lunes, 14 de junio de 2021

 

Como los españoles de México,

dejaron de serlo

 

LA ACULTURACIÓN DE LOS ESPAÑOLES, O DE COMO LOS DE AMÉRICA DEJARON DE SERLO

 

El tema formulado en estos términos no puede sino parecer obvio. Nace luego el sentimiento de que es un tanto insólito, y de la conciencia de este carácter contradictorio, obvio/insólito, surge la interrogación: ¿cómo puede ser obvio, por no decir banal, a la vez que insólito? Si uno mira el asunto con cuidado, se percata de que las actitudes mentales que respaldan esta antítesis manifiestan un conflicto profundo. Porque si el sentimiento de la evidencia nace de la adhesión consciente a las enseñanzas elementales de la antropología y la etnohistoria, aunada a una sensibilización bastante reciente a los fenómenos de relativismo cultural, (1) aquel que nos hace percibir el tema como un tanto insólito resulta en cambio ser el producto de antiguas certezas implícitas, tan inconscientes como comunes.

            La primera de estas certezas quiere que el dominante imponga su influencia absoluta al dominado, siendo por definición el primero activo mientras se supone al segundo reducido a un estado pasivo, o a lo más, receptivo. Otra de estas certezas implica que el dominante, superior por las armas o las circunstancias, también lo sea en todos los demás ámbitos y que, por tanto, su cultura en un sentido amplio, sea destinada naturalmente a prevalecer sobre la del vencido. En esta perspectiva, la historia tiene un sentido preciso: sólo el dominante desempeña un papel dinámico, que consiste en conducir inevitablemente al vencido hacia lo que es concebido como el progreso unívoco del género humano. De ahí la imposibilidad de imaginar la reversión del proceso aculturativo y, concretamente, que el vencedor pueda, en determinadas circunstancias, sufrir a su vez la influencia efectiva del dominado. Nuestra reacción ambigua ante el tema así formulado revela por tanto el conflicto que existe entre una actitud consciente y moderna, y otra reprimida e inconsciente, heredada de una antropología occidental universalmente difundida hasta finales del siglo XIX.

            Ahora bien, los testigos y actores del proceso que nos interesa, y que fueron los hombres de los siglos XVI, XVII y XVIII, no compartían en absoluto nuestro relativismo cultural, no pudiendo en consecuencia concebirlo ni tomarlo en cuenta. Solo pudieron percatarse eventualmente de sus resultados. Porque si todos los españoles, conquistadores, religiosos, autoridades y hasta gente llana, se afanaron por observar, describir, alabar, censurar o, para ser breve, discurrir a propósito del indio durante estos tres siglos, interrogándose acerca de su identidad, cristianización, occidentalización, y lo que se percibe globalmente como su difícil acceso a la “civilización”, el discurso del español sobre sí mismo es insignificante durante mucho tiempo, siendo estereotipado cuando existe.

            El indígena es continuamente examinado y juzgado según los criterios del europeo y en función de los proyectos que éste abriga. Porque sería anacrónico esperar que el conquistador y el colonizador reconociesen al indígena el derecho de escoger las vías y las fórmulas de su conveniencia: si algunas decisiones tomadas por las autoridades relativas a estos mismos indígenas resultaron a veces contrarias a los intereses de los dominantes y benéficas para los dominados –caso de la supresión de la encomienda o de la prohibición de ciertos trabajos-, éstas fueron esencialmente dictadas por una ética cristiana y occidental. Al no haber llegado aún la hora de la libertad individual y de la autodeterminación de los pueblos en ninguna parte del planeta, la ley del vencedor y el principio de autoridad prevalecían por doquier.

¿Qué motivos tendría el español de hablar de sí mismo?, ¡en relación con quién y con qué podría hacerlo, si no es de nuevo en relación con sus propios arquetipos? De ahí el discurso del siglo XVI, que es ante todo apologético entre los conquistadores y sus descendientes, como lo sigue siendo entre las autoridades, y crítico y moral entre los frailes evangelizadores. Los primeros pintan por tanto a héroes, nuevos Alejandros, Amadises y Grandes Capitanes, mientras los religiosos tienden a no ver más que pecadores en lugar de los santos y los apóstoles que tanta falta le hacen a la incipiente gran empresa.

            Es preciso esperar para que el español empiece a mirarse a sí mismo, y ya no a partir de los arquetipos heredados sino a partir de la naciente oposición que no tarda en insinuarse entre peninsulares y criollos. Sometidos a la observación crítica y a la censura de los primeros, los segundos se empeñan ante todo en afirmar y comprobar los puntos similares y comunes que a todos hacen iguales. Aunque en la segunda mitad del siglo XVII es cuando surge la afirmación de una conciencia y una sensibilidad criolla, con el fenómeno de la devoción a la Virgen de Guadalupe, es preciso esperar el siglo XVIII para que se plantee claramente la cuestión de la identidad del criollo. Se sabe cómo, al verse obligado a admitir la diferencia que lo hace distinto del europeo, el criollo la asume y hasta acaba por reivindicarla, apelando por primera vez desde la Conquista al Indio para pedirle respaldo en la búsqueda de sus orígenes y de su legitimidad. Es lo que hacen Clavijero, los jesuitas ilustrados en general y los intelectuales de la Independencia.

            Esto da origen a una múltiple mirada: aquella del metropolitano sobre el criollo, del criollo sobre el metropolitano, sobre sí mismo y sobre el indígena, ya no para juzgarlo y mantenerlo en un espacio que justifique una relación de dominación, sino para recibir de él la confirmación de una identidad específica. La única mirada prácticamente ausente –o muda- sigue siendo, hasta la fecha, la del indígena sobre los demás. En efecto, en el siglo XVIII resulta evidente para todo el mundo que el español americano no es, o dejó de ser, un español europeo.

            Desde los principios, algunos casos habían dejado entrever ciertos procesos que cuestionaban las certezas anteriormente mencionadas y que respaldan la gesta española. Un Gonzalo Guerrero, naufragado en las costas yucatecas en 1511, se había integrado al mundo indígena de tal manera que llegó a contraer matrimonio con una cacique con la que tuvo hijos, hablaba maya, se tatuaba el cuerpo y el rostro, llevaba adornos en las orejas, habiéndose probablemente vuelto además idólatra. Razones más que suficientes para que se negase a reunir con los hombres e Cortés y muriese combatiendo al lado de los indígenas contra los mismos españoles en 1528.

            Hernán Cortés pide por ejemplo en su testamento (1547) que si llegase a morir en España, sus restos fuesen traídos de vuelta a México y sepultados en el convento de las monjas franciscanas de la Concepción en su “villa de Cuyoacán”, manifestando de esta manera su predilección última por su nueva patria, en detrimento de la que lo había visto nacer. (2)

            Pero existe otra actitud que merece nuestra atención, actitud común a los conquistadores y a los religiosos de los tiempos heroicos y luego a todos los que durante tres siglos intentaron describir el Nuevo Mundo y sus habitantes. En efecto, se ha subrayado a menudo el procedimiento al que todos recurrieron constante y forzosamente y que los llevó a establecer analogías entre las realidades nuevas que buscaban manifestar y aquellas que les eran familiares porque pertenecían a su universo, su cultura y su pasado. Es sabido cómo Cortés veía en derredor suyo mezquitas, “aposentos amoriscados”, cómo comparaba las ciudades indígenas con Granada, Sevilla, Córdoba, Burgos, Génova, Pisa, Venecia, llegando a confesar que el orden y policía que en ellas imperaban superaban a los que caracterizaban entonces las ciudades africanas, o sea, tratándose de un hispánico, del Maghreb. En cuanto a Bernal Díaz del Castillo, habla de encantamiento, “como en el libro de Amadís”, al contemplar el mundo lacustre de Tenochtitlán, y luego de su tierra, Medina del Campo, Salamanca y hasta el “Gran Cairo”, Roma, Constantinopla. Cabe notar que los dos guerreros se refieren a las ciudades más prestigiosas de su época, las del mundo mediterráneo como Sevilla, Venecia, El Cairo, Roma, Constantinopla. (3)

            Más tarde y después de ellos, estos “intelectuales” que viene a ser los cronistas religiosos seguirán utilizando este procedimiento y lo irán desarrollando puesto que no sólo se valdrán de él para describir la realidad del mundo indígena sino también para explicar su pasado, con todos sus desafíos culturales. Así en el siglo XVII, al examinar el delicado problema de los orígenes de los americanos, Vetancurt presenta un balance impresionante de las distintas teorías propuestas hasta entonces para aclarar el enigma, mismas que no dudan  en mencionar a Noé y sus hijos, los cananeos, los viajes impulsados por Salomón, los habitantes de la Atlántida, los fenicios, los chinos, los tártaros, los judíos, los griegos, etc. Y en los albores de la Independencia, fray Servando Teresa de Mier sigue encontrando raíces chinas en al náhuatl e influencias orientales indiscutibles en los cultos y la liturgia mexicana, mostrando cómo el procedimiento analógico resulta inseparable del problema de la identidad americana.

            Si el recurso a este procedimiento por parte de los intelectuales que fueron los cronistas religiosos, en particular los jesuitas y los escritores polemistas y políticos que les sucedieron, no ha sido aún el objeto del estudio sistemático que se requiere, la actitud de los conquistadores y de los testigos del ocaso mexica ha sido en cambio comentada a menudo, la mayoría de las veces de manera muy pertinente, sin que se la percibiera, según parece, en toda su complejidad. Porque aunque la comparación corresponda efectivamente a una apropiación de la realidad ajena por parte del discurso dominante que la reduce y modifica mediante los conceptos y categorías que le imponer, aunque revele asimismo una incapacidad para concebir y describir algo nuevo, que niegue e invalide el marco en el que esta realidad se expresa naturalmente y que la hipérbole tenga por lo regular un propósito político evidente – para Cortés, por ejemplo, el de pintar al mundo conquistado de tal modo que el mérito del conquistador resulte exaltado y por tanto que el favor del soberano asegure la continuación de lo emprendido-, hay en todo esto algo más.

            El recurso sistemático a la analogía obedece en efecto a una lógica que induce a consecuencias inevitables. Porque comparar el mundo americano con el mundo europeo, presente o pasado, implica desde un principio un acercamiento y una familiaridad con el primero, puesto que no se pueden comparar sino cosas comparables. Una vez que se admite el proceso, la realidad americana no puede ocupar sino una posición de inferioridad, pero también de igualdad y hasta de superioridad en relación con las referencias invocadas, las que provienen del universo del conquistador.

            Recurrir a la comparación significa aceptar sin remedio que prevalezcan los conceptos y los criterios de una cultura sobre otra, pero también admitir la posibilidad de una reducción que introduzca al acercamiento y a la correspondencia. Rechazarla equivale a privarse de un medio a todas luces elemental y arcaico, aunque el único disponible hasta la emergencia, hacia finales del siglo XIX, de las primeras teorías que postulan el relativismo cultural, casi contemporáneo, según sabemos, de la autodeterminación de los pueblos.

            Pero la comparación desemboca casi inevitablemente en la rivalidad, y por tanto la mayoría de las veces en la derrota de una de las partes con la victoria consecutiva de la otra. Esta dinámica de la comparación/rivalidad parece haber presidido los destinos del Nuevo Mundo: después de haberse manifestado con la brutal evidencia de las guerras de conquista, la vemos actuar en los múltiples enfrentamientos étnicos, culturales y finalmente políticos que marcaron la vida colonial y quizá la de los siglos posteriores. Es posible incluso explicar el rechazo de las referencias extranjeras por parte de algunos intelectuales desde la Ilustración hasta nuestros días como un intento por mitigar y aun suprimir por la rivalidad con el otro, y la sanción que implica el reconocimiento eventual de una inferioridad, la que por puntual que sea,, no deja de ser percibida siempre como un fracaso traumático. Sin embargo, el sueño recurrente de un regreso al aislamiento original está condenado al fracaso absoluto, porque los mismos indígenas   se apresuraron por su parte a comparar a los hombres de acero, trepados en sus monturas, con lo que, dentro de su propio universo, podía dar cuenta de ellos…

            Dentro de esta dinámica, la superioridad del otro puede ser reconocida y declarada, y no faltaron quienes notaron que sólo era admitida por parte de los testigos españoles cuando se trataba de objetos, reflexión que requiere nuevamente un comentario. (5) Cuando Cortés –para atenernos a hombres de acción, puesto que los intelectuales no son representativos de los españoles comunes y corrientes cuya evolución nos ocupa en este estudio- nota que el orden y policía que imperan en Tenochtitlán son mayores que los que se pueden observar en África; cuando admite que su manera de gobernarse “es casi como las señoritas de Venecia y Génova o Pisa”; cuando Bernal Díaz dice, tratándose de los mercaderes y las mercancías, que el “concierto es de la manera que hay en mi tierra, que es Medina del Campo” ya no se trata de objetos, sino de formas de gobierno y de sociabilidad que implican por parte de los testigos el reconocimiento de un alto grado cultural ya que corresponde precisamente o poco más o menos al suyo propio, o sea, al que les parece forzosamente superior a cualquier otro.

            De la misma manera, la admiración que se percibe a través de los términos empleados, en particular de la adjetivación, de la minucia maravillada de las descripciones, y que los conquistadores experimentan al descubrir el mercado de la capital, el ceremonial que rodea a Moctezuma, etc., traduce el reconocimiento implícito de una igualdad y hasta de una superioridad de ciertas realidades americanas sobre sus equivalentes europeos. Finalmente, la distinción entre unos objetos dignos de admiración y los hombres que los producen, hombres que por otra parte son negados y aniquilados en su especificidad cultural, nos parece capciosa. En un nivel vivencial, aquel precisamente de los conquistadores o de un turista contemporáneo, si bien relativo y aleatorio, de su creador como productor, pero también como sujeto capaz de sensibilidad.

            Cabe notar al respecto que una de las manifestaciones más precoces de la identidad criolla en el siglo que sigue a la Conquista se expresa precisamente mediante la exaltación de la naturaleza americana, de sus hombres,, sus costumbres y ciudades, con un Bernardo de Balbuena y un Sigüenza y Góngora por ejemplo, lo que muestra cómo esta dicotomía u hasta oposición entre el universo de los objetos, de las realidades naturales y el de las criaturas/sujetos resulta ser artificial. (6)

            La tendencia que tuvieron los primeros testigos europeos del mundo mexica de describirlo por medio de un procedimiento comparativo que inducía las consecuencias aquí esbozadas representaba obviamente una posibilidad de comunicación a todas luces elemental y a menudo frustrada. También introducía la posibilidad de influencias recíprocas y no siempre unívocas, puesto que, en algunos terrenos al menos, las realidades resultaban comparables porque eran parcialmente semejantes, pudiendo por tanto sumarse y tal vez intercambiarse. Esta actitud mental y esta sensibilidad, sin lugar a duda propia de hombres llanos, pueden en parte explicar cómo ciertos intercambios subrepticios e inconscientes y algunas desviaciones involuntarias se volvieron posibles entre el común de los españoles.

 

Primeros indicios

Conocemos bastante bien las actitudes adoptadas por los intelectuales –Durán, Sahagún, Mendieta, Torquemada, Acosta, Sigüenza y Góngora, Sánchez, los jesuitas del siglo XVIII, etc. Por ello nos ocuparemos un instante de quienes, entre estos intelectuales, lo fueron tal vez en menor grado: los franciscanos, primeros en pisar las ruinas de Tenochtitlán. En efecto, aunque distamos mucho de considerarlos como menos aptos o menos acostumbrados a los ejercicios mentales que sus sucesores, los percibimos, sin embargo, como menos “intelectuales” en la medida en que las circunstancias les impusieron la toma de decisiones y de aptitudes inspiradas, en los primeros años, más por la experiencia y el instinto de la obra por emprender que por la ponderación serena de los propósitos y de los medios. Esta es la razón por la que sus opciones, en cuanto se refiere al contacto con la religión indígena, nos parecen reflejar una manera de ver y de sentir en algún modo más espontáneo y natural. En otras palabras, las estrategias o las conductas adoptadas por los primeros franciscanos en Nueva España, las que atrajeron la atención sostenida de los intelectuales de la colonia y de los historiadores contemporáneos, se fundaron en la percepción inmediata de correspondencias simbólicas entre las dos religiones enfrentadas. El partido que sacaron los religiosos de esta situación no deja de recordar el procedimiento analógico anteriormente señalado. Independientemente de las operaciones de acumulación/sustitución que llevaron a cabo en los casos de sobra conocidos de Santa María de Guadalupe/Tonantzi, Santa Ana Chiautempan, San Juan Tianquismanalco, cuya ambigüedad fue denunciada por intelectuales como Sahagún, Torquemada, De la Serna y fray Servando Teresa de Mier, nos conformaremos con presentar un elemento nuevo. (7)

            La tradición refiere en efecto que los trece primeros franciscanos llegados a la Nueva España no tardaron en ver convertirse en harapos el hábito que llevaban desde la salida de Europa. Como no había aún un número suficiente de borregos y no se podía pór tanto conseguir la lana necesaria para la confección de hábitos nuevos, los frailes pidieron a ciertas indias que deshiciesen el tejido de los viejos, para que con la lana recuperada, otra vez cardada, les tejiesen unos nuevos. Pero el color original había desaparecido y se planteó la cuestión de decidir el que se adoptaría para el nuevo teñido. Al no haber puntualizado nada San Francisco al respecto ni tampoco en cuanto a la forma que se les debía dar, sino solo que el hábito había de ser pobre y ordinario, nuestros religiosos tomaron entonces la decisión peregrina de teñir el suyo de azul, aun cuando en Europa siempre había sido de color pardo que corresponde al de la lana natural. Este problema del cambio de color del hábito franciscano en México –el que efectivamente se mantuvo azul hasta el siglo XVIII- atrajo la atención de algunos historiadores y Lucas Alamán, deseoso de encontrar una explicación a este hecho, sugiere que el color azul fue elegido porque en aquel entonces resultaba el más común y, por tanto, el más ordinario. (8) Ahora bien, ni Sahagún, quien dispone de una información tan precisa como abundante, ni Motolinía dicen algo semejante y por otra parte los códices muestran a los hombres del común –macehuales- invariablemente vestidos con piezas de algodón blanco o a lo más de un color “leonado” que se parece justamente al color tradicional en Europa del hábito franciscano. ¿Por qué quisieron los franciscanos de Nueva España teñir su hábito nuevo mientras las exigencias de la pobreza se hubiesen conformado con el matiz ajado de la lana que provenía de los viejos, y porque escogieron el color azul y no el blanco o el pardo que eran de hecho los de la ropa llevada por el pueblo?

            Sabemos por otra parte que al llegar los franciscanos al valle de Anáhuac, mientras Tenochtitlán apenas empezaba a renacer de sus cenizas aún calientes, fundaron su primera casa en un lugar situado en el sureste de la ciudad, Huitzilopochco –llamado hoy en día Churubusco- donde existía un templo dedicado a Huitzilopochtli. Ya entrados en la capital, recibieron de Cortés un solar para que allí edificasen un convento, una modesta construcción que ocuparon tan sólo desde junio de 1524 hasta mayo de 1525 y que abandonaron luego para levantar el que fuera el definitivo, en el límite de la ciudad española y en contacto estrecho con las comunidades indígenas, allí donde se encontraban antaño “las casas” que albergaban las fieras y las curiosidades naturales a las que estaba tan aficionado el emperador Moctezuma.

            Ahora bien, la cuestión del lugar preciso ocupado por la primera construcción franciscana en la capital hizo correr riachuelos de tinta. Luego de haberse pensado por mucho tiempo que el convento primitivo se erguía en el sitio actualmente ocupado por la Catedral, es decir en el límite oeste del Templo Mayor, en el recinto ceremonial capitalino, se sabe hoy día con certeza que Cortés había determinado que los franciscanos se estableciesen justo en el lugar en donde se levantara el altar de Huitzilopochtli, el único punto que había sido protegido con celo por Moctezuma, al impedir que los españoles colocasen allí una cruz, cosa que habían hecho sin demasiada dificultad en la mayoría de los templos hasta entonces encontrados.. Así, el solar otorgado a los hijos de San Francisco ocupó aquel sitio, marcado con un carácter particularmente sagrado para los mexicas. Por tanto, las dos primeras fundaciones franciscanas, la de Huitzilopochco/Churubusco y la de Tenochtitlán/México, se alzaron encima de las ruinas de antiguos templos dedicados al dios tutelar de los mexicas, Huitzilopoctli, que el emperador juraba defender por todos los medios cuando subía al trono. Pues resulta que el color asociado simbólicamente a este dios guerrero del sol en el cenit, del sur y del cielo meridiano es el azul. (9)

            En fin, cabe recalcar que ciertas fundaciones franciscanas, sobre todo aquellas que fueron edificadas encima de las ruinas de antiguos templos dedicados a Huitzilopochtli, fueron colocadas bajo el amparo de san Miguel o Santiago, santos eminentemente guerreros que la iconografía tradicional representa armados de una espada que blanden con vigor, luciendo el arcángel las debidas alas y derribando al mal representado como un dragón asimismo provisto de alas, mientras el patrono de los españoles aparece montando un caballo, como los conquistadores.

            Motolinía relata por otra parte cómo ante la inmensa tarea que los esperaba,

Los frailes se encomendaron a la santísima Virgen María, norte y guía de los perdidos y consuelo de los atribulados y, juntamente con esto, tomaron por capitán y caudillo al glorioso San Miguel, al cual con San Gabriel y todos los ángeles, decían cada lunes una misa cantada, la cual hasta hoy día en algunas casas se dice. (10)

         Pero si la Virgen María, San Gabriel y los santos ángeles eran ya los protectores de la orden franciscana en España –al proceder la mayoría de los religiosos llegados a México en 1524 de la provincia de San Gabriel, en Extremadura-, la intervención prioritaria, justo después de María y antes de los patronos tradicionales, del “caudillo” y “capitán” Miguel corresponde a una necesitad nueva y a una afinidad reciente con aquel arcángel asimismo guerrero y vencedor que resulta ser el dios Huitzilopochtili.

                Sin lanzarnos a una interpretación azarosa de las correspondencias y resonancias que las representaciones de san Miguel y de Santiago debían despertar entre los indígenas, no podemos dejar de observar que las opciones de los franciscanos en Nueva España en lo que se refiere al color de su hábito y a los patronazgos espirituales invocados parecen revelar una estrategia obvia que viene a confirmar el procedimiento de sobra conocido de las asociaciones toponímicas. Esta estrategia no es en absoluto novedosa puesto que fue la de la Iglesia desde sus comienzos, que supo asimilar las múltiples aportaciones de la antigüedad oriental, griega, luego romana y bárbara, fundiéndolas finalmente en el crisol del cristianismo. Una experiencia y un savoir-faire milenarios no hicieron más que dictarla en las nuevas tierras de misión en América a los religiosos que fueron los primeros en establecer el contacto con los dioses y los templos indígenas. (11) En Nueva España, los hijos de san Francisco optaron obviamente por estas soluciones operativas que implicaban traslapes, yuxtaposiciones y superposiciones. Si podemos dudar que los religiosos hayan obrado de manera deliberada, se puede pensar en cambio que la tradición sincrética de la Iglesia por una parte, las urgencias de la acción por otra y finalmente las insinuaciones y sugerencias que provenían del medio indígena mismo por medio de quienes se hallaban en relación estrecha con los recién llegados, pudieron llevar naturalmente a los franciscanos a la adopción de fórmulas semejantes. Así, la frecuencia d este tipo de proceder en Nueva España y más generalmente en América Latina sugiere una estrategia implícita en lo que se refiere al desarrollo de una acción precisa y la consecución de un resultado determinado.

            Cabe preguntarse si estas desviaciones y préstamos, estos casi compromisos que fueron sin lugar a duda percibidos como irrelevantes por los religiosos que los consintieron, no tuvieron efectos y consecuencias imprevisibles e incontrolables, según la etnología lo descubrió más adelante respecto a otras sociedades.. En este sentido, el complejo cultural que constituye el culto guadalupano, y que ya a fines del siglo XVI inspiraba notables reticencias al lúcido Sahagún, abre la puerta a la reflexión. (12) Sea lo que fuere, el modo de obrar natural y espontáneo de los primeros franciscanos, estos hombres de acción inspirados, nos parece semejante a aquél, más burdo si bien tan natural y espontáneo como el anterior, de los conquistadores, quienes intentaron describir y manifestar lo que veían: el hábito teñido de azul de Huitzilopochtli, cuyos templos derruidos habían formado los cimientos y proporcionado las piedras para los conventos; la protección especialmente invocada del capitán san Miguel, aquella criatura ambigua; las comparaciones ingenuas que los guerreros establecían entre los dos mundos, en las que a veces el nuevo vencía al viejo: todo esto parece traducir disposiciones que introducen a una comunicación recíproca, no en un plano consciente y deliberado, aunque si en un  nivel inconsciente y simbólico, entre los indígenas y los recién llegados.

            Así es como, desde los días de la Conquista y los que la siguieron, unos españoles confrontados con una realidad que les parecía a menudo incomprensible, cuando no escandalosa, encontraron sin embargo en ella los puntos de apoyo para lanzar frágiles pasarelas con su propio universo, por las que la circulación no siempre se podía efectuar en un sentido único.

            Antes de acercarnos a los síntomas de un cambio relativo a los españoles anónimos de América, aquellos criollos que tan sólo algunos decenios más tarde encontramos activos y cada día más nutridos, fuerza es reconocer la perspicacia de la Corona que ya a mediados del siglo XVI temió e intentó prevenir la adaptación al medio americano de sus servidores –o sea, los funcionarios-, por los inconvenientes que juzgaba inevitables. Ésta es la razón por la que emitió una serie de normas cada vez más restrictivas relativas a la duración de su cargo en ultramar –que no podía rebasar los seis años-: la prohibición de tomar esposa, de poseer bienes y dedicarse a negocios mientras estuviesen en las Indias, etc., buscando de esta manera mantenerlos en la atmósfera rarificada de una verdadera cámara neumática, aislados del resto de la población cuya influencia sobre ellos se temía. (13) Si esta actitud por parte de la Corona emana de una concepción casi sacerdotal de lo que corresponde a su servicio, también traduce un temor hacia el contexto americano puesto que estas medidas restrictivas sólo conciernen a los funcionarios en las Indias, al verse exentados de ellas los metropolitanos. Se sabe como estas providencias resultaron inútiles, al quedar de hecho invalidadas por las contingencias locales y la necesidad, respaldadas a su vez por la complicidad o la indiferencia de las mismas autoridades que tenían por misión aplicarlas.

            Pero más que todo, la crítica y la acusación dan muy pronto cuenta de las transformaciones sufridas por el español en tierra americana. Sahagún nuevamente -1499-1590- declara, al referirse a las “tachas y dislates” de los naturales de Nueva España que “los españoles que en ella habitan y mucho más los que en ella nacen, cobran estas malas inclinaciones”, mientras un grupo de religiosos franciscanos, dominicos y agustinos sostienen por las mismas fechas que “los criollos, comúnmente hablando son gente viciosa, poco constante y relajada”. (14) Por ello, las autoridades observaron una prudente reserva en lo que se refiere a su acceso a las funciones más altas de la administración civil y eclesiástica, si bien la quiebra crónica de la Corona en el siglo XVII contribuyó más tarde a abrirles, mediante la venta de los cargos, la mayoría de las puertas que hasta entonces habían permanecido cerradas para ellos.

            Las reformas borbónicas agravaron las tensiones entre los peninsulares, aislados de hecho de los puestos importantes, y los criollos, que se vieron despojados de las posiciones burocráticas logradas durante el siglo anterior. Llegó la hora de los balances y la de los ajustes de cuentas se estaba aproximando. Se desató entre criollos y metropolitanos la polémica a propósito de los derechos y competencias respectivas, lo que desembocó naturalmente en el problema de la identidad. Más aún, la época confirió a tal polémica una dimensión universal ya que la inteligencia europea, intérprete de potencias hasta entonces alejadas de las grandes aventuras coloniales y que se preparaban para irrumpir fogosamente en ellas a su vez, participó de ella al plantear el problema del hombre americano, como un elemento más de la acusación unánime en contra de la colonización ibérica. ¿Cuál es este balance?

            Mientras la reivindicación de la hispanidad en su pureza y totalidad y por tanto de la igualdad absoluta con cualquier otro europeo constituye el fundamento del discurso criollo, cuya élite reclama además, en nombre de los conquistadores de quienes pretende descender, el acceso natural a la nobleza, los españoles peninsulares y los intelectuales occidentales oponen e imponen al criollo la imagen de una criatura degradada y corrupta, forzándolo de esta manera a la aceptación tan dolorosa como provechosa de una evolución que nunca había querido reconocer hasta entonces. (15)

            Lo que los censores externos conciben como una degeneración no es más que la expresión subjetiva, dictada por consideraciones que no podemos analizar aquí, de una especificidad que se había vuelto evidente al término de una evolución que comienza con Gonzalo Guerrero y Hernán Cortés, se desarrolla durante unos doscientos cincuenta años, y que los mismos criollos percibían confusamente sin querer admitirla del todo.

            Si los europeos –Eobertson, S Pauw, Buffon, Raynal, etc- y los españoles metropolitanos –grandes mercaderes del Consulado de la ciudad de México, prelados, religiosos, funcionarios, virreyes, etc.-censuran los mismos rasgos en los criollos, existe sin embargo una diferencia importante entre unos y otros: para nuestros europeos del Norte, el criollo degenerado participa de un amplio conjunto enteramente despreciable ya que lo rige una potencia “prácticamente definida como una extensión de África, dominada por la ignorancia de los moros, la superstición y la tiranía”, según los criterios de la Ilustración. (16) Convendría examinar al respecto en qué medida el criollo, que merecía el mismo desprecio por parte de los intelectuales del norte de Europa que el español metropolitano, no es acusado por ellos de compartir algunos de los vicios que le atribuyen.

            El defecto de los criollos mexicanos que más comúnmente se encuentra mencionado, de Sahagún hasta Humboldt, es la pereza, holgazanería, sus variantes y corolarios, la ociosidad, la molicie, el abandono, la falta de previsión y cuidado, el descuido, la inercia, la desidia, la inconstancia y la inestabilidad. Vienen luego la lujuria y la lascivia, el gusto desmedido por el deleite. Asimismo se les reprocha la prodigalidad, la hipocresía y su tendencia a ser mentirosos, supersticiosos –en oposición con la verdadera religión-, aduladores. (17) Los observadores más agudos señalan también sus notables facilidades intelectuales y la facilidad con la que aprenden lo que quieren, en particular las “sutilezas del silogismo”, aunque su falta de perseverancia perjudique todos sus proyectos, condenándolos a vivir en un presente inconsistente, empañado por los sueños y los resentimientos. (18)

            Al contrario de sus antepasados belicosos, los criollos son tachados de sumisos, abatidos, rendidos, mientras el virrey don Antonio de Mendoza dice que “la gente española de esta Nueva España es mejor de gobernar de todas cuantas yo he tratado, y más obedientes y que más guelgan de contentar a los que los mandan, si los saben llevar; y al contrario cuando se desvergüenzan, porque ni tienen en nada las haciendas ni las personas”. (19) Asimismo se menciona a menudo su precoz desarrollo –los niños son muchas veces brillante-, que sin embargo no tarda en perderse en una especie de letargo sin remedio. (20)

            Los criollos se adornan por tanto con algunas prendas, las que se les reconoce explícitamente y aquellas que podemos deducir de las críticas que ellos mismos hacen de los españoles metropolitanos.. Poco después de la Independencia, Carlos María de Bustamante confiesa que “jamás pasó por la imaginación a los mexicanos que más allá de los mares y en la culta España, naciesen hombres de partes tan extrañas y maneras tan grotescas, como si tuvieran su cuna en la Syberia…”, invirtiendo nuevamente los términos de la comparación puesto que los “bárbaros” son ahora los peninsulares mientras los “civilizados” resultan ser los criollos. (21)

            Recordemos asimismo lasa descripciones y comentarios encantados de la marquesa Calderón de la Barca, algunos decenios más tarde, para percibir la atractiva dulzura de la sociabilidad propia de la élite criolla, muy distinta de aquella que imperaba en la península o en el resto de los países occidentales en los que las exigencias de la civilización industrial empezaban a dejarse sentir en los usos y en el trato social. En fin, sus disposiciones naturales, su ingenio y agudeza llaman siempre la atención de quienes los tratan lo suficiente para conocerlos bien. (22)

            Una observación se impone aquí, aquella que Sahagún precisamente hacía en su clarividencia mezclada de benevolencia para con los indígenas algunos decenios después de la Conquista y que vuelve a hacer generalizándola el dominico J. de la Puente en 1612: “Influye el cielo de la América inconstancia, lascivia y mentira: vicios de los indios, y la constelación los hará propios de los españoles que allá se criaron y nacieron”. (23)

            Porque es un hecho que no sólo los defectos sino también las cualidades que se les reconoce generalmente a los criollos del siglo XVIII, al plantearse el problema de su identidad, o sea, de su evolución eventual en relación con los metropolitanos, son aproximadamente los mismos de los indígenas tales como los pintaba un Palafox unos cien años antes. (24) A reserva de ampliar y profundizar este análisis somero, parece que l único vicio propio de los indios que no se ha reprochado a los criollos es la embriaguez, cuya práctica decadente entre la población indígena en la época colonial tiene, como es sabido, un carácter y origen europeo. En cambio, los criollos son acusados de supersticiosos, defecto que teóricamente parecería más específico de los indios y ajeno al grupo que representa la ortodoxia. Cabe notar al respecto que el tema de la ortodoxia religiosa está en el meollo de la identidad mexicana, y que la emergencia del culto a la Virgen de Guadalupe en el siglo XVII corresponde al despertar de un sentimiento patriótico criollo que desembocaría más tarde en el nacionalismo. No olvidemos que los insurgentes de 1810 llegaron a reivindicar la exclusividad de esta ortodoxia, no dudando en tachar a los españoles metropolitanos de “judíos” y “herejes”. (25)

            Apartede su carácter subjetivo, estas acusaciones manifiestan la conciencia de un proceso aculturativo recíproco: la práctica de la embriaguez no ritualizada, propia de los europeos, se vuelve una peculiariedad de los indígenas, mientras la superstición y la hipocresía normales entre estos neófitos que vienen a ser los indios y cuyo significado preciso, son atribuidas también a los criollos. Según este enfoque, cada grupo recorrió la mitad del camino hacia el otro al adoptar, sin saberlo ni quererlo, una parte de sus características.

            Si todos, incluso aquellos que son los primeros involucrados, los criollos mismos, concuerdan finalmente en reconocer que el español de América no es idéntico al de Europa, admitiendo con ello una evolución de la que poco importa que sea percibida a raíz de ciertas circunstancias como una degradación, ¿cuáles son las causas que se le atribuyen?

            De manera constante durante la colonia, el clima, las constelaciones, el cielo de América, etc., son vistos como los responsables de este proceso. (26) Se sabe cómo los intelectuales europeos integran esta explicación dentro de una teoría de la degeneración del mundo americano en general, preludio ideológico sin duda necesario a las futuras empresas coloniales. Un Robertson añade a este determinismo físico un factor político, el “rigor de un gobierno celoso y…la desesperación de alcanzar esa distinción a la que aspira naturalmente la humanidad”, haciendo intervenir aquí una causa humana de acuerdo con la visión negativa que la “intellingentsia” ilustrada del norte de Europa se complace en tener de la España católica e imperial. (27)

            Solo entre todos tal vez, el Consulado de los grandes mercaderes de la ciudad de México sospecha otros factores: en su Memoria de 1811, declara que los españoles europeos “también degeneran bastante, por la fuerza del ejemplo, por el sistema de vida o por la desgracia del país”. (28) Sin embargo, “la fuerza del ejemplo” se entiende aquí en el sentido de una influencia de los criollos sobre los peninsulares, no siendo discutida la causa de la “degeneración” de los criollos por ser sin duda atribuida implícitamente al clima.

            De hecho, la Antropología de la época impide a todas luces concebir la intervención de factores distintos para explicar un proceso que ya nadie niega y es preciso esperar nuestro siglo sociológico para plantear la cuestión de una interpretación cultural del mundo indígena y europeo y, por tanto, de una aculturación de los españoles.

            Dificultad, por no decir imposibilidad radical, de plantear esta cuestión durante todo el periodo colonial y la mayor parte del siglo XIX, a causa de una antropología unívoca; reticencias evidentes de nuestros coetáneos, divididos íntimamente por sus conocimientos objetivos que postulan el relativismo cultural, y sus certezas inconfesadas, cuando no por sus prejuicios inconscientes heredados de una mentalidad aún presente. Par el historiador deseoso de rastrear y descubrir el fenómeno que presiente, todo aquello se traduce en una realidad llena de obstáculos: la ausencia o, a lo más, la parsimonia patética de las fuentes.

            Si quienes tienen por misión y costumbre observar, describir, denunciar y manifestar, no ven el fenómeno porque no pueden concebir que exista sin correr el riesgo de que se derrumbe totalmente su sistema de valores, ¿qué material le queda al pobre investigador?

            En primer lugar, el discurso crítico, de una amplitud y virulencia creciente al correr de los siglos, producido por el “exterior”, o sea los metropolitanos y los europeos de toda clase y también por algunos criollos tales como Fernández de Lizardi, quienes consignan sus observaciones bajo distintas formas. (29)

            Mención especial merece la Memoria dirigida en 1811 por el Consulado de los comerciantes capitalinos a las Cortes de Cádiz, cuyo texto con notas y comentarios del historiador patriota Carlos María de Bustamante fue publicado por él algunos años más tarde. El documento, producido en el contexto de la insurrección, es una acusación al rojo vivo e intolerable para los americanos, a quienes se empeña en pintar a la vez como degenerados e inmaduros. El fin perseguido es muy claro, obtener que sus representantes sean mucho menos numerosos que lo de los españoles europeos en los debates cruciales que por entonces se venían realizando en la metrópoli. En efecto, mientras en los enfrentamientos discursivos anteriores, las acusaciones lanzadas por cada parte diferían y hasta se oponían, atribuyéndose a los habitantes de América los defectos y cualidades precisamente opuestos a los que caracterizaban a los metropolitanos, los dos bandos ahora enemigos se reprochan exactamente las mismas cosas. Así, la ignorancia, la superstición y la holgazanería atribuidas a los indígenas, las castas y los criollos por sus detractores europeos son a su vez reprochadas a los peninsulares por Bustamante, quien justifica fácilmente sus acusaciones. Más aún, el argumento definitivo esgrimido por ambos bandos nos remite en alguna forma a unos trescientos años antes, aunque tenga aquí sólo un carácter esencialmente polémico. En efecto, los hermanos enemigos se enfrentan ahora a propósito de la idea de cristianismo y de naturaleza humana: la acusación de mal cristiano es lanzada por unos y otros y hemos señalado el papel desempeñado por la reivindicación exclusiva del cristianismo en la emergencia de la identidad nacional. De manera más radical todavía, el tema de la barbarie también es debatido por los dos bandos y mientras los peninsulares tachan a los primeros habitantes del Nuevo Mundo de “orangutanes”, a sus actuales moradores de “manada de monos gibones” y a los indígenas de “autómatas”, los criollos por un lado bajo la pluma de Bustamante los ven como “apaches” de apariencia dudosamente humana y, asimismo, como “autómatas”. (30)

            Por tanto, se cuestiona o hasta se niega la esencia humana del otro, en sus dimensiones sociales –barbarie/civilización, según el enfoque propio del siglo XVIII-, espirituales, con la capacidad de observancia del cristianismo, e incluso orgánicas, si reparamos en las referencias animales, materiales, en la negación de la figura humana. Si bien la dinámica de una polémica enardecida y de un enfrentamiento militar y social en el paroxismo pueden explicar parcialmente estos excesos, es obvio que estas acusaciones idénticas muestran al menos dos puntos importantes. En primer lugar, la universalidad procedimiento que consiste en rebajar al otro a un estado animal o inanimado; y luego, que los adversarios comparten las mismas características cuando se hallan más opuestos, mientras la emergencia de la conciencia de las diferencias entre criollos y peninsulares se había manifestado por la atribución respectiva de características distintas y hasta contrarias. En este sentido, el conflicto de los años de fuego que corresponden a las guerras de Independencia se traduce en una reducción y una uniformidad temática de las acusaciones en torno a las nociones fundamentales de cristianismo y humanidad.

            Por tanto, para sacar partido de semejantes fuentes documentales, es preciso intentar superar su carácter subjetivo, causado esencialmente por el contexto sociopolítico en el que fueron producidas, para no ver en ellas más que el testimonio indiscutible de la evolución que reflejan: la realidad de la interpenetración cultural y, también, las líneas de fuerza alrededor de las cuales esta evolución toma cuerpo.

            Independientemente de estos materiales tradicionales, existen otros que compensan, por el peso de la información que proporcionan, su carácter aleatorio y limitado. Por casualidad, en medio, al lado o al margen de algún documento que trata de cualquier otro tema, es como topamos con ellos. Más aún, si por milagro una denuncia debidamente formulada ante la Inquisición llega a revelar, por ejemplo, un caso indiscutible de aculturación por parte de un sujeto español, el tribunal no abre siquiera el caso, manifestando con ello su incapacidad de concebir la verosimilitud y hasta la posibilidad  del hecho, privándonos para siempre de descubrir la realidad y las modalidades del proceso tomado en vivo.

            Sin embargo, el Santo Oficio es el que nos suministra indirectamente una información valiosa relativa a la actividad delictiva del virreinato durante el periodo colonial, permitiéndonos entender globalmente la originalidad de los comportamientos propiso de la población española y mestiza en relación con el peninsular.

            En México, si bien los delitos de tipo religioso menor y de hechicería fueron tan frecuentes como los que ocuparon a los tribunales de la metrópoli, se registra una proporción mucho más importante y en constante crecimiento de transgresiones a las normas que rigen la sexualidad –bigamia y poligamia masculina y cada vez más femenina en el transcurso del siglo XVIII, solicitación por parte de los confesores, etc.-, mientras los delitos de herejía resultan mucho menos numerosos. En otras palabras, encontramos aquí una sociedad en la que las disidencias religiosas y sus corolarios, la duda y la especulación, están casi ausentes, pero fuertemente marcada, en cambio, por una amplia libertad en lo que se refiere a los contactos, los encuentros y las alianzas. Esto se traduce a la vez en una originalidad en relación con la sociedad peninsular y en la facilidad de los intercambios, que resultan ser precisamente los vectores de influencias eventualmente recíprocas. (31)

            Así, es preciso resignarse a la parca búsqueda que permiten las contingencias señaladas y renunciar a las abundantes cosechas que la investigación histórica depara algunas veces. Es preciso luego juntar las pocas piezas recuperadas, para esbozar un rompecabezas con muchos vacíos, en espera de ser completado algún día…

            Sin embargo, el objeto que nos interesa existe: el discurso emitido sin reposo acerca de sus resultados y nuestras reticencias en cuanto al proceso que lo origina, lo indican con certeza.

 NOTAS

(1)Respecto a este punto, la obra de Franz Boas y Émile Durkheim. El relativismo cultural es una corriente de pensamiento que consiste en entender las bases culturales distintas a las nuestras para ponernos en el lugar del otro.

Las formas de vida son los procedimientos por los cuales una sociedad asegura su existencia y su adaptación al medio físico. Como ejemplo de relativismo cultural podemos mencionar cómo para una población urbana los avances tecnológicos, como la canalización del agua potable, no son vistos como un avance en las poblaciones rurales donde existe una cultura de respeto por la naturaleza, por ende, se prefiere no interferir tecnológicamente en ella.

(2) Lucas Alamán, Disertaciones, México, Jus, 1969, apéndice primero: testamento de Hernán Cortés, p. 320.

(3) Hernán Cortés, Cartas de Relación, México, Porrúa, 1960, pp. 17, 33, 46, 51, 55. Bernal Díaz del Castillo, era de la conquista de Nueva España, México, Editorial Valle de México, 1985, pp. 314, 334, 336 y 338.

(4) Fray Agustín de Vetancurt, Teatro mexicano, México, Porrúa, 1971, segunda parte, tratado 1, capítulo II, fol. 2, “varias opiniones acerca de las naciones que pudieron dar origen a los de las Indias”, Fray Servando Teresa de Mier, Historia de la revolución de Nueva España, México FCE, 1986, tomo II, apéndice de documentos, passim.

(5) Tzvetan Todorov, La conquista de América. La cuestión del otro, México, Siglo XXI, 1987, p. 139.

(6) Bernardo de Balbuena, Grandeza mexicana, Madrid, Ediciones de la Real Academia, 1831. Carlos de Siogüenza y Góngora, Paraíso occidental, plantado y cultivado por la liberal benéfica mano, México, Juan de Rivera, 1683.

(7) Fray Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de Nueva España, México, Porrúa, 1985, libro XI, apéndice: adición sobre supersticiones, pp. 704-706. Fray Juan de Torquemada, Monarquía Indiana, México, UNAM, 1976, vol. 3, libro X, capítulo VII, pp. 354, 357. Fray Servando teresa de Mier, op. cit., tomo II, pp. 720-721.

(8) Lucas Alamán, op. cit., II, pp. 124-125.

(9) A propósito de las primeras fundaciones franciscanas sobre el lugar ocupado por templos dedicados a Huitzulopochtli: Fray Baltasar de Medina, Chronica de la santa provincia de San Diego, México, Editorial Academia Literaria, 1977, p. 247, verso núm. 855. Fray Agustín de Vetancurt, op. cit., en Tratado de la ciudad de México, p. 17. Acerca del color del hábito franciscano en Nueva España, cf. Lucas Alamán, op. cit., II, pp. 124-125.

(10) Fray Toribio Motolinía, Historia de los indios de la Nueva España, México, Porrúa, 1984, capítulo II, p. 19.

(11) En lo que se refiere a este punto, discrepo con Serge Gruzinski, quien en su magnífica La Guerre des Images. De Christophe Colomb a Blade Runner (1493-2019), sostiene que los franciscanos de los primeros tiempos buscaron ante todo no sólo destruir los ídolos sino también toda posible confusión entre los antiguos cultos y el cristianismo. Esta cuestión reviste especial importancia para los historiadores del México colonial  en las estrategias misionales.

(12) Acerca del problema de la imagen de nuestra señora de Guadalupe, véase el sugestivo capítulo IV de Serge Gruzinski, op. cit., : “Les Effets Admirables de L´Image Baroque”, pp. 149-242, que constituye una notable aportación.

(13) Las provisiones y reglamentos relativos a este punto son numerosos. Citemos tan solo los publicados por Konetzke en su Colección de documentos para la historia de la formación social de Hispanoamérica, 1493-1810, Madrid, 6 vols.; vol. 1, p. 257, documento núm. 168; vol. 1, pp. 268-270, documento núm. 180; vol. 1. Pp. 271-272., documento núm. 181. Guillermo Lohmann Villena, Los ministros de la Audiencia de Lima en el reinado de los Borbones (1700-1821), Sevilla, 1974, pp. 59-67.

(14) Fray Bernardino de Sahagún, op. cit., libro X, p. 579. El religioso prosigue: “los que en ella nacen, muy al propio de los indios, en el aspecto parecen españoles y en las condiciones no lo son; los que son naturales españoles, si no tienen mucho aviso, a pocos años andados de su llegada a esta tierra, se hacen otros… y esto pienso que lo hace el clima o constelaciones de esta tierra…” Joaquín García Icazbalceta, Cartas de Nueva España, 1539-1594, México, Editorial Chávez Chávez Hayhoe, 1941, p. 173.

(15) En cuanto a la representación criolla, cf. “Representación humilde en favor de sus naturales”, dirigida por “la Imperial, muy noble y muy leal ciudad de México” a la Corona (1771), en J.E. Hernández y Dávalos, Colección de Documentos para la historia de la guerra de Independencia de México de 1808 a 1821, México, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, 1985, 6 vols.; vol. I, pp.427-455. Los puntos de vista de los peninsulares se hallan sintetizados en el violento “Memorial del Real Tribunal del Consulado (1811), publicado por Carlos María de Bustamante en el Suplemento a los Tres siglos de México durante el gobierno español hasta la entrada del Ejército Trigarante, del padre Andrés Calvo, publicado en Jalapa en 1870. Las acusaciones lanzadas por los intelectuales europeos fueron resumidas por David Brading en Los orígenes del nacionalismo mexicano, México, Era, 1980, pp. 33-42.

(16) El francés Nicolás Masson de Morvillers es quien definía así a España, en un artículo de la Encyclopédie Méthodique de Panckoucke, cf. D. Brading, op. cit., p.33 y nota 35, la que refiere a Richard Herr, España y la revolución del siglo XVIII, Madrid, 1964.

(17) Para los defectos de los criollos, véase entre otros el “Memorial del Real Tribunal del Consulado”… op. cit., nota 15, passim. Alejandro de Humboldt, Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, México, Porrúa, 1966, capítulo VII, p. 95. José Joaquín Fernández de Lizardi, El pensador mexicano, México, Condumex, 1987, vo. IV, pp. 44-49. Joseph Joaquín Granados y Gálvez, Tardes americanas: gobierno gentil y católico; breve y particular noticia de toda la historia indiana, México, Condumex, 1984, tarde XV, p. 397. Pedro de Fonte, AGI, México, 1985, citado por D. Brading, en Mineros y comerciantes en el México borbónico (1763-1810), México, FCE, 1975, p. 285.

(18) Fray Agustín de Vetancurt, op. cit., en Tratado de la ciudad de México, p. 3 Juan, López de Cancelada, Telégrafo americano, Cádiz, imprenta de Quintana, 1811, p. 248. Lucas Alamán, Historia de México, México, Jus, 1968, I, p. 17. É, mismo, criollo, dice de sus semejantes: “sea por efecto de esta viciosa educación, sea por influjo del clima que inclina al abandono y a la molicie, eran los criollos generalmente desidiosos y descuidados: de ingenio agudo, pero al que pocas veces acompañaba el juicio y la reflexión; prontos para emprender y poco prevenidos en los medios de ejecutar; entregándose con ardor a lo presente y atendiendo poco a lo venidero; pródigos en la buena fortuna y pacientes y sufridos en la adversa”.

(19) Instrucciones que los virreyes de la Nueva España dejaron a sus sucesores, México, Biblioteca Histórica de la Iberia, 1973, tomos XIII-XIV. La cita viene del tomo XIII, p. 17.

(20) La condesa Kolonitz, dama de honor de la emperatriz Carlota, habla de los niños en estos términos: La inteligencia en ellos se desenvuelve tan precozmente que algunos de dos o tres años parecen niños prodigiosos; pero más tarde se estancan y no progresan más”, en Un viaje a México en 1864, México, Cultura/SEP, 1984, p. 105. Fray Pedro de Fonte, cf. Nota 17, declaraba por su lado unos doscientos años antes:”Como su educación es en la opulencia y molicie, miran con fastidio las ocupaciones serias y caen pronto en una lánguida inercia que al mismo tiempo los sepulta en los vicios y miseria”.

(21) Carlos María de Bustamante, Cuadro histórico de la Revolución Mexicana, México, FCE/Instituto de Cultura Helénico, 1985.

(22) Madame Calderón de la Barca, La vida en México durante una residencia de dos años en el país, México, Porrúa, 1984, pp. 68, 69 y 74.

(23) Fray Juan de la Puente, en Juan José Eguiara y Eguren, Prólogos a la Biblioteca Mexicana, México, 1944, citado por D. Brading, Los orígenes del nacionalismo, po. Cit., p. 219, nota 150.

(24) Juan de Palafox y Mendoza, De la naturaleza del indio, pp. 631-663, en Genaro García, Documentos inéditos o muy raros para la historia de México, México, Porrúa, núm. 58, 1974.

(25) Acerca del guadalupanismo y el despertar de los entimientos patrióticos, cf., D. Brading, Los orígenes… op, cit., y Serge Gruzinski, op. cit., el capítulo IV, dedicado a la imagen barroca. José María Luis Mora, México y sus revoluciones, México, Porrúa, 1977, tomo III, p. 17. Luis Villoro, El proceso ideológico de la revolución de Independencia, México, UNAM, 1983, pp. 84-85.

(26) Fray Juan de la Puente. Op. cit., cf. nota 23. Lucas Alamán, Historia de México, op. cit., vol. 1, p. 17.

(27) Robertson, History of America, Londres, 1799, 3 vols.; la cota se encuentra en el vol. III, pp. 277-278, y es proporcionada por Brading, Los orígenes… op. Cit., p. 302.

(28) “Memorial del Real Tribunal del Consulado…”, op. cit., en suplemento a Tres siglos de México…, op. cit., p. 302.

(29) José Joaquín Fernández de Lizardi, El pensador mexicano, op. cit.,  y La quijotita y su prima, en, Obras completas, México, UNAM, 1980. Cf. También El periquillo sarniento, México, editores unidos, 1987.

(30) “Memorial del Real Tribunal del Consulado…”, op. cit., nota núm. 28 y pp. 304-307.

(31) Para la actividad inquisitorial, véase Solange Alberro, Inquisición y sociedad en México, 1571-1700, México, FCE, 1988.

 

 LOS HOMBRES Y LAS CIRCUNSTANCIAS

 

Veamos ahora las condiciones objetivas en las cuales se produjo la aculturación de los españoles en México durante el periodo colonial. Recordemos antes que su debilidad numérica fue constante, a pesar de su crecimiento regular, puesto que los entonces llamados españoles –peninsulares y criollos-, que representaban una ínfima minoría -0.5% de la población to9tal del país en 1570-, llegaban a 10% hacia mediados del siglo XVII para alcanzar 20% a finales del siglo siguiente. Su presencia era muy variable: relativamente numerosos aunque ampliamente minoritarios en las ciudades del altiplano, en particular Puebla y México, lo seguían siendo aún en las regiones agrícolas que abastecían los centros vitales del virreinato –como el valle de Puebla y la zona del Bajío-, volviéndose pronto escasos a unos 250 km de la capital y excepcionales en las costas y en los confines del Norte y de la América Central. Sólo las ciudades, cuando las había, o los poblados, contaban entonces con algunos “vecinos” españoles y el mapa de la dispersión de los comisarios inquisitoriales, que podían encontrarse exclusivamente en poblaciones de al menos 300 vecinos, o sea unos 1500 a 1800 moradores españoles, resulta un índice válido de la presencia europea. (1)

            Por otra parte, algunos lugares aparecen como favorables. Este es el caso de las regiones indígenas alejadas del centro y desprovista de una buena cobertura institucional, en las que la población española era casi insignificante numéricamente hablando: así, por ejemplo, los curas, pequeños funcionarios, encomenderos y luego hacendados, los mineros que a menudo vivían sin familia allá donde sus funciones o intereses los arraigaban, en medio de los indígenas. Cabe añadirles una categoría social difícil de percibir aunque común en la época colonial y seguramente activa como agente y objeto aculturador, aquella de los itinerantes: vagabundos de toda calaña, soldados, frailes que colgaron el hábito, buhoneros, mercaderes, aventureros, etc. Todos ellos estaban particularmente expuestos a la erosión aculturadora y a las influencias exógenas.

            En efecto, para asegurar el dinamismo e incluso la sobrevivencia de una cultura, es preciso que ésta sea de cierto número de individuos que constituyen una masa crítica, lo que asegura a su vez las condiciones necesarias del proceso. Ahora bien, unos españoles que permanecían aislados durante largos periodos en un medio humano distinto del suyo originalmente, ya no se hallaban respaldados por dicha masa, pudiendo por tanto perder hasta la necesidad social y psicológica de mantener su estado. Pensemos al respecto en los usos y costumbres sociales de los colonos europeos de África y Asia en el siglo XIX, en las colonias extranjeras que hoy en día residen  en un país que no es el suyo: los vemos a menudo apegados a ritos y formas sociales que ya son obsoletos en su patria, o que al menos subsisten en ella bajo modalidades simplificadas, aligeradas. Porque la hora del té en las Indias o el traje de etiqueta para una recepción en las antípodas se vuelve a la vez el símbolo y la garantía de una identidad y de una condición confusamente percibida como frágil y amenazada por un contexto insidiosamente corrosivo. La mayoría de los diarios de viajeros y de los apuntes tomados por los extranjeros al verse lejos de su país atestiguan esta situación, llegando algunos autores a percatarse del impacto producido por estas circunstancias sobre su propia evolución. (2) Si comunidades enteras experimentan la necesidad de reforzar los rituales sociales con el fin de preservar su integridad, con mayor facilidad y rapidez los individuos aislados son presa de fenómenos aculturadores y, más adelante, sincréticos.

            Por otra parte, algunas regiones del altiplano, como el valle de Puebla y el Bajío, infiltradas muy pronto por los labriegos españoles aunque esencialmente indígenas, resultaron ser los crisoles en los que se enfrentaron y luego se intercambiaron y elaboraron actitudes y modos de vivir que tendieron a generalizarse en el transcurso de los tres siglos de la colonia. En efecto, si la dominación española fue un hecho globalmente indiscutible, no se manifestó siempre bajo las mismas formas ni con la misma intensidad en todas partes y épocas.

            Hacia mediados del siglo XVI, por ejemplo, en la fértil comarca poblana, subsistía una aristocracia indígena muy antigua y poderosa, a la que venían a sumarse individuos que “siendo plebeyos de sus nacimientos, se hacen ilustres en sus pueblos, como son los que se crían en los monasterios y los jueces, alcaldes y regidores”. Así las cosas, no es extraño encontrar:

            Entre los indios  los hijos de españoles y españolas, mochachos, sirviendo a los caciques o gobernadores e principales de pajes y en otros servicios… el gobernador que es de Guaxocingo tiene por paje y trae consigo en su servicio públicamente a un mochacho español de edad hasta ocho años, el cual le trae los guantes y la escobilla de limpiar, trayendo el indio vestida una manta de la tierra, cosa cierta bien superflua y escusada traer el indio guantes y escubilla y paje español. (3)

            Por otra parte, los caciques encargados del repartimiento de trabajadores indígenas para los españoles y los que alquilaban tierras a estos últimos establecían con ellos relaciones que no podemos dejar de llamar de poder. Así, los indios de Huejotzingo

            Arriendan tierras a algunos españoles, y debajo de muchas condiciones que les ponen en los tales arrendamientos, que han de guardar y cumplir los tales arrendadores, y algunas de ellas son de mal sonido, como son que han de venir a sus llamamientos y cumplir sus mandamientos.

            El testigo escandalizado llega a pintar escenas curiosas en las que por ejemplo

            El pobre español está delante del tal indio que reparte los jornaleros, llamándole por muchas veces señor y vuestra merced, destocado y con el bonete en la mano y adorándole porque se los dé; y al fin, no tan solamente no se los da, pero ni aun le quita el tal indio al español su bonete o sombrero y niy se va y lo deja para ruin, y se va riendo y haciendo burla dél… (4)

            Se entiende por tanto cómo estas circunstancias particulares, y sin lugar a duda bastante excepcional, pudieron modificar el contexto y los mecanismos de la aculturación, tanto para el español como para el indígena, puesto que a veces ya no se sabe con certeza quién domina a quién… En consecuencia, al no encontrarse en una relación colonial tradicional las culturas enfrentadas, se puede suponer que las presiones y los intercambios que se derivaron de ellas variaron sensiblemente allí donde y cuando semejantes situaciones se dieron: a grandes rasgos, en las regiones agrícolas cercanas a los centros urbanos, durante el periodo en que los españoles fueron muy minoritarios entre una población indígena aun fuertemente controlada por sus señores tradicionales, los caciques.

            La ciudad aparece asimismo como una matriz fecunda de intercambios recíprocos en todo sentido y género. Al resultar pronto engañosa la separación de las repúblicas de indios y españoles y al ser teóricamente reconocida la libertad de movimientos de todos los súbditos –con excepción de los esclavos-, los indígenas no tardaron, por motivos muy diversos, en abandonar sus comunidades, especie de refugio protector aunque asfixiante para algunos de ellos. Llegaron entonces a las ciudades, atraídos por el anonimato que les confería la inmunidad, por la libertad que también era imán de españoles, a veces por la posibilidad de comer carne en relativa abundancia y también por la certeza o la esperanza de mejorar su suerte. La casa urbana española, tal vez más que la calle, fue el marco que favoreció los intercambios y contactos, según lo descubrieron los curas de la ciudad de México un tanto azorados, al hacer la relación que se les pidió acerca de la situación imperante en sus parroquias poco después del gran motín de 1692. Fueron varios los que denunciaron a los indígenas que en ellas se establecieron: “viven en los corrales, desvanes, patios, pajares y solares de españoles…”, escondiéndose en “sótanos y escondrijos”: no solo escapan al control de sus autoridades y curas al confundirse por la lengua, el traje y los modales con las castas sino también “contaminan los ánimos de muchos españoles, mestizos, mulatos y otras especies de gente vil”. Los españoles eran responsables de esta situación porque alquilaban estos lugares a los indígenas, con quienes tejían toda clase de relaciones, como son el compadrazgo y las que se derivan del clientelismo, las actividades profesionales, etc. (5)

            Además, estos españoles tan poco numerosos, dispersos en un territorio inmenso mal comunicado, rodeados o infiltrados por una población indígena siempre abrumadora, distaban mucho de ser homogéneos. Si bien la mayoría de los emigrados provenía asl principio de las provincias del sur de la península –particularmente de Andalucía y Extremadura-, los castellanos, vascos y demás cantábricos, los portugueses y los súbditos del reino de Aragón manifestaron pronto su presencia en el virreinato. De ahí una nueva dificultad para nosotros: aunque conocemos, según suele suceder en historia, la cultura media de las élites, sobre todo a través de los modelos y arquetipos que se desprenden de la imagen que sus intelectuales proyectan de ella, no sabemos prácticamente nada de la cultura popular en general en el periodo clásico ni de las culturas hispánicas que siguen siendo hoy tan diversas. Ahora bien, una reflexión elemental nos obliga a admitir una diferencia no sólo entre la memoria colectiva, las representaciones, las costumbres y sensibilidad de un hidalgo y de un don nadie, sino también entre las de un andaluz de la región de Granada por ejemplo (el que, con unos cincuenta años en 1530, habría forzosamente conocido de manera directa la cultura y la sociedad musulmana), y las de un individuo de la Montaña de Santander que no habría abandonado su terruño más que para venirse a las Indias. Por lo tanto, resulta imposible saber sobre qué fondos culturales precisos se irían ejerciendo las influencias exógenas en el medio americano..

            Lo mismo se produce en lo que se refiere a esta humanidad multifacética que llamamos por comodidad y pereza, “los indios”. Porque volvemos a encontrar los mismos niveles y diferencias entre la élite –nobles y principales, notables de viejo y nuevo cuño- y los del común, los macehuales. Y lo que sabemos de la cultura indígena solo atañe de hecho al primer grupo, llegando a nuestro conocimiento además a través de los filtros impuestos por la condición de occidental, de dominante, y a menudo, de eclesiástico, de la persona animada por algún propósito específico, que recogió y consignó la información relativa a este sector.

            Además, olvidamos a menudo que los indígenas eran tan múltiples y diversos como nuestros españoles, porque quedamos excesivamente dependientes de fuentes que privilegian al mundo mexica y finalmente también demasiado marcados por la permanencia de cierto imperialismo azteca. Éste, en el México contemporáneo, sigue perpetuando y difundiendo la sombra pesada de los antiguos amos, que los intelectuales criollos del siglo XVIII y de la Independencia impusieron más tarde a la nación en ciernes como matriz de identidad. En consecuencia, es preciso recordar la gran división que existía entre los sedentarios del centro y del Sur del país, y los nómadas y seminómadas del Norte, quienes hasta los albores de la época moderna amenazaban aún las puertas de la capital, la variedad de las culturas autóctonas todavía hoy en día, para disipar nuevamente la ilusión de un indígena único y homogéneo, monolíticamente mexica.

             El historiador debe enfrentarse con la evidencia: ignora casi todo de las culturas iniciales a partir de las cuales se desencadenó el proceso aculturador y no dispone más que de los conocimientos parciales y limitados relativos, por una parte, a las élites y, por otra, al grupo políticamente dominante de las comunidades en contacto: los mexicas y los castellanos, quedando los demás prácticamente excluidos.

            Más aún, cada una de las culturas sigue evolucionando en tierra americana, elaborando respuestas ante los desafíos que surgen del nuevo contexto. Esto significa que el proceso aculturador tanto del lado indígena como español se ve obligado a integrar paulatinamente elementos que ya no son totalmente indígenas ni tampoco europeos sino el producto de un sincretismo anterior.

            Asimismo, no se puede reducir la influencia aculturadora ejercida sobre los españoles a la que emana exclusivamente de los grupos indígenas iniciales, aquellos que se enfrentaron con los conquistadores y primeros colonizadores. En efecto, la irrupción de los europeos en el medio americano se tradujo, como se sabe, en un trastorno de los equilibrios existentes, en particular por la puesta en contacto de ciertas comunidades y sectores indígenas. Pensamos desde luego en la esclavitud de los principios, que se limitó más tarde a las regiones periféricas –el norte de las naciones bravas y nómadas, el sur selvático de los cazadores y recolectores-, en los repartimientos ligados con la encomienda, las primeras empresas mineras, las construcciones monásticas y toda clase de trabajo forzado, pero también en los desplazamientos más o menos voluntarios que realizaron muy pronto los indígenas: tlaxcaltecas y gente de la antigua confederación mexica que acompañaron a los españoles en sus guerras de conquista hacia el Norte y el Sur, estableciendo hasta el sur de los actuales Estados Unidos colonias destinadas a atraer y luego arraigar a los nómadas, paulatinamente convertidos de esta manera en agricultores sedentarios y cristianos; en los trabajadores aislados, cada vez más numerosos, que abandonaron sus comunidades para acceder, sobre todo en las ciudades y las minas, al estado nuevo de hombres libres y solitarios. (6) Todos estos indígenas, grupos familiares, calpullis enteros o individuos solos, llevaron a veces muy lejos unas influencias y sensibilidades que habían nacido en contextos distintos, originando conjuntos culturales o elementos de conjuntos a su vez distintos de los que, por las mismas fechas, surgían en su comunidades originales y que no tardaron en entrar en contacto con aquellos desarrollados por su lado por los sectores europeos.

            Falta aún considerar el impacto eventual, más difícil de evaluar, de algunos grupos como los africanos o los asiáticos. Brutalmente desestructurados y aculturados por el destierro y la esclavitud bajo todas sus formas, coexistían individualmente con los españoles precisamente allí donde las influencias se volvían más poderosamente insidiosas: la ciudad, la comunidad familiar, con sus complejas funciones económicas y legales, pero también afectivas y sexuales.

            Finalmente, sería preciso reconocer, esta vez sin esperanza de puntualizar nunca sus efectos, la influencia del medio natural americano con sus dimensiones, climas y paisajes, la relación espacio-temporal que implica, y más aún sin duda, las consecuencias que se derivan del simple hecho de abandonar la comunidad y cultura originales para enfrentarse con las novedades y los desafíos que surgían a cada paso. Porque el desarraigo inicial y la sobrevivencia en América implican necesariamente actitudes mentales y disposiciones particulares, que no podían dejar de modificar la identidad profunda del emigrado, haciéndolo desde un principio y sin que lo supiera, distinto de lo que era anteriormente y de lo que habría sido si no hubiese pasado el océano en pos de un futuro más risueño.

Las trampas de lo cotidiano

Es bien sabido que los elementos de la cultura técnica son los primeros en ser tomados por un grupo heterogéneo. Éste fue el caso de la única acolchonada, el ichcahuipilli, españolizado en “escaupil”, utilizado por los indígenas, y que encontramos casi bajo la misma forma en China y Mongolia, por su capacidad de resistir eficazmente el impacto de las flechas. Los conquistadores de México lo usaron de inmediato y Pizarro llevaba puesta una en la batalla de Cajamarca en 1532. (7) También un jabón indígena, “el amale… sirve así a los españoles como a los naturales”, según la relación de Miaguatlán de 1580. (8) Por otra parte, el religioso Fray Tomás de la Torre menciona con agrado el uso que hizo de la hamaca durante el viaje que lo llevó, en los años 1544-1545, desde las costas del golfo hasta las tierras altas de Chiapas:

            Es cosa bien apacible ir allí, aunque algunos se marean, y en éstas duermen comúnmente los indios, los hombres digo. Éstas usan ellos para llevar a sus señores y principales y a los enfermos, y en éstas andan ahora las mujeres de Castilla que van en caminos, y aun los españoles se hacen llevar en éstas cuando es mal camino por donde no pueden ir a caballo. (9)

            En estos tres casos, que distan mucho de ser únicos y que mencionamos porque son, contemporáneos del incipiente proceso aculturativo, vemos a los españoles integrar nuevas técnicas que vienen a añadirse a las que ya conocían o que las sustituyen, cuando resultan mejor adaptadas al medio o de un acceso más fácil. Por ello, no parecen inducir modificaciones en los recién llegados en un nivel estructural ni tampoco en el de las representaciones, aunque la prudencia imponga cierta reserva: en efecto, una técnica de transporte como la de la hamaca debía forzosamente integrarse en un contexto socioeconómico directamente marcado por el sello de la dominación colonial, situación nueva en relación con las que privaban en Europa y es probable por tanto que implicase a su vez comportamientos y actitudes distintas.

            Aunque el ámbito de la alimentación sea tradicionalmente uno delos que mayor resistencia ofrece a la erosión alculturadora, los españoles aceptaron muy pronto las frutas y verduras de las nuevas tierras. Nos abstendremos aquí de hacer, una vez más, una enumeración d ellas, con la sola excepción de la piña isleña, que tuvo la fortuna de seducir a Fernando el Católico al punto de preferirla a cualquier otra fruta. (10) Pero si la mayoría de los vegetales tuvo rápidamente una buena aceptación, algunos españoles llegaron a comer manjares que parecían extraños al británico Thomas Gage, cuyo consumo no puede de ninguna manera justificarse aduciendo alguna situación de emergencia: caso éste de los erizos, a los que los españoles se hallaban tan aficionados que una disputa teológica debió determinar si los podían comer durante la Cuaresma, o también el de las tortugas de tierra y de agua. (11) Tales alimentos infundían a veces repulsión: alrededor de 1543, un testigo vio que cierto español “come con los indios en el suelo como indio… comía quelites e otros manjares de indios e gusanillos que se dicen chochilocuyli…” Con ello se merecía el desprecio de los indígenas y de los españoles, cuyas costumbres alimentarias ya muy flexibles infringía al rebasar obviamente los límites señalados por el asco. (12)

            Resultaría interesante saber en qué estructura culinaria fueron integrados estos nuevos alimentos. Sin embargo, dado que los investigadores han dedicado su atención exclusivamente a la naturaleza y al número de productos intercambiados por las dos tradiciones en contacto, nada sabemos a cerca de las técnicas de preparación y aderezo de los alimentos en los inicios del periodo colonial, excepto que antes de la llegada de los europeos, los indígenas del altiplano solían hervir o asar lo que fueran a consumir y que los españoles, aparte de estos procedimientos, rostizaban y freían.

            Ignoramos asimismo todo lo relacionado con los códigos que regían las compatibilidades de los alimentos y sustancias en cada una de las cocinas en contacto, no pudiendo por tanto apreciar debidamente los cambios que afectaron eventualmente las preparaciones, su presentación y combinaciones sincréticas. Bástenos señalar la frecuencia del binomio constituido por lo dulce/salado en la cocina mexicana mestiza, la presencia rápida y generalizada de lo dulce/picante, aunque este último elemento no sea ajeno a cierta tradición hispánica, y el triunfo final de los dulce/salado/picante, con el mole nacional que se remonta al siglo XVIII.

            Sin embargo, podemos suponer que durante los primeros 15 o 20 años que siguieron a la Conquista, la ausencia de mujeres españolas provocó la entrada masiva de las indígenas en las cocinas de la mayoría de los conquistadores y, por consiguiente, la inevitable introducción de sus prácticas alrededor de las cuales no tardarían en conjugarse los productos alimenticios de distintos orígenes. Durante el famoso banquete ofrecido en México por Cortes en 1539, se sirvió, en medio de una profusión extraordinaria de manjares de toda índole, cacao y guajolotes, productos americanos. Así, cabría pensar primero en una incipiente cocina mestiza de estructuras probablemente indígenas. Más adelante, la llegada de mujeres peninsulares, en número siempre limitado, no debió modificar sensiblemente esta situación: al convertirse por principio en “señoras”, una vez llegadas a tierra americana, bien se cuidaron –ellas y sus descendientes criollas- de aparecer en la cocina, en donde ejercieron su imperio indiscutido la india, la negra, la mulata y la mestiza, rodeadas de los metates y molcajetes de piedra volcánica que habían vencido a los morteros metálicos legados por la madre patria y, sobre todo,, de las ollas y cacharros de todo tamaño y forma. Éstos, en pleno siglo XIX, sorprendían aún a los viajeros extranjeros que buscaban en su derredor los utensilios de metal entonces usados en las cocinas occidentales. (13)

            El libro de cocina, el “recetario”, con lo que implica de racionalización y fijación de determinadas prácticas culinarias para el uso de un sector social privilegiado, vio la luz a finales del siglo XVII, al menos en los conventos femeninos. Las recetas del siglo que sigue muestran ya la extensión de una cocina mestiza, tanto por los ingredientes utilizados como por las operaciones necesarias para su combinación y el resultado finalmente logrado. (14)

            Un ejemplo, entre otros, de la rapidez de esta integración en un nivel individual: Francisco Botello, nacido hacia 1594 en Andalucía, descendiente de portugueses y españoles, fue ventero en un pueblo vecino de la capital, Tacubaya, alrededor de 1650. Judaizante sincero aunque clandestino, fue encarcelado por la Inquisición; desde su calabozo, pidió que se le diera de comer: “calabacitas guisadas, camotes con miel…, champurrado.., carnero en achiote y vinagre…, tamales, quelites… tunas… zapotes”, entre otras cosas. La presencia de estos productos –frutas y legumbres- y preparaciones –champurrado, guisados, tamales, etc-, ya marcados por un proceso sincrético, en la dieta de un individuo nacido en España y miembro de una comunidad religiosa particularmente celosa de respetar normas rígidas al respecto. (15)

            Estas consideraciones nos llevan a expresar el deseo de que un estudio de este tipo seas emprendido, para seguir paso a paso la historia de la cocina mestiza mexicana, en la perspectiva de una sociología colonial. En una primera etapa, sería necesario distinguir las regiones –pensemos en lo suntuosos guisos lentamente cocinados de Yucatán, de Oaxaca y Puebla, oponiéndose a los asados norteños-, pero también los sectores, contextos y situaciones sociales puesto que un español de la colonia que acaso comía a diario los quelites campiranos y las humildes tunas sólo habría agasajado a un visitante con manjares tradicionales de la península, por acreditar sólo ellos su status e imagen social. Habría que pensar  asimismo en el impacto de otras influencias tales como las orientales y las de algunos países americanos, como el Perú, otro gran centro de cultura culinaria sincrética, y la zona caribeña, al manifestarse más tardíamente, según sabemos, aquéllas ejercidas por Europa occidental y Estados Unidos. Haría falta sobre todo rebasar el enunciado y la mera descripción de los productos utilizados, para analizar ahora su referente cultural en su contexto original, junto con el que adquieren en el complejo naciente, su preparación, la manera como se combinan en el nuevo proceso, la aparición eventual de otros códigos, la presentación, el lugar ocupado por el guiso en la secuencia de la comida o de la operación alimentaria, las modas, la función simbólica, etc. Este enfoque implica naturalmente una concepción del sincretismo como proceso dinámico e incluso dialéctico muy distinto de la operación aritmética –suma o resta de productos- que demasiadas veces ocupa su lugar cuando de estudiar la cocina colonial se trata.

            El chocolate nos da un primer ejemplo de esta compleja situación. Antes de la llegada de los españoles, era, independientemente de la función monetaria otorgada al cacao, una bebida compuesta con almendras del mismo y granos de maíz molido que se bebía al final de los banquetes y se ofrecía a los dioses y a los difuntos en determinadas ceremonias. También solían llevarla los soldados cuando marchaban a la guerra porque conocían sus poderosos efectos energéticos, que algunos juzgaban afrodisiacos o embriagantes, por lo cual su consumo se reservaba exclusivamente a los varones. Se reparaba mucho en su presentación, especialmente en que tuviera espuma abundante, la que era producida por medio de un instrumento giratorio que obligaba a que la sorbieran lentamente. La bebida era aromatizada con distintos ingredientes y algunas semillas o sustancias que se le añadían le proporcionaban colores variados. (16) Los españoles se aficionaron enseguida al chocolate, y Bernal Díaz cuenta que Cortés y sus hombres lo recibieron de los indios en Cempoala, juzgando “que es la mejor cosa que entre ellos beben”. (17) Rápidamente, su consumo se extendió en la nueva sociedad aunque sufriendo e induciendo modificaciones sensibles.

            En efecto, perdió totalmente sus funciones rituales, se volvió más escaso y por tanto más costoso, en la medida en que dejó de ser objeto de tributo; los únicos en tomarlo fueron los recién llegados y los antiguos nobles, quienes vieron en su consumo un modo de diferenciarse del pueblo llano, para el que tal producto ya era inaccesible. También cambió su presentación y, aparte del azúcar que se le añadió a finales del siglo XVI, las distintas recetas introdujeron chile, vainilla, canela, almendras, bizcocho, mientras el color era el de la bebida en su estado natural, el café rojizo que conocemos. Lo que era antaño una bebida ritual y ceremonial se convirtió en alimento, remedio y golosina.

            La manera como se tomó concuerda con sus distintas funciones: solitariamente, en una jícara, un tecomate o un pocillo cuando era alimento tónico, consolador o medicinal; también podía ser golosina disfrazada de necesidad, la que saboreada en tazas especiales, las mancerinas, a menudo de plata, puestas de moda por el virrey Mancera, y acompañada de dulces y pasteles, reunía  a los dos sexos y a la flor y nata de la sociedad civil y religiosa de la colonia.

            Ya lo vemos, el cacaotl permaneció con su aromática espuma, pero cambiaron su función y el contexto en que fue consumido en adelante: ya no fueron indígenas ni tampoco españoles –al no existir nada que se pudiese comparar en la Península Ibérica antes de su introducción- sino únicamente criollos. Esta cultura colonial del chocolate, con sus teóricos, sus ideólogos, sus partidarios y sus detractores pronto llegaría a Europa occidental, en donde se convirtió en una moda furiosa, encontrando allí poco a poco su forma actual, en el contexto de un consumo masivo y una economía planetaria. (18)

            El tabaco sufrió una evolución semejante. De origen antillano, lo conocían los mexicas bajo el término de yetl y se integraba en el complejo cultural tenex yetl. Considerado como dotado de propiedades profilácticas contra las manifestaciones del mal, fuese de origen humano o divino, se le atribuían en toda América numerosos efectos sobrenaturales, por lo que los españoles lo llamaron la “hierba divina” cuando lo descubrieron en las islas. En el México prehispánico se usaba como fines rituales, profilácticos y curativos; al se mascado junto con cal, sus efectos eran sensiblemente los mismos que los de la coca peruana, mientras su humo, inspirado y expirado, tenía supuestamente propiedades específicas. Los curanderos indígenas coloniales siguieron observando estas prácticas, las que en la actualidad no han desaparecido del todo.

            Ahora bien, los españoles se apoderaron del tabaco como lo habían hecho con el chocolate. El padre Ajofrín se extrañaba en pleno siglo XVIII al descubrir su amplio consumo:

            “lo fuman todos, hombres y mujeres; hasta las señoritas más delicadas y melindrosas; y éstas se encuentran en la calle, a pie y en coche, con manto de puntas y tomando su cigarro… En las visitas de las señoras, pasan varias veces una bandeja de plata con cigarros y un braserito (y los he visto muy pulidos), de plata o de oro, con lumbre…” (19)

            En los casos del chocolate y del tabaco, asistimos a una desacralización del producto cuyas propiedades reconocidas ya no son vistas como la señal de una elección para constituir el puente entre la sociedad de los hombres y la de los dioses, sino como cualidades objetivas susceptibles de ser utilizadas en el contexto occidental de la terapéutica, la profilaxia y el consumo profano en general. En la edad clásica se consideró que el chocolate y el tabaco, con sus propiedades estimulantes, revitalizadoras o narcóticas, prevenían y sanaban toda clase de enfermedades. Esta desacralización del producto llevo a una laicización de su uso, la que se tradujo en su banalización y extensión. Este proceso desembocó finalmente en su integración dentro de un complejo comercial que abarcó a América y, pronto, Europa y el mundo entero, sobre todo en lo que se refiere al tabaco. En el ámbito español, cambió el contexto en el que tales productos fueron utilizados, si bien los indígenas mantuvieron una cultura específica alrededor del tabaco.  Cabe apreciar cierta revancha irónica en el hecho de que, antiguamente reservados a los hombres, el chocolate y el tabaco se convirtieron durante la colonia en aficiones esencialmente mujeriles –y eclesiásticas en cuanto toca al primero-, en el contexto de una sociabilidad del todo colonial por el lujo ostentoso y el clima afectivo que la caracteriza.

            Esta caída simbólica –la desacralización mencionada- que acompaña necesariamente a la inmensa consagración profana del chocolate y del tabaco, sólo fue posible porque tales productos eran considerados únicamente como intermediarios entre el mundo de los dioses y el de los hombres, y no como entidades sobrenaturales en sí. Por esta razón, los españoles lograron dominarlos e integrarlos en nuevos complejos culturales que atestiguan un proceso sincrético.

            El pulque, cuyo consumo era estrictamente reglamentado por los mexicas, también fue adoptado por los españoles, y la condesa Kolonitz nota allá por el año 1860 que “nunca falta el pulque en la mesa de los ricos”, consagrando de esta manera su universalismo. (20) Los europeos no se conformaron con consumirlo sino que muy rápidamente rivalizaron con los indígenas en producirlo, según vemos con un tal Sebastián González, español, quien se dedicaba a la producción de pulque en San Miguel Atlamajac, en la región noreste del valle de México. (21)

            La bebida era tomada en la intimidad hogareña, junto con otros manjares de origen indígena o, más a menudo, su consumo se efectuaba en las pulquerías, acerca de las cuales la información suele ser negativa, en la medida en que emana de autoridades o de censores alertados por los excesos que en ellas se cometían regularmente. Sin embargo, la pulquería resultó ser un lugar privilegiado de sociabilidad y un laboratorio permanente de sincretismo, ya que en aquellas “fuentes de vicios y delitos”, frecuentemente contiguas a los temazcales, cuya fama era igualmente detestable, se producían todos los encuentros posibles entre grupos étnicos, condiciones sociales, edades y sexos, en una promiscuidad que propiciaban el juego y el alcohol. (22) Una sociología de las clases subalternas, en las que sería preciso integrar, pese a las reticencias y los prejuicios de toda índole, a aquellos humildes españoles criollos y peninsulares “vulgarizados por el ocio y la pobreza” y que sabemos tan numerosos a partir del siglo XVI y sobre todo más adelante, podría revelar las modalidades precisas de la integración de este sector al conjunto cultural que constituye el pulque en la época colonial. (23)

            Al contrario de lo que aconteció con el chocolate y el tabaco, de los que se apoderaron los españoles para integrarlos en complejos dominados por ellos, el pulque siguió perteneciendo a los indígenas y a las castas, que desarrollaron a su alrededor una nueva cultura, marcada por el sello de la pobreza, la marginación y la huida. Los españoles se mantuvieron a la vez fieles a sus bebidas tradicionales, en particular el vino, cargadas de implicaciones simbólicas y culturales notables, adoptando en forma paralela el pulque junto con su sociabilidad. En este último encontraron lo que sus brebajes específicamente europeos –más costosos y por tanto más escasos y además de mala calidad a causa de la larga travesía- ya no podían proporcionarles en América: la embriaguez barata, la promiscuidad consoladora y fuente de sobrevivencia.

            Si bien tuvieron la iniciativa y el control de los complejos del chocolate y del tabaco, productos nuevos para ellos, que no venían a desplazar a ningún equivalente europeo, añadieron a su propia cultura alcohólica aquella de los indígenas y del pueblo llano en general, compartiendo igualmente sus premisas y consecuencias, en un ejemplo sin duda excepcional de préstamo y comunión en un proceso sincrético cuya rectoría no ejercieron.

            Pero de los préstamos materiales considerados generalmente como menores, el maíz y sus derivados, más que todo, la tortilla, parecen haber tenido las implicaciones más profundas entre los españoles. Porque los cereales, madre de pueblos, se hallan en el corazón der sistemas antropológicos.

            El trigo, por ejemplo, supone una organización compleja del espacio y del tiempo puesto que una cosecha debe ser programada con un año de anticipación, por la rotación de los cultivos y el calendario agrícola de las distintas operaciones que requiere. Sus débiles rendimientos –cinco granos cosechados por uno sembrado, en una situación óptima en la época que nos interesa- estimulan la innovación, el mejoramiento y el esfuerzo, mientras tareas como el arar y abonar, la siega y la trilla hacen imprescindibles la organización comunitaria y familiar junto con la planificación y, por tanto, la previsión. En este sentido, el cultivo del trigo bien puede aparecer como el preludio a las austeras virtudes occidentales, luego completadas y generalizadas en el siglo XIX por la disciplina industrial.

            En cambio, el maíz se presenta como un don divino. Sus rendimientos propiamente fabulosos, apenas inferiores a los del arroz –por un grano sembrado en una zona seca del México colonial se podían cosechar entre 70 y 80-, alejan prácticamente el riesgo de hambruna, a no ser que una catástrofe –sequía, lluvias excesivas, granizo y heladas- lleguen a comprometer la cosecha. La semilla madura en tres meses, el elote puede consumirse antes de llegar a madurar y la planta no requiere más que unos cincuenta días anuales de trabajo, o sea, según Fernando Márquez Miranda, “un día de cada siete u ocho, según las estaciones”. (24) De ahí una libertad excepcional para el campesino americano en relación con su semejante de los demás continentes, y sin duda cierta despreocupación, por tener asegurada su sobrevivencia sin demasiados esfuerzos. Sin duda también se deriva de esto una relación particular con el espacio, el tiempo y la organización social, muy distinta de la del campesino europeo, que se ve obligado por las contingencias naturales a prever y planear de manera bastante rígida.

            Ahora bien, como lo vimos en el caso del pulque, los españoles invadieron, en sentido literal y figurado, los terrenos de los indígenas, en particular aquellos destinados al cultivo del maíz, que pronto se encargaron de producir también en Chalco –en fechas tan tempranas como mediados del siglo XVI- y en el Bajío, donde un español se declara hacia 1614 “labrador de maíz”. (25) Poco importa que lo hayan cultivado personalmente o que hayan recurrido a trabajadores asalariados: el hecho es que algunos españoles, hasta entonces herederos de una tradición en la que las faenas agrícolas eran ampliamente ritmadas, seguidas, numerosas y parcamente remuneradas por la naturaleza, vincularon en América su fortuna con una planta que crecía rápida y fácilmente y que aseguraba a menudo beneficios importantes.

            No faltan tampoco los testimonios relativos al consumo de la tortilla por parte de los europeos. Si bien el pan de trigo no dejó de ser preferido por estar ligado al principio a la cultura original y luego a su imagen, volviéndose pronto, como sucedió con el vino, el símbolo social que sigue siendo actualmente en algunos medios populares, se apreció la tortilla con tal que estuviese recién hecha y caliente. Esta necesidad de ser consumida en el acto da cuenta de su conversión en un importante elemento aculturador.

            Comparémosla brevemente con el pan. Éste se destina siempre a una comunidad entre cuyos miembros se reparte. El tiempo entre la molienda y la obtención del producto final rebasa el plazo de un día: en efecto, debe intervenir al menos un tercero –el molinero- y la hogaza ha de ser cocida en un verdadero horno. Es un proceso que dura forzosamente varios días en la época que venimos contemplando y su repartición y distribución requieren de un mínimo de organización doméstica o comunitaria. Dichas operaciones implican una relación específica con el tiempo y el otro a través de la colectividad –familiar y pueblerina-, por la división del trabajo que se deriva de ellas. Aunque las mujeres se hayan encargado durante mucho tiempo de la fabricación del pan destinado a la familia, ésta cayó luego en su mayor parte en manos de profesionales, casi siempre varones, que buscaron racionalizar y optimizar las técnicas relativas a su producción.

            En cambio, la tortilla viene a ser el regalo renovado de cada comida, gracias al diario nixtamal y al trabajo exclusivamente femenino, personal, totalmente manual hasta fechas recientes y que abarca el proceso en su totalidad, ya que muy a menudo existe una relación individual inmediata en el plano espacial y temporal entre el consumidor y la mujer que a dos pasos de él va cociendo poco a poco sobre el comal las tortillas cuya masa preparó unas horas antes.. En este sentido, el pan implica una relación con el tiempo y la comunidad semejante a la que descubrimos en cuanto se refiere al trigo, mientras la tortilla nos mantiene en un contexto individualista en el que el tiempo fragmentado y repetido en millares de operaciones se niega a ser racionalizado y planificado en un plazo mayor.

            Más allá de estas diferencias objetivas, existe una simbólica que hace del pan un alimento frío, seco, cortado, repartido, prestigioso por su herencia cultural y religiosa, masculino por su orígenes sociohistóricos, mientras se percibe a la tortilla como caliente, entera, personal, humilde y múltiple –puesto que es soporte, envoltorio, plato, cuchara a la vez que contenido más frecuentemente que el pan –cómplice del que come y femenina, al menos por su modo de producción.

            El consumo de la tortilla, aun reducido al ámbito doméstico y desmentido en un contexto público, suscita sin lugar a duda y en un plano inconsciente una relación inmediata, personal y sensual con la comida y, por tanto, con el cuerpo y sus apetitos, la mujer, la comunidad, la naturaleza mediante la tecnología artesanal que requiere y el papel desempeñado por las manos y, finalmente, con el tiempo.

            Asumiendo el riesgo de pecar de atrevimiento, concluiremos que el complejo maíz-tortilla acompañó, indujo y mantuvo actitudes y sensibilidades próximas a las características atribuidas a los indígenas y criollos por sus observadores parciales e incluso malévolos y perspicaces de la época colonial, características perceptibles a través de acusaciones como la consabida “pereza”, “incuria”, “la sensualidad”, al no despuntar en la lista de imputaciones sino hasta más tarde la tendencia hacia el individualismo rebelde y hasta anarquizante. Se reconocerá, bajo los términos inevitablemente subjetivos utilizados por observadores condicionados por una cultura europea y una dinámica social específica, la realidad del fenómeno: la rapidez y facilidad del cultivo del maíz, su abundancia milagrosa, la relación íntima y carnal que, por medio de la tortilla, se establece entre el hombre americano, el mundo y la vida.

            Una relación semejante parece instituirse mediante la práctica del baño. Los andaluces conocían, aunque fuera de manera indirecta, la existencia de baños públicos, de los que los musulmanes hacían un amplio uso, y las sevillanas del Siglo de Oro gozaban de fama por su gracia y salero, al que contribuía poderosamente el fresco aroma que desprendían, a causa de los frecuentes baños que solían tomar. Sin embargo, tales costumbres no eran comunes entre los españoles, quienes al igual que los demás europeos de la época no volvieron a adoptar los lavatorios generosos que habían sido tan frecuentes en la Edad Media sino en fechas muy recientes, como es bien sabido. Con todo, los primeros soldados que descubrieron las costumbres indígenas en la materia reaccionaron de manera muy favorable. Bernal Díaz del Castillo describe al “gran Moctezuma” como “muy pulido y limpio, bañábase cada día una vez a la tarde”, mientras Cortés declaraba, al unísono con el primero, que el emperador cambiaba constantemente de ropa, lo cual ciertamente no sucedía con los guerreros en campaña que eran entonces los españoles. (26)

            Tan temprano como el siglo XVI, se podía encontrar en un rincón del huerto adyacente a la casa de algunos conquistadores y colonizadores de la Ciudad de México, un temazcal, aquel baño de vapor indígena cuyas reconocidas virtudes curativas eran recomendadas sobre todo para las mujeres durante el embarazo y después del parto. Sabemos por otra parte que, en el siglo XVII, el establecimiento de baños propiedad de cierto “japonés” recibía las visitas de los judaizantes capitalinos que solían cumplir allí sus abluciones rituales antes del shabbat. (27) En el siglo XVIII, los baños públicos, sobre todo los temazcales contiguos a las pulquerías, eran frecuentados por  numerosos españoles. Los censores se alarmaban ante la promiscuidad que en ellos imperaba, porque allí “concurren hombres y mujeres desnudos en cueros, de todos estados y esferas, indios, mestizos, mulatos y españoles…” Clavijero, a fuer de criollo bien dispuesto para con las costumbres de su tierra, explica el uso del temazcal cuyos méritos alaba, puntualizando que los españoles suelen mandar tender en el interior de la construcción un colchón en el que se acuestan, en lugar del simple petate utilizado para tal efecto por los indígenas. (28)

            En el siglo XIX, extranjeras como la marquesa Calderón y más tarde la condesa Kolonitz notan lo frecuente que se usa el baño; la dama de honor de la emperatriz Carlota que

            Es la hora del baño diario y por cierto, hay muchos y muy bellos baños públicos en todas las calles de la ciudad; pero cada casa particular tiene su baño propio… Con mucha frecuencia se ve a las mexicanas con la rica cabellera suelta a manera de manto casi les llega hasta los pies, pasear por la terraza de sus casas para enjugarlas. (29)

            Por tanto, asistimos a una evolución continua y confirmada por la situación actual, que desde el siglo de la Conquista hasta la época casi moderna lleva al español ignorante o desconfiado en lo que se refiere a los placeres y beneficios del baño, al criollo y al mexicano en general, para quien el ritual cotidiano implica necesariamente esta práctica o lo que la sustituye.

            La utilización del temazcal con fines curativos debió propiciar muy rápidamente su práctica entre los recién llegados, probablemente en la medida en que apreciaron de inmediato la medicina mexica, cuyas virtudes habían experimentado personalmente. Más tarde, la cohabitación con la servidumbre indígena y las frecuentes relaciones de concubinato parecen haber sido los factores que pudieron reforzar esta evolución. En efecto, es difícil imaginar que un español –incluso castellano-  hubiese quedado insensible a la influencia de una compañera o de un entorno femenino que día con día se habría entregado a copiosos lavatorios, paseando luego por toda la casa la frescura olorosa de una cabellera húmeda y unos huipiles deslumbrantes de blancura. El vástago eventualmente nacido de tales uniones o de aquellas legítimas que involucraban a una esposa española, era casi invariablemente entregado a la servidumbre indígena y/o negra o mulata, sometiéndolo a los tratos y usanzas que les eran propios, en particular a las costumbres relativas a los cuidados corporales.

            Rebasando la esfera doméstica e íntima, la integración del baño-temazcal o la sociabilidad criolla, por medio de la pulquería, nos parece completar la evolución descrita hasta ahora, confiriéndole plenamente su sentido y originalidad. Porque estos hombres y mujeres desnudos y pertenecientes a todos los estados se reúnen allí para beber, comer y bañarse. Junto con tales actividades, percibidas ante todo como placeres, uno juerga, hace y escucha música, canta, baila, discute y disputa, pelea y acaso mata, se intercambian ideas, impresiones, confidencias, informaciones, insultos o caricias, en un ámbito de libertad sin límites y de abandono que llega hasta la pérdida de la conciencia a causa de la embriaguez, tantas veces zaherida.

            Si bien el alcohol, la comida y la sexualidad también se juntaban en el burdel europeo de la época, las culturas mestiza y criolla añadieron este elemento indígena que vino a ser el baño, que limpia, tonifica, cura, apacigua y excita a la vez, preludio, continuación y final de todos los placeres. Su práctica usual correspondió por tanto a una actitud peculiar en relación con el cuerpo, sus apetitos, sus relaciones con los demás, actitud que descansa en la aceptación de las contingencias naturales, la ausencia de reserva y el abandono a una cálida sensualidad.

            El hecho de que los censores y moralistas, sobre todo los peninsulares, encontraran en ello un motivo de escándalo confirma su especificidad americana, como resultado sincrético que provino, por una parte, de una tradición indígena, y por otra de una occidental, que originándose en la Antigüedad floreció con la cultura musulmana y los baños de vapor de la Edad Media europea y apareció efectivamente como obsoleta y detestable en el viejo continente a partir del siglo XVI.

            Hemos visto que el consumo de pan y de tortilla correspondía no sólo a actitudes distintas hacia los demás y hacia uno mismo –el primero implicaba una organización comunitaria desarrollada y la segunda, una situación  mucho más individualista-, sino también una experiencia particular del tiempo: el pan era el resultado de un proceso que abarca al menos un año, mientras la tortilla remataba un proceso mucho más corto que requería tan sólo unos meses.

            Volvemos a encontrar esta misma diferencia en lo que se refiere a las bebidas propias de los indígenas y de los españoles, el pulque y el vino respectivamente. En efecto, el vino significa primero el cultivo de la vid, cuyos cuidados pacientes y esmerados hacen declarar a Pierre Chaunu que “ninguna historia es más compleja, menos vegetal y más humana que la de la vid”. (30) Una vez terminada la vendimia –tarea que tiene un carácter colectivo-, es preciso dejar fermentar el mosto durante un plazo variable que requiere por lo menos algunos meses, para luego someterlo a varias operaciones antes de que pueda ser consumido. En cambio, el pulque proviene de magueyes sin lugar a dudas cuidadosamente cultivados, su elaboración es a la vez rápida –de 36 horas a tres días como máximo, según Bartolache- y sólo requiere de operaciones elementales que consisten ante todo en añadirle ciertas sustancias, con el fin de acelerar su fermentación o de modificar el sabor del producto final. (31) Dos detalles son significativos, en la medida en que refuerzan la experiencia vivida del tiempo a partir de los complejos del vino y del pulque: mientras el vino se bonifica al envejecer, el pulque se corrompe muy rápidamente, volviéndose un brebaje asqueroso e imbebible. Más aún, mientras la bebida mediterránea “puede y debe” esperar para que se la pueda consumir, siendo la duración una garantía de calidad y a la vez un factor que induce un proceso de conservación, el pulque requiere una ingestión inmediata que descarta cualquier conservación, con lo que volvemos a encontrar una situación análoga a la que habíamos comentado con respecto al pan y a la tortilla. En fin, mientras la vid es un arbusto duradero que por varios años se cubre de racimos, el maguey, que necesita de 4 a 6 años para alcanzar su madurez, no suministra su savia sino una sola vez, para luego ser aprovechado en otros usos... En el primer caso, el tiempo significa duración, espera, promesa y premio, siendo considerado el vino añejo como sinónimo de excelencia; en el segundo, sólo la rapidez, la frescura y la brevedad aseguran la bondad del producto y el placer que proporciona. Basta con pensar en un vino demasiado joven y un pulque rancio para percatarse de esa situación.

            Por otra parte, la práctica de la conservación que entraña, una concepción vivida del tiempo, merece algunos comentarios. Desde la Antigüedad, la tradición occidental ideó numerosas técnicas de conservación, que fueron impuestas bajo ciertas latitudes por las contingencias climáticas. Además, la existencia en el Viejo Mundo de un gran número de especies animales de gran tamaño suscitó primero el proceso de su domesticación y luego el de la conservación de su carne y leche. El mismo fenómeno se produjo en lo que se refiere a los árboles, cuyos frutos no sólo fue preciso recoger sino también conservar, en previsión del invierno. De ahí un sinnúmero de prácticas variadas que convierten el secamiento, la salazón –con la modalidad de la salmuera-, la fermentación, el confitar en azúcar, aceite, manteca, etc., la cocción, el ahumar, en los medios para burlar los perjuicios del tiempo, dominándolo parcialmente y poniéndolo al servicio de los hombres; de esta manera se logran conservar bastimentos de toda índole, de los que la gente podrá valerse en las tinieblas invernales. En este sentido, un queso, un jamón, unos higos pasas acompañan al pan y al vino, alimentos plenamente humanos porque son inventados a partir de productos naturales que no siempre pueden ser obtenidos por causa de los rigores del clima. Alimentos, en fin, cuya elaboración resulta ser una escuela de paciencia, organización, previsión y esperanza.

            Ahora bien, el mundo americano es muy distinto respecto a estas materias. Si exceptuamos los cultivos de las regiones desérticas, los que se dan en las cercanías polares o en los altiplanos andinos, los demás no tuvieron que enfrentar semejantes desafíos. En efecto, con la alternancia frecuente de las zonas tropicales, subtropicales, templadas y frías según se pasa de un valle a otro o a la vecina planicie, la vegetación y la flora van prodigando sus frutos aquí y allá, sin que exista la necesidad de prever la subsistencia de un modo tan estricto como en el viejo continente. La lista de los tributos entregados al emperador Moctezuma por las distintas regiones sometidas a la confederación azteca muestra precisamente la variedad y profusión de los productos alimenticios que llegaban con regularidad a la capital, cuyo mercado constituía un escaparate fehaciente de ello.

            Tampoco encontramos en el Nuevo Mundo ganado ni animales grandes, cuya carne y leche hubiesen podido suscitar algunas técnicas de conservación, si excluimos la salazón del pescado que provenía de los lagos y lagunas alejados de los centros urbanos. La caza, la recolección, una agricultura limitada pero intensiva y de altos rendimientos –con los bancales y las chinampas en particular- bastaban, a no ser que ocurriese una catástrofe, para asegurar la sobrevivencia indígena. Por tanto, se comía al día, o casi. Los productos que se expedían en el mercado de Tenochtitlán eran frescos, y cuando no lo eran su elaboración no implicaba una inversión comunitaria de tiempo, ni tampoco una duración importante.

            Esto no excluye de ningún modo el refinamiento en lo que se refería a las viandas: los esfuerzos aquí versaban obviamente sobre el inventario minucioso y el uso sistemático de cuanto resultase comestible –en el entendido de que siempre había algo que comer-, las combinaciones de los productos y su presentación, más que sobre la organización y previsión de los alimentos.

 

NOTAS

(1)Solange Alberro, op. cit., apéndice 1-2, pp. 334-339.

(2) Alexandre Dumas, Diario de madame Giovanni, México, Banco de México, 1981, pp. 123-124.

(3) Francisco del Paso y Troncoso, Epistolario de Nueva España, México, Antigua Librería Robredo, 1940, tomo viii, p. 108.

(4) Francisco del Paso y Troncoso, op. cit., tomo viii, pp. 106-107.

(5) “Sobre los inconvenientes de vivir los indios en el centro de la ciudad”, en Boletín del Archivo General de la nación, México, enero-febrero, 1938, tomo ix, núm. I, passim.

(6) Acerca de la colonización de los tlaxcaltecas en el norte de México y el sur de los Estados Unidos, véase, entre otros, Vito Alessio Robles, Coahuila y Texas en la época colonial, México, Porrúa, 1978, cap. Viii, passim y Charles Gibson, Tlaxcala in the Sixteenth Century, Stanford, Stanford University Press, 1952, cap. VI. Charles Gibson, Los aztecas bajo el dominio español, 1519-1810, México, Siglo XXI, 1967.

(7) R. Gérad, “El vestuario de los conquistadores”, en Boletín del Archivo General de la Nación, México, enero-febrero, 1955, tomo xxvi, núm. I. p. 94

(8) Abelardo Carrillo y Gariel, El traje en la Nueva España, México, INAH, 1959, p. 49.

(9) Fray Tomás de la Torre, Diario, 1544-1545, Desde Salamanca, España, hasta Ciudad Real, Chiapas, México, Gobierno Constitucional del Estado de Chiapas, 1974, pp. 152-153.

(10) Aportación de los colonizadores españoles a la prosperidad de América, Madrid, Imprenta Artística Sáez Hermanos, Ministerio de Trabajo y Previsión, 1929. Mencionando los distintos productos traídos de las islas a la península, Pedro Mártir dice que “el invictísimo rey Fernando ha comido otra fruta que traen de aquellas tierras: Esta fruta tiene muchas escamas y en la vista, forma y color, se asemeja a las piñas de los pinos; pero en lo blanda al melón, y en el sabor, aventaja a toda fruta de hueso, pues no es árbol, sino hierba muy parecida al cardo o al acanto. El mismo Rey le concede la primacía”.

(11) Thomas Gage, Voyages dans la Nouvelle Espagne, 1676, París, Ressources, 1979, Livre, pp. 111-113.

(12) Archivo General de Indias, Justicia, 198, núm. 7.

(13) F.F. Wrangel, De Sitka a San Petersburgo a través de México. Diario de una expedición (13-X-1835-22-V-1836), México, Secretaría de Educación Pública, SepSetentas, 1975, p. 74.

(14) Libro de cocina del hermano fray Gerónimo de San Pelayo (OFM), Biblioteca Nacional de México, Fondo reservado, en el que aparecen recetas de clemole, pipián, y donde se usan comúnmente el chocolate, el guajolote, las salsas agridulces, el fideo de origen chino, los frijoles negros, los ejotes, chayotes, etc.

(15) AGN, Inquisición, vol. 412, expediente, núm. 1, Proceso contra Francisco Botello (1656), foja 309 verso.

(16) Acerca del chocolate, cf. Francisco Javier Clavijero, Historia antigua de México, México, Editorial Valle de México, 1981, p. 192. Fray Bernardino de Sahagún, op. cit., libro VIII, capítulo XIII y libro X, capítulo XXVI.

(17) Bernal Díaz del Castillo, op. cit., p. 158.

(18) Fernand Braudel, Civilisation matérielle, economie et capitalisme, XV-XVIII Siecle, Les Structures du quotidien, cap. 3, chocolate, té, café.

(19) Padre Francisco de Ajofrín, Diario del viaje que hizo a la América en el siglo XVIII, México, Instituto Cultural Hispano Mexicano, 1964, vol. 1, p. 78.

(20) Condesa Paula Kolonitz, op. cit., p. 108.

(21) Archivo de Notarías, notaría núm. 1, notario Luis Sánchez, expediente único.

(22) Hipólito Villarroel, Enfermedades políticas que padece la capital de esta Nueva España, México, Miguel Ángel Porrúa, 1982, véase el capítulo “Pulquerías no deben permitirse en el modo en que están”, pp. 263-267.

"Miremos este manuscrito como un discurso que precede a la historia de nuestra Independencia, y nada tendremos que apetecer", escribió Carlos María de Bustamante para definir la trascendencia de la obra de Hipólito Villarroel (ca. 1720-1794), Enfermedades políticas que padece la capital de esta Nueva España. Fechada entre 1785 y 1787, esta obra reviste un carácter muy singular. Por un lado, se inscribe en una tendencia literaria propia del siglo XVIII en Occidente y que se encargaron de desarrollar un conjunto de escritores ilustrados: el menosprecio de la vida en la corte y la alabanza de la aldea. Por otro lado, el diagnóstico sobre las "enfermedades políticas" de la corte virreinal de la Nueva España nos devuelve a un autor excepcional. Testigo privilegiado de la serie de reformas administrativas que la corona española promovió en sus posesiones, así como un agudo observador de la realidad, Villarroel compuso en estas páginas una legítima carta de su identidad americana.

https://www.educal.com.mx/0800-literatura/dgp075026-enfermedades-politicas-que-padece-la-capital-de-esta-nueva-espana.html

(23) La fórmula es del virrey Revillagigedo, uno de los más eficientes y benéficos del siglo XVIII mexicano.

(24) F. Márquez Miranda, “Civilisations précolombiennes, civilisations du maïs”, A Travers les Amériques Latines, París, Cahiers des Annales, núm. 4, pp. 99-100, citado por Fernand Braudel, op. cit., cap. 2, p. 113.

(25) Charles Gibson, Los aztecas bajo el dominio español, op. cit., pp. 333-337. Archivo General de la Nación, Inquisición, vol. 278, testimonio de Luis Sánchez, 1614, foja 161/256, al coexistir dos sistemas distintos de paginación en este volumen.

(26) Bernal Díaz del Castillo, op. cit., cap. LXXXIV, P. 325.

(27) AGN, Inquisición, vol. 394, expediente 2, Proceso contra Margarita de Rivera, primera parte, 1642, foja 382.

(28) Disposiciones complementarias de las Leyes de Indias, Madrid, Ministerio de Trabajo y Previsión Social, 1930, 3 vols., vol. II, p. 296, núm. 657.

(29) Georges Vigarello, Le Prope et le sale, l ´hygiene du corps depuis le Moyen Age, París, Seuil, 1985.

(30) Pierre Chaunu, Histoire, Science social. La Durée, l´Espace et l´Homme a l´époque moderne, París, SEDES, p. 157.

(31) José Ignacio Bartolache, Mercurio volante, 1772-1773, México, UNAM, 1983, p. 91. Solange Alberro, “Bebidas alcohólicas y sociedad colonial en México: un intento de interpretación”, en Revista Mexicana de Sociología, México, Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM, abril-junio de 1989, núm. 2, pp. 349-359.

 

Alberro, Solange, Del Gachupín al Criollo, o de cómo los españoles de México dejaron de serlo, México, El Colegio de México, Centro de Estudios Históricos, Jornadas 122, 2002, pp. 13-98.

 

 

 

 

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