Enfermedades
políticas que padece la capital de esta Nueva España
Aunque muy conocidas y
citadas, las Enfermedades políticas que padece la capital de esta Nueva España,
de Hipólito Villarroel, escritas a fines del siglo XVIII, no han sido, hasta
hoy, objeto de un estudio monográfico completo. Es propósito del presente
artículo aportar algo en esta línea y examinar algunas consideraciones de dicha
obra a la luz del pensamiento ilustrado y del espíritu de las Reformas
borbónicas, pero sobre todo, a la de la trayectoria vital y las experiencias
políticas novohispanas de su propio autor. Dicho enfoque pone de manifiesto que
incluso entre los más resueltos partidarios de la “modernización”
administrativa carolina, el peso de las realidades americanas acabó por marcar
improntas y adaptaciones particulares a los proyectos metropolitanos
originales.
Hipólito Villarroel. Pensamiento
ilustrado y autobiografía en las Enfermedades Políticas
Sin que se sepa por qué, hay obras cuyo infortunado
destino es no ser estudiadas en su conjunto ni aprovechadas íntegramente, sino
que, desmembradas en retacería a la medida, con frecuencia suelen hacer las
veces de parches o refacciones para apoyar otros textos. Éste es, en buena
parte, el caso de la llamada “Enfermedades políticas que padece la capital de
esta Nueva España” en casi todos los cuerpos de que se compone y remedios que
se le deben aplicar para su curación si se quiere que sea útil al Rey y al
público, escrita entre 1785 y 1787 y firmada por un caballero de nombre
Hipólito Bernardo Ruiz y Villarroel. El hecho es que, desde que esta obra se
difundió en letras de molde –allá en los años 30 del siglo XIX— polemistas
políticos, juristas, historiadores, filósofos, literatos y otros incontables
especialistas han encontrado en sus páginas una rica cantera de la que
desprenden trozos de diferente tamaño para apuntalar sus propios argumentos,
historias e intereses intelectuales. Así, hasta nuestros días, la obra de
Villarroel sigue esperando a su gran estudioso, pues del autor casi nadie se ha
ocupado, si se descuenta a Woodrow Borah, y sobre la integridad de la obra sólo
se cuenta con los estudios introductorios a sus ediciones, como los de Genaro
Estrada, Aurora Arnaiz y Beatriz Ruiz Gaytán, amén de un puñado de artículos,
posiblemente el más importante de los cuales sea el de Virginia Gil Amate.[1]
Por otra parte, desde ahora hay que decir que el título
de la obra es engañoso, porque lo cierto es que Hipólito Villarroel va mucho
más allá de la crítica a los problemas de la ciudad de México; en realidad se
extiende al tratamiento de los de casi todo el reino, que, en muchos sentidos,
eran también en aquel entonces los de gran parte de la América española.
Empecemos por hablar de la naturaleza del escrito mismo.
Según la “carta del autor… a un amigo”, que hace las veces de prólogo, la obra
–formada por seis apartados— se concibió y escribió a instancias de ese anónimo
camarada, ya ausente del reino, con quien Villarroel discutió durante mucho
tiempo los asuntos que conforman el contenido. El trabajo es ciertamente
voluminoso, pues lo integran cuatro gruesos cuadernos cuya temática se inscribe
en un género tradicional en el mundo hispánico: el del arbitrismo, de fines del
siglo XVI y todo el curso del XVII, que encontró continuidad en el proyectismo
del XVIII. Los expertos debaten sobre el sentido y denominación de ambas
corrientes y muchos afirman que no son la misma cosa, ya que, según ellos, el
arbitrismo ha de entenderse como una línea productora de literatura económica
(de la voz “arbitrio” o recurso fiscal) cuyo interés era el mejoramiento de la
real hacienda y es distinto del proyectismo que era una vertiente generadora de
literatura de corte político, dirigida a reformar materias tocantes al
gobierno. Otros analistas, en cambio –y cuya opinión yo suscribo— consideran
que ambos son del mismo linaje, pues ni el arbitrismo dejó de lado la política,
ni el proyectismo excluyó de sus consideraciones las materias económicas y
hacendísticas.[2] Así que los diferentes nombres que se les han
puesto, más bien son indicadores de las distintas etapas históricas en que se
produjeron.
Como sea, más allá de las etiquetas académicas, la obra y
el nombre de Hipólito Villarroel se suman a la larga lista de escritores
arbitristas y proyectistas –algunos oficiales y otros oficiosos— que quisieron
contribuir con sus vivencias, reflexiones y consejos de papel a sacar a España
y a sus dominios imperiales de las recurrentes crisis y postraciones que desde
fines del siglo XVI y hasta las postrimerías del XVIII atenazaron al mundo
hispánico. Por lo pronto, importa decir que sus expectativas de ser leído y
atendido por los altos funcionarios que podrían instrumentar los remedios que
proponía eran escasas y para explicar los motivos hay que hablar primero del
destino de su texto.
Los tumbos de un manuscrito y su tardía
difusión
Aún no está claro a quién remitió o entregó Villarroel
sus Enfermedades políticas en la esperanza de que sus consideraciones tuviesen
algún efecto reformador. Sin embargo, podemos formular algunas conjeturas a
partir de los sitios donde, mucho más adelante, se encontraron tres copias de
su trabajo. Por ejemplo, es posible presumir que la primera de ellas (que no es
ológrafa, pero que lleva su firma) la ingresó directamente a la Secretaría de
Cámara del Virreinato, cuyos oficiales debieron sacar por lo menos dos
trasuntos más, uno de los cuales fue luego remitido a la metrópoli, acaso a la
Secretaría de Indias. Pero como dicho organismo desapareció después de 1790 para
dividirse en los Despachos de Hacienda y de Gracia y Justicia, a esta última
fue a dar el escrito de Villarroel. Más tarde, con otros muchos legajos, se
integraría a alguna de las colecciones reales que, a la postre, pasaron a la
Biblioteca Nacional de España, donde hoy reposa este trasunto.[3]
Ya en el período independiente, el original y la otra
copia que quedaron en México constituyeron, junto con el resto de la documentación
del pasado hispánico, el fondo de origen del Archivo General y Público de la
Nación, creado en 1823. Ahí acudía con frecuencia el abogado, político e
historiador y ex insurgente, don Carlos María de Bustamante, para transcribir y
publicar viejos papeles que le interesaban. Entre ellos, sin duda, a fines de
los años 20 se topó con la copia, al parecer incompleta, de las Enfermedades
políticas, que fue luego dando a la luz como suplemento de su periódico La Voz
de la Patria, a partir de septiembre de 1830. Bustamante no le dio crédito al
autor, probablemente porque el nombre no figuraba en la copia y, además, porque
su forma personal de editar textos era caprichosa y arbitraria. Cuando decidió
juntarlo y sacarlo como libro, al año siguiente, le añadió un título de su
invención: México por dentro y por fuera bajo el gobierno de los virreyes.[4] Ese mismo trasunto manuscrito del que se sirvió
Bustamante fue a parar finalmente al acervo documental de la Biblioteca
Nacional de México, aunque hoy, al parecer, está extraviado.
Por lo que toca a la copia que ostenta la firma de
Villarroel, estuvo entre los papeles que el historiador José Fernando Ramírez
sacó del Archivo General en 1847, para ocultarlos y protegerlos de los
invasores yanquis que ocuparon la capital en dicho año. Un lustro después,
Ramírez llegó a encabezar el Ministerio de Relaciones, del que dependía el
Archivo; de algún modo, el ser custodio de la memoria histórica del país debe
haberle hecho creer que podía tomarse algunas libertades con ella, ya que no
tuvo empacho en incorporar muchos y muy valiosos manuscritos de los fondos
antiguos a su biblioteca personal. Y de ese modo, una copia de las Enfermedades
políticas pasó a ser propiedad privada.
Don José Fernando fue luego colaborador político del
fugaz imperio de Maximiliano, así que cuando éste cayó, y para evitar ser
fusilado por los republicanos triunfantes, se vio obligado a exiliarse a Europa
en 1867, llevándose consigo sus libros y papeles. Finalmente, Ramírez falleció
en Bonn; sus herederos, que de seguro no apreciaban como él los añejos
cartapacios, los sacaron a subasta en Londres, en 1880.[5] Allí, entre otras muchas cosas, se remató el
manuscrito de Villarroel, que adquirió el editor y bibliófilo norteamericano
Bancroft. Por tal motivo, la copia de las Enfermedades políticas suscrita y
anotada por don Hipólito fue a encontrar acomodo en la Biblioteca Bancroft de
California.[6]
Luego de cumplirse el centenario de la deficiente edición
de Bustamante, es decir en 1937, el eminente diplomático e historiador Genaro
Estrada, logró dar con la copia de Madrid y publicó el texto completo, con el
nombre del autor y el título original, acompañándolo de un lúcido prólogo que
trataba de dar algunas noticias del casi ignorado autor.[7] Y luego, sucesivamente, las Enfermedades políticas
se reeditaron en México en 1979,[8] 1982,[9] 1994,[10] 1999, y 2002,[11] con distintos prólogos, que casi nada han añadido al
primero de Estrada y que, por lo mismo poco han contribuido al conocimiento de
ese curioso personaje que fue Villarroel. Así que lo pertinente ahora es
referir lo que he averiguado sobre él, básicamente a través de fuentes
documentales, datos que se complementan con lo que ha dicho Woodrow Borah, el
único historiador que, hace ya una treintena de años, intentó aportar
información respecto del autor de las Enfermedades políticas. Y aclaro que no
procedo así porque crea que los incidentes biográficos de un sujeto tengan
importancia en sí mismos, sino porque asumo que las trayectorias vitales son
sumamente ilustrativas para dar cuenta y contextualizar los conceptos que los
individuos plasman en los escritos que heredan a la posteridad. Mi intento
anunciado, pues, será entreverar algunas situaciones y acontecimientos de la
vida de Villarroel con la construcción de su ideario reformista, que cabalga a
lomos de la corriente ilustrada del XVIII, pero también de sus experiencias
propias para arremeter contra el peso casi inamovible de los vicios y rémoras
en la práctica política americana, aunque a la postre, sus opiniones se vieron
indefectiblemente influidas y matizadas por tales realidades.
Abogado, alcalde mayor, funcionario y
crítico
Don Hipólito Bernardo Ruiz y Villarroel fue un
castellano,[12] posiblemente de la región de Valladolid, donde los
Villarroel abundaban en el siglo XVIII, según se desprende de la lectura de los
registros parroquiales correspondientes. Por lo que se deduce de una
información que él proporcionó como testigo de viva voz y que hoy se conserva
en la sección de Contratación del Archivo General de Indias,[13] vino al mundo en 1731. Sabemos que tuvo formación
universitaria, así que no hay razón para descartar la idea de que, al alcanzar
la edad competente, Villarroel se hubiera matriculado en la propia Universidad
vallisoletana para estudiar Leyes. Además, como destaca Borah, su buena
formación clásica, que incluiría el latín, y su soltura en el manejo de los
juristas romanos, medievales, renacentistas y posteriores,[14] avalan sin discusión sus estudios superiores.
Desde principios del siglo XVIII la Corona había hecho
reiterados y estériles esfuerzos para que en las Universidades de Salamanca,
Alcalá y Valladolid, junto con las cátedras tradicionales de Derecho romano, se
abriesen también otras para enseñar la legislación del reino o “leyes patrias”.
No obstante, algo tuvieron que calar las tentativas regias en la ciudad de Valladolid,
donde en 1748 se inauguró una Real Academia de San Carlos de Jurisprudencia
Nacional Teórico-Práctica, en la que se celebraban sesiones, dos o tres veces
por semana, para exponer y debatir casos concretos de derecho civil y
eclesiástico y además se impartían cursos de legislación moderna dedicados a la
formación de los futuros letrados. [15] Es, pues, muy posible que, si lo llevó, este
renovado entrenamiento en el ejercicio del derecho haya influido bastante en la
vena pragmática de Villarroel y haya normado sus ulteriores acciones y
pensamientos en una línea que, sin descartar la formación clásica, apuntaba
claramente a la modernización que impulsaba la corriente ilustrada española.
En algún momento, al mediar el siglo, Hipólito obtuvo su
título de licenciado en Derecho y lo siguiente que se sabe de él es que, con
treinta años de edad, en la primavera de 1761 se encontraba en Cádiz como
residente temporal. Era soltero (lo sería toda su vida) y, evidentemente, se
había hecho ya de algún capital, tal vez mediante su práctica profesional o
quizá por otra vía, pero el caso es que en esas mismas fechas y por concesión
de Su Majestad, había conseguido el nombramiento de alcalde mayor de Cuautla de
Amilpas, en la Nueva España. El soberano, naturalmente, solía dispensar tales
gracias a aquellos pretendientes que ofreciesen, aparte de méritos, si no
siempre una interesante postura por aquellos cargos que se subastaban, al menos
elevados montos por concepto de fianzas y pagos de media annata en los que no
salían en almoneda. En el caso de la alcaldía que se adjudicó Hipólito
Villarroel, su valor no pudo ser inferior a los 2 500 pesos de plata, contante
y sonante, aunque no era precisamente de las mejores (el corregimiento de
Querétaro, por ejemplo, valía por entonces 12 000, es decir unas cinco veces
más).[16] Y aun cuando el agraciado no tenía que liquidar su
compra o pagar sus derechos de inmediato, sino sólo entregar al real erario una
parte dejando el resto a cubrir en pagos anuales, es incuestionable que el
abogado Villarroel era un hombre de posibilidades.
Y mientras esperaba en el puerto la salida de un buque
que lo llevara a su destino,[17] departía alegremente con otros dos amigos y nuevos
funcionarios como él que también iban a la Nueva España. El primero era el
prominente criollo Martín José de la Rocha y Lanz, que tenía trato con Hipólito
desde hacía siete años, que era abogado de los Reales Consejos, recomendado del
virrey marqués de Cruillas y, a la sazón, nuevo titular de la riquísima plaza
de corregidor de Querétaro.[18] Quién sabe si esta amistad de juventud con un
colega novohispano lo hubiera puesto en contacto con la situación del mundo
ultramarino y hubiera sido, a la postre, la instigadora del interés de
Villarroel por obtener un puesto en América. El segundo de sus camaradas era un
peninsular, don Manuel de las Barreras y Santelices, amigo de Villarroel de
cinco años atrás, y flamante alcalde mayor en la más modesta plaza de
Huejotzingo.[19]
Con estos compañeros, el alcalde de Cuautla se hizo a la
vela y todos debieron arribar a las costas de Veracruz a fines del 61 o
principios del 62. Como solían hacer los nuevos oficiales del rey, los tres
pasarían brevemente por la ciudad de México para mostrar y hacer válidos sus
nombramientos ante el virrey y la Audiencia, antes de dirigirse a ocupar sus
respectivos puestos. Ya en posesión de él muy pronto Villarroel daría muestras
de ser un celoso y diligente servidor de los intereses fiscales de Su Majestad,
pues en el transcurso del último año referido, puso tras las rejas a un minero
de su distrito y a su mayordomo por no registrar la plata extraída y
beneficiada ante la autoridad competente, que en este caso era él mismo.[20]
Sin embargo, a la vuelta de tres años era obvio que don
Hipólito se había puesto perfectamente al corriente y se mostraba un consumado
maestro en las prácticas, usos y abusos políticos de la tierra. Eso explica que
en 1765 el marqués de Cruillas hubiera declarado inválidas las recientes
elecciones para gobernador indígena habidas en Cuautla, que aparentemente
habían sido amañadas por el señor alcalde para sacar como ganador a un
candidato de su conveniencia, lo que le valió la severa amonestación del
Virrey.[21]
El incidente no pasó a mayores y su gestión en Cuautla no
registra en adelante incidentes de consideración o por lo menos, si los hubo,
no trascendieron a los expedientes de la cámara virreinal. Es creíble pues, lo
que apunta Woodrow Borah respecto de que Villarroel no resultó ser ni más ni
menos corrupto que otros servidores del Rey, razón por la cual conservó la
titularidad de su alcaldía a lo largo de ocho años. Una cláusula del contrato
de compra del puesto permitía que los alcaldes ejerciesen sus funciones a
través de un representante; así que quizá alrededor de 1766, cuando empezaron a
caerle a Villarroel otro género de comisiones administrativas y legales, haya
designado a un teniente de alcalde, en la persona de Alfonso Rodríguez, quien
despachó en su nombre por varios años.[22]
El cambio en sus actividades parece relacionarse con la
reciente llegada del visitador general don José de Gálvez, quien se instaló en
Nueva España en 1765 con el fin de instrumentar una serie de reformas que la
historia conoce como borbónicas (como luego haría un recomendado suyo, José
Antonio de Areche en el Perú). Desde luego, ser alcalde mayor de Cuautla
–jurisdicción de categoría secundaria— no era la mejor carta de recomendación
para convertirse en un colaborador cercano del plenipotenciario Gálvez. Sin
embargo, hay evidencia de que don Hipólito hizo méritos suficientes para llamar
su atención. Por ejemplo, en razón de que la real caja no tenía fondos para
costear la recaudación del recién implantado impuesto del tabaco, él mismo los
pagó de su bolsillo; ésa era una forma de quedar bien con aquél que, entre
otras muchas cosas, venía a supervisar y a reformar todos los ramos de la real
Hacienda, así como la gestión de corregidores y alcaldes mayores, a quienes
consideraba la mayor plaga del reino pues, según decía, con sus negocios,
desangraban a las reales arcas y a la población.[23]
Ese gesto debió hacer que Gálvez reparara en él y que le
encomendara una tarea de orden fiscal: la inspección del manejo de las reales
aduanas en Puebla, hacía poco recuperadas de manos de particulares. Su labor
tuvo que ser satisfactoria, ya que en enero de 1767 acompañó en su comisión a
Acapulco al sobrino del nuevo Virrey, el caballero don Teodoro de Croix, quien
acudió en calidad de visitador de las reales cajas y ramos. La inspección a la
recién atracada fragata “San Carlos Borromeo”, procedente de Manila, reveló la
existencia de un fraude monumental, pues los papeles de registro de mercancías
asentaban unos 45 mil pesos, cuando lo cierto es que sus bodegas contenían
efectos por 400 mil.[24]
Conforme con la actuación del alcalde de Cuautla, el
visitador Gálvez le dio luego un encargo confidencial y mucho más delicado. El
25 de junio de 1767, antes del amanecer, el comisario don Hipólito Villarroel
fue con el personal competente hasta el Colegio y noviciado de Tepozotlan para
leer a sus 70 ocupantes el edicto por el que Carlos III los expulsaba de sus
dominios. Aparte de cumplir al pie de la letra con esta instrucción, también
tuvo que haber pronunciado frases que incomodaron a alguien, visto que a los
pocos días el fiscal del Santo Oficio lo estaba denunciando por haber hecho en
tal ocasión “ciertas proposiciones indebidas”.[25] La denuncia no tuvo ninguna consecuencia hasta
donde se sabe.
La vida parecía sonreírle a Villarroel: se había ganado
el beneplácito del Virrey Marqués de Croix y del Visitador Gálvez. Y tanto que
su siguiente misión fue de carácter legal. Por un enconado y embrollado pleito
testamentario en la norteña villa de Saltillo, en el que estaban implicados y
divididos en bandos los herederos, de apellido Orovio; la Audiencia de
Guadalajara y diversos jueces, todos inmersos en un litigio que llevaba once
años sin resolverse, el licenciado Villarroel fue remitido allá por el Virrey
en febrero de 1768 con la consigna de ponerle término.[26] Sin embargo, en un año y medio, lo único que
consiguió fue enemistarse con las facciones, que lo acusaron de corrupción.
Pero lo que acabó por hundirlo fue haber elevado una carta e informe al Virrey
en las que denunciaba la actuación del fiscal y de la Audiencia de Guadalajara.
Por considerar que sus cargos no tenían fundamento y que, por el contrario,
mostraba un gran desprecio por las autoridades, el fiscal y jueces de la
Audiencia de México resolvieron castigarlo, separándolo de su comisión y
remitiéndolo a España. Junto con sus nombramientos, Villarroel perdió también
su alcaldía mayor de Cuautla.[27]
Caído en desgracia, don Hipólito llegó a la península en
septiembre de 1770, pero en la revisión de su caso en el Consejo de Indias no
se le halló culpable, así que fue exonerado. Permanecería en España poco más de
tres años, quizá negociando su capital político que, una vez más, lo sacó
avante, pues en mayo de 1773 tenía en su mano una real cédula que lo nombraba
alcalde mayor de Tlapa (distrito comprendido en el actual estado de Oaxaca),
que era plaza de primera categoría y productora de algodón, caña y grana
cochinilla. Su alcaldía era costosa; además estaba obligado a pagar una fianza
para ejercer ahí sus funciones y si Villarroel había conseguido adquirirla en
un momento en que carecía de ingresos y seguramente de ahorros, todo lleva a
pensar que algún poderoso amigo, no sólo le dio una mano, sino igualmente una
buena cantidad de reales.
Don Hipólito tomó posesión de su alcaldía de Tlapa en
abril de 1774, un distrito en el que su antecesor había entrado en agrias
disputas con los párrocos, sobre todo con el de Chipetlán, quien lo acusó ante
el gobierno de extorsionar y abusar de los indios con el repartimiento de
mercancías, aparte de cargarlos de impuestos y pretender cobrarles el
establecimiento de escuelas para la enseñanza del castellano. Al entrar en
funciones, Villarroel adujo que esos problemas no le competían, pero siendo
como era un funcionario regalista y nada afecto a la intromisión de los
eclesiásticos en materias administrativas, pronto se cocinó sus propios líos
con la clerecía. En 1777 hubo una averiguación oficial en su contra y una
amenaza de mil pesos de multa si perseveraba en mostrarse irrespetuoso y
ofensivo con el cura de Xochihuehuetlan;[28] y en el mismo año, el párroco de Chipetlán lo acusó
de negligencia por tolerar y fomentar la conducta insolente de los indígenas
del poblado.[29]
En el otro extremo, Villarroel tenía una opinión bastante
negativa sobre los clérigos de la localidad, así manifestó que sus intentos de
promover en Tlapa el cultivo del nopal y la cría de grana cochinilla se habían
visto frustrados por los curas, quienes habían instigado a los indios a
descuidar las nopaleras, con lo que la cosecha de grana se perdió.[30]
Poco más adelante, apremiado por la necesidad de
recuperar la inversión hecha en la alcaldía y en la fianza, y viendo que el
salario de su cargo apenas alcanzaba para su sustento, don Hipólito incurrió en
las mismas políticas del resto de los alcaldes y explotó a sus gobernados
mediante negocios a trasmano y otras trapacerías. Por este motivo, los
naturales, tal vez azuzados por los párrocos, le abrieron denuncia en el
Juzgado General de Indios en 1777. Con las demoras habituales de la marcha de
la justicia, este caso se incluyó en el juicio de residencia que se le abrió a
Villarroel en 1779, pero que no se ventiló sino hasta tres años después. Se
acusaba al alcalde mayor de cobrar un real por tributario cada vez que visitaba
una comunidad y de imponer multas arbitrarias a su antojo; de cobrar cuatro
reales por cada reo que metía a la cárcel y otros tantos cuando lo liberaba,
amén de un peso por la estancia carcelaria; se dijo que aunque designaba
maestros de escuela, los empleaba como capataces para supervisar el hilado de
algodón que por sus órdenes hacían los indios y de castigar a los trabajadores
con azotes si no cumplían con la cuota. Se le denunciaba, además, por vender
mantas a los indios a dos pesos y medio, aunque el precio en el mercado era de
uno y medio y por ejercer un monopolio comercial en la alcaldía, dado que no
permitía el ingreso de otros vendedores. Y todo esto lo avalaban no sólo los
curas, sino incluso el obispo de Puebla, diócesis a la que pertenecía Tlapa. La
resolución del fiscal fue de gran lenidad: sólo condenó a Villarroel a devolver
lo injustamente tomado y a pagar mil pesos de multa. Sin embargo, ni siquiera
cumplió esta sentencia, toda vez que el expediente del juicio se perdió
misteriosamente.
En el ínter, don Hipólito salió de Oaxaca y en 1783
consiguió colocación como asesor legal del Tribunal de la Acordada. En los seis
o siete años siguientes entró en problemas y en dimes y diretes con los
poderosos señores de la Audiencia, a causa de profundas diferencias de opinión
sobre las competencias y procedimientos sumarios de la Acordada. Finalmente, y
sin que hubieran podido echarle del empleo de asesor, los oidores lo fueron
relegando mediante la contratación de otros consejeros, hasta que a la postre,
Villarroel dejó de servir en el Tribunal hacia 1789 o 1790. Más allá de
escribir el texto de las Enfermedades políticas (entre 1785 y 1787) se ignora
qué hizo en el lapso final de su vida. Falleció a los 63 años en la ciudad de
México el 30 de marzo de 1794. Y a pesar de los diversos cargos de corrupción
que se le imputaron en diversas ocasiones, es obvio que en el desempeño de sus
funciones públicas no acumuló grandes capitales. Unos meses después de su
deceso, una señora de nombre María Bermeo, quien se ostentó como su albacea y
heredera, pidió a la autoridad que se le entregasen los 1 500 pesos que le
había legado el difunto don Hipólito. [31]
El rostro de Hipólito Villarroel en las
Enfermedades políticas
La obra está dividida en seis secciones que,
respectivamente, tratan el aparato eclesiástico, los tribunales de justicia,
asuntos varios del orden público, el comercio, las milicias y el Reglamento de
Intendencias. Quienes han editado o prologado el manuscrito lo han descrito
casi siempre como una extensa y documentada diatriba contra los vicios de la
administración en los reinos ultramarinos, aunque menor hincapié se ha hecho en
su faceta de crítica a algunas de las Reformas borbónicas. Por lo pronto, ya en
1831, don Carlos María de Bustamante acarreaba con la obra agua para su molino
al afirmar que, a la vista de tantos males de la dominación española, el
discurso del autor sólo podía considerarse como precursor y heraldo de la
independencia, de la que los mexicanos debían sentirse orgullosos y
agradecidos.
Quizá exagerando un poco, en su prólogo a la edición de
1994, Beatriz Ruiz Gaytán confiere al texto de las Enfermedades un sitio de honor
junto a la obra de Bartolomé de Las Casas (siglo XVI) y la del inglés Thomas
Gage (siglo XVII), en una terna de literatura demoledora de los cimientos del
sistema español en América.[32] Pero habrá de repararse aquí en que, aunque
ciertamente todos estos autores fueron críticos de una realidad que constataron
de vista, no todos tenían el mismo trasfondo ni las mismas motivaciones para
sus denuncias. Las Casas tenía fundamentos teológicos y doctrinales para
denunciar la usurpación de las tierras de los indios y su exterminio; Gage
exhibió las miserias de la administración hispánica guiado por la finalidad de
informar en detalle a la Corona británica de las posibilidades de hacerse con
el dominio del Mar Caribe y Golfo de México para quebrantar la hegemonía
española en las Indias. Villarroel, en cambio, censura a las organizaciones
política, judicial, eclesiástica, comercial y social del reino de la Nueva
España al calor de la perspectiva de las Reformas borbónicas que, por otro
lado, tampoco acepta en su conjunto sin reparos: es, pues, un interesado en el
mantenimiento del orden monárquico prevaleciente, pero con premisas distintas a
las que proponían los ministerios carolinos. Lo que describe y fustiga es una
construcción que, armada pacientemente en sus engranajes, mecanismos y
relaciones a lo largo de los dos siglos del régimen de los Austrias, se
resistía férreamente a cambiar y a modernizarse en aspectos cruciales. En un
símil organicista, lo que Villarroel pretendía no era abjurar del dominio
español, sino curar, sugerir remedios para estas rémoras o patologías del
cuerpo político del reino. Él mismo aduce que la intención que lo movía a
sugerir su serie de reformas era sacarlo del infeliz estado en el que lo tenía
la lisonja, la corrupción, la mala gestión de funcionarios medios y menores y
la notoria falta de una buena administración de justicia. Sin embargo, muy
lejos estaba de considerar que todas las añejas instituciones deberían
desaparecer o perder sus facultades y funciones, pues más de una había probado
secularmente su eficiencia.
Aclarado esto, recuperemos aquí los hilos que fuimos
tendiendo al referir su trayectoria vital y entretejámoslos con algunas partes de
las que consta el texto de las Enfermedades.
En la primera parte, que toca el tema de la Iglesia,
desde luego se trasluce la postura regalista de Villarroel que aspiraba a una
subordinación plena del brazo clerical a los dictados del poder civil. En el plano
eclesiástico, las Reformas borbónicas aplicadas en ultramar se dirigieron
inicialmente a sujetar a unos regulares que, por las peculiaridades del proceso
de evangelización, desde el siglo XVI habían acumulado demasiado poder y
autonomía. Aunque los esfuerzos para disciplinarlos habían iniciado mucho
tiempo atrás, en el siglo XVIII la Corona aplicó medidas radicales y
definitivas: los despojó de las doctrinas y redujo su número mediante el cierre
de noviciados y conventos. Para los años 80 del siglo, las parroquias de indios
estaban todas en manos de clérigos y aquí don Hipólito se permitía disentir de
las políticas metropolitanas, pues según él, en los tiempos de frailes, los
indios cultivaban la tierra y favorecían el comercio, eran entonces “católicos
y civiles”; en cambio, ahora sus reemplazos los sacerdotes seculares no
cumplían su cometido: sólo se interesaban en el “valor del curato”, expoliaban
a sus feligreses y permitían que éstos vivieran como “bárbaros e idólatras”.[33] De hecho, lo que él proponía era una reversión del
proceso: que se devolvieran las parroquias a las órdenes religiosas, lo cual no
implicaba, por supuesto, el retorno de sus libertades y predominio.
Es posible que haya bastante idealización del autor
respecto al papel que tuvieron los frailes en la administración de indios, pues
para cuando él arribó a Nueva España los curatos ya habían pasado a manos
diocesanas, así que él no atestiguó el antiguo orden de cosas. En cambio, no
cabe dudar de los efectos de sus experiencias directas con la gente de sotana:
la primera fue la acusación del fiscal del Santo Oficio en ocasión de su
comisión para el extrañamiento de la Compañía, la segunda –más sensible y
grave—, las acciones de los curas de Oaxaca para desbaratar los proyectos
agrícolas de la cría de cochinilla. Ambos episodios lo afectaron personalmente,
en su honor y su trabajo, pero en particular el segundo evidenciaba la
intromisión de la clerecía en los proyectos regios de procurar la prosperidad
material y la felicidad de sus súbditos. ¿Qué podía seguirse de ello sino la
aseveración de que el bien del reino demandaba que se disminuyera el número de
clérigos –en especial de los seculares—, que se les repartiera mejor en el
territorio, que se les asignara donde realmente fueren necesarios y, sobre
todo, que se les impidiera la indebida acumulación de riquezas y los abusos en
el manejo de fondos de las comunidades indígenas? ¿Habría aquí también vagas alusiones
a sus añejas disputas con los párrocos del distrito de Tlapa por el control de
la mano de obra de los naturales?
Uno de los apartados más extensos de las Enfermedades es
el segundo, referido a los tribunales de justicia. Doy por sentado que la formación
y la práctica profesional del licenciado Villarroel en un ámbito jurídico
castellano que se aireaba y refrescaba con las ideas pragmáticas de la
Ilustración fueron elementos que lo llevaron a hacer una pormenorizada repulsa
de los lentos, embrollados y viciados procedimientos de la Audiencia, en sus
salas civil y criminal. En el viejo ámbito judicial de los Habsburgo
invariablemente concurrían, al momento de juzgar, los criterios del estamento o
calidad de las personas –es decir los privilegios--, las costumbres de las
comunidades, el conjunto de circunstancias particulares que intervenían en el
hecho juzgado y un sinnúmero de elementos más. Por añadidura, la legislación
indiana no era realmente un código, sino una compilación de cédulas, ordenanzas
y disposiciones dictadas para casos particulares; los jueces no estaban
obligados a sustanciar sus sentencias, esto es a apoyar sus fallos en una ley.
Pero con el advenimiento de los Borbones llegó también la voluntad de erradicar
el derecho tradicional casuístico para reemplazarlo por otro codificado, de
leyes de aplicación general que los magistrados tendrían que tener siempre
presentes. Seguramente, todo esto tenía en mente Villarroel en su filípica
contra la Audiencia,[34] en la que “cada oidor es una deidad, a quien tiene
que tributársele incienso”, y en quienes podían conjuntarse o mostrarse de
manera independiente la ineptitud, la venalidad, la pasión o el antojo, con el
resultado de una infame administración de justicia que producía la inculpación
de un inocente y el perdón del infractor. Por cierto, que de lo que daba cuenta
él tenía su amarga cuota de experiencia y acaso todavía vivos resentimientos,
como que fue una decisión de la Real Audiencia de México la que lo mandó de
vuelta a la península sujeto a proceso judicial.
La preferencia del Siglo de las Luces por una burocracia
corta en número, disciplinada y observante rigurosa de la ley, forzosamente
habría de hacer que Villarroel censurara la existencia de un enjambre de
procuradores, fiscales, escribanos y relatores que demoraban los procesos
intencionalmente para esquilmar a los infortunados litigantes. Otro punto
crítico para él eran los protocolos vacíos, las fórmulas y los ceremoniales
ostentosos, desplegados por funcionarios peninsulares tan fatuos cuanto mal
preparados y del todo ayunos de las realidades locales.
Al tocar el tema del Tribunal de la Acordada, don
Hipólito ofrecía sus opiniones de primera mano, dada su larga trayectoria como
asesor. Tal órgano judicial, creado en 1719, debía desahogar la carga de
trabajo de la Sala del Crimen de la Audiencia administrando justicia sumaria,
tanto en áreas pobladas como despobladas, y lo encabezaba un juez, asesorado
por dos letrados, y un defensor. Afirmaba Villarroel, deslizando un poco de
autoelogio, que, de no ser por la Acordada y en particular por la
administración de justicia que dependía de los asesores, no condicionados como
otros por “las trabas de los respetos, de las pasiones y el interés”, nadie
viviría seguro “en el sagrado de su casa”. [35] Tampoco logró evitar que en un pasaje anexo se
insinuase nuevamente su crítica a la Audiencia, cuando aseveraba que en vez de
dotar a las “salas criminales”, con sujetos bisoños, cuyo saber provenía apenas
de unos malos rudimentos adquiridos en las “universidades y colegios”, deberían
reforzarse cuerpos como el de la Acordada con la incorporación de “hombres
prácticos en el carácter y conocimiento de estos habitantes para la más
expedita administración de la justicia”; en pocas palabras, gente como él
mismo.
Sitio preminente en el banquillo de los acusados tuvo el
Juzgado General de Indios. El dictamen lapidario del autor lo califica no sólo
de inútil, sino incluso de perjudicial al interés público. Aquí borda con
insistencia en el carácter malicioso de los indios, en la inobservancia de las
normas por parte de los magistrados, en la codicia de los subalternos del
juzgado y en la circunstancia, para él inédita, de que los naturales pudiesen,
por este conjunto de factores, poner en calidad de “reo” indiciado a un alcalde
mayor que, en última instancia, era el administrador de justicia distrital.
Esta caterva de males, desde luego brotaba de la naturaleza perversa del indio,
pero lo más grave es que los ministros togados no estaban familiarizados con
ella. Y, nuevamente, entre las líneas de su argumentación aflora el triste caso
que él vivió en Tlapa, porque en el apartado siguiente “Modo de introducir los
indios sus recursos ilegales”,[36] Villarroel explica que éstos solían presentarse al
tribunal con un escrito de denuncia cuyo fundamento no era otro que un “simple
dicho”, lo que generaba inmediatamente una orden para solicitar una información
a los curas locales, “que son los verdaderos instigadores”, cuando no los
diocesanos mismos. Con ello se abría el juicio y el alcalde mayor debía
comparecer, quedando en el acto “expuesta la jurisdicción, sus intereses y su
estimación, al arbitrio de sus enemigos, hecho el escarnio del público y
privado de sus haberes”.
Ya abordado el tema de los naturales, cabe señalar que su
tratamiento no abarca una parte entera, sino que, a pinceladas, se disemina en
la integridad del manuscrito, al igual que su presencia física lo hacía en las
distintas regiones del reino. Sin embargo, en las Enfermedades políticas hay un
pequeño inciso intitulado “El carácter de los indios, difícil de creerse”. Y
como cabía esperar, todo en sus líneas es pura adjetivación. Afirma que los
nativos son perezosos y que han de ser obligados a trabajar; que son además
falsos, maliciosos y amigos de pleitos; vengativos y crueles; malos cristianos,
supersticiosos e idólatras. Lo peor para don Hipólito es que con fingida
humildad y al presentarse la más mínima ocasión acuden ante el superior
gobierno a quejarse de que sus alcaldes mayores los agravian (si bien concede
que algunos funcionarios sí lo hacen). No hace falta insistir en el punto de
qué indios y qué alcalde mayor específicos tendría en mente el tratadista.
Por lo demás, Villarroel no responsabiliza del todo a los
naturales por su comportamiento y vicios. Como se dijo en otra parte, culpables
de su ignorancia y miseria son los malos párrocos que, por sus intereses
personales, su comodidad y sus negocios, los dejaban vivir aislados en montes y
barrancas, sin instrucción y “sin policía”; en cierto modo, también lo era el
gobierno virreinal que no fomentaba como debiera su castellanización; y mucho
más responsables eran los leguleyos que los exprimían en interminables pleitos
en los tribunales. Sin embargo, su impresión general es casi ontológica: es
decir, que, por naturaleza, los indígenas no tenían remedio y que habían de ser
sempiternamente tutelados y dirigidos por las autoridades eclesiásticas y
civiles. ¿Acaso por ello sería necesario que los magistrados locales –es decir
los alcaldes— metieran mano en sus elecciones, como él llegó a hacer en
Cuautla?
También a este particular viene al caso referirse a la
rotación en los cargos públicos que, como se entiende, aluden una vez más a las
alcaldías. Villarroel se opone al relevo de funcionarios sólo por el hecho de
que ha fenecido el plazo de su encargo. Así reflexiona: si eran incompetentes
nunca debió habérseles designado y si eran los idóneos debería mantenérseles en
el puesto indefinidamente. Sobradas razones tenía para tal alegato quien fue
dos veces alcalde mayor sin haber logrado alcanzar el beneficio de una tercera
o cuarta ronda. ¿No constituye esto una queja, bastante personal, por el
desperdicio de la experiencia política acumulada en individuos como él?
Hay, además, dos puntos fundamentales en la obra de don
Hipólito que vuelven a disentir abiertamente de las líneas trazadas por las
Reformas borbónicas. El primero era su consideración de que los criollos debían
ser incluidos en los altos cargos de gobierno. A contrapelo de lo que pensaba el
visitador José de Gálvez, Villarroel estaba convencido de que entre los
americanos había sujetos de gran valía intelectual y moral que, además, tenían
la ventaja de conocer perfectamente a la población y al territorio sobre los
que habrían de mandar, cualidades que difícilmente se encontraban entre el
funcionariado peninsular de reciente arribo. Si en este parecer contaba el
recuerdo de su aristocrático amigo de juventud, el abogado De la Rocha y Lanz,
o la presencia y colaboración de su colega asesor en la Acordada, don Francisco
Guillén de Toledo o de otros criollos con los que tuvo trato profesional a lo
largo de su carrera es algo que aún queda por determinar, pero se antoja
probable que así fuera.
Pero será en el segundo punto de su disenso, el tocante al
nuevo Reglamento de Intendencias,[37] donde volcará el grueso de su discurso y se
explayará incontenible. Sin ambages, declara el autor que el fin principal del
Reglamento no es otro que el incremento de las rentas reales, cosa que no puede
cumplirse sin oprimir a los vasallos, por mucho que se disfrace o aderece el
propósito con la inclusión de otras medidas. Y directamente procede a analizar
los cinco aspectos o “heridas” que correlativamente pretenden infligirse “al
cuerpo de esta sociedad”. La primera es el desplazamiento de la figura de poder
central, la del Virrey, despojándolo de sus atributos tradicionales (la
superintendencia fiscal y la atención directa de los ramos de justicia, policía
y guerra) para transferirlos a los intendentes. Con lo cual, afirmaba
Villarroel, Su Excelencia quedaría en calidad de mero figurante y sería objeto
de la irrisión general. La segunda es el cambio en la administración de la justicia
territorial o distrital, representada en los alcaldes mayores, a los que se ha
suprimido para pasar sus poderes a subdelegados, tenientes de subdelegados y
asesores legales. Sin considerar las distancias reales entre los pueblos, se
compactaron jurisdicciones y la distribución de subdelegados se pretendía hacer
en un radio determinado por la distancia de la sede de la intendencia a la que
quedarían sujetos. Esto, en el concepto de don Hipólito, iría en detrimento de
la procuración de justicia.
La tercera es el estímulo de la producción y el comercio
mediante el expediente de abolir los repartimientos y dar carta abierta a los
indios para sembrar, criar animales y comerciar sus productos libremente.
Villarroel encuentra impracticable la medida, porque –en sus palabras— eran los
repartimientos, a cargo de los alcaldes mayores, los que justamente permitían
proveer a los indios de los insumos necesarios para la producción y eran
asimismo los encargados de mantener un ojo vigilante sobre el desarrollo del
trabajo. Lejos de fomentar la riqueza, afirmaba, estas providencias no harían
sino dar al traste con lo poco que daba de sí el reino.
La recaudación fiscal es la cuarta “herida”. Villarroel
no admite la innovación en los métodos de cobranza, que han demostrado su
efectividad por larguísimo tiempo; altamente nocivo es para él que, en lo
venidero, sean los subdelegados quienes cobren los tributos y lleven por ello
un cinco por ciento, más otro uno por ciento de los gobernadores indígenas de
las cabeceras, ello sin incluir los sueldos de un par de contadores que
vendrían a enseñarles a todos el sistema de la “partida doble”, al que por
cierto tilda de “método extranjero”, más propio de comerciantes que de
oficiales reales. La queja aquí es el empeño en renunciar a un sistema de
recaudación tributaria simple y gratuito para adoptar a cambio uno complicado
y, paradójicamente, muy gravoso al erario real.
El último punto, el de los ingresos eclesiásticos, ya no
lo desarrolla el autor, aunque no deja de señalar que el proyecto de privar a
la Iglesia de la prerrogativa de colectar el diezmo para favorecer y engrosar
las reales arcas no produciría buenas consecuencias.
Don Hipólito cierra su tratado con sus propias
consideraciones sobre las medidas que debieron tomarse con mucha antelación
para que el proyecto de las Intendencias alcanzara éxito. Parte de ellas son de
carácter moral, como que el gobierno debió haber procedido paternalmente
inculcando con firmeza la religión entre sus hijos y luego introduciendo en
ellos los principios políticos de respeto y obediencia y, para el efecto, debió
mantener la dirección espiritual de indios y castas en manos del clero regular.
De modo erróneo, también optó y ha optado por la “piedad” en vez de decantarse
por la justa y oportuna aplicación de castigos a los indios insolentes e
insumisos; igualmente ha tolerado la embriaguez en ellos, que es la fuente de
casi todos los crímenes y pecados.
En el orden práctico, el gobierno fue omiso al permitir a
los naturales vivir apartados y dispersos en montes y otros parajes; no se
preocupó por reducir las distancias entre los curatos o por incrementar el
número de éstos, ni por congregar a la multitud de barrios o aldeas en pueblos
de doscientas familias con un párroco a su cargo. No ha derogado la prohibición
a españoles y castas de residir en pueblos de indios; tampoco ha procedido al
reparto de tierras entre estas últimas, para hacer de ellas colectividades
productivas. No debió permitir el cultivo de magueyales en torno a la ciudad ni
consentir la amplia difusión del vicio de los juegos de naipes y peleas de
gallos. Hace mucho que debió haber destinado a los vagos -europeos y locales- a
los buques de guerra y, por encima de todo, en su afán exclusivo de extraer los
minerales preciosos de la tierra, desatendió la principal riqueza: la
administración de la justicia, la promoción del trabajo, la formación moral y
la procuración del bienestar de la población.
Corolario
La filosofía, los sistemas políticos o administrativos o,
simplemente la imagen que los individuos se forjan de su entorno inmediato
jamás van desligados de la materialidad de sus experiencias, de sus intentos
exitosos o fallidos por influir en la marcha de las cosas y, no rara vez aunque
no sea éste el caso, de hacerse de posición, nombre o riquezas. Advertir esto y
tenerlo presente siempre que emprendemos el análisis de una obra no es sino
estar alerta a la necesidad de historizar la gestación de los productos
intelectuales, dar y darse cuenta de que lo humano siempre se manifiesta en un
contexto contingente, movedizo y singular.
Hipólito Villarroel, abogado, funcionario regio y
decidido partidario, aunque no incondicional, del nuevo giro que se buscaba dar
a la administración americana, no pudo sustraerse a los hábitos seculares de
los alcaldes mayores de Nueva España: a pesar de su celo inicial por mantenerse
en la línea de la probidad profesional, muy pronto, avasallado por la necesidad
o por el ejemplo circundante, incidió en las añejas costumbres del
repartimiento de mercancías y de la extorsión y el atropello contra los indios
de sus jurisdicciones. Por otro lado, concitada la buena voluntad del visitador
José de Gálvez y del Virrey Marqués de Croix, Villarroel medró bajo su
patronazgo –como se estilaba en los viejos tiempos de los Habsburgo—, aunque
siempre llevando en ristre como currículum su experiencia y conocimientos de
los asuntos novohispanos. Presumiblemente, a la protección del primero o a la
de gente cercana a él pudo haberse acogido también cuando le fue preciso
resolver sus apuros judiciales en la península y conseguir el retorno a la
Nueva España, siendo portador de un nombramiento mejor que el que había tenido
antes.
Así como estuvo fuertemente imbuido del prejuicio
ilustrado contra los indios “ignorantes y bárbaros”, en contrapartida –y al
igual que algunos virreyes y prelados de otras épocas— su convivencia y
colaboración con criollos fue factor para decantar su voluntad en pro de ellos
y pedir que se les considerara para los puestos encumbrados de gobierno, no
sólo porque varios eran realmente de prendas estimables, sino en especial, por
su condición de “hombres prácticos y de experiencia”, virtudes que mucho
apreciaba la nueva corriente meritocrática del régimen borbónico.
Por más que en las Enfermedades políticas se trasluzcan
rasgos autobiográficos de Villarroel, es evidente que no fueron pensadas como
un texto reivindicatorio de su persona o intereses; el autor no buscaba
granjearse con ellas una posición mejor o una merced regia. No era hombre que
tuviera el futuro por delante, pues al escribir su obra ya rebasaba con mucho
los cincuenta años de edad y la mitad de su vida la había destinado al servicio
público en Nueva España; además, todavía fungía como asesor del Tribunal de la
Acordada, donde consideraba que su labor era de gran utilidad. Así que convengo
con quienes plantean, como Gil Amate, que su escrito tenía esa misma finalidad:
resultar útil al Rey, al Virrey y a los moradores de su patria adoptiva, un
reino que tan urgido estaba de reformas y cambios de fondo.
Como se dijo en otra parte, Villarroel estaba al
corriente de que su obra difícilmente llegaría a las manos de quienes tuvieran
el poder para instrumentar en la administración las transformaciones que creía
precisas y su premonición resultó certera: las Enfermedades políticas no
ejercieron ningún efecto inmediato o práctico en la conducción del reino; sin
embargo, quizá quedaría satisfecho, porque en ellas quedaron plasmadas sus
filias y fobias, su percepción particular de la res pública y de la población,
el tapiz entreverado de sus buenas intenciones reformistas y de su postura
personal sobre lo que convenía dejar y lo que convenía cambiar: el
caleidoscopio que, invariablemente, termina por ser la opinión del individuo
sobre las materias políticas de su tiempo.
Bibliografía
Albiñana,
Salvador, “Notas sobre decadencia y arbitrismo”, Estudis. Revista de Historia
moderna, Universitat de Valéncia, núm. 20, 1994, pp. 9-28.
Almazara, Sara,
“Las Enfermedades políticas de la Nueva España”, Cuadernos Hispanoamericanos,
núm. 443, mayo 1987, pp. 137-142.
Borah, Woodrow,
“Alguna luz sobre el autor de las Enfermedades políticas”, Estudios de Historia
Novohispana, IIH-UNAM, Vol 8, 1985, p. 51-79.
Burgos
Lejonagoitia, Guillermo, Gobernar las Indias. Venalidad y méritos en la
provisión de cargos americanos. 1701-1746, Almería, Universidad de Almería,
2015.
Fortea Pérez, José
Ignacio, “Economía, ‘arbitrismo’ y política en la Monarquía hispánica a fines
del siglo XVI”, Manuscrits: Revista d'història moderna, Universitat Autònoma de
Barcelona, núm. 16, 1998, p. 155-176.
Gil Amate,
Virginia, “Hipólito Villarroel: una mirada ilustrada sobre la ciudad de
México”, en: Tema y variaciones de literatura (UAM Az.), 32, enero-junio 2009,
p. 255-287. (Hay otra versión más extensa de este mismo texto en: Estudios de
teoría literaria. Revista digital, año 3, núm. 5, 2014. Universidad Nacional de
Mar del Plata:
https://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/etl/article/view/839/858 [consultado
el 6 de agosto de 2018).
Hernández Torres,
Yolopattli, “Enfermedades políticas de Hipólito Villarroel: migración, higiene
y orden social en la Nueva España ilustrada. (Ensayo crítico)”, Chasqui,
revista de literatura latinoamericana (Lima), vol. 44, núm. 1, 2015, pp. 77-90.
Informe general
que en virtud de real orden instruyó y entregó el Excmo. Sr. Marqués de Sonora
siendo visitador general de este reyno al excmo. Sr. Virrey Frey don Antonio
Bucareli y Ursúa, con fecha de 31 de diciembre de 1771. Se arregló y
enquadernó siendo Secretario del Virreynato el Coronel de Dragones Antonio
Bonilla. Publicado por la Sección de Fomento del Ministerio de Gobernación,
[ed. facs.] México, Santiago White, 1867.
México por dentro
y por fuera bajo el gobierno de los virreyes, o sea Enfermedades políticas que
padece la capital de la No. España en casi todos los cuerpos de que se compone,
y remedios que se deben aplicar para su curación / Manuscrito inédito que da a
luz por primer suplemento al t. 4 de La Voz de la Patria, México, C. Alejandro
Valdés, 1831.
Muñoz Pérez, José,
“Los proyectos sobre España y las Indias en el siglo XVIII, el proyectismo como
género”, Revista de Estudios Políticos, Madrid, núm. 81, mayo-junio 1955, pp.
169-195.
Sáenz Carrete,
Erasmo “José Fernando Ramírez: su último exilio europeo y la suerte de su
última biblioteca”, Signos Históricos, núm. 25, enero-junio 2011, pp. 101-135.
Sanmartín, José
J., “Del arbitrio al proyecto” Actas del I Symposium internacional: Estado y
fiscalidad en el Antiguo Régimen, Murcia, Universidad de Murcia-Erasmus, 1989,
pp. 129-133.
Torremocha
Hernández, Margarita, “La matriculación estudiantil en el siglo XVIII en la
Universidad de Valladolid”, Investigaciones históricas época moderna y
contemporánea, Universidad de Valladolid, núm. 6, 1986, pp. 39-74.
Villarroel, Hipólito,
Enfermedades políticas que padece la capital de esta Nueva España en casi todos
los cuerpos de que se compone y remedios que se le deben aplicar para su
curación si se quiere que sea útil al Rey y al público, ed. Genaro Estrada, 4
vols., México, Sociedad de Bibliófilos Mexicanos, 1937.
---------------------,
Enfermedades políticas que padece la capital de esta Nueva España en casi todos
los cuerpos de que se compone y remedios que se le deben aplicar para su
curación si se quiere que sea útil al Rey y al público, introd. Genaro Estrada,
est. preliminar Aurora Arnáiz Amigo, México, Miguel Ángel Porrúa, 1979 (Col.
Tlahuicole, 2).
___________________
Enfermedades políticas que padece la capital de esta Nueva España en casi todos
los cuerpos de que se compone y remedios que se le deben aplicar para su
curación si se quiere que sea útil al Rey y al público, introd. Fernando
Benítez, México, Miguel Ángel Porrúa, 1982. (Col. Tlahuicole, 2).
___________________,
Enfermedades políticas que padece la capital de esta Nueva España en casi todos
los cuerpos de que se compone y remedios que se la deben aplicar para su
curación si se quiere que sea útil al Rey y al público, est. introd. Beatriz
Ruiz Gaytán, México, conaculta, 1994.
Zárate Toscano,
Verónica, “El proyectismo en las postrimerías del virreinato”, La diversidad
del siglo XVIII novohispano. Homenaje a Roberto Moreno de los Arcos, México,
IIH-UNAM, 2000, pp. 229-250.
Notas
[1] Gil Amate, “Hipólito Villarroel: una mirada ilustrada
sobre la ciudad de México”, pp. 255-287.
[2] Los estudios son muy abundantes, pero a modo de muestra,
véanse: Albiñana, “Notas sobre decadencia y arbitrismo”, pp. 9-28; Fortea
Pérez, “Economía, ‘arbitrismo’ y política en la Monarquía hispánica a fines del
siglo XVI”, pp. 155-176; Muñoz Pérez, “Los proyectos sobre España y las Indias
en el siglo XVIII, el proyectismo como género”, pp. 169-195; Zárate Toscano,
“El proyectismo en las postrimerías del virreinato”, pp. 229-250; Sanmartín,
“Del arbitrio al proyecto”, pp. 129-133.
[3] Enfermedades políticas, Biblioteca Nacional de
España 4 vols., MSS/19663-19666.
[4] México por dentro y por fuera bajo el gobierno de
los virreyes, o sea Enfermedades políticas que padece la capital de la Na.
España en casi todos los cuerpos de que se compone, y remedios que se deben
aplicar para su curación / Manuscrito inédito que da a luz por primer
suplemento al t. 4 de La Voz de la patria, México, C. Alejandro Valdés, 1831,
178 p. De éste se hizo una reedición en fecha reciente: Sevilla, Ed. Mairena
del Aljarafe, 2007.
[5] Sáenz Carrete, “José Fernando Ramírez: su último exilio
europeo y la suerte de su última biblioteca”, pp. 101-135.
[6] Su ubicación: Bancroft Library Manuscript
Collections., 4 vols, M-M. 245-248.
[7] Hipólito Villarroel, Enfermedades políticas que padece la
capital de esta Nueva España en casi todos los cuerpos de que se compone y
remedios que se le deben aplicar para su curación si se quiere que sea útil al
Rey y al público, ed. Genaro Estrada, México, Sociedad de Bibliófilos
Mexicanos, 1937.
[8] Hipólito Villarroel, Enfermedades políticas que padece la
capital de esta Nueva España en casi todos los cuerpos de que se compone y
remedios que se le deben aplicar para su curación si se quiere que sea útil al
Rey y al público, introd. Genaro Estrada, est. preliminar Aurora Arnáiz Amigo,
México, Miguel Ángel Porrúa, 1979 (Col. Tlahuicole, 2) (reedición 1999).
[9] Hipólito Villarroel, Enfermedades políticas que padece la
capital de esta Nueva España en casi todos los cuerpos de que se compone y
remedios que se le deben aplicar para su curación si se quiere que sea útil al
Rey y al público, introd. Fernando Benítez, México, Miguel Ángel Porrúa, 1982.
(Col. Tlahuicole, 2).
[10] Hipólito Villarroel, Enfermedades políticas que padece la
capital de esta Nueva España en casi todos los cuerpos de que se compone y
remedios que se le deben aplicar para su curación si se quiere que sea útil al
Rey y al público, est. introd. Beatriz Ruiz Gaytán, México, conaculta, 1994.
[11] Esta es una selección, México, Planeta-Joaquín Mortiz,
2002, col. Ronda de clásicos mexicanos (también hay versión electrónica).
[12] Borah, “Alguna luz sobre el autor de las
Enfermedades políticas”, p. 52, n. 4, encuentra dicha referencia de la partida
de defunción y entierro que consta en el Sagrario Metropolitano. (En fecha
reciente dicho artículo se publicó en inglés y apareció como: Woodrow Borah,
“Hipólito Villarroel. Some unanswered questions” en: Thomas Calvo, Alain Musset
[eds.[ Des Indes Occidentales á l’Amérique Latine, vol. 2 [CEMCA], 2013), pp.
505-514.
[13] Información de Manuel de las Barreras Santelices,
Cádiz, 29 de abril de 1761, Archivo General de Indias (en adelante AGI),
Contratación, 5505, N.1,R.27, 14 ff., f. 3r.
[14] Borah, loc.cit.
[15] Torremocha Hernández, “La matriculación estudiantil
en el siglo XVIII en la Universidad de Valladolid”, p. 58.
16] Según la conversión de 8 reales por un peso. Burgos
Lejonagoitia, Gobernar las Indias. Venalidad y méritos en la provisión de
cargos americanos. 1701-1746, p. 340. Véase también Borah, op. cit., p. 53.
[17] Expediente de información y licencia de pasajero a Indias
de Hipólito Bernardo Ruiz y Villarroel, AGI, Contratación,5505,N.1,R.29
[18] Relación de méritos y servicios, 18 de agosto de
1755, AGI, Indiferente, 148, N. 81 e Indiferente, 155, N.38.
[19] 30 de marzo de 1761, AGI, Contratación, 5505, N.1,R.27
[20] Archivo General de la Nación (en adelante AGN),
Indiferente virreinal, caja 6499, exp. 56.
[21] AGN, Indios, vol. 61, exp. 63, ff. 45v-46v.
[22] AGN, General de Parte, Vol. 51, exp. 191, ff. 214v-215
[23] Informe general que en virtud de real orden instruyó y
entregó el Excmo. Sr. Marqués de Sonora siendo visitador general de este reyno
al excmo. Sr. Virrey Frey don Antonio Bucareli y Ursúa, con fecha de 31 de
diciembre de 1771. Se arregló y enquadernó siendo Secretario del Virreynato el
Coronel de Dragones Antonio Bonilla. Publicado por la Sección de Fomento del
Ministerio de Gobernación pp. 17-18.
[24] AGN, Marina, vol. 65, exp. 23, f. 165-167; Filipinas,
vol. 4, exp. 16.
[25] AGN, Inquisición, vol. 1068, exp. 20, f. 362-393.
[26] AGN, Correspondencia de Virreyes, vol. 4, f.114. El
expediente de la actuación de Villarroel en: AGN, Tierras, vol. 948.
[27] AGN, Correspondencia de Virreyes, vol. 4, ff. 296-297v.;
Alcaldes Mayores, vol. 1, ff. 131-132.
[28] AGN, Indios, vol. 65, exp. 207, ff. 254r-254v
[29] AGN, General de Parte, vol. 59, exp. 102, ff. 112r-113v.
[30] El episodio lo refiere Villarroel en su capítulo “Granas,
añiles, etcétera”, Villarroel, Enfermedades políticas… [todas las referencias aluden
a la edición de 1994], pp. 236-237.
[31] AGN, Indiferente virreinal, caja 5146, 2 ff.
[32] Beatriz Ruiz Gaytán, “Estudio introductorio” a:
Enfermedades políticas, ed. 1994, p. 11.
[33] Villarroel, Enfermedades políticas…, pp. 55-73.
[34] Villarroel, Enfermedades políticas…, pp. 91-93.
[35] Villarroel, Enfermedades políticas…, p. 122.
[36] Villarroel, Enfermedades políticas…, p. 89.
[37] “Justa repulsa del Reglamento de intendencias, 4 de
diciembre de 1786”. Villarroel, Enfermedades políticas… pp. 297-363.
Notas
de autor
* Centro de Investigaciones sobre América Latina y el
Caribe-UNAM. Ciudad de México, México. Correo electrónico: escandon@unam.mx.
http://portal.amelica.org/ameli/jatsRepo/52/52719008/html/
No hay comentarios:
Publicar un comentario