidas también a los criollos. Según este enfoque, cada grupo
recorrió la mitad del camino hacia el otro al adoptar, sin saberlo ni quererlo,
una parte de sus características.
Si todos, incluso aquellos que son
los primeros involucrados, los criollos mismos, concuerdan finalmente en
reconocer que el español de América no es idéntico al de Europa, admitiendo con
ello una evolución de la que poco importa que sea percibida a raíz de ciertas
circunstancias como una degradación, ¿cuáles son las causas que se le
atribuyen?
De manera constante durante la
colonia, el clima, las constelaciones, el cielo de América, etc., son vistos
como los responsables de este proceso. (26) Se sabe cómo los intelectuales europeos
integran esta explicación dentro de una teoría de la degeneración del mundo
americano en general, preludio ideológico sin duda necesario a las futuras
empresas coloniales. Un Robertson añade a este determinismo físico un factor
político, el “rigor de un gobierno celoso y…la desesperación de alcanzar esa
distinción a la que aspira naturalmente la humanidad”, haciendo intervenir aquí
una causa humana de acuerdo con la visión negativa que la “intellingentsia”
ilustrada del norte de Europa se complace en tener de la España católica e
imperial. (27)
Solo entre todos tal vez, el
Consulado de los grandes mercaderes de la ciudad de México sospecha otros
factores: en su Memoria de 1811,
declara que los españoles europeos “también degeneran bastante, por la fuerza
del ejemplo, por el sistema de vida o por la desgracia del país”. (28) Sin embargo, “la fuerza del ejemplo” se
entiende aquí en el sentido de una influencia de los criollos sobre los
peninsulares, no siendo discutida la causa de la “degeneración” de los criollos
por ser sin duda atribuida implícitamente al clima.
De hecho, la Antropología de la
época impide a todas luces concebir la intervención de factores distintos para
explicar un proceso que ya nadie niega y es preciso esperar nuestro siglo
sociológico para plantear la cuestión de una interpretación cultural del mundo
indígena y europeo y, por tanto, de una aculturación de los españoles.
Dificultad, por no decir
imposibilidad radical, de plantear esta cuestión durante todo el periodo
colonial y la mayor parte del siglo XIX, a causa de una antropología unívoca;
reticencias evidentes de nuestros coetáneos, divididos íntimamente por sus
conocimientos objetivos que postulan el relativismo cultural, y sus certezas
inconfesadas, cuando no por sus prejuicios inconscientes heredados de una
mentalidad aún presente. Par el historiador deseoso de rastrear y descubrir el
fenómeno que presiente, todo aquello se traduce en una realidad llena de
obstáculos: la ausencia o, a lo más, la parsimonia patética de las fuentes.
Si quienes tienen por misión y
costumbre observar, describir, denunciar y manifestar, no ven el fenómeno
porque no pueden concebir que exista sin correr el riesgo de que se derrumbe
totalmente su sistema de valores, ¿qué material le queda al pobre investigador?
En primer lugar, el discurso
crítico, de una amplitud y virulencia creciente al correr de los siglos,
producido por el “exterior”, o sea los metropolitanos y los europeos de toda
clase y también por algunos criollos tales como Fernández de Lizardi, quienes
consignan sus observaciones bajo distintas formas. (29)
Mención especial merece la Memoria dirigida en 1811 por el
Consulado de los comerciantes capitalinos a las Cortes de Cádiz, cuyo texto con
notas y comentarios del historiador patriota Carlos María de Bustamante fue
publicado por él algunos años más tarde. El documento, producido en el contexto
de la insurrección, es una acusación al rojo vivo e intolerable para los
americanos, a quienes se empeña en pintar a la vez como degenerados e
inmaduros. El fin perseguido es muy claro, obtener que sus representantes sean
mucho menos numerosos que lo de los españoles europeos en los debates cruciales
que por entonces se venían realizando en la metrópoli. En efecto, mientras en
los enfrentamientos discursivos anteriores, las acusaciones lanzadas por cada
parte diferían y hasta se oponían, atribuyéndose a los habitantes de América
los defectos y cualidades precisamente opuestos a los que caracterizaban a los
metropolitanos, los dos bandos ahora enemigos se reprochan exactamente las
mismas cosas. Así, la ignorancia, la superstición y la holgazanería atribuidas
a los indígenas, las castas y los criollos por sus detractores europeos son a
su vez reprochadas a los peninsulares por Bustamante, quien justifica
fácilmente sus acusaciones. Más aún, el argumento definitivo esgrimido por
ambos bandos nos remite en alguna forma a unos trescientos años antes, aunque
tenga aquí sólo un carácter esencialmente polémico. En efecto, los hermanos
enemigos se enfrentan ahora a propósito de la idea de cristianismo y de
naturaleza humana: la acusación de mal cristiano es lanzada por unos y otros y
hemos señalado el papel desempeñado por la reivindicación exclusiva del cristianismo
en la emergencia de la identidad nacional. De manera más radical todavía, el
tema de la barbarie también es debatido por los dos bandos y mientras los
peninsulares tachan a los primeros habitantes del Nuevo Mundo de “orangutanes”,
a sus actuales moradores de “manada de monos gibones” y a los indígenas de
“autómatas”, los criollos por un lado bajo la pluma de Bustamante los ven como
“apaches” de apariencia dudosamente humana y, asimismo, como “autómatas”. (30)
Por tanto, se cuestiona o hasta se
niega la esencia humana del otro, en sus dimensiones sociales
–barbarie/civilización, según el enfoque propio del siglo XVIII-, espirituales,
con la capacidad de observancia del cristianismo, e incluso orgánicas, si
reparamos en las referencias animales, materiales, en la negación de la figura
humana. Si bien la dinámica de una polémica enardecida y de un enfrentamiento
militar y social en el paroxismo pueden explicar parcialmente estos excesos, es
obvio que estas acusaciones idénticas muestran al menos dos puntos importantes.
En primer lugar, la universalidad procedimiento que consiste en rebajar al otro
a un estado animal o inanimado; y luego, que los adversarios comparten las
mismas características cuando se hallan más opuestos, mientras la emergencia de
la conciencia de las diferencias entre criollos y peninsulares se había
manifestado por la atribución respectiva de características distintas y hasta
contrarias. En este sentido, el conflicto de los años de fuego que corresponden
a las guerras de Independencia se traduce en una reducción y una uniformidad
temática de las acusaciones en torno a las nociones fundamentales de
cristianismo y humanidad.
Por tanto, para sacar partido de
semejantes fuentes documentales, es preciso intentar superar su carácter subjetivo,
causado esencialmente por el contexto sociopolítico en el que fueron
producidas, para no ver en ellas más que el testimonio indiscutible de la
evolución que reflejan: la realidad de la interpenetración cultural y, también,
las líneas de fuerza alrededor de las cuales esta evolución toma cuerpo.
Independientemente de estos
materiales tradicionales, existen otros que compensan, por el peso de la
información que proporcionan, su carácter aleatorio y limitado. Por casualidad,
en medio, al lado o al margen de algún documento que trata de cualquier otro
tema, es como topamos con ellos. Más aún, si por milagro una denuncia
debidamente formulada ante la Inquisición llega a revelar, por ejemplo, un caso
indiscutible de aculturación por parte de un sujeto español, el tribunal no
abre siquiera el caso, manifestando con ello su incapacidad de concebir la
verosimilitud y hasta la posibilidad del
hecho, privándonos para siempre de descubrir la realidad y las modalidades del
proceso tomado en vivo.
Sin embargo, el Santo Oficio es el
que nos suministra indirectamente una información valiosa relativa a la
actividad delictiva del virreinato durante el periodo colonial, permitiéndonos
entender globalmente la originalidad de los comportamientos propiso de la
población española y mestiza en relación con el peninsular.
En México, si bien los delitos de
tipo religioso menor y de hechicería fueron tan frecuentes como los que
ocuparon a los tribunales de la metrópoli, se registra una proporción mucho más
importante y en constante crecimiento de transgresiones a las normas que rigen
la sexualidad –bigamia y poligamia masculina y cada vez más femenina en el
transcurso del siglo XVIII, solicitación por parte de los confesores, etc.-,
mientras los delitos de herejía resultan mucho menos numerosos. En otras
palabras, encontramos aquí una sociedad en la que las disidencias religiosas y
sus corolarios, la duda y la especulación, están casi ausentes, pero
fuertemente marcada, en cambio, por una amplia libertad en lo que se refiere a
los contactos, los encuentros y las alianzas. Esto se traduce a la vez en una
originalidad en relación con la sociedad peninsular y en la facilidad de los
intercambios, que resultan ser precisamente los vectores de influencias
eventualmente recíprocas. (31)
Así, es preciso resignarse a la
parca búsqueda que permiten las contingencias señaladas y renunciar a las
abundantes cosechas que la investigación histórica depara algunas veces. Es
preciso luego juntar las pocas piezas recuperadas, para esbozar un rompecabezas
con muchos vacíos, en espera de ser completado algún día…
Sin embargo, el objeto que nos
interesa existe: el discurso emitido sin reposo acerca de sus resultados y
nuestras reticencias en cuanto al proceso que lo origina, lo indican con
certeza.
(1)Respecto a este
punto, la obra de Franz Boas y Émile Durkheim. El relativismo cultural es
una corriente de pensamiento que consiste en entender las bases
culturales distintas a las nuestras para ponernos en el lugar del otro. Las formas de vida son
los procedimientos por los cuales una sociedad asegura su existencia y su
adaptación al medio físico. Como ejemplo de relativismo cultural podemos
mencionar cómo para una población urbana los avances tecnológicos, como la
canalización del agua potable, no son vistos como un avance en las
poblaciones rurales donde existe una cultura de respeto por la naturaleza,
por ende, se prefiere no interferir tecnológicamente en ella. (2) Lucas Alamán, Disertaciones, México, Jus, 1969,
apéndice primero: testamento de Hernán Cortés, p. 320. (3) Hernán Cortés, Cartas de Relación, México, Porrúa,
1960, pp. 17, 33, 46, 51, 55. Bernal Díaz del Castillo, era de la conquista de Nueva España, México, Editorial Valle de
México, 1985, pp. 314, 334, 336 y 338. (4) Fray Agustín de
Vetancurt, Teatro mexicano, México,
Porrúa, 1971, segunda parte, tratado 1, capítulo II, fol. 2, “varias
opiniones acerca de las naciones que pudieron dar origen a los de las
Indias”, Fray Servando Teresa de Mier, Historia
de la revolución de Nueva España, México FCE, 1986, tomo II, apéndice de
documentos, passim. (5) Tzvetan Todorov, La conquista de América. La cuestión del
otro, México, Siglo XXI, 1987, p. 139. (6) Bernardo de Balbuena, Grandeza mexicana, Madrid, Ediciones
de la Real Academia, 1831. Carlos de Siogüenza y Góngora, Paraíso occidental, plantado y cultivado
por la liberal benéfica mano, México, Juan de Rivera, 1683. (7) Fray Bernardino de
Sahagún, Historia general de las cosas
de Nueva España, México, Porrúa, 1985, libro XI, apéndice: adición sobre
supersticiones, pp. 704-706. Fray Juan de Torquemada, Monarquía Indiana, México, UNAM, 1976, vol. 3, libro X, capítulo
VII, pp. 354, 357. Fray Servando teresa de Mier, op. cit., tomo II, pp. 720-721. (8) Lucas Alamán, op. cit., II, pp. 124-125. (9) A propósito de las
primeras fundaciones franciscanas sobre el lugar ocupado por templos
dedicados a Huitzulopochtli: Fray Baltasar de Medina, Chronica de la santa provincia de San Diego, México, Editorial
Academia Literaria, 1977, p. 247, verso núm. 855. Fray Agustín de Vetancurt, op. cit., en Tratado de la ciudad de México, p. 17. Acerca del color del
hábito franciscano en Nueva España, cf. Lucas Alamán, op. cit., II, pp. 124-125. (10) Fray Toribio Motolinía, Historia de los indios de la Nueva España,
México, Porrúa, 1984, capítulo II, p. 19. (11) En lo que se refiere a
este punto, discrepo con Serge Gruzinski, quien en su magnífica La Guerre des Images. De Christophe Colomb
a Blade Runner (1493-2019), sostiene que los franciscanos de los primeros
tiempos buscaron ante todo no sólo destruir los ídolos sino también toda
posible confusión entre los antiguos cultos y el cristianismo. Esta cuestión
reviste especial importancia para los historiadores del México colonial en las estrategias misionales. (12) Acerca del problema de
la imagen de nuestra señora de Guadalupe, véase el sugestivo capítulo IV de
Serge Gruzinski, op. cit., : “Les
Effets Admirables de L´Image Baroque”, pp. 149-242, que constituye una
notable aportación. (13) Las provisiones y
reglamentos relativos a este punto son numerosos. Citemos tan solo los
publicados por Konetzke en su Colección
de documentos para la historia de la formación social de Hispanoamérica,
1493-1810, Madrid, 6 vols.; vol. 1, p. 257, documento núm. 168; vol. 1,
pp. 268-270, documento núm. 180; vol. 1. Pp. 271-272., documento núm. 181.
Guillermo Lohmann Villena, Los
ministros de la Audiencia de Lima en el reinado de los Borbones (1700-1821),
Sevilla, 1974, pp. 59-67. (14) Fray Bernardino de
Sahagún, op. cit., libro X, p. 579.
El religioso prosigue: “los que en ella nacen, muy al propio de los indios,
en el aspecto parecen españoles y en las condiciones no lo son; los que son
naturales españoles, si no tienen mucho aviso, a pocos años andados de su
llegada a esta tierra, se hacen otros… y esto pienso que lo hace el clima o
constelaciones de esta tierra…” Joaquín García Icazbalceta, Cartas de Nueva España, 1539-1594,
México, Editorial Chávez Chávez Hayhoe, 1941, p. 173. (15) En cuanto a la
representación criolla, cf. “Representación humilde en favor de sus
naturales”, dirigida por “la Imperial, muy noble y muy leal ciudad de México”
a la Corona (1771), en J.E. Hernández y Dávalos, Colección de Documentos para la historia de la guerra
de Independencia de México de 1808 a 1821, México, Instituto Nacional de
Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, 1985, 6 vols.; vol. I,
pp.427-455. Los puntos de vista de los peninsulares se hallan sintetizados en
el violento “Memorial del Real Tribunal del Consulado (1811), publicado por
Carlos María de Bustamante en el Suplemento a los Tres siglos de México durante el gobierno español hasta la entrada
del Ejército Trigarante, del padre Andrés Calvo, publicado en Jalapa en
1870. Las acusaciones lanzadas por los intelectuales europeos fueron resumidas
por David Brading en Los orígenes del
nacionalismo mexicano, México, Era, 1980, pp. 33-42. (16) El francés Nicolás
Masson de Morvillers es quien definía así a España, en un artículo de la Encyclopédie Méthodique de Panckoucke, cf.
D. Brading, op. cit., p.33 y
nota 35, la que refiere a Richard Herr, España
y la revolución del siglo XVIII, Madrid, 1964. (17) Para los defectos de los
criollos, véase entre otros el “Memorial del Real Tribunal del Consulado”… op. cit., nota 15, passim. Alejandro de Humboldt, Ensayo político sobre el reino de la Nueva
España, México, Porrúa, 1966, capítulo VII, p. 95. José Joaquín Fernández
de Lizardi, El pensador mexicano,
México, Condumex, 1987, vo. IV, pp. 44-49. Joseph Joaquín Granados y Gálvez, Tardes americanas: gobierno gentil y
católico; breve y particular noticia de toda la historia indiana, México,
Condumex, 1984, tarde XV, p. 397. Pedro de Fonte, AGI, México, 1985, citado
por D. Brading, en Mineros y
comerciantes en el México borbónico (1763-1810), México, FCE, 1975, p.
285. (18) Fray Agustín de
Vetancurt, op. cit., en Tratado de la ciudad de México, p. 3
Juan, López de Cancelada, Telégrafo
americano, Cádiz, imprenta de Quintana, 1811, p. 248. Lucas Alamán, Historia de México, México, Jus, 1968,
I, p. 17. É, mismo, criollo, dice de sus semejantes: “sea por efecto de esta
viciosa educación, sea por influjo del clima que inclina al abandono y a la molicie,
eran los criollos generalmente desidiosos y descuidados: de ingenio agudo,
pero al que pocas veces acompañaba el juicio y la reflexión; prontos para
emprender y poco prevenidos en los medios de ejecutar; entregándose con ardor a lo presente y atendiendo poco a lo venidero;
pródigos en la buena fortuna y pacientes y sufridos en la adversa”. (19) Instrucciones que los virreyes de la Nueva España dejaron a sus
sucesores, México, Biblioteca Histórica de la Iberia, 1973, tomos
XIII-XIV. La cita viene del tomo XIII, p. 17. (20) La condesa Kolonitz,
dama de honor de la emperatriz Carlota, habla de los niños en estos términos:
La inteligencia en ellos se desenvuelve tan precozmente que algunos de dos o
tres años parecen niños prodigiosos; pero más tarde se estancan y no
progresan más”, en Un viaje a México en
1864, México, Cultura/SEP, 1984, p. 105. Fray Pedro de Fonte, cf. Nota 17, declaraba por su lado
unos doscientos años antes:”Como su educación es en la opulencia y molicie,
miran con fastidio las ocupaciones serias y caen pronto en una lánguida
inercia que al mismo tiempo los sepulta en los vicios y miseria”. (21) Carlos María de
Bustamante, Cuadro histórico de la
Revolución Mexicana, México, FCE/Instituto de Cultura Helénico, 1985. (22) Madame Calderón de la
Barca, La vida en México durante una
residencia de dos años en el país, México, Porrúa, 1984, pp. 68, 69 y 74. (23) Fray Juan de la Puente,
en Juan José Eguiara y Eguren, Prólogos
a la Biblioteca Mexicana, México, 1944, citado por D. Brading, Los orígenes del nacionalismo, po. Cit., p.
219, nota 150. (24) Juan de Palafox y
Mendoza, De la naturaleza del indio,
pp. 631-663, en Genaro García, Documentos
inéditos o muy raros para la historia de México, México, Porrúa, núm. 58,
1974. (25) Acerca del
guadalupanismo y el despertar de los entimientos patrióticos, cf., D.
Brading, Los orígenes… op, cit., y
Serge Gruzinski, op. cit., el
capítulo IV, dedicado a la imagen barroca. José María Luis Mora, México y sus revoluciones, México,
Porrúa, 1977, tomo III, p. 17. Luis Villoro, El proceso ideológico de la revolución de Independencia, México,
UNAM, 1983, pp. 84-85. (26) Fray Juan de la Puente. Op. cit., cf. nota 23. Lucas Alamán, Historia de México, op. cit., vol. 1,
p. 17. (27) Robertson, History of America, Londres, 1799, 3
vols.; la cota se encuentra en el vol. III, pp. 277-278, y es proporcionada
por Brading, Los orígenes… op. Cit., p.
302. (28) “Memorial del Real
Tribunal del Consulado…”, op. cit., en
suplemento a Tres siglos de México…,
op. cit., p. 302. (29) José Joaquín Fernández
de Lizardi, El pensador mexicano, op.
cit., y La quijotita y su prima, en,
Obras completas, México, UNAM,
1980. Cf. También El periquillo
sarniento, México, editores unidos, 1987. (30) “Memorial del Real
Tribunal del Consulado…”, op. cit., nota
núm. 28 y pp. 304-307. (31) Para la actividad
inquisitorial, véase Solange Alberro, Inquisición
y sociedad en México, 1571-1700, México, FCE, 1988. |
LOS HOMBRES Y LAS CIRCUNSTANCIAS
Veamos
ahora las condiciones objetivas en las cuales se produjo la aculturación de los
españoles en México durante el periodo colonial. Recordemos antes que su
debilidad numérica fue constante, a pesar de su crecimiento regular, puesto que
los entonces llamados españoles –peninsulares y criollos-, que representaban
una ínfima minoría -0.5% de la población to9tal del país en 1570-, llegaban a
10% hacia mediados del siglo XVII para alcanzar 20% a finales del siglo
siguiente. Su presencia era muy variable: relativamente numerosos aunque
ampliamente minoritarios en las ciudades del altiplano, en particular Puebla y
México, lo seguían siendo aún en las regiones agrícolas que abastecían los
centros vitales del virreinato –como el valle de Puebla y la zona del Bajío-,
volviéndose pronto escasos a unos 250 km de la capital y excepcionales en las
costas y en los confines del Norte y de la América Central. Sólo las ciudades,
cuando las había, o los poblados, contaban entonces con algunos “vecinos”
españoles y el mapa de la dispersión de los comisarios inquisitoriales, que
podían encontrarse exclusivamente en poblaciones de al menos 300 vecinos, o sea
unos 1500 a 1800 moradores españoles, resulta un índice válido de la presencia
europea. (1)
Por otra parte, algunos lugares
aparecen como favorables. Este es el caso de las regiones indígenas alejadas
del centro y desprovista de una buena cobertura institucional, en las que la
población española era casi insignificante numéricamente hablando: así, por
ejemplo, los curas, pequeños funcionarios, encomenderos y luego hacendados, los
mineros que a menudo vivían sin familia allá donde sus funciones o intereses
los arraigaban, en medio de los indígenas. Cabe añadirles una categoría social
difícil de percibir aunque común en la época colonial y seguramente activa como
agente y objeto aculturador, aquella de los itinerantes: vagabundos de toda
calaña, soldados, frailes que colgaron el hábito, buhoneros, mercaderes,
aventureros, etc. Todos ellos estaban particularmente expuestos a la erosión
aculturadora y a las influencias exógenas.
En efecto, para asegurar el
dinamismo e incluso la sobrevivencia de una cultura, es preciso que ésta sea de
cierto número de individuos que constituyen una masa crítica, lo que asegura a
su vez las condiciones necesarias del proceso. Ahora bien, unos españoles que
permanecían aislados durante largos periodos en un medio humano distinto del
suyo originalmente, ya no se hallaban respaldados por dicha masa, pudiendo por
tanto perder hasta la necesidad social y psicológica de mantener su estado.
Pensemos al respecto en los usos y costumbres sociales de los colonos europeos
de África y Asia en el siglo XIX, en las colonias extranjeras que hoy en día
residen en un país que no es el suyo:
los vemos a menudo apegados a ritos y formas sociales que ya son obsoletos en
su patria, o que al menos subsisten en ella bajo modalidades simplificadas,
aligeradas. Porque la hora del té en las Indias o el traje de etiqueta para una
recepción en las antípodas se vuelve a la vez el símbolo y la garantía de una
identidad y de una condición confusamente percibida como frágil y amenazada por
un contexto insidiosamente corrosivo. La mayoría de los diarios de viajeros y
de los apuntes tomados por los extranjeros al verse lejos de su país atestiguan
esta situación, llegando algunos autores a percatarse del impacto producido por
estas circunstancias sobre su propia evolución. (2) Si comunidades enteras experimentan la
necesidad de reforzar los rituales sociales con el fin de preservar su
integridad, con mayor facilidad y rapidez los individuos aislados son presa de
fenómenos aculturadores y, más adelante, sincréticos.
Por otra parte, algunas regiones del
altiplano, como el valle de Puebla y el Bajío, infiltradas muy pronto por los
labriegos españoles aunque esencialmente indígenas, resultaron ser los crisoles
en los que se enfrentaron y luego se intercambiaron y elaboraron actitudes y
modos de vivir que tendieron a generalizarse en el transcurso de los tres
siglos de la colonia. En efecto, si la dominación española fue un hecho
globalmente indiscutible, no se manifestó siempre bajo las mismas formas ni con
la misma intensidad en todas partes y épocas.
Hacia mediados del siglo XVI, por
ejemplo, en la fértil comarca poblana, subsistía una aristocracia indígena muy
antigua y poderosa, a la que venían a sumarse individuos que “siendo plebeyos
de sus nacimientos, se hacen ilustres en sus pueblos, como son los que se crían
en los monasterios y los jueces, alcaldes y regidores”. Así las cosas, no es
extraño encontrar:
Entre los indios los hijos de españoles y españolas,
mochachos, sirviendo a los caciques o gobernadores e principales de pajes y en
otros servicios… el gobernador que es de Guaxocingo tiene por paje y trae
consigo en su servicio públicamente a un mochacho español de edad hasta ocho
años, el cual le trae los guantes y la escobilla de limpiar, trayendo el indio
vestida una manta de la tierra, cosa cierta bien superflua y escusada traer el
indio guantes y escubilla y paje español. (3)
Por
otra parte, los caciques encargados del repartimiento de trabajadores indígenas
para los españoles y los que alquilaban tierras a estos últimos establecían con
ellos relaciones que no podemos dejar de llamar de poder. Así, los indios de
Huejotzingo
Arriendan tierras a algunos
españoles, y debajo de muchas condiciones que les ponen en los tales
arrendamientos, que han de guardar y cumplir los tales arrendadores, y algunas
de ellas son de mal sonido, como son que han de venir a sus llamamientos y
cumplir sus mandamientos.
El testigo escandalizado llega a
pintar escenas curiosas en las que por ejemplo
El pobre español está delante
del tal indio que reparte los jornaleros, llamándole por muchas veces señor y
vuestra merced, destocado y con el bonete en la mano y adorándole porque se los
dé; y al fin, no tan solamente no se los da, pero ni aun le quita el tal indio
al español su bonete o sombrero y niy se va y lo deja para ruin, y se va riendo
y haciendo burla dél… (4)
Se entiende por tanto cómo estas
circunstancias particulares, y sin lugar a duda bastante excepcional, pudieron
modificar el contexto y los mecanismos de la aculturación, tanto para el
español como para el indígena, puesto que a veces ya no se sabe con certeza
quién domina a quién… En consecuencia, al no encontrarse en una relación
colonial tradicional las culturas enfrentadas, se puede suponer que las
presiones y los intercambios que se derivaron de ellas variaron sensiblemente
allí donde y cuando semejantes situaciones se dieron: a grandes rasgos, en las
regiones agrícolas cercanas a los centros urbanos, durante el periodo en que
los españoles fueron muy minoritarios entre una población indígena aun
fuertemente controlada por sus señores tradicionales, los caciques.
La ciudad aparece asimismo como una
matriz fecunda de intercambios recíprocos en todo sentido y género. Al resultar
pronto engañosa la separación de las repúblicas de indios y españoles y al ser
teóricamente reconocida la libertad de movimientos de todos los súbditos –con
excepción de los esclavos-, los indígenas no tardaron, por motivos muy
diversos, en abandonar sus comunidades, especie de refugio protector aunque
asfixiante para algunos de ellos. Llegaron entonces a las ciudades, atraídos
por el anonimato que les confería la inmunidad, por la libertad que también era
imán de españoles, a veces por la posibilidad de comer carne en relativa
abundancia y también por la certeza o la esperanza de mejorar su suerte. La
casa urbana española, tal vez más que la calle, fue el marco que favoreció los
intercambios y contactos, según lo descubrieron los curas de la ciudad de
México un tanto azorados, al hacer la relación que se les pidió acerca de la
situación imperante en sus parroquias poco después del gran motín de 1692.
Fueron varios los que denunciaron a los indígenas que en ellas se
establecieron: “viven en los corrales, desvanes, patios, pajares y solares de
españoles…”, escondiéndose en “sótanos y escondrijos”: no solo escapan al
control de sus autoridades y curas al confundirse por la lengua, el traje y los
modales con las castas sino también “contaminan
los ánimos de muchos españoles, mestizos, mulatos y otras especies de gente
vil”. Los españoles eran responsables de esta situación porque alquilaban estos
lugares a los indígenas, con quienes tejían toda clase de relaciones, como son
el compadrazgo y las que se derivan del clientelismo, las actividades
profesionales, etc. (5)
Además,
estos españoles tan poco numerosos, dispersos en un territorio inmenso mal
comunicado, rodeados o infiltrados por una población indígena siempre
abrumadora, distaban mucho de ser homogéneos. Si bien la mayoría de los
emigrados provenía asl principio de las provincias del sur de la península
–particularmente de Andalucía y Extremadura-, los castellanos, vascos y demás
cantábricos, los portugueses y los súbditos del reino de Aragón manifestaron
pronto su presencia en el virreinato. De ahí una nueva dificultad para
nosotros: aunque conocemos, según suele suceder en historia, la cultura media
de las élites, sobre todo a través de los modelos y arquetipos que se
desprenden de la imagen que sus intelectuales proyectan de ella, no sabemos
prácticamente nada de la cultura popular en general en el periodo clásico ni de
las culturas hispánicas que siguen siendo hoy tan diversas. Ahora bien, una
reflexión elemental nos obliga a admitir una diferencia no sólo entre la
memoria colectiva, las representaciones, las costumbres y sensibilidad de un hidalgo
y de un don nadie, sino también entre las de un andaluz de la región de Granada
por ejemplo (el que, con unos cincuenta años en 1530, habría forzosamente
conocido de manera directa la cultura y la sociedad musulmana), y las de un
individuo de la Montaña de Santander que no habría abandonado su terruño más
que para venirse a las Indias. Por lo tanto, resulta imposible saber sobre qué
fondos culturales precisos se irían ejerciendo las influencias exógenas en el
medio americano..
Lo mismo se produce en lo que se
refiere a esta humanidad multifacética que llamamos por comodidad y pereza,
“los indios”. Porque volvemos a encontrar los mismos niveles y diferencias
entre la élite –nobles y principales, notables de viejo y nuevo cuño- y los del
común, los macehuales. Y lo que sabemos de la cultura indígena solo atañe de
hecho al primer grupo, llegando a nuestro conocimiento además a través de los
filtros impuestos por la condición de occidental, de dominante, y a menudo, de
eclesiástico, de la persona animada por algún propósito específico, que recogió
y consignó la información relativa a este sector.
Además, olvidamos a menudo que los
indígenas eran tan múltiples y diversos como nuestros españoles, porque
quedamos excesivamente dependientes de fuentes que privilegian al mundo mexica
y finalmente también demasiado marcados por la permanencia de cierto
imperialismo azteca. Éste, en el México contemporáneo, sigue perpetuando y
difundiendo la sombra pesada de los antiguos amos, que los intelectuales
criollos del siglo XVIII y de la Independencia impusieron más tarde a la nación
en ciernes como matriz de identidad. En consecuencia, es preciso recordar la
gran división que existía entre los sedentarios del centro y del Sur del país,
y los nómadas y seminómadas del Norte, quienes hasta los albores de la época
moderna amenazaban aún las puertas de la capital, la variedad de las culturas
autóctonas todavía hoy en día, para disipar nuevamente la ilusión de un
indígena único y homogéneo, monolíticamente mexica.
El historiador debe enfrentarse con la
evidencia: ignora casi todo de las culturas iniciales a partir de las cuales se
desencadenó el proceso aculturador y no dispone más que de los conocimientos
parciales y limitados relativos, por una parte, a las élites y, por otra, al
grupo políticamente dominante de las comunidades en contacto: los mexicas y los
castellanos, quedando los demás prácticamente excluidos.
Más aún, cada una de las culturas
sigue evolucionando en tierra americana, elaborando respuestas ante los desafíos
que surgen del nuevo contexto. Esto significa que el proceso aculturador tanto
del lado indígena como español se ve obligado a integrar paulatinamente
elementos que ya no son totalmente indígenas ni tampoco europeos sino el
producto de un sincretismo anterior.
Asimismo, no se puede reducir la
influencia aculturadora ejercida sobre los españoles a la que emana
exclusivamente de los grupos indígenas iniciales, aquellos que se enfrentaron
con los conquistadores y primeros colonizadores. En efecto, la irrupción de los
europeos en el medio americano se tradujo, como se sabe, en un trastorno de los
equilibrios existentes, en particular por la puesta en contacto de ciertas
comunidades y sectores indígenas. Pensamos desde luego en la esclavitud de los
principios, que se limitó más tarde a las regiones periféricas –el norte de las
naciones bravas y nómadas, el sur selvático de los cazadores y recolectores-,
en los repartimientos ligados con la encomienda, las primeras empresas mineras,
las construcciones monásticas y toda clase de trabajo forzado, pero también en
los desplazamientos más o menos voluntarios que realizaron muy pronto los
indígenas: tlaxcaltecas y gente de la antigua confederación mexica que
acompañaron a los españoles en sus guerras de conquista hacia el Norte y el
Sur, estableciendo hasta el sur de los actuales Estados Unidos colonias
destinadas a atraer y luego arraigar a los nómadas, paulatinamente convertidos
de esta manera en agricultores sedentarios y cristianos; en los trabajadores
aislados, cada vez más numerosos, que abandonaron sus comunidades para acceder,
sobre todo en las ciudades y las minas, al estado nuevo de hombres libres y
solitarios. (6) Todos
estos indígenas, grupos familiares, calpullis enteros o individuos solos,
llevaron a veces muy lejos unas influencias y sensibilidades que habían nacido
en contextos distintos, originando conjuntos culturales o elementos de
conjuntos a su vez distintos de los que, por las mismas fechas, surgían en su
comunidades originales y que no tardaron en entrar en contacto con aquellos
desarrollados por su lado por los sectores europeos.
Falta aún considerar el impacto
eventual, más difícil de evaluar, de algunos grupos como los africanos o los
asiáticos. Brutalmente desestructurados y aculturados por el destierro y la
esclavitud bajo todas sus formas, coexistían individualmente con los españoles
precisamente allí donde las influencias se volvían más poderosamente
insidiosas: la ciudad, la comunidad familiar, con sus complejas funciones
económicas y legales, pero también afectivas y sexuales.
Finalmente, sería preciso reconocer,
esta vez sin esperanza de puntualizar nunca sus efectos, la influencia del
medio natural americano con sus dimensiones, climas y paisajes, la relación
espacio-temporal que implica, y más aún sin duda, las consecuencias que se
derivan del simple hecho de abandonar la comunidad y cultura originales para
enfrentarse con las novedades y los desafíos que surgían a cada paso. Porque el
desarraigo inicial y la sobrevivencia en América implican necesariamente
actitudes mentales y disposiciones particulares, que no podían dejar de
modificar la identidad profunda del emigrado, haciéndolo desde un principio y
sin que lo supiera, distinto de lo que era anteriormente y de lo que habría
sido si no hubiese pasado el océano en pos de un futuro más risueño.
Las trampas de lo cotidiano
Es
bien sabido que los elementos de la cultura técnica son los primeros en ser
tomados por un grupo heterogéneo. Éste fue el caso de la única acolchonada, el ichcahuipilli, españolizado en
“escaupil”, utilizado por los indígenas, y que encontramos casi bajo la misma
forma en China y Mongolia, por su capacidad de resistir eficazmente el impacto
de las flechas. Los conquistadores de México lo usaron de inmediato y Pizarro
llevaba puesta una en la batalla de Cajamarca en 1532. (7) También un jabón indígena, “el amale… sirve así a los españoles como a
los naturales”, según la relación de Miaguatlán de 1580. (8) Por otra parte, el religioso Fray Tomás
de la Torre menciona con agrado el uso que hizo de la hamaca durante el viaje que lo llevó, en los años 1544-1545, desde
las costas del golfo hasta las tierras altas de Chiapas:
Es cosa bien apacible ir allí,
aunque algunos se marean, y en éstas duermen comúnmente los indios, los hombres
digo. Éstas usan ellos para llevar a sus señores y principales y a los
enfermos, y en éstas andan ahora las mujeres de Castilla que van en caminos, y
aun los españoles se hacen llevar en éstas cuando es mal camino por donde no
pueden ir a caballo. (9)
En
estos tres casos, que distan mucho de ser únicos y que mencionamos porque son,
contemporáneos del incipiente proceso aculturativo, vemos a los españoles
integrar nuevas técnicas que vienen a añadirse a las que ya conocían o que las
sustituyen, cuando resultan mejor adaptadas al medio o de un acceso más fácil.
Por ello, no parecen inducir modificaciones en los recién llegados en un nivel
estructural ni tampoco en el de las representaciones, aunque la prudencia
imponga cierta reserva: en efecto, una técnica de transporte como la de la
hamaca debía forzosamente integrarse en un contexto socioeconómico directamente
marcado por el sello de la dominación colonial, situación nueva en relación con
las que privaban en Europa y es probable por tanto que implicase a su vez
comportamientos y actitudes distintas.
Aunque el ámbito de la alimentación
sea tradicionalmente uno delos que mayor resistencia ofrece a la erosión
alculturadora, los españoles aceptaron muy pronto las frutas y verduras de las
nuevas tierras. Nos abstendremos aquí de hacer, una vez más, una enumeración d
ellas, con la sola excepción de la piña isleña, que tuvo la fortuna de seducir
a Fernando el Católico al punto de preferirla a cualquier otra fruta. (10) Pero si la mayoría de los vegetales tuvo
rápidamente una buena aceptación, algunos españoles llegaron a comer manjares
que parecían extraños al británico Thomas Gage, cuyo consumo no puede de
ninguna manera justificarse aduciendo alguna situación de emergencia: caso éste
de los erizos, a los que los españoles se hallaban tan aficionados que una
disputa teológica debió determinar si los podían comer durante la Cuaresma, o
también el de las tortugas de tierra y de agua. (11) Tales alimentos infundían a veces
repulsión: alrededor de 1543, un testigo vio que cierto español “come con los
indios en el suelo como indio… comía quelites e otros manjares de indios e
gusanillos que se dicen chochilocuyli…” Con ello se merecía el desprecio de los
indígenas y de los españoles, cuyas costumbres alimentarias ya muy flexibles
infringía al rebasar obviamente los límites señalados por el asco. (12)
Resultaría interesante saber en qué
estructura culinaria fueron integrados estos nuevos alimentos. Sin embargo,
dado que los investigadores han dedicado su atención exclusivamente a la
naturaleza y al número de productos intercambiados por las dos tradiciones en
contacto, nada sabemos a cerca de las técnicas de preparación y aderezo de los
alimentos en los inicios del periodo colonial, excepto que antes de la llegada de
los europeos, los indígenas del altiplano solían hervir o asar lo que fueran a
consumir y que los españoles, aparte de estos procedimientos, rostizaban y
freían.
Ignoramos asimismo todo lo
relacionado con los códigos que regían las compatibilidades de los alimentos y
sustancias en cada una de las cocinas en contacto, no pudiendo por tanto
apreciar debidamente los cambios que afectaron eventualmente las preparaciones,
su presentación y combinaciones sincréticas. Bástenos señalar la frecuencia del
binomio constituido por lo dulce/salado en la cocina mexicana mestiza, la
presencia rápida y generalizada de lo dulce/picante, aunque este último
elemento no sea ajeno a cierta tradición hispánica, y el triunfo final de los
dulce/salado/picante, con el mole nacional que se remonta al siglo XVIII.
Sin embargo, podemos suponer que
durante los primeros 15 o 20 años que siguieron a la Conquista, la ausencia de
mujeres españolas provocó la entrada masiva de las indígenas en las cocinas de
la mayoría de los conquistadores y, por consiguiente, la inevitable
introducción de sus prácticas alrededor de las cuales no tardarían en
conjugarse los productos alimenticios de distintos orígenes. Durante el famoso
banquete ofrecido en México por Cortes en 1539, se sirvió, en medio de una
profusión extraordinaria de manjares de toda índole, cacao y guajolotes,
productos americanos. Así, cabría pensar primero en una incipiente cocina
mestiza de estructuras probablemente indígenas. Más adelante, la llegada de
mujeres peninsulares, en número siempre limitado, no debió modificar
sensiblemente esta situación: al convertirse por principio en “señoras”, una
vez llegadas a tierra americana, bien se cuidaron –ellas y sus descendientes
criollas- de aparecer en la cocina, en donde ejercieron su imperio indiscutido
la india, la negra, la mulata y la mestiza, rodeadas de los metates y
molcajetes de piedra volcánica que habían vencido a los morteros metálicos
legados por la madre patria y, sobre todo,, de las ollas y cacharros de todo
tamaño y forma. Éstos, en pleno siglo XIX, sorprendían aún a los viajeros
extranjeros que buscaban en su derredor los utensilios de metal entonces usados
en las cocinas occidentales. (13)
El libro
de cocina, el “recetario”, con lo que implica de racionalización y fijación de
determinadas prácticas culinarias para el uso de un sector social privilegiado,
vio la luz a finales del siglo XVII, al menos en los conventos femeninos. Las
recetas del siglo que sigue muestran ya la extensión de una cocina mestiza,
tanto por los ingredientes utilizados como por las operaciones necesarias para
su combinación y el resultado finalmente logrado. (14)
Un ejemplo, entre otros, de la
rapidez de esta integración en un nivel individual: Francisco Botello, nacido
hacia 1594 en Andalucía, descendiente de portugueses y españoles, fue ventero
en un pueblo vecino de la capital, Tacubaya, alrededor de 1650. Judaizante
sincero aunque clandestino, fue encarcelado por la Inquisición; desde su
calabozo, pidió que se le diera de comer: “calabacitas guisadas, camotes con
miel…, champurrado.., carnero en achiote y vinagre…, tamales, quelites… tunas…
zapotes”, entre otras cosas. La presencia de estos productos –frutas y
legumbres- y preparaciones –champurrado, guisados, tamales, etc-, ya marcados
por un proceso sincrético, en la dieta de un individuo nacido en España y
miembro de una comunidad religiosa particularmente celosa de respetar normas
rígidas al respecto. (15)
Estas
consideraciones nos llevan a expresar el deseo de que un estudio de este tipo
seas emprendido, para seguir paso a paso la historia de la cocina mestiza
mexicana, en la perspectiva de una sociología colonial. En una primera etapa,
sería necesario distinguir las regiones –pensemos en lo suntuosos guisos
lentamente cocinados de Yucatán, de Oaxaca y Puebla, oponiéndose a los asados
norteños-, pero también los sectores, contextos y situaciones sociales puesto
que un español de la colonia que acaso comía a diario los quelites campiranos y
las humildes tunas sólo habría agasajado a un visitante con manjares
tradicionales de la península, por acreditar sólo ellos su status e imagen
social. Habría que pensar asimismo en el
impacto de otras influencias tales como las orientales y las de algunos países
americanos, como el Perú, otro gran centro de cultura culinaria sincrética, y
la zona caribeña, al manifestarse más tardíamente, según sabemos, aquéllas
ejercidas por Europa occidental y Estados Unidos. Haría falta sobre todo
rebasar el enunciado y la mera descripción de los productos utilizados, para
analizar ahora su referente cultural en su contexto original, junto con el que
adquieren en el complejo naciente, su preparación, la manera como se combinan
en el nuevo proceso, la aparición eventual de otros códigos, la presentación,
el lugar ocupado por el guiso en la secuencia de la comida o de la operación
alimentaria, las modas, la función simbólica, etc. Este enfoque implica
naturalmente una concepción del sincretismo como proceso dinámico e incluso
dialéctico muy distinto de la operación aritmética –suma o resta de productos-
que demasiadas veces ocupa su lugar cuando de estudiar la cocina colonial se
trata.
El chocolate nos da un primer
ejemplo de esta compleja situación. Antes de la llegada de los españoles, era,
independientemente de la función monetaria otorgada al cacao, una bebida
compuesta con almendras del mismo y granos de maíz molido que se bebía al final
de los banquetes y se ofrecía a los dioses y a los difuntos en determinadas
ceremonias. También solían llevarla los soldados cuando marchaban a la guerra
porque conocían sus poderosos efectos energéticos, que algunos juzgaban
afrodisiacos o embriagantes, por lo cual su consumo se reservaba exclusivamente
a los varones. Se reparaba mucho en su presentación, especialmente en que
tuviera espuma abundante, la que era producida por medio de un instrumento
giratorio que obligaba a que la sorbieran lentamente. La bebida era aromatizada
con distintos ingredientes y algunas semillas o sustancias que se le añadían le
proporcionaban colores variados. (16) Los españoles se aficionaron enseguida al
chocolate, y Bernal Díaz cuenta que Cortés y sus hombres lo recibieron de los
indios en Cempoala, juzgando “que es la mejor cosa que entre ellos beben”. (17) Rápidamente, su consumo se extendió en la
nueva sociedad aunque sufriendo e induciendo modificaciones sensibles.
En efecto, perdió totalmente sus
funciones rituales, se volvió más escaso y por tanto más costoso, en la medida
en que dejó de ser objeto de tributo; los únicos en tomarlo fueron los recién
llegados y los antiguos nobles, quienes vieron en su consumo un modo de
diferenciarse del pueblo llano, para el que tal producto ya era inaccesible.
También cambió su presentación y, aparte del azúcar que se le añadió a finales
del siglo XVI, las distintas recetas introdujeron chile, vainilla, canela,
almendras, bizcocho, mientras el color era el de la bebida en su estado
natural, el café rojizo que conocemos. Lo que era antaño una bebida ritual y
ceremonial se convirtió en alimento, remedio y golosina.
La manera como se tomó concuerda con
sus distintas funciones: solitariamente, en una jícara, un tecomate o un
pocillo cuando era alimento tónico, consolador o medicinal; también podía ser
golosina disfrazada de necesidad, la que saboreada en tazas especiales, las mancerinas, a menudo de plata,
puestas de moda por el virrey Mancera, y acompañada de dulces y pasteles,
reunía a los dos sexos y a la flor y
nata de la sociedad civil y religiosa de la colonia.
Ya lo vemos, el cacaotl permaneció con su
aromática espuma, pero cambiaron su función y el contexto en que fue consumido
en adelante: ya no fueron indígenas ni tampoco españoles –al no existir nada
que se pudiese comparar en la Península Ibérica antes de su introducción- sino
únicamente criollos. Esta cultura colonial del chocolate, con sus teóricos, sus
ideólogos, sus partidarios y sus detractores pronto llegaría a Europa
occidental, en donde se convirtió en una moda furiosa, encontrando allí poco a
poco su forma actual, en el contexto de un consumo masivo y una economía
planetaria. (18)
El
tabaco sufrió una evolución semejante. De origen antillano, lo conocían los
mexicas bajo el término de yetl y se
integraba en el complejo cultural tenex
yetl. Considerado como dotado de propiedades profilácticas contra las manifestaciones
del mal, fuese de origen humano o divino, se le atribuían en toda América
numerosos efectos sobrenaturales, por lo que los españoles lo llamaron la
“hierba divina” cuando lo descubrieron en las islas. En el México prehispánico
se usaba como fines rituales, profilácticos y curativos; al se mascado junto
con cal, sus efectos eran sensiblemente los mismos que los de la coca peruana,
mientras su humo, inspirado y expirado, tenía supuestamente propiedades
específicas. Los curanderos indígenas coloniales siguieron observando estas
prácticas, las que en la actualidad no han desaparecido del todo.
Ahora bien, los españoles se
apoderaron del tabaco como lo habían hecho con el chocolate. El padre Ajofrín
se extrañaba en pleno siglo XVIII al descubrir su amplio consumo:
“lo fuman todos, hombres y mujeres;
hasta las señoritas más delicadas y melindrosas; y éstas se encuentran en la
calle, a pie y en coche, con manto de puntas y tomando su cigarro… En las
visitas de las señoras, pasan varias veces una bandeja de plata con cigarros y
un braserito (y los he visto muy pulidos), de plata o de oro, con lumbre…” (19)
En los casos del chocolate y del tabaco, asistimos a una
desacralización del producto cuyas propiedades reconocidas ya no son vistas
como la señal de una elección para constituir el puente entre la sociedad de
los hombres y la de los dioses, sino como cualidades objetivas susceptibles de
ser utilizadas en el contexto occidental de la terapéutica, la profilaxia y el
consumo profano en general. En la edad clásica se consideró que el chocolate y
el tabaco, con sus propiedades estimulantes, revitalizadoras o narcóticas,
prevenían y sanaban toda clase de enfermedades. Esta desacralización del
producto llevo a una laicización de su uso, la que se tradujo en su
banalización y extensión. Este proceso desembocó finalmente en su integración
dentro de un complejo comercial que abarcó a América y, pronto, Europa y el
mundo entero, sobre todo en lo que se refiere al tabaco. En el ámbito español,
cambió el contexto en el que tales productos fueron utilizados, si bien los
indígenas mantuvieron una cultura específica alrededor del tabaco. Cabe apreciar cierta revancha irónica en el
hecho de que, antiguamente reservados a los hombres, el chocolate y el tabaco
se convirtieron durante la colonia en aficiones esencialmente mujeriles –y
eclesiásticas en cuanto toca al primero-, en el contexto de una sociabilidad
del todo colonial por el lujo ostentoso y el clima afectivo que la caracteriza.
Esta caída simbólica –la desacralización
mencionada- que acompaña necesariamente a la inmensa consagración profana del
chocolate y del tabaco, sólo fue posible porque tales productos eran
considerados únicamente como intermediarios entre el mundo de los dioses y el
de los hombres, y no como entidades sobrenaturales en sí. Por esta razón, los
españoles lograron dominarlos e integrarlos en nuevos complejos culturales que
atestiguan un proceso sincrético.
El
pulque, cuyo consumo era estrictamente reglamentado por los mexicas,
también fue adoptado por los españoles, y la condesa Kolonitz nota allá por el
año 1860 que “nunca falta el pulque en la mesa de los ricos”, consagrando de
esta manera su universalismo. (20) Los europeos no se conformaron con consumirlo sino que muy
rápidamente rivalizaron con los indígenas en producirlo, según vemos con un tal
Sebastián González, español, quien se dedicaba a la producción de pulque en San
Miguel Atlamajac, en la región noreste del valle de México. (21)
La bebida era tomada en la intimidad
hogareña, junto con otros manjares de origen indígena o, más a menudo, su
consumo se efectuaba en las pulquerías, acerca de las cuales la información
suele ser negativa, en la medida en que emana de autoridades o de censores
alertados por los excesos que en ellas se cometían regularmente. Sin embargo,
la pulquería resultó ser un lugar privilegiado de sociabilidad y un laboratorio
permanente de sincretismo, ya que en aquellas “fuentes de vicios y delitos”,
frecuentemente contiguas a los temazcales, cuya fama era igualmente detestable,
se producían todos los encuentros posibles entre grupos étnicos, condiciones
sociales, edades y sexos, en una promiscuidad que propiciaban el juego y el
alcohol. (22) Una
sociología de las clases subalternas, en las que sería preciso integrar, pese a
las reticencias y los prejuicios de toda índole, a aquellos humildes españoles
criollos y peninsulares “vulgarizados por el ocio y la pobreza” y que sabemos
tan numerosos a partir del siglo XVI y sobre todo más adelante, podría revelar
las modalidades precisas de la integración de este sector al conjunto cultural
que constituye el pulque en la época colonial. (23)
Al contrario de lo que aconteció con
el chocolate y el tabaco, de los que se apoderaron los españoles para
integrarlos en complejos dominados por ellos, el pulque siguió perteneciendo a
los indígenas y a las castas, que desarrollaron a su alrededor una nueva
cultura, marcada por el sello de la pobreza, la marginación y la huida. Los
españoles se mantuvieron a la vez fieles a sus bebidas tradicionales, en
particular el vino, cargadas de implicaciones simbólicas y culturales notables,
adoptando en forma paralela el pulque junto con su sociabilidad. En este último
encontraron lo que sus brebajes específicamente europeos –más costosos y por
tanto más escasos y además de mala calidad a causa de la larga travesía- ya no
podían proporcionarles en América: la embriaguez barata, la promiscuidad
consoladora y fuente de sobrevivencia.
Si bien tuvieron la iniciativa y el
control de los complejos del chocolate y del tabaco, productos nuevos para
ellos, que no venían a desplazar a ningún equivalente europeo, añadieron a su
propia cultura alcohólica aquella de los indígenas y del pueblo llano en
general, compartiendo igualmente sus premisas y consecuencias, en un ejemplo
sin duda excepcional de préstamo y comunión en un proceso sincrético cuya
rectoría no ejercieron.
Pero de los préstamos materiales
considerados generalmente como menores, el maíz y sus derivados, más que todo,
la tortilla, parecen haber tenido las implicaciones más profundas entre los
españoles. Porque los cereales, madre de pueblos, se hallan en el corazón der
sistemas antropológicos.
El
trigo, por ejemplo, supone una organización compleja del espacio y del
tiempo puesto que una cosecha debe ser programada con un año de anticipación,
por la rotación de los cultivos y el calendario agrícola de las distintas
operaciones que requiere. Sus débiles rendimientos –cinco granos cosechados por
uno sembrado, en una situación óptima en la época que nos interesa- estimulan
la innovación, el mejoramiento y el esfuerzo, mientras tareas como el arar y
abonar, la siega y la trilla hacen imprescindibles la organización comunitaria
y familiar junto con la planificación y, por tanto, la previsión. En este
sentido, el cultivo del trigo bien puede aparecer como el preludio a las
austeras virtudes occidentales, luego completadas y generalizadas en el siglo
XIX por la disciplina industrial.
En cambio, el maíz se presenta como un don divino. Sus rendimientos propiamente
fabulosos, apenas inferiores a los del arroz –por un grano sembrado en una zona
seca del México colonial se podían cosechar entre 70 y 80-, alejan
prácticamente el riesgo de hambruna, a no ser que una catástrofe –sequía,
lluvias excesivas, granizo y heladas- lleguen a comprometer la cosecha. La
semilla madura en tres meses, el elote puede consumirse antes de llegar a
madurar y la planta no requiere más que unos cincuenta días anuales de trabajo,
o sea, según Fernando Márquez Miranda, “un día de cada siete u ocho, según las
estaciones”. (24) De
ahí una libertad excepcional para el campesino americano en relación con su
semejante de los demás continentes, y sin duda cierta despreocupación, por
tener asegurada su sobrevivencia sin demasiados esfuerzos. Sin duda también se
deriva de esto una relación particular con el espacio, el tiempo y la
organización social, muy distinta de la del campesino europeo, que se ve
obligado por las contingencias naturales a prever y planear de manera bastante
rígida.
Ahora bien, como lo vimos en el caso
del pulque, los españoles invadieron, en sentido literal y figurado, los
terrenos de los indígenas, en particular aquellos destinados al cultivo del
maíz, que pronto se encargaron de producir también en Chalco –en fechas tan
tempranas como mediados del siglo XVI- y en el Bajío, donde un español se
declara hacia 1614 “labrador de maíz”. (25) Poco importa que lo hayan cultivado
personalmente o que hayan recurrido a trabajadores asalariados: el hecho es que
algunos españoles, hasta entonces herederos de una tradición en la que las
faenas agrícolas eran ampliamente ritmadas, seguidas, numerosas y parcamente
remuneradas por la naturaleza, vincularon en América su fortuna con una planta
que crecía rápida y fácilmente y que aseguraba a menudo beneficios importantes.
No faltan tampoco los testimonios
relativos al consumo de la tortilla por parte de los europeos. Si bien el pan
de trigo no dejó de ser preferido por estar ligado al principio a la cultura
original y luego a su imagen, volviéndose pronto, como sucedió con el vino, el
símbolo social que sigue siendo actualmente en algunos medios populares, se
apreció la tortilla con tal que estuviese recién hecha y caliente. Esta
necesidad de ser consumida en el acto da cuenta de su conversión en un
importante elemento aculturador.
Comparémosla brevemente con el pan.
Éste se destina siempre a una comunidad entre cuyos miembros se reparte. El
tiempo entre la molienda y la obtención del producto final rebasa el plazo de
un día: en efecto, debe intervenir al menos un tercero –el molinero- y la
hogaza ha de ser cocida en un verdadero horno. Es un proceso que dura
forzosamente varios días en la época que venimos contemplando y su repartición
y distribución requieren de un mínimo de organización doméstica o comunitaria.
Dichas operaciones implican una relación específica con el tiempo y el otro a
través de la colectividad –familiar y pueblerina-, por la división del trabajo
que se deriva de ellas. Aunque las mujeres se hayan encargado durante mucho
tiempo de la fabricación del pan destinado a la familia, ésta cayó luego en su
mayor parte en manos de profesionales, casi siempre varones, que buscaron
racionalizar y optimizar las técnicas relativas a su producción.
En cambio, la tortilla viene a ser
el regalo renovado de cada comida, gracias al diario nixtamal y al trabajo
exclusivamente femenino, personal, totalmente manual hasta fechas recientes y
que abarca el proceso en su totalidad, ya que muy a menudo existe una relación
individual inmediata en el plano espacial y temporal entre el consumidor y la
mujer que a dos pasos de él va cociendo poco a poco sobre el comal las
tortillas cuya masa preparó unas horas antes.. En este sentido, el pan implica
una relación con el tiempo y la comunidad semejante a la que descubrimos en
cuanto se refiere al trigo, mientras la tortilla nos mantiene en un contexto
individualista en el que el tiempo fragmentado y repetido en millares de
operaciones se niega a ser racionalizado y planificado en un plazo mayor.
Más allá de estas diferencias
objetivas, existe una simbólica que hace del pan un alimento frío, seco,
cortado, repartido, prestigioso por su herencia cultural y religiosa, masculino
por su orígenes sociohistóricos, mientras se percibe a la tortilla como caliente,
entera, personal, humilde y múltiple –puesto que es soporte, envoltorio, plato,
cuchara a la vez que contenido más frecuentemente que el pan –cómplice del que
come y femenina, al menos por su modo de producción.
El consumo de la tortilla, aun
reducido al ámbito doméstico y desmentido en un contexto público, suscita sin
lugar a duda y en un plano inconsciente una relación inmediata, personal y
sensual con la comida y, por tanto, con el cuerpo y sus apetitos, la mujer, la
comunidad, la naturaleza mediante la tecnología artesanal que requiere y el
papel desempeñado por las manos y, finalmente, con el tiempo.
Asumiendo el riesgo de pecar de
atrevimiento, concluiremos que el complejo maíz-tortilla acompañó, indujo y
mantuvo actitudes y sensibilidades próximas a las características atribuidas a
los indígenas y criollos por sus observadores parciales e incluso malévolos y
perspicaces de la época colonial, características perceptibles a través de
acusaciones como la consabida “pereza”, “incuria”, “la sensualidad”, al no
despuntar en la lista de imputaciones sino hasta más tarde la tendencia hacia
el individualismo rebelde y hasta anarquizante. Se reconocerá, bajo los
términos inevitablemente subjetivos utilizados por observadores condicionados
por una cultura europea y una dinámica social específica, la realidad del
fenómeno: la rapidez y facilidad del cultivo del maíz, su abundancia milagrosa,
la relación íntima y carnal que, por medio de la tortilla, se establece entre
el hombre americano, el mundo y la vida.
Una relación semejante parece
instituirse mediante la práctica del
baño. Los andaluces conocían, aunque fuera de manera indirecta, la
existencia de baños públicos, de los que los musulmanes hacían un amplio uso, y
las sevillanas del Siglo de Oro gozaban de fama por su gracia y salero, al que
contribuía poderosamente el fresco aroma que desprendían, a causa de los
frecuentes baños que solían tomar. Sin embargo, tales costumbres no eran
comunes entre los españoles, quienes al igual que los demás europeos de la
época no volvieron a adoptar los lavatorios generosos que habían sido tan
frecuentes en la Edad Media sino en fechas muy recientes, como es bien sabido.
Con todo, los primeros soldados que descubrieron las costumbres indígenas en la
materia reaccionaron de manera muy favorable. Bernal Díaz del Castillo describe
al “gran Moctezuma” como “muy pulido y limpio, bañábase cada día una vez a la
tarde”, mientras Cortés declaraba, al unísono con el primero, que el emperador
cambiaba constantemente de ropa, lo cual ciertamente no sucedía con los
guerreros en campaña que eran entonces los españoles. (26)
Tan
temprano como el siglo XVI, se podía encontrar en un rincón del huerto
adyacente a la casa de algunos conquistadores y colonizadores de la Ciudad de
México, un temazcal, aquel baño de vapor indígena cuyas reconocidas virtudes
curativas eran recomendadas sobre todo para las mujeres durante el embarazo y
después del parto. Sabemos por otra parte que, en el siglo XVII, el
establecimiento de baños propiedad de cierto “japonés” recibía las visitas de
los judaizantes capitalinos que solían cumplir allí sus abluciones rituales
antes del shabbat. (27)
En el siglo XVIII, los baños
públicos, sobre todo los temazcales contiguos a las pulquerías, eran
frecuentados por numerosos españoles.
Los censores se alarmaban ante la promiscuidad que en ellos imperaba, porque
allí “concurren hombres y mujeres desnudos en cueros, de todos estados y
esferas, indios, mestizos, mulatos y españoles…” Clavijero, a fuer de criollo
bien dispuesto para con las costumbres de su tierra, explica el uso del
temazcal cuyos méritos alaba, puntualizando que los españoles suelen mandar
tender en el interior de la construcción un colchón en el que se acuestan, en
lugar del simple petate utilizado para tal efecto por los indígenas. (28)
En
el siglo XIX, extranjeras como la marquesa Calderón y más tarde la condesa
Kolonitz notan lo frecuente que se usa el baño; la dama de honor de la
emperatriz Carlota que
Es la hora del baño diario y
por cierto, hay muchos y muy bellos baños públicos en todas las calles de la
ciudad; pero cada casa particular tiene su baño propio… Con mucha frecuencia se
ve a las mexicanas con la rica cabellera suelta a manera de manto casi les
llega hasta los pies, pasear por la terraza de sus casas para enjugarlas. (29)
Por
tanto, asistimos a una evolución continua y confirmada por la situación actual,
que desde el siglo de la Conquista hasta la época casi moderna lleva al español
ignorante o desconfiado en lo que se refiere a los placeres y beneficios del
baño, al criollo y al mexicano en general, para quien el ritual cotidiano
implica necesariamente esta práctica o lo que la sustituye.
La utilización del temazcal con
fines curativos debió propiciar muy rápidamente su práctica entre los recién
llegados, probablemente en la medida en que apreciaron de inmediato la medicina
mexica, cuyas virtudes habían experimentado personalmente. Más tarde, la
cohabitación con la servidumbre indígena y las frecuentes relaciones de
concubinato parecen haber sido los factores que pudieron reforzar esta
evolución. En efecto, es difícil imaginar que un español –incluso
castellano- hubiese quedado insensible a
la influencia de una compañera o de un entorno femenino que día con día se
habría entregado a copiosos lavatorios, paseando luego por toda la casa la
frescura olorosa de una cabellera húmeda y unos huipiles deslumbrantes de
blancura. El vástago eventualmente nacido de tales uniones o de aquellas
legítimas que involucraban a una esposa española, era casi invariablemente
entregado a la servidumbre indígena y/o negra o mulata, sometiéndolo a los
tratos y usanzas que les eran propios, en particular a las costumbres relativas
a los cuidados corporales.
Rebasando la esfera doméstica e
íntima, la integración del baño-temazcal o la sociabilidad criolla, por medio
de la pulquería, nos parece completar la evolución descrita hasta ahora,
confiriéndole plenamente su sentido y originalidad. Porque estos hombres y
mujeres desnudos y pertenecientes a todos los estados se reúnen allí para
beber, comer y bañarse. Junto con tales actividades, percibidas ante todo como
placeres, uno juerga, hace y escucha música, canta, baila, discute y disputa,
pelea y acaso mata, se intercambian ideas, impresiones, confidencias,
informaciones, insultos o caricias, en un ámbito de libertad sin límites y de
abandono que llega hasta la pérdida de la conciencia a causa de la embriaguez,
tantas veces zaherida.
Si bien el alcohol, la comida y la
sexualidad también se juntaban en el burdel europeo de la época, las culturas
mestiza y criolla añadieron este elemento indígena que vino a ser el baño, que
limpia, tonifica, cura, apacigua y excita a la vez, preludio, continuación y
final de todos los placeres. Su práctica usual correspondió por tanto a una
actitud peculiar en relación con el cuerpo, sus apetitos, sus relaciones con
los demás, actitud que descansa en la aceptación de las contingencias
naturales, la ausencia de reserva y el abandono a una cálida sensualidad.
El hecho de que los censores y moralistas,
sobre todo los peninsulares, encontraran en ello un motivo de escándalo
confirma su especificidad americana, como resultado sincrético que provino, por
una parte, de una tradición indígena, y por otra de una occidental, que
originándose en la Antigüedad floreció con la cultura musulmana y los baños de
vapor de la Edad Media europea y apareció efectivamente como obsoleta y
detestable en el viejo continente a partir del siglo XVI.
Hemos visto que el consumo de pan y
de tortilla correspondía no sólo a actitudes distintas hacia los demás y hacia
uno mismo –el primero implicaba una organización comunitaria desarrollada y la
segunda, una situación mucho más
individualista-, sino también una experiencia particular del tiempo: el pan era
el resultado de un proceso que abarca al menos un año, mientras la tortilla
remataba un proceso mucho más corto que requería tan sólo unos meses.
Volvemos a encontrar esta misma
diferencia en lo que se refiere a las bebidas propias de los indígenas y de los
españoles, el pulque y el vino respectivamente. En efecto, el vino significa primero el cultivo de la vid, cuyos cuidados
pacientes y esmerados hacen declarar a Pierre Chaunu que “ninguna historia es
más compleja, menos vegetal y más humana que la de la vid”. (30)
Una vez terminada la
vendimia –tarea que tiene un carácter colectivo-, es preciso dejar fermentar el
mosto durante un plazo variable que requiere por lo menos algunos meses, para
luego someterlo a varias operaciones antes de que pueda ser consumido. En
cambio, el pulque proviene de
magueyes sin lugar a dudas cuidadosamente cultivados, su elaboración es a la
vez rápida –de 36 horas a tres días como máximo, según Bartolache- y sólo
requiere de operaciones elementales que consisten ante todo en añadirle ciertas
sustancias, con el fin de acelerar su fermentación o de modificar el sabor del
producto final. (31) Dos detalles son significativos, en la medida en que
refuerzan la experiencia vivida del tiempo a partir de los complejos del vino y
del pulque: mientras el vino se bonifica al envejecer, el pulque se corrompe
muy rápidamente, volviéndose un brebaje asqueroso e imbebible. Más aún, mientras
la bebida mediterránea “puede y debe” esperar para que se la pueda consumir,
siendo la duración una garantía de calidad y a la vez un factor que induce un
proceso de conservación, el pulque requiere una ingestión inmediata que
descarta cualquier conservación, con lo que volvemos a encontrar una situación
análoga a la que habíamos comentado con respecto al pan y a la tortilla. En
fin, mientras la vid es un arbusto duradero que por varios años se cubre de
racimos, el maguey, que necesita de 4 a 6 años para alcanzar su madurez, no
suministra su savia sino una sola vez, para luego ser aprovechado en otros usos...
En el primer caso, el tiempo significa duración, espera, promesa y premio,
siendo considerado el vino añejo como sinónimo de excelencia; en el segundo,
sólo la rapidez, la frescura y la brevedad aseguran la bondad del producto y el
placer que proporciona. Basta con pensar en un vino demasiado joven y un pulque
rancio para percatarse de esa situación.
Por otra parte, la práctica de la
conservación que entraña, una concepción vivida del tiempo, merece algunos
comentarios. Desde la Antigüedad, la tradición occidental ideó numerosas
técnicas de conservación, que fueron impuestas bajo ciertas latitudes por las
contingencias climáticas. Además, la existencia en el Viejo Mundo de un gran
número de especies animales de gran tamaño suscitó primero el proceso de su
domesticación y luego el de la conservación de su carne y leche. El mismo
fenómeno se produjo en lo que se refiere a los árboles, cuyos frutos no sólo
fue preciso recoger sino también conservar, en previsión del invierno. De ahí
un sinnúmero de prácticas variadas que convierten el secamiento, la salazón –con
la modalidad de la salmuera-, la fermentación, el confitar en azúcar, aceite,
manteca, etc., la cocción, el ahumar, en los medios para burlar los perjuicios
del tiempo, dominándolo parcialmente y poniéndolo al servicio de los hombres;
de esta manera se logran conservar bastimentos de toda índole, de los que la
gente podrá valerse en las tinieblas invernales. En este sentido, un queso, un
jamón, unos higos pasas acompañan al pan y al vino, alimentos plenamente
humanos porque son inventados a partir de productos naturales que no siempre
pueden ser obtenidos por causa de los rigores del clima. Alimentos, en fin,
cuya elaboración resulta ser una escuela de paciencia, organización, previsión
y esperanza.
Ahora bien, el mundo americano es
muy distinto respecto a estas materias. Si exceptuamos los cultivos de las
regiones desérticas, los que se dan en las cercanías polares o en los
altiplanos andinos, los demás no tuvieron que enfrentar semejantes desafíos. En
efecto, con la alternancia frecuente de las zonas tropicales, subtropicales,
templadas y frías según se pasa de un valle a otro o a la vecina planicie, la
vegetación y la flora van prodigando sus frutos aquí y allá, sin que exista la
necesidad de prever la subsistencia de un modo tan estricto como en el viejo
continente. La lista de los tributos entregados al emperador Moctezuma por las
distintas regiones sometidas a la confederación azteca muestra precisamente la
variedad y profusión de los productos alimenticios que llegaban con regularidad
a la capital, cuyo mercado constituía un escaparate fehaciente de ello.
Tampoco encontramos en el Nuevo
Mundo ganado ni animales grandes, cuya carne y leche hubiesen podido suscitar
algunas técnicas de conservación, si excluimos la salazón del pescado que
provenía de los lagos y lagunas alejados de los centros urbanos. La caza, la
recolección, una agricultura limitada pero intensiva y de altos rendimientos –con
los bancales y las chinampas en particular- bastaban, a no ser que ocurriese
una catástrofe, para asegurar la sobrevivencia indígena. Por tanto, se comía al
día, o casi. Los productos que se expedían en el mercado de Tenochtitlán eran
frescos, y cuando no lo eran su elaboración no implicaba una inversión
comunitaria de tiempo, ni tampoco una duración importante.
Esto no excluye de ningún modo el
refinamiento en lo que se refería a las viandas: los esfuerzos aquí versaban obviamente
sobre el inventario minucioso y el uso sistemático de cuanto resultase
comestible –en el entendido de que siempre había algo que comer-, las
combinaciones de los productos y su presentación, más que sobre la organización
y previsión de los alimentos.
NOTAS
(1)Solange Alberro, op. cit., apéndice 1-2, pp. 334-339. (2) Alexandre Dumas, Diario de madame Giovanni, México,
Banco de México, 1981, pp. 123-124. (3) Francisco del Paso y
Troncoso, Epistolario de Nueva España,
México, Antigua Librería Robredo, 1940, tomo viii, p. 108. (4) Francisco del Paso y
Troncoso, op. cit., tomo viii, pp.
106-107. (5) “Sobre los inconvenientes
de vivir los indios en el centro de la ciudad”, en Boletín del Archivo General de la nación, México, enero-febrero,
1938, tomo ix, núm. I, passim. (6) Acerca de la colonización
de los tlaxcaltecas en el norte de México y el sur de los Estados Unidos,
véase, entre otros, Vito Alessio Robles, Coahuila
y Texas en la época colonial, México, Porrúa, 1978, cap. Viii, passim y
Charles Gibson, Tlaxcala in the
Sixteenth Century, Stanford, Stanford University Press, 1952, cap. VI.
Charles Gibson, Los aztecas bajo el
dominio español, 1519-1810, México, Siglo XXI, 1967. (7) R. Gérad, “El vestuario
de los conquistadores”, en Boletín del
Archivo General de la Nación, México, enero-febrero, 1955, tomo xxvi,
núm. I. p. 94 (8) Abelardo Carrillo y
Gariel, El traje en la Nueva España,
México, INAH, 1959, p. 49. (9) Fray Tomás de la Torre, Diario, 1544-1545, Desde Salamanca,
España, hasta Ciudad Real, Chiapas, México, Gobierno Constitucional del
Estado de Chiapas, 1974, pp. 152-153. (10) Aportación de los colonizadores españoles a la prosperidad de América,
Madrid, Imprenta Artística Sáez Hermanos, Ministerio de Trabajo y Previsión,
1929. Mencionando los distintos productos traídos de las islas a la
península, Pedro Mártir dice que “el invictísimo rey Fernando ha comido otra
fruta que traen de aquellas tierras: Esta fruta tiene muchas escamas y en la
vista, forma y color, se asemeja a las piñas de los pinos; pero en lo blanda
al melón, y en el sabor, aventaja a toda fruta de hueso, pues no es árbol,
sino hierba muy parecida al cardo o al acanto. El mismo Rey le concede la
primacía”. (11) Thomas Gage, Voyages dans la Nouvelle Espagne, 1676,
París, Ressources, 1979, Livre, pp. 111-113. (12) Archivo General de
Indias, Justicia, 198, núm. 7. (13) F.F. Wrangel, De Sitka a San Petersburgo a través de
México. Diario de una expedición (13-X-1835-22-V-1836), México,
Secretaría de Educación Pública, SepSetentas, 1975, p. 74. (14) Libro de cocina del hermano fray Gerónimo de San Pelayo (OFM), Biblioteca
Nacional de México, Fondo reservado, en el que aparecen recetas de clemole,
pipián, y donde se usan comúnmente el chocolate, el guajolote, las salsas
agridulces, el fideo de origen chino, los frijoles negros, los ejotes,
chayotes, etc. (15) AGN, Inquisición, vol.
412, expediente, núm. 1, Proceso contra Francisco Botello (1656), foja 309
verso. (16) Acerca del chocolate,
cf. Francisco Javier Clavijero, Historia
antigua de México, México, Editorial Valle de México, 1981, p. 192. Fray
Bernardino de Sahagún, op. cit.,
libro VIII, capítulo XIII y libro X, capítulo XXVI. (17) Bernal Díaz del
Castillo, op. cit., p. 158. (18) Fernand Braudel, Civilisation matérielle, economie et
capitalisme, XV-XVIII Siecle, Les Structures du quotidien, cap. 3,
chocolate, té, café. (19) Padre Francisco de
Ajofrín, Diario del viaje que hizo a la
América en el siglo XVIII, México, Instituto Cultural Hispano Mexicano,
1964, vol. 1, p. 78. (20) Condesa Paula Kolonitz, op. cit., p. 108. (21) Archivo de Notarías,
notaría núm. 1, notario Luis Sánchez, expediente único. (22) Hipólito Villarroel, Enfermedades políticas que padece la
capital de esta Nueva España, México, Miguel Ángel Porrúa, 1982, véase el
capítulo “Pulquerías no deben permitirse en el modo en que están”, pp.
263-267. "Miremos
este manuscrito como un discurso que precede a la historia de nuestra
Independencia, y nada tendremos que apetecer", escribió Carlos María de
Bustamante para definir la trascendencia de la obra de Hipólito Villarroel
(ca. 1720-1794), Enfermedades políticas que padece la capital de esta Nueva
España. Fechada entre 1785 y 1787, esta obra reviste un carácter muy
singular. Por un lado, se inscribe en una tendencia literaria propia del
siglo XVIII en Occidente y que se encargaron de desarrollar un conjunto de
escritores ilustrados: el menosprecio de la vida en la corte y la alabanza de
la aldea. Por otro lado, el diagnóstico sobre las "enfermedades
políticas" de la corte virreinal de la Nueva España nos devuelve a un
autor excepcional. Testigo privilegiado de la serie de reformas
administrativas que la corona española promovió en sus posesiones, así como
un agudo observador de la realidad, Villarroel compuso en estas páginas una
legítima carta de su identidad americana. (23) La fórmula es del virrey
Revillagigedo, uno de los más eficientes y benéficos del siglo XVIII
mexicano. (24) F. Márquez Miranda,
“Civilisations précolombiennes, civilisations du maïs”, A Travers les Amériques Latines, París, Cahiers des Annales, núm.
4, pp. 99-100, citado por Fernand Braudel, op. cit., cap. 2, p. 113. (25) Charles Gibson, Los aztecas bajo el dominio español, op.
cit., pp. 333-337. Archivo General de la Nación, Inquisición, vol. 278,
testimonio de Luis Sánchez, 1614, foja 161/256, al coexistir dos sistemas
distintos de paginación en este volumen. (26) Bernal Díaz del
Castillo, op. cit., cap. LXXXIV, P.
325. (27) AGN, Inquisición, vol.
394, expediente 2, Proceso contra Margarita de Rivera, primera parte, 1642,
foja 382. (28) Disposiciones complementarias de las Leyes de Indias, Madrid,
Ministerio de Trabajo y Previsión Social, 1930, 3 vols., vol. II, p. 296,
núm. 657. (29) Georges Vigarello, Le Prope et le sale, l ´hygiene du corps
depuis le Moyen Age, París, Seuil, 1985. (30) Pierre Chaunu, Histoire, Science social. La Durée,
l´Espace et l´Homme a l´époque moderne, París, SEDES, p. 157. (31) José Ignacio Bartolache,
Mercurio volante, 1772-1773, México,
UNAM, 1983, p. 91. Solange Alberro, “Bebidas alcohólicas y sociedad colonial
en México: un intento de interpretación”, en Revista Mexicana de Sociología, México, Instituto de Investigaciones
Sociales, UNAM, abril-junio de 1989, núm. 2, pp. 349-359. |
Alberro, Solange, Del Gachupín al Criollo, o de cómo los
españoles de México dejaron de serlo, México, El Colegio de México, Centro
de Estudios Históricos, Jornadas 122, 2002, pp. 13-98.
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