De los nombres de Cristo
Fray Luis de León
[Nota
preliminar: Edición digital a partir de Obras completas castellanas de Fray
Luis de León, prólogo y notas de Félix García, 2ª edición corregida
y aumentada, Madrid, Editorial Católica, 1951, (Biblioteca de Autores
Cristianos; 3) y cotejada con las ediciones críticas de Cristóbal Cuevas,
Madrid, Cátedra, 1977; y Antonio Sánchez Zamarreño, Madrid, Espasa Calpe,
Colección Austral, 1990. Recomendamos la consulta de estas dos últimas
ediciones por su riguroso aparato crítico, imprescindible para la correcta
valoración y comprensión de la obra. Hemos seguido, fundamentalmente, los
criterios de fijación textual y actualización ortográfica de la edición de
Antonio Sánchez Zamarreño, quien también tiene en cuenta las de Cristóbal
Cuevas, el Padre Félix García, Federico de Onís (Madrid, La Lectura, 1914-1922,
3 vols.) y el Padre Migúelez (Madrid, Apostolado de la Prensa, 1923).]
El libro primero de los nombres de Cristo
Dedicatoria del Maestro
A Don Pedro Portocarrero, del Consejo de S. M. y de la Santa y
general Inquisición
De las calamidades de nuestros tiempos, que,
como vemos, son muchas y muy graves, una es, y no la menor de todas, muy
ilustre señor, el haber venido los hombres a disposición que les sea ponzoña lo
que les solía ser medicina y remedio, que es también claro indicio de que se
les acerca su fin, y de que el mundo está vecino a la muerte, pues la halla en
la vida.
Notoria cosa es que las Escrituras que
llamamos sagradas las inspiró Dios a los profetas, que las escribieron para que
nos fuesen, en los trabajos de esta vida, consuelo, y en las tinieblas y
errores de ella, clara y fiel luz; y para que en las llagas que hacen en
nuestras almas la pasión y el pecado, allí, como en oficina general, tuviésemos
para cada una propio y saludable remedio. Y porque las escribió para este fin,
que es universal, también es manifiesto que pretendió que el uso de ellas fuese
común a todos, y así, cuanto es de su parte, lo hizo; porque las compuso con
palabras llanísimas y en lengua que era vulgar a aquellos a quienes las dio
primero.
Y después, cuando de aquéllos, juntamente con
el verdadero conocimiento de Jesucristo, se comunicó y traspasó también este
tesoro a las gentes, hizo que se pusiesen en muchas lenguas, y casi en todas
aquellas que entonces eran más generales y más comunes, porque fuesen gozadas
comúnmente de todos. Y así fue, que, en los primeros tiempos de la Iglesia, y
en no pocos años después, era gran culpa en cualquiera de los fieles no
ocuparse mucho en el estudio y lección de los Libros divinos. Y los
eclesiásticos y los que llamamos seglares, así los doctos como los que carecían
de letras, por esta causa trataban tanto de este conocimiento, que el cuidado
de los vulgares despertaba el estudio de los que por su oficio son maestros,
quiero decir, de los prelados y obispos; los cuales de ordinario en sus
iglesias, casi todos los días declaraban las santas Escrituras al pueblo, para
que la lección particular que cada uno tenía de ellas en su casa, alumbrada con
la luz de aquella doctrina pública, y como recogida con la voz del maestro,
careciese de error y fuese causa de más señalado provecho. El cual, a la
verdad, fue tan grande cuanto aquel gobierno era bueno; y respondió el fruto a
la sementera, como lo saben los que tienen alguna noticia de la historia de
aquellos tiempos.
Pero, como decía, esto que de suyo es tan
bueno, y que fue tan útil en aquel tiempo, la condición triste de nuestros
siglos y la experiencia de nuestra grande desventura, nos enseñan que nos es
ocasión ahora de muchos daños. Y así, los que gobiernan la Iglesia, con maduro
consejo y como forzados de la misma necesidad, han puesto una cierta y debida
tasa en este negocio, ordenando que los libros de la sagrada Escritura no anden
en lenguas vulgares, de manera que los ignorantes los puedan leer; y como a
gente animal y tosca, que, o no conocen estas riquezas, o, si las conocen, no
usan bien de ellas, se las han quitado al vulgo de entre las manos.
Y si alguno se maravilla, como a la verdad es
cosa que hace maravillar, que, en gentes que profesan una misma religión, haya
podido acontecer que lo que antes les aprovechaba les dañe ahora, y mayormente
en cosas tan sustanciales, y si desea penetrar al origen de este mal,
conociendo sus fuentes, digo que, a lo que yo alcanzo, las causas de esto son
dos: ignorancia y soberbia, y más soberbia que ignorancia; en los cuales males
ha venido a dar poco a poco el pueblo cristiano, decayendo de su primera
virtud.
La ignorancia ha estado de parte de aquellos
a quien incumbe el saber y el declarar estos libros; y la soberbia, de parte de
los mismos y de los demás todos, aunque en diferente manera; porque en éstos la
soberbia y el pundonor de su presunción, y el título de maestros, que se
arrogaban sin merecerlo, les cegaba los ojos para que ni conociesen sus faltas,
ni se persuadiesen a que les estaba bien poner estudio y cuidado en aprender lo
que no sabían y se prometían saber; y a los otros este humor mismo, no sólo les
quitaba la voluntad de ser enseñados en estos libros y letras, mas les
persuadía también que ellos las podían saber y entender por sí mismos. Y así,
presumiendo el pueblo de ser maestro, y no pudiendo, como convenía, serlo los
que lo eran o debían de ser, convertíase la luz en tinieblas; y leer las
Escrituras el vulgo le era ocasión de concebir muchos y muy perniciosos
errores, que brotaban y se iban descubriendo por horas.
Mas si como los prelados eclesiásticos
pudieron quitar a los indoctos las Escrituras, pudieran también ponerlas y
asentarlas en el deseo y en el entendimiento y en la noticia de los que las han
de enseñar, fuera menos de llorar esta miseria; porque estando éstos, que son
como cielos llenos y ricos con la virtud de este tesoro, derivárase de ellos necesariamente
gran bien en los menores, que son el suelo sobre quien ellos influyen. Pero en
muchos es esto tan al revés, que no sólo no saben estas letras, pero
desprecian, o, a lo menos, muestran preciarse poco y no juzgar bien de los que
las saben. Y con un pequeño gusto de ciertas cuestiones contentos e hinchados,
tienen título de maestros teólogos, y no tienen la Teología; de la cual, como
se entiende, el principio son las cuestiones de la Escuela, y el crecimiento de
la doctrina que escriben los santos, y el colmo y perfección y lo más alto de
ella, las letras sagradas, a cuyo entendimiento todo lo de antes, como a fin
necesario, se ordena.
Mas dejando éstos y tomando a los comunes del
vulgo, a este daño, de que por su culpa y soberbia se hicieron inútiles para la
lección de la Escritura divina, háseles seguido otro daño, no sé si diga peor:
que se han entregado sin rienda a la lección de mil libros, no solamente vanos,
sino señaladamente dañosos, los cuales, como por arte del demonio, como
faltaron los buenos, en nuestra edad, más que en otra, han crecido. Y nos ha
acontecido lo que acontece a la tierra, que cuando no produce trigo da espinas.
Y digo que este segundo daño en parte vence al primero, porque en aquél pierden
los hombres un grande instrumento para ser buenos, mas en éste le tienen para
ser malos; allí quítasele a la virtud algún gobierno, aquí dase cebo a los
vicios. Porque si, como alega San Pablo, «las malas conversaciones corrompen
las buenas costumbres», el libro torpe y dañado, que conversa con el que le lee
a todas horas y a todos tiempos, ¿qué no hará? o ¿cómo será posible que no críe
viciosa y mala sangre el que se mantiene de malezas y de ponzoñas?
Y, a la verdad, si queremos mirar en ello con
atención y ser justos jueces, no podemos dejar de juzgar sino que de estos
libros perdidos y desconcertados, y de su lección, nace gran parte de los
reveses y perdición que se descubren continuamente en nuestras costumbres. Y de
un sabor de gentilidad y de infidelidad, que los celosos del servicio de Dios
sienten en ellas -que no sé yo si en edad alguna del pueblo cristiano se ha
sentido mayor-, a mi juicio, el principio y la raíz y la causa toda son estos
libros. Y es caso de gran compasión, que muchas personas simples y puras se
pierden en este mal paso, antes que se adviertan de él; y como sin saber de
dónde o de qué, se hallan emponzoñadas, y quiebran simple y lastimosamente en
esta roca encubierta. Porque muchos de estos malos escritos ordinariamente
andan en las manos de mujeres doncellas y mozas, y no se recatan de ello sus
padres; por donde las más de las veces les sale vano y sin fruto todo el demás
recato que tienen.
Por lo cual, como quiera que siempre haya
sido provechoso y loable el escribir sanas doctrinas, que despierten las almas
o las encaminen a la virtud, en este tiempo es así necesario, que, a mi juicio,
todos los buenos ingenios en quien puso Dios partes y facultad para semejante
negocio, tienen obligación a ocuparse en él, componiendo en nuestra lengua,
para el uso común de todos, algunas cosas que, o como nacidas de las Sagradas
Letras, o como allegadas y conformes a ellas, suplan por ellas, cuanto es
posible, con el común menester de los hombres, y juntamente les quiten de las
manos, sucediendo en su lugar de ellos, los libros dañosos y de vanidad.
Y aunque es verdad que algunas personas
doctas y muy religiosas han trabajado en esto bien felizmente en muchas
escrituras que nos han dado, llenas de utilidad y pureza; mas no por eso los
demás que pueden emplearse en lo mismo se deben tener por desobligados, ni
deben por eso alanzar de las manos la pluma; pues en caso que todos los que
pueden escribir escribiesen, todo ello sería mucho menos, no sólo de lo que se
puede escribir en semejantes materias, sino de aquello que, conforme a nuestra
necesidad, es menester que se escriba, así por ser los gustos de los hombres y
sus inclinaciones tan diferentes, como por ser tantas ya y tan recibidas las
escrituras malas, contra quien se ordenan las buenas. Y lo que en las baterías
y cercos de los lugares fuertes se hace en la guerra, que los tientan por todas
las partes, y con todos los ingenios que nos enseña la facultad militar, eso
mismo es necesario que hagan todos los buenos y doctos ingenios ahora, sin que
uno se descuide con otro, en un mal uso tan torreado y fortificado como es éste
de que vamos hablando.
Yo así lo juzgo y juzgué siempre. Y aunque me
conozco por el menor de todos los que, en esto que digo, pueden servir a la
Iglesia, siempre la deseé servir en ello como pudiese; y por mi poca salud y
muchas ocupaciones no lo he hecho hasta ahora.
Mas, ya que la vida pasada ocupada y
trabajosa me fue estorbo para que no pusiese este mi deseo y juicio en
ejecución, no me parece que debo perder la ocasión de este ocio, en que la
injuria y mala voluntad de algunas personas me han puesto. Porque, aunque son
muchos los trabajos que me tienen cercado, pero el favor largo del cielo que
Dios, padre verdadero de los agraviados, sin merecerlo me da, y el testimonio
de la conciencia en medio de todos ellos, han serenado mi alma con tanta paz,
que no sólo en la enmienda de mis costumbres, sino también en el negocio y
conocimiento de la verdad, veo ahora y puedo hacer lo que antes no hacía. Y
hame convertido este trabajo el Señor en mi luz y salud, y con las manos de los
que me pretendían dañar ha sacado mi bien. A cuya excelente y divina merced en
alguna manera no respondería yo con el agradecimiento debido, si, ahora que
puedo, en la forma que puedo y según la flaqueza de mi ingenio y mis fuerzas,
no pusiese cuidado en esto, que, a lo que yo juzgo, es tan necesario para bien
de sus fieles.
Pues a este propósito me vinieron a la
memoria unos razonamientos que, en los años pasados, tres amigos míos y de mi
Orden, los dos de ellos hombres de grandes letras e ingenio, tuvieron entre sí
por cierta ocasión, acerca de los nombres con que es llamado Jesucristo en la
Sagrada Escritura; los cuales me refirió a mí poco después el uno de ellos, y
yo por su cualidad no los quise olvidar.
Y deseando yo ahora escribir alguna cosa que
fuese útil al pueblo de Cristo, hame parecido que comenzar por sus nombres,
para principio, es el más feliz y de mejor anuncio; y para utilidad de los
lectores, la cosa de más provecho; y para mi gusto particular, la materia más
dulce y más apacible de todas; porque, así como Cristo nuestro Señor es como
fuente, o, por mejor decir, como océano que comprende en sí todo lo provechoso
y lo dulce que se reparte en los hombres, así el tratar de Él, y como si
dijésemos, el desenvolver este tesoro, es conocimiento dulce y provechoso más
que otro ninguno. Y por orden de buena razón, se presupone a los demás tratados
y conocimientos este conocimiento, porque es el fundamento de todos ellos y es
como el blanco adonde el cristiano endereza todos sus pensamientos y obras; y
así, lo primero a que debemos dar asiento en el alma es a su deseo, y, por la
misma razón, a su conocimiento, de quien nace y con quien se enciende y
acrecienta el deseo.
Y la propia y verdadera sabiduría del hombre
es saber mucho de Cristo; y, a la verdad, es la más alta y más divina sabiduría
de todas, porque entenderle a Él es entender todos los tesoros de la sabiduría
de Dios, que, como dice San Pablo, «están en Él cerrados»; y es entender el
infinito amor que Dios tiene a los hombres, y la majestad de su grandeza, y el
abismo de sus consejos sin suelo, y de su fuerza invencible el poder inmenso,
con las demás grandezas y perfecciones que moran en Dios, y se descubren y
resplandecen, más que en ninguna parte, en el misterio de Cristo. Las cuales
perfecciones todas, o gran parte de ellas, se entenderán si entendiéremos la
fuerza y la significación de los nombres que el Espíritu Santo le da en la
divina Escritura; porque son estos nombres como unas cifras breves, en que
Dios, maravillosamente, encerró todo lo que acerca de esto el humano
entendimiento puede entender y le conviene que entienda.
Pues lo que en ello se platicó entonces,
recorriendo yo la memoria de ello después, casi en la misma forma como a mí me
fue referido, y lo más conforme que ha sido posible al hecho de la verdad o a
su semejanza, habiéndolo puesto por escrito, lo envío ahora a vuestra merced, a
cuyo servicio se enderezan todas mis cosas.
Introducción
Introdúcese en el asunto
con la idea de un coloquio que tuvieron tres amigos en una casa de recreo
Era por el mes de junio, a las vueltas de la
fiesta de San Juan, a tiempo que en Salamanca comienzan a cesar los estudios,
cuando Marcelo, el uno de los que digo -que así le quiero llamar con nombre
fingido, por ciertos respetos que tengo, y lo mismo haré a los demás-, después
de una carrera tan larga como es la de un año en la vida que allí se vive, se
retiró, como a puerto sabroso, a la soledad de una granja que, como vuestra
merced sabe, tiene mi monasterio en la ribera del Tormes, y fuéronse con él,
por hacerle compañía y por el mismo respeto, los otros dos. Adonde habiendo
estado algunos días, aconteció que una mañana, que era la del día dedicado al
apóstol San Pedro, después de haber dado al culto divino lo que se le debía,
todos tres juntos se salieron de la casa a la huerta que se hace delante de
ella.
Es la huerta grande, y estaba entonces bien
poblada de árboles, aunque puestos sin orden; mas eso mismo hacía deleite en la
vista, y sobre todo, la hora y la sazón. Pues entrados en ella, primero, y por
un espacio pequeño, se anduvieron paseando y gozando del frescor; y después se
sentaron juntos a la sombra de unas parras y junto a la corriente de una
pequeña fuente, en ciertos asientos. Nace la fuente de la cuesta que tiene la
casa a las espaldas, y entraba en la huerta por aquella parte; y corriendo y
tropezando, parecía reírse. Tenían también delante de los ojos y cerca de ellos
una alta y hermosa alameda. Y más adelante, y no muy lejos, se veía el río
Tormes, que aun en aquel tiempo, hinchiendo bien sus riberas, iba torciendo el
paso por aquella vega. El día era sosegado y purísimo, y la hora muy fresca.
Así que, asentándose y callando por un pequeño tiempo, después de sentados,
Sabino, que así me place llamar al que de los tres era el más mozo, mirando
hacia Marcelo y sonriéndose, comenzó a decir así:
-Algunos hay a quien la vista del campo los
enmudece, y debe de ser condición de espíritus de entendimiento profundo; mas
yo, como los pájaros, en viendo lo verde, deseo o cantar o hablar.
-Bien entiendo por qué lo decís -respondió al
punto Marcelo-; y no es alteza de entendimiento, como dais a entender por
lisonjearme o por consolarme, sino cualidad de edad y humores diferentes, que
nos predominan y se despiertan con esta vista, en vos de sangre y en mí de
melancolía. Mas sepamos -dice- de Juliano (que éste será el nombre del
tercero), si es pájaro también o si es de otro metal.
-No soy siempre de uno mismo -respondió
Juliano-, aunque ahora al humor de Sabino me inclino algo más. Y pues él no
puede ahora razonar consigo mismo mirando la belleza del campo y la grandeza
del cielo, bien será que nos diga su gusto acerca de lo que podremos hablar.
Entonces Sabino, sacando del seno un papel
escrito y no muy grande:
-Aquí -dice- está mi deseo y mi esperanza.
Marcelo, que reconoció luego el papel, porque
estaba escrito de su mano, dijo, vuelto a Sabino y riéndose:
-No os atormentará mucho el deseo a lo menos,
Sabino, pues tan en la mano tenéis la esperanza; ni aun deben ser ni lo uno ni
lo otro muy ricos, pues se encierran en tan pequeño papel.
-Si fueren pobres -dijo Sabino-, menos causa
tendréis para no satisfacerme en una cosa tan pobre.
-¿En qué manera -respondió Marcelo- o qué
parte soy yo para satisfacer vuestro deseo, o qué deseo es el que decís?
Entonces Sabino, desplegando el papel, leyó
el título que decía: De
los nombres de Cristo; y no leyó más, y dijo luego:
-Por cierto caso hallé hoy este papel, que es
de Marcelo, adonde, como parece, tiene apuntados algunos de los nombres con que
Cristo es llamado en la Sagrada Escritura, y los lugares de ella donde es
llamado así. Y como le vi, me puso codicia de oírle algo sobre aqueste argumento,
y por eso dije que mi deseo estaba en este papel. Y está en él mi esperanza
también, porque, como parece de él, este es argumento en que Marcelo ha puesto
su estudio y cuidado, y argumento que le debe tener en la lengua; y así no
podrá decirnos ahora lo que suele decir cuando se excusa, si le obligamos a
hablar, que le tomamos desapercibido. Por manera que, pues le falta esta
excusa, y el tiempo es nuestro, y el día santo, y la sazón tan a propósito de
pláticas semejantes, no nos será dificultoso el rendir a Marcelo, si vos,
Juliano, me favorecéis.
-En ninguna cosa me hallaréis más a vuestro
lado, Sabino -respondió Juliano.
Y dichas y respondidas muchas cosas en este
propósito, porque Marcelo se excusaba mucho, o a lo menos pedía que tomase
Juliano su parte y dijese también; y quedando asentado que a su tiempo, cuando
pareciese, o si pareciese ser menester, Juliano haría su oficio, Marcelo,
vuelto a Sabino, dijo así:
-Pues el papel ha sido el despertador de esta
plática, bien será que él mismo nos sea la guía en ella. Id leyendo, Sabino, en
él; y de lo que en él estuviere, y conforme a su orden, así iremos diciendo si
no os parece otra cosa.
-Antes nos parece lo mismo -respondieron como
a una Sabino y Juliano.
Y luego Sabino, poniendo los ojos en el escrito,
con clara y moderada voz leyó así:
De los nombres en general
Explícase la naturaleza del nombre, qué oficio tiene, por qué fin
se introdujo y en qué manera se suele poner
«Los nombres que en la Escritura se dan a
Cristo son muchos, así como son muchas sus virtudes y oficios; pero los
principales son diez, en los cuales se encierran y, como reducidos, se recogen
los demás; y los diez son éstos».
-Primero que vengamos a eso -dijo Marcelo
alargando la mano hacia Sabino, para que se detuviese-, convendrá que digamos
algunas cosas que se presuponen a ello; y convendrá que tomemos el salto, como
dicen, de más atrás, y que guiando el agua de su primer nacimiento, tratemos
qué cosa es esto que llamamos nombre, y qué oficio tiene, y por qué fin se
introdujo y en qué manera se suele poner; y aun antes de todo esto hay otro
principio.
-¿Qué otro principio -dijo Juliano- hay que
sea primero que el ser de lo que se trata, y la declaración de ello breve, que
la Escuela llama definición?
-Que como los que quieren hacerse a la vela
-respondió Marcelo- y meterse en la mar, antes que desplieguen los lienzos,
vueltos al favor del cielo, le piden viaje seguro, así ahora en el principio de
una semejante jornada, yo por mí, o por mejor decir, todos para mí, pidamos a
ese mismo de quien hemos de hablar sentidos y palabras cuales convienen para
hablar de Él. Porque si las cosas menores, no sólo acabarlas no podemos bien,
mas ni emprenderlas tampoco, sin que Dios particularmente nos favorezca, ¿quién
podrá decir de Cristo y de cosas tan altas como son las que encierran los Nombres de Cristo, si no
fuere alentado con la fuerza de su espíritu?
Por lo cual, desconfiando de nosotros mismos
y confesando la insuficiencia de nuestro saber, y como derrocando por el suelo
los corazones, supliquemos con humildad a esta divina luz que nos amanezca,
quiero decir, que envíe en mi alma los rayos de su resplandor y la alumbre,
para que en esto que quiero decir de Él, sienta lo que es digno de Él; y para
que lo que en esta manera sintiere, lo publique por la lengua en la forma que
debe. Porque, Señor, sin Ti, ¿quién podrá hablar como es justo de Ti? O ¿quién
no se perderá, en el inmenso océano de tus excelencias metido, si Tú mismo no
le guías al puerto? Luce, pues, ¡oh sólo verdadero Sol!, en mi alma, y luce con
tan grande abundancia de luz, que, con el rayo de ella, juntamente y mi
voluntad encendida te ame y mi entendimiento esclarecido te vea, y, enriquecida,
mi boca te hable y pregone, si no como eres del todo, a lo menos como puedes de
nosotros ser entendido, y sólo a fin de que Tú seas glorioso y ensalzado en
todo tiempo y de todos.
Y, dicho esto, calló, y los otros dos
quedaron suspensos y atentos mirándole; y luego tornó a comenzar en esta
manera:
-El nombre, si hemos de decirlo en pocas
palabras, es una palabra breve que se sustituye por aquello de quien se dice, y
se toma por ello mismo. O nombre es aquello mismo que se nombra, no en el ser
real y verdadero que ello tiene, sino en el ser que le da nuestra boca y
entendimiento. Porque se ha de entender que la perfección de todas las cosas, y
señaladamente de aquellas que son capaces de entendimiento y razón, consiste en
que cada una de ellas tenga en sí a todas las otras y en que, siendo una, sea
todas cuanto le fuere posible; porque en esto se avecina a Dios, que en sí lo
contiene todo. Y cuanto más en esto creciere, tanto se allegará más a Él
haciéndosele semejante. La cual semejanza es, si conviene decirlo así, el pío
general de todas las cosas, y el fin y como el blanco adonde envían sus deseos
todas las criaturas.
Consiste, pues, la perfección de las cosas en
que cada uno de nosotros sea un mundo perfecto, para que por esta manera,
estando todos en mí y yo en todos los otros, y teniendo yo su ser de todos
ellos, y todos y cada uno de ellos teniendo el ser mío, se abrace y eslabone
toda esta máquina del universo, y se reduzca a unidad la muchedumbre de sus
diferencias; y quedando no mezcladas, se mezclen; y permaneciendo muchas, no lo
sean; y para que, extendiéndose y como desplegándose delante los ojos la
variedad y diversidad, venza y reine y ponga su silla la unidad sobre todo. Lo
cual es avecinarse la criatura a Dios, de quien mana, que en tres personas es
una esencia, y en infinito número de excelencias no comprensibles, una sola
perfecta y sencilla excelencia.
Pues siendo nuestra perfección ésta que digo,
y deseando cada uno naturalmente su perfección, y no siendo escasa la
naturaleza en proveer a nuestros necesarios deseos, proveyó en esto como en
todo lo demás con admirable artificio. Y fue que, porque no era posible que las
cosas, así como son, materiales y toscas, estuviesen todas unas en otras, les
dio a cada una de ellas, demás del ser real que tienen en sí, otro ser del todo
semejante a este mismo, pero más delicado que él y que nace en cierta manera de
él, con el cual estuviesen y viviesen cada una de ellas en los entendimientos
de sus vecinos, y cada una en todas, y todas en cada una. Y ordenó también que
de los entendimientos, por semejante manera, saliesen con la palabra a las
bocas. Y dispuso que las que en su ser material piden cada una de ellas su
propio lugar, en aquel espiritual ser pudiesen estar muchas, sin embarazarse,
en un mismo lugar en compañía juntas; y aun, lo que es más maravilloso, una
misma en un mismo tiempo en muchos lugares.
De lo cual puede ser como ejemplo lo que en
el espejo acontece. Que si juntamos muchos espejos y los ponemos delante los
ojos, la imagen del rostro, que es una, reluce una misma y en un mismo tiempo
en cada uno de ellos; y de ellos todas aquellas imágenes, sin confundirse, se
toman juntamente a los ojos, y de los ojos al alma de aquel que en los espejos
se mira. Por manera que, en conclusión de lo dicho, todas las cosas viven y
tienen ser en nuestro entendimiento cuando las entendemos y cuando las
nombramos en nuestras bocas y lenguas. Y lo que ellas son en sí mismas, esa
misma razón de ser tienen en nosotros, si nuestras bocas y entendimientos son verdaderos.
Digo esa
misma en razón de semejanza, aunque en cualidad de modo
diferente, conforme a lo dicho. Porque el ser que tienen en sí es ser de tomo y
de cuerpo, y ser estable y que así permanece; pero en el entendimiento que las
entiende, hácense a la condición de él y son espirituales y delicadas; y para
decirlo en una palabra, en sí son la verdad, mas en el entendimiento y en la
boca son imágenes de la verdad, esto es, de sí mismas, e imágenes que
sustituyen y tienen la vez de sus mismas cosas para el efecto y fin que está
dicho; y, finalmente, en sí son ellas mismas, y en nuestra boca y entendimiento
sus nombres. Y así queda claro lo que al principio dijimos, que el nombre es
como imagen de la cosa de quien se dice, o la misma cosa disfrazada en otra
manera, que sustituye por ella y se toma por ella, para el fin y propósito de
perfección y comunidad que dijimos.
Y de esto mismo se conoce también que hay dos
maneras o dos diferencias de nombres: unos que están en el alma y otros que
suenan en la boca. Los primeros son el ser que tienen las cosas en el
entendimiento del que las entiende; y los otros, el ser que tienen en la boca
del que, como las entiende, las declara y saca a luz con palabras. Entre las
cuales hay esta conformidad: que los unos y los otros son imágenes, y, como ya
digo muchas veces, sustitutos de aquéllos cuyos nombres son. Mas hay también
esta desconformidad: que los unos son imágenes por naturaleza, y los otros por
arte. Quiero decir que la imagen y figura que está en el alma sustituye por
aquellas cosas cuya figura es por la semejanza natural que tiene con ellas; mas
las palabras, porque nosotros, que fabricamos las voces, señalamos para cada
cosa la suya, por eso sustituyen por ellas. Y cuando decimos nombres,
ordinariamente entendemos estos postreros, aunque aquellos primeros son los
nombres principalmente. Y así nosotros hablaremos de aquéllos, teniendo los
ojos en éstos.
Y habiendo dicho Marcelo esto, y queriendo
proseguir su razón, díjole Juliano:
-Paréceme que habéis guiado el agua muy desde
su fuente, y como conviene que se guíe en todo aquello que se dice, para que
sea perfectamente entendido. Y si he estado bien atento, de tres cosas que en
el principio nos propusisteis, habéis ya dicho las dos, que son: lo que es el
nombre, y el oficio para cuyo fin se ordenó. Resta decir lo tercero, que es la
forma que se ha de guardar, y aquello a que se ha de tener respeto cuando se
pone.
-Antes de eso -respondió Marcelo- añadiremos
esta palabra a lo dicho; y es que, como de las cosas que entendemos, unas veces
formamos en el entendimiento una imagen, que es imagen de muchos, quiero decir,
que es imagen de aquello en que muchas cosas, que en lo demás son diferentes,
convienen entre sí y se parecen; y otras veces la imagen que figuramos es retrato
de una cosa sola, y así propio retrato de ella que no dice con otra; por la
misma manera hay unas palabras o nombres que se aplican a muchos, y se llaman
nombres comunes, y otros que son propios de sólo uno, y éstos son aquéllos de
quien hablamos ahora. En los cuales, cuando de intento se ponen, la razón y
naturaleza de ellos pide que se guarde esta regla: que, pues han de ser
propios, tengan significación de alguna particular propiedad, y de algo de lo
que es propio a aquello de quien se dicen; y que se tomen y como nazcan y manen
de algún minero suyo y particular; porque si el nombre, como hemos dicho,
sustituye por lo nombrado, y si su fin es hacer que lo ausente que significa,
en él nos sea presente, y cercano y junto lo que nos es alejado, mucho conviene
que en el sonido, en la figura, o verdaderamente en el origen y significación
de aquello de donde nace, se avecine y asemeje a cuyo es, cuanto es posible
avecinarse a una cosa de tomo y de ser el sonido de una palabra.
No se guarda esto siempre en las lenguas; es
grande verdad. Pero si queremos decir la verdad, en la primera lengua lo de
todas casi siempre se guarda. Dios, a lo menos, así lo guardó en los nombres
que puso, como en la Escritura se ve. Porque, si no es esto, ¿qué es lo que se
dice en el Génesis que
Adán, inspirado por Dios, puso a cada cosa su nombre, y que lo que él las
nombró, ese es el nombre de cada una? Esto es decir que a cada una les venía
como nacido aquel nombre, y que era así suyo por alguna razón particular y
secreta, que si se pusiera a otra cosa no le viniera ni cuadrara tan bien.
Pero, como decía, esta semejanza y conformidad se atiende en tres cosas: en la
figura, en el sonido, y señaladamente en el origen de su derivación y
significación. Y digamos de cada una, comenzando por esta postrera.
Atiéndese, pues, esta semejanza en el origen
y significación de aquello de donde nace; que es decir que cuando el nombre que
se pone a alguna cosa se deduce y deriva de alguna otra palabra y nombre,
aquello de donde se deduce ha de tener significación de alguna cosa que se
avecine a algo de aquello que es propio al nombrado, para que el nombre,
saliendo de allí, luego que sonare ponga en el sentido del que le oyere la
imagen de aquella particular propiedad; esto es, para que el nombre contenga en
su significación algo de lo mismo que la cosa nombrada contiene en su esencia.
Como, por razón de ejemplo, se ve en nuestra lengua en el nombre con que se
llaman en ella los que tienen la vara de justicia en alguna ciudad, que los
llamamos corregidores,
que es nombre que nace y se toma de lo que es corregir, porque el corregir lo malo es su
oficio de ellos, o parte de su oficio muy propia. Y así, quien lo oye, en
oyéndolo, entiende lo que hay o haber debe en el que tiene este nombre. Y
también a los que entrevienen en los casamientos los llamamos en
castellano casamenteros,
que viene de lo que es hacer
mención o mentar, porque son los que hacen mención del casar,
entreviniendo en ello y hablando de ello y tratándolo. Lo cual en la Sagrada
Escritura se guarda siempre en todos aquellos nombres que, o Dios puso a
alguno, o por su inspiración se pusieron a otros. Y esto en tanta manera, que
no solamente ajusta Dios los nombres que pone con lo propio que las cosas
nombradas tienen en sí, mas también todas las veces que dio a alguno y le
añadió alguna cualidad señalada, demás de las que de suyo tenía, le ha puesto
también algún nuevo nombre que se conformase con ella, como se ve en el nombre
que de nuevo puso a Abraham; y en el de Sara, su mujer, se ve también; y en el
de Jacob, su nieto, a quien llamó Israel; y en el de Josué, el capitán que puso
a los judíos en la posesión de su tierra; y así en otros muchos.
-No ha muchas horas -dijo entonces Sabino-
que oímos acerca de eso un ejemplo bien señalado; y aun oyéndole yo, se me
ofreció una pequeña duda acerca de él.
-¿Qué ejemplo es ese? -respondió Marcelo.
-El nombre de Pedro -dijo Sabino-, que le
puso Cristo, como ahora nos fue leído en la misa.
-Es verdad -dijo Marcelo-, y es bien claro
ejemplo. Mas ¿qué duda tenéis en él?
-La causa por qué Cristo le puso -respondió
Sabino- es mi duda; porque me parece que debe contener en sí algún misterio
grande.
-Sin duda -dijo Marcelo-, muy grande; porque
dar Cristo a San Pedro este nuevo y público nombre, fue cierta señal que en lo
secreto del alma le infundía a él, más que a ninguno de sus compañeros, un don
de firmeza no vencible.
-Eso mismo -replicó luego Sabino- es lo que
se me hace dudoso; porque ¿cómo tuvo más firmeza que los demás apóstoles, ni
infundida ni suya, el que sólo entre todos negó a Cristo por tan ligera
ocasión? Si no es firmeza prometer osadamente y no cumplir flacamente después.
-No es así -respondió Marcelo-, ni se puede
dudar en manera alguna de que fue este glorioso príncipe, en este don de firmeza
de amor y fe para con Cristo, muy aventajado entre todos. Y es claro argumento
de esto aquel celo y apresuramiento que siempre tuvo para adelantarse en todo
lo que parecía tocar o a la honra o al descanso de su Maestro. Y no sólo
después que recibió el fuego del Espíritu Santo, sino antes también, cuando
Cristo, preguntándole tres veces si le amaba más que los otros y respondiendo
él que le amaba, le dio a pacer sus ovejas, testificó Cristo con el hecho que
su respuesta era verdadera, y que se tenía por amado de él con firmísimo y
fortísimo amor. Y si negó en algún tiempo, bien es de creer que cualquiera de
sus compañeros, en la misma pregunta y ocasión de temer, hiciera lo mismo si se
les ofreciera; y por no habérseles ofrecido, no por eso fueron más fuertes.
Y si quiso Dios que se le ofreciese a sólo
San Pedro, fue con grande razón. Lo uno para que confiase menos de sí de allí
adelante el que hasta entonces, de la fuerza de amor que en sí mismo sentía,
tomaba ocasión para ser confiado. Y lo otro, para que quien había de ser pastor
y como padre de todos los fieles, con la experiencia de su propia flaqueza se
condoliese de las que después viese en sus súbditos, y supiese llevarlas. Y
últimamente, para que con el lloro amargo que hizo por esta culpa, mereciese
mayor acercamiento de fortaleza. Y así fue que después se le dio firmeza para
sí y para otros muchos en él; quiero decir, para todos los que le son sucesores
en su Silla apostólica, en la cual siempre ha permanecido firme y entera, y
permanecerá hasta el fin, la verdadera doctrina y confesión de la fe.
Mas tornando a lo que decía, quede esto por
cierto: que todos los nombres que se ponen por orden de Dios, traen consigo
significación de algún particular secreto que la cosa nombrada en sí tiene, y
que en esta significación se asemejan a ella; que es la primera de las tres
cosas en que, como dijimos, esta semejanza se atiende. Y sea la segunda lo que
toca al sonido: esto es, que sea el nombre que se pone de tal cualidad, que
cuando se pronunciare suene como suele sonar aquello que significa, o cuando
habla, si es cosa que habla, o en algún otro accidente que le acontezca. Y la
tercera es la figura, que es la que tienen las letras con que los nombres se
escriben, así en el número como en la disposición de sí mismas, y la que cuando
las pronunciamos suelen poner en nosotros. Y de estas dos maneras postreras, en
la lengua original de los libros divinos y en esos mismos libros hay infinitos
ejemplos; porque del sonido, casi no hay palabra de las que significan alguna
cosa, que, o se haga con voz o que envíe son alguno de sí, que, pronunciada
bien, no nos ponga en los oídos o el mismo sonido o algún otro muy semejante de
él.
Pues lo que toca a la figura, bien
considerado, es cosa maravillosa los secretos y los misterios que hay acerca de
esto en las Letras divinas. Porque en ellas, en algunos nombres se añaden
letras para significar acrecentamiento de buena dicha en aquello que
significan; y en otros se quitan algunas de las debidas para hacer demostración
de calamidad y pobreza. Algunos, si lo que significan, por algún accidente,
siendo varón, se ha afeminado y enmollecido, ellos también toman letras de las
que en aquella lengua son, como si dijésemos, afeminadas y mujeriles. Otros, al
revés, significando cosas femeninas de suyo, para dar a entender algún
accidente viril, toman letras viriles. En otros mudan las letras su propia
figura, y las abiertas se cierran, y las cerradas se abren y mudan el sitio, y
se trasponen y disfrazan con visajes y gestos diferentes, y, como dicen del
camaleón, se hacen a todos los accidentes de aquellos cuyos son los nombres que
constituyen. Y no pongo ejemplos de esto porque son cosas menudas, y a los que
tienen noticia de aquella lengua, como vos, Juliano y Sabino, la tenéis,
notorias mucho; y señaladamente porque pertenecen propiamente a los ojos y así,
para dichas y oídas, son cosas oscuras.
Pero, si os parece, valga por todos la figura
y cualidad de letras con que se escribe en aquella lengua el nombre propio de
Dios, que los hebreos llaman inefable,
porque no tenían por lícito el traerle comúnmente en la boca; y los griegos le
llaman nombre de cuatro
letras, porque son tantas las letras de que se compone. Porque, si
miramos al sonido con que se pronuncia, todo él es vocal, así como lo es aquel
a quien significa, que todo es ser y vida y espíritu sin ninguna mezcla de
composición o de materia. Y si atendemos a la condición de las letras hebreas
con que se escribe, tienen esta condición, que cada una de ellas se puede poner
en lugar de las otras, y muchas veces en aquella lengua se ponen; y así, en
virtud, cada una de ellas es todas, y todas son cada una; que es como imagen de
la sencillez que hay en Dios, por una parte, y de la infinita muchedumbre de
perfecciones que, por otra, tiene; porque todo es una gran perfección, y
aquella una es todas sus perfecciones. Tanto que, si hablamos con propiedad, la
perfecta sabiduría de Dios no se diferencia de su justicia infinita; ni su
justicia, de su grandeza; ni su grandeza, de su misericordia; y el poder y el
saber y el amar en Él, todo es uno. Y en cada uno de estos sus bienes, por más
que le desviemos y alejemos del otro, están todos juntos; y por cualquiera
parte que le miremos, es todo y no parte. Y conforme a esta razón es, como
habemos dicho, la condición de las letras que componen su nombre. Y no sólo en
la condición de las letras, sino aun, lo que parece maravilloso, en la figura y
disposición también le retrata este nombre en una cierta manera.
Y diciendo esto Marcelo, e inclinándose hacia
la tierra, en la arena, con una vara delgada y pequeña, formó unas letras como
éstas
-Porque en las letras caldaicas este santo
nombre siempre se figura así. Lo cual, como veis, es imagen del número de las
divinas personas, y de la igualdad de ellas, y de la unidad que tienen las
mismas en una esencia, como estas letras son de una figura y de un nombre. Pero
esto dejémoslo así.
E iba Marcelo a decir otra cosa; mas
atravesándose Juliano, dijo de esta manera:
-Antes que paséis, Marcelo, adelante, nos
habéis de decir cómo se compadece con lo que hasta ahora habéis dicho, que
tenga Dios nombre propio; y desde el principio deseaba pedíroslo, y dejélo por
no romperos el hilo. Mas ahora, antes que salgáis de él, nos decid: si el
nombre es imagen que sustituye por cuyo es, ¿qué nombre de voz o qué concepto
de entendimiento puede llegar a ser imagen de Dios? Y si no puede llegar, ¿en
qué manera diremos que es su nombre propio? Y aún hay en esto otra gran
dificultad: que si el fin de los nombres es que por medio de ellos las cosas
cuyos son estén en nosotros, corno dijisteis, excusada cosa fue darle a Dios
nombre, el cual está tan presente a todas las cosas, y tan lanzado, como si
dijésemos, en sus entrañas, y tan infundido y tan íntimo como está su ser de
ellas mismas.
-Abierto habíais la puerta, Juliano
-respondió Marcelo-, para razones grandes y profundas, si no la cerrara lo
mucho que hay que decir en lo que Sabino ha propuesto. Y así, no os responderé
más de lo que basta para que esos vuestros nudos queden desatados y sueltos. Y
comenzando de lo postrero, digo que es grande verdad que Dios está presente en
nosotros, y tan vecino y tan dentro de nuestro ser como Él mismo de sí; porque
en Él y por Él, no sólo nos movemos y respiramos, sino también vivimos y
tenemos ser, como lo confiesa y predica San Pablo. Pero así nos está presente,
que en esta vida nunca nos es presente.
Quiero decir que está presente y junto con
nuestro ser, pero muy lejos de nuestra vista y del conocimiento claro que
nuestro entendimiento apetece. Por lo cual convino, o por mejor decir, fue
necesario que entretanto que andamos peregrinos de él en estas tierras de
lágrimas ya que no se nos manifiesta ni se junta con nuestra alma su cara,
tuviésemos, en lugar de ella, en la boca algún nombre y palabra, y en el
entendimiento alguna figura suya, como quiera que ella sea imperfecta y oscura,
y, como San Pablo llama, enigmática. Porque, cuando volare de esta cárcel de
tierra en que ahora nuestra alma presa trabaja y afana, como metida en
tinieblas, y saliere a lo claro y a lo puro de aquella luz, él mismo, que se
junta con nuestro ser ahora, se juntará con nuestro entendimiento entonces; y
él por sí, y sin medio de otra tercera imagen, estará junto a la vista del
alma; y no será entonces su nombre otro que Él mismo, en la forma y manera que
fuere visto; y cada uno le nombrará con todo lo que viere y conociere de Él,
esto es, con el mismo Él; así y de la misma manera como le conociere.
Y por esto dice San Juan, en el libro
del Apocalipsis,
que Dios a los suyos en aquella felicidad, demás de que les enjugará las
lágrimas y les borrará de la memoria los duelos pasados, les dará a cada uno
una piedrecilla menuda, y en ella un nombre escrito, el cual sólo el que la
recibe le conoce. Que no es otra cosa sino el tanto de sí y de su esencia, que
comunicará Dios con la vista y entendimiento de cada uno de los
bienaventurados; que con ser uno en todos, con cada uno será en diferente
grado, y por una forma de sentimiento cierta y singular para cada uno.
Y, finalmente, este nombre secreto que dice
San Juan, y el nombre con que entonces nombraremos a Dios, será todo aquello
que entonces en nuestra alma será Dios, el cual, como dice San Pablo, «será en
todos todas las cosas». Así que, en el cielo, donde veremos, no tendremos
necesidad para con Dios de otro nombre más que del mismo Dios; mas en esta
oscuridad, adonde, con tenerle en casa, no le echamos de ver, esnos forzado
ponerle algún nombre. Y no se lo pusimos nosotros, sino Él por su grande piedad
se le puso luego que vio la causa y la necesidad.
En lo cual es cosa digna de considerar el
amaestramiento secreto del Espíritu Santo que siguió el santo Moisés acerca de
esto, en el libro de la creación de las cosas. Porque tratando allí la historia
de la creación, y habiendo escrito todas las obras de ella, y habiendo nombrado
en ellas a Dios muchas veces, hasta que hubo criado al hombre y Moisés lo
escribió, nunca le nombró con este su nombre, como dando a entender que, antes
de aquel punto, no había necesidad de que Dios tuviese nombre, y que, nacido el
hombre que le podía entender y no le podría ver en esta vida, era necesario que
se nombrase. Y como Dios tenía ordenado de hacerse hombre después, luego que
salió a luz el hombre, quiso humanarse nombrándose.
Y a lo otro, Juliano, que propusistes, que
siendo Dios un abismo de ser y de perfección infinita, y habiendo de ser el
nombre imagen de lo que nombra, cómo se podía entender que una palabra limitada
alcanzase a ser imagen de lo que no tiene limitación, algunos dicen que este
nombre, como nombre que se le puso Dios a sí mismo, declara todo aquello que
Dios entiende de sí, que es el concepto y verbo divino que dentro de sí
engendra entendiéndose; y que esta palabra que nos dijo y que suena en nuestros
oídos, es señal que nos explica aquella palabra eterna e incomprensible que
nace y vive en su seno, así como nosotros con las palabras de la boca
declaramos todo lo secreto del corazón. Pero, como quiera que esto sea, cuando
decimos que Dios tiene nombres propios, o que este es nombre propio de Dios, no
queremos decir que es cabal nombre, o nombre que abraza y que nos declara todo
aquello que hay en Él. Porque uno es el ser propio, y otro es el ser igual o
cabal. Para que sea propio basta que declare, de las cosas que son propias a
aquella de quien se dice, alguna de ellas; mas, si no las declara todas entera
y cabalmente, no será igual. Y así a Dios, si nosotros le ponemos nombre, nunca
le pondremos un nombre entero y que le iguale, como tampoco le podemos entender
como quien Él es entera y perfectamente; porque lo que dice la boca es señal de
lo que se entiende en el alma. Y así, no es posible que llegue la palabra
adonde el entendimiento no llega.
Y para que ya nos vamos acercando a lo propio
de nuestro propósito y a lo que Sabino leyó del papel, ésta es la causa por que
a Cristo nuestro Señor se le dan muchos nombres; conviene a saber, su mucha
grandeza y los tesoros de sus perfecciones riquísimas, y juntamente la
muchedumbre de sus oficios y de los demás bienes que nacen de él y se derraman
sobre nosotros. Los cuales, así como no pueden ser abrazados con una vista del
alma, así mucho menos pueden ser nombrados con una palabra sola. Y como el que
infunde agua en algún vaso de cuello largo y estrecho, la envía poco a poco y
no toda de golpe, así el Espíritu Santo, que conoce la estrechez y angostura de
nuestro entendimiento, no nos presenta así toda junta aquella grandeza, sino
como en partes nos la ofrece, diciéndonos unas veces algo de ella debajo de un
nombre, y debajo de otro nombre otra cosa otras veces. Y así vienen a ser casi
innumerables los nombres que la Escritura divina da a Cristo; porque le
llama León y Cordero, y Puerta y Camino, y Pastor y Sacerdote, y Sacrificio y Esposo, y Vid y Pimpollo, y Rey de Dios y Cara suya, y Piedra y Lucero, y Oriente y Padre, y Príncipe de paz y Salud, y Vida y Verdad; y así otros
nombres sin cuento. Pero, de estos muchos, escogió solos diez el papel, como
más sustanciales; porque, como en él se dice, los demás todos se reducen o
pueden reducir a éstos en cierta manera.
Mas conviene, antes que pasemos adelante, que
admitamos primero que, así como Cristo es Dios, así también tiene nombres que
por su divinidad le convienen: unos propios de su persona, y otros comunes a
toda la Trinidad; pero no habla con estos nombres nuestro papel, ni nosotros
ahora tocaremos en ellos, porque aquellos propiamente pertenecen a los nombres
de Dios. Los nombres de
Cristo que decimos ahora son aquellos solos que convienen a
Cristo en cuanto hombre, conforme a los ricos tesoros de bien que encierra en
sí su naturaleza humana, y conforme a las obras que en ella y por ella Dios ha
obrado y siempre obra en nosotros. Y con esto, Sabino, si no se os ofrece otra
cosa, proseguid adelante.
Y Sabino leyó luego:
Pimpollo
Es llamado Cristo Pimpollo, y explícase cómo le
conviene este nombre, y el modo de su maravillosa concepción
El primer nombre puesto en castellano se dirá
bien Pimpollo,
que en la lengua original es Cemach,
y el texto latino de la Sagrada Escritura unas veces lo traslada diciendo Germen, y otras
diciendo Oriens.
Así le llamó el Espíritu Santo en el capítulo cuarto del profeta Isaías: «En
aquel día el Pimpollo del
Señor será en grande alteza, y el fruto de la tierra muy ensalzado». Y por
Jeremías en el capítulo treinta y tres: «Y haré que nazca a David Pimpollo de justicia,
y haré justicia y razón sobre la tierra». Y por Zacarías en el capítulo 3,
consolando al pueblo judaico, recién salido del cautiverio de Babilonia: «Yo
haré, dice, venir a mi siervo el Pimpollo.»
Y en el capítulo sexto: «Veis un varón cuyo nombre es Pimpollo».
Y llegando aquí Sabino, cesó. Y Marcelo:
-Sea éste -dijo- el primer nombre, pues la
orden del papel nos lo da. Y no carece de razón que sea éste el primero, porque
en él, como veremos después, se toca en cierta manera la cualidad y orden del
nacimiento de Cristo y de su nueva y maravillosa generación; que, en buena
orden, cuando de alguno se habla, es lo primero que se suele decir.
Pero antes que digamos qué es ser Pimpollo, y
qué es lo que significa este nombre, y la razón por que Cristo es así nombrado,
conviene que veamos si es verdad que es éste nombre de Cristo, y si es verdad
que le nombra así la Divina Escritura, que será ver si los lugares de ella
ahora alegados hablan propiamente de Cristo; porque algunos, o infiel o
ignorantemente, nos lo quieren negar.
Pues viniendo al primero, cosa clara es que
habla de Cristo, así porque el texto caldaico, que es de grandísima autoridad y
antigüedad, en aquel mismo lugar adonde nosotros leemos: En aquel día será
el Pimpollo del
Señor, dice él: En aquel día será el Mesías del Señor; como también porque no
se puede entender aquel lugar de otra alguna manera. Porque lo que algunos
dicen del príncipe Zorababel y del estado feliz de que gozó debajo de su
gobierno el pueblo judaico, dando a entender que fue éste el Pimpollo del Señor de
quien Isaías dice: En aquel día el Pimpollo del
Señor será en grande alteza, es hablar sin mirar lo que dicen; porque quien
leyere lo que las letras sagradas, en los libros de Nehemías y Esdras, cuentan
del estado de aquel pueblo en aquella sazón, verá mucho trabajo, mucha pobreza,
mucha contradicción, y ninguna señalada felicidad, ni en lo temporal ni en los
bienes del alma, que a la verdad es la felicidad de que Isaías entiende cuando
en el lugar alegado dice: «En aquel día será el Pimpollo del Señor en
grandeza y en gloria.»
Y cuando la edad de Zorobabel, y el estado de
los judíos en ella hubiera sido feliz, cierto es que no lo fue con el extremo
que el Profeta aquí muestra; porque, ¿qué palabra hay aquí que no haga
significación de un bien divino y rarísimo? Dice del Señor, que es palabra
que a todo lo que en aquella lengua se añade lo suele subir de quilates.
Dice: Gloria y grandeza y magnificencia, que es todo
lo que encareciendo se puede decir. Y porque salgamos enteramente de duda,
alarga, como si dijésemos, el dedo el Profeta, y señala el tiempo y el día mismo
del Señor, y dice de esta manera: «En aquel día.» Mas ¿qué día? Sin duda,
ninguno otro sino aquel mismo de quien luego antes de esto decía: «En aquel día
quitará al redropelo el Señor a las hijas de Sión el chapín que cruje en los
pies y los garvines de la cabeza, las lunetas y los collares, las ajorcas y los
rebozos, las botillas y los calzados altos, las argollas, los apretadores, los
zarcillos, las sortijas, las cotonías, las almalafas, las escarcelas, los
volantes y los espejos; y les trocará el ámbar en hediondez, y la cintura rica
en andrajo, y el enrizado en calva pelada, y el precioso vestido en cilicio, y
la tez curada en cuero tostado; y tus valientes morirán a cuchillo.»
Pues en aquel día mismo, cuando Dios puso por
el suelo toda la alteza de Jerusalén con las armas de los romanos, que asolaron
la ciudad y pusieron a cuchillo sus ciudadanos y los llevaron cautivos, en ese
mismo tiempo el fruto y el Pimpollo del
Señor, descubriéndose y saliendo a luz, subirá a gloria y honra grandísima.
Porque en la destrucción que hicieron de Jerusalén los caldeos, si alguno por
caso quisiere decir que habla aquí de ella el Profeta, no se puede decir con
verdad que creció el fruto del Señor, ni que fructificó gloriosamente la tierra
al mismo tiempo que la ciudad se perdió. Pues es notorio que en aquella
calamidad no hubo alguna parte o alguna mezcla de felicidad señalada, ni en los
que fueron cautivos a Babilonia, ni en los que el vencedor caldeo dejó en Judea
y en Jerusalén para que labrasen la tierra, porque los unos fueron a
servidumbre miserable, y los otros quedaron en miedo y desamparo, como en el
libro de Jeremías se lee.
Mas al revés, con esta otra caída del pueblo
judaico se juntó, como es notorio, la claridad del nombre de Cristo, y, cayendo
Jerusalén, comenzó a levantarse la Iglesia. Y aquel a quien poco antes los
miserables habían condenado y muerto con afrentosa muerte, y cuyo nombre habían
procurado oscurecer y hundir, comenzó entonces a enviar rayos de sí por el
mundo y a mostrarse vivo y Señor, y tan poderoso, que castigando a sus
matadores con azote gravísimo, y quitando luego el gobierno de la tierra al
demonio, y deshaciendo poco a poco su silla, que es el culto de los ídolos en
que la gentilidad le servía, como cuando el sol vence las nubes y las deshace,
así Él sólo y clarísimo relumbró por toda la redondez.
Y lo que he dicho de este lugar, se ve
claramente también en el segundo de Jeremías, de sus mismas palabras. Porque
decirle a David y prometerle que le «nacería o fruto o Pimpollo de justicia»,
era propia señal de que el fruto había de ser Jesucristo, mayormente añadiendo
lo que luego se sigue, y es que «este fruto haría justicia y razón sobre la
tierra»; que es la obra propia suya de Cristo, y uno de los principales fines
para que se ordenó su venida, y obra que Él sólo y ninguno otro enteramente la
hizo. Por donde las más veces que se hace memoria de Él en las Escrituras
divinas, luego en los mismos lugares se le atribuye esta obra, como obra sola
de Él y como su propio blasón. Así se ve en el Salmo setenta y uno, que dice:
«Señor, da tu vara al Rey y el ejercicio de justicia al Hijo del Rey, para que
juzgue a tu pueblo conforme a justicia y a los pobres según fuero. Los montes
altos conservarán paz con el vulgo, y los collados les guardarán ley. Dará su
derecho a los pobres del pueblo, y será amparo de los pobrecitos, y hundirá al
violento opresor.»
Pues en el tercero lugar de Zacarías, los
mismos hebreos lo confiesan, y el texto caldeo que he dicho abiertamente le
entiende y le declara de Cristo. Y así mismo entendemos el cuarto testimonio,
que es del mismo profeta. Y no nos impide lo que algunos tienen por
inconveniente y por donde se mueven a declararle en diferente manera, que es
decir luego que «este Pimpollo fructificará
después o debajo de sí, y que edificará el templo de Dios», pareciéndoles que
esto señala abiertamente a Zorobabel, que edificó el templo y fructificó
después de sí por muchos siglos a Cristo, verdaderísimo fruto. Así que esto no
impide, antes favorece y esfuerza más nuestro intento.
Porque el fructificar debajo de sí, o, como
dice el original en su rigor, acerca de sí, es tan propio de Cristo, que de
ninguno lo es más. ¿Por ventura no dice Él de sí mismo: «Yo soy vid y vosotros
sarmientos?» Y en el Salmo que ahora decía, en el cual todo lo que se dice son
propiedades de Cristo, ¿no se dice también: «Y en sus días fructificarán los
justos»? O, si querernos confesar la verdad, ¿quién jamás en los hombres
perdidos engendró hombres santos y justos, o qué fruto jamás se vio que fuese
más fructuoso que Cristo? Pues esto mismo, sin duda, es lo que aquí nos dice el
Profeta, el cual, porque le puso a Cristo nombre de fruto, y porque dijo
señalándole como a singular fruto: «Veis aquí un varón que es fruto su nombre»,
porque no se pensase que se acababa su fruto en Él, y que era fruto para sí, y
no árbol para dar de sí fruta, añadió luego diciendo: «Y fructificará acerca de
sí», como si con más palabras dijera: Y es fruto que dará mucho fruto, porque a
la redonda de Él, esto es, en Él y de Él por todo cuanto se extiende la tierra,
nacerán nobles y divinos frutos sin cuento, y este Pimpollo enriquecerá
el mundo con pimpollos no vistos.
De manera que éste es uno de los nombres de
Cristo, y, según nuestro orden, el primero de ellos, sin que en ello pueda
haber duda ni pleito. Y son como vecinos y deudos suyos otros algunos nombres
que también se ponen a Cristo en la Santa Escritura, los cuales, aunque en el
sonido son diferentes, pero bien mirados, todos se reducen a un intento mismo y
convienen en una misma razón; porque si en el capítulo treinta y cuatro de
Ezequiel es llamado planta
nombrada y si Isaías en el capítulo once, le llama unas
veces rama,
y otra flor,
y en el capítulo cincuenta y tres, tallo y raíz, todo es decirnos lo
que el nombre de Pimpollo o
de fruto nos dice. Lo cual será bien que declaremos ya, pues lo primero, que
pertenece a que Cristo se llama así, está suficientemente probado, si no se os
ofrece otra cosa.
-Ninguna -dijo al punto Juliano-, antes ha
rato ya que el nombre y esperanza de este fruto ha despertado en nuestro gusto
golosina de él.
-Merecedor es de cualquiera golosina y deseo
-respondió Marcelo- porque es dulcísimo fruto, y no menos provechoso que dulce,
si ya no le menoscaba la pobreza de mi lengua e ingenio. Pero idme
respondiendo, Sabino, que lo quiero haber ahora con vos. Esta hermosura del
cielo y mundo que vemos, y la otra mayor que entendemos y que nos esconde el
mundo invisible, ¿fue siempre como es ahora, o hízose ella a sí misma, o Dios
la sacó a luz y la hizo?
-Averiguado es -dijo Sabino- que Dios crió el
mundo con todo lo que hay en él, sin presuponer para ello alguna materia, sino
sólo con la fuerza de su infinito poder, con que hizo, donde no había ninguna
cosa, salir a luz esta beldad que decís. Mas ¿qué duda hay en esto?
-Ninguna hay -replicó prosiguiendo Marcelo-;
mas decidme más adelante: ¿nació esto de Dios, no advirtiendo Dios en ello,
sino como por alguna natural consecuencia, o hízolo Dios porque quiso y fue su
voluntad libre de hacerlo?
-También es averiguado -respondió luego
Sabino- que lo hizo con propósito y libertad.
-Bien decís -dijo Marcelo-; y pues conocéis
eso, también conoceréis que pretendió Dios en ello algún grande fin.
-Sin duda, grande -respondió Sabino-, porque
siempre que se obra con juicio y libertad es a fin de algo que se pretende.
-¿Pretendería de esa manera -dijo Marcelo-
Dios en esta su obra algún interés y acrecentamiento suyo?
-En ninguna manera -respondió Sabino.
-¿Por qué? -dijo Marcelo.
Y Sabino respondió:
-Porque Dios, que tiene en sí todo el bien,
en ninguna cosa que haga fuera de sí puede querer ni esperar para sí algún
acrecentamiento o mejoría.
-Por manera -dijo Marcelo- que Dios, porque
es bien infinito y perfecto, en hacer el mundo no pretendió recibir bien alguno
de él, y pretendió algún fin, como está dicho. Luego, si no pretendió recibir,
sin ninguna duda pretendió dar; y si no lo crió para añadirse a sí algo, criólo
sin ninguna duda para comunicarse Él a sí, y para repartir en sus criaturas sus
bienes. Y, cierto, este sólo es fin digno de la grandeza de Dios, y propio de
quien por su naturaleza es la misma bondad; porque a lo bueno su propia
inclinación le lleva al bien hacer, y cuanto es más bueno uno, tanto se inclina
más a esto. Pero si el intento de Dios, en la creación y edificio del mundo,
fue hacer bien a lo que criaba repartiendo en ello sus bienes, ¿qué bienes o
qué comunicación de ellos fue aquella a quien como a blanco enderezó Dios todo
el oficio de esta obra suya?
-No otros -respondió Sabino- sino esos mismos
que dio a las criaturas, así a cada una en particular como a todas juntas en
general.
-Bien decís -dijo Marcelo- aunque no habéis
respondido a lo que os pregunto.
-¿En qué manera? -respondió.
-Porque -dijo Marcelo- como esos bienes
tengan sus grados, y como sean unos de otros de diferentes quilates, lo que
pregunto es: ¿a qué bien, o a qué grado de bien entre todos, enderezó Dios todo
su intento principalmente?
-¿Qué grados -respondió Sabino- son esos?
-Muchos son -dijo Marcelo- en sus partes, mas
la Escuela los suele reducir a tres géneros: a naturaleza y a gracia y a unión
personal. A la naturaleza pertenecen los bienes con que se nace, a la gracia
pertenecen aquellos que después de nacidos nos añade Dios. El bien de la unión
personal es haber juntado Dios en Jesucristo su persona con nuestra naturaleza.
Entre los cuales bienes es muy grande la diferencia que hay.
Porque lo primero, aunque todo el bien que
vive y luce en la criatura es bien que puso en ella Dios, pero puso en ella
Dios unos bienes para que le fuesen propios y naturales, que es todo aquello en
que consiste su ser y lo que de ello se sigue; y esto decimos que son bienes de
naturaleza, porque los plantó Dios en ella y se nace con ellos, como es el ser
y la vida y el entendimiento, y lo demás semejante. Otros bienes no los plantó
Dios en lo natural de la criatura ni en la virtud de sus naturales principios
para que de ellos naciesen, sino sobrepúsolos Él por sí solo a lo natural, y
así no son bienes fijos ni arraigados en la naturaleza, como los primeros, sino
movedizos bienes, como son la gracia y la caridad y los demás dones de Dios; y
estos llamamos bienes sobrenaturales de gracia. Lo segundo, dado, como es
verdad, que todo este bien comunicado en una semejanza de Dios, porque es hechura
de Dios, y Dios no puede hacer cosa que no le remede, porque en cuanto hace se
tiene por dechado a sí mismo; mas, aunque esto es así, todavía es muy grande la
diferencia que hay en la manera de remedarle. Porque en lo natural remedan las
criaturas el ser de Dios, mas en los bienes de gracia remedan el ser y
condición y el estilo, y, como si dijésemos, la vivienda y bienandanza suya; y
así se avecinan y juntan más a Dios por esta parte las criaturas que la tienen,
cuanto es mayor esta semejanza que la semejanza primera; pero en la unión
personal no remedan ni se parecen a Dios las criaturas, sino vienen a ser el
mismo Dios porque se juntan con Él en una misma persona.
Aquí Juliano, atravesándose, dijo:
-¿Las criaturas todas se juntan en una
persona con Dios?
Respondió Marcelo riendo:
-Hasta ahora no trataba del número, sino
trataba del cómo; quiero decir, que no contaba quiénes y cuántas criaturas se
juntan con Dios en estas maneras, sino contaba la manera cómo se juntan y le
remedan, que es, o por naturaleza, o por gracia, o por unión de persona. Que
cuanto al número de los que se le ayuntan, clara cosa es que en los bienes de
naturaleza todas las criaturas se avecinan a Dios; y solas, y no todas, las que
tienen entendimiento en los bienes de gracia; y en la unión personal sola la
humanidad de nuestro redentor Jesucristo. Pero aunque con sola esta humana
naturaleza se haga la unión personal propiamente, en cierta manera también, en
juntarse Dios con ella, es visto juntarse con todas las criaturas, por causa de
ser el hombre como un medio entre lo espiritual y lo corporal, que contiene y
abraza en sí lo uno y lo otro. Y por ser, como dijeron antiguamente, un menor
mundo o un mundo abreviado.
-Esperando estoy -dijo Sabino entonces- a qué
fin se ordena este vuestro discurso.
-Bien cerca estamos ya de ello -respondió
Marcelo porque pregúntoos: si el fin por que crió Dios todas las cosas fue
solamente por comunicarse con ellas, y si esta dádiva y comunicación acontece
en diferentes maneras, como hemos ya visto; y si unas de estas maneras son más
perfectas que otras, ¿no os parece que pide la misma razón que un tan grande
artífice, y en una obra tan grande, tuviese por fin de toda ella hacer en ella
la mayor y más perfecta comunicación de sí que pudiese?
-Así parece -dijo Sabino.
-Y la mayor -dijo siguiendo Marcelo-, así de
las hechas como de las que se pueden hacer, es la unión personal que se hizo
entre el Verbo divino y la naturaleza humana de Cristo, que fue hacerse con el
hombre una misma Persona.
-No hay duda -respondió Sabino- sino que es
la mayor.
-Luego -añadió Marcelo- necesariamente se
sigue que Dios, a fin de hacer esta unión bienaventurada y maravillosa, crió
todo cuanto se parece y se esconde, que es decir que el fin para que fue
fabricada toda la variedad y belleza del mundo fue por sacar a luz este
compuesto de Dios y hombre, o, por mejor decir, este juntamente Dios y hombre
que es Jesucristo.
-Necesariamente se sigue -respondió Sabino.
-Pues -dijo entonces Marcelo- esto es ser
Cristo fruto; y darle la Escritura este nombre a Él, es darnos a entender a
nosotros que Cristo es el fin de las cosas y aquél para cuyo nacimiento feliz
fueron todas criadas y enderezadas. Porque así como en el árbol la raíz no se
hizo para sí, ni menos el tronco que nace y se sustenta sobre ella, sino lo uno
y lo otro, juntamente con las ramas y la flor y la hoja, y todo lo demás que el
árbol produce, se ordena y endereza para el fruto que de él sale, que es el fin
y como remate suyo, así por la misma manera, estos cielos extendidos que vemos,
y las estrellas que en ellos dan resplandor, y, entre todas ellas, esta fuente
de claridad y de luz que todo lo alumbra, redonda y bellísima; la tierra
pintada con flores y las aguas pobladas de peces; los animales y los hombres, y
este universo todo, cuan grande y cuan hermoso es, lo hizo Dios para fin de
hacer hombre a su Hijo, y para producir a luz este único y divino fruto que es
Cristo, que con verdad le podemos llamar el parto común y general de todas las
cosas.
Y así como el fruto (para cuyo nacimiento se
hizo en el árbol la firmeza del tronco, y la hermosura de la flor, y el verdor
y frescor de las hojas), nacido, contiene en sí y en su virtud todo aquello que
para él se ordenaba en el árbol, o, por mejor decir, el árbol todo contiene,
así también Cristo, para cuyo nacimiento crió primero Dios las raíces firmes y
hondas de los elementos, y levantó sobre ellas después esta grandeza del mundo
con tanta variedad, como si dijésemos, de ramas y hojas, lo contiene todo en
sí, y lo abarca y se resume en Él y, como dice San Pablo, se recapitula todo lo
no criado y criado, lo humano y lo divino, lo natural y lo gracioso. Y como, de
ser Cristo llamado fruto por excelencia, entendemos que todo lo criado se
ordenó para Él, así también de esto mismo ordenado, podemos, rastreando,
entender el valor inestimable que hay en el fruto para quien tan grandes cosas
se ordenan. Y de la grandeza y hermosura y cualidad de los medios, argüimos la
excelencia sin medida del fin.
Porque si cualquiera que entra en algún
palacio o casa real rica y suntuosa, y ve primero la fortaleza y firmeza del
muro ancho y torreado, y los muchos órdenes de las ventanas labradas, y las
galerías y los chapiteles que deslumbran la vista, y luego la entrada alta y
adornada con ricas labores, y después los zaguanes y patios grandes y
diferentes, las columnas de mármol, y las largas salas y las recámaras ricas, y
la diversidad y muchedumbre y orden de los aposentos, hermoseados todos con
peregrinas y escogidas pinturas, y con el jaspe y el pórfiro, y el marfil y el
oro que luce por los suelos y paredes y techos, y ve juntamente con esto la
muchedumbre de los que sirven en él, y la disposición y rico aderezo de sus
personas, y el orden que cada uno guarda en su ministerio y servicio, y el
concierto que todos conservan entre sí, y oye también los menestriles y dulzura
de música, y mira la hermosura y regalos de los lechos, y la riqueza de los
aparadores, que no tienen precio, luego conoce que es incomparablemente mejor y
mayor aquel para cuyo servicio todo aquello se ordena, así debemos nosotros
también entender que si es hermosa y admirable esta vista de la tierra y del
cielo, es sin ningún término muy más hermoso y maravilloso Aquél por cuyo fin
se crió y que si es grandísima, como sin ninguna duda lo es, la majestad de
este templo universal que llamamos mundo nosotros, Cristo, para cuyo nacimiento
se ordenó desde su principio, y a cuyo servicio se sujetará todo después, y a
quien ahora sirve y obedece, y obedecerá para siempre, es incomparablemente
grandísimo, gloriosísimo, perfectísimo, más mucho de lo que ninguno puede ni
encarecer ni entender. Y, finalmente, que es tal, cual inspirado y alentado por
el Espíritu Santo, San Pablo dice escribiendo a los Colosenses: «Es imagen de
Dios invisible, y el engendrado primero que todas las criaturas. Porque para Él
se fabricaron todas, así en el cielo como en la tierra, las visibles y las
invisibles, así digamos los tronos como las dominaciones, como los principados
y potentados, todo por Él y para Él fue criado; y Él es el adelantado entre
todos, y todas las cosas tienen ser por Él. Y Él también del cuerpo de la
Iglesia es la cabeza, y Él mismo es el principio y el primogénito de los
muertos, para que en todo tenga las primerías. Porque le plugo al Padre y tuvo
por bien que se aposentase en Él todo lo sumo y cumplido.»
Por manera que Cristo es llamado Fruto porque
es el fruto del mundo, esto es, porque es el fruto para cuya producción se
ordenó y fabricó todo el mundo. Y así Isaías, deseando su nacimiento, y
sabiendo que los cielos y la naturaleza toda vivía y tenía ser principalmente
para este parto, a toda ella se le pide diciendo: «Derramad rocío, cielos,
desde vuestras alturas; y vosotras, nubes, lloviendo, enviadnos al Justo; y la
tierra se abra y produzca y brote al Salvador.»
Y no solamente por esta razón que hemos dicho
Cristo se llama fruto, sino también porque todo aquello que es verdadero Fruto
en los hombres (digo fruto que merezca parecer ante Dios y ponerse en el
cielo), no sólo nace en ellos por virtud de este fruto, que es Jesucristo, sino
en cierta manera también es el mismo Jesús. Porque la justicia y santidad que
derrama en los ánimos de sus fieles, así ella como los demás bienes y santas
obras que nacen de ella, y que, naciendo de ella, después la acrecientan, no
son sino como una imagen y retrato vivo de Jesucristo, y tan vivo que es
llamado Cristo en las letras sagradas, como parece en los lugares adonde nos
amonesta San Pablo que nos vistamos de Jesucristo: porque el vivir justa y
santamente es imagen de Cristo. Y así por esto como por el espíritu suyo, que
comunica Cristo e infunde en los buenos, cada uno de ellos se llama Cristo, y
todos ellos juntos, en la forma ya dicha, hacen un mismo Cristo.
Así lo testificó San Pablo, diciendo: «Todos
los que en Cristo os habéis bautizado, os habéis vestido de Jesucristo; que
allí no hay judío ni gentil, ni libre ni esclavo, ni hembra ni varón, porque
todos sois uno en Jesucristo.» Y en otra parte: «Hijuelos míos, que os engendro
otra vez hasta que Cristo se forme en vosotros.» Y amonestando a los romanos a
las buenas obras, les dice y escribe: «Desechemos, pues, las obras oscuras y
vistamos armas de luz, y, como quien anda de día, andemos vestidos y honestos.
No en convites y embriagueces, no en desordenado sueño y en deshonestas
torpezas, ni menos en competencias y envidias, sino vestíos del Señor
Jesucristo.» Y que todos estos Cristos son un Cristo solo, dícelo Él mismo a
los Corinthios por estas palabras: «Como un cuerpo tiene muchos miembros, y
todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, son un cuerpo, así también
Cristo.»
Donde, como advierte San Agustín, no dijo,
concluyendo la semejanza, así es Cristo y sus miembros, sino así es Cristo,
para nos enseñar que Cristo, nuestra cabeza, está en sus miembros, y que los
miembros y la cabeza son un solo Cristo, como por aventura diremos más
largamente después. Y lo que decimos ahora, y lo que de todo lo dicho resulta,
es conocer cuán merecidamente Cristo se llama Fruto, pues todo el fruto bueno y
de valor que mora y fructifica en los hombres es Cristo y de Cristo, en cuanto
nace de Él y en cuanto le parece y remeda, así como es dicho. Y pues hemos
platicado ya lo que basta acerca de esto, proseguid, Sabino, en vuestro papel.
-Deteneos -dijo Juliano alargando contra
Sabino la mano-, que, si olvidado no estoy, os falta, Marcelo, por descubrir lo
que al principio nos propusisteis: de lo que toca a la nueva y maravillosa
concepción de Cristo, que, como dijisteis, este nombre significa.
-Es verdad e hicisteis muy bien, Juliano, en
ayudar mi memoria -respondió al punto Marcelo- y lo que pedís es aquesto: este
nombre que unas veces llamamos Pimpollo y
otras veces llamamos Fruto,
en la palabra original no es fruto como quiera, sino es propiamente el fruto
que nace de suyo sin cultura ni industria. En lo cual, al propósito de
Jesucristo, a quien ahora se aplica, se nos demuestran dos cosas. La una, que
no hubo ni saber ni valor, ni merecimiento ni industria en el mundo, que
mereciese de Dios que se hiciese hombre, esto es, que produjese este fruto; la
otra, que en el vientre purísimo y santísimo de donde aqueste fruto nació,
anduvo solamente la virtud y obra de Dios, sin ayuntarse varón.
Mostró, como oyó esto, moverse de su asiento
un poco Juliano, y, como acostándose hacia Marcelo, y mirándole con alegre
rostro, le dijo:
-Ahora me place más el haberos, Marcelo,
acordado lo que olvidabais, porque me deleita mucho entender que el artículo de
la limpieza y entereza virginal de nuestra común Madre y Señora está significado
en las letras y profecías antiguas; y la razón lo pedía. Porque adonde se
dijeron y escribieron, tantos años antes que fuesen, otras cosas menores, no
era posible que se callase un misterio tan grande. Y si se os ofrecen algunos
otros lugares que pertenezcan a esto, que sí se ofrecerán, mucho holgaría que
los dijésedes, si no recibís pesadumbre.
-Ninguna cosa -respondió Marcelo- me puede
ser menos pesada que decir algo que pertenezca al loor de mi única abogada y
Señora, que aunque lo es generalmente de todos, mas atrévome yo a llamarla mía
en particular, porque desde mi niñez me ofrecí todo a su amparo. Y no os
engañáis nada, Juliano, en pensar que los libros y letras del Testamento Viejo
no pasaron callando por una extrañeza tan nueva, y señaladamente tocando a
personas tan importantes. Porque, ciertamente, en muchas partes la dicen con
palabras para la fe muy claras, aunque algo oscuras para los corazones a quien
la infidelidad ciega, conforme a como se dicen otras muchas cosas de las que
pertenecen a Cristo, que, como San Pablo dice, «es misterio escondido»; el cual
quiso Dios decirle y esconderle por justísimos fines, y uno de ellos fue para
castigar así con la ceguedad y con la ignorancia de cosas tan necesarias, a
aquel pueblo ingrato por sus enormes pecados.
Pues viniendo a lo que pedís, clarísimo
testimonio es, a mi juicio, para este propósito aquello de Isaías que poco
antes decíamos: «Derramad, cielos, rocío, y lluevan las nubes al Justo.»
Adonde, aunque, como veis, va hablando del nacimiento de Cristo como de una
planta que nace en el campo, empero no hace mención ni de arado ni de azada ni
de agricultura, sino solamente de cielo y de nubes y de tierra, a los cuales
atribuye todo su nacimiento.
Y a la verdad, el que cotejare estas palabras
que aquí dice Isaías con las que acerca de esta misma razón dijo a la
benditísima Virgen el arcángel Gabriel, verá que son casi las mismas, sin haber
entre ellas más diferencia de que lo que dijo el Arcángel con palabras propias,
porque trataba de negocio presente, Isaías lo significó con palabras figuradas
y metafóricas, conforme al estilo de los profetas. Allí dijo el Ángel: «El
Espíritu Santo vendrá sobre ti.» Aquí dice Isaías: «Enviaréis, cielos, vuestro
rocío.» Allí dice que la virtud del alto le hará sombra. Aquí pide que se
extiendan las nubes. Allí: «Y lo que nacerá de ti santo, será llamado Hijo de
Dios.» Aquí: «Ábrase la tierra y produzca al Salvador.» Y sácanos de toda duda
lo que luego añade, diciendo: «Y la justicia florecerá juntamente, y Yo el
Señor le crié.» Porque no dice: «y Yo el Señor la crié», conviene saber, a la
justicia, de quien dijo que había de florecer juntamente, sino, «Yo le crié»,
conviene saber, al Salvador, esto es, a Jesús, porque Jesús es el nombre que el
original allí pone; y dice, Yo le crié, y atribúyese a sí la creación y
nacimiento de esta bienaventurada salud, y préciase de ella como de hecho
singular y admirable, y dice: «Yo, Yo», como si dijese: «Yo sólo, y no otro
conmigo.»
Y también no es poco eficaz para la prueba de
esta misma verdad, la manera como habla de Cristo, en el capítulo cuarto de su
Escritura, este mismo profeta, cuando, usando de la misma figura de plantas y
frutos y cosas del campo, no señala para su nacimiento otras causas más de a
Dios y a la tierra, que es a la Virgen y al Espíritu Santo. Porque, como ya
vimos, dice: «En aquel día será el Pimpollo de
Dios magnífico y glorioso, y el fruto de la tierra subirá a grandísima
alteza.». Pero, entre otros, para este propósito hay un lugar singular en el Salmo
ciento nueve, aunque algo oscuro según la letra latina, mas según la original,
manifiesto y muy claro, en tanto grado que los doctores antiguos que
florecieron antes de la venida de Jesucristo conocieron de allí, y así lo
escribieron, que la Madre del Mesías había de concebir virgen por virtud de
Dios y sin obra de varón. Porque, vuelto el lugar que digo a la letra, dice de
esta manera: «En resplandores de santidad del vientre y de la aurora, contigo
el rocío de tu nacimiento.» En las cuales palabras, y no por una de ellas, sino
casi por todas, se dice y se descubre este misterio que digo. Porque lo
primero, cierto es que habla en este Salmo con Cristo el Profeta. Y lo segundo,
también es manifiesto que habla en este verso de su concepción y nacimiento; y
las palabras vientre y nacimiento, que, según la
propiedad original, también se puede llamar generación, lo demuestran
abiertamente.
Mas que Dios sólo, sin ministerio de hombre,
haya sido el hacedor de esta divina y nueva obra en el virginal y purísimo vientre
de nuestra Señora, lo primero se ve en aquellas palabras: «En resplandores de
santidad. » Que es como decir que había de ser concebido Cristo, no en ardores
deshonestos de carne y de sangre, sino en resplandores santos del cielo; no con
torpeza de sensualidad, sino con hermosura de santidad y de espíritu. Y demás
de esto, lo que luego se sigue de aurora y
de rocío,
por galana manera declara lo mismo. Porque es una comparación encubierta, que,
si la descubrimos, sonará así: en el vientre (conviene a saber, de tu madre),
serás engendrado como en la aurora, esto es, como lo que en aquella sazón de
tiempo se engendra en el campo con sólo el rocío que entonces desciende del
cielo, y no con riego ni con sudor humano. Y últimamente, para decirlo del
todo, añadió: «Contigo el rocío de tu nacimiento.» Que porque había comparado a
la aurora el vientre de la madre, y porque en la aurora cae el rocío con que se
fecunda la tierra, prosiguiendo en su semejanza, a la virtud de la generación
llamóla rocío también.
Y, a la verdad, así es llamada en las divinas
letras, en otros muchos lugares, esta virtud vivífica y generativa con que
engendró Dios al principio el cuerpo de Cristo, y con que después de muerto le
reengendró y resucitó, y con que en la común resurrección tomará a la vida
nuestros cuerpos deshechos, como en el capítulo veintiséis de Isaías se ve.
Pues dice a Cristo David que este rocío y virtud que formó su cuerpo y le dio
vida en las virginales entrañas, no se la prestó otro, ni la puso en aquel
santo vientre alguno que viniese de fuera, sino que Él mismo la tuvo de su
cosecha y la trajo consigo. Porque cierto es que el Verbo divino, que se hizo
hombre en el sagrado vientre de la santísima Virgen, Él mismo formó allí el
cuerpo y la naturaleza de hombre de que se vistió. Y así, para que
entendiésemos esto, David dice bien que tuvo Cristo consigo el rocío de su
nacimiento. Y aun así como decimos nacimiento en este lugar, podemos también
decir niñez; que aunque viene a decir lo mismo que nacimiento, todavía es palabra
que señala más el ser nuevo y corporal que tomó Cristo en la Virgen, en el cual
fue niño primero, y después mancebo, y después perfecto varón; porque en el
otro nacimiento eterno que tiene de Dios, siempre nació Dios eterno y perfecto
e igual con su Padre.
Muchas otras cosas pudiera alegar a propósito
de esta verdad; mas, porque no falte tiempo para lo demás que nos resta, baste
por todas, y con ésta concluyo, la que en el capítulo cincuenta y tres dice de
Cristo Isaías: «Subirá creciendo como pimpollo delante de Dios, y como raíz
y arbolico nacido
en tierra seca.» Porque, si va a decir la verdad, para decirlo como suele hacer
el Profeta, con palabras figuradas y oscuras, no pudo decirlo con palabras que
fuesen más claras que éstas. Llama a Cristo arbolico; y porque le llama así, siguiendo el
mismo hilo y figura, a su santísima Madre llámala tierra conforme a razón; y
habiéndola llamado así, para decir que concibió sin varón, no había una palabra
que mejor ni con más significación lo dijese, que era decir que fue tierra
seca. Pero, si os parece, Juliano, prosiga ya Sabino adelante.
-Prosiga -respondió Juliano.
Y Sabino leyó:
Faces de Dios
Declárase
cómo Cristo tiene el nombre de Faces,
o cara de Dios, y por qué le conviene este nombre
También es llamado Cristo Faces de Dios, como parece en el Salmo ochenta y ocho, que
dice: «La misericordia y la verdad precederán tus faces.» Y díselo, porque con
Cristo nació la verdad y la justicia y la misericordia, como lo testifica
Isaías, diciendo: «y la justicia nacerá con Él juntamente.» Y también el mismo
David, cuando en el Salmo ochenta y cuatro, que es todo del advenimiento de
Cristo, dice: «La misericordia y la verdad se encontraron. La justicia y la paz
se dieron paz. La verdad nació de la tierra y la justicia miró desde el cielo.
El Señor por su parte fue liberal, y la tierra por la suya respondió con buen
fruto. La justicia va delante de Él y pone en el camino sus pisadas.» Ítem,
dásele a Cristo este mismo nombre en el Salmo noventa y cuatro, adonde David,
convidando a los hombres para el recibimiento de la buena nueva del Evangelio,
les dice: «Ganemos por la mano a su faz en confesión y loor.» Y más claro en el
Salmo setenta y nueve: «Conviértenos, dice, Dios de nuestra salud; muéstranos
tus faces, y seremos salvos.» Y asimismo Isaías, en el capítulo sesenta y
cuatro, le da este nombre, diciendo: «Descendiste, y delante de tus faces se
derritieron los montes.» Porque claramente habla allí de la venida de Cristo,
como en él se parece.
-Demás de estos lugares que ha leído Sabino
-dijo entonces Marcelo- hay otro muy señalado que no le puso el papel, y merece
ser referido. Pero antes que diga de él, quiero decir que en el Salmo setenta y
nueve, aquellas palabras que se acaban ahora de leer: «Conviértenos, Dios de
nuestra salud», se repiten en él tres veces, en el principio y en el medio y en
el fin del Salmo, lo cual no carece de misterio, y, a mi parecer, se hizo por
una de dos razones: de las cuales la una es para hacernos saber que, hasta
acabar Dios y perfeccionar del todo al hombre, pone en él sus manos tres veces:
una criándole del polvo y llevándole del no ser al ser, que le dio en el
paraíso; otra reparándole después de estragado, haciéndose Él para este fin
hombre también; y la tercera resucitándole después de muerto, para no morir ni
mudarse jamás. En señal de lo cual, en el libro del Génesis, en la historia de la creación del hombre,
se repite tres veces esta palabra criar. Porque dice de esta manera: «Y crió
Dios al hombre a su imagen y semejanza; a la imagen de Dios le crió; criólos
hembra y varón.»
Y la segunda razón, y lo que por más cierto
tengo, es que en el Salmo de que hablamos pide el Profeta a Dios en tres
lugares que convierta su pueblo a sí y le descubra sus faces, que es a Cristo,
como hemos ya dicho; porque son tres veces las que señaladamente el Verbo
divino se mostró y mostrará al mundo, y señaladamente a los del pueblo judaico,
para darles luz y salud. Porque lo primero se les mostró en el monte, adonde
les dio ley y les notificó su amor y voluntad; y cercado y como vestido de
fuego y de otras señales visibles, les habló sensiblemente, de manera que le
oyó hablar todo el pueblo; y comenzó a humanarse con ellos entonces, como quien
tenía determinado de hacerse hombre de ellos y entre ellos después, como lo
hizo. Y este fue el aparecimiento segundo, cuando nació rodeado de nuestra
carne y conversó con nosotros, y viviendo y muriendo negoció nuestro bien. El
tercero será cuando en el fin de los siglos tornará a venir otra vez para
entera salud de su Iglesia. Y aun, si yo no me engaño, estas tres venidas del
Verbo, una en apariencias y voces sensibles, otras dos hecho ya verdadero
hombre, significó y señaló el mismo Verbo en la zarza, cuando Moisés le pidió
señas de quién era, y Él, para dárselas, le dijo así: «El que seré, seré,
seré», repitiendo esta palabra de tiempo futuro tres veces, y como diciéndoles:
«Yo soy el que prometí a vuestros padres venir ahora para libraros de Egipto, y
nacer después entre vosotros para redimiros del pecado, y tomar últimamente en
la misma forma de hombre para destruir la muerte y perfeccionaros del todo. Soy
el que seré vuestra guía en el desierto, y el que seré vuestra salud hecho
hombre, y el que seré vuestra entera gloria, hecho juez.»
Aquí Juliano, atravesándose, dijo:
-No dice el texto seré, sino soy, de tiempo presente: porque, aunque la
palabra original en el sonido sea seré, mas en la significación es soy, según la propiedad de aquella lengua.
-Es verdad -respondió Marcelo- que en aquella
lengua las palabras apropiadas al tiempo futuro se ponen algunas veces por el
presente; y en aquel lugar podemos muy bien entender que se pusieron así, como
lo entendieron primero San Jerónimo y los intérpretes griegos. Pero lo que digo
ahora es que, sin sacar de sus términos a aquellas palabras, sino tomándolas en
su primer sonido y significación, nos declaran el misterio que he dicho. Y es
misterio que, para el propósito de lo que entonces Moisés quería saber,
convenía mucho que se dijese.
Porque, yo os pregunto, Juliano: ¿no es cosa
cierta que comunicó Dios con Abraham este secreto, que se había de hacer hombre
y nacer de su linaje de él?
-Cosa cierta es -respondió- y así lo
testifica Él mismo en el Evangelio, diciendo: «Abraham deseó ver mi día, vióle
y gozóse.»
-Pues ¿no es cierto también -prosiguió
Marcelo- que este mismo misterio lo tuvo Dios escondido hasta que lo obró, no
sólo de los demonios, sino aun de muchos de los ángeles?
-Así se entiende -respondió Juliano- de lo
que escribe San Pablo.
-Por manera -dijo Marcelo- que era caso
secreto éste, y cosa que pasaba entre Dios y Abraham y algunos de sus
sucesores, conviene a saber: los sucesores principales y las cabezas de linaje,
con los cuales, de uno en otro y como de mano en mano, se había comunicado este
hecho y promesa de Dios.
-Así -respondió Juliano- parece.
-Pues siendo así -añadió Marcelo-, y siendo
también manifiesto que Moisés, en el lugar de que hablamos, cuando dijo a Dios:
«Yo, Señor, iré, como me lo mandas, a los hijos de Israel, y les diré: El Dios
de vuestros padres me envía a vosotros; mas si me preguntaren cómo se llama ese
Dios, ¿qué les responderé»? Así que, siendo manifiesto que Moisés, por estas
palabras que he referido, pidió a Dios alguna seña cierta de sí, por la cual,
así el mismo Moisés como los principales del pueblo de Israel, a quien había de
ir con aquella embajada, quedasen saneados que era su verdadero Dios el que le
había aparecido y le enviaba, y no algún otro espíritu falso y engañoso. Por
manera que pidiendo Moisés a Dios una seña como ésta, y dándosela Dios en
aquellas palabras, diciéndole: «Diles: El que seré, seré, seré, me envía a
vosotros»; la razón misma nos obliga a entender que lo que Dios dice por estas
palabras era cosa secreta y encubierta a cualquier otro espíritu, y seña que
sólo Dios y aquellos a quien se había de decir la sabían, y que era como la
tésera militar, o lo que en la guerra decimos dar nombre, que está secreto
entre solos el capitán y los soldados que hacen cuerpo de guardia. Y por la
misma razón se concluye que lo que dijo Dios a Moisés en estas palabras es el
misterio que he dicho; porque este solo misterio era el que sabían solamente
Dios y Abraham y sus sucesores, y el que solamente entre ellos estaba secreto.
Que lo demás que entienden algunos haber
significado y declarado Dios de sí a Moisés en este lugar, que es su perfección
infinita, y ser Él el mismo ser por esencia, notorio era, no solamente a los
ángeles, pero también a los demonios; y aun a los hombres sabios y doctos es
manifiesto que Dios es ser por esencia y que es ser infinito, porque es cosa
que con la luz natural se conoce. Y así, cualquier otro espíritu que quisiera
engañar a Moisés y vendérsele por su Dios verdadero, lo pudiera, mintiendo,
decir de sí mismo; y no tuviera Moisés, con oír esta seña, ni para salir de
duda bastante razón, ni cierta señal para sacar de ella a los príncipes de su
pueblo a quien iba.
Mas el lugar que dije al principio, del cual
el papel se olvidó, es lo que en el capítulo sexto del libro de los Números mandó Dios al sacerdote que dijese
sobre el pueblo cuando le bendijese, que es esto: «Descubra Dios sus faces a ti
y haya piedad de ti. Vuelva Dios sus faces a ti y dete paz». Porque no podemos
dudar sino que Cristo y su nacimiento entre nosotros son estas faces que el sacerdote
pedía en este lugar a Dios que descubriese a su pueblo, como Teodoreto y como
San Cirilo lo afirman, doctores santos y antiguos. Y demás de su testimonio,
que es de grande autoridad, se convence lo mismo de que en el Salmo sesenta y
seis, en el cual, según todos lo confiesan, David pide a Dios que envíe al
mundo a Jesucristo, comienza el Profeta con, las palabras de esta bendición y
casi la señala con el dedo y la declara, y no le falta sino decir a Dios
claramente: «La bendición que por orden tuya echa sobre el pueblo el sacerdote,
eso, Señor, es lo que te suplico; y te pido que nos descubras ya a tu Hijo y
Salvador nuestro, conforme a como la voz pública de tu pueblo lo pide.» Porque
dice de esta manera: «Dios haya piedad de nosotros y nos bendiga. Descubra
sobre nosotros sus faces y haya piedad de nosotros.»
Y en el libro del Eclesiástico, después de haber el Sabio pedido a Dios con
muchas y muy ardientes palabras la salud de su pueblo, y el quebrantamiento de
la soberbia y pecado y la libertad de los humildes opresos, y el allegamiento
de los buenos esparcidos, y su venganza y honra, y su deseado juicio, con la
manifestación de su ensalzamiento sobre todas las naciones del mundo, que es
puntualmente pedirle a Dios la primera y la segunda venida de Cristo, concluye
al fin y dice: «Conforme a la bendición de Aarón, así, Señor, haz con tu pueblo
y enderézanos por el camino de tu justicia.» Y sabida cosa es que el camino de
la justicia de Dios es Jesucristo, así como Él mismo lo dice: «Yo soy el camino,
y la verdad, y la vida.» Y pues San Pablo dice, escribiendo a los de Éfeso:
«Bendito sea el Padre y Dios de nuestro señor Jesucristo, que nos ha bendecido
con toda bendición espiritual y sobrecelestial en Jesucristo», viene
maravillosamente muy bien que en la bendición que se daba al pueblo antes que
Cristo viniese, no se demandase ni desease de Dios otra cosa sino sólo a
Cristo, fuente y origen de toda feliz bendición; y viene muy bien que consuenen
y se respondan así estas dos Escrituras, nueva y antigua. Así que las faces de
Dios que se piden en aqueste lugar son Cristo sin duda.
Y concierta con esto ver que se piden dos
veces, para mostrar que son dos sus venidas. En lo cual es digno de considerar
lo justo y lo propio de las palabras que el Espíritu Santo da a cada cosa.
Porque en la primera venida dice descubrir, diciendo: «Descubra sus faces Dios», porque en ella
comenzó Cristo a ser visible en el mundo. Mas en la segunda dice volver, diciendo: «Vuelva Dios sus faces», porque
entonces volverá otra vez a ser visto. En la primera, según otra letra,
dice lucir, porque la
obra de aquella venida fue desterrar del mundo la noche del error, y como dijo
San Juan: «Resplandecer en las tinieblas la luz.» Y así Cristo por esta causa
es llamado luz y sol de justicia. Mas en la segunda dice ensalzar, porque el que vino antes humilde, vendrá
entonces alto y glorioso; y vendrá, no a dar ya nueva doctrina, sino a repartir
el castigo y la gloria.
Y aun en la primera dice: «Haya piedad de
vosotros», conociendo y como señalando que se habían de haber ingrata y
cruelmente con Cristo, yque habían de merecer, por su ceguedad e ingratitud,
ser por Él consumidos; y por esta causa le pide que se apiade de ellos y que no
los consuma. Mas en la segunda dice que Dios les dé paz, esto es, que dé fin a
su tan luengo trabajo, y que los guíe a puerto de descanso después de tan fiera
tormenta, y que los meta en el abrigo y sosiego de su Iglesia, y en la paz de
espíritu que hay en ella y en todas sus espirituales riquezas. O dice lo primero
porque entonces vino Cristo solamente a perdonar lo pecado y a buscar lo
perdido, como Él mismo lo dice; y lo segundo, porque ha de venir después a dar
paz y reposo al trabajo santo y a remunerar lo bien hecho.
Mas, pues Cristo tiene este nombre, es de ver
ahora por qué le tiene. En lo cual conviene advertir que, aunque Cristo se
llama y es cara de Dios por dondequiera que le miremos, porque según que es
hombre, se nombra así, y según que es Dios y en cuanto es el Verbo, es también
propia y perfectamente imagen y figura del Padre, como San Pablo le llama en
diversos lugares; pero lo que tratamos ahora es lo que toca a el ser de hombre,
y lo que buscamos es el título por donde la naturaleza humana de Cristo merece
ser llamada sus faces. Y para
decirlo en una palabra, decimos que Cristo hombre es faces y cara de Dios, porque, como cada uno
se conoce en la cara, así Dios se nos representa en Él y se nos demuestra quién
es clarísima y perfectísimamente. Lo cual en tanto es verdad, que por ninguna
de las criaturas por sí, ni por la universidad de ellas juntas, los rayos de
las divinas condiciones y bienes relucen y pasan a nuestros ojos, ni mayores ni
más claros ni en mayor abundancia que por el alma de Cristo, y por su cuerpo, y
por todas sus inclinaciones, hechos y dichos, con todo lo demás que pertenece a
su oficio.
Y comencemos por el cuerpo, que es lo primero
y más descubierto: en el cual, aunque no le vemos, mas por la relación que
tenemos de él, y entretanto que viene aquel bienaventurado día en que por su
bondad infinita esperamos verle amigo para nosotros y alegre; así que, dado que
no le veamos, pero pongamos ahora con la fe los ojos en aquel rostro divino y
en aquellas figuras de Él, figuradas con el dedo del Espíritu Santo; y miremos
el semblante hermoso y la postura grave y suave, y aquellos ojos y boca, ésta
nadando siempre en dulzura, y aquéllos muy más claros y resplandecientes que el
sol; y miremos toda la compostura del cuerpo, su estado, su movimiento, sus
miembros concebidos en la misma pureza, y dotados de inestimable belleza. Mas
¿para qué voy menoscabando este bien con mis pobres palabras, pues tengo las
del mismo Espíritu que le formó en el vientre de la sacratísima Virgen, que nos
le pintan en el libro de los Cantares por la boca de la enamorada pastora, diciendo:
«Blanco y colorado, trae bandera entre los millares. Su cabeza, oro de Tíbar.
Sus cabellos, enriscados y negros, sus ojos, como los de las palomas junto a
los arroyos de las aguas, bañadas en leche; sus mejillas, como eras de plantas
olorosas de los olores de confección; sus labios, violetas, que destilan
preciada mirra. Sus manos, rollos de oro llenos de Tarsis. Su vientre, bien
como el marfil adornado de zafiros. Sus piernas, columnas de mármol fundadas
sobre bases de oro fino; el su semblante como el del Líbano, erguido como los
cedros; su paladar, dulzuras, y todo Él deseos?»
Pues pongamos los ojos en esta acabada
beldad, y contemplémosla bien, y conoceremos que todo lo que puede caber de
Dios en un cuerpo, y cuanto le es posible participar de él, y retraerle y
figurarle y asemejársele, todo esto, con ventajas grandísimas, entre todos los
otros cuerpos resplandece en éste; y veremos que en su género y condición es
como un retrato vivo y perfecto. Porque lo que en el cuerpo es color (que
quiero, para mayor evidencia, cotejar por menudo cada una cosa con otra, y
señalar en este retrato suyo, que formó Dios de hecho, habiéndole pintado
muchos años antes con las palabras, cuán enteramente responde todo con su
verdad; aunque, por no ser largo, diré poco de cada cosa, o no la diré, sino
tocarla he solamente). Por manera que el color en el cuerpo, el cual resulta de
la mezcla de las cualidades y humores que hay en él, y que es lo primero que se
viene a los ojos, responde a la liga, o, si lo podemos decir así, a la mezcla y
tejido que hacen entre sí las perfecciones de Dios. Pues así como se dice de
aquel color que se tiñe de colorado y de blanco, así toda esta mezcla secreta
se colora de sencillo y amoroso. Porque lo que luego se nos ofrece a los ojos
cuando los alzamos a Dios, es una verdad pura y una perfección simple y
sencilla que ama.
Y asimismo, la cabeza en el cuerpo dice con
lo que en Dios es la alteza de su saber. Aquélla, pues, es de oro de Tíbar, y
ésta son tesoros de sabiduría. Los cabellos que de la cabeza nacen se dicen ser
enriscados y negros; los pensamientos y consejos que proceden de aquel saber,
son ensalzados y oscuros. Los ojos de la providencia de Dios y los ojos de
aqueste cuerpo son unos; que éstos miran, como palomas bañadas en leche, las
aguas; aquéllos atienden y proveen a la universidad de las cosas con suavidad y
dulzura grandísima, dando a cada una su sustento y, como digamos, su leche.
Pues ¿qué diré de las mejillas, que aquí son eras olorosas de plantas, y en Dios
son su justicia y su misericordia, que se descubren y se le echan más de ver,
como si dijésemos, en el uno y en el otro lado del rostro, y que esparcen su
olor por todas las cosas? Que, como es escrito, «Todos los caminos del Señor
son misericordia y verdad.»
Y la boca y los labios, que son en Dios los
avisos que nos da y las Escrituras santas donde nos habla, así como en este
cuerpo son violetas y mirra, así en Dios tienen mucho de encendido y de amargo,
con que encienden a la virtud y amargan y amortiguan el vicio. Y ni más ni
menos, lo que en Dios son las manos, que son el poderío suyo para obrar y las
obras hechas por Él, son semejantes a las de este cuerpo, hechas como rollos de
oro rematados en tarsis; esto es, son perfectas y hermosas y todas muy buenas,
como la Escritura lo dice: «Vio Dios todo lo que hiciera, y todo era muy
bueno.»
Pues para las entrañas de Dios y para la
fecundidad de su virtud, que es como el vientre donde todo se engendra, ¿qué
imagen será mejor que este vientre blanco y como hecho de marfil y adornado de
zafiros? Y las piernas del mismo, que son hermosas y firmes, como mármoles
sobre basas de oro, clara pintura sin duda son de la firmeza divina no mudable
que es como aquello en que Dios estriba. Es también su semblante como el del
Líbano, que es como la altura de la naturaleza divina, llena de majestad y
belleza. Y, finalmente, es dulzuras su paladar, y deseos todo él; para que
entendamos del todo cuán merecidamente este cuerpo es llamado imagen y faces y cara de Dios, el cual es dulcísimo y
amabilísimo por todas partes, así como es escrito: «Gustad y ved cuán dulce es
el Señor»; y «cuán grande es, Señor, la muchedumbre de tu dulzura, que
escondiste para los que te aman.»
Pues si en el cuerpo de Cristo se descubre y
reluce tanto la figura divina, ¿cuánto más expresa imagen suya será su
santísima alma, la cual verdaderamente, así por la perfección de su naturaleza
como por los tesoros de sobrenaturales riquezas que Dios en ella ayuntó, se
asemeja a Dios y le retrata más vecina y acabadamente que otra criatura
ninguna? Y después del mundo original, que es el Verbo, el mayor mundo y el más
vecino al original es aquesta divina alma; y el mundo visible, comparado con
ella, es pobreza y pequeñez; porque Dios sabe y tiene presente delante de los
ojos de su conocimiento todo lo que es y puede ser; y el alma de Cristo ve con
los suyos todo lo que fue, es y será.
En el saber de Dios están las ideas y las
razones de todo, y en esta alma el conocimiento de todas las artes y ciencias.
Dios es fuente de todo el ser, y el alma de Cristo de todo el buen ser, quiero
decir, de todos los bienes de gracia y justicia, con que lo que es se hace
justo y bueno y perfecto; porque de la gracia que hay en Él mana toda la
nuestra. Y no sólo es gracioso en los ojos de Dios para sí, sino para nosotros
también, porque tiene justicia, con que parece en el acatamiento de Dios amable
sobre todas las criaturas; y tiene justicia poderosa para hacerlas amables a
todas, infundiendo en sus vasos de cada una algún efecto de aquella su grande
virtud, como es escrito: «De cuya abundancia recibimos todos gracia por
gracia», esto es, de una gracia otra gracia; de aquella gracia, que es fuente,
otra gracia que es como su arroyo; y de aquel dechado de gracia que está en Él,
un traslado de gracia, o una otra gracia trasladada que mora en los justos.
Y, finalmente, Dios cría y sustenta al
universo todo, y le guía y endereza a su bien; y el alma de Cristo recría y
repara y defiende, y continuamente va alentando e inspirando para lo bueno y lo
justo, cuanto es de su parte, a todo el género humano. Dios se ama a sí y se
conoce infinitamente; y ella le ama y le conoce con un conocimiento y amor en
cierta manera infinito. Dios es sapientísimo, y ella de inmenso saber; Dios
poderoso, y ella sobre toda fuerza natural poderosa. Y como, si pusiésemos
muchos espejos en diversas distancias delante de un rostro hermoso, la figura y
facciones de él, en el espejo que le estuviese más cerca, se demostraría mejor,
así esta alma santísima, como está junta, y, si lo hemos de decir así,
apegadísima por unión personal al Verbo Divino, recibe sus resplandores en sí y
se figura de ellos más vivamente que otro ninguno.
Pero vamos más adelante, y, pues hemos dicho
del cuerpo de Cristo y de su alma por sí, digamos de lo que resulta de todo
junto, y busquemos en sus inclinaciones y condición y costumbres estas faces e imagen de Dios.
Él dice de sí que es manso y humilde, y nos
convida a que aprendamos a serlo de Él Y mucho antes el profeta Isaías,
viéndolo en espíritu, nos le pintó con las mismas condiciones, diciendo: «No
dará voces ni será aceptador de personas, y su voz no sonará fuera. A la caña
quebrantada no quebrará, ni sabrá hacer mal ni aun a una poca de estopa que
echa humo. No será acedo ni revoltoso.» Y no se ha de entender que es Cristo
manso y humilde por virtud de la gracia que tiene solamente, sino, así como por
inclinación natural son bien inclinados los hombres, unos a una virtud y otros
a otra, así también la humanidad de Cristo, de su natural compostura, es de
condición llena de llaneza y mansedumbre.
Pues con ser Cristo, así por la gracia que
tenía como por la misma disposición de su naturaleza, un dechado de perfecta
humildad, por otra parte, tiene tanta alteza y grandeza de ánimo, que cabe en Él,
sin desvanecerle, el ser Rey de los hombres, y Señor de los ángeles, y cabeza y
gobernador de todas las cosas, y el ser adorado de todas ellas, y el estar a la
diestra de Dios unido con Él, y hecho una persona con Él. Pues ¿qué es esto
sino ser faces del
mismo Dios?
El cual, con ser tan manso como la enormidad
de nuestros pecados y la grandeza de los perdones suyos (y no sólo de los
perdones, sino de las maneras que ha usado para nos perdonar), lo testifican y
enseñan; es también tan alto y tan grande como lo pide el nombre de Dios, y
como lo dice Job por galana manera: «Alturas de cielos, ¿qué harás? Honduras de
abismo, ¿cómo le entenderás? Longura más que tierra medida suya, y anchura
allende del mar.» Y juntamente con esta inmensidad de grandeza y celsitud
podemos decir que se humilla tanto y se allana con sus criaturas, que tiene
cuenta con los pajaricos, y provee a las hormigas, y pinta las flores, y
desciende hasta lo más bajo del centro y hasta los más viles gusanos. Y, lo que
es más claro argumento de su llana bondad, mantiene y acaricia a los pecadores,
y los alumbra con esta luz hermosa que vemos; y, estando altísimo en sí, se
abaja con sus criaturas, y, como dice
el Salmo, «Estando en el cielo, está también
en la tierra.»
Pues ¿qué diré del amor que nos tiene Dios, y
de la caridad para con nosotros que arde en el alma de Cristo? ¿De lo que Dios
hace por los hombres y de lo que la humanidad de Cristo ha padecido por ellos?
¿Cómo los podré comparar entre sí, o qué podré decir, cotejándolos, que más verdadero
sea, que es llamar a esto faces e imagen de aquello? Cristo nos amó hasta darnos su
vida; y Dios, inducido de nuestro amor, porque no puede darnos la suya, danos
la de su Hijo, Cristo. Porque no padezcamos infierno y porque gocemos nosotros
del cielo, padece prisiones y azotes y afrentosa y dolorosa muerte. Y Dios, por
el mismo fin, ya que no era posible padecerla en su misma naturaleza, buscó y
halló orden para padecerla por su misma persona. Y aquella voluntad, ardiente y
encendida, que la naturaleza humana de Cristo tuvo de morir por los hombres, no
fue sino como una llama que se prendió del fuego de amor y deseo, que ardían en
la voluntad de Dios, de hacerse hombre para morir por ellos.
No tiene fin este cuento, y cuanto más
desplego las velas, tanto hallo mayor camino que andar, y se me descubren
nuevos mares cuanto más navego; y cuanto más considero estas faces, tanto por más partes se me descubren en
ellas el ser y las perfecciones de Dios.
Mas conviéneme ya recoger, y hacerlo he con
decir solamente que, así como Dios es trino y uno, trino en personas y uno en
esencia, así Cristo y sus fieles, por representar en esto también a Dios, son
en personas muchos y diferentes; mas (como ya comenzamos a decir, y diremos más
largamente después), en espíritu y en una unidad secreta, que se explica mal
con palabras y que se entiende bien por los que la gustan, son uno mismo. Y
dado que las cualidades de gracia y de justicia y de los demás dones divinos,
que están en los justos, sean en razón semejantes, y divididos y diferentes en
número; pero el espíritu que vive en todos ellos, o, por mejor decir, el que
los hace vivir vida justa, y el que los alienta y menea, y el que despierta y
pone en obra las mismas cualidades y dones que he dicho, es en todos uno y solo,
y el mismo de Cristo. Y así vive en los suyos Él, y ellos viven por Él, y todos
en Él; y son uno mismo multiplicado en personas, y en cualidad y sustancia de
espíritu simple y sencillo, conforme a lo que pidió a su Padre, diciendo: «Para
que sean todos una cosa, así como somos una cosa nosotros.»
Dícese también Cristo faces de Dios porque, como por la cara se
conoce uno, así Dios por medio de Cristo quiere ser conocido. Y el que sin este
medio le conoce, no le conoce; y por esto dice Él de sí mismo que manifestó el
nombre de su Padre a los hombres. Y es llamado puerta y entrada por la misma
razón; porque Él sólo nos guía y encamina y hace entrar en el conocimiento de
Dios y en su amor verdadero. Y baste haber dicho hasta aquí de lo que toca a
este nombre.
Y, dicho esto, Marcelo calló; y Sabino
prosiguió luego:
Camino
Es
Cristo llamado Camino,
y por qué se le atribuye este nombre
Llámase también Camino Cristo en la Sagrada Escritura. Él
mismo se llama así en San Juan, en el capítulo catorce: «Yo, dice, soy camino,
verdad y vida.» Y puede pertenecer a esto mismo lo que dice Isaías en el
capítulo treinta y cinco: «Habrá entonces senda y camino, y será llamado camino
santo, y será para vosotros camino derecho.» Y no es ajeno de ello lo del Salmo
quince: «Hiciste que me sean manifiestos los caminos de vida.» Y mucho menos lo
del Salmo sesenta y seis: «Para que conozcan en la tierra tu camino»; y declara
luego qué camino: «En todas las gentes tu salud», que es el nombre de Jesús.
-No será necesario -dijo Marcelo, luego que
Sabino hubo leído esto- probar que Camino es nombre de Cristo, pues Él mismo se le pone. Mas
es necesario ver y entender la razón por que se le pone, y lo que nos quiso
enseñar a nosotros llamándose a sí camino nuestro. Y aunque esto en parte está
ya dicho, por el parentesco que este nombre tiene con el que acabamos de decir
ahora (porque ser faces y ser camino en una cierta razón es lo mismo); más
porque, además de aquello, encierra este nombre otras muchas consideraciones en
sí, será conveniente que particularmente digamos de él.
Pues para esto, lo primero se debe advertir
que camino en
la Sagrada Escritura se toma en diversas maneras. Que algunas veces camino en ella significa la condición y el
ingenio de cada uno, y su inclinación y manera de proceder, y lo que suelen
llamar estilo en romance, o lo que llama humor ahora. Conforme a esto es lo de David
en el Salmo, cuando hablando de Dios dice: «Manifestó a Moisés sus caminos.»
Porque los caminos de Dios que llama allí, son aquello que el mismo Salmo dice
luego, que es lo que Dios manifestó de su condición en el Éxodo cuando se le
demostró en el monte y en la peña, y poniéndole la mano en los ojos, pasó por
delante de Él, y en pasando le dijo: «Yo soy amador entrañable, y compasivo
mucho, y muy sufrido, largo en misericordia y verdadero, y que castigo hasta lo
cuarto y uso de piedad hasta lo mil.». Así que estas buenas condiciones de Dios
y estas entrañas suyas son allí sus caminos.
Camino se
llama en otra manera la profesión de vivir que escoge cada uno para sí mismo, y
su intento y aquello que pretende o en la vida o en algún negocio particular, y
lo que se pone como por blanco.
Y en esta significación dice el Salmo:
«Descubre tu camino al Señor, y Él lo hará.». Que es decirnos David que
pongamos nuestros intentos y pretensiones en los ojos y en las manos de Dios,
poniendo en su providencia confiadamente el cuidado de ellos, y que con esto
quedemos seguros de Él que los tomará a su cargo y les dará buen suceso. Y si
los ponemos en sus manos, cosa debida es que sean cuales ellas son; esto es,
que sean de cualidad que se pueda encargar de ellos Dios, que es justicia y
bondad. Así que, de una vez y por unas mismas palabras, nos avisa allí de dos
cosas el Salmo: una, que no pretendamos negocios ni prosigamos intentos en que
no se pueda pedir la ayuda de Dios; otra, que, después de así apurados y
justificados, no los fiemos de nuestras fuerzas, sino que los echemos en las
suyas, y nos remitamos a Él con esperanza segura.
La obra que cada uno hace, también es llamada
camino suyo. En los Proverbios dice la Sabiduría de sí: «El Señor me crió en el
principio de sus caminos»; esto es, soy la primera cosa que procedió de Dios. Y
del elefante se dice en el libro de Job que es el principio de los caminos de
Dios, porque, entre las obras que hizo Dios cuando crió a los animales, es obra
muy aventajada. Y en el Deuteronomio dice Moisés que son juicio los caminos de Dios,
queriendo decir que sus obras son santas y justas. Y el justo desea y pide en
el Salmo que sus caminos, esto es, sus pasos y obras, se enderecen siempre a
cumplir lo que Dios le manda que haga.
Dícese más camino el precepto y la ley. Así lo usa David:
«Guardé los caminos del Señor y no hice cosa mala contra mi Dios.» Y más claro
en otro lugar: «Corrí por el camino de tus mandamientos, cuando ensanchaste mi
corazón. Por manera que este nombre camino, demás de lo que significa con propiedad, que es aquello
por donde se va a algún lugar sin error, pasa su significación a otras cuatro
cosas por semejanza: a la inclinación, a la profesión, a las obras de cada uno,
a la ley y preceptos; porque cada una de estas cosas encamina al hombre a algún
paradero, y el hombre por ellas, como por camino, se endereza a algún fin. Que
cierto es que la ley guía, y las obras conducen, y la profesión ordena, y la
inclinación lleva cada cual a su cosa.
Esto así presupuesto, veamos por qué razón de
éstas Cristo es dicho camino; o veamos si por todas ellas lo es, como lo es, sin
duda, por todas. Porque, cuanto a la propiedad del vocablo, así como aquel
camino (y señaló Marcelo con el dedo, porque se parecía de allí), es el de la
corte porque lleva a la corte, y a la morada del Rey a todos los que enderezan
sus pasos por él, así Cristo es el camino del cielo, porque, si no es poniendo
las pisadas en él y siguiendo su huella, ninguno va al cielo. Y no sólo digo
que hemos de poner los pies donde Él puso los suyos, y que nuestras obras, que
son nuestros pasos, han de seguir a las obras que Él hizo, sino que, lo que es
propio al camino, nuestras obras han de ir andando sobre él, porque, si salen
de él, van perdidas. Que cierto es que el paso y la obra que en Cristo no
estriba y cuyo fundamento no es Él, no se adelanta ni se allega hacia el cielo.
Muchos de los que vivieron sin Cristo
abrazaron la pobreza y amaron la castidad y siguieron la justicia, modestia y
templanza; por manera que, quien no lo mirara de cerca, juzgara que iban por
donde Cristo fue y que se parecían a Él en los pasos; mas, como no estribaban
en Él, no siguieron camino ni llegaron al cielo. La oveja perdida, que fueron
los hombres, el Pastor que la halló, como se dice en San Lucas, no la trajo al
rebaño por sus pies de ella ni guiándola delante de sí, sino sobre sí y sobre
sus hombros. Porque, si no es sobre Él, no podemos andar, digo, no será de
provecho para ir al cielo lo que sobre otro suelo anduviéremos.
¿No habéis visto algunas madres, Sabino, que
teniendo con sus dos manos las dos de sus niños, hacen que sobre sus pies de
ellas pongan ellos sus pies, y así los van allegando a sí y los abrazan, y son
juntamente su suelo y su guía? ¡Oh piedad la de Dios! Esta misma forma
guardáis, Señor, con nuestra flaqueza y niñez. Vos nos dais la mano de vuestro
favor. Vos hacéis que pongamos en vuestros bien guiados pasos los nuestros. Vos
hacéis que subamos. Vos que nos adelantemos. Vos sustentáis nuestras pisadas
siempre en Vos mismo, hasta que, avecinados a Vos en la manera de vecindad que
os contenta, con nudo estrecho nos ayuntáis en el cielo.
Y porque, Juliano, los caminos son en
diferentes maneras, que unos son llanos y abiertos, y otros estrechos y de
cuesta, y unos más largos, y otros que son como sendas de atajo; Cristo, verdadero
camino y universal, cuanto es de su parte, contiene todas estas diferencias en
sí; que tiene llanezas abiertas y sin dificultad de tropiezos, por donde
caminan descansadamente los flacos, y tiene sendas más estrechas y altas para
los que son de más fuerza, y tiene rodeos para unos, porque así les conviene, y
ni más ni menos por donde atajen y abrevien los que se quisieren apresurar. Mas
veamos lo que escribe de este nuestro camino Isaías: «Y habrá allí senda y
camino, y será llamado camino santo. No caminará por él persona no limpia, y
será derecho este camino para vosotros; los ignorantes en él no se perderán. No
habrá león en él, ni bestia fiera, ni subirá por él ninguna mala alimaña.
Caminarle han los librados, y los redimidos por el Señor volverán, y vendrán a
Sión con loores y gozo sobre sus cabezas sin fin. Ellos asirán del gozo y de la
alegría, y el dolor y el gemido huirá de ellos.»
Lo que dice senda, la palabra original significa todo aquello
que es paso, por donde se va de una cosa a otra; pero no como quiera paso, sino
paso algo más levantado que los demás del suelo que le está vecino, y paso
llano, o porque está enlosado o porque está limpio de piedras y libre de
tropiezos. Y, conforme a esto, unas veces significa esta palabra las gradas de
piedra por donde se sube, y otras la calzada empedrada y levantada del suelo, y
otras la senda que se ve ir limpia en la cuesta, dando vueltas desde la raíz a
la cumbre. Y todo ello dice con Cristo muy bien, porque es calzada y sendero, y
escalón llano y firme. Que es decir que tiene dos cualidades este camino, la
una de alteza y la otra de desembarazo, las cuales son propias así a lo que
llamarnos gradas como a lo que decimos sendero o calzada. Porque es verdad que
todos los que caminan por Cristo van altos y van sin tropiezos. Van altos, lo
uno porque suben; suben, digo, porque su caminar es propiamente subir; porque
la virtud cristiana siempre es mejoramiento y adelantamiento del alma. Y así,
los que andan y se ejercitan en ella forzosamente crecen, y el andar mismo es
hacerse de continuo mayores; al revés de los que siguen la vereda del vicio,
que siempre descienden, porque el ser vicioso es deshacerse y venir a menos de
lo que es; y cuanto va más, tanto más se menoscaba y disminuye, y viene por sus
pasos contados, primero a ser bruto, y después a menos que bruto, y finalmente
a ser casi nada.
Los hijos de Israel, cuyos pasos desde Egipto
hasta Judea fueron imagen de esto, siempre fueron subiendo por razón del sitio
y disposición de la tierra. Y en el templo antiguo, que también fue figura, por
ninguna parte se podía entrar sin subir. Y así el Sabio, aunque por semejanza
de resplandor y de luz, dice lo mismo así de los que caminan por Cristo como de
los que no quieren seguirle. De los unos dice: «La senda de los justos, como
luz que resplandece y crece y va a adelante hasta que sube a ser día perfecto.»
De los otros, en un particular que los comprende: «Desciende, dice, a la muerte
su casa, y a los abismos sus sendas.» Pues esto es lo uno. Lo otro, van altos porque
van siempre lejos del suelo, que es lo más bajo. Y van lejos de él, porque lo
que el suelo ama, ellos lo aborrecen; lo que sigue, huyen; y lo que estima,
desprecian. Y lo último, van así porque huellan sobre lo que el juicio de los
hombres tiene puesto en la cumbre, las riquezas, los deleites, las honras. Y
esto cuanto a la primera cualidad de la alteza.
Y lo mismo se ve en la segunda, de llaneza y
de carecer de tropiezos. Porque el que endereza sus pasos conforme a Cristo no
se encuentra con nadie; a todos les da ventaja; no se opone a sus pretensiones;
no les contramina sus designios; sufre sus iras, sus injurias, sus violencias;
y si le maltratan y despojan los otros, no se tiene por despojado, sino por
desembarazado y más suelto para seguir su viaje. Como, al revés, hallan los que
otro camino llevan, a cada paso, innumerables estorbos porque pretenden otros
lo que ellos pretenden, y caminan todos a un fin, y a fin en que los unos a los
otros se estorban; y así se ofenden cada momento y tropiezan entre sí mismos, y
caen, y paran, y vuelven atrás desesperados de llegar adonde iban. Mas en
Cristo, como hemos dicho, no se halla tropiezo, porque es como camino real en
que todos los que quieren caben sin embarazarse.
Y no solamente es Cristo grada y calzada y
sendero por estas dos cualidades dichas, que son comunes a todas estas tres
cosas, sino también por lo propio de cada una de ellas comunican su nombre con
Él; porque es grada para la entrada del templo del cielo y sendero que guía sin
error a lo alto del monte adonde la virtud hace vida, y calzada enjuta y firme,
en quien nunca o el paso engaña o desliza o titubea el pie. Que los otros
caminos más verdaderamente son deslizaderos o despeñaderos, que, cuando menos
se piensa, o están cortados, o debajo de los pies se sumen ellos y echa en
vacío el pie el miserable que caminaba seguro.
Y así, Salomón dice: «El camino de los malos,
barranco y abertura honda.» ¿Cuántos en las riquezas y por las riquezas, que
buscaron y hallaron, perdieron la vida? ¿Cuántos, caminando a la honra,
hallaron su afrenta? Pues del deleite, ¿qué podemos decir, sino que su remate
es dolor? Pues no desliza así ni hunde los pasos el que nuestro camino sigue,
porque los pone en piedra firme de continuo. Y por eso dice David: «Está la ley
de Dios en su corazón; no padecerán engaños sus pasos.» Y Salomón: «El camino
de los malos, como valladar de zarzas; la senda del justo, sin cosa que le
ofenda.»
Pero añade Isaías: «Senda y camino, y será
llamado santo.» En el original la palabra camino se repite tres veces, en esta
manera. «Y será camino, y camino, y camino llamado santo»; porque Cristo es
camino para todo género de gente. Y todos ellos, los que caminan en él, se
reducen a tres: a principiantes, que llaman, en la virtud; a aprovechados en
ella; a los que nombran perfectos. De los cuales tres órdenes se compone todo
lo escogido de la Iglesia; así como su imagen, el templo antiguo, se componía
de tres partes, portal y palacio y sagrario; y como los aposentos que estaban
apegados a él y le cercaban a la redonda por los dos lados y por las espaldas
se repartían en tres diferencias, que unos eran piezas bajas, y otros
entresuelos y otros sobrados. Es, pues, Cristo tres veces camino; porque es
calzada allanada y abierta para los imperfectos, y camino para los que tienen
más fuerza, y camino santo para los que son ya perfectos en Él.
Dice más: «No pasará por él persona no
limpia»; porque, aunque en la Iglesia de Cristo y en su cuerpo místico hay
muchas no limpias, mas los que pasan por él todos son limpios; quiero decir que
el andar en él siempre es limpieza, porque los pasos que no son limpios no son
pasos hechos sobre este camino. Y son limpios también todos los que pasan por
él; no todos los que comienzan en él, sino todos los que comienzan, y demedian,
y pasan hasta llegar al fin, porque el no ser limpio es parar o volver atrás o
salir del camino. Y así, el que no parare, sino pasare, como dicho es,
forzosamente ha de ser limpio».
Y parece aún más claro de lo que se sigue: «Y
será camino cierto para vosotros.» Adonde el original dice puntualmente: «Y Él
les andará el camino», o «Él a ellos les es el camino que andan». Por manera
que Cristo es el camino nuestro, y el que anda también el camino; porque anda
Él andando nosotros o, por mejor decir, andamos nosotros porque anda Él y
porque su movimiento nos mueve. Y así Él mismo es el camino que andamos y el
que anda con nosotros, y el que nos incita para que andemos. Pues cierto es que
Cristo no hará compañía a lo que no fuere limpieza. Así que no camina aquí lo
sucio ni se adelanta lo que es pecador, porque ninguno camina aquí si Cristo no
camina con él. Y de esto mismo nace lo que viene luego. «Ni los ignorantes se
perderán en él.» Porque ¿quién se perderá con tal guía? Mas ¡qué bien dice los
ignorantes! Porque los sabios, confiados de sí y que presumen valerse y abrir
camino por sí, fácilmente se pierden; antes, de necesidad se pierden si confían
en sí. Mayormente que si Cristo es Él mismo guía y camino, bien se convence que
es camino claro y sin vueltas, y que nadie lo pierde si no lo quiere perder de
propósito. «Esta es la voluntad de mi Padre, dice Él mismo, que no pierda
ninguno de los que me dio, sino que los traiga a vida en el día postrero.»
Y sin duda, Juliano, no hay cosa más clara a
los ojos de la razón ni más libre de engaño que el camino de Dios. Bien lo dice
David: «Los mandamientos del Señor que son
sus caminos lucidos, y que dan luz a los ojos. Los
juicios suyos, verdaderos y que se abonan a sí mismos.» Pero ya que el camino
carece de error, ¿hácenlo por ventura peligroso las fieras, o saltean en él?
Quien lo allana y endereza, ése también lo asegura; y así, añade el Profeta:
«No habrá león en él, ni andará por él bestia fiera.» Y no dice andará, sino subirá; porque si, o la fiereza de la pasión,
o el demonio, león enemigo, acomete a los que caminan aquí, si ellos perseveran
en el camino, nunca los sobrepuja ni viene a ser superior suyo, antes queda
siempre caído y bajo. Pues si éstos no, ¿quién andará? «Y andarán, dice, en él
los redimidos.» Porque primero es ser redimidos que caminantes; primero es que
Cristo, por su gracia y por la justicia que pone en ellos, los libre de la
culpa, a quien servían cautivos, y les desate las prisiones con que estaban
atados; y después es que comiencen a andar. Que no somos redimidos por haber
caminado primero, ni por los buenos pasos que dimos, ni venimos a la justicia
por nuestros pies: «No por las obras justas que hicimos, dice, sino según su
misericordia nos hizo salvos.» Así que no nace nuestra redención de nuestro
camino y merecimiento; sino, redimidos una vez, podemos caminar y merecer
después, alentados con la virtud de aquel bien.
Y es en tanto verdad que solos los redimidos
y libertados caminan aquí, y que primero que caminan son libres, que ni los que
son libres y justos caminan ni se adelantan, sino con solos aquellos pasos
quedan como justos y libres; porque la redención y la justicia y el espíritu
que la hace, encerrado en el nuestro, y el movimiento suyo, y las obras que de
este movimiento, y conforme a este movimiento hacemos, son para en este camino
los pies. Pues han de ser redimidos; mas ¿por quién redimidos? La palabra
original lo descubre, porque significa aquello a quien otro alguno por vía de
parentesco y de deudo lo rescata, y, como solemos decir, lo saca por el tanto.
De manera que, si no caminan aquí sino aquellos a quien redime su deudo, y por
vía de deudo, clara cosa será que solamente caminan los redimidos por Cristo,
el cual es deudo nuestro por parte de la naturaleza nuestra de que se vistió, y
nos redime por serlo. Porque como hombre padeció por los hombres, y como
hermano y cabeza de ellos pagó, según todo derecho, lo que ellos debían; y nos
rescató para sí, como cosa que le pertenecíamos por sangre y linaje, como se
dirá en su lugar.
Añade: «Y los redimidos por el Señor volverán
a andar por él.» Esto toca propiamente a los del pueblo judaico, que en el fin
de los tiempos se han de reducir a la Iglesia; y, reducidos, comenzarán a
caminar por este nuestro camino con pasos largos, confesándole por Mesías.
Porque, dice, tomarán a este camino, en el cual anduvieron verdaderamente
primero, cuando sirvieron a Dios en la fe de su venida que esperaban, y le
agradaron; y después se salieron de él, y no lo quisieron conocer cuando lo
vieron, y así ahora no andan en él; mas está profetizado que han de tomar. Y
por eso dice que volverán otra vez al camino los que el Señor redimió. Y tiene
cada una de estas palabras su particular razón, que demuestra ser así lo que
digo. Porque lo primero, en el original, en lugar de lo que decimos Señor, está el nombre de Dios propio, el cual
tiene particular significación de una entrañable piedad y misericordia. Y lo
segundo, lo que decimos redimidos, al pie de la letra suena redenciones o rescates; en
manera que dice que los rescates o redenciones del Piadosísimo tornarán a
volver. Y llama rescates o redenciones a los de este linaje, porque no los
rescató una sola vez de sus enemigos, sino muchas veces y en muchas maneras,
como las Sagradas Letras lo dicen.
Y llámase en este particular
misericordiosísimo a sí mismo: lo uno, porque, aunque lo es siempre con todos,
mas es cosa que admira el extremo de regalo y de amor con que trató Dios a
aquel pueblo, desmereciéndolo él. Lo otro, porque teniéndole tan desechado ahora
y tan apartado de sí, y desechado y apartado con tan justa razón, como a infiel
y homicida; y pareciendo que no se acuerda ya de él, por haber pasado tantos
siglos que le dura el enojo, después de tanto olvido y de tan luengo desecho,
querer tornarle a su gracia, y, de hecho, tomarle, señal manifiesta es de que
su amor para con él es entrañable y grandísimo, pues no lo acaban ni las
vueltas del tiempo tan largas, ni los enojos tan encendidos, ni las causas de
ellos tan repetidas y tan justas. Y señal cierta es que tiene en el pecho de
Dios muy hondas raíces este querer, pues cortado y al parecer seco, torna a
brotar con tanta fuerza. De arte que Isaías llama rescates a los judíos, y a
Dios le llama piadoso; porque sola su no vencida piedad para con ellos, después
de tantos rescates de Dios, y de tantas y tan malas pagas de ellos, los tomará
últimamente a librar; y libres y ayuntados a los demás libertados que están
ahora en la Iglesia, los pondrá en el camino de ella y los guiará derechamente
por él.
Mas ¡qué dichosa suerte y qué gozoso y
bienaventurado viaje, adonde el camino es Cristo, y la guía de él es Él mismo,
y la guarda y la seguridad ni más ni menos es Él, y adonde los que van por él
son sus hechuras y rescatados suyos! Y así, todos ellos son nobles y
libres; libres,
digo, de los demonios y rescatados de la culpa, y favorecidos contra sus
reliquias, y defendidos de cualesquier acontecimientos malos, y alentados al
bien con prendas y gustos de él; y llamados a premios tan ricos, que la
esperanza sola de ellos los hace bienandantes en cierta manera. Y así concluye,
diciendo: «Y vendrán a Sión con loores y alegría no perecedera en sus cabezas; asirán del gozo y
asirán del placer, y huirá de ellos el gemido y dolor.»
Y por esta manera es llamado camino Cristo, según aquello que con propiedad
significa; y no menos lo es según aquellas cosas que por semejanza son llamadas
así. Porque si el camino de cada uno son, como decíamos, las inclinaciones que
tiene, y aquello a que le lleva su juicio y su gusto, Cristo, con gran verdad,
es camino de
Dios; porque es, como poco antes dijimos, imagen viva suya y retrato verdadero
de sus inclinaciones y condiciones todas; o, por decirlo mejor, es como una
ejecución y un poner por obra todo aquello que a Dios le place y agrada más. Y
si es camino el fin, y el propósito que se pone cada uno a sí mismo para
enderezar sus obras, camino es sin duda Cristo de Dios; pues, como decíamos hoy
al principio, después de sí mismo, Cristo es el fin principal a quien Dios mira
en todo cuanto produce.
Y, finalmente, ¿cómo no será Cristo camino, si se llama camino todo lo que es ley,
regla y mandamiento que ordena y endereza la vida, pues es Él sólo la ley?
Porque no solamente dice lo que hemos de obrar, mas obra lo que nos dice que
obremos, y nos da fuerzas para que obremos lo que nos dice. Y así, no manda
solamente a la razón, sino hace en la voluntad ley de lo que manda, y se lanza
en ella; y, lanzado allí, es su bien y su ley. Mas no digamos ahora de esto,
porque tiene su propio lugar adonde después lo diremos.
Y dicho esto, calló Marcelo, y Sabino abrió
su papel y dijo:
Pastor
Llámase
Cristo Pastor; por qué
le conviene este nombre, y cuál es el oficio de pastor
Llámase también Cristo Pastor. Él mismo dice en San Juan: «Yo soy buen
pastor.» Y en la epístola a los hebreos dice San Pablo de Dios: «Que resucitó a
Jesús, Pastor grande de ovejas.» Y San Pedro dice del mismo: «Cuando apareciere
el Príncipe de los Pastores.» Y por los profetas es llamado de la misma manera.
Por Isaías, en el capítulo cuarenta; por Ezequiel, en el capítulo treinta y
cuatro; por Zacarías, en el capítulo once.
Y Marcelo dijo luego:
-Lo que dije en el nombre pasado, puedo también
decir en éste: que es excusado probar que es nombre de Cristo, pues Él mismo se
le pone. Mas, como esto es fácil, así es negocio de mucha consideración el
traer a luz todas las causas por qué se pone este nombre. Porque en esto que
llamamos Pastor se pueden considerar muchas cosas: unas que miran propiamente a
su oficio, y otras que pertenecen a las condiciones de su persona y su vida.
Porque lo primero, la vida pastoril es vida sosegada y apartada de los ruidos
de las ciudades, y de los vicios y deleites de ellas. Es inocente, así por esto
como por parte del trato y granjería en que se emplea. Tiene sus deleites, y
tantos mayores cuanto nacen de cosas más sencillas y más puras y más naturales:
de la vista del cielo libre, de la pureza del aire, de la figura del campo, del
verdor de las yerbas, y de la belleza de las rosas y de las flores. Las aves
con su canto y las aguas con su frescura le deleitan y sirven. Y así, por esta
razón, es vivienda muy natural y muy antigua entre los hombres, que luego en los
primeros de ellos hubo pastores; y es muy usada por los mejores hombres que ha
habido, que Jacob y los doce patriarcas la siguieron, y David fue pastor; y es
muy alabada de todos, que, como sabéis, no hay poeta, Sabino, que no la cante y
alabe.
-Cuando ninguno la loara -dijo Sabino
entonces- basta para quedar muy loada lo que dice de ella el Poeta latino, que
en todo lo que dijo venció a los demás, y en aquello parece que vence a sí
mismo: tanto son escogidos y elegantes los versos con que lo dice. Mas, porque,
Marcelo, decís de lo que es ser Pastor, y del caso que de los pastores la poesía hace, mucho es
de maravillar con qué juicio los poetas, siempre que quisieron decir algunos
accidentes de amor, los pusieron en los pastores, y usaron, más que de otros,
de sus personas para representar esta pasión en ellas; que así lo hizo Teócrito
y Virgilio. Y ¿quién no lo hizo, pues el mismo Espíritu Santo, en el libro de
los Cantares,
tomó dos personas de pastores, para por sus figuras de ellos y por su boca
hacer representación del increíble amor que nos tiene? Y parece, por otra
parte, que son personas no convenientes para esta representación los pastores,
porque son toscos y rústicos. Y no parece que se conforman ni que caben las
finezas que hay en el amor, y lo muy propio y grave de él con lo tosco y
villano.
-Verdad es, Sabino -respondió Marcelo- que
usan los poetas de lo pastoril para decir del amor; mas no tenéis razón en
pensar que para decir de él hay personas más a propósito que los pastores, ni
en quien se represente mejor. Porque puede ser que en las ciudades se sepa
mejor hablar; pero la fineza del sentir es del campo y de la soledad.
Y, a la verdad, los poetas antiguos, y cuanto
más antiguos tanto con mayor cuidado, atendieron mucho a huir de lo lascivo y
artificioso, de que está lleno el amor que en las ciudades se cría, que tiene
poco de verdad, y mucho de arte y de torpeza. Mas el pastoril, como tienen los
pastores los ánimos sencillos y no contaminados con vicios, es puro y ordenado
a buen fin; y como gozan del sosiego y libertad de negocios que les ofrece la
vida sola del campo, no habiendo en él cosa que los divierta, es muy vivo y
agudo. Y ayúdales a ello también la vista desembarazada, de que continuo gozan,
del cielo y de la tierra y de los demás elementos; que es ella en sí una imagen
clara, o por mejor decir, una como escuela de amor puro y verdadero. Porque los
demuestra a todos amistados entre sí y puestos en orden, y abrazados, como si
dijésemos, unos con otros, y concertados con armonía grandísima, y
respondiéndose a veces, y comunicándose sus virtudes, y pasándose unos en otros
y ayuntándose y mezclándose todos, y con su mezcla y ayuntamiento sacando de
continuo a luz y produciendo los frutos que hermosean el aire y la tierra. Así
que los pastores son en esto aventajados a los otros hombres. Y así, sea esta
la segunda cosa que señalamos en la condición del Pastor; que es muy dispuesto
al bien querer.
Y sea la tercera lo que toca a su oficio, que
aunque es oficio de gobernar y regir, pero es muy diferente de los otros
gobiernos. Porque lo uno, su gobierno no consiste en dar leyes ni en poner
mandamientos, sino en apacentar y alimentar a los que gobierna. Y lo segundo,
no guarda una regla generalmente con todos y en todos los tiempos, sino en cada
tiempo y en cada ocasión ordena su gobierno conforme al caso particular del que
rige. Lo tercero, no es gobierno el suyo que se reparte y ejercita por muchos
ministros, sino él solo administra todo lo que a su grey le conviene; que él la
apasta y la abreva, y la baña y la trasquila, y la cura y la castiga, y la
reposa y la recrea y hace música, y la ampara y defiende. Y últimamente, es
propio de su oficio recoger lo esparcido y traer a un rebaño a muchos, que de
suyo cada uno de ellos caminara por sí. Por donde las sagradas Letras, de lo
esparcido y descarriado y perdido dicen siempre que son como ovejas que no
tienen Pastor; como en San Mateo se ve y en libro de los Reyes y en otros
lugares. De manera que la vida del pastor es inocente y sosegada y deleitosa, y
la condición de su estado es inclinada al amor, y su ejercicio es gobernar
dando pasto, y acomodando su gobierno a las condiciones particulares de cada
uno, y siendo él solo para los que gobierna todo lo que le es necesario, y
enderezando siempre su obra a esto, que es hacer rebaño y grey.
Veamos, pues, ahora si Cristo tiene esto, y
las ventajas con que lo tiene; y así veremos cuán merecidamente es
llamado Pastor.
Vive en los campos Cristo, y goza del cielo libre, y ama la soledad y el
sosiego; y en el silencio de todo aquello que pone en alboroto la vida, tiene
puesto Él su deleite. Porque así como lo que se comprende en el campo es lo más
puro de lo visible, y es lo sencillo y como el original de todo lo que de ello
se compone y se mezcla, así aquella región de vida adonde vive aqueste nuestro
glorioso bien, es la pura verdad y la sencillez de la luz de Dios, y el
original expreso de todo lo que tiene ser, y las raíces firmes de donde nacen y
adonde estriban todas las criaturas. Y si lo habemos de decir así, aquellos son
los elementos puros y los campos de flor eterna vestidos, y los mineros de las
aguas vivas, y los montes verdaderamente preñados de mil bienes altísimos, y
los sombríos y repuestos valles, y los bosques de la frescura, adonde, exentos
de toda injuria, gloriosamente florecen la haya y la oliva y el lináloe, con
todos los demás árboles del incienso, en que reposan ejércitos de aves en
gloria y en música dulcísima que jamás ensordece. Con la cual región si
comparamos este nuestro miserable destierro, es comparar el desasiego con la
paz, y el desconcierto y la turbación y el bullicio y disgusto de la más
inquieta ciudad, con la misma pureza y quietud y dulzura. Que aquí se afana y
allí se descansa; aquí se imagina y allí se ve; aquí las sombras de las cosas
nos atemorizan y asombran; allí la verdad asosiega y deleita. Esto es
tinieblas, bullicio, alboroto; aquello es luz purísima en sosiego eterno.
Bien y con razón le conjura a este Pastor la
esposa pastora que le demuestre este lugar de su pasto. «Demuéstrame, dice, ¡oh
querido de mi alma!, adónde apacientas y adónde reposas en el mediodía.» Que es
con razón mediodía aquel lugar que pregunta, adonde está la luz no contaminada
en su colmo y adonde, en sumo silencio de todo lo bullicioso, sólo se oye la
voz dulce de Cristo, que, cercado de su glorioso rebaño, suena en sus oídos de
Él sin ruido y con incomparable deleite, en que, traspasadas las almas santas,
y como enajenadas de sí, sólo viven en su Pastor. Así que es Pastor Cristo por
la región donde vive, y también lo es por la manera de vivienda que ama, que es
el sosiego de la soledad, como lo demuestra en los suyos a los cuales llama
siempre a la soledad y retiramiento del campo. Dijo a Abraham: «Sal de tu
tierra y de tu parentela, y haré de ti grandes gentes.» A Elías, para
mostrársele, le hizo penetrar el desierto. Los hijos de los profetas vivían en
la soledad del Jordán.
De su pueblo, dice Él mismo por el Profeta
que le sacará al campo y le retirará a la soledad, y allí le enseñará. Y en
forma de Esposo, ¿qué otra cosa pide a su esposa sino esta salida?: «Levántate,
dice, amiga mía, y apresúrate y ven; que ya se pasó el invierno, pasóse la
lluvia, fuese; ya han aparecido en nuestra tierra las flores, y el tiempo del
podar es venido. La voz de la tortolilla se oye, y brota ya la higuera sus
higos, y la uva menuda da olor. Levántate, hermosa mía, y ven.» Que quiere que
les sea agradable a los suyos aquello mismo que Él ama; y así como Él por ser
Pastor ama el campo, así los suyos, porque han de ser sus ovejas, han de amar
el campo también; que las ovejas tienen su pasto y su sustento en el campo.
Porque, a la verdad, Juliano, los que han de
ser apacentados por Dios han de desechar los sustentos del mundo, y salir de
sus tinieblas y lazos a la libertad clara de la verdad, y a la soledad, poco
seguida, de la virtud, y al desembarazo de todo lo que pone en alboroto la
vida; porque allí nace el pasto que mantiene en felicidad eterna nuestra alma y
que no se agosta jamás. Que adonde vive y se goza el Pastor, allí han de residir sus ovejas, según que
al una de ellas decía: «Nuestra conversación es en los cielos.» Y como dice el
mismo Pastor:
«Las sus ovejas reconocen su voz y le siguen.» Mas si es Pastor Cristo por el lugar de su vida, ¿cuánto
con más razón lo será por el ingenio de su condición, por las amorosas entrañas
que tiene, a cuya grandeza no hay lengua ni encarecimiento que allegue? Porque,
demás de que todas sus obras son amor, que en nacer nos amó y viviendo nos ama,
y por nuestro amor padeció muerte, y todo lo que en la vida hizo y todo lo que
en el morir padeció, y cuanto glorioso ahora y asentado a la diestra del Padre
negocia y entiende, lo ordena todo con amor para nuestro provecho.
Así que, demás de que todo su obrar es amar,
la afición y la terneza de entrañas, y la solicitud y cuidado amoroso, y el
encendimiento e intensión de voluntad con que siempre hace esas mismas obras de
amor que por nosotros obró, excede todo cuanto se puede imaginar y decir. No
hay madre así solicita, ni esposa así blanda, ni corazón de amor así tierno y
vencido, ni título ninguno de amistad así puesto en fineza, que le iguale o le
llegue. Porque antes que le amemos nos ama; y, ofendiéndole y despreciándole
locamente, nos busca; y no puede tanto la ceguedad de mi vista ni mi obstinada
dureza, que no pueda más la blandura ardiente de su misericordia dulcísima.
Madruga, durmiendo nosotros descuidados del peligro que nos amenaza. Madruga,
digo: antes que amanezca se levanta; o, por decir verdad, no duerme ni reposa,
sino asido siempre al aldaba de nuestro corazón, de continuo y a todas horas le
hiere y le dice, como en los Cantares se escribe: «Ábreme, hermana mía, amiga mía, esposa
mía, ábreme; que la cabeza traigo llena de rocío, las guedejas de mis cabellos
llenas de gotas de la noche.» «No duerme, dice David, ni se adormece el que
guarda a Israel.»
Que en la verdad, así como en la divinidad es
amor, conforme a San Juan: «Dios es caridad», así en la Humanidad, que de
nosotros tomó, es amor y blandura. Y como el sol, que de suyo es fuente de luz,
todo cuanto hace perpetuamente es lucir, enviando, sin nunca cesar, rayos de
claridad de sí mismo, así Cristo, como fuente viva de amor que nunca se agota,
mana de continuo en amor, y en su rostro y en su figura siempre está bulliendo
este fuego, y por todo su traje y persona traspasan y se nos vienen a los ojos
sus llamas, y todo es rayos de amor cuanto de Él se parece.
Que por esta causa, cuando se demostró
primero a Moisés, no le demostró sino unas llamas de fuego que se emprendía en
una zarza: como haciendo allí figura de nosotros y de sí mismo, de las espinas
de la aspereza nuestra y de los ardores vivos y amorosos de sus entrañas, y
como mostrando en la apariencia visible el fiero encendimiento que le abrasaba
lo secreto del pecho con amor de su pueblo. Y lo mismo se ve en la figura de
Él, que San Juan en el principio de sus revelaciones nos pone, a do dice que
vio una imagen de hombre cuyo rostro lucía como el sol, y cuyos ojos eran como
llamas de fuego, y sus pies como oriámbar encendido en ardiente hornaza, y que
le centelleaban siete estrellas en la mano derecha, y que se ceñía por junto a
los pechos con cinto de oro, y que le cercaban en derredor siete antorchas
encendidas en sus candeleros. Que es decir de Cristo que expiraba llamas de
amor que se le descubrían por todas partes, y que le encendían la cara y le
salían por los ojos, y le ponían fuego a los pies, y le lucían por las manos, y
le rodeaban en tomo resplandeciendo. Y que como el oro, que es señal de la caridad
en la Sagrada Escritura, le ceñía las vestiduras junto a los pechos, así el
amor de sus vestiduras que en las mismas Letras significan los fieles que se
allegan a Cristo, le rodeaba el corazón.
Mas dejemos esto, que es llano, y pasemos al
oficio del pastor y a lo propio que le pertenece. Porque si es del oficio del
pastor gobernar apacentando, como ahora decía, sólo Cristo es Pastor verdadero,
porque Él sólo es, entre todos cuantos gobernaron jamás, el que pudo usar y el
que usa de este género de gobierno. Y así, en el Salmo, David, hablando de este
Pastor, juntó como una misma cosa el apacentar y el regir. Porque dice: «El
Señor me rige, no me faltará nada; en lugar de pastos abundantes me pone.»
Porque el propio gobernar de Cristo, como por ventura después diremos, es
darnos su gracia y la fuerza eficaz de su espíritu; la cual así nos rige, que
nos alimenta; o, por decir la verdad, su regir principal es darnos alimento y
sustento. Porque la gracia de Cristo es vida del alma y salud de la voluntad, y
fuerzas de todo lo flaco que hay en nosotros, y reparo de lo que gastan vicios,
y antídoto eficaz contra su veneno y ponzoña, y restaurativo saludable, y,
finalmente, mantenimiento que cría en nosotros inmortalidad resplandeciente y
gloriosa. Y así, todos los dichosos que por este Pastor se gobiernan, en todo lo que, movidos
de Él, o hacen o padecen, crecen y se adelantan y adquieren vigor nuevo, y todo
les es virtuoso y jugoso y sabrosísimo pasto. Que esto es lo que Él mismo dice
en San Juan: «El que por Mí entrare, entrará y saldrá, y siempre hallará
pastos.» Porque el entrar y el salir, según la propiedad de la Sagrada
Escritura, comprende toda la vida y las diferencias de lo que en ella se obra.
Por donde dice que en el entrar y en el
salir, esto es, en la vida y en la muerte, en el tiempo próspero y en el turbio
y adverso, en la salud y en la flaqueza, en la guerra y en la paz, hallarán
sabor los suyos a quienes Él guía; y no solamente sabor, sino mantenimiento de
vida y pastos sustanciales y saludables. Conforme a lo cual es también lo que
Isaías profetiza de las ovejas de este Pastor, cuando dice: «Sobre los caminos serán apacentados, y en
todos los llanos, pastos para ellos; no tendrán hambre ni sed, ni las fatigará
el bochorno ni el sol. Porque el piadoso de ellos los rige y los lleva a las
fuentes del agua.» Que, como veis, en decir que serán apacentados sobre los
caminos, dice que le son pasto los pasos que dan y los caminos que andan; y que
los caminos que en los malos son barrancos y tropiezos y muerte, como ellos lo
dicen: «Que anduvieron caminos dificultosos y ásperos», en las ovejas de
este Pastor son
apastamiento y alivio. Y dice que así en los altos ásperos como en los lugares
llanos y hondos, esto es, como decía, en todo lo que en la vida sucede, tienen
sus cebos y pastos, seguros de hambre y defendidos del sol. Y esto ¿por qué?
Porque dice: Él que se apiadó de ellos, ese mismo es el que los rige. Que es
decir que porque los rige Cristo, que es el que sólo con obra y con verdad se
condolió de los hombres; como señalando lo que decimos, que su regir es dar
gobierno y sustento, y guiar siempre a los suyos a las fuentes del agua, que es
en la Escritura a la gracia del Espíritu, que refresca y cría y engruesa y
sustenta.
Y también el Sabio miró a esto a do dice que
«la ley de la sabiduría es fuente de vida.» Adonde, como parece, juntó la ley y
la fuente; lo uno, porque poner Cristo a sus ovejas ley es criar en ellas
fuerzas y salud para ella por medio de la gracia, así como he dicho. Y lo otro,
porque eso mismo que nos manda es aquello de que se ceba nuestro descanso y
nuestra verdadera vida. Porque todo lo que nos manda es que vivamos en descanso
y que gocemos de paz, y que seamos ricos y alegres, y que consigamos la
verdadera nobleza. Porque no plantó Dios sin causa en nosotros los deseos de
estos bienes, ni condenó lo que Él mismo plantó, sino que la ceguedad de
nuestra miseria, movida del deseo, y no conociendo el bien a que se endereza el
deseo, y engañada de otras cosas que tienen apariencia de aquello que se desea,
por apetecer la vida sigue la muerte; y en lugar de las riquezas y de la honra,
va desalentada en pos de la afrenta y de la pobreza. Y así, Cristo nos pone
leyes que nos guíen sin error a aquello verdadero que nuestro deseo apetece.
De manera que sus leyes dan vida, y lo que
nos manda es nuestro puro sustento y apaciéntanos con salud y con deleite y con
honra y descanso, con esas mismas reglas que nos pone con que vivamos. Que como
dice el Profeta: «Acerca de Ti está la fuente de la vida, y en tu lumbre
veremos la lumbre.» Porque la vida y el ser que es el ser verdadero, y las
obras que a tal ser le convienen, nacen y manan, como de fuente, de la lumbre
de Cristo. Esto es, de las leyes suyas, así las de gracia que nos da como las
de mandamientos que nos escribe. Que es también la causa de aquella querella
contra nosotros suya, tan justa y tan sentida, que pone por Jeremías, diciendo:
«Dejáronme a Mí, fuente de agua viva, y caváronse cisternas quebradas, en que
el agua no para.» Porque, guiándonos Él al verdadero pasto y al bien, escogemos
nosotros por nuestras manos lo que nos lleva a la muerte. Y siendo fuente Él,
buscamos nosotros pozos; y siendo manantial su corriente, escogemos cisternas
rotas, adonde el agua no se detiene. Y a la verdad, así como aquello que Cristo
nos manda es lo mismo que nos sustenta la vida, así lo que nosotros por nuestro
error escogemos, y los caminos que seguimos guiados de nuestros antojos, no se
pueden nombrar mejor que como el Profeta los nombra.
Lo primero, cisternas cavadas en tierra con
increíble trabajo nuestro, esto es, bienes buscados entre la vileza del polvo
con diligencia infinita. Que si consideramos lo que suda el avariento en su
pozo, y las ansias con que anhela el ambicioso a su bien, y lo que cuesta de
dolor al lascivo el deleite, no hay trabajo ni miseria que con la suya se
iguale. Y lo segundo, nombra las cisternas secas y rotas, grandes en apariencia
y que convidan así a los que de lejos las ven, y les prometen agua que
satisfaga a su sed; mas en la verdad son hoyos hondos y oscuros, y yermos de
aquel mismo bien que prometen, o, por mejor decir, llenos de lo que le
contradice y repugna porque en lugar de agua dan cieno. Y la riqueza del avaro
le hace pobre. Y al ambicioso su deseo de honra le trae a ser apocado y vil
siervo. Y el deleite deshonesto a quien lo ama le atormenta y enferma.
Mas si Cristo es Pastor porque rige apastando y porque sus
mandamientos son mantenimientos de vida, también lo será porque en su regir no
mide a sus ganados por un mismo rasero, sino atiende a lo particular de cada
uno que rige. Porque rige apacentando, y el pasto se mide según el hambre y
necesidad de cada uno que pace. Por donde, entre las propiedades del buen Pastor, pone Cristo en el Evangelio que llama por
su nombre a cada una de sus ovejas; que es decir que conoce lo particular de
cada una de ellas, y la rige y llama al bien en la forma particular que más le
conviene, no a todas por una forma, sino a cada cual por la suya. Que de una
manera pace Cristo a los flacos, y de otra a los crecidos en fuerza; de una a
los perfectos, y de otra a los que aprovechan; y tiene con cada uno su estilo,
y es negocio maravilloso el secreto trato que tiene con sus ovejas, y sus
diferentes y admirables maneras. Que así como en el tiempo que vivió con
nosotros, en las curas y beneficios que hizo, no guardó con todos una misma
forma de hacer, sino a unos curó con su sola palabra; a otros, con su palabra y
presencia; a otros tocó con la mano; a otros no los sanaba luego después de tocados,
sino cuando iban su camino, y ya de Él apartados les enviaba salud; a unos que
se la pedían y a otros que le miraban callando; así en este trato oculto y en
esta medicina secreta que en sus ovejas continuo hace, es extraño milagro ver
la variedad de que usa y cómo se hace y se mide a las figuras y condiciones de
todos. Por lo cual llama bien San Pedro multiforme a su gracia, porque se transforma con cada uno en
diferentes figuras.
Y no es cosa que tiene una figura sola o un
rostro. Antes como al pan que en el templo antiguo se ponía ante Dios, que fue
clara imagen de Cristo, le llama pan de
faces la Escritura divina, así el gobierno de
Cristo y el sustento que da a los suyos es de muchas faces y es pan. Pan porque sustenta, y de
muchas faces porque
se hace con cada uno según su manera; y como en el maná dice la Sabiduría que
hallaba cada uno su gusto, así diferencia sus pastos Cristo, conformándose con
las diferencias de todos. Por lo cual su gobierno es gobierno extremadamente
perfecto; porque, como dice Platón, no es la mejor gobernación la de leyes
escritas, porque son unas y no se mudan, y los casos particulares son muchos y
que se varían, según las circunstancias, por horas. Y así acaece no ser justo
en este caso lo que en común se estableció con justicia; y el tratar con sola
la ley escrita es como tratar con un hombre cabezudo por una parte y que no
admite razón, y por otra poderoso para hacer lo que dice, que es trabajoso y
fuerte caso. La perfecta gobernación es de ley viva, que entienda siempre lo
mejor, y que quiera siempre aquello bueno que entiende. De manera que la ley
sea el bueno y sano juicio del que gobierna, que se ajusta siempre con la
particular de aquel a quien rige.
Mas porque este gobierno no se halla en el
suelo, porque ninguno de los que hay en él es ni tan sabio ni tan bueno que, o
no se engañe o no quiera hacer lo que ve que no es justo, por eso es imperfecta
la gobernación de los hombres, y solamente no lo es la manera con que Cristo
nos rige; que, como está perfectamente dotado de saber y bondad, ni yerra en lo
justo ni quiere lo que es malo; y así, siempre ve lo que a cada uno conviene, y
a eso mismo le guía, y, como San Pablo de sí dice, «A todos se hace todas las
cosas, para ganarlos a todos.» Que toca ya en lo tercero y propio de este
oficio, según que dijimos, que es ser un oficio lleno de muchos oficios, y que
todos los administra el Pastor. Porque verdaderamente es así, que todas aquellas cosas
que hacen para la felicidad de los hombres, que son diferentes y muchas, Cristo
principalmente las ejecuta y las hace: que Él nos llama y nos corrige, y nos
lava y nos sana, y nos santifica y nos deleita, y nos viste de gloria. Y de
todos los medios de que Dios usa para guiar bien un alma, Cristo es el
merecedor y el autor.
Mas ¡qué bien y qué copiosamente dice de esto
el Profeta! Porque el Señor Dios dice así: «Yo mismo buscaré mis ovejas y las
rebuscaré; como revee el pastor su rebaño cuando se pone en medio de sus
esparcidas ovejas, así Yo buscaré mi ganado; sacaré mis ovejas de todos los
lugares a do se esparcieron en el día de la nube y de la oscuridad; y sacarélas
de los pueblos, y recogerlas he de las tierras, y tornarélas a meter en su
patria, y las apacentaré en los montes de Israel. En los arroyos y en todas las
moradas del suelo las apacentaré con pastos muy buenos, y serán sus pastos en
los montes de Israel más erguidos. Allí reposarán en pastos sabrosos, y pacerán
en los montes de Israel pastos gruesos. Yo apacentaré a mi rebaño y Yo le haré
que repose, dice Dios el Señor. A la oveja perdida buscaré, a la ablentada
tomaré a su rebaño, ligaré a la quebrada y daré fuerza a la enferma, y a la
gruesa y fuerte castigaré; paceréla en juicio.» Porque dice que Él mismo busca
sus ovejas, y que las guía si estaban perdidas, y si cautivas las redime, y si
enfermas las sana, y Él mismo las libra del mal y las mete en el bien, y las
sube a los pastos más altos. En todos los arroyos y en todas las moradas las
apacienta, porque en todo lo que les sucede les halla pastos, y en todo lo que permanece
o se pasa; y porque todo es por Cristo, añade luego el Profeta: «Yo levantaré
sobre ellas un Pastor y apacentarálas mi siervo David; Él las apacentará y Él
será su Pastor; y
Yo, el Señor, seré su Dios; y en medio de ellas ensalzado mi siervo David.»
En que se consideran tres cosas. Una, que
para poner en ejecución todo esto que promete Dios a los suyos, les dice que
les dará a Cristo, Pastor, a quien llama siervo suyo y David (porque es
descendiente de David según la carne), en que es menor y sujeto a su Padre. La
segunda, que para tantas cosas promete un solo Pastor, así para mostrar que Cristo puede con todo,
como para enseñar que en Él es siempre uno el que rige. Porque en los hombres,
aunque sea uno sólo el que gobierna a los otros, nunca acontece que los
gobierne uno solo; porque de ordinario viven en uno muchos: sus pasiones, sus
afectos, sus intereses, que manda cada uno su parte. Y la tercera es que
este Pastor que
Dios promete y tiene dado a su Iglesia, dice que ha de estar levantado en medio
de sus ovejas; que es decir que ha de residir en lo secreto de sus entrañas,
enseñoreándose de ellas, y que las ha de apacentar dentro de sí.
Porque cierto es que el verdadero pasto del
hombre está dentro del mismo hombre, y en los bienes de que es señor cada uno.
Porque es sin duda el fundamento del bien aquella división de bienes en que
Epicteto, filósofo, comienza su libro; porque dice de esta manera: «De las
cosas, unas están en nuestra mano y otras fuera de nuestro poder. En nuestra
mano están los juicios, los apetitos, los deseos y los desvíos, y, en una
palabra, todas las que son nuestras obras. Fuera de nuestro poder están el
cuerpo y la hacienda, y las honras y los mandos, y, en una palabra, todo lo que
no es obras nuestras. Las que están en nuestra mano son libres de suyo, y que
no padecen estorbo ni impedimento; mas las que van fuera de nuestro poder son
flacas y siervas, y que nos pueden ser estorbadas y, al fin, son ajenas todas.
Por lo cual conviene que adviertas que, si lo que de suyo es siervo lo tuvieres
por libre tú, y tuvieres por propio lo que es ajeno, serás embarazado
fácilmente, y caerás en tristeza y en turbación, y reprenderás a veces a los
hombres y a Dios. Mas si solamente tuvieres por tuyo lo que de veras lo es, y
lo ajeno por ajeno, como lo es en verdad, nadie te podrá hacer fuerza jamás,
ninguno estorbará tu designio, no reprenderás a ninguno ni tendrás queja de él,
no harás nada forzado, nadie te dañará, ni tendrás enemigo, ni padecerás
detrimento.»
Por manera que, por cuanto la buena suerte
del hombre consiste en el buen uso de aquellas obras y cosas de que es señor
enteramente, todas las cuales obras y cosas tiene el hombre dentro de sí mismo
y debajo de su gobierno, sin respeto a fuerza exterior; por eso el regir y el
apacentar al hombre, es el hacer que use bien de esto que es suyo y que tiene
encerrado en sí mismo. Y así Dios con justa causa pone a Cristo, que es
su Pastor, en
medio de las entrañas del hombre, para que, poderoso sobre ellas, guíe sus
opiniones, sus juicios, sus apetitos y deseos al bien, con que se alimente y
cobre siempre mayores fuerzas el alma, y se cumpla de esta manera lo que el
mismo Profeta dice: «Que serán apacentados en todos los mejores pastos de su
tierra propia»; esto es, en aquello que es pura y propiamente buena suerte y
buena dicha del hombre. Y no en esto solamente, sino también «en los montes
altísimos de Israel», que son los bienes soberanos del cielo, que sobran a los
naturales bienes sobre toda manera, porque es señor de todos ellos aquese mismo Pastor que los guía, o para decir la verdad,
porque los tiene todos y amontonados en sí.
Y porque los tiene en sí, por esta misma
causa, lanzándose en medio de su ganado, mueve siempre a sí sus ovejas; y no
lanzándose solamente, sino levantándose y encumbrándose en ellas, según lo que
el Profeta de Él dice. Porque en sí es alto por el amontonamiento de bienes
soberanos que tiene; y en ellas es alto también, porque, apacentándolas, las
levanta del suelo, y las aleja cuanto más va de la tierra, y las tira siempre
hacia sí mismo, y las enrisca en su alteza, encumbrándolas siempre más y
entrañándolas en los altísimos bienes suyos. Y porque Él uno mismo está en los
pechos de cada una de sus ovejas, y porque su pacerlas es ayuntarlas consigo y
entrañarlas en sí, como ahora decía, por eso le conviene también lo postrero
que pertenece al Pastor, que es hacer unidad y rebaño. Lo cual hace Cristo por
maravilloso modo, como por ventura diremos después. Y bástenos decir ahora que
no está la vestidura tan allegada al cuerpo del que la viste, ni ciñe tan
estrechamente por la cintura la cinta, ni se ayuntan tan conformemente la
cabeza y los miembros, ni los padres son tan deudos del hijo, ni el esposo con
su esposa tan uno, cuanto Cristo, nuestro divino Pastor, consigo y entre sí hace una su grey.
Así lo pide y así lo alcanza, y así de hecho
lo hace. Que los demás hombres que, antes de Él y sin Él, introdujeron en el
mundo leyes y sectas, no sembraron paz, sino división; y no vinieron a reducir
a rebaño, sino, como Cristo dice en San Juan, fueron ladrones y mercenarios,
que entraron a dividir y desollar y dar muerte al rebaño. Que, aunque la
muchedumbre de los malos haga contra las ovejas de Cristo bando por sí, no por
eso los malos son unos ni hacen un rebaño suyo en que estén adunados, sino
cuanto son sus deseos y sus pasiones y sus pretendencias, que son diversas y
muchas, tanto están diferentes contra sí mismos. Y no es rebaño el suyo de
unidad y de paz, sino ayuntamiento de guerra y gavilla de muchos enemigos que
entre sí mismos se aborrecen y dañan, porque cada uno tiene su diferente
querer. Mas Cristo, nuestro Pastor, porque es verdaderamente Pastor, hace paz y rebaño. Y aun por esto, allende
de lo que dicho tenemos, le llama Dios Pastor
uno en el lugar alegado; porque su oficio
todo es hacer unidad. Así que Cristo es Pastor por todo lo dicho; y porque si
es del pastor el desvelarse para guardar y mejorar su ganado, Cristo vela sobre
los suyos siempre y los rodea solícito. Que, como David dice: «Los ojos del
Señor sobre los justos, y sus oídos en sus ruegos. Y aunque la madre se olvide
de su hijo, Yo, dice, no me olvido de ti.» Y si es del pastor trabajar por su
ganado al frío y al hielo, ¿quién cual Cristo trabajó por el bien de los suyos?
Con verdad Jacob, como en su nombre, decía: «Gravemente laceré de noche y de
día, unas veces al calor y otras veces al hielo, y huyó de mis ojos el sueño.»
Y si es del pastor servir abatido, vivir en hábito despreciado, y no ser
adorado y servido, Cristo, hecho al traje de sus ovejas, y vestido de su bajeza
y su piel, sirvió por ganar su ganado.
Y porque hemos dicho cómo le conviene a
Cristo todo lo que es del pastor, digamos ahora las ventajas que en este oficio
Cristo hace a todos los otros pastores. Porque no solamente es Pastor, sino Pastor como no lo fue otro ninguno; que así lo
certificó Él cuando dijo: «Yo soy el buen Pastor.» Que el bueno allí es señal de excelencia, como si
dijese el Pastor aventajado
entre todos. Pues sea la primera ventaja, que los otros lo son o por caso o por
suerte; mas Cristo nació para ser Pastor, y escogió antes que naciese, nacer
para ello; que, como de sí mismo dice, bajó del cielo y se hizo Pastor hombre, para buscar al hombre, oveja
perdida. Y así como nació para llevar a pacer, dio, luego que nació, a los
pastores nueva de su venida. Demás de esto, los otros pastores guardan el
ganado que hallan; mas nuestro Pastor Él se hace el ganado que ha de guardar. Que no sólo
debemos a Cristo que nos rige y nos apacienta en la forma ya dicha, sino
también y primeramente, que siendo animales fieros, nos da condiciones de
ovejas; y que, siendo perdidos, nos hace ganados suyos, y que cría en nosotros
el espíritu de sencillez y de mansedumbre y de santa y fiel humildad, por el
cual pertenecemos a su rebaño. Y la tercera ventaja es que murió por el bien de
su grey; lo que no hizo algún otro pastor, y que por sacarnos de entre los
dientes del lobo, consintió que hiciesen en Él presa los lobos.
Y sea lo cuarto, que es así Pastor que es pasto también, y que su
apacentar es darse a sí a sus ovejas. Porque el regir Cristo a los suyos y el
llevarlos al pasto, no es otra cosa sino hacer que se lance en ellos y que se
embeba y que se incorpore su vida, y hacer que con encendimientos fieles de
caridad le traspasen sus ovejas a sus entrañas, en las cuales traspasado, muda
Él sus ovejas en sí. Porque cebándose ellas de Él, se desnudan así de sí mismas
y se visten de sus cualidades de Cristo; y creciendo con este dichoso pasto el
ganado, viene por sus pasos contados a ser con su Pastor una cosa.
Y finalmente, como otros nombres y oficios le
convengan a Cristo, o desde algún principio o hasta un cierto fin o según algún
tiempo, este nombre de Pastor en Él carece de término. Porque antes que naciese
en la carne, apacentó a las criaturas luego que salieron a luz; porque Él
gobierna y sustenta las cosas, y Él mismo da cebo a los ángeles, «y todo espera
de Él su mantenimiento a su tiempo» como en el Salmo se dice. Y ni más ni
menos, nacido ya hombre, con su espíritu y con su carne apacienta a los
hombres, y luego que subió al cielo llovió sobre el suelo su cebo; y luego y
ahora y después, y en todos los tiempos y horas, secreta y maravillosamente y
por mil maneras los ceba; en el suelo los apacienta, y en el cielo será también
su Pastor, cuando
allá los llevare; y en cuanto se revolvieren los siglos, y en cuanto vivieren
sus ovejas, que vivirán eternamente con Él, Él vivirá en ellas, comunicándoles
su misma vida, hecho su pastor y su pasto.
Y calló Marcelo aquí, significando a Sabino
que pasase adelante, que luego desplegó el papel y leyó:
Monte
Se le
da a Cristo el nombre de Monte;
qué significa éste en la Escritura, y por qué se le atribuye a Cristo
Llámase Cristo Monte, como en el capítulo segundo de Daniel,
adonde se dice que la piedra que hirió en los pies de la estatua que vio el rey
de Babilonia, y la desmenuzó y deshizo, se convirtió en un monte muy grande que
ocupaba toda la tierra. Y en el capítulo segundo de Isaías: «Y en los postreros
días será establecido el monte de la casa del Señor sobre la cumbre de todos
los montes.» Y en el Salmo sesenta y siete: «El monte de Dios, monte enriscado
y lleno de grosura.»
Y en leyendo esto cesó.
Y dijo Juliano luego:
-Pues que este vuestro papel, Marcelo, tiene
la condición de Pitágoras, que dice y no da razón de lo que dice, justo será
que nos la deis vos por él. Porque los lugares que ahora alega, mayormente los
dos postreros, algunos podrían dudar si hablan de Cristo o no.
-Muchos dicen muchas cosas -respondió
Marcelo-, pero el papel siguió lo más cierto y lo mejor, porque en el lugar de
Isaías casi no hay palabras (así en él como en lo que le antecede o se le
sigue) que no señale a Cristo como con el dedo. Lo primero dice: «En los días
postreros»; y, como sabéis, lo postrero de los días, o los días postreros, en
la Santa Escritura es nombre que se da al tiempo en que Cristo vino, como se
parece en la profecía de Jacob, en el capítulo último del libro de la creación
y en otros muchos lugares. Porque el tiempo de su venida, en el cual juntamente
con Cristo comenzó a nacer la luz del Evangelio, y el espacio que dura el
movimiento de esta luz, que es el espacio de su predicación (que va como un sol
cercando el mundo y pasando de unas naciones en otras), así que todo el
discurso y suceso y duración de aqueste alumbramiento se llama un día, porque
es como el nacimiento y vuelta que da el sol en un día. Y llámase postrero día,
porque en acabando el sol del Evangelio su curso, que será en habiendo
amanecido a todas las tierras, como este sol amanece, no ha de sucederle otro
día. «Y será predicado, dice Cristo, este Evangelio por todo el mundo, y luego
vendrá el fin.»
Demás de esto dice: «Será establecido.» Y la
palabra original significa un establecer y afirmar no mudable ni, como si
dijésemos, movedizo o sujeto a las injurias y vueltas del tiempo. Y así en el
Salmo con esta misma palabra se dice: «El Señor afirmó su trono sobre los
cielos.» Pues ¿qué monte otro hay, o qué grandeza no sujeta a mudanza, sino es
Cristo solo, cuyo reino no tiene fin, como dijo a la Virgen el Ángel? Pues ¿qué
se sigue tras esto? «El monte, dice, de la casa del Señor.» Adonde la una
palabra es como declaración de la otra, como diciendo: el monte, esto es, la casa del Señor. La cual casa
entre todas por excelencia es Cristo nuestro Redentor, en quien reposa y mora
Dios enteramente, como es escrito: «En el cual reposa todo lo lleno de la
divinidad.»
Y dice más: «Sobre la cumbre de los montes.»
Que es cosa que solamente de Cristo se puede con verdad decir. Porque monte en la Escritura, y en la secreta manera
de hablar de que en ella usa el Espíritu Santo, significa todo lo eminente, o
en poder temporal, como son los príncipes, o en virtud y saber espiritual, como
son los profetas y los prelados; y decir montes sin limitación, es decir todos
los montes; o como se entiende de un artículo que está en el primer texto en
este lugar, es decir los montes más señalados de todos, así por alteza de sitio
como por otras cualidades y condiciones suyas. Y decir que será establecido
sobre todos los montes, no es decir solamente que este monte es más levantado que los demás, sino
que está situado sobre la cabeza de todos ellos; por manera que lo más bajo de
él está sobrepuesto a lo que es en ellos más alto.
Y así, juntando con palabras descubiertas
todo aquesto que he dicho, resultará de todo ello aquesta sentencia: Que la
raíz, o como llamamos, la falda de este monte que dice Isaías, esto es, lo
menos y más humilde de él, tiene debajo de sí a todas las altezas más señaladas
y altas que hay, así temporales como espirituales. Pues ¿qué alteza o
encumbramiento será aqueste tan grande si Cristo no es? O ¿a qué otro monte de
los que Dios tiene convendrá una semejante grandeza? Veamos lo que la Santa
Escritura dice cuando habla con palabras llanas y sencillas de Cristo, y
cotejémoslo con los rodeos de este lugar, y si halláremos que ambas partes
dicen lo mismo, no dudemos de que es uno mismo aquel de quien hablan.
¿Qué dice David?: «Dijo el Señor a mi Señor:
Asiéntate a mi mano derecha hasta que ponga por escaño de tus pies a tus
enemigos.» Y el apóstol San Pablo: «Para que al nombre de Jesús doblen las
rodillas todos, así los del cielo como los de la tierra y los del infierno.» Y
el mismo, hablando propiamente del misterio de Cristo, dice: «Lo flaco de Dios
que parece, es más valiente que la fortaleza toda; y lo inconsiderado, más
sabio que cuanto los hombres saben.» Pues allí se pone el monte sobre los montes, y aquí la alteza toda
del mundo y del infierno por escaño de los pies de Jesucristo. Aquí se le
arrodilla lo criado; allí todo lo alto le está sujeto. Aquí su humildad, su
desprecio, su cruz, se dice ser más sabia y más poderosa que cuanto pueden y
saben los hombres; allí la raíz de aquel monte se pone sobre las cumbres de
todos los montes.
Así que no debemos dudar de que es Cristo
este monte de que
habla Isaías. Ni menos de que es aquel de quien canta David en las palabras del
Salmo alegado. El cual Salmo todo es manifiesta profecía, no de un misterio
solo, sino casi de todos aquellos que obró Cristo para nuestra salud. Y es
oscuro Salmo, al parecer, pero oscuro a los que no dan en la vena del verdadero
sentido, y siguen sus imaginaciones propias; con las cuales como no dice el
Salmo bien, ni puede decir, para ajustarle con ellas revuelven la letra y
oscurecen y turban la sentencia, y al fin se fatigan en balde; mas al revés, si
se toma una vez el hilo de él y su intento, las mismas cosas se van diciendo y llamándose
unas a otras, y trabándose entre sí con maravilloso artificio.
Y lo que toca ahora a nuestro propósito
(porque sería apartarnos mucho de él declarar todo el Salmo), así que lo que
toca al verso que de este Salmo alega el papel, para entender que el monte de quien el verso habla es Jesucristo,
basta ver lo que luego se sigue, que es: «Monte en el cual le plació a Dios
morar en él; y cierto morará en él eternamente.» Lo cual, si no es de
Jesucristo, de ningún otro se puede decir. Y son muy de considerar cada una de
las palabras, así de este verso como del verso que le antecede; pero no
turbemos ni confundamos el discurso de nuestra razón.
Digamos primero qué quiere decir que Cristo
se llame monte. Y dicho, y
volviendo sobre estos mismos lugares, diremos algo de las cualidades que da en
ellos el Espíritu Santo a este monte. Pues digo así: que demás de la eminencia señalada que
tienen los montes sobre lo demás de la tierra (como Cristo la tiene, en cuanto
hombre, sobre todas las criaturas), la más principal razón por qué se
llama monte, es por la
abundancia, o, digámoslo así, por la preñez riquísima de bienes diferentes que
atesora y comprende en sí mismo. Porque, como sabéis, en la lengua hebrea, en
que los sagrados libros en su primer origen se escriben, la palabra con que el
monte se nombra, según el sonido de ella, suena en nuestro castellano el preñado; por manera que los que nosotros
llamamos montes,
llama el hebreo por nombre propio preñados.
Y díceles este nombre muy bien, no sólo por
la figura que tienen alta y redonda, y como hinchada sobre la tierra (por lo
cual parecen el vientre de ella, y no vacío ni flojo vientre, mas lleno y
preñado), sino también porque tienen en sí como concebido, y lo paren y sacan a
luz a sus tiempos, casi todo aquello que en la tierra se estima. Producen
árboles de diferentes maneras, unos que sirven de madera para los edificios, y
otros que con sus frutas mantienen la vida. Paren yerbas, más que ninguna otra
parte del suelo, de diversos géneros y de secretas y eficaces virtudes. En los
montes por la mayor parte se conciben las fuentes y los principios de los ríos,
que naciendo de allí y cayendo en los llanos después, y torciendo el paso por
ellos, fertilizan y hermosean las tierras. Allí se cría el azogue y el estaño, y
las venas ricas de la plata y del oro, y de los demás metales todas las minas,
las piedras preciosas y las canteras de las piedras firmes, que son más
provechosas, con que se fortalecen las ciudades con muros y se ennoblecen con
suntuosos palacios. Y finalmente, son como un arca los montes, y como un
depósito de todos los mayores tesoros del suelo.
Pues por la misma manera Cristo nuestro
Señor, no sólo en cuanto Dios (que, según esta razón, por ser el Verbo divino,
por quien el Padre cría todas las cosas, las tiene todas en sí de mejores
quilates y ser que son en sí mismas), mas también según que es hombre, es
un monte y un
amontonamiento y preñez de todo lo bueno y provechoso, y deleitoso, y glorioso
que en el deseo y en el seno de las criaturas cabe, y de mucho más que no cabe.
En Él está el remedio del mundo y la destrucción del pecado y la victoria
contra el demonio; y las fuentes y mineros de toda la gracia y virtudes que se
derraman por nuestras almas y pechos, y los hacen fértiles, en Él tienen su abundante
principio; en Él tienen sus raíces, y de Él nacen y crecen con su virtud, y se
visten de hermosura y de fruto las hayas altas y los soberanos cedros y los
árboles de la mirra (como dicen los Cantares) y del incienso: los apóstoles y los mártires y profetas
y vírgenes. Él mismo es el sacerdote y el sacrificio, el pastor y el pasto, el
doctor y la doctrina, el abogado y el juez, el premio y el que da el premio, la
guía y el camino, el médico, la medicina, la riqueza, la luz, la defensa y el
consuelo es Él mismo y sólo Él. En Él tenemos la alegría en las tristezas, el
consejo en los casos dudosos, y en los peligrosos y desesperados el amparo y la
salud.
Y por obligarnos más así, y porque, buscando
lo que nos es necesario en otras partes, no nos divirtiésemos de Él, puso en sí
la copia y la abundancia, o, si decimos, la tienda y el mercado, o (será mejor
decir) el tesoro abierto y liberal de todo lo que nos es necesario, útil y
dulce, así en lo próspero como en lo adverso, así en la vida como en la muerte
también, así en los años trabajosos de aqueste destierro como en la vivienda
eterna y feliz a do caminamos. Y como el monte alto, en la cumbre, se toca de
nubes y las traspasa, y parece que llega hasta el cielo, y en las faldas cría
viñas y mieses, y da pastos saludables a los ganados, así lo alto y la cabeza
de Cristo es Dios, que traspasa los cielos, y es consejos altísimos de
sabiduría, adonde no puede arribar ingenio ninguno mortal; mas lo humilde de
Él, sus palabras llanas, la vida pobre y sencilla y santísima que morando entre
nosotros vivió, las obras que como hombre hizo, y las pasiones y dolores que de
los hombres y por los hombres sufrió, son pastos de vida para sus fieles
ovejas. Allí hallamos el trigo, que esfuerza el corazón de los hombres; y el vino,
que les da verdadera alegría; y el óleo, hijo de la oliva y engendrador de la
luz, que destierra nuestras tinieblas. «El risco, dice el Salmo, es refrigerio
de los conejos.» Y en Ti, ¡oh verdadera guarida de los pobrecitos amedrentados,
Cristo Jesús!; y en Ti, ¡oh amparo dulce y seguro, oh acogida llena de
fidelidad! los afligidos y acosados del mundo nos escondemos. Si vertieren agua
las nubes y se abrieren los canales del cielo, y, saliendo la mar de madre, se
anegaren las tierras y sobrepujaren como en el diluvio sobre los montes las
aguas, en este monte, que se
asienta sobre la cumbre de todos los montes, no las tememos. Y si los montes,
como dice David, trastornados de sus lugares, cayeren en el corazón de la mar,
en este monte no
mudable enriscados, carecemos de miedo.
Mas, ¿qué hago yo ahora, o adónde me lleva el
ardor? Tornemos a nuestro hilo; y ya que hemos dicho el por qué es monte Cristo, digamos, según que es monte, las cualidades que le da la Escritura.
Decía, pues, Daniel que una piedra, sacada
sin manos, hirió en los pies de la estatua y la volvió en polvo, y la piedra,
creciendo, se hizo monte tan grande que ocupó toda la tierra. En lo cual
primeramente entendemos que este grandísimo monte era primero una pequeña piedra. Y
aunque es así que Cristo es llamado piedra por diferentes razones, pero aquí la
piedra dice fortaleza y pequeñez. Y, así, es cosa digna de considerar que no
cayó hecha monte grande sobre la estatua y la deshizo, sino hecha piedra
pequeña. Porque no usó Cristo, para destruir la alteza y poder tirano del
demonio, y la adoración usurpada, y los ídolos que tenía en el mundo, de la
grandeza de sus fuerzas; ni derrocó sobre él el brazo y el peso de su divinidad
encubierta, sino lo humilde que había en Él, y lo bajo y lo pequeño: su carne
santa y su sangre vertida, y el ser preso y condenado y muerto
crudelísimamente. Y esta pequeñez y flaqueza fue fortaleza dura, y toda la
soberbia del infierno y su monarquía quedó rendida a la muerte de Cristo. Por
manera que primero fue piedra y, después de piedra, monte. Primero se humilló,
y, humilde, venció; y después, vencedor glorioso, descubrió su claridad, y
ocupó la tierra y el cielo con la virtud de su nombre.
Mas lo que el Profeta significó por rodeos,
¡cuán llanamente lo dijo el Apóstol!: «El haber subido, dice hablando de
Cristo, ¿qué es sino por haber descendido primero hasta lo bajo de la tierra?
El que descendió, ése mismo subió sobre todos los cielos para henchir todas las
cosas.» Y en otra parte: «Fue hecho obediente hasta la muerte, y muerte de
cruz; por lo cual ensalzó su nombre Dios sobre todo nombre.» Y como dicen del
árbol, que cuanto lanza las raíces más en lo hondo, tanto en lo alto crece y
sube más por el aire, así a la humildad y pequeñez de esta piedra correspondió
la grandeza sin medida del monte, y cuanto primero se disminuyó, tanto después
fue mayor. Pero acontece que la piedra que se tira hace gran golpe, aunque sea
pequeña, si el brazo que la envía es valiente; y pudiérase por ventura pensar
que si esta piedra pequeña hizo pedazos la estatua, fue por la virtud de alguna
fuerza extraña y poderosa que la lanzó. Mas no fue así, ni quiso que se
imaginase así el Espíritu Santo; y por esta causa añadió que hirió a la estatua
sin manos, conviene a saber: que no la hirió con fuerza mendigada de otro ni de
poder ajeno, sino con el suyo mismo hizo tan señalado golpe. Como pasó en la
verdad.
Porque lo flaco y lo despreciado de Cristo,
su pasión y su muerte, aquel humilde escupido y escarnecido, fue tan de piedra,
quiero decir, tan firme para sufrir y tan fuerte y duro para herir, que cuanto
en el soberbio mundo es tenido por fuerte no pudo resistir a su golpe; mas
antes cayó todo quebrantado y deshecho como si fuera vidrio delgado.
Y aun, lo que es más de maravillar, no hirió
esta piedra la frente de aquel busto espantable, sino solamente los pies,
adonde nunca la herida es mortal; mas, sin embargo de esto, con aquel golpe
dado en los pies, vinieron a menos los pechos y hombros y el cuello y cabeza de
oro. Porque fue así, que el principio del Evangelio y los primeros golpes que
Cristo dio para deshacer la pujanza mundana, fueron en los pies de ella y en lo
que andaba como rastreando en el suelo; en las gentes bajas y viles, así en
oficio como en condición. Y heridos éstos con la verdad, y vencidos y quebrados
del mundo, y como muertos a él y puestos debajo la piedra las cabezas y los
pechos, esto es, los sabios y los altos, cayeron todos; unos, para sujetarse a
la piedra, y otros, para quedar quebrados y desmenuzados de ella; unos, para
dejar su primero y mal ser, y otros, para crecer para siempre en su mal. Y así,
unos destruidos y otros convertidos, la piedra, transformándose en monte, ella
sola ocupó todo el mundo.
Es también monte hecho y como nacido de
piedra, porque entendamos que no es terreno ni movedizo este monte, ni tal que
pueda ser menoscabado o disminuido en alguna manera. Y con esto, pasemos a ver
lo demás que decía de él el santo David.
«El monte, dice, del Señor, monte cuajado,
monte grueso»; quiere decir fértil y abundante monte, como a la buena tierra
solemos llamarla tierra gruesa. Y la condición de la tierra gruesa es ser
espesa y tenaz y maciza, no delgada y arenisca, y ser tierra que bebe mucha
agua, y que no se anega o deshace con ella, sino antes la abraza toda en sí, y
se engruesa e hinche de jugo; y así, después son conformes a esta grosura las
mieses, que produce espesas y altas, y las cañas gruesas y las espigas grandes.
Bien es verdad que adonde decimos grueso, el primer texto dice Basan, que es nombre propio de un monte llamado
así en la Tierra Santa, que está de la otra parte del Jordán, en la suerte que
cupo a los de Gad y Rubén y a la mitad de la tribu de Manasés. Pero era
señaladamente abundante este monte; y así, nuestro texto, aunque calló el
nombre, guardó bien el sentido y puso la misma sentencia; y en lugar de Basan puso monte grueso, cual lo es el Basan.
Pues es Cristo, ni más ni menos, no como
arena flaca y movediza, sino como tierra de cuerpo y de tomo, y que debe y
contiene en sí todos los dones del Espíritu Santo, que la Escritura suele
muchas veces nombrar con nombre de aguas; y así el fruto que de este monte
sale, y las mieses que se crían en él, nos muestran bien a la clara si es
grueso y fecundo este monte. De las cuales mieses, David, en el Salmo setenta y
uno, debajo de la misma figura de trigo y de mieses y de frutos del campo,
hablando a la letra del reino de Cristo, nos canta diciendo: «Y será, de un
puñado de trigo echado en la tierra en las cumbres de los montes, el fruto suyo
más levantado que el Líbano y por las villas florecerán como el heno de la
tierra.» O, porque en este punto, y diciendo esto, me vino a la memoria,
quiérolo decir como nuestro común amigo lo dijo, traduciendo en verso
castellano este Salmo:
...¡Oh
siglos de oro, |
|
cuando
tan sola una |
|
espiga
sobre el cerro, tal tesoro |
|
producirá
sembrada, |
|
de
mieses ondeando, cual la cumbre |
|
del
Líbano ensalzada, |
|
cuando
con más largueza y muchedumbre |
|
que
el heno en las ciudades |
|
el
trigo crecerá! |
Y porque se viese claro que este fruto que se
llama trigo no es trigo, y que esta abundancia no es buena disposición de
tierra ni templanza de cielo clemente, sino que es fruto de justicia y mieses
espirituales nunca antes vistas, que nacen por la virtud de este monte, añade
luego:
…Por DO desplega la fama de mil edades el nombre de este Rey, y al cielo llega. |
Mas ¿nació por ventura con este fruto su
nombre, o era ya y vivía en el seno de su Padre, primero que la rueda de los
siglos comenzase a moverse? Dice:
El
nombre, que primero que el
sol manase luz resplandecía, en
quien hasta el postrero mortal
será bendito, a quien de día, de
noche celebrando, las
gentes darán loa y bienandanza. Y dirán
alabando: Se{or Dios de Israel, ¿qué lengua alzanza A tu
divina gloria? |
Salido he de mi camino, llevado de la
golosina del verso; mas volvamos a él. Y habiendo dicho esto Marcelo, y tomando
un poco de aliento, quería pasar adelante; mas Juliano, deteniéndole, dijo:
-Antes que digáis más, me decid, Marcelo:
¿este común amigo nuestro que nombrasteis, cuyos son estos versos, quién es?
Porque, aunque yo no soy muy poeta, hanme parecido muy bien; y debe hacerlo ser
el sujeto cual es, en quien sólo a mi juicio se emplea la poesía como debe.
-Gran verdad, Juliano, es -respondió al punto
Marcelo- lo que decís. Porque éste es sólo digno sujeto de la poesía; y los que
la sacan de él, y, forzándola, la emplean, o por mejor decir, la pierden en
argumentos de liviandad, habían de ser castigados como públicos corrompedores
de dos cosas santísimas: de la poesía y de las costumbres. La poesía corrompen,
porque sin duda la inspiró Dios en los ánimos de los hombres, para, con el
movimiento y espíritu de ella, levantarlos al cielo, de donde ella procede;
porque poesía no es sino una comunicación del aliento celestial y divino; y
así, en los Profetas casi todos, así los que fueron movidos verdaderamente por
Dios, como los que, incitados por otras causas sobrehumanas, hablaron, el mismo
espíritu que los despertaba y levantaba a ver lo que los otros hombres no
veían, les ordenaba y componía y como metrificaba en la boca las palabras, con
número y consonancia debida, para que hablasen por más subida manera que las
otras gentes hablaban, y para que el estilo del decir se asemejase al sentir, y
las palabras y las cosas fuesen conformes.
Así que corrompen esta santidad, y corrompen
también, lo que es mayor mal, las santas costumbres; porque los vicios y las
torpezas, disimuladas y enmeladas con el sonido dulce y artificioso del verso,
recíbense en los oídos con mejor gana, y de ellos pasan al ánimo, que de suyo
no es bueno, y lánzanse en él poderosísimamente; y hechas señoras de él, y
desterrando de allí todo buen sentido y respeto, corrómpenlo, y muchas veces
sin que el mismo que es corrompido lo sienta. Y es (iba a decir donaire, y no
es donaire, sino vituperable inconsideración), que las madres celosas del bien
de sus hijas les vedan las pláticas de algunas otras mujeres, y no les vedan
los versos y los cantarcillos de argumentos liviano, los cuales hablan con
ellas a todas horas; y sin recatarse de ellos, antes aprendiéndolos y
cantándolos, las atraen a sí y las persuaden secretamente; y derramándoles su
ponzoña poco a poco por los pechos, la inficionan y pierden. Porque así como en
la ciudad, perdido el alcázar de ella y puesto en las manos de los enemigos,
toda ella es perdida, así, ganado una vez, quiero decir, perdido el corazón, y
aficionado a los vicios y embeleñado con ellos, no hay cerradura tan fuerte ni
centinela tan veladora y despierta que baste a la guarda Pero esto es de otro
lugar, aunque la necesidad o el estrago que el uso malo, introducido más ahora
que nunca, hace en las gentes, hace también que se pueda tratar de ello a
propósito en cualquier lugar.
Mas, dejándolo ahora, espántome, Juliano, que
me preguntéis quién es el común amigo que dije; pues no podéis olvidaros que,
aunque cada uno de nosotros dos tenemos amistad con muchos amigos, uno solo
tenemos que la tiene conmigo con vos casi en igual grado; porque a mí me ama
como a sí y a vos en la misma manera como yo os amo, que es muy poco menos que
a mí.
-Razón tenéis -respondió Juliano- en condenar
mi descuido; y entiendo muy bien por quién decís. Y pues tendréis en la memoria
algunos otros Salmos de los que ha puesto en verso este amigo nuestro, mucho
gustaría yo, y Sabino gustará de ello, si no me engaño, también, que en los
lugares que se os ofrecieren de aquí adelante, uséis de ellos y nos los digáis.
-Sabino -respondió Marcelo- no sé yo si
gustará de oír lo que sabe; porque, como más mozo y más aficionado a los
versos, tiene casi en la lengua estos Salmos que pedís; pero haré vuestro
gusto, y aun Sabino podrá servir de acordármelos si yo me olvidare, como será
posible olvidarme. Así que él me los acordará; o, si más le pluguiere, dirálos él
mismo; y aun es justo que le plega, porque los sabrá decir con mejor gracia. De
esto postrero se rieron un poco Juliano y Sabino. Y diciendo Sabino que lo
haría así y que gustaría de hacerlo, Marcelo tornó a seguir su razón, y dijo:
-Decíamos, pues, que este sagrado monte,
conforme a lo del Salmo, era fértil señaladamente; y probamos su grosura por la
muchedumbre y por la grandeza de las mieses que de él han nacido; y referimos
que David, hablando de ellas, decía que de un puñado de trigo esparcido sobre
la cumbre del monte, serían el fruto y cañas que nacerían de él tan altas y
gruesas que igualarían a los cedros altos del Líbano. De manera que cada caña y
espiga sería como un cedro, y todas ellas vestirían la cumbre de su monte, y
meneadas del aire, ondearían sobre él como ondean las copas de los cedros y de
los otros árboles soberanos de que el Líbano se corona.
En lo cual David dice tres cualidades muy
señaladas; porque, lo uno, dice que son mieses de trigo, cosa útil y necesaria
para la vida, y no árboles, más vistosos en ramas y hojas que provechosos en
fruto, como fueron los antiguos filósofos y los que por su sola industria
quisieron alcanzar la virtud. Y lo otro, afirma que estas mieses, no sólo por
ser trigo son mejores, sino en alteza también son mayores mucho que la arboleda
del Líbano. Que es cosa que se ve por los ojos, si cotejamos la grandeza de
nombre, que dejaron después de sí los sabios y grandes del mundo, con la honra
merecida que se da en la Iglesia a los santos, y se les dará siempre, floreciendo
cada día más en cuanto el mundo durare. Y lo tercero, dice que tiene origen
este fruto de muy pequeños principios, de un puñado de trigo sembrado sobre la
cumbre de un monte, adonde de ordinario crece el trigo mal, porque, o no hay
tierra, sino peña, en la cumbre, o si la hay, es tierra muy flaca, y el lugar
muy frío por razón de su alteza. Pues esta es una de las mayores maravillas que
vemos en la virtud que nace y se aprende en la escuela de Cristo: que, de
principios al parecer pequeños y que casi no se echan de ver, no sabréis cómo
ni de qué manera nace y crece y sube en brevísimo tiempo a incomparable
grandeza.
Bien sabemos todos lo mucho que la antigua
filosofía se trabajó por hacer virtuosos los hombres -sus preceptos, sus
disputas, sus revueltas cuestiones- y vemos cada hora en los libros la
hermosura y el dulzor de sus escogidas y artificiosas palabras; mas también
sabemos, con todo este aparato suyo, el pequeño fruto que hizo y cuán menos fue
lo que dio de lo que se esperaba de sus largas promesas. Mas en Cristo no pasó
así; porque, si miramos lo general del mismo, que se llama, no muchos granos,
sino un grano de trigo muerto, y de doce hombres bajos y simples, y de su
doctrina, en palabra tosca y en sentencia breve, y, al juicio de los hombres,
amarga y muy áspera, se hinchió el mundo todo de incomparable virtud, como
diremos después en su propio y más conveniente lugar.
Y por semejante manera, si ponemos los ojos
en lo particular que cada día acontece en muchas personas, ¿quién es el que lo
considera que no salga de sí? El que ayer vivía como sin ley, siguiendo en pos
de sus deseos sin rienda, y que estaba ya como encallado en el mal; el que
servía al dinero y cogía el deleite, soberbio con todos y con sus menores
soberbio y cruel, hoy, con una palabra que le tocó en el oído, y, pasando de
allí al corazón, puso en él su simiente, tan delicada y pequeña, que apenas él
mismo la entiende, ya comienza a ser otro; y en pocos días, cundiendo por toda
el alma la fuerza secreta del pequeño grano, es otro del todo; y crece así en
nobleza de virtud y buenas costumbres, que la hojarasca seca, que poco antes
estaba ordenada al infierno, es ya árbol verde y hermoso, lleno de fruto y de
flor; y el león es oveja ya, y el que robaba lo ajeno derrama ya en los ajenos
sus bienes; y el que se revolcaba en la hediondez, esparce alrededor de sí, y
muy lejos de sí, por todas partes, la pureza del buen olor.
Y, como dije, si, tomando al principio,
comparamos la grandeza de esta planta y su hermosura con el pequeño grano de
donde nació, y con el breve tiempo en que ha venido a ser tal, veremos, en
extraña pequeñez, admirable y no pensada virtud. Y así Cristo, en unas partes
dice que es como el grano de mostaza, que es pequeño y trasciende; y en otras
se asemeja a perla oriental, pequeña en cuerpo y grande en valor; y parte hay
donde dice que es levadura, la cual en sí es poca y parece muy vil, y,
escondida en una gran masa, casi súbitamente cunde por ella toda y la
inficiona. Excusado es ir buscando ejemplos en esto, adonde la muchedumbre nos
puede anegar. Mas entre todos es clarísimo el del apóstol San Pablo, a quien
hacemos hoy fiesta. ¿Quién era, y quién fue, y cuán en breve, y cuán con una
palabra se convirtió de tinieblas en luz, y de ponzoña en árbol de vida para la
Iglesia?
Pero vamos más adelante. Añade David: Monte cuajado. La palabra original quiere decir el queso,
y quiere también decir lo corcovado; y, propiamente y de su origen, significa
todo lo que tiene en sí algunas partes eminentes e hinchadas sobre las demás
que contiene; y de aquí el queso y lo corcovado se llama con esta palabra. Pues
juntando esta palabra con el nombre de monte como hace David aquí, y poniéndola en el número de
muchos (como está en el primer texto), suena, como leyó San Agustín, «monte de
quesos»; o, como trasladan ahora algunos, «monte de corcovas»; y de la una y de
la otra manera viene muy bien. Porque en decir lo primero se declara y
especifica más la fertilidad de este monte, el cual no sólo es de tierra gruesa
y aparejada para producir mieses, sino también es monte de quesos o de
cuajados, esto es (significando por el efecto la causa), monte de buenos pastos
para el ganado, digo monte bueno para pan llevar, y para apacentar ganados no
menos bueno.
Y, como dice bien San Agustín, el pan y la
grosura del monte que le produce es el mantenimiento de los perfectos; la leche
que se cuaja en el queso, y los pastos que la crían es el propio manjar de los
que comienzan en la virtud, como dice San Pablo: «Como a niños os di leche, y
no manjar macizo.» Y así, conforme a esto, se entiende que este monte es
general sustento de todos, así de los grandes en la virtud con su grosura, como
de los recién nacidos en ella con sus pastos y leche.
Mas si decimos de la otra manera, monte de
corcovas o de hinchazones, dícese una señalada verdad; y es que, como hay unos
montes que suben seguidos hasta lo alto, y en lo alto hacen una punta sola y
redonda, y otros que hacen muchas puntas y que están como compuestos de muchos
cerros, así Cristo no es monte como los primeros, eminente y excelente en una
cosa sola, sino monte hecho de montes, y una grandeza llena de diversas e
incomparables grandezas; y, como si dijésemos, monte que todo Él es montes, para que, como
escribe divinamente San Pablo, «tenga principado y eminencia en todas las
cosas.»
Dice más: «¿Qué sospecháis, montes de cerros?
Este es el monte que Dios escogió para su morada, y ciertamente el Señor mora
en él para siempre. « Habla con todo lo que se tiene a sí mismo por alto, y que
se opone a Cristo, presumiendo de traer competencias con Él, y díceles: «¿Qué
sospecháis?» O, como en otro lugar San Jerónimo puso: «¿Qué pleiteáis o qué
peleáis contra ese monte?» Y es como si más claro dijese: ¿Qué presunción o qué
pensamiento es el vuestro, ¡oh montes!, cuanto quiera que seáis, según vuestra
opinión, eminentes, de oponeros con este monte, pretendiendo, o vencerle o
poner en vosotros lo que Dios tiene ordenado de poner en él, que es su morada
perpetua? Como si dijese: Muy en balde y muy sin fruto os fatigáis. De lo cual
entendemos dos cosas: la una, que este monte es envidiado y contradecido de
muchos montes; y la otra, que es escogido de Dios entre todos.
Y de lo primero, que toca a la envidia y
contradicción, es, como si dijésemos, hado de Cristo el ser siempre envidiado;
que no es pequeño consuelo para los que le siguen, como se lo pronosticó el
viejo Simeón luego que lo vio niño en el templo, y, hablando con su madre, lo
dijo: «Ves este niño; será caída y levantamiento para muchos en Israel, y como
blanco a quien contradecirán muchos.» Y el Salmo segundo, en este mismo
propósito: «¿Por qué (dice) bramaron las gentes y los pueblos trataron consejos
vanos? Pusiéronse los reyes de la tierra, y los príncipes se hicieron a una
contra el Señor y contra su Cristo.»
Y fue el suceso bien conforme al pronóstico,
como se pareció en la contradicción que hicieron a Cristo las cabezas del
pueblo hebreo por todo el discurso de su vida, y en la conjuración que hicieron
entre sí para traerle a la muerte. Lo cual, si se considera bien, admira mucho
sin duda; porque si Cristo se tratara como pudo tratarse, y conforme a lo que
se debía a la alteza de su persona; si apeteciera el mando temporal sobre
todos; o si en palabras o si en hechos fuera altivo y deseoso de enseñorearse;
si pretendiera no hacer bienes, sino enriquecerse de bienes, y, sujetando a las
gentes, vivir con su sudor y trabajo de ellas en vida de descanso abundante; si
le envidiaran y si se le opusieran muchos movidos por sus intereses, ninguna
maravilla fuera, antes fuera lo que cada día acontece; mas siendo la misma
llaneza, y no anteponiéndose a nadie ni queriendo derrocar a ninguno de su
preeminencia y oficio, viviendo sin fausto y humilde, y haciendo bienes jamás
vistos generalmente a todos los hombres, sin buscar ni pedir ni aun querer
recibir por ello ni honra ni interés, que le aborreciesen las gentes, y que los
grandes desamasen a un pobre, y los potentados y pontificados a un humilde
bienhechor, es cosa que espanta.
Pues ¿acabóse esta envidiosa oposición con su
muerte, y a sus discípulos de Él y a su doctrina no contradijeron después, ni
se opusieron contra ellos los hombres? Lo que fue en la cabeza, eso mismo
aconteció por los miembros. Y como Él mismo lo dijo: «No es el discípulo sobre
el maestro; si me persiguieron a mí, también os perseguirán a vosotros.» Así
puntualmente les aconteció con los emperadores y con los reyes y con los
príncipes de la sabiduría del mundo. Y por la manera que nuestra bienaventurada
luz, debiendo según toda buena razón ser amado, fue perseguido, así a los suyos
y a su doctrina, con quitar todas las causas y ocasiones de envidia y de
enemistad, les hizo toda la grandeza del mundo enemiga cruel. Porque los que
enseñaban, no a engrandecer las haciendas ni a caminar a la honra y a las
dignidades, sino a seguir el estado humilde y ajeno de envidia, y a ceder de su
propio derecho con todos, y a empobrecerse a sí para el remedio de la ajena
pobreza, y a pagar el mal con el bien; y los que vivían así, como lo enseñaban,
hechos unos públicos bienhechores, ¿quién pensará jamás que pudieran ser
aborrecidos y perseguidos de nadie? O, cuando lo fueran de alguno, ¿quién
creyera que lo habían de ser de los reyes, y que el poderío y grandeza había de
tomar armas, y mover guerra contra una tan humilde bondad? Pero era esta la
suerte que dio a este monte Dios, para mayor grandeza suya.
Y aun si queremos volver los ojos al
principio y al primer origen de este aborrecimiento y envidia, hallaremos que
mucho antes que comenzase a ser Cristo en la carne, comenzó este su odio; y
podremos venir en conocimiento de su causa de él en esta manera. Porque el
primero que le envidió y aborreció fue Lucifer, como lo afirma, muy conforme a
la doctrina verdadera, el glorioso Bernardo; y comenzóle a aborrecer luego que,
habiéndoles a él y a algunos otros ángeles revelado Dios alguna parte de este
su consejo y misterio, conoció que disponía Dios de hacer príncipe universal de
todas las cosas a un hombre. Lo cual conoció luego al principio del siglo y
antes que cayese, y cayó por ventura por esta ocasión.
Porque volviendo los ojos a sí, y
considerando soberbiamente la perfección altísima de sus naturales, y mirando
juntamente con esto el singular grado de gracias y dones de que le había dotado
Dios, más que a otro ángel alguno, contento de sí y miserablemente desvanecido,
apeteció para sí aquella excelencia. Y de apetecerla vino a no sujetarse a la
orden y decreto de Dios, y a salir de su santa obediencia, y a trocar de gracia
en soberbia: por donde fue hecho cabeza de todo lo arrogante y soberbio, así
como lo es Cristo de todo lo llano y humilde. Y como del que, en la escalera,
bajando, pierde algún paso, no para su caída en un escalón, sino de uno en otro
llega hasta el postrero cayendo, así Lucifer, de la desobediencia para con Dios
cayó en el aborrecimiento de Cristo, concibiendo contra Él primero envidia y
después sangrienta enemistad, y de la enemistad nació en él absoluta
determinación de hacerle guerra siempre con todas sus fuerzas.
Y así lo intentó primero en sus padres,
matando y condenando en ellos, cuanto fue en sí, toda la sucesión de los
hombres; y después en su persona misma de Cristo, persiguiéndole por sus
ministros y trayéndolo a muerte; y de allí en los discípulos y seguidores de
Él, de unos en otros hasta que se cierren los siglos, encendiendo contra ellos
a sus principales ministros, que es a todo aquello que se tiene por sabio y por
alto en el mundo.
En la cual guerra y contienda, peleando
siempre contra la flaqueza el poder, y contra la humildad la soberbia y la
maña, y la astucia contra la sencillez y bondad, al fin quedan aquéllos
vencidos pareciendo que vencen. Y contra este enemigo, propiamente, endereza
David las palabras de que vamos hablando. Porque a este ángel y a los demás
ángeles que le siguieron en tantas maneras de naturales y graciosos bienes
enriscados e hinchados, llama aquí corcovados y enriscados montes; o por
decirlo mejor, montes montuosos; y a éstos les dice así: «¿Por qué, ¡oh montes
soberbios!, o envidiáis la grandeza del hombre en Cristo, que os es revelada, o
le movéis guerra pretendiendo estorbarla, o sospecháis que se debía esta gloria
a vosotros, o que será parte vuestra contradicción para quitársela? Que yo os
hago seguros que será vano este trabajo vuestro, y que redundará toda esta
pelea en mayor acrecentamiento suyo; y que, por mucho que os empinéis, Él
pisará sobre vosotros, y la Divinidad reposará en Él dulce y agradablemente por
todos los siglos sin fin.»
Y habiendo Marcelo dicho esto, callóse; y
luego Sabino, entendiendo que había acabado, y desplegando de nuevo el papel y
mirando en él, dijo:
-Lo que se sigue ahora es asaz breve en
palabras, mas sospecho que en cosas ha de dar bien que decir; y dice así:
Padre del siglo futuro
Llámase
Cristo Padre del siglo futuro,
y explícase el modo con que nos engendra en hijos suyos
-El sexto nombre es Padre del siglo futuro.
Así le llama Isaías en el capítulo nueve, diciendo: «Y será llamado Padre del
siglo futuro.»
Aún no me había despedido del monte
-respondió Marcelo entonces-, mas, pues Sabino ha pasado adelante, y para lo
que me quedaba por decir habrá por ventura después otro mejor lugar, sigamos lo
que Sabino quiere. Y dice bien, que lo que ahora ha propuesto es breve en
palabras y largo en razón; a lo menos, si no es largo, es hondo y profundo,
porque se encierra en ello una gran parte del misterio de nuestra redención. Lo
cual, si como ello es, pudiese caber en mi entendimiento, y salir por mi lengua
vestido con las palabras y sentencias que se le deben, ello solo henchiría de
luz y de amor celestial nuestras almas. Pero confiados del favor de Jesucristo,
y ayudándome en ello vuestros santos deseos, comencemos a decir lo que él nos diere;
y comencemos de esta manera.
Cierta cosa es, y averiguada en la Santa
Escritura, que los hombres para vivir a Dios tenemos necesidad de nacer segunda
vez, además de aquella que nacemos cuando salimos del vientre de nuestras
madres. Y cierto es que todos los fieles nacen este segundo nacimiento, en el
cual está el principio y origen de la vida santa y fiel. Así lo afirmó Cristo a
Nicodemus, que, siendo maestro de la ley, vino una noche a ser su discípulo.
Adonde, como por fundamento de la doctrina que le había de dar, propuso esto,
diciendo: «Ciertamente te digo que ningún hombre, si no torna a nacer segunda
vez, no podrá ver el reino de Dios.»
Pues por la fuerza de los términos
correlativos que entre sí se responden, se sigue muy bien que donde hay nacimiento
hay hijo, y, donde hijo, hay también padre. De manera que si los fieles,
naciendo de nuevo, comenzamos a ser nuevos hijos, tenemos forzosamente algún
nuevo padre cuya virtud nos engendra, el cual Padre es Cristo. Y por esta causa
es llamado Padre del
siglo futuro, porque es el principio original de esta generación
bienaventurada y segunda, y de la multitud innumerable de descendientes que
nacen por ella.
Mas, porque esto se entienda mejor (en cuanto
puede ser de nuestra flaqueza entendido), tomemos de su principio toda esta
razón; y digamos lo primero de dónde vino a ser necesario que el hombre naciese
segunda vez. Y dicho esto, y procediendo de grado en grado ordenadamente,
diremos todo lo demás que a la claridad de todo este argumento y a su entendimiento
conviene, llevando siempre, como en estrella de guía, puestos los ojos en la
luz de la Escritura sagrada, y siguiendo las pisadas de los doctores y santos
antiguos.
Pues, conforme a lo que yo ahora decía, como
la infinita bondad de Dios, movida de su sola virtud, ante todos los siglos se
determinase de levantar a sí la naturaleza del hombre y de hacerla particionera
de sus mayores bienes y señora de todas sus criaturas, Lucifer, luego que le
conoció, encendido de envidia, se dispuso a dañar e infamar el género humano en
cuanto pudiese, y estragarle en el alma y en el cuerpo por tal manera que,
hecho inhábil para los bienes del cielo, no viniese a efecto lo que en su favor
había ordenado Dios. «Por envidia del demonio, dice el Espíritu Santo en la Sabiduría, entró la muerte
en el mundo.» Y fue así que, luego que vio criado al primer hombre y cercado de
la gracia de Dios, y puesto en lugar deleitoso y en estado bienaventurado, y
como en un vecino y cercano escalón para subir al eterno y verdadero bien, echó
también juntamente de ver que le había Dios vedado la fruta del árbol, y
puéstole, si la comiese, pena de muerte, en la cual incurriese cuanto a la vida
del alma luego, y cuanto a la del cuerpo después; y sabía por otra parte el
demonio, que Dios no podía por alguna manera volverse de lo que una vez pone. Y
así, luego se imaginó que, si él podía engañar al hombre y acabar con él que
traspasase aquel mandamiento, lo dejaba necesariamente perdido y condenado a la
muerte, así del alma como del cuerpo; y por la misma razón, lo hacía incapaz
del bien para que Dios le ordenaba.
Mas porque se le ofreció que, aunque pecase
aquel hombre primero, en los que después de él naciesen podría Dios traer a
efecto lo que tenía ordenado en favor de los hombres, determinóse de poner en
aquel primero, como en la fuente primera, su ponzoña, y las semillas de su
soberbia y profanidad y ambición, y las raíces y principios de todos los
vicios; y poner un atizador continuo de ellos, para que, juntamente con la
naturaleza, en los que naciesen de aquel primer hombre, se derramase y
extendiese este mal, y así naciesen todos culpados y aborrecibles a Dios e
inclinados a continuas y nuevas culpas, e inútiles todos para ser lo que Dios
había ordenado que fuesen.
Así lo pensó, y como lo pensó lo puso por
obra, y sucedióle su pretensión. Porque, inducido y persuadido del demonio, el
hombre pecó, y con esto tuvo por acabado su hecho, esto es, tuvo al hombre por
perdido a remate, y tuvo por desbaratado y deshecho el consejo de Dios.
Y a la verdad, quedó extrañamente dificultoso
y revuelto todo este negocio del hombre. Porque se contradecían y como hacían
guerra entre sí dos decretos y sentencias divinas, y no parecía que se podía
dar corte ni tomar medio alguno que bueno fuese. Porque por una parte había
decretado Dios de ensalzar al hombre sobre todas las cosas, y por otra parte
había firmado que si pecase le quitaría la vida del alma y del cuerpo; y había
pecado. Y así, si cumplía Dios el decreto primero, no cumplía con el segundo;
y, al revés, cumpliendo el segundo dicho, el primero se deshacía y borraba; y
juntamente con esto, no podía Dios, así en lo uno como en lo otro, no cumplir
su palabra; porque no es mudable Dios en lo que una vez dice, ni puede nadie
poner estorbo a lo que Él ordena que sea. Y cumplirlo en ambas cosas parecía
imposible. Porque si a alguno se ofrece que fuera bueno criar Dios otros
hombres no descendientes de aquel primero, y cumplir con éstos la ordenación de
su gracia, y la sentencia de su justicia ejecutarla en los otros, Dios lo
pudiera hacer muy bien sin ninguna duda; pero todavía quedaba falta, y como
menor, la verdad de la promesa primera; porque la gracia de ella no se prometía
a cualesquiera, sino a aquellos hombres que criaba Dios en Adán, esto es, a los
que de él descendiesen.
Por lo cual, en esto, que no parecía haber
medio, el saber no comprensible de Dios lo halló, y dio salida a lo que por
todas partes estaba con dificultades cerrado. Y el medio y la salida fue, no
criar otro nuevo linaje de hombres, sino dar orden cómo aquellos mismos ya
criados, y por orden de descendencia nacidos, naciesen de nuevo otra vez: para
que ellos mismos y unos mismos, según el primer nacimiento muriesen, y viviesen
según el segundo; y en lo uno ejecutase Dios la pena ordenada, la gracia y la
grandeza prometida cumpliese Dios en lo otro; y así, quedase en todo verdadero
y glorioso.
Mas, ¡qué bien, aunque brevemente, San León
Papa dice esto que he dicho! «Porque se alababa, dice, el demonio que e hombre,
por su engaño inducido al pecado, había ya de carecer de los dones del cielo, y
que desnudado del don de la inmortalidad, quedaba sujeto a dura sentencia de
muerte; y porque decía que había hallado consuelo de sus caídas y males con la
compañía del nuevo pecador, y que Dios también, pidiéndolo así la razón de su
severidad y justicia para con el hombre, al cual crió para honra tan grande,
había mudado su antiguo y primer parecer; pues por eso fue necesario que usase
Dios de nueva y secreta forma de consejo, para que Dios, que es inmudable, y
cuya voluntad no puede ser impedida en los largos bienes que hacer determina,
cumpliese con misterio más secreto el primer decreto y ordenación de su
clemencia; y para que el hombre, por haber sido inducido a culpa por el engaño
y astucia de la maldad infernal, no pereciese contra lo que Dios tenía
ordenado.»
Ésta, pues, es la necesidad que tiene el
hombre de nacer segunda vez. A lo cual se sigue saber qué es o qué fuerza
tiene, y en qué consiste este nuevo y segundo nacimiento. Para lo cual presupongo
que cuando nacemos, juntamente con la sustancia de nuestra alma y cuerpo con
que nacemos, nace también en nosotros un espíritu y una infección infernal, que
se extiende y derrama por todas las partes del hombre, y se enseñorea de todas
y las daña y destruye. Porque en el entendimiento es tinieblas, y en la memoria
olvido, y en la voluntad culpa y desorden de las leyes de Dios, y en los
apetitos fuego y desenfrenamiento, y en los sentidos engaño, y en las obras
pecado y maldad, y en todo el cuerpo desatamiento y flaqueza y penalidad; y,
finalmente, muerte y corrupción. Todo lo cual San Pablo suele comprender con un
solo nombre, y lo llama «pecado y cuerpo de pecado.» Y Santiago dice «que la
rueda de nuestro nacimiento, esto es, el principio de él o la sustancia con que
nacemos, está encendida con fuego del infierno.»
De manera que en la sustancia de nuestra alma
y cuerpo nace, cuando ella nace, impresa y apegada esta mala fuerza, que con
muchos nombres apenas puede ser bien declarada; la cual se apodera de ella así,
que no solamente la inficiona y contamina y hace casi otra, sino también la
mueve y enciende y lleva por donde quiere, como si fuese alguna otra sustancia
o espíritu, asentado y engerido en el nuestro, y poderoso sobre él.
Y si quiere saber alguno la causa por qué
nacemos así, para entenderlo hase de advertir, lo primero, que la sustancia de
la naturaleza del hombre, ella de sí y de su primer nacimiento es sustancia
imperfecta, y como si dijésemos, comenzada a hacer; pero tal, que tiene libertad
y voluntad para poder acabarse y figurarse del todo en la forma, o mala o
buena, que más le pluguiere; porque de suyo no tiene ninguna, y es capaz para
todas, y maravillosamente fácil y como de cera para cada una de ellas. Lo
segundo, hase también de advertir que esto que le falta y puede adquirir el
hombre, que es como cumplimiento y fin de la obra, aunque no le da, cuando lo
tiene, el ser y el vivir y el moverse, pero dale el ser bueno o ser malo; y
dale determinadamente su bien y figura propia; y es como el espíritu y la forma
de la misma alma, y la que la lleva y determina a la cualidad de sus obras; y
lo que se extiende y trasluce por todas ellas, para que obre como vive y para
que sea lo que hace, conforme al espíritu que la califica y la mueve a hacer.
Pues aconteciónos así, que Dios cuando formó
al primer hombre, y formó en él a todos los que nacemos de él, como en su
simiente primera, porque le formó con sus manos solas, y de las manos de Dios
nunca sale cosa menos acabada y perfecta, sobrepuso luego a la sustancia
natural del hombre los dones de su gracia, y figurólo particularmente con su
sobrenatural imagen y espíritu, y sacólo, como si dijésemos, de un golpe y de
una vez acabado del todo y divinamente acabado. Porque al que, según su
facilidad natural, se podía figurar, en condiciones y mañas, o como bruto o
como demonio o como ángel, figuróle Él como Dios, y puso en él una imagen suya
sobrenatural y muy cercana a su semejanza, para que así él como los que
estábamos en él naciendo después, la tuviésemos siempre por nuestra, si el
primer padre no la perdiese.
Mas perdióla presto, porque traspasó la ley
de Dios; y así, fue despojado luego de esta perfección de Dios que tenía; y,
despojado de ella, no fue su suerte tal que quedase desnudo, sino, como dicen
del trueco de Glauco y Diomedes, trocando desigualmente las armas, juntamente
fue desnudado y vestido. Desnudado del espíritu y figura sobrenatural de Dios;
y vestido de la culpa y de su miseria, y del traje y figura y espíritu del
demonio, cuyo inducimiento siguió. Porque así como perdió lo que tenía de Dios
porque se apartó de Él, así, porque siguió y obedeció a la voz del demonio,
concibió luego en sí su espíritu y sus mañas, permitiendo por esta razón Dios
justísimamente que debajo de aquel manjar visible, por vía y fuerza secreta,
pusiese en él el demonio una imagen suya, esto es, una fuerza malvada muy
semejante a él.
La cual fuerza, unas veces llamamos ponzoña,
porque se presentó el demonio en figura de sierpe; otras, ardor y fuego, porque
nos enciende y abrasa con no creíbles ardores; y otras, pecado, porque consiste
toda ella en desorden y desconcierto, y siempre inclina a desorden. Y tiene
otros mil nombres, y son pocos todos para decir lo malo que ella es; y el mejor
es llamarla un otro demonio, porque tiene y encierra en sí las condiciones
todas del demonio: soberbia, arrogancia, envidia, desacato de Dios, afición a
bienes sensibles, amor de deleites y de mentira, y de enojo y de engaño, y de
todo lo que es vanidad.
El cual mal espíritu, así como sucedió al
bueno que el hombre tenía antes, así en la forma del daño que hizo imitó al
bien y al provecho que hacía el primero. Y como aquél perfeccionaba al hombre,
no sólo en la persona de Adán, sino también en la de todos los que estábamos en
él; y así como era bien general, que ya en virtud y en derecho los teníamos
todos, y lo tuviéramos cada uno en real posesión en naciendo, así esta ponzoña
emponzoñaba, no a Adán solamente, sino a todos nosotros, sus sucesores: primero
a todos en la raíz y semilla de nuestro origen, y después en particular a cada
uno cuando nacemos, naciendo juntamente con nosotros y apegada a nosotros.
Y ésta es la causa por que nacemos, como dije
al principio, inficionados y pecadores; porque, así como aquel espíritu bueno,
siendo hombres, nos hacía semejantes a Dios, así este mal y pecado añadido a
nuestra sustancia, y naciendo con ella, la figura y hace que nazca, aunque en
forma de hombre, pero acondicionada como demonio y serpentina verdaderamente; y
por el mismo caso culpada y enemiga de Dios, e hija de ira y del demonio, y
obligada al infierno. Y tiene aún, demás de éstas, otras propiedades esta
ponzoña y maldad, las cuales iré refiriendo ahora, porque nos servirán mucho
para después.
Y lo primero tiene que, entre estas dos cosas
que digo (de las cuales la una es la sustancia del cuerpo y del alma, y la otra
esta ponzoña y espíritu malo), hay esta diferencia cuanto a lo que toca a
nuestro propósito: que la sustancia del cuerpo y del alma ella de sí es buena y
obra de Dios; y, si llegamos la cosa a su principio, la tenemos de sólo Dios.
Porque el alma Él sólo la cría; y del cuerpo, cuando al principio lo hizo de un
poco de barro, Él solo fue el hacedor; y ni más ni menos, cuando después lo
produce de aquel cuerpo primero y como van los tiempos los saca a la luz en
cada uno que nace, también es el principal de la obra. Mas el otro espíritu
ponzoñoso y soberbio en ninguna manera es obra de Dios, ni se engendra en
nosotros con su querer y voluntad, sino es obra toda del demonio y del primer
hombre: del demonio, inspirando y persuadiendo; del hombre, voluntaria y
culpablemente recibiéndolo en sí.
Y así, esto solo es lo que la Santa Escritura
llama en nosotros viejo hombre y viejo Adán, porque es propia hechura de Adán;
esto es, porque es, no lo que tuvo Adán de Dios, sino lo que él hizo en sí por
su culpa y por virtud del demonio. Y llámase vestidura vieja porque, sobre la
naturaleza que Dios puso en Adán, él se revistió después con esta figura, e
hizo que naciésemos revestidos de ella nosotros. Y llámase imagen del hombre
terreno, porque aquel hombre que Dios formó de la tierra se transformó en ella
por su voluntad; y, cual él se hizo entonces, tales nos engendra después y le
parecemos en ella, o por decir verdad, en ella somos del todo sus hijos, porque
en ella somos hijos solamente de Adán. Que en la naturaleza y en los demás
bienes naturales con que nacemos somos hijos de Dios, o sola o principalmente,
como arriba está dicho. Y sea esto lo primero.
Lo segundo, tiene otra propiedad este mal
espíritu, que su ponzoña y daño de él nos toca de dos maneras. Una en virtud;
otra formal y declaradamente. Y porque nos toca virtualmente de la primera
manera, por eso nos tocó formalmente después. En virtud nos tocó, cuando
nosotros aún no teníamos ser en nosotros, sino en el ser y en la virtud de
aquel que fue padre de todos; en efecto y realidad, cuando de aquella preñez
venimos a esta luz.
En el primer tiempo, este mal no se parecía
claro sino en Adán solamente; pero entiéndase que lanzaba su ponzoña con
disimulación en todos los que estábamos en él también como disimulados; mas en
el segundo tiempo descubierta y expresamente nace con cada uno. Porque si
tomásemos ahora la pepita de un melocotón o de otro árbol cualquiera, en la
cual están originalmente encerrados la raíz del árbol y el tronco y las hojas y
flores y frutos de él; y si imprimiésemos en la dicha pepita por virtud de
alguna infusión algún color y sabor extraño, en la pepita misma luego se ve y
siente este color y sabor; pero en lo que está encerrado en su virtud de ella
aún no se ve, así como ni ello mismo aún no es visto. Pero entiéndese que está
ya lanzado en ella aquel color y sabor, y que le está impreso en la misma
manera que aquello todo está en la pepita encerrado, y verse ha abiertamente
después en las hojas y flores y frutos que digo, cuando del seno de la pepita o
grano donde estaban cubiertos, se descubrieren y salieren a luz. Pues así y por
la misma manera pasa en esto de que vamos hablando.
La tercera propiedad, y que se consigue a lo
que ahora decíamos, es que esta fuerza o espíritu que decimos nace al principio
en nosotros, no porque nosotros por nuestra propia voluntad y persona la
hicimos o merecimos, sino por lo que hizo y mereció otro que nos tenía dentro
de sí, como el grano tiene la espiga; y así su voluntad fue habida por nuestra
voluntad; y queriendo él, como quiso, inficionarse en la forma que hemos dicho,
fuimos vistos nosotros querer para nosotros lo mismo. Pero dado que al
principio esta maldad o espíritu de maldad nace en nosotros sin merecimiento
nuestro propio, mas después, queriendo nosotros seguir sus ardores y dejándonos
llevar de su fuerza, crece y se establece y confirma más en nosotros por
nuestros desmerecimientos. Y así, naciendo malos y siguiendo el espíritu malo
con que nacemos, merecemos ser peores, y, de hecho, lo somos.
Pues sea lo cuarto y postrero, que esta mala
ponzoña y simiente (que tantas veces ya digo que nace con la sustancia de
nuestra naturaleza y se extiende por ella), cuanto es de su parte la destruye y
trae a perdición, y la lleva por sus pasos contados a la suma miseria; y cuanto
crece y se fortifica en ella, tanto más la enflaquece y desmaya, y, si debemos
usar de esta palabra aquí, la annihila. Porque, aunque es verdad, como hemos ya
dicho, que la naturaleza nuestra es de cera para hacer en ella lo que
quisiéremos; pero, como es hechura de Dios, y, por el mismo caso, buena
hechura, la mala condición y mal ingenio y mal espíritu que le ponemos, aunque
le recibe por su facilidad y capacidad, pero recibe daño con él, por ser, como
obra de buen maestro, buena ella de suyo e inclinada a lo que es mejor. Y como
la carcoma hace en el madero, que, naciendo en él, lo consume, así esta maldad
o mal espíritu, aunque se haga a él y se envista de él nuestra naturaleza, la
consume casi del todo.
Porque, asentado en ella, y como royendo en
ella continuamente, pone desorden y desconcierto en todas las partes del
hombre, porque pone en alboroto todo nuestro reino, y lo divide entre sí, y
desata las ligaduras con que esta compostura nuestra de cuerpo y de alma se ata
y se traba; y así, hace que ni el cuerpo esté sujeto al alma, ni el alma a
Dios, que es camino cierto y breve para traer así el cuerpo como el alma a la
muerte. Porque como el cuerpo tiene del alma su vida toda, vive más cuanto le
está más sujeto; y, por el contrario, se va apartando de la vida como va
saliéndose de su sujeción y obediencia; y así, este dañado furor, que tiene por
oficio sacarle de ella, en sacándole, que es desde el primer punto que se junta
a él y que nace con él, le hace pasible y sujeto a enfermedades y males; y así
como va creciendo en él, le enflaquece más y debilita, hasta que al fin le
desata y aparta del todo del alma, y le toma en polvo, para que quede para siempre
hecho polvo cuanto es de su parte.
Y lo que hace en el cuerpo, eso mismo hace en
el alma; que como el cuerpo vive de ella, así ella vive de Dios, del cual este
espíritu malo la aparta y va cada día apartándola más, cuanto más va creciendo.
Y ya que no puede gastarla toda ni volverla en nada, porque es de metal que no
se corrompe, gástala hasta no dejarle más vida de la que es menester para que
se conozca por muerta, que es la muerte que la Escritura santa llama segunda
muerte, y la muerte mayor o la que es sola verdadera muerte; como se pudiera
mostrar ahora aquí con razones que lo ponen delante los ojos; pero no se ha de
decir todo en cada lugar.
Mas lo propio de este que tratamos ahora, y
lo que decir nos conviene, es lo que dice Santiago, el cual, como en una
palabra, esto todo que he dicho lo comprende, diciendo: «El pecado, cuando
llega a su colmo, engendra muerte.» Y es digno de considerar que cuando amenazó
Dios al hombre con miedos para que no diese entrada en su corazón a este
pecado, la pena que le denunció fue eso mismo que él hace, y el fruto que nace
de él según la fuerza y la eficacia de su calidad, que es una perfecta y
acabada muerte; como no queriendo Él por sí poner en el hombre las manos ni
ordenar contra él extraordinarios castigos, sino dejarle al azote de su propio
querer, para que fuese verdugo suyo eso mismo que había escogido.
Mas dejando esto aquí, y tomando a lo que al
principio propuse (que es decir aquello en que consiste este postrer
nacimiento), digo que consiste, no en que nazca en nosotros otra sustancia de
cuerpo y de alma, porque eso no fuera nacer otra vez, sino nacer otros, con lo
cual, como está dicho, no se conseguía el fin pretendido; sino consiste en que
nuestra sustancia nazca sin aquel mal espíritu y fuerza primera, y nazca con
otro espíritu y fuerza contraria y diferente de ella. La cual fuerza y espíritu
en que, según decimos, consiste el segundo nacer, es llamado hombre nuevo y
Adán nuevo en la Santa Escritura, así como el otro su contrario y primero se
llama hombre viejo, como hemos ya dicho.
Y así como aquél se extendía por todo el
cuerpo y por toda el alma del hombre, así el bueno también se extiende por
todo; y como lo desordenaba aquél, lo ordena éste; y lo santifica y trae
últimamente a vida gloriosa y sin fin, así como aquél lo condenaba a muerte
miserable y eterna. Y es, por contraria manera del otro, luz en el ánimo y
acuerdo de Dios en la memoria, y justicia en la voluntad, y templanza en los
deseos, y en los sentidos guía, y en las manos y en las obras provechoso mérito
y fruto; y, finalmente, vida y paz general de todo el hombre, e imagen
verdadera de Dios, y que hace a los hombres sus hijos. Del cual espíritu, y de
los buenos efectos que hace, y de toda su eficacia y virtud, los sagrados
escritores, tratando de él debajo de diversos nombres, dicen mucho en muchos
lugares; pero baste por todos San Pablo en lo que, escribiendo a los Gálatas,
dice de esta manera: «El fruto del Espíritu Santo son caridad, gozo, paz,
largueza de ánimo, bondad, fe, mansedumbre y templanza.» Y él mismo, en el
capítulo tercero a los Colosenses: «Despojándoos del hombre viejo, vestíos el
nuevo, el renovado para conocimiento, según la imagen del que le crió.»
Esto, pues, es nacer los hombres segunda vez,
conviene a saber, vestirse de este espíritu y nacer, no con otro ser y
sustancia, sino calificarse y acondicionarse de otra manera, y nacer con otro
aliento diferente. Y aunque prometí solamente decir qué nacimiento era éste, en
lo que he dicho he declarado no sólo lo que es el nacer, sino también cuál es
lo que nace, y las condiciones del espíritu que en nosotros nace, así la
primera vez como la segunda.
Resta ahora que, pasando adelante, digamos
qué hizo Dios y la forma que tuvo para que naciésemos de esta segunda manera;
con lo cual, si lo llevamos a cabo, quedará casi acabado todo lo que a esta
declaración pertenece.
Callóse Marcelo luego que dijo esto, y
comenzábase a apercibir para tomar a decir; mas Juliano, que desde el principio
le había oído atentísimo, y, por algunas veces, con significaciones y meneos
había dado muestras de maravillarse, tomando la mano, dijo:
-Estas cosas, Marcelo, que ahora decís no las
sacáis de vos, ni menos sois el primero que las traéis a luz; porque todas
ellas están como sembradas y esparcidas, así en los Libros divinos como en los
doctores sagrados, unas en unos lugares y otras en otros; pero sois el primero
de los que he visto y oído yo que, juntando cada una cosa con su igual cuya es,
y como pareándolas entre sí y poniéndolas en sus lugares, y trabándolas todas y
dándoles orden, habéis hecho como un cuerpo y como un tejido de todas ellas. Y
aunque es verdad que cada una de estas cosas por sí, cuando en los libros donde
están las leemos, nos alumbran y enseñan; pero no sé en qué manera juntas y
ordenadas, como vos ahora las habéis ordenado, hinchen el alma juntamente de
luz y de admiración, y parece que le abren como una nueva puerta de
conocimiento. No sé lo que sentirán los demás. De mí os afirmo que, mirando
aqueste bulto de cosas y este concierto tan trabado del consejo divino que vais
ahora diciendo y aún no habéis dicho del todo, pero esto sólo que hasta aquí
habéis platicado, mirándolo, me hace ya ver, a lo que me parece, en las Letras
sagradas muchas cosas, no digo que no las sabía, sino que no las advertía antes
de ahora, y que pasaba fácilmente por ellas.
Y aun se me figura también (no sé si me
engaño) que este solo misterio, así todo junto, bien entendido, él por sí sólo
basta a dar luz en muchos de los errores que hacen en este miserable tiempo
guerra a la Iglesia, y basta a desterrar sus tinieblas de ellos. Porque en esto
sólo que habéis dicho, y sin ahondar más en ello, ya se me ofrece a mí, y como
se me viene a los ojos, ver cómo este nuevo espíritu, en que el segundo y nuevo
nacimiento nuestro consiste, es cosa metida en nuestra alma que la transforma y
renueva; así como su contrario de éste, que hace el nacimiento primero, vivía
también en ella y la inficionaba. Y que no es cosa de imaginación ni de respeto
exterior, como dicen los que desatinan ahora; porque si fuera así no hiciera
nacimiento nuevo, pues en realidad de verdad, no ponía cosa alguna nueva en
nuestra sustancia, antes la dejaba en su primera vejez.
Y veo también que este espíritu y criatura
nueva es cosa que recibe crecimiento, como todo lo demás que nace; y veo que
crece por la gracia de Dios, y por la industria y buenos méritos de nuestras
obras que nacen de ella; como al revés su contrario, viviendo nosotros en él y
conforme a él, se hace cada día mayor y cobra mayores fuerzas, cuanto son
nuestros desmerecimientos mayores. Y veo también que, obrando, crece este
espíritu; quiero decir, que las obras que hacemos movidos de él merecen su
crecimiento de él y son como su cebo y propio alimento, así como nuestros
nuevos pecados ceban y acrecientan a ese mismo espíritu malo y dañado que a
ellos nos mueve.
-Sin duda es así -respondió entonces Marcelo-
que esta nueva generación, y el consejo de Dios acerca de ella, si se ordena
todo junto y se declara y entiende bien, destruye las principales fuentes del
error luterano y hace su falsedad manifiesta. Y entendido bien esto de una vez,
quedan claras y entendidas muchas escrituras que parecen revueltas y oscuras. Y
si tuviese yo lo que para esto es necesario de ingenio y de letras, y si me concediese
el Señor el ocio y el favor que yo le suplico, por ventura emprendería servir
en este argumento a la Iglesia, declarando este misterio, y aplicándolo a lo
que ahora entre nosotros y los herejes se alterca, y con el rayo de esta luz
sacando de cuestión la verdad, que a mi juicio sería obra muy provechosa; y así
como puedo, no me despido de poner en ella mi estudio a su tiempo.
-¿Cuándo no es tiempo para un negocio
semejante? -respondió Juliano.
-Todo es buen tiempo -respondió Marcelo- mas
no está todo en mi poder, ni soy mío en todos los tiempos. Porque ya veis
cuántas son mis ocupaciones y la flaqueza grande de mi salud.
-¡Como si en medio de estas ocupaciones y
poca salud -dijo, ayudando a Juliano, Sabino- no supiésemos que tenéis tiempo
para otras escrituras que no son menos trabajosas que ésa, y, son de mucho
menos utilidad!
-Ésas son cosas -respondió Marcelo- que, dado
que son muchas en número, pero son breves cada una por sí; mas esta es larga
escritura y muy trabada y de grandísima gravedad, y que, comenzada una vez, no
se podía, hasta llegarla al fin, dejar de la mano. Lo que yo deseaba era el fin
de estos pleitos y pretendencias de escuelas, con algún mediano y reposado
asiento. Y si al Señor le agradare servirse en esto de mí, su piedad lo dará.
-Él lo dará -respondieron como a una Juliano
y Sabino-, pero esto se debe anteponer a todo lo demás.
-Que se anteponga -dijo Marcelo- en buena
hora, mas eso será después; ahora tornemos a proseguir lo que está comenzado.
Y callando con esto los dos, y mostrándose
atentos, Marcelo tornó a comenzar así:
-Hemos dicho cómo los hombres nacemos segunda
vez, y la razón y necesidad por que nacemos así, y aquello en que este
nacimiento consiste. Quédanos por decir la forma que tuvo y tiene Dios para
hacerle, que es decir lo que ha hecho para que seamos los hombres engendrados
segunda vez. Lo cual es breve y largo juntamente. Breve, porque con decir
solamente que hizo un otro hombre, que es Cristo hombre, para que nos
engendrase segunda vez (así como el primer hombre nos engendró la primera),
queda dicho todo lo que es ello en sí; mas es largo porque, para que esto mismo
se entienda bien y se conozca, es menester declarar lo que puso Dios en Cristo
para que con verdad se diga ser nuevo padre,
y la forma como Él nos engendra. Y así lo uno como lo otro no se puede declarar
brevemente.
Mas viniendo a ello, y comenzando de lo
primero, digo que, queriendo Dios y placiéndole por su bondad infinita dar
nuevo nacimiento a los hombres (ya que el primero, por culpa de ellos, era
nacimiento perdido), porque de su ingenio es traer a su fin todas las cosas con
suavidad y dulzura, y por los medios que su razón de ellas pide y demanda,
queriendo hacer nuevos hijos, hizo convenientemente un nuevo Padre de quien ellos
naciesen; y hacerle, fue poner en Él todo aquello que para ser padre universal
es necesario y conviene.
Porque lo primero, porque había de ser padre de hombres,
ordenó que fuese hombre; y porque había de ser padre de hombres ya nacidos,
para que tornasen a renacer, ordenó que fuese del mismo linaje y metal de
ellos. Pero, porque en esto se ofrecía una grande dificultad (que, por una
parte, para que renaciese de este nuevo padre nuestra sustancia mejorada,
convenía que fuese Él del mismo linaje y sustancia; y, por otra parte, estaba
dañada e inficionada toda nuestra sustancia en el primer padre; y por la misma
causa, tomándola de él el segundo padre, parecía que la había de tomar asimismo
dañada, y, si la tomaba así, no pudiéramos nacer de Él segunda vez puros y
limpios, y en la manera que Dios pretendía que naciésemos); así que,
ofreciéndose esta dificultad, el sumo saber de Dios, que en las mayores
dificultades resplandece más, halló forma cómo este segundo padre y fuese hombre
del linaje de Adán, y no naciese con el mal y con el daño con que nacen los que
nacemos de Adán.
Y así, le formó de la misma masa y
descendencia de Adán; pero no como se forman los demás hombres, con las manos y
obra de Adán, que es todo lo que daña y estraga la obra, sino formóle con las
suyas mismas y por sí sólo y por la virtud de su Espíritu, en las entrañas
purísimas de la soberana Virgen, descendiente de Adán. Y de su sangre y
sustancia santísima, dándola ella sin ardor vicioso y con amor de caridad
encendido, hizo el segundo Adán y padre nuestro
universal de nuestra sustancia, y ajeno del todo de nuestra culpa, y como panal
virgen hecho con las manos del cielo de materia pura, o por mejor decir, de la
flor de la pureza misma y de la virginidad. Y esto fue lo primero.
Y demás de esto, procediendo Dios en su obra,
porque todas las cualidades que se descubren en la flor y en el fruto conviene
que estén primero en la semilla, de donde la flor nace y el fruto, por eso, en
éste, que había de ser origen de esta nueva y sobrenatural descendencia, asentó
y colocó abundantísima, o infinitamente, por hablar más verdad, todo aquello
bueno en que habíamos de renacer todos los que naciésemos de Él: la gracia, la
justicia, el espíritu celestial, la caridad, el saber, con todos los demás
dones del Espíritu Santo; y asentólos, como en principio, con virtud y eficacia
para que naciesen de Él en otros y se derivasen en sus descendientes, y fuesen
bienes que pudiesen producir de sí otros bienes. Y porque en el principio no
solamente están las cualidades de los que nacen de él, sino también esos mismos
que nacen, antes que nazcan en sí, están en su principio como en virtud; por
tanto, convino también que los que nacemos de este divino Padre estuviésemos
primero puestos en Él como en nuestro principio y como en simiente, por secreta
y divina virtud. Y Dios lo hizo así.
Porque se ha de entender que Dios, por una
manera de unión espiritual e inefable, juntó con Cristo, en cuanto hombre, y
como encerró en Él, a todos sus miembros; y los mismos que cada uno en su
tiempo vienen a ser en sí mismos y a renacer y vivir en justicia, y los mismos
que, después de la resurrección de la carne, justos y gloriosos y por todas
partes deificados, diferentes en personas, seremos unos en espíritu, así entre
nosotros como con Jesucristo, o, por hablar con más propiedad, seremos todos un
Cristo; esos mismos, no en forma real, sino en virtud original, estuvimos en Él
antes que renaciésemos por obra y por artificio de Dios, que le plugo
ayuntarnos a sí secreta y espiritualmente con quien había de ser nuestro
principio para que con verdad lo fuese, y para que procediésemos de Él, no
naciendo según la sustancia de nuestra humana naturaleza, sino renaciendo según
la buena vida de ella, con el espíritu de justicia y de gracia.
Lo cual, demás de que lo pide la razón de
ser padre,
consíguese necesariamente a lo que antes de esto dijimos. Porque si puso Dios
en Cristo espíritu y gracia principal, esto es, en sumo y eminente grado, para
que de allí se engendrase el nuevo espíritu y la nueva vida de todos, por el
mismo caso nos puso a todos en Él, según esta razón. Como en el fuego, que
tiene en sumo grado el calor (y es por eso la fuente de todo lo que es en
alguna manera caliente), está todo lo que lo puede ser, aun antes que lo sea,
como en su fuente y principio.
Mas, por sacarlo de toda duda, será bien que
lo probemos con el dicho y testimonio del Espíritu Santo. San Pablo, movido por
Él en la carta que escribe a los Efesios, dice lo que ya he alegado antes de
ahora: «Que Dios en Cristo recapituló todas las cosas.» Adonde la palabra del
texto griego es palabra propia de los contadores y significa lo que hacen
cuando muchas y diferentes partidas las reducen a una, lo cual llamarnos en
castellano sumar. Adonde en la suma están las partidas todas, no como antes
estaban ellas en sí divididas, sino como en suma y virtud. Pues de la misma
manera dice San Pablo que Dios sumó todas las cosas en Cristo, o que Cristo es
como una suma de todo; y, por consiguiente, está en Él puesto todo y ayuntado
por Dios espiritual y secretamente, según aquella manera y según aquel ser en
que todo puede ser por Él reformado, y como si dijésemos, reengendrado otra
vez, como el efecto está unido a su causa antes que salga de ella, y como el
ramo en su raíz y principio.
Pues aquella consecuencia que hace el mismo
San Pablo diciendo: «Si Cristo murió por todos, luego todos morimos», notoria
cosa es que estriba y que tiene fuerza en esta unión que decimos. Porque
muriendo Él, por eso morimos; porque estábamos en Él todos en la forma que he
dicho. Y aun esto mismo se colige más claro de lo que a los Romanos escribe.
«Sabemos, dice que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con Él.» Si
fue crucificado con Él, estaba sin duda en Él, no por lo que tocaba a su
persona de Cristo, la cual fue siempre libre de todo pecado y vejez, sino
porque tenía unidas y juntas consigo mismo nuestras personas por secreta
virtud.
Y por razón de esta misma unión y
ayuntamiento, se escribe en otro lugar de Cristo: «que nuestros pecados todos
los subió en sí, y los enclavó en el madero.» Y lo que a los Efesios escribe
San Pablo: que «Dios nos vivificó en Cristo, y nos resucitó con Él juntamente,
y nos hizo sentar juntamente con Él en los cielos», aun antes de la
resurrección y glorificación general, se dice y escribe con grande verdad, por
razón de esta unidad. Dice Isaías que «puso Dios en Cristo las maldades de
todos nosotros, y que su cardenal nos dio salud.» Y el mismo Cristo, estando
padeciendo en la cruz, con alta y lastimera voz dice: «Dios mío, Dios mío, ¿por
qué me desamparaste? Lejos de mi salud las voces de mis pecados»; así como
tanto antes de su pasión lo había profetizado y cantado David.
Pues ¿cómo será esto verdad, si no es verdad
que Cristo padecía en persona de todos, y, por consiguiente, que estábamos en
Él ayuntados todos por secreta fuerza, como están en el padre los hijos, y los
miembros en la cabeza? ¿No dice el profeta que «trae este Rey sobre sus hombros
su imperio»? Mas ¿qué imperio?, pregunto. El mismo Rey lo declara cuando, en la
parábola de la oveja perdida, dice que para reducirla la puso sobre sus
hombros. De manera que su imperio son los suyos, sobre quienes Él tiene mando,
los cuales trae sobre sí porque, para reengendrarlos y salvarlos, ayuntó
primero consigo mismo. San Agustín sin duda dícelo así escribiendo sobre el
Salmo veintiuno alegado, y dice de esta manera: «¿Y por qué dice eso, sino
porque nosotros estábamos allí también en Él?»
Mas excusados son los argumentos adonde la
verdad ella misma se declara a sí misma. Oigamos lo que Cristo dice en el
sermón de la Cena: «En aquel día conoceréis» (y hablaba del día en que
descendió sobre ellos el Espíritu Santo); así que «en aquel día conoceréis que
Yo estoy en mi Padre y vosotros en Mí.» De manera que hizo Dios a Cristo padre de este nuevo
linaje de hombres, y para hacerle padre puso
en Él todo lo que al ser padre se debe: la naturaleza conforme a los que de Él
han de nacer, y los bienes todos que han de tener los que en esta manera
nacieren; y, sobre todo, a ellos mismos los que así nacerán encerrados en Él y
unidos con Él como en virtud y en origen.
Mas ya que hemos dicho cómo puso Dios en
Cristo todas las partes y virtudes del padre,
pasemos a lo que nos queda por decir, y hemos prometido decirlo, que es la
manera cómo este Padre nos
engendró. Y declarando la forma de esta generación, quedará más averiguado y
sabido el misterio secreto de la unión sobredicha; y declarando cómo nacemos de
Cristo, quedará claro cómo es verdad que estábamos en Él primero.
Pero convendrá, para dar principio a esta
declaración, que volvamos un poco atrás con la memoria, y que pongamos en ella
y delante de los ojos del entendimiento lo que arriba dijimos del espíritu malo
con que nacemos la primera vez, y de cómo se nos comunicaba primero en virtud, cuando
nosotros también teníamos el ser en virtud y estábamos como encerrados en
nuestro principio, y después en expresa realidad cuando, saliendo de él y
viniendo a esta luz, comenzamos a ser en nosotros mismos. Porque se ha de
entender que este segundo Padre,
como vino a deshacer los males que hizo el primero, por las pisadas que fue
dañando el otro, por esas mismas procede Él haciéndonos bien. Pues digo así,
que Cristo nos reengendró y calificó primero en sí mismo, como en virtud y
según la manera como en Él estábamos juntos, y después nos engendra y renueva a
cada uno por sí y según el efecto real.
Y digamos de lo primero. Adán puso en nuestra
naturaleza y en nosotros, según que en él estábamos, el espíritu del pecado y
el desorden, desordenándose él a sí mismo y abriendo la puerta del corazón a la
ponzoña de la serpiente, y aposentándola en sí y en nosotros. Y ya desde aquel
tiempo, cuanto fue de su parte de él, comenzamos a ser en la forma que entonces
éramos, inficionados y malos. Cristo, nuestro bienaventurado Padre, dio
principio a nuestra vida y justicia, haciendo en sí primero lo que en nosotros
había de nacer y parecer después. Y como quien pone en el grano la calidad con
que desea que la espiga nazca, así, teniéndonos a todos juntos en sí, en la forma
que hemos ya dicho, con lo que hizo en sí, cuanto fue de su parte, nos comenzó
a hacer y a calificar en origen tales cuales nos había de engendrar después en
realidad y en efecto.
Y porque este nacimiento y origen nuestro no
era primer origen, sino nacimiento después de otro nacimiento, y de nacimiento
perdido y dañado, fue necesario hacer no sólo lo que convenía para darnos buen
espíritu y buena vida, sino padecer también lo que era menester para quitarnos
el mal espíritu con que habíamos venido a la vida primera. Y como dicen del
maestro que toma para discípulo al que está ya mal enseñado, que tiene dos
trabajos, uno en desarraigar lo malo y otro en plantar lo bueno, así Cristo,
nuestro bien y Señor, hizo dos cosas en sí, para que, hechas en sí, se hiciesen
en nosotros los que estarnos en Él: una para destruir nuestro espíritu malo, y
otra para criar nuestro espíritu bueno.
Para matar el pecado y para destruir el mal y
el desorden de nuestro origen primero, murió Él en persona de todos nosotros,
y, cuanto es de su parte, en Él recibimos todos muerte, así como estábamos
todos en Él, y quedamos muertos en nuestro Padre y cabeza, y muertos para nunca
vivir más en aquella manera de ser y de vida. Porque, según aquella manera de
vida pasible y que tenía imagen y representación de pecado, nunca tomó Cristo,
nuestro Padre y cabeza, a vivir, como el Apóstol lo dice: «Si murió por el
pecado, ya murió de una vez; si vive, vive ya a Dios.»
Y de esta primera muerte del pecado y del
viejo hombre (que se celebró en la muerte de Cristo como general y como
original para los demás) nace la fuerza de aquello que dice y arguye San Pablo
cuando, escribiendo a los Romanos, les amonesta que no pequen, y les extraña
mucho el pecar, porque dice: «Pues ¿qué diremos? ¿Convendrá perseverar en el
pecar para que se acreciente la gracia? En ninguna manera. Porque, los que
morimos al pecado, ¿cómo se compadece que vivamos en él todavía?» Y después de
algunas palabras, declarándose más: «Porque habéis de saber esto, que nuestro
hombre viejo fue juntamente crucificado para que sea destruido el cuerpo del
pecado, y para que no sirvamos más al pecado.» Que es como decirles que cuando
Cristo murió a la vida pasible y que tiene figura de pecadora, murieron ellos
en Él para todo lo que es esa manera de vida. Por lo cual que, pues murieron
allí a ella por haber muerto Cristo, y Cristo no tomó después a semejante
vivir, si ellos están en Él, y si lo que pasó en Él eso mismo se hizo en ellos,
no se compadece en ninguna manera que ellos quieran tomar a ser lo que según
que estuvieron en Cristo, dejaron de ser para siempre.
Y a esto mismo pertenece y mira lo que dice
en otro lugar: «Así que, hermanos, vosotros ya estáis muertos a la ley por
medio del cuerpo de Cristo.» Y poco después: «Lo que la ley no podía hacer, y
en lo que se mostraba flaca por razón de la carne, Dios enviando a su Hijo en
semejanza de carne de pecado, del pecado condenó el pecado en la carne.»
Porque, como hemos ya dicho (y conviene que muchas veces se diga, para que,
repitiéndose, se entienda mejor), procedió Cristo a esta muerte y sacrificio
aceptísimo que se hizo de sí, no como una persona particular, sino como en
persona de todo el linaje humano y de toda la vejez de él; y señaladamente de
todos aquellos a quienes, de hecho, había de tocar el nacimiento segundo, los
cuales, por secreta unión del espíritu, había puesto en sí y como sobre sus
hombros; y así, lo que hizo entonces en sí, cuanto es de su parte quedó hecho
en todos nosotros.
Y que Cristo haya subido a la cruz como persona
pública y en la manera que digo, aunque está ya probado, pruébase más con lo
que Cristo hizo y nos quiso dar a entender en el sacramento de su Cuerpo, que
debajo de las especies de pan y vino consagró, ya vecino a la muerte. Porque,
tomando el pan y dándole a sus discípulos, les dijo de esta manera: «Este es mi
cuerpo, el que será entregado por vosotros», dando claramente a entender que su
cuerpo verdadero estaba debajo de aquellas especies, y que estaba en la forma
que se había de ofrecer en la cruz, y que las mismas especies de pan y vino
declaraban y eran como imagen de la forma en que se había de ofrecer. Y que así
como el pan es un cuerpo compuesto de muchos cuerpos, esto es, de muchos
granos, que, perdiendo su primera forma, por la virtud del agua y del fuego,
hacen un pan, así nuestro pan de vida, habiendo ayuntado así por secreta fuerza
de amor y de espíritu la naturaleza nuestra, y habiendo hecho como un cuerpo de
sí y de todos nosotros (de sí, en realidad de verdad, y de los demás, en
virtud), no como una persona sola, sino como un principio que las contenía
todas, se ponía en la cruz. Y que como iba a la cruz abrazado con todos, así se
encerraba en aquellas especies, para que ellas con su razón, aunque ponían velo
a los ojos, alumbrasen nuestro corazón de continuo, y nos dijesen que contenían
a Cristo debajo de sí; y que lo contenían, no de cualquiera manera, sino de
aquella como se puso en la cruz, llevándonos a nosotros en sí y hecho con
nosotros, por espiritual unión, uno mismo, así como el pan cuyas ellas fueron,
era un compuesto hecho de muchos granos.
Así que aquellas unas y unas mismas palabras
dicen juntamente dos cosas. Una: «Este, que parece pan, es mi cuerpo, el que
será entregado por vosotros.» Otra: «Como el pan que al parecer está aquí, así
es mi cuerpo, que está aquí y que por vosotros será a la muerte entregado.» Y
esto mismo, como en figura, declaró el santo mozo Isaac que caminaba al
sacrificio, no vacío, sino puesta sobre sus hombros la leña que había de arder
en él. Porque cosa sabida es que, en el lenguaje secreto de la Escritura, el
leño seco es imagen del pecador. Y ni más ni menos en los cabrones que el Levítico sacrifica
por el pecado, que fueron figura clara del sacrificio de Cristo, todo el pueblo
pone primero sobre las cabezas de ellos las manos, porque se entienda que en
este otro sacrificio nos llevaba a todos en sí nuestro Padre y cabeza.
Mas ¿qué digo de los cabrones? Porque si
buscamos imágenes de esta verdad, ninguna es más viva ni más cabal que el sumo
pontífice de la ley vieja, vestido de pontifical para hacer sacrificio. Porque,
como San Jerónimo dice, o, por decir verdad, como el Espíritu Santo lo declara
en el libro de la Sabiduría,
aquel pontifical, así en la forma de él como en las partes de que se componía y
en todas sus colores y cualidades, era como una representación de la
universidad de las cosas; y el sumo sacerdote vestido de él era un mundo
universo; y como iba a tratar con Dios por todos, así los llevaba todos sobre
sus hombros. Pues de la misma manera Cristo, sumo y verdadero sacerdote, para
cuya imagen servía todo el sumo sacerdocio pasado, cuando subió al altar de la
cruz a sacrificar por nosotros, fue vestido de nosotros en la forma que dicho
es, y, sacrificándose a sí, y a nosotros en sí, dio fin de esta manera a
nuestra vieja maldad.
Hemos dicho lo que hizo Cristo para
desarraigar de nosotros nuestro primer espíritu malo. Digamos ahora lo que hizo
en sí para criar en nosotros el hombre nuevo y el espíritu bueno; esto es, para
después de muertos a la vida mala, tornarnos a la vida buena, y para dar
principio a nuestra segunda generación.
Por virtud de su divinidad y porque, según
ley de justicia, no tenía obligación a la muerte (por ser su naturaleza humana
de su nacimiento inocente), no pudo Cristo quedar muerto muriendo; y, como dice
San Pedro, «no fue posible ser detenido de los dolores de la sepultura.» Y así
resucitó vivo el día tercero; y resucitó, no en carne pasible y que tuviese
representación de pecado, y que estuviese sujeta a trabajos como si tuviera
pecado (que aquello murió en Cristo para jamás no vivir), sino en cuerpo
incorruptible y glorioso y como engendrado por solas las manos de Dios.
Porque así como en el primer nacimiento suyo
en la carne, cuando nació de la Virgen, por ser su padre Dios, sin obra de
hombre, nació sin pecado, mas por nacer de madre pasible y mortal, nació Él
semejantemente hábil a padecer y morir, asemejándose a las fuentes de su
nacimiento, a cada una en su cosa; así en la resurrección suya que decimos
ahora (la cual la Sagrada Escritura también llama nacimiento o generación),
como en ella no hubo hombre que fuese padre ni madre, sino Dios solo, que la
hizo por sí y sin ministerio de alguna otra causa segunda, salió todo como de
mano de Dios, no sólo puro de todo pecado, sino también de la imagen de él;
esto es, libre de la pasibilidad y de la muerte, y juntamente dotado de
claridad y de gloria. Y como aquel cuerpo fue reengendrado solamente por Dios,
salió con las cualidades y con los semblantes de Dios, cuanto le son a un
cuerpo posibles. Y así se precia Dios de este hecho como de hecho solamente
suyo. Y así dice en el Salmo: «Yo soy el que hoy te engendré.»
Pues decimos ahora que de la manera que dio
fin a nuestro viejo hombre muriendo (porque murió Él por nosotros y en persona
de nosotros; que por secreto misterio nos contenía en sí mismo, como nuestro
Padre y cabeza), por la misma razón, tornando Él a vivir renació con Él nuestra
vida. Vida llamo aquí la de justicia y de espíritu; la cual comprende no
solamente el principio de la justicia, cuando el pecador que era comienza a ser
justo, sino el crecimiento de ella también, con todo su proceso y perfección,
hasta llegar el hombre a la inmortalidad del cuerpo y a la entera libertad del
pecado. Porque cuando Cristo resucitó, por el mismo caso que Él resucitó, se
principió todo esto en los que estábamos en Él como en nuestro principio.
Y así lo uno como lo otro lo dice breve y
significantemente San Pablo, diciendo: «Murió por nuestros delitos y resucitó
por nuestra justificación.» Como si más extendidamente dijera: tomónos en sí, y
murió como pecador para que muriésemos en Él los pecadores; y resucitó a vida
eternamente justa e inmortal y gloriosa, para que resucitásemos nosotros en Él
a justicia y a gloria y a inmortalidad. Mas ¿por ventura no resucitamos
nosotros con Cristo? El mismo Apóstol lo diga: «Y nos dio vida (dice hablando
de Dios), juntamente con Cristo, nos resucitó con Él, y nos asentó sobre las
cumbres del cielo.» De manera que lo que hizo Cristo en sí y en nosotros, según
que estábamos entonces en Él, fue esto que he dicho.
Pero no por eso se ha de entender que por
esto sólo quedamos de hecho y en nosotros mismos ya nuevamente nacidos y otra
vez engendrados, muertos al viejo pecado y vivos al espíritu del cielo y de la
justicia; sino allí comenzamos a nacer, para nacer de hecho después. Y fue
aquello como el fundamento de este otro edificio. Y, para hablar con más
propiedad, del fruto noble de justicia y de inmortalidad que se descubre en
nosotros, y se levanta y crece y traspasa los cielos, aquellas fueron las
simientes y las raíces primeras; porque, así como (no embargante que, cuando
pecó Adán, todos pecamos en él y concebimos espíritu de ponzoña y de muerte)
para que de hecho nos inficione el pecado y para que este mal espíritu se nos
infunda, es menester que también nosotros nazcamos de Adán por orden natural de
generación; así, por la misma manera, para que de hecho en nosotros muera el
espíritu de la culpa y viva el de la gracia y el de la justicia, no basta aquel
fundamento y aquella semilla y origen; ni, con lo que fue hecho en nosotros en
la persona de Cristo, con eso, sin más hacer ni entender en las nuestras, somos
ya en ellas justos y salvos, como dicen los que desatinan ahora; sino es
menester que de hecho nazcamos de Cristo, para que por este nacimiento actual
se derive a nuestras personas y se asiente en ellas aquello mismo que ya se
principió en nuestro origen. Y (aunque usemos de una misma semejanza más veces)
como la espiga, aunque está cual ha de ser en el grano, para que tenga en sí
aquello que es y sus cualidades todas y sus figuras, le conviene que con la
virtud del agua y del sol salga del grano naciendo, asimismo también no
comenzaremos a ser en nosotros cuales en Cristo somos hasta que de hecho
nazcamos de Cristo.
Mas, preguntará por caso alguno: ¿En qué
manera naceremos, o cuál será la forma de esta generación? ¿Hemos de tornar al
vientre de nuestras madres de nuevo, como, maravillado de esta nueva doctrina,
preguntó Nicodemus; o, vueltos en tierra o consumidos en fuego, renaceremos,
como el ave fénix, de nuestras cenizas?
Si este nacimiento nuevo fuera nacer en carne
y en sangre, bien fuera necesaria alguna de estas maneras; mas como es nacer en
espíritu, hácese con espíritu y con secreta virtud. «Lo que nace de la carne,
dice Cristo en este mismo propósito, carne es; y lo que nace del espíritu,
espíritu es.» Y así lo que es espíritu ha de nacer por orden y fuerza de
espíritu. El cual celebra esta generación en esta manera:
Cristo, por la virtud de su espíritu, pone en
efecto actual en nosotros aquello mismo que comenzamos a ser en Él y que Él
hizo en sí para nosotros; esto es, pone muerte a nuestra culpa, quitándola del
alma. Y aquel fuego ponzoñoso que la sierpe inspiró en nuestra carne, y que nos
solicita a la culpa, amortíguale y pónele freno ahora, para después en el
último tiempo matarle del todo; y pone también simiente de vida, y, como si
dijésemos, un grano de su espíritu y gracia, que encerrado en nuestra alma y
siendo cultivado como es razón, vaya después creciendo por sus términos, y
tomando fuerzas y levantándose hasta llegar a la medida, como dice San Pablo,
de varón perfecto. Y poner Cristo en nosotros esto, es nosotros nacer de Cristo
en realidad y verdad. Mas está en la mano la pregunta y la duda. ¿Pone por
ventura Cristo en todos los hombres esto, o pónelo en todas las sazones y
tiempos? O ¿en quién y cuándo lo pone? Sin duda, no lo pone en todos ni en
cualquiera forma y manera, sino sólo en los que nacen de Él. Y nacen de Él los
que se bautizan; y en aquel sacramento se celebra y pone en obra esta
generación. Por manera que, tocando al cuerpo el agua visible, y obrando en lo
secreto la virtud de Cristo invisible, nace el nuevo Adán, quedando muerto y
sepultado el antiguo. En lo cual, como en todas las cosas, guardó Dios el
camino seguido y llano de su providencia.
Porque así como para que el fuego ponga en un
madero su fuego, esto es, para que el madero nazca fuego encendido, se avecina
primero al fuego el madero, y con la vecindad se le hace semejante en las
cualidades que recibe en sí de sequedad y calor, y crece en esta semejanza
hasta llegarla a su punto, y luego el fuego se lanza en él y le da su forma,
así, para que Cristo ponga e infunda en nosotros, de los tesoros de bienes y
vida que atesoró muriendo y resucitando, la parte que nos conviene, y para que
nazcamos Cristos, esto es, como sus hijos, ordenó que se hiciese en nosotros
una representación de su muerte y de su nueva vida; y que, de esta manera,
hechos semejantes a Él, Él, como en sus semejantes, influyese de sí lo que
responde a su muerte y lo que responde a su vida. A su muerte responde el
borrar y el morir de la culpa; y a su resurrección, la vida de gracia. Porque
el entrar en el agua y el sumirnos en ella es como, ahogándonos allí, quedar
sepultados, como murió Cristo y fue en la sepultura puesto, como lo dice San
Pablo: «En el bautismo sois sepultados y muertos juntamente con Él.» Y por
consiguiente, y por la misma manera, el salir después del agua es como salir
del sepulcro viviendo.
Pues a esta representación responde la verdad
juntamente; y, asemejándonos a Cristo en esta manera, como en materia y sujeto
dispuesto, se nos infunde luego el buen espíritu, y nace Cristo en nosotros; y
la culpa, que como en origen y en general destruyó con su muerte, destrúyela
entonces en particular en cada uno de los que mueren en aquella agua sagrada. Y
la vida de todos, que resucitó en general con su vida, pónela también en cada
uno y en particular cuando, saliendo del agua, parece que resucitan. Y así, en
aquel hecho juntamente hay representación y verdad. Lo que parece por de fuera
es representación de muerte y de vida; mas lo que pasa en secreto, es verdadera
vida de gracia y verdadera muerte de culpa.
Y si os place saber (pudiendo esta
representación de muerte ser hecha por otras muchas maneras) por qué entre
todas escogió Dios esta del agua, conténtame mucho lo que dice el glorioso
mártir Cipriano. Y es que la culpa que muere en esta imagen de muerte es culpa
que tiene ingenio y condición de ponzoña, como la que nació de mordedura y de
aliento de sierpe; y cosa sabida es que la ponzoña de las sierpes se pierde en
el agua, que las culebras, si entran en ella, dejan su ponzoña primero. Así que
morimos en agua para que muera en ella la ponzoña de nuestra culpa, porque en
el agua muere la ponzoña naturalmente. Y esto es en cuanto a la muerte que allí
se celebra; pero, en cuanto a la vida, es de advertir que, aunque la culpa
muere del todo, pero la vida que se nos da allí no es del todo perfecta. Quiero
decir que no vive luego en nosotros el hombre nuevo, cabal y perfecto; sino
vive como la razón del segundo nacimiento lo pide, como niño flaco y tierno.
Porque no pone luego Cristo en nosotros todo el ser de la nueva vida que resucitó
con Él, sino pone, como dijimos, un grano de ella y una pequeña semilla de su
espíritu y de su gracia, pequeña, pero eficacísima para que viva y se adelante
y lance del alma las reliquias del viejo hombre contrario suyo, y vaya pujando
y extendiéndose hasta apoderarse de nosotros del todo, haciéndonos
perfectamente dichosos y buenos.
Mas ¡cómo es maravillosa la sabiduría de
Dios, y cómo es grande el orden que pone en las cosas que hace, trabándolas
todas entre sí y templándolas por extraña manera! En la filosofía se suele
decir que como nace una cosa, por la misma manera crece y se adelanta. Pues lo
mismo guarda Dios en este nuevo hombre y en este grano de espíritu y de gracia,
que es semilla de nuestra segunda y nueva vida. Porque, así como tuvo principio
en nuestra alma, cuando por la representación del bautismo nos hicimos
semejantes a Cristo, así crece siempre y se adelanta cuando nos asemejamos más
a Él, aunque en diferente manera. Porque, para recibir el principio de esta
vida de gracia, le fuimos semejantes por presentación; porque por verdad no
podíamos ser sus semejantes antes de recibir esta vida, mas para el
acrecentamiento de ella conviene que le remedemos con verdad en las obras y
hechos.
Y va, así en esto como en todo lo demás que
arriba dijimos, este nuevo hombre y espíritu respondidamente contraponiéndose a
aquel espíritu viejo y perverso. Porque, así como aquél se diferenciaba de la
naturaleza de nuestra sustancia en que, siendo ella hechura de Dios, él no
tenía nada de Dios, sino era todo hechura del demonio y del hombre, así este
buen espíritu todo es de Dios y de Cristo. Y así como allí hizo el primer
padre, obedeciendo al demonio, aquello con lo que él y los que estábamos en él
quedamos perdidos, de la misma manera aquí padeció Cristo, nuestro padre
segundo, obedeciendo a Dios: con lo que en Él y por Él, los que estamos en Él,
nos hemos cobrado. Y así como aquél dio fin al vivir que tenía, y principio al
morir que mereció por su mala obra, así éste por su divina paciencia dio muerte
a la muerte y tornó a vida la vida. Y así como lo que aquél traspasó no lo
quisimos de hecho nosotros, pero, por estar en él como en padre, fuimos vistos
quererlo; así lo que padeció e hizo Cristo para bien de nosotros, sí se hizo y
padeció sin nuestro querer, pero no sin lo que en virtud era nuestro querer,
por razón de la unión y virtud que está dicha. Y como aquella ponzoña, como
arriba dijimos, nos tocó e inficionó por dos diferentes maneras, una en general
y en virtud cuando estábamos en Adán todos generalmente encerrados, y otra en
particular y en expresa verdad cuando comenzamos a vivir en nosotros mismos
siendo engendrados, así esta virtud y gracia de Cristo, como hemos declarado
arriba también, nos calificó primero en general y en común, según fuimos vistos
estar en Él por ser nuestro padre; y después de hecho y en cada uno por sí,
cuando comienza cada uno a vivir en Cristo naciendo por el bautismo.
Y por la misma manera, así como al principio,
cuando nacemos, incurrimos en aquel daño y gran mal, no por nuestro
merecimiento propio, sino por lo que la cabeza, que nos contenía, hizo en sí
mismo; y si salimos del vientre de nuestras madres culpados, no nos forjamos la
culpa nosotros antes que saliésemos de él; así cuando primeramente nacemos en
Cristo, aquel espíritu suyo que en nosotros comienza a vivir no es obra ni
premio de nuestros merecimientos.
Y conforme a esto, y por la misma forma y
manera como aquella ponzoña, aunque nace al principio en nosotros sin nuestro
propio querer, pero después, queriendo nosotros usar de ella y obrar conforme a
ella y seguir sus malos siniestros e inclinaciones, la acrecentamos y hacemos
peor por nuestras mismas malas mañas y obras; y aunque entró en la casa de
nuestra alma, sin que por su propia voluntad ninguno de nosotros le abriese la
puerta, después de entrada por nuestra mano y guiándola nosotros mismos, se
lanza por toda ella y la tiraniza y la convierte en sí misma en una cierta
manera, así esta vida nuestra y este espíritu que tenemos de Cristo, que se nos
da al principio sin nuestro merecimiento, si después de recibido, oyendo su
inspiración y no resistiendo a su movimiento, seguimos su fuerza, con eso mismo
que obramos siguiéndole lo acrecentamos y hacemos mayor; y con lo que nace de
nosotros y de él, merecemos que crezca él en nosotros.
Y como las obras que nacían del espíritu malo
eran malas ellas en sí, y acrecentaban y engrosaban y fortalecían ese mismo
espíritu de donde nacían, así lo que hacemos guiados y alentados con esta vida
que tenemos de Cristo, ello en sí es bueno y, delante de los ojos de Dios,
agradable y hermoso, y merecedor de que por ello suba a mayor grado de bien y
de pujanza el espíritu de do tuvo origen.
Aquel veneno, asentado en el hombre, y
perseverando y cundiendo por él poco a poco, así le contamina y le corrompe,
que le trae a muerte perpetua. Esta salud, si dura en nosotros, haciéndose de
cada día más poderosa y mayor, nos hace sanos del todo. De arte que, siguiendo
nosotros el movimiento del espíritu con que nacemos, el cual, lanzado en nuestras
almas, las despierta e incita a obrar conforme a quien él es y al origen de
donde nace, que es Cristo; así que, obrando aquello a que este espíritu y
gracia nos mueve, somos en realidad de verdad semejantes a Cristo, y cuanto más
así obráremos, más semejantes. Y así, haciéndonos nosotros vecinos a Él, Él se
avecina a nosotros, y merecemos que se infunda más en nosotros y viva más,
añadiendo al primer espíritu más espíritu, y a un grado otro mayor,
acrecentando siempre en nuestras almas la semilla de vida que sembró, y
haciéndola mayor y más esforzada, y descubriendo su virtud más en nosotros: que
obrando conforme al movimiento de Dios y caminando con largos y bien guiados
pasos por este camino, merecemos ser más hijos de Dios, y de hecho lo somos.
Y los que, cuando nacimos, en el bautismo
fuimos hechos semejantes a Cristo en el ser de gracia antes que en el obrar,
esos que, por ser ya justos, obramos como justos, esos mismos, haciéndonos
semejantes a Él en lo que toca al obrar, crecemos merecidamente en la semejanza
del ser. Y el mismo espíritu que despierta y atiza a las obras, con el mérito
de ellas crece y se esfuerza, y va subiendo y haciéndose señor de nosotros y
dándonos más salud y más vida, y no para hasta que en el tiempo último nos la
dé perfecta y gloriosa, habiéndonos levantado del polvo. Y como hubo dicho esto
Marcelo, callóse un poco y luego tornó a decir:
-Dicho he cómo nacemos de Cristo, y la
necesidad que tenemos de nacer de Él, y el provecho y misterio de este
nacimiento; y de un abismo de secretos que acerca de esta generación y
parentesco divino en las sagradas letras se encierra, he dicho lo poco que
alcanza mi pequeñez, habiendo tenido respeto al tiempo y a la ocasión, y a la
calidad de las cosas que son delicadas y oscuras.
Ahora, como saliendo de entre estas zarzas y
espinas a campo más libre, digo que ya se conoce bien cuán justamente Isaías da
nombre de Padre a
Cristo y le dice que es Padre
del siglo futuro. Entendiendo por este siglo la generación nueva
del hombre y los hombres engendrados así, y los largos y no finibles tiempos en
que ha de perseverar esta generación. Porque el siglo presente, el cual, en
comparación del que llama Isaías venidero, se llama primer siglo, que es el
vivir de los que nacemos de Adán, comenzó con Adán y se ha de rematar y cerrar
con la vida de sus descendientes postreros, y en particular no durará en
ninguno más de lo que él durare en esta vida presente. Mas el siglo segundo,
desde Abel, en quien comenzó, extendiéndose con el tiempo, y cuando el tiempo tuviere
su fin, reforzándose él más, perseverará para siempre.
Y llámase siglo futuro, dado que ya es en
muchos presente, y cuando le nombró el Profeta lo era también, porque comenzó
primero el otro siglo mortal. Y llámase siglo también, porque es otro mundo por
sí, semejante y diferente de este otro mundo viejo y visible; porque de la
manera que, cuando produjo Dios el hombre primero, hizo cielos y tierra y los
demás elementos, así en la creación del hombre segundo y nuevo, para que todo
fuese nuevo como él, hizo en la Iglesia sus cielos y su tierra, y vistió a la
tierra con frutos, y a los cielos con estrellas y luz.
Y lo que hizo en esto visible, eso mismo ha
obrado en lo nuevo invisible, procediendo en ambos por unas mismas pisadas,
como lo dibujó, cantando divinamente, David en un Salmo, y es dulcísimo y
elegantísimo Salmo. Adonde por unas mismas palabras, y como con una voz,
cuenta, alabando a Dios, la creación y gobernación de estos dos mundos; y
diciendo lo que se ve, significa lo que se esconde, como San Agustín lo
descubre, lleno de ingenio y de espíritu. Dice que «extendió los cielos Dios
como quien despliega tienda de campo, y que cubrió los sobrados de ellos con
aguas, y que ordenó las nubes, y que en ellas, como en caballos, discurre
volando sobre las alas del aire, y que le acompañan los truenos y los
relámpagos y el torbellino.»
Aquí ya vemos cielos y vemos nubes, que son
aguas espesadas y asentadas sobre el aire tendido, que tiene nombre de cielo;
oímos también el trueno a su tiempo y sentimos el viento que vuela y que brama,
y el resplandor del relámpago nos hiere los ojos; allí, esto es, en el nuevo
mundo e Iglesia, por la misma manera, los cielos son los apóstoles y los
sagrados doctores y los demás santos, altos en virtud y que influyen virtud; y
su doctrina en ellos son las nubes, que derivada en nosotros, se torna en
lluvia. En ella anda Dios y discurre volando, y con ella viene el soplo de su
espíritu, y el relámpago de su luz, y el tronido y el estampido, con que el
sentido de la carne se aturde.
Aquí, como dice prosiguiendo el salmista,
fundó Dios la tierra sobre cimientos firmes, adonde permanece y nunca se mueve;
y como primero estuviese anegada en la mar, mandó Dios que se apartasen las
aguas, las cuales, obedeciendo a esta voz, se apartaron a su lugar adonde
guardan continuamente su puesto; y, luego que ellas huyeron, la tierra
descubrió su figura humilde en los valles y soberana en los montes. Allí el
cuerpo firme y macizo de la Iglesia, que ocupó la redondez de la tierra,
recibió asiento por mano de Dios en el fundamento no mudable que es Cristo, en
quien permanecerá con eterna firmeza. En su principio la cubría y como anegaba
la gentileza, y aquel mar grande y tempestuoso de tiranos y de ídolos la tenían
casi sumida; mas sacóla Dios a luz con la palabra de su virtud, y arredró de
ella la amargura y violencia de aquellas olas, y quebrólas todas en la flaqueza
de una arena menuda, con lo cual descubrió su forma y su concierto la Iglesia,
alta en los obispos y ministros espirituales, y en los fieles legos humildes,
humilde. Y como dice David, «subieron sus montes y parecieron en lo hondo sus
valles».
Allí, como aquí, conforme a lo que el mismo
Salmo prosigue, sacó Dios venas de agua de los cerros de los altos ingenios
que, entre dos sierras, sin declinar al extremo, siguen lo igual de la verdad y
lo medio derechamente; en ellas se bañan las aves espirituales, y en los
frutales de virtud que florecen de ellas y junto ellas, cantan dulcemente
asentadas. Y no sólo las aves se bañan aquí; mas también los otros fieles, que
tienen más de tierra y menos de espíritu, si no se bañan en ellas, a lo menos
beben de ellas y quebrantan su sed.
Él mismo, como en el mundo, así en la
Iglesia, envía lluvias de espirituales bienes del cielo; y caen primero en los
montes, y de allí, juntas en arroyos y descendiendo, bañan los campos. Con
ellas crece para los más rudos, así como para las bestias, su heno; y a los que
viven con más razón, de allí les nace su mantenimiento. El trigo que fortifica,
y el olio que alumbra, y el vino que alegra, y todos los dones del ánimo, con
esta lluvia florecen. Por ella los yermos desiertos se vistieron de religiosas
hayas y cedros; y esos mismos cedros con ella se vistieron de verdor y de
fruto, y dieron en sí reposo, y dulce y saludable nido, a los que volaron a
ellos huyendo del mundo. Y no sólo proveyó Dios de nido a aquestos huidos, mas
para cada un estado de los demás fieles hizo sus propias guaridas. Y, como en
la tierra los riscos son para las cabras monteses, y los conejos tienen sus
viveras entre las peñas, así acontece en la Iglesia.
En ella luce la luna y luce el sol de
justicia, y nace y se pone a veces, ahora en los unos y ahora en los otros; y
tiene también sus noches de tiempos duros y ásperos, en que la violencia sangrienta
de los enemigos fieros halla su sazón para salir y bramar y para ejecutar su
fiereza; mas también a las noches sucede en ella después el aurora, y amanece
después, y encuévase con la luz la malicia, y la razón y la virtud resplandece.
¡Cuán grandes son tus grandezas, Señor! Y
como nos admiras con este orden corporal y visible, mucho más nos pones en
admiración con el espiritual e invisible.
No falta allí también otro Océano, ni es de
más cortos brazos ni de más angostos senos que es éste, que ciñe por todas
partes la tierra; cuyas aguas, aunque son fieles, son, no obstante eso, aguas
amargas y carnales, y movidas tempestuosamente de sus violentos deseos; cría
peces sin número, y la ballena infernal se espacia por él. En él y por él van
mil navíos, mil gentes aliviadas del mundo, y como cerradas en la nave de su
secreto y santo propósito. Mas ¡dichosos aquellos que llegan salvos al puerto!
Todos, Señor, viven por tu liberalidad y
largueza; mas, como en el mundo, así en la Iglesia escondes y como encoges,
cuando te parece, la mano; y el alma, en faltándole tu amor y tu espíritu,
vuélvese en tierra. Mas, si nos dejas caer para que nos conozcamos, para que te
alabemos y celebremos, después nos renuevas. Así vas criando y gobernando y
perfeccionando tu Iglesia hasta llegarla a lo último, cuando, consumida toda la
liga del viejo metal, la saques toda junta, pura y luciente, y verdaderamente
nueva del todo.
Cuando viniere este tiempo (¡ay amable y
bienaventurado tiempo, y no tiempo ya, sino eternidad sin mudanza!); así que,
cuando viniere, la arrogante soberbia de los montes, estremeciéndose, vendrá
por el suelo; y desaparecerá hecha humo, obrándolo tu Majestad, toda la pujanza
y deleite y sabiduría mortal; y sepultarás en los abismos, juntamente con esto,
a la tiranía; y el reino de la tierra nueva será de los tuyos. Ellos cantarán
entonces de continuo tus alabanzas, y a Ti el ser alabado por esta manera te
será cosa agradable. Ellos vivirán en Ti, y Tú vivirás en ellos dándoles
riquísima y dulcísima vida. Ellos serán reyes, y Tú Rey de reyes. Serás Tú en
ellos todas las cosas, y reinarás para siempre.
Y, dicho esto, Marcelo calló; y Sabino dijo
luego:
-Este Salmo en que, Marcelo, habéis acabado,
vuestro amigo le puso también en verso; y por no romperos el hilo, no os lo
quise acordar. Mas pues me disteis este oficio, y vos le olvidasteis, decirle
he yo, si os parece.
Entonces, Marcelo y Juliano, juntos,
respondieron que les parecía muy bien, y que luego le dijese. Y Sabino, que era
mancebo, así en el alma como en el cuerpo muy compuesto, y de pronunciación
agradable, alzando un poco los ojos al cielo y lleno el rostro de espíritu, con
templada voz dijo de esta manera:
Alaba ¡oh alma!, a Dios; Señor, tu alteza, |
||
¿qué lengua hay que la cuente? |
||
Vestido estás de gloria y de belleza |
||
y luz resplandeciente. |
||
Encima de los cielos desplegados |
||
al agua diste asiento. |
||
Las nubes son tu carro, tus alados |
||
caballos son el viento. |
||
Son fuego abrasador tus mensajeros, |
||
y trueno y torbellino. |
||
Las tierras sobre asientos duraderos |
||
mantienes de contino. |
||
Los mares las cubrían de primero, |
||
por cima los collados; |
||
mas visto de tu voz el trueno fiero, |
||
huyeron espantados. |
||
Y luego los subidos montes crecen, |
||
humíllanse los valles. |
||
Si ya entre sí hinchados se embravecen, |
||
no pasarán las calles; |
||
las calles que les diste y los linderos, |
||
ni anegarán las tierras. |
||
Descubres minas de agua en los oteros, |
||
y corre entre las sierras |
||
el gamo, y las salvajes alimañas |
||
allí la sed quebrantan. |
||
Las aves nadadoras allí bañas, |
||
y por las ramas cantan. |
||
Con lluvia el monte riegas de sus cumbres, |
||
y das hartura al llano. |
||
Así das heno al buey, y mil legumbres |
||
para el servicio humano. |
||
Así se espiga el trigo y la vid crece |
||
para nuestra alegría. |
||
La verde oliva así nos resplandece, |
||
y el pan da valentía. |
||
De allí se viste el bosque y la arboleda |
||
y el cedro soberano, |
||
adonde anida la ave, adonde enreda |
||
su cámara el milano. |
||
Los riscos a los corzos dan guarida, |
||
al conejo la peña. |
||
Por Ti nos mira el sol, y su lucida |
||
hermana nos enseña |
||
los tiempos. Tú nos das la noche oscura |
||
en que salen las fieras; |
||
el tigre, que ración con hambre dura |
||
te pide, y voces fieras. |
||
Despiertas el aurora, y de consuno |
||
se van a sus moradas. |
||
Da el hombre a su labor, sin miedo alguno, |
||
las horas situadas. |
||
¡Cuán nobles son tus hechos y cuán llenos |
||
de tu Sabiduría! |
||
Pues ¿quién dirá el gran mar, sus anchos senos, |
||
y cuantos peces cría; |
||
las naves que en él corren, la espantable |
||
ballena que le azota? |
||
Sustento esperan todos saludable |
||
de Ti, que el bien no agota. |
||
Tomamos, si Tú das; tu larga mano |
||
nos deja satisfechos. |
||
Si huyes, desfallece el ser liviano, |
||
quedamos polvo hechos. |
||
Mas tornará tu soplo, y, renovado, |
||
repararás el mundo. |
||
Será sin fin tu gloria, y Tú alabado |
||
de todos sin segundo. |
||
Tú, que los montes ardes si los tocas, |
||
y al suelo das temblores, |
||
cien vidas que tuviera y cien mil bocas |
||
dedico a tus loores. |
||
Mi voz te agradará, y a mí este oficio |
||
será mi gran contento. |
||
No se verá en la tierra maleficio |
||
ni tirano sangriento. |
||
Sepultará el olvido su memoria; |
||
tú, alma, a Dios da gloria. |
Como acabó Sabino aquí, dijo Marcelo luego:
-No parece justo después de un semejante fin
añadir más. Y pues Sabino ha rematado tan bien nuestra plática, y hemos ya
platicado asaz largamente, y el sol parece que, por oírnos, levantado sobre
nuestras cabezas, nos ofende ya, sirvamos a nuestra necesidad ahora reposando
un poco; y a la tarde, caída la siesta, de nuestro espacio, sin que la noche,
aunque sobrevenga, lo estorbe, diremos lo que nos resta.
-Sea así, dijo Juliano.
Y Sabino añadió:
-Y yo sería de parecer que se acabase este
sermón en aquel soto e isleta pequeña que el río hace en medio de sí, y que de
aquí se parece. Porque yo miro hoy al sol con ojos que, si no es aquél, no nos
dejará lugar que de provecho sea.
-Bien habéis dicho -respondieron Marcelo y
Juliano-, y hágase como decís.
Y con esto, puesto en pie Marcelo, y con él
los demás, cesó la plática por entonces.
Libro
II
Dedicatoria
A Don
Pedro Portocarrero, del Consejo de Su Majestad y del de la Santa y General
Inquisición
Descripción de la miseria humana y origen de su fragilidad
En ninguna cosa se conoce más claramente la
miseria humana, muy ilustre Señor, que en la facilidad con que pecan los
hombres y en la muchedumbre de los que pecan, apeteciendo todos el bien
naturalmente, y siendo los males del pecado tantos y tan manifiestos.
Y si los que antiguamente filosofaron,
argumentando por los efectos descubiertos las causas ocultas de ellos, hincaran
los ojos en esta consideración, ella misma les descubriera que en nuestra
naturaleza había alguna enfermedad y daño encubierto; y entendieran por ella
que no estaba pura y como salió de las manos del que la hizo, sino dañada y
corrompida, o por desastre o por voluntad.
Porque, si miraran en ello, ¿cómo pudieran
creer que la naturaleza, madre y diligente proveedora de todo lo que toca al
bien de lo que produce, había de formar al hombre, por una parte, tan mal
inclinado, y, por otra, tan flaco y desarmado para resistir y vencer a su
perversa inclinación? O ¿cómo les pareciera que se compadecía, o que era
posible, que la naturaleza (que guía, como vemos, los animales brutos y las
plantas, y hasta las cosas más viles, tan derecha y eficazmente a sus fines,
que los alcanzan todas o casi todas), criase a la más principal de sus obras
tan inclinada al pecado, que por la mayor parte, no alcanzando su fin, viniese
a extrema miseria?
Y si sería notorio desatino entregar las
riendas de dos caballos desbocados y furiosos a un niño flaco y sin arte, para
que los gobernase por lugares pedregosos y ásperos; y si cometerle a este mismo
en tempestad una nave, para que contrastase los vientos, sería error conocido,
por el mismo caso pudieran ver no caber en razón que la Providencia sumamente
sabia de Dios, en un cuerpo tan indomable y de tan malos siniestros, y en tanta
tempestad de olas de viciosos deseos como en nosotros sentimos, pusiese para su
gobierno una razón tan flaca y tan desnuda de toda buena doctrina como es la
nuestra cuando nacemos. Ni pudieran decir que, en esperanza de la doctrina
venidera y de las fuerzas que con los años podía cobrar la razón, le encomendó
Dios aqueste gobierno, y la colocó en medio de sus enemigos sola contra tantos,
y desarmada contra tan poderosos y fieros.
Porque sabida cosa es que, primero que
despierte la razón en nosotros, viven en nosotros y se encienden los deseos
bestiales de la vida sensible que se apoderan del alma, y haciéndola a sus
mañas, la inclinan mal antes que comience a conocerse. Y cierto es que, en
abriendo la razón los ojos, están como a la puerta, y como aguardando para
engañarla, el vulgo ciego, y las compañías malas, y el estilo de la vida lleno
de errores perversos, y el deleite y la ambición, y el oro y las riquezas, que
resplandecen. Lo cual cada uno por sí es poderoso a oscurecer y a vestir de
tinieblas a su centella recién nacida, cuanto más todo junto, y como conjurado
y hecho a una para hacer mal; y así de hecho la engañan, y, quitándole las
riendas de las manos, la sujetan a los deseos del cuerpo y la inducen a que ame
y procure lo mismo que la destruye.
Así que este desconcierto e inclinación para
el mal que los hombres generalmente tenemos, él solo por sí, bien considerado,
nos puede traer en conocimiento de la corrupción antigua de nuestra naturaleza.
En la cual naturaleza, como en el libro pasado se dijo, habiendo sido hecho el
hombre por Dios enteramente señor de sí mismo, y del todo cabal y perfecto, en
pena de que él por su grado sacó su alma de la obediencia de Dios, los apetitos
del cuerpo y sus sentidos se salieron del servicio de la razón; y, rebelando
contra ella, la sujetaron, oscureciendo su luz y enflaqueciendo su libertad, y
encendiéndola en el deseo de sus bienes de ellos, y engendrando en ella apetito
de lo que le es ajeno y le daña, esto es, del desconcierto y pecado.
En lo cual es extrañamente maravilloso que,
como en las otras cosas que son tenidas por malas, la experiencia de ellas haga
escarmiento para huir de ellas después; y el que cayó en un mal paso rodea otra
vez el camino por no tornar a caer en él: en esta desventura que llamamos
pecado, el probarla es abrir la puerta para meterse en ella más, y con el
pecado primero se hace escalón para venir al segundo; y cuanto el alma en este
género de mal se destruye más, tanto parece que gusta más de destruirse: que
es, de los daños que en ella el pecado hace, si no el mayor, sin duda uno de
los mayores y más lamentables.
Porque por esta causa, como por los ojos se
ve, de pecados pequeños nacen, eslabonándose unos con otros, pecados
gravísimos; y se endurecen y crían callos, y hacen como incurables los
corazones humanos en este mal del pecar, añadiendo siempre a un pecado otro
pecado, y a un pecado menor sucediéndole otro mayor de continuo, por haber
comenzado a pecar. Y vienen así, continuamente pecando, a tener por hacedero y
dulce y gentil lo que no sólo en sí y en los ojos de los que bien juzgan es
aborrecible y feísimo, sino lo que esos mismos que lo hacen, cuando de
principio entraron en el mal obrar, huyeran el pensamiento de ello, no sólo el
hecho, más que la muerte, como se ve por infinitos ejemplos, de que así la vida
común como la Historia está llena.
Mas entre todos es claro y muy señalado
ejemplo el del pueblo hebreo antiguo y presente; el cual, por haber desde su
primer principio comenzado a apartarse de Dios, prosiguiendo después en esta su
primera dureza, y casi por años volviéndose a Él y tornándole luego a ofender,
y amontonando a pecados, mereció ser autor de la mayor ofensa que se hizo
jamás, que fue la muerte de Jesucristo. Y porque la culpa siempre ella misma se
es pena, por haber llegado a esta ofensa, fue causa en sí misma de un extremo de
calamidad.
Porque, dejando aparte el perdimiento del
reino, y la ruina del templo, y el asolamiento de su ciudad, y la gloria de la
religión y verdadero culto de Dios traspasada a las gentes; y dejados aparte
los robos y males y muertes innumerables que padecieron los judíos entonces, y
el eterno cautiverio en que viven ahora en estado vilísimo entre sus enemigos,
hechos como un ejemplo común de la ira de Dios; así que, dejando esto aparte,
¿puédese imaginar más desventurado suceso, que habiéndoles prometido Dios que
nacería el Mesías de su sangre y linaje, y habiéndole ellos tan largamente
esperado, y esperando en Él y por Él la suma riqueza, y, en durísimos males y
trabajos que padecieron, habiéndose sustentado siempre con esta esperanza,
cuando le tuvieron entre sí no le querer conocer; y, cegándose, hacerse
homicidas y destruidores de su gloria y de su esperanza y de su sumo bien de
ellos mismos?
A mí, verdaderamente, cuando lo pienso, el
corazón se me enternece en dolor. Y si contamos bien toda la suma de este
exceso tan grave, hallaremos que se vino a hacer de otros excesos; y que del
abrir la puerta al pecar y del entrarse continuamente más adelante por ella,
alejándose siempre de Dios, vinieron a quedar ciegos en mitad de la luz. Porque
tal se puede llamar la claridad que hizo Cristo de sí, así por la grandeza de
sus obras maravillosas como por el testimonio de las Letras sagradas que le
demuestran. Las cuales le demuestran así claramente, que no pudiéramos creer
que ningunos hombres eran tan ciegos, si no supiéramos haber sido tan grandes
pecadores primero. Y ciertamente, lo uno y lo otro, esto es, la ceguedad y
maldad de ellos y la severidad y rigor de la justicia de Dios contra ellos, son
cosas maravillosamente espantables.
Yo siempre que las pienso me admiro; y
trájomelas a la memoria ahora lo restante de la plática de Marcelo que me queda
por referir, y es ya tiempo que lo refiera.
Introducción
Descríbese
el soto donde se reanuda el sabroso platicar de los Nombres de Cristo
Porque fue así, que los tres, después de
haber comido, y habiendo tomado algún pequeño reposo, ya que la fuerza del
calor comenzaba a caer, saliendo de la granja, y llegados al río que cerca de
ella corría, en un barco, conformándose con el parecer de Sabino, se pasaron al
soto que se hacía en medio de él, en una como isleta pequeña que apegada a la
presa de unas aceñas se descubría.
Era el soto, aunque pequeño, espeso y muy
apacible, y en aquella sazón estaba muy lleno de hoja; y entre las ramas que la
tierra de suyo criaba, tenía también algunos árboles puestos por industria; y
dividíale como en dos partes un no pequeño arroyo que hacía el agua que por
entre las piedras de la presa se hurtaba del río, y corría casi toda junta.
Pues entrados en él Marcelo y sus compañeros,
y metidos en lo más espeso de él y más guardado de los rayos de sol, junto a un
álamo alto que estaba casi en el medio, teniéndole a las espaldas, y delante
los ojos la otra parte del soto, en la sombra y sobre la yerba verde, y casi
juntando al agua los pies, se sentaron. Adonde diciendo entre sí del sol de
aquel día, que aún se hacía sentir, y de la frescura de aquel lugar, que era
mucha, y alabando a Sabino su buen consejo, Sabino dijo así:
-Mucho me huelgo de haber acertado tan bien,
y principalmente por vuestra causa, Marcelo; que por satisfacer a mi deseo
tomáis hoy tan grande trabajo, que, según lo mucho que esta mañana dijisteis,
temiendo vuestra salud, no quisiera que ahora dijerais más, si no me asegurara,
en parte, la calidad y frescura de este lugar. Aunque quien suele leer en medio
de los caniculares tres lecciones en las escuelas muchos días arreo, bien podrá
platicar entre estas ramas la mañana y la tarde de un día, o, por mejor decir,
no habrá maldad que no haga.
-Razón tiene Sabino -respondió Marcelo,
mirando hacia Juliano- que es género de maldad ocuparse uno tanto y en tal
tiempo en la escuela; y de aquí veréis cuán malvada es la vida que así nos
obliga. Así que bien podéis proseguir, Sabino, sin miedo; que, además de que
este lugar es mejor que la cátedra, lo que aquí tratamos ahora es sin
comparación muy más dulce que lo que leemos allí; y así, con ello mismo se
alivia el trabajo.
Entonces Sabino, desplegando el papel y
prosiguiendo su lectura, dijo de esta manera:
Brazo de Dios
De
cómo se llama Cristo Brazo de
Dios, y a cuánto se extiende su fuerza
-Otro nombre de Cristo es Brazo de Dios. Isaías, en
el capítulo cincuenta y tres: «¿Quién dará crédito a lo que hemos oído? Y su brazo, Dios, ¿a quién
lo descubrirá?» Y en el capítulo cincuenta y dos: «Aparejó el Señor su brazo santo ante
los ojos de todas las gentes, y verán la salud de nuestro Dios todos los
términos de la tierra.» Y en el cántico de la Virgen: «Hizo poderío en su brazo, y derramó los
soberbios.» Y abiertamente en el Salmo setenta, adonde en persona de la
Iglesia, dice David: «En la vejez mía, ni menos en mi senectud, no me
desampares, Señor, hasta que publique tu
brazo a toda la generación que vendrá.» Y en otros muchos
lugares.
Cesó aquí Sabino, y disponíase ya Marcelo
para comenzar a decir; mas Juliano, tomando la mano, dijo:
-No sé yo, Marcelo, si los hebreos nos darán
que Isaías, en el lugar que el papel dice, hable de Cristo.
-No lo darán ellos -respondió Marcelo-,
porque están ciegos; pero dánoslo la misma verdad. Y como hacen los malos
enfermos, que huyen más de lo que les da más salud, así éstos, perdidos en este
lugar, el cual sólo bastaba para traerlos a luz, derraman con más estudio las
tinieblas de su error para oscurecerle. Pero primero perderá su claridad este
Sol; porque si no habla de Cristo Isaías allí, pregunto, ¿de quién habla?
-Ya sabéis lo que dicen -respondió Juliano.
-Ya sé -dijo Marcelo- que lo declaran de sí
mismos y de su pueblo en el estado de ahora; pero ¿paréceos a vos que hay
necesidad de razones para convencer un desatino tan claro?
-Sin duda clarísimo -respondió Juliano-, y,
cuando no hubiera otra cosa, hace evidencia de que no es así lo que dicen, ver
que la persona de quien Isaías habla allí, el mismo Isaías dice que es
inocentísima y ajena de todo pecado, y limpieza y satisfacción de los pecados
de todos; y el pueblo hebreo que ahora vive, por ciego y arrogante que sea, no
se osará atribuir a sí esta inocencia y limpieza. Y cuando osase él, la palabra
de Dios le condena en Oseas cuando dice que, en el fin y después de este largo
cautiverio, en que ahora están, los judíos se convertirán al Señor. Porque, si
se convertirán a Dios entonces, manifiesto es que ahora están apartados de Él,
y fuera de su servicio. Mas, aunque este pleito esté fuera de duda, todavía, si
no me engaño, os queda pleito con ellos en la declaración de este nombre, el
cual ellos también confiesan que es nombre de Cristo; y confiesan, como es
verdad, que ser brazo es
ser fortaleza de Dios y victoria de sus enemigos. Mas dicen que los enemigos
que por el Mesías (como por su brazo y fortaleza) vence y vencerá Dios, son los
enemigos de su pueblo; esto es, los enemigos visibles de los hebreos, y los que
los han destruido y puesto en cautividad, como fueron los caldeos y los griegos
y los romanos, y las demás gentes sus enemigas, de las cuales esperan verse vengados
por mano del Mesías, que, engañados, aguardan; y le llaman brazo de Dios por
razón de esta victoria y venganza.
-Así lo sueñan -respondió Marcelo- y, pues
habéis movido el pleito, comencemos por él. Y como en la cultura del campo,
primero arranca el labrador las yerbas dañosas y después planta las buenas, así
nosotros ahora desarraiguemos primero ese error, para dejar después su campo
libre y desembarazado a la verdad.
Mas decidme, Juliano: ¿prometió Dios alguna
vez a su pueblo que les enviaría su brazo y fortaleza para darles victoria de
algún enemigo suyo y para ponerlos, no sólo en libertad, sino también en mando
y señorío glorioso? Y ¿díjoles en alguna parte que había de ser su Mesías un
fortísimo y belicosísimo capitán, que vencería por fuerza de armas sus enemigos
y extendería por todas las tierras sus esclarecidas victorias, y sujetaría a su
imperio las gentes?
-Sin duda así se lo dijo y prometió
-respondió Juliano.
-Y ¿prometióselo por ventura -siguió luego
Marcelo- en un solo lugar o una vez sola, y esa acaso y hablando de otro
propósito?
-No, sino en muchos lugares -respondió
Juliano-, y de principal intento y con palabras muy encarecidas y hermosas.
-¿Qué palabras -añadió Marcelo- o qué lugares
son esos? Referid algunos, si los tenéis en la memoria.
-Largos son de contar -dijo Juliano- y,
aunque preguntáis lo que sabéis, y no sé para qué fin, diré los que se me
ofrecen:
David en el Salmo, hablando propiamente con
Cristo, le dice: «Ciñe tu espada sobre tu muslo, poderosísimo, tu hermosura y
tu gentileza. Sube en el caballo y reina prósperamente por tu verdad y
mansedumbre y por tu justicia. Tu derecha te mostrará maravillas. Tus saetas
agudas (los pueblos caerán a tus pies), en los corazones de los enemigos del
Rey.» Y en otro Salmo dice él mismo: «El Señor reina; haga fiesta la tierra;
alégrense las islas todas; nube y tiniebla en su derredor, justicia y juicio en
el trono de su asiento. Fuego va delante de Él, que abrasará a todos sus
enemigos.» E Isaías, en el capítulo once: «Y en aquel día extenderá el Señor
segunda vez su mano para poseer lo que de su pueblo ha escapado de los Asirios
y de los Egipcios y de las demás gentes; y levantará su bandera entre las
naciones, y allegará a los fugitivos de Israel y los esparcidos de Judá de las
cuatro partes del mundo; y los enemigos de Judá perecerán, y volará contra los
filisteos por la mar; cautivará a los hijos de Oriente; Edón le servirá y Moab
le será sujeto; y los hijos de Amón, sus obedientes.»
Y en el capítulo cuarenta y uno por otra
manera: «Pondrá ante sí en huida a las gentes, perseguirá los reyes; como polvo
los hará su cuchillo; como astilla arrojada su arco; perseguirlos ha y pasará
en paz; no entrará ni polvo en sus pies.» Y, poco después, Él mismo: «Yo, dice,
te pondré como carro, y como nueva trilladera con dentales de hierro, trillarás
los montes y desmenuzarlos has, y a los collados dejarás hechos polvo;
ablentaráslos y llevarlos ha el viento, y el torbellino los esparcerá.»
Y cuando el mismo profeta introduce al
Mesías, teñida la vestidura con sangre, y a ojos que se maravillan de ello y le
preguntan la causa, dice que Él les responde: «Yo sólo he pisado un lagar; en
mi ayuda no se halló gente; pisélos en mi ira y pateélos en mi indignación; y
su sangre salpicó mis vestidos, y he ensuciado mis vestiduras todas.» Y en el
capítulo cuarenta y dos: «El Señor, como valiente, saldrá, y, como hombre de
guerra, despertará su coraje; guerreará y levantará alarido; y esforzarse ha
sobre sus enemigos.» Mas es nunca acabar.
Lo mismo, aunque por diferentes maneras, dice
en el capítulo sesenta y tres y sesenta y seis; y Joel dice lo mismo en el
capítulo último; y Amós, profeta, también en el mismo capítulo; y en los
capítulos cuatro y cinco y último lo repite Miqueas. Y ¿qué profeta hay que no
celebre, cantando, en diversos lugares este capitán y victoria?
-Así es verdad -dijo Marcelo-, mas también me
decid: ¿los Asirios y los Babilonios fueron hombres señalados en armas, y hubo
reyes belicosos y victoriosos entre ellos, y sujetaron a su imperio a todo, o a
la mayor parte del mundo?
-Así fue -respondió Juliano.
-Y los Medos y Persas que vinieron después
-añadió luego Marcelo-, ¿no menearon también las armas asaz valerosamente y
enseñorearon la tierra, y floreció entre ellos el esclarecido Ciro y el poderosísimo
Jerjes?
Concedió Juliano que era verdad.
-Pues no menos verdad es -dijo, prosiguiendo,
Marcelo que las victorias de los griegos sobraron a éstos; y que el no vencido
Alejandro con la espada en la mano y como un rayo, en brevísimo espacio, corrió
todo el mundo, dejándole no menos espantado de sí que vencido; y, muerto él,
sabemos que el trono de sus sucesores tuvo el cetro por largos años de toda
Asia, y de mucha parte del África y de Europa. Y, por la misma manera, los
romanos, que le sucedieron en el imperio y en la gloria de las armas, también
vemos que, venciéndolo todo, crecieron hasta hacer que la tierra y su señorío
tuviesen un mismo término. El cual señorío, aunque disminuido, y compuesto de
partes (unas flacas y otras muy fuertes, como lo vio Daniel en los pies de la
estatua), hasta hoy día persevera por tantas vueltas de siglos. Y ya que
callemos los príncipes guerreadores y victoriosos que florecieron en él, en los
tiempos más vecinos al nuestro, notorios son los Scipiones, los Marcelos, los
Marios, los Pompeyos, los Césares de los siglos antepasados, a cuyo valor y
esfuerzo y felicidad fue muy pequeña la redondez de la tierra.
-Espero -dijo Juliano- dónde vais a parar.
-Presto lo veréis -dijo Marcelo-, pero
decidme: esta grandeza de victorias e imperio que he dicho, ¿diósela Dios a los
que he dicho, o ellos por sí y por sus fuerzas puras, sin orden ni ayuda de Él,
la alcanzaron?
-Fuera está eso de toda duda -respondió
Juliano- acerca de los que conocen y confiesan la Providencia de Dios. Y en la
Sabiduría dice Él mismo de sí mismo: «Por Mí reinan los príncipes.»
-Decís la verdad -dijo Marcelo-, mas todavía
os pregunto si conocían y adoraban a Dios aquellas gentes.
-No le conocían -dijo Juliano- ni le
adoraban.
-Decidme más -prosiguió diciendo Marcelo-:
antes que Dios les hiciese esta merced, ¿prometió de hacérsela, o vendióles
muchas palabras acerca de ello, o envióles muchos mensajeros, encareciéndoles
la promesa por largos días y por diversas maneras?
-Ninguna de esas cosas hizo Dios con ellos
-respondió Juliano-, y si de alguna de estas cosas, antes que fuesen, se hace
mención en las Letras sagradas, como a la verdad se hace de algunas, hácese de
paso y como de camino, y a fin de otro propósito.
-Pues ¿en qué juicio de hombres cabe o pudo
caber -añadió Marcelo encontinente- pensar que lo que daba Dios y cada día lo
da a gentes ajenas de sí y que viven sin ley, bárbaras y fieras y llenas de
infidelidad y de vicios feísimos (digo el mando terreno y la victoria en la
guerra, y la gloria y la nobleza del triunfo sobre todos o casi todos los
hombres); pues quién pudo persuadirse que lo que da Dios a éstos, que son como
sus esclavos, y que se lo da sin prometérselo y sin vendérselo con
encarecimientos, y como si no les diese nada o les diese cosas de breve y de
poco momento (como a la verdad lo son todas ellas en sí), eso mismo o su
semejante a su pueblo escogido, y al que sólo (adorando ídolos todas las otras
gentes), le conocía y servía, para dárselo, si se lo quería dar como los ciegos
pensaron, se lo prometía tan encarecidamente y tan de atrás, enviándole casi
cada siglo nueva promesa de ello por sus profetas, y se lo vendía tan caro y
hacía tanto esperar, que el día de hoy, que es más de tres mil años después de
la primera promesa, aún no está cumplido, ni vendrá a cumplimiento jamás,
porque no es eso lo que Dios prometía?
Gran donaire, o por mejor decir, ceguera
lastimera es creer que los encarecimientos y amores de Dios habían de parar en
armas y en banderas y en el estruendo de los tambores, y en castillos cercados
y en muros batidos por tierra, y en el cuchillo, y en la sangre, y en el asalto
y cautiverio de mil inocentes. ¡Y creer que el brazo de Dios, extendido y
cercado de fortaleza invencible, que Dios promete en sus Letras, y de quien Él
tanto en ellas se precia, era un descendiente de David, capitán esforzado, que
rodeado de hierro y esgrimiendo la espada, y llevando consigo innumerables
soldados, había de meter a cuchillo las gentes, y desplegar por todas las
tierras sus victoriosas banderas!
Mesías fue de esa manera Ciro y Nabucodonosor
y Artajerjes; o ¿qué le faltó para serlo? Mesías fue, si ser Mesías es eso,
César el dictador y el grande Pompeyo; y Alejandro en esa manera fue, más que
todos, Mesías. ¿Tan grande valentía es dar muerte a los mortales y derrocar los
alcázares, que ellos de suyo se caen, que lo sea a Dios o conveniente o
glorioso hacer para ello brazo tan
fuerte, que por este hecho le llame su fortaleza? ¡Oh! Cómo es verdad aquello
que en persona de Dios les dijo Isaías: «Cuanto se encumbra el cielo sobre la
tierra, tanto mis pensamientos se diferencian y levantan sobre los vuestros.»
Que son palabras que se me vienen luego a los ojos todas las veces que en este
desatino pongo atención.
Otros vencimientos, gente ciega y miserable,
y otros triunfos y libertad, y otros señoríos mayores y mejores son los que
Dios os promete. Otro es su brazo y
otra su fortaleza, muy diferente y muy más aventajada de lo que pensáis.
Vosotros esperáis tierra que se consume y perece; y la escritura de Dios es
promesa del cielo. Vosotros amáis y pedís libertad del cuerpo, y en vida
abundante y pacífica, con la cual libertad se compadece servir el alma al
pecado y al vicio; y de estos males, que son mortales, os prometía Dios
libertad. Vosotros esperabais ser señores de otros; Dios no prometía sino
haceros señores de vosotros mismos. Vosotros os tenéis por satisfechos con un
sucesor de David, que os reduzca a vuestra primera tierra y os mantenga en
justicia, y defienda y ampare de vuestros contrarios; mas Dios, que es sin
comparación muy más liberal y más largo, os prometía, no hijo de David sólo,
sino Hijo suyo y de David Hijo también, que, enriquecido de todo el bien que
Dios tiene, os sacase el poder del demonio y de las manos de la muerte sin fin,
y que os sujetase debajo de vuestros pies todo lo que de veras os daña, y os
llevase santos, inmortales, gloriosos a la tierra de vida y de paz, que nunca
fallece. Estos son bienes dignos de Dios; y semejantes dádivas, y no otras,
hinchen el encarecimiento y muchedumbre de aquellas promesas.
Y a la verdad, Juliano, entre los demás
inconvenientes que tiene este error, es uno grandísimo que, los que se
persuaden de él, forzosamente juzgan de Dios muy baja y vilmente. No tiene Dios
tan angosto corazón como los hombres tenemos; y estos bienes y gloria terrena
que nosotros estimamos en tanto, aunque es Él sólo el que los distribuye y
reparte, pero conoce que son bienes caducos y que están fuera del hombre, y que
no solamente no le hacen bueno, mas muchas veces le empeoran y dañan. Y así, ni
hace alarde de estos bienes Dios, ni se precia del repartimiento de ellos, y
las más veces los envía a quien no los merece, por los fines que Él se sabe; y
a los que tiene por desechados de sí, y que son delante de sus ojos como viles
cautivos y esclavos, a ésos les da este breve consuelo; y al revés, con sus
escogidos y con los que como a hijos ama, en éstos comúnmente es escaso, porque
sabe nuestra flaqueza y la facilidad con que nuestro corazón se derrama en el
amor de estas prendas exteriores teniéndolas; y sabe que, casi siempre, o
cortan o enflaquecen los nervios de la virtud verdadera.
Mas dirán: Esperamos lo que las sagradas
Letras nos dicen, y con lo que Dios promete nos contentamos, y eso tenemos por
mucho. Leemos capitán,
oímos guerras y caballos y saetas y espadas, vemos victorias y triunfos,
prométennos libertad y venganza, dícennos que
nuestra ciudad y nuestro templo será
reparado, que las gentes nos
servirán y que seremos señores de
todos. Lo que oímos, eso esperamos; y con la esperanza de ello vivimos
contentos.
Siempre fue flaca defensa asirse a la letra,
cuando la razón evidente descubre el verdadero sentido; mas, aunque flaca,
tuviera aquí y en este propósito algún color, si las mismas divinas Letras no
descubrieran en otros lugares su verdadera intención. ¿Por qué, pues, Isaías,
cuando habla sin rodeos y sin figuras de Cristo, le pinta en persona de Dios de
esta manera: «Veis, dice, a mi siervo en quien descanso, aquel en quien se
contenta y satisface mi alma; puse sobre Él mi espíritu, Él hará justicia a las
gentes; no voceará ni será aceptador de personas, ni será oída en las plazas su
voz; la caña quebrantada no quebrará, y la estopa que humea no la apagará, no
será áspero ni bullicioso»? Manifiestamente se muestra que este brazo y fortaleza de
Dios, que es Jesucristo, no es fortaleza militar ni coraje de soldado; y que
los hechos hazañosos de un Cordero tan humilde y tan manso, como es el que en
este lugar Isaías pinta, no son hechos de esta guerra que vemos, adonde la
soberbia se enseñorea, y la crueldad se despierta, y el bullicio y la cólera y
la rabia y el furor menean las manos. No tendrá, dice, cólera para hacer mal ni
a una caña quebrada. ¡Y antójasele al error vano de estos mezquinos, que tiene
de trastornar el mundo con guerras!
Y no es menos claro lo que el mismo profeta
dice en otro capítulo: «Herirá la tierra con la vara de su boca, y con el
aliento de sus labios quitará la vida al malvado.» Porque, si las armas con que
hiere la tierra y con que quita la vida al malo son vivas y ardientes palabras,
claro es que su obra de este brazo no
es pelear con armas carnales contra los cuerpos, sino contra los vicios con
armas de espíritu.
Y así, conforme a esto, le arma de punta en
blanco con todas sus piezas en otro lugar, diciendo: «Vistióse por loriga
justicia, y salud por yelmo de su cabeza; vistióse por vestiduras venganza, y
el celo le cubijó como capa.» Por manera que las saetas que antes decía, que,
enviadas con el vigor del brazo traspasan los cuerpos, son palabras agudas y
enherboladas con gracia, que pasan el corazón de claro en claro. Y su espada
famosa no se templó con acero en las fraguas de Vulcano para derramar la sangre
cortando; ni es hierro visible, sino rayo de virtud invisible que pone a cuchillo
todo lo que en nuestras almas es enemigo de Dios. Y sus lorigas y sus petos y
sus arneses por el consiguiente, son virtudes heroicas del cielo, en quien
todos los golpes enemigos se embotan. Piden a Dios la palabra, y no despiertan
la vista para conocer la palabra que Dios les dio.
¿Cómo piden cosas de esta vida mortal, y que
cada día las vemos en otros, y que comprendemos lo que valen y son, pues dice
Dios por su profeta que el bien de su promesa y la calidad y grandeza de ella,
ni el ojo la vio ni llegó jamás a los oídos, ni cayó nunca en el pensamiento
del hombre? Vencer unas gentes a otras, bien sabemos qué es; el valor de las
armas cada día lo vemos; no hay cosa que más se entienda ni más desee la carne
que las riquezas y que el señorío. No promete Dios esto, pues lo que promete
excede a todo nuestro deseo y sentido. Hacerse Dios hombre, eso no lo alcanza
la carne; morir Dios en la humanidad que tomó, para dar vida a los suyos, eso
vence el sentido; muriendo un hombre, al demonio, que tiranizaba los hombres,
hacerlo sujeto y esclavo de ellos, ¿quién nunca lo oyó? Los que servían al
infierno, convertirlos en ciudadanos del cielo y en hijos de Dios; y
finalmente, hermosear con justicia las almas, desarraigando de ellas mil malos
siniestros, y, hechas todas luz y justicia, a ellas y a los cuerpos vestirlos
de gloria y de inmortalidad, ¿en qué deseo cupo jamás, por más que alargase la
rienda al deseo?
Mas ¿en qué me detengo? El mismo profeta, ¿no
pone abiertamente, y sin ningún rodeo ni velo, el oficio de Cristo, y su
valentía y la calidad de sus guerras, en el capítulo sesenta y uno del profeta
Isaías, adonde introduce a Cristo, que dice: «El espíritu del Señor está sobre
Mí, a dar buena nueva a los mansos me envió?.» ¿No veis lo que dice? ¿Qué?
Buena nueva a los mansos, no asalto a los muros. Más: «A curar los de corazón
quebrantado.» ¡Y dice el error que a pasar por los filos de su espada a las
gentes! «A predicar a los cautivos perdón.» A predicar; que no a guerrear. No a
dar rienda a la saña, sino a publicar su indulgencia, y predicar el año en que
se aplaca el Señor, y el día en que, como si se viese vengado, queda mansa su
ira. A consolar a los que lloran, y a dar fortaleza a los que se lamentan. A
darles guirnalda en lugar de la ceniza, y unción de gozo en lugar del duelo, y
manto de loor en vez de la tristeza de espíritu.
Y para que no quedase duda ninguna, concluye:
«Y serán llamados fuertes en justicia.» ¿Dónde están ahora los que, engañándose
a sí mismos, se prometen fortaleza de armas, prometiendo declaradamente Dios
fortaleza de virtud y de justicia?
Aquí Juliano, mirando alegremente a Marcelo:
-Paréceme -dijo-, Marcelo, que os he metido
en calor, y bastaba el del día. Mas no me pesa de la ocasión que os he dado,
porque me satisface mucho lo que habéis dicho; y porque no quede nada por
decir, quiéroos también preguntar: ¿qué es la causa por donde Dios, ya que
hacía promesa de este tan grande bien a su pueblo, se la encubrió debajo de
palabras y bienes carnales y visibles, sabiendo que para ojos tan flacos como
los de aquel pueblo era velo que los podía cegar; y sabiendo que para corazones
tan aficionados al bien de la carne, como son los de aquéllos, era cebo que los
había de engañar y enredar?
-No era cebo ni velo -respondió al punto
Marcelo, pues juntamente con ello estaba luego la voz y la mano de Dios, que
alzaba el velo y avisaba del cebo, descubriendo por mil maneras lo cierto de su
promesa. Ellos mismos se cegaron y se enredaron de su voluntad.
-Por ventura yo no me he declarado -dijo
entonces Juliano-, porque eso mismo es lo que pregunto. Que pues Dios sabía que
se habían de cegar tomando de aquel lenguaje ocasión, ¿por qué no cortó la
ocasión del todo? Y pues les descubría su voluntad y determinación, y se la
descubría para que la entendiesen, ¿por qué no se la descubrió sin dejar
escondrijo donde se pudiese encubrir el error? Porque no diréis que no quiso
ser entendido, porque, si eso quisiera, callara; ni menos que no pudo darse a
entender.
-Los secretos de Dios -respondió Marcelo
encogiéndose en sí- son abismos profundos; por donde en ellos es ligero el
dificultar, y el penetrar muy dificultoso. Y el ánimo fiel y cristiano más se
ha de mostrar sabio en conocer que sería poco el saber de Dios si lo
comprendiese nuestro saber, que ingenioso en remontar dificultades sobre lo que
Dios hace y ordena. Y como sea esto así en todos los hechos de Dios, en este
particular que toca a la ceguedad de aquel pueblo, el mismo San Pablo se encoge
y parece que se retira; y aunque caminaba con el soplo del Espíritu Santo, coge
las velas del entendimiento y las inclina diciendo: «¡Oh honduras de las
riquezas y sabiduría y conocimiento de Dios, cuán no penetrables son sus
juicios y cuán dificultosos de rastrear sus caminos!» Mas, por mucho que se
esconda la verdad, como es luz, siempre echa algunos rayos de sí que dan
bastante lumbre al alma humilde.
Y así digo ahora que, no porque algunos toman
ocasión de pecar, conviene a la sabiduría de Dios mudar (o en el lenguaje con
que nos habla, o en el orden con que nos gobierna, o en la disposición de las
cosas que cría), lo que es en sí conveniente y bueno para la naturaleza en
común. Bien sabéis que unos salen a hacer mal con la luz y que a otros la noche
con sus tinieblas los convida a pecar; porque, ni el corsario correría a la
presa si el sol no amaneciese, ni si no se pusiese, el adúltero macularía el
lecho de su vecino. El mismo entendimiento y agudeza de ingenio de que Dios nos
dotó, si atendemos a los muchos que usan mal de él, no nos lo diera, y dejara
al hombre no hombre.
¿No dice San Pablo de la doctrina del
Evangelio, que a unos es olor de vida para que vivan, y a otros de muerte para
que mueran? ¿Qué fuera el mundo si, porque no se acrescentara la culpa de
algunos, quedáramos todos en culpa? Esta manera de hablar, Juliano, adonde, con
semejanzas y figuras de cosas que conocemos y vemos y amamos, nos da Dios
noticia de sus bienes, y nos lo promete para la calidad y gusto de nuestro
ingenio y condición, es muy útil y muy conveniente. Lo uno, porque todo nuestro
conocimiento, así como comienza de los sentidos, así no conoce bien lo
espiritual, sino es por semejanza de lo sensible que conoce primero. Lo otro,
porque la semejanza que hay de lo uno a lo otro, advertida y conocida, aviva el
gusto de nuestro entendimiento naturalmente, que es inclinado a cotejar unas
cosas con otras, discurriendo por ellas; y así, cuando descubre alguna gran
consonancia de propiedades entre cosas que son en naturaleza diversas, alégrase
mucho y como saboréase en ello e imprímelo con más firmeza en las mentes. Y lo
tercero, porque, de las cosas que sentimos, sabemos por experiencia lo gustoso
y agradable que tienen; mas de las cosas del cielo no sabemos cuál sea ni
cuánto su sabor y dulzura.
Pues para que cobremos afición y concibamos
deseo de lo que nunca hemos gustado, preséntanoslo Dios debajo de lo que
gustamos y amamos, para que, entendiendo que es aquello más y mejor que lo
conocido, amemos en lo no conocido el deleite y contento que ya conocemos. Y
como Dios se hizo hombre dulcísimo y amorosísimo, para que lo que no
entendíamos de la dulzura y amor de su natural condición, que no veíamos, lo
experimentásemos en el hombre que vemos, y de quien se vistió para comenzar
allí a encender nuestra voluntad en su amor, así en el lenguaje de sus Escrituras
nos habla como hombre a otros hombres, y nos dice sus bienes espirituales y
altos, con palabras y figuras de cosas corporales que les son semejantes; y,
para que los amemos, los enmiela con esta miel nuestra, digo, con lo que Él
sabe que tenemos por miel.
Y si en todos es esto, en la gente de aquel
pueblo de quien hablamos tiene más fuerza y razón por su natural y no creíble
flaqueza, y, como divinamente dijo San Pablo por su infinita niñez. La cual
demandaba que, como el ayo al muchacho pequeño le induce con golosinas a que
aprenda el saber, así Dios a aquellos los levantase a la creencia y al deseo
del cielo, ofreciéndoles y prometiéndoles, al parecer, bienes de la tierra.
Porque si en acabando de ver el infinito
poder de Dios, y la grandeza de su amor para con ellos en las plagas de Egipto,
y en el mar Bermejo dividido por medio; y si teniendo casi presente en los ojos
el fuego y la nube del Siná, y el habla misma de Dios que les decía la ley
sonando en sus oídos entonces; y si teniendo en la boca el maná que Dios les
llovía; y si mirando ante sí la nube que los guiaba de día y les lucía de
noche, venidos a la entrada de la tierra de Canaán, adonde Dios los llevaba, en
oyendo que la moraban hombres valientes, temieron y desconfiaron, y volvieron atrás,
llorando fea y vilmente; y no creyeron que, quien pudo romper el mar en sus
ojos, podría derrocar unos muros de tierra; y ni la riqueza y abundancia de la
tierra que veían y amaban, ni la experiencia de la fortaleza de Dios los pudo
mover adelante; si luego y de primera instancia, y por sus palabras sencillas y
claras, les prometiera Dios la encarnación de su Hijo y lo espiritual de sus
bienes, y lo que ni sentían ni podían sentir, ni se les podía dar luego, sino
en otra vida y después de haber dado largas vueltas los siglos; ¿cuándo, me
decid, o cómo, o en qué manera, aquellos o lo creyeran o lo estimaran? Sin duda
fuera cosa sin fruto.
Y así, todo lo grande y apartado de nuestra
vida que Dios les promete, se lo pone tratable y deseable, saboreándoselo de
esta manera que he dicho. Y particularmente en este misterio y promesa de
Cristo, para asentársela en la memoria y en la afición, se la ofrece en los
Libros divinos casi siempre vestida con una de dos figuras. Porque lo que toca
a la gracia que desciende de Cristo en las almas, y a lo que en ella fructifica
esta gracia, díceselo debajo de semejanzas tomadas de la cultura del campo y de
la naturaleza de él. Y, como vimos esta mañana, para figurar este negocio hace
sus cielos y tierra, y sus nubes y lluvia, y sus montes y valles, y nombra
trigo, y vides, y olivas, con grande propiedad y hermosura. Mas lo que
pertenece a lo que antes de esto hizo Cristo, venciendo al demonio en la cruz,
y despojando el infierno y triunfando de él y de la muerte, y subiéndose al
cielo para juntar después a sí mismo todo su cuerpo, represéntaselo con nombres
de guerras y victorias visibles, y alza luego la bandera y suena la trompa y
relumbra la espada; y píntalo a las veces con tanta demostración, que casi se
oye el ruido de las armas y el alarido de los que huyen; y la victoria alegre
de los que vencen casi se ve.
Y demás de esto (si va a decir lo que
siento), la dureza, Juliano, de aquella gente, y la poca confianza que siempre
tuvieron en Dios, y los pecados grandes contra Él que de ella nacieron en aquel
pueblo luego en su primer principio, y se fueron después siempre con él
continuando y creciendo (feos, ingratos, enormes pecados), dieron a Dios causa
justísima para que tuviese por bueno el hablarles así figurada y revueltamente.
Porque de la manera que en la luz de la
profecía da Dios mayor o menor luz, según la disposición y capacidad y calidad
del profeta, y una misma verdad a unos se la descubre por sueños y a otros
despiertos, pero por imágenes corporales y oscuras que se le figuran en la
fantasía, y a otros por palabras puras y sencillas; y como un mismo rostro, en
muchos espejos más y menos claros y verdaderos, se muestra por diferente
manera; así Dios, esta verdad de su Hijo, y la historia y calidad de sus hechos,
conforme a los pecados y mala disposición de aquella gente, así se la dijo algo
encubierta y oscura. Y quiso hablarles así, porque entendió que, para los que
entre ellos eran y habían de ser buenos y fieles, aquello bastaba; y que a los
otros contumaces perdidos no se les debía más luz.
Por manera que vio que a los unos aquella
medianamente encubierta verdad les serviría de honesto ejercicio buscándola, y
de santo deleite hallándola, y que eso mismo sería tropiezo y lazo para los
otros, pero merecido tropiezo por sus muchos y graves pecados. Por los cuales,
caminando sin rienda y aventajándose siempre a sí mismo, como por grados que
ellos perdidamente se edificaron, llegaron a merecer este mal que fue el sumo
de todos: que teniendo delante de los ojos su vida, abrazasen la muerte; y que
aborreciesen a su único suspiro y deseo cuando le tuvieron presente; o, por
mejor decir, que viéndole no le viesen, ni le oyesen oyéndole, y que palpasen
en las tinieblas estando rodeados de luz; y merecieron, pecando, pecar más, y
llegar a cegarse hasta poner las manos en Cristo, y darle muerte, y negarle y
blasfemar de Él, que fue llegar al fin del pecado.
¿Levántoselo ahora yo, o no se lo dijo por
Isaías Dios mucho antes? «Cegaré el corazón de este pueblo y ensordecerles he los
oídos, para que viendo no vean, y oyendo no entiendan, y no se conviertan a Mí
ni los sane Yo.» Y que sirviese para esta ceguedad y sordez el hablarles Dios
en figuras y en parábolas, manifiéstalo Cristo, diciendo: «A vosotros es dado
conocer el misterio del reino; pero a los demás en parábolas, para que viéndolo
no lo vean, y oyéndolo no lo oigan.»
Mas pues éstos son ciegos y sordos, y porfían
en serlo, dejémoslos en su ceguedad y pasemos a declarar la fuerza de este
brazo invencible. Y diciendo esto Marcelo, y mirando hacia Sabino, añadió:
-Si a Sabino no le parece que queda alguna
otra cosa por declarar.
Y dijo esto Marcelo porque Sabino, en cuanto
él hablaba, ya por dos veces había hecho significación de quererle preguntar
algo, inclinándose a él con el cuerpo y enderezando el rostro y los ojos en él.
Mas Sabino le respondió:
-Cosa era lo que se me ofrecía de poca
importancia, y ya me parecía dejarla; mas, pues me convidáis a que la diga,
decidme, Marcelo: si fue pena de sus pecados en los judíos el hablarles Dios
por figuras, y se cegaron en el entendimiento de ellas por ser pecadores; y si,
por haberse cegado, desconocieron y trajeron a Jesucristo a la muerte,
¿podréisme por ventura mostrar en ellos algún pecado primero tan malo y tan
grande que mereciese ser causa de este último y gravísimo pecado que hicieron
después?
-Excusado es buscar uno -respondió Marcelo-
adonde hubo tan enormes pecados y tantos. Mas, aunque esto es así, no carece de
razón vuestra pregunta, Sabino; porque, si atendemos bien a lo que por Moisés
está escrito, podremos decir que en el pecado de la adoración del becerro
merecieron (como en culpa principal) que, permitiéndolo Dios, desconociesen y
negasen a Cristo después. Y podremos decir que de aquella fuente manó esta mala
corriente, que, creciendo con otras avenidas menores, vino a ser un abismo de
mal.
Porque si alguno quisiere pesar, con peso
justo y fiel, todas las cualidades de mal que en aquel pecado juntas concurren,
conocerá luego que fue justamente merecedor de un castigo tan señalado como es
la ceguedad en que están, no conociendo a Jesús por Mesías, y como son los
males y miserias en que han incurrido por causa de ella.
No quiero decir ahora que los había Dios
sacado de la servidumbre de Egipto, y que les había abierto con nueva maravilla
el mar, y que la memoria de estos beneficios la tenían reciente; lo que digo
para verdadero conocimiento de su grave maldad es esto: que en este tiempo y
punto volvieron las espaldas a Dios cuando le tenían delante de los ojos
presente encima de la cumbre del monte, cuando ellos estaban alojados a la
falda del Siná, cuando veían la nube y el fuego, testigos manifiestos de su
presencia; cuando sabían que Moisés estaba hablando con Él; cuando acababan de
recibir la ley, la cual ellos comenzaron a oír de su misma boca de Dios, y,
movidos de un temor religioso, no se tuvieron por dignos para oírla del todo, y
pidieron que Moisés por todos la oyese.
Así que, viendo a Dios, se olvidaron de Dios;
y mirándole, le negaron; y, teniéndole en los ojos, le borraron de la memoria.
Mas ¿por qué le borraron? No se puede decir
más breve ni más encarecidamente que la Escritura lo dice: ¡Por un becerro que
comía heno! Y aun no por becerro vivo que comía, sino por imagen de becerro que
parecía comer, hecha por sus mismas manos en aquel punto. A aquél los
desatinados dijeron: Éste,
éste es tu Dios, Israel, el que te sacó de la servidumbre de Egipto.
¿Qué flaqueza, pregunto, o qué desamor habían
hallado en Dios hasta entonces? O ¿qué mayor fortaleza esperaban de un poco de
oro mal figurado? O ¿qué palabras encarecen debidamente tan grande ceguedad y
maldad? Pues los que tan de balde y tan por su sola malicia y liviandad
increíble se cegaron allí, justísimo fue, y Dios derechamente lo permitió, que
se cegasen aquí en el conocimiento de su único bien.
Y porque no parezca que lo adivinamos ahora
nosotros, Moisés en su cántico y en persona de Dios, y hablando de este mismo
becerro de que hablamos, tan mal adorado, se lo profetiza y dice de esta
manera: «Estos me provocaron a Mí en lo que no era Dios; pues Yo los provocaré
a ellos, conviene a saber, a envidia y dolor, llamando a mi gracia y a la rica
posesión de mis bienes a una gente vil, y que en su estima de ellos no es
gente.» Como diciéndoles que, por cuanto ellos le habían dejado por adorar un
metal, Él los dejaría a ellos y abrazaría a la gentilidad, gente muy pecadora y
muy despreciada. Porque sabida cosa es, así como lo enseña San Pablo, que el
haber desconocido a Cristo aquel pueblo fue el medio por donde se hizo este
trueque y traspaso, en que él quedó desechado y despojado de la Religión
verdadera, y se pasó la posesión de ella a las gentes.
Mas traigamos a la memoria y pongamos delante
de ella lo que entonces pasó y lo que por orden de Dios hizo Moisés; que el
mismo hecho será pintura viva y testimonio expreso de esto que digo. ¿No dice
la Escritura en aquel lugar que, abajando Moisés del monte, habiendo visto y
conocido el mal recaudo del pueblo, quebró, dando en el suelo con ellas, las
tablas de la ley que traía en las manos y que el tabernáculo adonde descendía
Dios y hablaba con Moisés le sacó Moisés luego del real y de entre las tiendas
de los hebreos, y lo asentó en otro lugar muy apartado de aquél? Pues ¿qué fue
esto sino decir y profetizar figuradamente lo que, en castigo y pena de aquel
exceso, había de suceder a los judíos después? Que el tabernáculo donde mora
perpetuamente Dios, que es la naturaleza humana de Jesucristo, que había nacido
de ellos y estaba residiendo entre ellos, se había de alejar, por su
desconocimiento, de entre los mismos, y que la ley que les había dado, y que
ellos con tanto cuidado guardan ahora, les había de ser, como es, cosa perdida
y sin fruto, y que habían de mirar, como ven ahora, sin menearse de sus lugares
y errores, las espaldas de Moisés, esto es, la sombra y la corteza de su
Escritura. La cual, siendo de ellos, no vive con ellos, antes los deja y se
pasa a otra parte delante de sus ojos, y mirándolo con grave dolor. Así que por
sus pecados todos, y, entre todos, por este del becerro que digo, fueron
merecedores de que ni Dios les hablase a la clara, ni ellos tuviesen vista para
entender lo que se les hablaba.
Mas, pues hemos dicho acerca de esto todo lo
que convenía decir, digamos ya la calidad de este brazo, y aquello a que se
extiende su fuerza.
Y como se callase Marcelo aquí un poco, tornó
luego a decir:
-De Lactancio Firmiano se escribe, como
sabéis, que tuvo más vigor escribiendo contra los errores gentiles que eficacia
confirmando nuestras verdades, y que convenció mejor el error ajeno que probó
su propósito. Mas yo, aunque no le conviene a ninguno prometer nada de sí,
confiado de la naturaleza de las mismas cosas, oso esperar que si acertare a
decir con palabras sencillas las hazañas que hizo Dios por medio de Cristo, y
las obras de fortaleza; por cuya causa se llama su brazo, que por Él acabó,
ello mismo hará prueba de sí tan eficaz, que sin otro argumento se esforzará a
sí mismo y se demostrará que es verdadero, y convencerá de falso a lo
contrario. Y para que yo pueda ahora, refiriendo estas obras, mostrar la fuerza
de ellas mejor, antes que las refiera, me conviene presuponer que a Dios, que
es infinitamente fuerte y poderoso, y que para el hacer le basta sólo el
querer, ninguna cosa que hiciese le sería contada a gran valentía, si la
hiciese usando de su poder absoluto y de la ventaja que hace a todas las demás
cosas en fuerzas.
Por donde lo grande y lo que más espanto nos
pone, y lo que más nos demuestra lo inmenso de su no comprensible poder y
saber, es cuando hace sus cosas sin parecer que las hace, y cuando trae a
debido fin lo que ordena, sin romper alguna ley ordenada y sin hacer violencia;
y cuando sin poner Él en ello, a lo que parece, su particular cuidado o sus
manos, ello de sí mismo se hace; antes con las manos mismas y con los hechos de
los que lo desean impedir y se trabajan en impedirlo, no sabréis cómo ni de qué
manera viene ello casi de suyo a hacerse. Y es propia manera ésta de la
fortaleza a quien la prudencia acompaña. Y en la prudencia, lo más fino de ella
y en lo que más se señala, es el dar orden cómo se venga a fines extremados y
altos y dificultosos por medios comunes y llanos, sin que en ellos se turbe en
los demás el buen orden. Y Dios se precia de hacerlo así siempre, porque es en
lo que más se descubre y resplandece su mucho saber. Y entre los hombres, los
que gobernaron bien, siempre procuraron, cuanto pudieron, avecinar a esta
imagen de gobierno sus ordenanzas. La cual imagen apenas la imitan ni conocen
los que el día de hoy gobiernan. Y con otras muchas cosas divinas, de las
cuales ahora tenemos solamente la sombra, también se ha perdido la fineza de
esta virtud en los que nos rigen, que, atentos muchas veces a un fin particular
que pretenden, usan de medios y ponen leyes que estorban otros fines mayores, y
hacen violencia a la buena gobernación en cien cosas, por salir con una cosa
sola que les agrada.
Y aun están algunos tan ciegos en esto, que
entonces presumen de sí, cuando con leyes, que cada una de ellas quebranta
otras leyes mejores, estrechan el negocio de tal manera, que reducen a lance
forzoso lo que pretenden. Y cuando suben, como dicen, el agua por una torre,
entonces se tienen por la misma prudencia y por el dechado de toda la buena
gobernación, como, si sirviera para nuestro propósito, lo pudiera yo ahora
mostrar por muchos ejemplos.
Pues quedando esto así, para conocer
claramente las grandezas que hizo Dios por este brazo suyo, convendrá poner
delante los ojos la dificultad y la muchedumbre de las cosas que convenía y era
necesario que fuesen hechas por Dios para la salud de los hombres. Porque,
conocido lo mucho y lo dificultoso que se había de hacer, y la contrariedad que
ello entre sí mismo tenía, y conocido cómo las unas partes de ello impedían la
ejecución de las otras, y vista la forma y facilidad, y, si conviene decirlo
así, la destreza con que Dios por Cristo proveyó a todo y lo hizo como de un
golpe, quedará manifiesta la grandeza del poder de Dios y la razón justísima
que tiene para llamar a Cristo brazo suyo y valentía suya.
Decíamos, pues, hoy, que Lucifer, enamorado
vanamente de sí, apeteció para sí lo que Dios ordenaba para honra del hombre en
Jesucristo. Y decíamos que saliendo de la obediencia y de la gracia de Dios por
esta soberbia, y cayendo de felicidad en miseria, concibió enojo contra Dios y
mortal envidia contra los hombres. Y decíamos que, movido y aguzado de estas
pasiones, procuró poner todas sus mañas e ingenio en que el hombre,
quebrantando la ley de Dios, se apartase de Dios; para que, apartado de Él, ni
el hombre viniese a la felicidad que se le aparejaba, ni Dios trajese a fin
próspero su determinación y consejo. Y que así persuadió al hombre que
traspasase el mandamiento de Dios, y que el hombre lo traspasó; y que, hecho
esto, el demonio se tuvo por vencedor, porque sabía que Dios no podía no
cumplir su palabra, y que su palabra era que muriese el hombre el día que
traspasase su ley.
Pues digo ahora (añadiendo sobre esto lo que
para esto de que vamos hablando conviene) que, destruido el hombre, y puesto
por esta manera en desorden y en confusión el consejo de Dios, y quedando
contento de sí y de su buen suceso el demonio, pertenecía al honor y a la
grandeza de Dios que volviese por sí y que pusiese en todo conveniente remedio;
y ofrecíase juntamente grande muchedumbre de cosas diferentes y casi contrarias
entre sí, que pedían remedio.
Porque, lo primero, el hombre había de ser
castigado y había de morir, porque de otra manera no cumplía Dios ni con su
palabra ni con su justicia. Lo segundo, para que no careciese de efecto el
consejo primero, había de vivir el hombre y había de ser remediado. Lo tercero,
convenía también que Lucifer fuese tratado conforme a lo que merecía su hecho y
osadía, en la cual había mucho que considerar: porque, lo uno, fue soberbio
contra Dios; lo otro, fue envidioso del hombre. Y en lo que con el hombre hizo,
no sólo pretendió apartarle de Dios, sino sujetarle a su tiranía, haciéndose él
señor y cabeza por razón del pecado. Y demás de esto, procedió en ello con maña
y engaño, y quiso, como en cierta manera, competir con Dios en sabiduría y
consejo, y procuró como atarle con sus mismas palabras y con sus mismas armas
vencerle.
Por lo cual, para que fuese conveniente el
castigo de estos excesos, y para que fuesen respondiendo bien la pena y la
culpa, la pena justa de la soberbia que Lucifer tuvo era que, al que quiso ser
uno con Dios, le hiciese Dios siervo y esclavo del hombre. Y, asimismo, porque
el dolor de la envidia es la felicidad de aquello que envidia, la pena propia
del demonio, envidioso del hombre, era hacer al hombre bienaventurado y
glorioso. Y la osadía de haber cutido con Dios en el saber y en el aviso no
recibía su debido castigo sino haciendo Dios que su aviso y su astucia del
demonio fuese su mismo lazo, y que perdiese a sí y a su hecho por aquello mismo
por donde lo pensaba alcanzar, y que se destruyese pensando valerse.
Y en consecuencia de esto, si se podía hacer,
convenía mucho a Dios hacerlo: que el pecado y la muerte que puso el demonio en
el hombre para quitarle su bien, fuesen, lo uno, ocasión y, lo otro, causa de
su mayor bienandanza; y que viviese verdaderamente el hombre por haber habido
muerte, y por haber habido miseria y pena y dolor, viniese a ser verdaderamente
dichoso; y que la muerte y la pena, por donde a los hombres les viniese este
bien, la ordenase y la trajese a debida ejecución el demonio, poniendo en ella
todas sus fuerzas, como en cosa que, según su imaginación, le importaba. Y,
sobre todo, cumplía que, en la ejecución y obra de todo esto que he dicho, no
usase Dios de su absoluto poder ni quebrantase el suave orden y trabazón de sus
leyes; sino que, yéndose el mundo como se va y sin sacarle de madre, se viniese
haciendo ello mismo. Esto, pues, había en la maldad del demonio y en la miseria
y caída del hombre, y en el respeto de la honra de Dios; y cada una de estas
cosas, para ser debidamente o castigada o remediada, pedía el orden que he
dicho, y no cumplía consigo misma y con su reputación y honor la potencia
divina si en algo de eso faltaba, o si usaba en la ejecución de ello de su
poder absoluto.
Mas, pregunto: ¿qué hizo? ¿Enfadóse, por
ventura, de un negocio tan enredado, y apartó su cuidado de él enfadándose? De
ninguna manera. ¿Dio, por caso, salida y remedio a lo uno, y dejó sin medicina
a lo otro, impedido de la dificultad de las cosas? Antes puso recaudo en todas.
¿Usó de su absoluto poder? No, sino de suma igualdad y justicia. ¿Fueron, por
dicha, grandes ejércitos de ángeles los que juntó para ello? ¿Movió guerra al
demonio a la descubierta, y, en batalla campal y partida, le venció y le quitó
la presa? Con sólo un hombre venció. ¿Qué digo un hombre? Con sólo permitir que
el demonio pusiese a un hombre en la cruz, y le diese allí muerte trujo a
felicísimo efecto todas las cosas que arriba dije juntas y enteras.
Porque verdaderamente fue así: que sólo el
morir Cristo en la cruz, adonde subió por su permisión, y por las manos del
demonio y de sus ministros, por ser persona divina la que murió, y por ser la
naturaleza humana en que murió inocente y de todo pecado libre, y santísima y
perfectísima naturaleza, y por ser naturaleza de nuestro metal y linaje, y
naturaleza dotada de virtud general y de fecundidad para engendrar nuevo ser y
nacimiento en nosotros, y por estar nosotros en ella por esta causa como
encerrados; así que aquella muerte, por todas estas razones y títulos, conforme
a todo rigor de justicia, bastó por toda la muerte a que estaba el linaje
humano obligado por justa sentencia de Dios, y satisfizo, cuanto es de su
parte, por todo el pecado; y puso al hombre, no sólo en libertad del demonio,
sino también en la inmortalidad y gloria y posesión de los bienes de Dios.
Y porque puso el demonio las manos en el
inocente y en aquel que por ninguna razón de pecado le estaba sujeto, y pasó
ciego la ley de su orden, perdió justísimamente el vasallaje que sobre los
hombres por su culpa de ellos tenía; y le fueron quitados, como de entre las
uñas, mil queridos despojos; y él mereció quedar por esclavo sujeto de aquel
que mató; y el que murió, por haber nacido sin deber nada a la muerte, no sólo
en su persona, sino también en las de sus miembros, acocea, como a siervo
rebelde y fugitivo, al demonio.
Y quedó de esta manera, por pura ley, aquel
soberbio, y aquel orgulloso, y aquel enemigo y sangriento tirano, abatido y
vencido. Y el que mala y engañosamente al sencillo y flaco hombre,
prometiéndole bien, había hecho su esclavo, es ahora pisado y hollado del
hombre, que es ya su señor por el merecimiento de la muerte de Cristo. Y para
que el malo reviente de envidia, aquellos mismos a quienes envidió y quitó el
paraíso en la tierra, en Cristo lo ve hechos una misma cosa con Dios en el
cielo. Y porque presumía mucho de su saber, ordenó Dios que él por sus mismas
manos se hiciese a sí mismo este gran mal, y con la muerte que él había
introducido en el mundo, dándola a Cristo, dio muerte a sí y dio vida al mundo.
Y cuando más el desventurado rabiare y despechare, y, ansioso, se volviere a
mil partes, no podrá formar queja si no es de sí sólo que, buscando la muerte a
Cristo, a sí se derrocó a la miseria extrema; y al hombre, que aborrecía,
sacándole de esta miseria, le levantó a gloria soberana, y esclareció y
engrandeció por extremo el poder y saber de Dios, que es lo que más al enemigo
le duele.
¡Oh grandeza de Dios nunca oída! ¡Oh sola
verdadera muestra de su fuerza infinita y de su no medido saber! ¿Qué puede
calumniar aquí ahora el judío, o qué armas le quedan con que pueda defender más
su error? ¿Puede negar que pecó el primer hombre? ¿No estaban todos los hombres
sujetos a muerte y a miseria, y como cautivos de sus pecados? ¿Negará que los
demonios tiranizaban al mundo? O ¿dirá, por ventura, que no le tocaba al honor
y bondad de Dios poner remedio en este mal, y volver por su causa, y derrocar
al demonio, y redimir al hombre, y sacarle de una cárcel tan fiera? O ¿será
menor hazaña y grandeza vencer este león, o menos digna de Dios, que poner en
huida los escuadrones humanos, y vencer los ejércitos de los hombres mortales?
O ¿hallará, aunque más se desvele, manera más eficaz, más cabal, más breve, más
sabia, más honrosa, o en quien más resplandezca toda la sabiduría de Dios, que
ésta de que, como decimos, usó, y de que usó en realidad de verdad, por medio
del esfuerzo y de la sangre y de la obediencia de Cristo? O, si son famosos
entre los hombres, y de claro nombre, los capitanes que vencen a otros, ¿podrán
negar a Cristo infinito y esclarecidísimo nombre de virtud y valor, que
acometió por sí solo una tan alta empresa, y al fin le dio cima?
Pues todo esto que hemos dicho obró y mereció
Cristo muriendo. Y después de muerto, poniéndolo en ejecución, despojó luego el
infierno, bajando a él, y pisó la soberbia de Lucifer y encadenóle; y,
volviendo el tercer día a la vida para no morir más, rodeado de sus despojos
subió triunfando al cielo, de donde el soberbio cayera; y colocó nuestra sangre
y nuestra carne en el lugar que el malvado apeteció, a la diestra de Dios. Y
hecho señor, en cuanto hombre, de todas las criaturas, y juez y salud de ellas,
para poner en efecto en ellas y en nosotros mismos la eficacia de su remedio, y
para llevar a sí y subir a su mismo asiento a sus miembros y para, al fuerte
tirano (que encadenó y despojó en el infierno), quitarle de la posesión malvada
y de la adoración injusta que se usurpaba en la tierra, envió desde el cielo al
suelo su Espíritu sobre sus humildes y pequeños discípulos; y, armándolos con
él, les mandó mover guerra contra los tiranos y adoradores de ídolos, y contra
los sabios vanos y presuntuosos que tenía por ministros suyos el demonio en el
mundo.
Y como hacen los grandes maestros, que lo más
dificultoso y más principal de las obras lo hacen ellos por sí, y dejan a sus
obreros lo de menos trabajo, así Cristo, vencido que hubo por sí y por su
persona al espíritu de la maldad, dio a los suyos que moviesen guerra a sus
miembros. Los cuales discípulos la movieron osadamente, y la vencieron más
esforzadamente; y quitaron la posesión de la tierra al príncipe de las
tinieblas, derrocando por el suelo su adoración y su silla.
Mas ¡cuántas proezas comprende en sí esta
proeza! Y esta nueva maravilla, ¡cuántas maravillas encierra! Pongamos delante
de los ojos del entendimiento lo que ya vieron los ojos del cuerpo; y lo que
pasó en hecho de verdad en el tiempo pasado, figurémoslo ahora.
Pongamos de una parte doce hombres desnudos
de todo lo que el mundo llama valor, bajos de suelo, humildes de condición,
simples en las palabras, sin letras, sin amigos y sin valedores; y, luego, de
la otra parte, pongamos toda la monarquía del mundo, y las religiones o
persuasiones de religión que en él estaban fundadas por mil siglos pasados, y
los sacerdotes de ellas, y los templos, y los demonios que en ellos eran
servidos, y las leyes de los príncipes, y las ordenanzas de las repúblicas y comunidades,
y los mismos príncipes y repúblicas: que es poner aquí doce hombres humildes y
allí todo el mundo y todos los hombres y todos los demonios con todo su saber y
poder.
Pues una maravilla es, y maravilla que, si no
se viera por vista de ojos, jamás se creyera, que tan pocos osasen mover contra
tantos. Y ya que movieron, otra maravilla es que, en viendo el fuego que contra
ellos el enemigo encendía en los corazones contrarios, y en viendo el coraje y
fiereza y amenaza de ellos, no desistiesen de su pretensión. Y maravilla es que
tuviese ánimo un hombre pobrecillo y extraño de entrar en Roma (digamos ahora
que entonces tenía el cetro del mundo, y era la casa y morada donde se asentaba
el imperio), así que osase entrar en la majestad de Roma un pobre hombre, y
decir a voces en sus plazas de ella que eran demonios sus ídolos, y que la
religión y manera de vida que recibieron de sus antepasados era vanidad y
maldad. Y maravilla es que una tal osadía tuviese suceso; y que el suceso fuese
tan feliz como fue, es maravilla que vence el sentido.
Y si estuvieran las gentes obligadas por sus
religiones a algunas leyes dificultosas y ásperas, y si los Apóstoles los
convidaran con deleite y soltura, aunque era dificultoso mudarse todos los
hombres de aquello en que habían nacido, y aunque el respeto de los antepasados
de quien lo heredaron, y la autoridad y dichos de muchos excelentes en
elocuencia y en letras que lo aprobaron, y toda la costumbre antigua e
inmemorial, y, sobre todo, el común consentimiento de las naciones todas, que
convenían en ello, les hacía tenerlo por firme y verdadero; pero, aunque romper
con tantos respetos y obligaciones era extrañamente difícil, todavía se pudiera
creer que el amor demasiado con que la naturaleza lleva a cada uno a su propia
libertad y contento, había sido causa de una semejante mudanza.
Mas fue todo al revés: que ellos vivían en
vida y religión libre, y que alargaba la rienda a todo lo que pide el deseo; y
los Apóstoles, en lo que toca a la vida, los llamaban a una suma aspereza, a la
continencia, al ayuno, a la pobreza, al desprecio de todo cuanto se ve. Y en lo
que toca a las creencias, les anunciaban lo que a la razón humana parece
increíble, y decíanles que no tuviesen por dioses a los que les dieron por
dioses sus padres, y que tuviesen por Dios y por Hijo de Dios a un hombre a
quien los judíos dieron muerte de cruz. Y el muerto en la cruz dio vigor no
creíble a esta palabra.
Por manera que este hecho, por dondequiera
que le miremos, es hecho maravilloso. Maravilloso en el poco aparato con que se
principió, maravilloso en la presteza con que vino a crecimiento, y más
maravilloso en el grandísimo crecimiento a que vino; y, sobre todo, maravilloso
en la forma y manera como vino. Porque si sucediera así, que algunos persuadidos
al principio por los Apóstoles, y por aquellos persuadiéndose otros, y todos
juntos y hechos un cuerpo y con las armas en la mano se hicieran señores de una
ciudad, y de allí, peleando, sujetaran sí la comarca, y, poco a poco, cobrando
más fuerzas, ocuparan un reino, y como a Roma le aconteció, que, hecha señora
de Italia, movió guerra a toda la tierra, así ellos, hechos poderosos y
guerreando vencieran el mundo y le mudaran sus leyes; si así fuera, menos fuera
de maravillar. Así subió Roma a su imperio: así también la ciudad de Cartago
vino a alcanzar grande poder muchos poderosos reinos crecieron de semejantes
principios: la secta de Mahoma, falsísima, por este camino ha cundido; y la
potencia del Turco, de quien ahora tiembla la tierra, principio tuvo de
ocasiones más flacas; y, finalmente, de esta manera se esfuerzan y crecen y
sobrepujan los hombres unos a otros.
Mas nuestro hecho, porque era hecho
verdaderamente de Dios, fue por muy diferente camino. Nunca se juntaron los
Apóstoles y los que creyeron a los Apóstoles para acometer, sino para padecer y
sufrir; sus armas no fueron hierro, sino paciencia jamás oída. Morían, y
muriendo vencían. Cuando caían en el suelo degollados nuestros maestros, se
levantaban nuevos discípulos; y la tierra, cobrando virtud de su sangre,
producía nuevos frutos de fe; y el temor y la muerte, que espanta naturalmente
y aparta, atraía y acodiciaba a las gentes a la fe de la Iglesia. Y, como
Cristo muriendo venció, así, para mostrarse brazo y valentía verdadera de Dios,
ordenó que hiciese alarde el demonio de todos sus miembros, y que los
encendiese en crueldad cuanto quisiese, armándolos con hierro y con fuego. Y no
les embotó las espadas, como pudiera, ni se las quitó de las manos, ni hizo a
los suyos con cuerpos no penetrables al hierro, como dicen de Aquiles, sino
antes se los puso, como suelen decir, en las uñas, y les permitió que
ejecutasen en ellos toda su crueza y fiereza; y, lo que vence a toda razón,
muriendo los fieles, y los infieles dándoles muerte, diciendo los infieles
«matemos», y los fieles diciendo «muramos», pereció totalmente la infidelidad y
creció la fe y se extendió cuanto es grande la tierra.
Y venciendo siempre, a lo que parecía,
nuestros enemigos, quedaron, no sólo vencidos, sino consumidos del todo y deshechos,
como lo dice por hermosa manera Zacarías, profeta: «Y será éste el azote con
que herirá el Señor a todas las gentes que tomaren armas contra Jerusalén; la
carne de cada uno, estando él levantado y sobre sus pies, deshecha se
consumirá; y también sus ojos, dentro de sus cuencas sumidos, serán hechos
marchitos, y secaráseles la lengua dentro de la boca.»
Adonde, como veis, no se dice que había de
poner otro alguno las manos en ellos para darles la muerte, sino que ellos de
suyo se habían de consumir y secar y venir a menos, como acontece a los éticos;
y que habían de venir a caerse de suyo, y esto, al parecer, no derrocados por
otros, sino estando levantados y sobre sus pies. Porque siempre los enemigos de
la Iglesia ejecutaron su crueldad contra ella, y quitaron a los fieles, cuantas
veces quisieron, las vidas, y pisaron victoriosos sobre la sangre cristiana;
mas también aconteció siempre que, cayendo los mártires, venían al suelo los
ídolos y se consumían los martirizadores gentiles; y, multiplicándose con la
muerte de los unos la fe de los otros, se levantaban y acrecentaban los fieles,
hasta que vino a reinar en todos la fe.
Vengan ahora, pues, los que se ceban de sólo
aquello que el sentido aprende, y los que, esclavos de la letra muerta, esperan
batallas y triunfos y señoríos de la tierra, porque algunas palabras lo suenan
así. Y si no quieren creer la victoria secreta y espiritual y la redención de
las almas (que servían a la maldad y al demonio), que obró Cristo en la cruz,
porque no se ve con los ojos y porque ni ellos para verlo tienen los ojos de fe
que son menester; esto, a lo menos, que pasó y pasa públicamente y que lo vio
todo el mundo: la caída de los ídolos y la sujeción de todas las gentes a
Cristo, y la manera como las sujetó y las venció.
Pues vengan, y dígannos si les parece este
hecho pequeño o usado o visto otra vez, o siquiera imaginado como posible el
poder de este hecho antes que por el hecho se viese. Dígannos si responde mejor
con las promesas divinas, y si las hinche más este vencimiento, y si es más
digno de Dios que las armas que fantasea su desatino. ¿Qué victoria, aunque
junten en uno todo lo próspero en armas y lo victorioso y valeroso que ha
habido, traída con esta victoria a comparación, tiene ser? ¿Qué triunfo o qué carro
vio el sol que iguale con éste? ¿Qué color les queda ya a los miserables, o qué
apariencia para perseverar en su error?
Yo persuadido estoy para mí (y téngolo por
cosa evidente), que sola esta conversión del mundo, considerada como se debe,
pone la verdad de nuestra Religión fuera de toda duda y cuestión, y hace
argumento por ella tan necesario, que no deja respuesta a ninguna infidelidad,
por aguda y maliciosa que sea, sino que, por más que se aguce y esfuerce, la
doma y la ata y la convence, y es argumento breve y clarísimo, y que se compone
todo él de lo que toca al sentido.
Porque ruégoos, Juliano y Sabino, que me
digáis (y si mi ingenio por su flaqueza no pasa adelante, tended vosotros la
vista aguda de los vuestros, quizá veréis más); así que decidme: hablando ahora
de Cristo y de las cosas y obras suyas que a todas las gentes, así fieles como
infieles, fueron notorias, así las que hizo Él por sí en su vida, como las que
hicieron sus discípulos de Él después de su muerte, decidme: ¿No es evidente a todo
entendimiento, por más ciego que sea, que aquello se hizo por virtud de Dios, o
por virtud del demonio, y que ninguna fuerza de hombre, no siendo favorecido de
alguna otra mayor, no era poderosa para hacer lo que, viéndolo todos, hicieron
Cristo y los suyos? Evidente es esto, sin duda; porque aquellas obras
maravillosas que las historias de los mismos infieles publican, y la conversión
de toda la gentilidad, que es notoria a todos ellos y fue la más milagrosa obra
de todas, así que, estas maravillas y milagros tan grandes necesaria cosa es
decir que fueron, o falsos, o verdaderos milagros; y, si falsos, que los hizo
el demonio, y, si verdaderos, que los obró Dios.
Pues siendo esto así, como es, si fuere
evidente que no los hizo el poder del demonio, quedará convencido que Dios los
obró. Y es evidente que no los hizo el demonio; porque por ellos, como todas
las gentes lo vieron, fue destruido el demonio, y su poder, y el señorío que
tenía en el mundo, derrocándole los hombres sus templos y negándole el culto y
servicio que le daban antes, y blasfemando de él.
Y lo que pasó entonces en toda la redondez
del orbe romano pasó en la edad de nuestros padres y pasa ahora en la nuestra,
y por vista de ojos lo vemos en el mundo nuevamente hallado; en el cual, desplegando
por él su victoriosa bandera, la palabra del Evangelio destierra por doquiera
que pasa la adoración de los ídolos.
Por manera que Cristo, o es brazo de Dios, o es
poder del demonio; y no es poder del demonio, como es evidente, porque deshace
y arruina el poder del demonio; luego, evidentemente, es brazo de Dios.
¡Oh, cómo es la luz de la verdad, y cómo ella
misma se dice y defiende, y sube en alto y resplandece, y se pone en lugar
seguro y libre de contradicción! ¿No veis con cuán simples y breves palabras la
pura verdad se concluye? Que torno a decirlo otra y tercera vez. Si Cristo no
fue error del demonio, de necesidad se concluye que fue luz y verdad de Dios,
porque entre ello no hay medio. Y si Cristo destruyó el ser y saber y poder del
demonio, como de hecho le destruyó, evidente es que no fue ministro ni fautor
del demonio.
Humíllese, pues, a la verdad la infidelidad;
y, convencida, confiese que Cristo, nuestro bien, no es invención del demonio,
sino verdad de Dios y fuerza suya, y su justicia, y su valentía, y su nombrado
y poderoso brazo.
El cual, si tan valeroso nos parece en esto que ha hecho, en lo que le resta
por hacer y nos tiene prometido de hacerlo, ¿que nos parecerá cuando lo
hiciere, y cuando, como escribe San Pablo, dejare vacías, esto es, depusiere de
su ser y valor a todas las potestades y principados, sujetando a sí y a su
poder enteramente todas las cosas para que reine Dios en todas ellas cuando
diere fin al pecado, y acabare la muerte, y sepultare en el infierno para nunca
salir de allí la cabeza y el cuerpo del mal?
Mucho más es lo que se pudiera decir acerca
de este propósito; mas, para dar lugar a lo que nos resta, basta lo dicho y aun
sobra, a lo que parece, según es grande la prisa que se da el sol en llevarnos
el día.
Aquí Juliano, levantando los ojos, miró hacia
el sol que ya se iba a poner, y dijo:
-Huyen las horas, y casi no las hemos sentido
pasar, detenidos, Marcelo, con vuestras razones; mas para decir lo demás que os
placiere, no será menos conveniente la noche templada que ha sido el día
caluroso.
-Y más -dijo encontinente Sabino- que como el
sol se fuere a su oficio, vendrá luego en su lugar la luna, y el coro
resplandeciente de las estrellas con ella, que, Marcelo, os harán mayor
auditorio; y, callando con la noche todo, y hablando solo vos, os escucharán
atentísimas. Vos mirad no os halle desapercibido un auditorio tan grande.
Y diciendo esto y desplegando el papel, sin
atender más respuesta, leyó:
Rey de Dios
Es
Cristo llamado Rey,
y de las cualidades que Dios puso en Él para este oficio
-Nómbrase, Cristo también Rey de Dios. En el Salmo segundo dice Él, de sí, según
nuestra letra: «Yo soy Rey constituido por Él, esto es, por Dios, sobre Sión,
su monte santo.» Y, según la letra original, dice Dios de Él: «Yo constituí a
mi Rey sobre el monte Sión, monte santo mío.» Y según la misma letra, en el
capítulo catorce de Zacarías: «Y vendrán todas las gentes, y adorarán al Rey
del Señor Dios.»
Y leído esto, añadió el mismo Sabino,
diciendo:
-Mas, es poco todo lo demás que en este papel
se contiene; y así, por no desplegarse más veces, quiérolo leer de una vez.
Y dijo:
-Nómbrase también Príncipe de paz, y nómbrase Esposo. Lo primero, se ve en el capítulo nueve de
Isaías, donde, hablando de Él, el profeta dice: «Y será llamado Príncipe de
paz.» De lo segundo, Él mismo, en el Evangelio de San Juan, en el capítulo
tercero, dice: «Él que tiene esposa, esposo es; y su amigo oye la voz del
esposo y gózase.» Y en otra parte: «Vendrán días cuando les será quitado el
Esposo, y entonces ayunarán.»
Y con esto calló. Y Marcelo comenzó por esta
manera:
-En confusión me pusiera, Sabino, lo que
habéis dicho, si ya no estuviera usado a hablar en los oídos de las estrellas,
con las cuales comunico mis cuidados y mis ansias las más de las noches; y
tengo para mí que son sordas. Y si no lo son y me oyen, estas razones de que
ahora tratamos no me pesará que las oigan pues son suyas, y de ellas las
aprendimos nosotros, según lo que en el salmo se dice: «Que el cielo pregona la
gloria de Dios, y sus obras las anuncia el cielo estrellado.» Y la gloria de
Dios y las obras de que Él señaladamente se precia son los hechos de Cristo, de
que platicamos ahora. Así que, oiga en buena hora el cielo lo que nos vino del
cielo, y lo que el mismo cielo nos enseñó.
Mas sospecho, Sabino, que, según es baja mi
voz, el ruido que en esta presa hace el agua cayendo, que crecerá con la noche,
les hurtará de mis palabras las más. Y comoquiera que sea, viniendo a nuestro
propósito, pues Dios en lo que habéis ahora leído llama a Cristo rey suyo, siendo así que todos los que reinan son
reyes por mano de Dios, claramente nos da a entender y nos dice que Cristo no
es rey como los demás reyes, sino rey por excelente y no usada manera. Y según
lo que yo alcanzo, a solas tres cosas se puede reducir todo lo que engrandece
las excelencias y alabanzas de un rey: y la una consiste en las cualidades que
en su misma persona tiene convenientes para el fin del reinar, y la otra está
en la condición de los súbditos sobre quienes reina, y la manera como los rige
y lo que hace con ellos el rey, es la tercera y postrera. Las cuales cosas, en
Cristo concurren y se hallan como en ningún otro; y por esta causa es Él sólo
llamado por excelencia rey hecho por Dios.
Y digamos de cada una de ellas por sí. Y lo
primero, que toca a las cualidades que puso Dios en la naturaleza humana de
Cristo para hacerle rey, comenzándolas a declarar y a contar, una de ellas es
humildad y mansedumbre de corazón, como Él mismo de sí lo testifica, diciendo:
«Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón.» Y, como decíamos poco ha,
Isaías canta de Él: «No será bullicioso, ni apagará una estopa que humee, ni
una caña quebrantada la quebrará.» Y el profeta Zacarías también: «No quieras
temer, dice, hija de Sión; que tu rey viene a ti justo y salvador y pobre (o, como dice
otra letra, manso) y asentado sobre un pollino.» Y parecerá al juicio del mundo
que esta condición de ánimo no es nada decente al que ha de reinar; mas Dios,
que no sin justísima causa llama entre todos los demás reyes a Cristo su rey, y que quiso hacer en Él un rey de su mano
que respondiese perfectamente a la idea de su corazón, halló, como es verdad,
que la primera piedra de esta su obra era un ánimo manso y humilde, y vio que
un semejante edificio, tan soberano y tan alto, no se podía sustentar sino
sobre cimientos tan hondos.
Y como en la música no suenan todas las voces
agudo ni todas grueso, sino grueso y agudo debidamente, y lo alto se templa y
reduce a consonancia en lo bajo, así conoció que la humildad y mansedumbre
entrañable que tiene Cristo en su alma, convenía mucho para hacer armonía con
la alteza y universalidad de saber y poder con que sobrepuja a todas las cosas
criadas. Porque si tan no medida grandeza cayera en un corazón humano que de suyo
fuera airado y altivo, aunque la virtud de la persona divina era poderosa para
corregir este mal, pero ello de sí no podía prometer ningún bien.
Demás de que, cuando de sí no fuera necesario
que un tan soberano poder se templara en llaneza, ni a Cristo, por lo que a Él
y a su alma toca, le fuere necesaria o provechosa esta mezcla, a los súbditos y
vasallos suyos nos convenía que este rey nuestro fuese de excelente humildad. Porque toda la
eficacia de su gobierno y toda la muchedumbre de no estimables bienes que de su
gobierno nos vienen, se nos comunican a todos por medio de la fe y del amor que
tenemos con Él y nos junta con Él. Y cosa sabida es que la majestad y grandeza,
y toda la excelencia que sale fuera de competencia en los corazones más bajos, no
engendra afición, sino admiración y espanto, y más arredra que allega y atrae.
Por lo cual no era posible que un pecho flaco y mortal, que considerase la
excelencia sin medida de Cristo, se le aplicase con fiel afición y con aquel
amor familiar y tierno con que quiere ser de nosotros amado, para que se nos
comunique su bien; si no le considerara también no menos humilde que grande, y
si, como su majestad nos encoge, su inestimable llaneza y la nobleza de su
perfecta humildad, no despertara osadía y esperanza en nuestra alma.
Y a la verdad, si queremos ser jueces justos
y fieles, ningún afecto ni arreo es más digno de los reyes, ni más necesario,
que lo manso y lo humilde; sino que con las cosas hemos ya perdido los hombres
el juicio de ellas y su verdadero conocimiento. Y como siempre vemos altivez y
severidad y soberbia en los príncipes, juzgamos que la humildad y llaneza es
virtud de los pobres. Y no miramos siquiera que la misma naturaleza divina, que
es emperatriz sobre todo, y de cuyo ejemplo han de sacar los que reinan la
manera cómo han de reinar, con ser infinitamente alta, es llana infinitamente,
y (si este nombre del humilde puede caber en ella, y en la manera que puede
caber) humildísima: pues, como vemos, desciende a poner su cuidado y sus manos,
ella por sí misma, no sólo en la obra de un vil gusano, sino también en que se
conserve y que viva, y matiza con mil graciosos colores sus plumas al pájaro, y
viste de verde hoja los árboles; y eso mismo que nosotros, despreciando,
hollamos, los prados y el campo, aquella majestad no se desdeña de irlo
pintando con yerbas y flores. Por donde con voces llenas de alabanza y de
admiración le dice David: «¿Quién es como nuestro Dios, que mora en las
alturas, y mira con cuidado hasta las más humildes bajezas, y Él mismo
juntamente está en el cielo y en la tierra?»
Así que si no conocemos ya esta condición en
los príncipes, ni se la pedimos, porque el mal uso recibido y fundado daña las
obras y pone tinieblas en la razón, y porque, a la verdad, ninguna cosa son menos
que los que se nombran señores y príncipes, Dios en su Hijo, a quien hizo
príncipe de todos los príncipes, y sólo verdadero rey entre todos, como cualidad necesaria y
preciada la puso. Mas ¿en qué manera la puso, o qué tanta es y fue su dulce
humildad?
Mas pasemos a otra condición que se sigue,
que, diciendo de ella, diremos en mejor lugar la grandeza de esta que hemos
llamado mansedumbre y llaneza, porque son entre sí muy vecinas; y lo que diré
es como fruto de esto que he dicho.
Pues fue Cristo, además de ser manso y
humilde, más ejercitado que ningún otro hombre en la experiencia de los
trabajos y dolores humanos. A la cual experiencia sujetó el Padre a su Hijo
porque le había de hacer rey verdadero, y para que en el hecho de la verdad
fuese perfectísimo rey, como San Pablo lo escribe: «Fue decente que Aquel, de
quien y por quien y para quien son todas las cosas, queriendo hacer muchos
hijos para los llevar a la gloria, al príncipe de la salud de ellos le
perficionase con pasión y trabajos; porque el que santifica y los santificados
han de ser todos de un mismo metal.» Y entreponiendo ciertas palabras, luego,
poco más abajo, torna y prosigue: «Por donde convino que fuese hecho semejante
a sus hermanos en todo, para que fuese cabal y fiel y misericordioso pontífice
para con Dios, para aplacarle en los pecados del pueblo.» Que por cuanto
padeció Él siendo tentado, es poderoso para favorecer a los que fueren
tentados.
En lo cual no sé cuál es más digno de
admiración: el amor entrañable con que Dios nos amó dándonos un rey para siempre, no sólo de nuestro
linaje, sino tan hecho a la medida de nuestras necesidades, tan humano, tan
llano, tan compasivo y tan ejercitado en toda pena y dolor, o la infinita
humildad y obediencia y paciencia de este nuestro perpetuo Rey, que no sólo para animarnos a los trabajos,
sino también para saber Él condolerse más de nosotros cuando estamos puestos en
ellos, tuvo por bueno hacer prueba Él en sí primero de todos.
Y como unos hombres padezcan en una cosa y
otros en otra, Cristo (porque así como su imperio se extendía por todos los
siglos, así la piedad de su ánimo abrazase a todos los hombres) probó en sí
casi todas las miserias de pena. Porque, ¿qué dejó de probar? Padecen algunos
pobreza; Cristo la padeció más que otro ninguno. Otros nacen de padres bajos y
oscuros, por donde son tenidos por menos; el padre de Cristo, a la opinión de
los hombres, fue un oficial carpintero. El destierro y el huir a tierra ajena
fuera de su natural, es trabajo; y la niñez de este Señor huye su natural y se
esconde en Egipto. Apenas ha nacido la luz, y ya el mal la persigue. Y si es
pena el ser ocasión de dolor a los suyos, el infante pobre, huyendo, lleva en
pos de sí, por casas ajenas, a la doncella pobre y bellísima y al ayo santo y
pobre también. Y aun por no dejar de padecer la angustia que el sentido de los
niños más siente, que es perder a sus padres, Cristo quiso ser y fue niño
perdido.
Mas vengamos a la edad de varón. ¿Qué lengua
podrá decir los trabajos y dolores que Cristo puso sobre sus hombros, el no
oído sufrimiento y fortaleza con que los llevó, las invenciones y los ingenios
de nuevos males que Él mismo ordenó, como saboreándose en ellos, cuán dulce le
fue el padecer, cuánto se preció de señalarse sobre todos en esto, cómo quiso
que con su grandeza compitiese en Él su humildad y paciencia? Sufrió hambre,
padeció frío, vivió en extremada pobreza, cansóse y desvelóse y anduvo muchos
caminos, sólo a fin de hacer bienes de incomparable bien a los hombres.
Y para que su trabajo fuese trabajo puro, o,
por mejor decir, para que llegase creciendo a su grado mayor, de todo este afán
el fruto fueron muy mayores afanes. Y de sus tan grandes sudores no cogió sino
dolores y persecuciones y afrentas; y sacó del amor desamor; del bien hacer,
mal parecer; del negociarnos la vida, muerte extremadamente afrentosa, que es
todo lo amargo y lo duro a que en este género de calamidad se puede subir.
Porque si es dolor pasar uno pobreza y
desnudez y mucho desvelamiento y cuidado, ¿qué será cuando, por quien se pasa,
no lo agradece? ¿Qué cuando no lo conoce? ¿Qué cuando lo desconoce, lo
desagradece, lo maltrata y persigue? Dice David en el Salmo: «Si quien me debía
enemistad me persiguiera, fuera cosa que la pudiera llevar; mas ¡mi amigo y mi
conocido y el que era un alma conmigo, el que comía a mi mesa y con quien
comunicaba mi corazón!» Como si dijese que el sentido de un semejante caso
vencía a cualquier otro dolor. Y con ser así, pasa un grado más adelante el de
Cristo; porque, no sólo le persiguieron los suyos, sino los que por infinitos
beneficios que recibían de Él estaban obligados a serlo; y, lo que es más,
tomando ocasión de enojo y de odio de aquello mismo que con ningún
agradecimiento podían pagar, como se querella en su misma persona de Él el
profeta Isaías, diciendo: «Y dije: trabajado he por demás, consumido he en vano
mi fortaleza; por donde mi pleito es con el Señor, y mi obra con el que es Dios
mío.» Sería negocio infinito si quisiéramos por menudo decir, en cada una de
las que hizo Cristo, lo que sufrió y padeció.
Vengamos al remate de todas ellas, que fue su
muerte, y veremos cuánto se preció de beber puro este cáliz, y de señalarse
sobre todas las criaturas en gustar el sentido de la miseria por extremada
manera, llegando hasta lo último de él. Mas ¿quién podrá decir ni una pequeña
parte de esto? No es posible decirlo todo; mas diré brevemente lo que basta
para que se conozcan los muchos quilates de dolor con que calificó Cristo este
dolor de su muerte, y los innumerables males que en un solo mal encerró.
Siéntese más la miseria cuando sucede a la
prosperidad, y es género de mayor infelicidad en los trabajos el haber sido en
algún tiempo feliz. Poco antes que le prendiesen y pusiesen en cruz, quiso ser
recibido, y lo fue de hecho, con triunfo glorioso. Y sabiendo cuán maltratado
había de ser dende a poco, para que el sentimiento de aquel tratamiento malo
fuese más vivo, ordenó que estuviese reciente y como presente la memoria de
aquella divina honra que, aquellos mismos que ahora le despreciaban ocho días
antes le hicieron. Y tuvo por bien que casi se encontrasen en sus oídos las
voces de «Hosanna, Hijo de David», y de «Bendito el que viene en el nombre de
Dios», con las de «Crucifícale, crucifícale», y con las de «Veis, el que
destruía y reedificaba el templo de Dios en tres días, no puede salvarse a sí,
y pudo salvar a los otros». Para que lo desigual de ellas, y la contrariedad
que entre sí tenían con las unas las otras, causase mayor pena en su corazón.
Suele ser descanso a los que de esta vida se
parten, no ver las lágrimas y los sollozos y la tristeza afligida de los que
bien quieren. Cristo, la noche a quien sucedió el día último de su vida mortal,
los juntó a todos y cenó con ellos juntos, y les manifestó su partida, y vio su
congoja, y tuvo por bien verla y sentirla para que con ella fuese más amarga la
suya. ¡Qué palabras les dijo en lo que platicó con ellos aquella noche! ¡Qué
enternecimientos de amor! Que si, a los que ahora los vemos escritos, el oírlos
nos enternece, ¿qué sería lo que obraron entonces en quien los decía?
Pero vamos adonde ya Él mismo, levantado de
la mesa y caminando para el huerto nos lleva. ¿Qué fue cada uno de los pasos de
aquel camino sino un clavo nuevo que le hería, llevándole al pensamiento y a la
imaginación la prisión y la muerte, a que ellos mismos le acercaban buscándola?
Mas ¿qué fue lo que hizo en el huerto que no fuese acrecentamiento de pena?
Escogió tres de sus discípulos para su compañía y conorte, y consintió que se
venciesen del sueño para que, con ver su descuido de ellos, su cuidado y su
pena de Él creciese más.
Derrocóse en oración delante del Padre,
pidiéndole que pasase de Él aquel cáliz, y no quiso ser oído en esta oración.
Dejó desear a su sentido lo que no quería que se le concediese, para sentir en
sí la pena que nace del desear y no alcanzar lo que pide el deseo. Y como si no
le bastara el mal y el tormento de una muerte que ya le estaba vecina, quiso
hacer, como si dijésemos, vigilia de ella, y morir antes que muriese, o, por
mejor decir, morir dos veces: la una en el hecho y la otra en la imaginación de
Él.
Porque desnudó, por una parte, a su sentido
inferior de las consolaciones y esfuerzos del cielo; y, por otra parte, le puso
en los ojos una representación de los males de su muerte y de las ocasiones de
ella, tan viva, tan natural, tan expresa y tan figurada, y con una fuerza tan
eficaz, que lo que la misma muerte en el hecho no pudo hacer sin ayudarse de
las espinas y el hierro, en la imaginación y figura, por sí misma y sin armas
ningunas, lo hizo. Que le abrió las venas, y, sacándole la sangre de ellas,
bañó con ella el sagrado cuerpo y el suelo. ¿Qué tormento tan desigual fue éste
con que se quiso atormentar de antemano? ¿Qué hambre, o, digamos, qué codicia
de padecer? No se contentó con sentir el morir, sino quiso probar también la
imaginación y el temor del morir lo que puede doler. Y porque la muerte súbita
y que viene no pensada y casi de improviso, con un breve sentido se pasa, quiso
entregarse a ella antes que fuese. Y antes que sus enemigos se la acarreasen,
quiso traerla Él a su alma y mirar su figura triste, y tender el cuello a su
espada, y sentir por menudo y despacio sus heridas todas, y avivar más sus
sentidos para sentir más el dolor de sus golpes, y, como dije, probar hasta el cabo
cuánto duele la muerte, esto es, el morir y el temor del morir.
Y aunque digo el temor del morir, si tengo de
decir, Juliano, lo que siempre entendí acerca de esta agonía de Cristo, no
entiendo que fue el temor el que le abrió las venas y le hizo sudar gotas de
sangre; porque, aunque de hecho temió, porque Él quiso temer, y, temiendo,
probar los accidentes ásperos que trae consigo el temor; pero el temor no abre
el cuerpo ni llama afuera la sangre, antes la recoge adentro y la pone a la
redonda del corazón, y deja frío lo exterior de la carne, y la misma razón
aprieta los poros de ella. Y así no fue el temor el que sacó afuera la sangre
de Cristo, sino, si lo hemos de decir con una palabra, el esfuerzo y el valor
de su alma con que salió al encuentro y con que al temor resistió, ése, con el
tesón que puso, le abrió todo el cuerpo.
Porque se ha de entender que Cristo, como voy
diciendo, porque quiso hacer prueba en sí de todos nuestros dolores, y
vencerlos en sí para que después fuesen por nosotros más fácilmente vencidos,
armó contra sí en aquella noche todo lo que vale y puede la congoja y el temor,
y consintió que todo ello de tropel y como en un escuadrón moviese guerra a su
alma. Porque figurándolo todo con no creíble viveza, puso en ella como vivo y presente
lo que otro día había de padecer, así en el cuerpo con dolores, como en esa
misma alma con tristeza y congojas. Y juntamente con esto, hizo también que
considerase su alma las causas por las cuales se sujetaba a la muerte, que eran
las culpas pasadas y porvenir de todos los hombres, con la fealdad y graveza de
ellas y con la indignación grandísima y la encendida ira que Dios contra ellas
concibe, y ni más ni menos consideró el poco fruto que tan ricos y tan
trabajados trabajos habían de hacer en los más de los hombres.
Y todas estas cosas juntas y distintas, y
vivísimamente consideradas, le acometieron a una, ordenándolo Él, para ahogarle
y vencerle. De lo cual Cristo no huyó, ni rindió a estos temores y fatigas
apocadamente su alma, ni para vencerlos les embotó, como pudiera, las fuerzas;
antes, como he dicho, cuanto fue posible se las acrescentó; ni menos armó a sí
mismo y a su santa alma, o con insensibilidad para no sentir (antes despertó en
ella más sus sentidos), o con la defensa de su divinidad bañándola en gozo con
el cual no tuviera sentido el dolor, o a lo menos con el pensamiento de la
gloria y bienaventuranza divina, a la cual por aquellos males caminaba su
cuerpo, apartando su vista de ellos y volviéndola a esta otra consideración, o
templando siquiera la una consideración con la otra, sino, desnudo de todo
esto, y con sólo el valor de su alma y persona, y con la fuerza que ponía en su
razón el respeto de su Padre y el deseo de obedecerle, les hizo a todos cara y
luchó, como dicen, a brazo partido con todos, y al fin lo rindió todo y lo
sujetó debajo sus pies.
Mas la fuerza que puso en ello, y el estribar
la razón contra el sentido, y, como dije, el tesón generoso con que aspiró a la
victoria, llamó afuera los espíritus y la sangre, y la derramó. Por manera que
lo que vamos diciendo, que gustó Cristo de sujetarse a nuestros dolores,
haciendo en sí prueba de ellos, según esta manera de decir, aún se cumple
mejor. Porque, no sólo sintió el mal del temor y la pena de la congoja y el
trabajo que es sentir uno en sí diversos deseos y el desear algo que no se
cumple, pero la fatiga increíble del pelear contra su apetito propio y contra
su misma imaginación, y el resistir a las formas horribles de tormentos y males
y afrentas, que se le venían espantosamente a los ojos para ahogarle, y el
hacerles cara, y el, peleando uno contra tantos, valerosamente vencerlos con no
oído trabajo y sudor, también lo experimentó.
Mas ¿de qué no hizo experiencia? También
sintió la pena que es ser vendido y traído a muerte por sus mismos amigos, como
Él lo fue en aquella noche de Judas; el ser desamparado en su trabajo de los
que le debían tanto amor y cuidado; el dolor del trocarse los amigos con la
fortuna; el verse no solamente negado de quien tanto le amaba, mas entregado
del todo en las manos de quien lo desamaba tan mortalmente; la calumnia de los
acusadores, la falsedad de los testigos, la injusticia misma, y la sed de la
sangre inocente asentada en el soberano tribunal por juez, males que sólo quien
los ha probado los siente; la forma de juicio y el hecho de cruel tiranía; el
color de religión adonde era todo impiedad y blasfemia; el aborrecimiento de
Dios, disimulado por de fuera con apariencias falsas de su amor y su honra. Con
todas estas amarguras templó Cristo su cáliz, y añadió a todas ellas las
injurias de las palabras, las afrentas de los golpes, los escarnios, las befas,
los rostros y los pechos de sus enemigos bañados en gozo; el ser traído por mil
tribunales, el ser estimado por loco, la corona de espinas, los azotes crueles;
y lo que entre estas cosas se encubre, y es dolorosísimo para el sentido, que
fue el llegar tantas veces en aquel día de su prisión la causa de Cristo,
mejorándose, a dar buenas esperanzas de sí; y habiendo llegado a este punto, el
tornar súbitamente a empeorarse después.
Porque cuando Pilatos despreció la calumnia
de los fariseos y se enteró de su envidia, mostró prometer buen suceso el
negocio. Cuando temió por haber oído que era Hijo de Dios, y se recogió a
tratar de ello con Cristo, resplandeció como una luz y cierta esperanza de
libertad y salud. Cuando remitió el conocimiento del pleito Pilatos a Herodes,
que por oídas juzgaba divinamente de Cristo, ¿quién no esperó breve y feliz
conclusión? Cuando la libertad de Cristo la puso Pilatos en la elección del
pueblo, a quien con tantas buenas obras Cristo tenía obligado; cuando les dio
poder que librasen al homicida o al que restituía los muertos a vida; cuando
avisó su mujer al juez de lo que había visto en visión, y le amonestó que no condenase
a aquel justo ¿qué fue sino un llegar casi a los umbrales el bien? Pues este
subir a esperanzas alegres y caer de ellas al mismo momento, este abrirse el
día del bien y tornar a oscurecerse de súbito, el despintarse improvisadamente
la salud que ya, ya, se tocaba; digo, pues, que este variar entre esperanza y
temor, y esta tempestad de olas diversas que ya se encumbraban prometiéndole
vida, y ya se derrocaban amenazando con muerte; esta desventura y desdicha, que
es propia de los muy desgraciados, de florecer para secarse luego, y de revivir
para luego morir, y de venirles el bien y desaparecerse, deshaciéndoseles entre
las manos cuando les llega, probó también en sí mismo el Cordero. Y la buena
suerte, y la buena dicha única de todas las cosas, quiso gustar de lo que es
ser uno infeliz.
Infinito es lo que acerca de esto se ofrece,
mas, cánsase la lengua en decir lo que Cristo no se cansó en padecer. Dejo la
sentencia injusta, la voz del pregón, los hombros flacos, la cruz pesada, el
verdadero y propio cetro de este nuestro gran Rey, los gritos del pueblo, alegres en unos y en
otros llorosos, que todo ello traía consigo su propio y particular sentimiento.
Vengo al monte Calvario. Si la pública
desnudez en una persona grave es áspera y vergonzosa, Cristo quedó delante de
todos desnudo. Si el ser atravesado con hierro por las partes más sensibles del
cuerpo es tormento grandísimo, con clavos fueron allí atravesados los pies y
las manos de Cristo. Y porque fuese el sentimiento mayor, el que es piadoso aun
con las más viles criaturas del mundo, no lo fue consigo mismo, antes en una
cierta manera se mostró contra sí mismo cruel. Porque lo que la piedad natural
y el afecto humano y común, que aun en los ejecutores de la justicia se
muestra, tenía ordenado para menos tormento de los que morían en cruz,
ofreciéndoselo a Cristo, lo desechó. Porque daban a beber a los crucificados en
aquel tiempo, antes que los enclavasen, cierto vino confeccionado con mirra e
incienso, que tiene virtud de ensordecer el sentido y como embotarle al dolor
para que no sienta; y Cristo, aunque se lo ofrecieron, con la sed que tenía de
padecer, no lo quiso beber.
Así que, desafiando al dolor, y desechando de
sí todo aquello con que se pudiera defender en aquel desafío, el cuerpo desnudo
y el corazón armado con fortaleza y con solas las armas de su no vencida
paciencia, subió este nuestro Rey en la cruz. Y levantada en alto la salud del mundo,
y llevando al mundo sobre sus hombros, y padeciendo Él solo la pena que merecía
padecer el mundo por sus delitos, padeció lo que decir no se puede.
Porque ¿en qué parte de Cristo o en qué
sentido suyo no llegó el dolor a lo sumo? Los ojos vieron lo que, visto,
traspasó el corazón: la madre, viva y muerta, presente. Los oídos estuvieron
llenos de voces blasfemas y enemigas. El gusto, cuando tuvo sed, gustó hiel y
vinagre. El sentido todo del tacto, rasgado y herido por infinitas partes del
cuerpo, no tocó cosa que no le fuese enemiga y amarga. Al fin dio licencia a su
sangre, que, como deseosa de lavar nuestras culpas, salía corriendo abundante y
presurosa. Y comenzó a sentir nuestra vida, despojada de su calor, lo que sólo
le quedaba ya por sentir: los fríos tristísimos de la muerte y, al fin, sintió
y probó la muerte también.
Pero ¿para qué me detengo yo en esto? Lo que
ahora Cristo, que reina glorioso y señor de todo, en el cielo nos sufre,
muestra bien claramente cuán agradable le fue siempre el sujetarse a trabajos.
¿Cuántos hombres, o por decir verdad, cuántos pueblos y cuántas naciones
enteras, sintiendo mal de la pureza de su doctrina, blasfeman hoy de su nombre?
Y con ser así que Él en sí está exento de todo mal y miseria, quiere y tiene
por bien de, en la opinión de los hombres, padecer esta afrenta en cuanto su
cuerpo místico, que vive en este destierro, padece, para compadecerse así de él
y para conformarse siempre con él.
-Nuevo camino para ser uno rey -dijo aquí
Sabino, vuelto a Juliano- es éste que nos ha descubierto Marcelo. Y no sé yo si
acertaron con él algunos de los que antiguamente escribieron acerca de la
crianza e instrucción de los príncipes, aunque bien sé que los que ahora viven
no le siguen. Porque en el no saber padecer tienen puesto lo principal del ser
rey.
-Algunos -dijo al punto Juliano- de los
antiguos quisieron que el que se criaba para ser rey se criase en trabajos,
pero en trabajos de cuerpo, con que saliese sano y valiente. Mas en trabajos de
ánimo que le enseñasen a ser compasivo, ninguno, que yo sepa, lo escribió ni
enseñó. Mas si fuera ésta enseñanza de hombres, no fuera este rey de
Marcelo Rey propiamente
hecho a la traza y al ingenio de Dios, el cual camina siempre por caminos
verdaderos, y, por el mismo caso, contrarios a los del mundo, que sigue el
engaño.
Así que no es maravilla, Sabino, que los
reyes de ahora no se precien para ser reyes de lo que se preció Jesucristo,
porque no siguen en el ser reyes un mismo fin. Porque Cristo ordenó su reinado
a nuestro provecho, y conforme a esto, se calificó a sí mismo y se dotó de todo
aquello que parecía ser necesario para hacer bien a sus súbditos; mas éstos que
ahora nos mandan, reinan para sí, y, por la misma causa, no se disponen ellos
para nuestro provecho, sino buscan su descanso en nuestro daño. Mas aunque
ellos, cuanto a lo que les toca, desechen de sí este amaestramiento de Dios, la
experiencia de cada día nos enseña que no son los que deben por carecer de él.
Porque ¿de dónde pensáis que nace, Sabino, el poner sobre sus súbditos tan sin
piedad tan pesadísimos yugos, el hacer leyes rigurosas, el ponerlas en ejecución
con mayor crueldad y rigor, sino de nunca haber hecho experiencia en sí de lo
que duele la aflicción y pobreza?
-Así es -dijo Sabino-; pero ¿qué ayo osaría
ejercitar en dolor y necesidad a su príncipe? O si osase alguno, ¿cómo sería
recibido y sufrido de los demás?
-Esa es -respondió Juliano- nuestra mayor
ceguedad: que aprobamos lo que nos daña, y que tendríamos por bajeza que
nuestro príncipe supiese de todo, siendo para nosotros tan provechoso, como
habéis oído, que lo supiese. Mas si no se atreven a esto los ayos es porque
ellos, y los demás que crían a los príncipes los quieren imponer en el ánimo a
que no se precien de bajar los ojos de su grandeza con blandura a sus súbditos;
y, en el cuerpo, a que ensanchen el estómago cada día con cuatro comidas, y a
que aun la seda les sea áspera y la luz enojosa. Pero esto, Sabino, es de otro
lugar, y quitamos en ello a Marcelo el suyo, o, por mejor decir, a nosotros
mismos el de oír enteramente las cualidades de este verdadero Rey nuestro.
-A mí -dijo Marcelo- no me habéis, Juliano,
quitado ningún lugar, sino antes me habéis dado espacio para que con más
aliento prosiga mejor mi camino. Y a vos, Sabino (dijo volviéndose a él), no os
pase por la imaginación querer concertar, o pensar que es posible que se
concierten, las condiciones que puso Dios en su Rey, con las que tienen estos
reyes que vemos. Que si no fueran tan diferentes del todo, no le llamara Dios
señaladamente su Rey, ni su reino de ellos se acabara con ellos, y el de
nuestro Rey fuera
sempiterno, como es. Así que pongan ellos su estado en la altivez, y no se
tengan por reyes si padecen alguna pena; que Dios, procediendo por camino
diferente, para hacer en Jesucristo un rey que mereciese ser suyo, le hizo
humildísimo para que no se desvaneciese en soberbia con la honra, y le sujetó a
miseria y a dolor para que se compadeciese con lástima de sus trabajados y
doloridos súbditos. Y demás de esto, y para el mismo fin de buen rey, le dio un
verdadero y perfecto conocimiento de todas las cosas y de todas las obras de
ellos, así las que fueron como las que son y serán. Porque el rey, cuyo oficio
es juzgar, dando a cada uno su merecido, y repartiendo la pena y el premio, si
no conoce él por sí la verdad, traspasará la justicia; que el conocimiento que
tienen de sus reinos los príncipes por relaciones y pesquisas ajenas, más los
ciega que los alumbra.
Porque demás de que los hombres por cuyos
ojos y oídos ven y oyen los reyes, muchas veces se engañan, procuran
ordinariamente engañarlos por sus particulares intereses e intentos. Y así, por
maravilla entra en el secreto real la verdad. Mas nuestro Rey, porque su entendimiento, como clarísimo
espejo, le representa siempre cuanto se hace y se piensa, no juzga, como dice
Isaías, ni reprende ni premia por lo que al oído le dicen, ni según lo que a la
vista parece, porque el un sentido y el otro sentido puede ser engañado; ni
tiene de sus vasallos la opinión que otros vasallos suyos, aficionados o
engañados, le ponen, sino la que pide la verdad que Él claramente conoce. Y como
puso Dios en Cristo el verdadero conocer a los suyos, asimismo le dio todo el
poder para hacerles mercedes. Y no solamente le concedió que pudiese, mas
también en Él mismo, como en tesoro, encerró todos los bienes y riquezas que
pueden hacer ricos y dichosos a los de su reino. De arte que no trabajarán,
remitidos de unos a otros ministros con largas. Mas, lo que es principal, hizo,
para perfeccionar este Rey, que sus súbditos todos fuesen sus deudos, o, por
mejor decir, que naciesen de Él todos, y que fuesen hechura suya y figurados a
su semejanza. Aunque esto sale ya de lo primero que toca a las cualidades del
rey, y entra en lo segundo que propusimos, de las condiciones de los que en
este reino son súbditos. Y digamos ya de ellas.
Y a la verdad, casi todas ellas se reducen a
ésta, que es ser generosos y nobles todos y de un mismo linaje. Porque el mando
de Cristo universalmente comprende a todos los hombres y a todas las criaturas,
así las buenas como las malas, sin que ninguna de ellas pueda eximirse de su
sujección, o se contente de ello o le pese; pero el reino suyo de que ahora
vamos hablando, y el reino en quien muestra Cristo sus nobles condiciones
de Rey, y el que
ha de durar perpetuamente con Él descubierto y glorioso (porque a los malos
tendrálos encerrados y aprisionados y sumidos en eterno olvido y tinieblas),
así que este reino son los buenos y justos solos, y de estos decimos ahora que
son generosos todos, y de linaje alto, y todos de uno mismo.
Porque dado que sean diferentes en
nacimientos, mas, como esta mañana se dijo, el nacimiento en que se diferencian
fue nacimiento perdido, y de quien caso no se hace para lo que toca a ser
vasallos en este reino, el cual se compone todo de lo que San Pablo llama nueva criatura, cuando a los de
Galacia escribe, diciendo: «Acerca de Cristo Jesús, ni es de estima la
circuncisión ni el prepucio, sino la criatura nueva.» Y así todos son hechura y
nacimiento del cielo, y hermanos entre sí, e hijos todos de Cristo en la manera
ya dicha.
Vio David esta particular excelencia de este
reino de su nieto divino, y dejóla escrita breve y elegantemente en el Salmo
ciento nueve, según una lección que así dice: «Tu pueblo príncipes, en el día
de tu poderío.» Adonde lo que decimos príncipes, la palabra original, que es nedaboth, significa al pie de la letra liberales,
dadivosos o generosos de corazón. Y así dice que en el día de su poderío (que
llama así el reino descubierto de Cristo, cuando, vencido todo lo contrario, y
como deshecha con los rayos de su luz toda la niebla enemiga, que ahora se le
opone, viniere en el último tiempo y en la regeneración de las cosas, como puro
sol, a resplandecer solo, claro y poderoso en el mundo), pues en este su día,
cuando Él, y lo apurado y escogido de sus vasallos, resplandecerá solamente,
quedando los demás sepultados en oscuridad y tinieblas, en este tiempo y en
este día su pueblo serán príncipes. Esto es, todos sus vasallos serán reyes, y
Él, como con verdad la Escritura le nombra, Rey de reyes será, y Señor de
señores.
Aquí Sabino, volviéndose a Juliano.
-Nobleza es -dijo- grande de reino ésta,
Juliano, que nos va diciendo Marcelo, adonde ningún vasallo es ni vil en linaje
ni afrentado por condición, ni menos bien nacido el uno que el otro. Y paréceme
a mí que esto es ser rey propia y honradamente, no tener vasallos viles y
afrentados.
-En esta vida, Sabino -respondió Juliano-,
los reyes de ella, para el castigo de la culpa, están como forzados a poner
nota y afrenta en aquellos a quienes gobiernan, como en el orden de la salud y
en el cuerpo conviene a las veces maltratar una parte para que los demás no se
pierdan. Y así, cuanto a esto, no son dignos de reprensión nuestros príncipes.
-No los reprendo yo ahora -dijo Sabino-, sino
duélome de su condición; que por esa necesidad que, Juliano, decís, vienen a
ser forzosamente señores de vasallos ruines y viles. Y débeseles tanta más
lástima, cuanto fuere más precisa la necesidad. Pero si hay algunos príncipes
que lo procuran, y que les parece que son señores cuando hallan mejor orden, no
sólo para afrentar a los suyos, sino también para que vaya cundiendo por muchas
generaciones su afrenta, y que nunca se acabe, de éstos, Juliano, ¿qué me
diréis?
-¿Qué? -respondió Juliano-. Que ninguna cosa
son menos que reyes. Lo uno, porque el fin adonde se endereza su oficio es
hacer a sus vasallos bienaventurados, con lo cual se encuentra por maravillosa
manera el hacerlos apocados y viles. Y lo otro porque, cuando no quieran mirar
por ellos, a sí mismos se hacen daño y se apocan. Porque, si son cabezas, ¿qué
honra es ser cabeza de un cuerpo disforme y vil? Y si son pastores, ¿qué les
vale un ganado roñoso? Bien dijo el poeta trágico:
Mandar entre lo ilustre,
es bella cosa.
Y no sólo dañan a su honra propia, cuando
buscan invenciones para manchar la de los que son gobernados por ellos, mas
dañan mucho sus intereses, y ponen en manifiesto peligro la paz y la
conservación de sus reinos. Porque, así como dos cosas que son contrarias,
aunque se junten, no se pueden mezclar, así no es posible que se añude con paz
el reino cuyas partes están tan opuestas entre sí y tan diferenciadas, unas con
mucha honra y otras con señalada afrenta.
Y como el cuerpo que en sus partes está
maltratado, y cuyos humores se conciertan mal entre sí, está muy ocasionado y
muy vecino a la enfermedad y a la muerte, así por la misma manera, el reino
adonde muchos órdenes y suertes de hombres, y muchas casas particulares están
como sentidas y heridas, y adonde la diferencia, que por estas causas pone la
fortuna y las leyes, no permite que se mezclen y se concierten bien unas con
otras, está sujeto a enfermar y a venir a las armas con cualquiera razón que se
ofrece. Que la propia lástima e injuria de cada uno, encerrada en su pecho y
que vive en él, los despierta y los hace velar siempre a la ocasión y a la
venganza.
Mas dejemos lo que en nuestros reyes y
reinos, o pone la necesidad, o hace el mal consejo y error, y acábenos Marcelo
de decir por qué razón estos vasallos todos de nuestro único Rey son llamados liberales y generosos y
príncipes.
-Son -dijo Marcelo, respondiendo
encontinente-, así por parte del que los crió y la forma que tuvo en criarlos,
como por parte de las cualidades buenas que puso en ellos cuando así fueron
criados. Por parte del que los hizo, porque son efectos y frutos de una suma
liberalidad; porque en sólo el ánimo generoso de Dios y en la largueza de
Cristo no medida, pudo caber el hacer justos y amigos suyos, y tan privados
amigos, a los que de sí no merecían bien, y merecían mal por tantos y tan
diferentes títulos. Porque, aunque es verdad que el ya justo puede merecer
mucho con Dios, mas esto, que es venir a ser justo el que era aborrecido
enemigo, solamente nace de las entrañas liberales de Dios; y así, dice Santiago
que nos engendró voluntariamente. Adonde lo que dijo con la palabra
griega
Porque, a la verdad, dado que todo lo que
Dios cría nace de Él, porque Él quiere que nazca, y es obra de su libre gusto,
a la cual nadie le fuerza el sacar a luz a las criaturas; pero esto que es
hacer justos y poner su ser divino en los hombres es, no sólo voluntad, sino
una extraña liberalidad suya. Porque en ello hace bien, y bien el mayor de los
bienes, no solamente a quien no se lo merece, sino señaladamente a quien del
todo se lo desmerece. Y por no ir alargándome por cada uno de los particulares
a quien Dios hace estos bienes, miremos lo que pasó en la cabeza de todos, y
cómo se hubo con ella Dios cuando, sacándola del pecado, crió en ella este bien
de justicia; y en uno, como en ejemplo, conoceremos cuán ilustre prueba hace
Dios de su liberalidad cuando cría los justos. Peca Adán, y condénase a sí y a
todos nosotros; y perdónale después Dios y hácele justo.
¿Quién podrá decir las riquezas de
liberalidad que descubrió Dios, y que derramó en este perdón? Lo primero,
perdona al que, por dar fe a la serpiente, de cuya fe y amor para consigo no
tenía experiencia, le dejó a Él, Criador suyo, cuyo amor y beneficios
experimentaba en sí siempre. Lo segundo, perdona al que estimó más una promesa
vana de un pequeño bien que una experiencia cierta y una posesión grande de mil
verdaderas riquezas. Lo tercero, perdona al que no pecó ni apretado de la
necesidad ni ciego de pasión, sino movido de una liviandad y desagradecimiento
infinito. Lo otro, perdona al que no buscó ser personado, sino antes huyó y se
escondió de su perdonador; y perdónale, no mucho después que pecó y laceró
miserablemente por su pecado, sino casi luego, luego, como hubo pecado.
Y, lo que no cabe en sentido: para perdonarle
a él, hízose a sí mismo deudor. Y cuando la gravísima maldad del hombre
despertaba en el pecho de Dios ira justísima para deshacerle, reinó en Él y
sobrepujó la liberalidad de su misericordia que, por rehacer al perdido,
determinó de disminuirse a sí mismo, como San Pablo lo dice, y de pagar Él lo
que el hombre pecaba, y, para que el hombre viviese, de morir Él hecho hombre.
Liberalidad era grande perdonar al que había pecado tan de balde y tan sin
causa, y mayor liberalidad perdonarle tan luego después del pecado, y mayor que
ambas a dos, buscarle para darle perdón antes que él le buscase. Pero lo que
vence a todo encarecimiento de liberalidad fue, cuando le reprendía la culpa,
prometerse a sí mismo y a su vida para su satisfacción y remedio; y porque el
hombre se apartó de Él por seguir al demonio, hacerse hombre Él para sacarle de
su poder. Y lo que pasó entonces, digámoslo así, generalmente con todos (porque
Adán nos encerraba a todos en sí), pasa en particular con cada uno continua y
secretamente.
Porque ¿quién podrá decir ni entender, si no
es el mismo que en sí lo experimenta y lo siente, las formas piadosas de que
Dios usa con uno para que no se pierda, aun cuando él mismo se procura perder?
Sus inspiraciones continuas; su nunca cansarse ni darse por vencido de nuestra
ingratitud tan continua; el rodearnos por todas partes y como en castillo
torreado y cercado; el tentar la entrada por diferentes maneras; el tener
siempre la mano en la aldaba de nuestra puerta; el rogarnos blanda y
amorosamente que le abramos, como si a Él le importara alguna cosa, y no fuera
nuestra salud y bienandanza toda el abrirle; el decirnos por horas y por
momentos con el Esposo: «Ábreme, hermana mía, esposa mía, paloma mía y mi amada
y perfecta, que traigo llena de rocío mi cabeza y con las gotas de las noches
las mis guedejas.» Pues sea esto lo primero, que los justos son dichos ser
generosos y liberales porque son demostraciones y pruebas del corazón liberal y
generoso de Dios.
Son, lo segundo, llamados así por las
cualidades que pone Dios en ellos, haciéndolos justos. Porque a la verdad no
hay cosa más alta ni más generosa ni más real, que el ánimo perfectamente
cristiano. Y la virtud más heroica que la filosofía de los estoicos
antiguamente imaginó o soñó, por hablar con verdad, comparada con la que Cristo
asienta con su gracia en el alma, es una poquedad y bajeza. Porque si miramos
el linaje de donde desciende el justo y cristiano, es su nacimiento de Dios, y
la gracia que le da vida es una semejanza viva de Cristo. Y si atendemos a su
estilo y condición, y al ingenio y disposición de ánimo, y pensamientos y
costumbres que de este nacimiento le vienen, todo lo que es menos que Dios es
pequeña cosa para lo que cabe en su ánimo. No estima lo que con amor ciego
adora únicamente la tierra: el oro y los deleites; huella sobre la ambición de
las honras, hecho verdadero señor y rey de sí mismo; pisa el vano gozo,
desprecia el temor, no le mueve el deleite, ni el ardor de la ira le enoja; y,
riquísimo dentro de sí, todo su cuidado es hacer bien a los otros.
Y no se extiende su ánimo liberal a sus
vecinos solos, ni se contenta con ser bueno con los de su pueblo o de su reino,
mas generalmente a todos los que sustenta y comprende la tierra, él también los
comprende y abraza; aun para con sus enemigos sangrientos, que le buscan la
afrenta y la muerte, es él generoso y amigo, y sabe y puede poner la vida, y de
hecho la pone alegremente, por esos mismos que aborrecen su vida. Y estimando
por vil y por indigno de sí a todo lo que está fuera de él, y que se viene y se
va con el tiempo, no apetece menos que a Dios, ni tiene por dignos de su deseo
menores bienes que el cielo. Lo sempiterno, lo soberano, el trato con Dios
familiar y amigable, el enlazarse amando y el hacerse casi único con Él, es lo
que solamente satisface a su pecho, como lo podemos ver a los ojos en uno de
estos grandes justos.
Y sea este uno San Pablo. Dice en persona
suya, y de todos los buenos, escribiendo a los Corintios, así: «Tenemos nuestro
tesoro en vasos de tierra, porque la grandeza y alteza nazca de Dios y no de
nosotros. En todas las cosas padecemos tribulación, pero en ninguna somos
afligidos. Somos metidos en congoja, mas no somos desamparados. Padecemos
persecución, mas no nos falta el favor. Humíllannos, pero no nos avergüenzan.
Somos derribados, mas no perecemos.» Y a los Romanos, lleno de ánimo generoso,
en el capítulo octavo: «¿Quién, dice, nos apartará de la caridad y amor de
Dios? ¿La tribulación, por ventura, o la angustia, o el hambre, o la desnudez,
o el peligro, o la persecución, o el cuchillo?»
Dicho he, en parte, lo que puso Dios en
Cristo para hacerle rey, y lo que hizo en nosotros para hacernos sus súbditos,
que, de tres cosas a las cuales se reducen todas las que pertenecen a un reino,
son las primeras dos. Resta ahora que digamos algo de la tercera y postrera,
que es de la manera cómo este Rey gobierna los suyos, que no es menos singular manera
ni menos fuera del común uso de los que gobiernan, que el Rey y los súbditos en
sus condiciones y cualidades (las que hemos dicho) son singulares. Porque cosa
clara es que el medio con que se gobierna el reino es la ley, y que por el
cumplimiento de ella consigue el rey, hacerse rico a sí mismo si es tirano y
las leyes son de tirano, o hacer buenos y prosperados a los suyos si es rey
verdadero.
Pues acontece muchas veces de esta manera,
que, por razón de la flaqueza del hombre y de su encendida inclinación a lo
malo, las leyes, por la mayor parte, traen consigo un inconveniente muy grande:
que siendo la intención de los que las establecen, enseñando por ellas lo que
se debe hacer y mandando con rigor que se haga, retraer al hombre de lo malo e
inducirle a lo bueno, resulta lo contrario a las veces; y el ser vedada una
cosa despierta el apetito de ella.
Y así, el hacer y dar leyes es muchas veces
ocasión de que se quebranten las leyes y de que, como dice San Pablo se peque
más gravemente, y de que se empeoren los hombres con la ley que se ordenó e
inventó para mejorarlos. Por lo cual Cristo, nuestro Redentor y Señor, en la
gobernación de su reino halló una nueva manera de ley, extrañamente libre y
ajena de estos inconvenientes; de la cual usa con los suyos, no solamente
enseñándoles a ser buenos, como lo enseñaron otros legisladores, mas de hecho
haciéndolos buenos, lo que ningún otro rey ni legislador pudo jamás hacer. Y
esto es lo principal de su ley evangélica y lo propio de ella; digo, aquello en
que notablemente se diferencia de las otras sectas y leyes.
Para entendimiento de lo cual conviene saber
que, por cuanto el oficio y ministerio de la ley es llevar los hombres a lo
bueno y apartarlos de lo que es malo, así como esto se puede hacer por dos
diferentes maneras, o enseñando el entendimiento o aficionando a la voluntad,
así hay dos diferencias de leyes: la primera es de aquellas leyes que hablan
con el entendimiento y le dan luz en lo que, conforme a razón, se debe o hacer
o no hacer, y le enseñan lo que ha de seguir en las obras, y lo que ha de
excusar en ellas mismas; la segunda es la de la ley, no que alumbra el
entendimiento, sino que aficiona la voluntad imprimiendo en ella inclinación y
apetito de aquello que merece ser apetecido por bueno, y, por el contrario,
engendrándole aborrecimiento de las cosas torpes y malas. La primera ley
consiste en mandamientos y reglas; la segunda, en una salud y cualidad
celestial, que sana la voluntad y repara en ella el gusto bueno perdido, y no
sólo la sujeta, sino la amista y reconcilia con la razón; y, como dicen de los
buenos amigos, que tienen un no querer y querer, así hace que lo que la verdad
dice en el entendimiento que es bueno, la voluntad aficionadamente lo ame por
tal.
Porque a la verdad, en la una y en la otra
parte quedamos miserablemente lisiados por el pecado primero, el cual oscureció
el entendimiento, para que las menos veces conociese lo que convenía seguir, y
estragó perdidamente el gusto y el movimiento de la voluntad, para que casi
siempre se aficionase a lo que la daña más. Y así, para remedio y salud de
estas dos partes enfermas, fueron necesarias estas dos leyes, una de luz y de reglas
para el entendimiento ciego, y otra de espíritu y buena inclinación para la
voluntad estragada. Mas, como arriba decíamos, diferéncianse estas dos maneras
de leyes en esto: que la ley que se emplea en dar mandamientos y en luz, aunque
alumbra el entendimiento, como no corrige el gusto corrupto de la voluntad, en
parte le es ocasión de más daño; y, vedando y declarando, despierta en ella
nueva golosina de lo malo que le es prohibido. Y así las más veces son
contrarios en esta ley el suceso y el intento. Porque el intento es encaminar
el hombre a lo bueno, y el suceso, a las veces, es dejarle más perdido y
estragado. Pretende afear lo que es malo, y sucédele por nuestra mala ocasión
hacerlo más deseable y más gustoso. Mas la segunda ley corta la planta del mal
de raíz, y arranca, como dicen, de cuajo lo que más nos puede dañar. Porque
inclina e induce y hace apetitosa y como golosa a nuestra voluntad de todo
aquello que es bueno, y junta en uno lo honesto y lo deleitable, y hace que nos
sea dulce lo que nos sana, y lo que nos daña, aborrecible y amargo.
La primera se llama ley de mandamientos, porque toda ella es
mandar y vedar. La segunda es dicha ley de
gracia y de amor, porque no nos dice que hagamos esto o
aquello, sino hácenos que amemos aquello mismo que debemos hacer. Aquélla es
pesada y áspera porque condena por malo lo que la voluntad corrompida apetece
por bueno; y así, hace que se encuentren el entendimiento y la voluntad entre
sí, de donde se enciende en nosotros mismos una guerra mortal de contradicción.
Mas ésta es dulcísima por extremo, porque nos hace amar lo que nos manda, o,
por mejor decir, porque el plantar e ingerir en nosotros el deseo y la afición
a lo bueno, es el mismo mandarlo; y porque, aficionándonos y, como si
dijésemos, haciéndonos enamorados de lo que manda, por esa manera, y no de
otra, nos manda. Aquélla es imperfecta, porque a causa de la contradicción que
despierta, ella por sí no puede ser perfectamente cumplida, y así no hace
perfecto a ninguno. Ésta es perfectísima, porque trae consigo y contiene en sí
misma la perfección de sí misma. Aquélla hace temerosos, ésta amadores. Por
ocasión de aquélla, tomándola a solas, se hacen en la verdad secreta del ánimo
peores los hombres; mas por causa de ésta son hechos enteramente santos y
justos. Y, como prosigue San Agustín largamente en los libros De la letra y del espíritu, poniendo
siempre sus pisadas en lo que dejó hollado San Pablo, aquélla es perecedera,
ésta es eterna; aquélla hace esclavos, ésta es propia de hijos. Aquélla es ayo
triste y azotador, ésta es espíritu de regalo y consuelo. Aquélla pone en
servidumbre, ésta es honra y libertad verdadera.
Pues como sea esto así, como de hecho lo es,
sin que ninguno en ello pueda dudar, digo que así Moisés como los demás que
antes o después de él dieron leyes y ordenaron repúblicas, no supieron ni
pudieron usar sino de la primera manera de leyes, que consiste más en poner
mandamientos que en inducir buenas inclinaciones en aquellos que son
gobernados. Y así su obra de todos ellos fue imperfecta y su trabajo careció de
suceso, y lo que pretendía, que era hacer a la virtud a los suyos, no salieron
con ello por la razón que está dicha.
Mas Cristo, nuestro verdadero Redentor y
legislador, aunque es verdad que en la doctrina de su Evangelio puso algunos
mandatos, y renovó y mejoró otros algunos que el mal uso los tenía mal
entendidos, pero lo principal de su ley y aquello en que se diferenció de todos
los que pusieron leyes en los tiempos pasados, fue que mereciendo por sus obras
y por el sacrificio que hizo de sí, el espíritu y la virtud del cielo para los
suyos, y criándola Él mismo en ellos como Dios y Señor poderoso, trató no sólo
con nuestro entendimiento, sino también con nuestra voluntad, y derramando en
ella este espíritu y virtud divina que digo, y sanándola así, esculpió en ella
una ley eficaz y poderosa de amor, haciendo que todo lo justo que las leyes
mandan lo apeteciese, y, por el contrario, aborreciese todo lo que prohíben y
vedan.
Y añadiendo continuamente de este su espíritu
y salud y dulce ley en el alma de los suyos, que procuran siempre ayuntarse con
él, crece en la voluntad mayor amor para el bien, y disminúyese de cada día más
la contradicción que el sentido le hace; y de lo uno y de lo otro se esfuerza
de continuo más esta santa y singular ley que decimos, y echa sus raíces en el
alma más hondas, y apodérase de ella hasta hacer que le sea casi natural lo
justo y el bien.
Y así, trae para sí Cristo y gobierna a los
suyos, como decía un Profeta, «con cuerdas de amor, y no con temblores de
espanto ni con ruido temeroso, como la ley de Moisés.» Por lo cual dijo breve y
significantemente San Juan: «La ley fue dada por Moisés, mas la gracia por
Jesucristo.» Moisés dio solamente ley de preceptos, que no podía dar justicia,
porque hablaban con el entendimiento, pero no sanaban el alma, de que es como
imagen la zarza del Éxodo, que ardía y no quemaba, porque era calidad de la ley
vieja, que alumbraba el entendimiento, mas no ponía calor a la voluntad. Mas
Cristo dio ley de gracia que, lanzada en la voluntad, cura su dañado gusto y la
sana y la aficiona a lo bueno, como Jeremías lo profetizó divinamente diciendo:
«Días vendrán, dice el Señor, y traeré a perfección sobre la casa de Israel y
sobre la casa de Judá un nuevo testamento, no en la manera del que hice con sus
padres en el día que los así de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto,
porque ellos no perseveraron en él y Yo los desprecié a ellos, dice el Señor.
Éste, pues, es el testamento que Yo sentaré con la casa de Israel después de
aquellos días, dice el Señor; asentaré mis leyes en su alma de ellos y
escribirélas en sus corazones. Y Yo les seré Dios, y ellos me serán pueblo
sujeto; y no enseñará alguno de allí adelante a su prójimo ni a su hermano,
diciéndole: Conoce al Señor; porque todos tendrán conocimiento de Mí, desde el menor
hasta el mayor de ellos, porque tendré piedad de sus pecados, y de sus maldades
no tendré más memoria de allí en adelante.»
Pues éstas son las nuevas leyes de Cristo, y
su manera de gobernación particular y nueva. Y no será menester que loe ahora
yo lo que ello se loa, ni me será necesario que refiera los bienes y las
ventajas grandes de esta gobernación adonde guía el amor y no fuerza el temor;
adonde lo que se manda se ama, y lo que se hace se desea hacer; adonde no se
obra sino lo que da gusto, ni se gusta sino de lo que es bueno; adonde el
querer el bien y el entender son conformes; adonde para que la voluntad ame lo
justo, en cierta manera no tiene necesidad que el entendimiento se lo diga y declare.
Y así de esto, como de todo lo demás que se
ha dicho hasta aquí, se concluye que este Rey es sempiterno, y que la razón por que
Dios le llama propiamente rey suyo, es porque los otros reyes y reinos, como
llenos de faltas, al fin han de perecer, y, de hecho, perecen; mas éste, como
reino que es libre de todo aquello que trae a perdición a los reinos, es eterno
y perpetuo. Porque los reinos se acaban, o por tiranía de los reyes, porque
ninguna cosa violenta es perpetua, o por la mala calidad de los súbditos, que
no les consiente que entre sí se concierten, o por la dureza de las leyes y
manera áspera de la gobernación; de todo lo cual, como por lo dicho se ve,
este Rey y este
reino carecen.
Que ¿cómo será tirano el que para ser
compasivo de los trabajos y males que pueden suceder a los suyos, hizo primero
experiencia en sí de todo lo que es dolor y trabajo? O ¿cómo aspirará a la
tiranía quien tiene en sí todo el bien que puede caber en sus súbditos, y que
así no es rey para ser rico por ellos, sino todos son ricos y bienaventurados
por Él? Pues los súbditos entre sí ¿no estarán por ventura anudados con nudo
perpetuo de paz, siendo todos nobles y nacidos de un padre, y dotados de un
mismo espíritu de paz y nobleza? Y la gobernación y las leyes, ¿quién las
desechará como duras, siendo leyes de amor, quiero decir, tan blandas leyes que
el mandar no es otra cosa sino hacer amar lo que se manda? Con razón, pues,
dijo el ángel de este Rey a la Virgen: «Y reinará en la casa de Jacob, y su
reino no tendrá fin.» Y David, tanto antes de este su glorioso descendiente,
cantó en el Salmo setenta y dos lo que Sabino, pues ha tornado este oficio,
querrá decir en el verso en que lo puso su amigo. Y Sabino dijo luego:
-Debe ser la parte, según sospecho, adonde
dice de esta manera:
Será temido, Tú mientras luciere el sol y la luna, y cuanto la rueda de los siglos se volviere. |
Y de lo que toca a la blandura de su gobierno
y a la felicidad de los suyos dice:
Influirá amoroso cual la menuda lluvia, y cual rocío en prado deleitoso. Florecerá en su tiempo el poderío del bien, y una pujanza de paz que durará no un siglo sólo. |
Y prosiguiendo luego Marcelo, añadió:
-Pues obra que dure siempre, y que ni el
tiempo la gasta ni la edad la envejece, cosa clara es que es obra propia y
digna de Dios, el cual, como es sempiterno, así se precia de aquellas cosas que
hace que son de mayor duración. Y pues los demás reyes y reinos son, por sus
defectos, sujetos a fenecer, y al fin miserablemente fenecen; y este Rey nuestro florece y se aviva más con la
edad, sean todos los reyes de Dios, pero éste sólo sea propiamente su Rey, que reina sobre todos los demás, y que,
pasados todos ellos y consumidos, tiene de permanecer para siempre.
Aquí Juliano, pareciéndole que Marcelo
concluía ya su razón, dijo:
-Y aún podéis, Marcelo, ayudar esa verdad que
decís, confirmándola con la diferencia que la Sagrada Escritura pone cuando
significa los reinos de la tierra o cuando habla de este reino de Cristo,
porque dice con ella muy bien.
-Eso mismo quería añadir -dijo entonces
Marcelo- para con ello no decir más de este nombre. Y así decís muy bien,
Juliano, que la manera diferente como la Escritura nombra estos reinos, ella
misma nos dice la condición y perpetuidad del uno, y la mudanza y fin de los
otros. Porque estos reinos que se levantan en la tierra, y se extienden por
ella y la enseñorean y mandan, los profetas, cuando quieren hablar de ellos,
signifícanlos por nombres de vientos o de bestias brutas y fieras; mas a Cristo
y a su reino llámanle monte.
Daniel, hablando de las cuatro monarquías que
ha habido en el mundo -los caldeos, los persas, los romanos, los griegos- dice
que vio los cuatro vientos que peleaban entre sí, y luego pone por su orden
cuatro bestias, unas de otras diferentes cada una en su significación. Y
Zacarías, ni más ni menos, en el capítulo sexto, después de haber profetizado e
introducido para el mismo fin de significación cuatro cuadregas de caballos
diferentes en colores y pelo, dice: «Éstos son los cuatro vientos.» Con lo
demás que después de esto se sigue. Porque, a la verdad, todo este poder
temporal y terreno que manda en el mundo, tiene más de estruendo que de
sustancia; y pásase, como el aire, volando, y nace de pequeños y ocultos
principios.
Y como las bestias carecen de razón y se
gobiernan por fiereza y por crueldad, así lo que ha levantado y levanta estos
imperios de tierra es lo bestial que hay en los hombres: la ambición fiera y la
codicia desordenada del mando, y la venganza sangrienta y el coraje, y la
braveza y la cólera, y lo demás que, como esto, es fiero y bruto en nosotros; y
así finalmente perecen.
Mas a Cristo y a su reino, el mismo Daniel
una vez le significa por nombre de monte, como en el capítulo segundo y otras le llama hombre, como en el capítulo séptimo, de que ahora
decíamos, donde se escribe que vino uno como hijo de hombre, y se presentó
delante del anciano de días, al cual el anciano dio pleno y sempiterno poder
sobre las gentes todas. Para lo primero, del monte, mostrar la firmeza y no mudable duración de
este reino; y en lo segundo, del hombre, declarar que esta santa monarquía no nace ni se
gobierna, ni por afectos bestiales ni por inclinaciones del sentido
desordenadas, sino que todo ello es obra de juicio y de razón; y para mostrar
que es monarquía adonde reina, no la crueldad fiera, sino la clemencia humana
en todas las maneras que he dicho.
Y habiendo dicho esto Marcelo, calló, como
disponiéndose para comenzar otra plática; mas Sabino, antes que comenzase, le
dijo:
-Si me dais licencia, Marcelo, y no tenéis
más que decir acerca de este nombre, os preguntaré dos cosas que se me ofrecen,
y de la una ha gran rato que dudo, y de la otra, me puso ahora duda esto que
acabáis de decir.
-Vuestra es la licencia -respondió entonces
Marcelo-, y gustaré mucho de saber qué dudáis.
-Comenzaré por lo postrero -respondió
Sabino-, y la duda que se me ofrece es que Daniel y Zacarías, en los lugares
que habéis alegado, ponen solamente cuatro imperios o monarquías terrenas, y en
el hecho de la verdad parece que hay cinco; porque el imperio de los turcos y
de los moros, que ahora florece, es diferente de los cuatro pasados, y no menos
poderoso que muchos de ellos. Y si Cristo con su venida, y levantando su reino,
había de quitar de la tierra cualquiera otra monarquía, como parece haberlo
profetizado Daniel en la piedra que hirió en los pies de la estatuta, ¿cómo se
compadece que después de venido Cristo, y después de haberse derramado su
doctrina y su nombre por la mayor parte del mundo, se levante un imperio ajeno
de Cristo en él, y tan grande como éste que digo? Y la segunda duda es acerca
de la manera blanda y amorosa con que habéis dicho que gobierna su reino
Cristo. Porque en el Salmo segundo, y en otras partes, se dice de Él que regirá
con vara de hierro, y que desmenuzará a sus súbditos como si fuesen vasos de
tierra.
-No son pequeñas dificultades, Sabino, las
que habéis movido -dijo Marcelo entonces-, y señaladamente la primera es cosa
revuelta y de duda, y donde quisiera yo más oír el parecer ajeno que no dar el
mío. Y aun es cosa que, para haberse de tratar de raíz, pide mayor espacio del
que al presente tenemos. Pero por satisfacer a vuestra voluntad, diré con
brevedad lo que al presente se ofrece, y lo que podrá bastar para el negocio
presente.
Y luego, volviéndose a Sabino y mirándole,
dijo:
-Algunos, Sabino, que vos bien conocéis, y a
quien todos amamos y preciamos mucho por la excelencia de sus virtudes y
letras, han querido decir que este imperio de los moros y de los turcos, que
ahora se esfuerza tanto en el mundo, no es imperio diferente del romano, sino
parte que procede de él y le constituye y compone. Y lo que dice Zacarías de la
cuadrega cuarta, cuyos caballos dice que eran manchados y fuertes, lo declaran
así: que sea esta cuadrega este postrero imperio de los romanos, el cual, por
la parte de él que son los moros y turcos, se llama fuerte; y por la parte del
occidental, que está en Alemania, adonde los emperadores no se suceden, sino se
eligen de diferentes familias, se nombra vario o manchado.
Y a lo que yo puedo juzgar, Daniel, en dos
lugares, parece que favorece algo a esta sentencia. Porque en el capítulo
segundo, hablando de la estatua en que se significó el proceso y cualidades de
todos los imperios terrenos, dice que las canillas de ella eran de hierro, y
los pies de hierro y de barro mezclados, y las canillas y los pies, como todos
confiesan, no son imagen de dos diferentes imperios, sino del imperio romano
solo, el cual en sus primeros tiempos fue todo de hierro, por razón de la
grandeza y fortaleza suya, que puso a toda la redondez debajo de sí; mas ahora
en lo último, lo occidental de él es flaco y como de barro, y lo oriental, que
tiene en Constantinopla su silla, es muy fuerte y muy duro.
Y que este hierro duro de los pies, que según
este parecer representa a los turcos, nazca y proceda del hierro de las
canillas, que son los antiguos romanos, y que así éstos como aquéllos
pertenezcan a un mismo reino, parece que lo testificó Daniel en el mismo lugar,
cuando, según el texto latino, dice que del tronco, o como si dijésemos, de la
raíz del hierro de las canillas, nacía el hierro que se mezclaba con el barro
en los pies.
Y ni más ni menos el mismo profeta, en el
capítulo séptimo, en la cuarta bestia terrible, que sin duda son los romanos,
parece que afirma lo mismo, porque dice que tenía diez cuernos, y que después
le nació un otro cuerno pequeño, que creció mucho y quebrantó tres de los
otros. El cual cuerno parece que es el reino del turco, que comenzó de pequeños
y bajos principios, y con su gran crecimiento tiene ya quebrantadas y sujetadas
a sí dos sillas poderosas del imperio romano, la de Constantinopla y la de los
soldanes de Egipto, y anda cerca de hacer lo mismo con alguna de las otras que
quedan. Y si este cuerno es el reino del turco, cierto es que este reino es
parte del reino de los romanos, y parte que se encierra en él; pues es cuerno,
como dice Daniel, que nace en la cuarta bestia, en la cual se representa el
imperio romano, como dicho es. Así que algunos hay a quienes esto parece, según
los cuales se responde fácilmente, Sabino, a vuestra cuestión.
Pero, si tengo de decir lo que siento, yo
hallé siempre en ello grandísima dificultad. Porque, ¿qué hay en los turcos por
donde se puedan llamar romanos, o su imperio pueda ser habido por parte del
imperio romano? ¿Linaje? Por la historia sabemos que no lo hay. ¿Leyes? Son muy
diferentes. ¿Forma de gobierno y de república? No hay cosa en que menos
convengan. ¿Lengua, hábito, estilo de vivir o de religión? No se podrán hallar
dos naciones que más se diferencien en esto. Porque decir que pertenece al
imperio romano su imperio porque vencieron a los emperadores romanos, que
tenían en Constantinopla su silla, y, derrocándolos de ella, les sucedieron; si
juzgamos bien, es decir que todos los cuatro imperios no son cuatro diferentes
imperios, sino sólo un imperio; porque a los caldeos vencieron los persas, y
les sucedieron en Babilonia, que era su silla; en la cual los persas estuvieron
asentados por muchos años, hasta que, sucediendo los griegos, y siendo su
capitán Alejandro, se la dejaron a su pesar, y a los griegos, después, los
romanos los depusieron. Y así, si el suceder en el imperio y asiento mismo hace
que sea uno mismo el imperio de los que suceden y de aquellos a quienes se
sucede, no ha habido más de un imperio jamás. Lo cual, Sabino, como vos veis,
ni se puede entender bien ni decir. Por donde algunas veces me inclino a pensar
que los profetas del Viejo Testamento hicieron mención de cuatro reinos solos,
como, Sabino, decís, y que no encerraron en ellos el mando y poder de los
turcos, ni por caso tuvieron luz de él. Porque su fin acerca de este artículo
era profetizar el orden y sucesión de los reinos que había de haber en la
tierra hasta que comenzase en ella a descubrirse el reino de Cristo, que era el
blanco de su profecía, y aquello de cuyo feliz principio y suceso querían dar
noticia a las gentes. Mas si después del nacimiento de Cristo y de su venida, y
del comienzo de su reinar, y en el mismo tiempo en que va ahora reinando con la
espada en la mano, y venciendo a sus enemigos, y escogiendo de entre ellos a su
Iglesia querida para reinar Él solo en ella gloriosa y descubiertamente por
tiempo perpetuo; así que, si en este tiempo que digo, desde que Cristo nació
hasta que se cierren los siglos, se había de levantar en el mundo algún otro
imperio terreno fuerte y poderoso, y no menor que los cuatro pasados, de eso,
como de cosa que no pertenecía a su intento, no dijeron nada los que
profetizaron antes de Cristo, sino dejólo eso la providencia de Dios para
descubrirlo a los profetas del Testamento Nuevo, y para que ellos lo dejasen
escrito en las Escrituras que de ellos la Iglesia tiene.
Y así San Juan, en el Apocalipsis, si yo no me engaño mucho, hace clara
mención (clara, digo, cuanto le es dado al profeta) de este imperio del turco,
y como de imperio que pertenece a ninguno de los cuatro de quienes en el
Testamento Viejo se dice, sino, como de imperio diferente de ellos, y quinto
imperio. Porque dice en el capítulo 13 que vio una bestia que subía de la mar,
con siete cabezas y diez cuernos y otras tantas coronas; y que ella era
semejante a un pardo en el cuerpo, y que los pies eran corno de oso y la boca
semejante a la del león. Y no podemos negar sino que esta bestia es imagen de
algún grande reino e imperio, así por el nombre de bestia, como por las coronas
y cabezas y cuernos que tiene; y señaladamente porque, declarándose el mismo
San Juan, dice poco después que le fue concedido a esta bestia que moviese
guerra a los santos y que los venciese, y que le fue dado poderío sobre todas
las tribus y pueblos y lenguas y gentes. Y así como es averiguado esto, así
también es cosa evidente y notoria que esta bestia no es alguna de las cuatro
que vio Daniel, sino muy diferente de todas ellas, así como la pintura que de
ella hace San Juan es muy diferente. Luego si esta bestia es imagen de reino, y
es bestia desemejante de las cuatro pasadas, bien se concluye que había de
haber en la tierra un imperio quinto después del nacimiento de Cristo, además
de los cuatro que vieron Zacarías y Daniel, que es este que vemos.
Y a lo que, Sabino, decís, que si Cristo,
naciendo y comenzando a reinar por la predicación de su dichoso Evangelio,
había de reducir a polvo y a nada los reinos y principados del suelo, como lo
figuró Daniel en la piedra que hirió y deshizo la estatua, ¿cómo se compadecía
que, después de nacido Él, no sólo durase el imperio romano, sino naciese y se
levantase otro tan poderoso y tan grande? A esto se ha de decir (y es cosa muy
digna de que se advierta y entienda), que este golpe que dio en la estatua la
piedra, y este herir Cristo y desmenuzar los reinos del mundo, no es golpe que
se dio en un breve tiempo y se pasó luego, o golpe que hizo todo su efecto
junto en un mismo instante, sino golpe que se comenzó a dar cuando se comenzó a
predicar el Evangelio de Cristo, y se dio después en el discurso de su
predicación y se va dando ahora, y que durará golpeando siempre, y venciendo
hasta que todo lo que le ha sido adverso, y en lo venidero le fuere, quede
deshecho y vencido.
De manera que el reino del cielo, comenzando
y saliendo a luz, poco a poco va hiriendo la estatua, y persevera hiriéndola
por todo el tiempo que tardare él de llegar a su perfecto crecimiento, y de
salir a su luz gloriosa y perfecta. Y todo esto es un golpe con el cual ha ido
deshaciendo, y continuamente deshace, el poder que Satanás tenía usurpado en el
mundo, derrocando ahora en una gente, ahora en otra, sus ídolos y deshaciendo
su adoración. Y como va venciendo esta dañada cabeza, va también juntamente
venciendo sus miembros, y no tanto deshaciendo el reino terreno, que es
necesario en el mundo, cuanto derrocando todas las condiciones de reinos y de
gentes que le son rebeldes, destruyendo a los contumaces y ganando para sí, y para
mejor y más bienaventurada manera de reino, a los que se le sujetan y rinden. Y
de esta manera, y de las caídas y ruinas del mundo, saca Él y allega su
Iglesia, para, en teniéndola entera como decíamos, todo lo demás, como a paja
inútil, enviarlo al eterno fuego, y Él sólo con ella sola, abierta y
descubiertamente, reinar glorioso y sin fin. Y con esto mismo, Sabino, se
responde a lo que últimamente preguntasteis.
Porque habéis de entender que este reino de
Cristo tiene dos estados, así respecto de cada un particular en quien reina
secretamente, como respecto de todos en común, y de lo manifiesto de él y de lo
público. El un estado es de contradicción y de guerra; el otro será de triunfo
y de paz. En el uno tiene Cristo vasallos obedientes, y tiene también rebeldes;
en el otro todo le obedecerá y servirá con amor. En éste quebranta con vara de
hierro a lo rebelde, y gobierna con amor a lo súbdito; en aquél todo le será
súbdito de voluntad.
Y para declarar esto más, y tratando del
reino que tiene Cristo en cada un alma justa, decimos que de una manera reina
Cristo en cada uno de los justos aquí, y de otra manera reinará en el mismo
después; no de manera que sean dos reinos, sino un reino que, comenzando aquí,
dura siempre, y que tiene según la diferencia del tiempo diversos estados.
Porque aquí lo superior del alma está sujeto
de voluntad a la gracia, que es corno una imagen de Cristo y lugarteniente suyo
hecho por Él, y puesto en ella por Él, para que le presida y le dé vida, y la
rija y gobierne. Mas rebélase contra ella, y pretende hacerle contradicción,
siguiendo la vereda de su apetito, la carne y sus malos deseos y afectos. Mas
pelea la gracia, o por mejor decir, Cristo en la gracia, contra estos rebeldes;
y como el hombre consienta ser ayudado de ella, y no resista a su movimiento,
poco a poco los doma y los sujeta, y va extendiendo el vigor de su fuerza
insensiblemente por todas las partes y virtudes del alma; y, ganando sus
fuerzas, derrueca sus malos apetitos de ella; y a sus deseos, que eran como sus
ídolos, se los quita y deshace. Y, finalmente, conquista poco a poco a todo
este reino nuestro interior, y reduce a su sola obediencia todas las partes de
él; y queda ella hecha señora única, y reina resplandeciendo en el trono del
alma, y no sólo tiene debajo de sus pies a los que le eran rebeldes, mas,
desterrándolos del alma y desarraigándolos de ella, hace que no sean, dándoles
perfecta muerte. Lo cual se pondrá por obra enteramente en la resurrección
postrera, adonde también se acabará el primer estado de este reino, que hemos
llamado estado de guerra y de pelea, y comenzará el segundo estado de triunfo y
de paz.
Del cual tiempo dice bien San Macario:
«Porque entonces, dice, se descubrirá por de fuera en el cuerpo lo que ahora
tiene atesorado el alma dentro de sí, así como los árboles, en pasando el
invierno, y habiendo tomado calor la fuerza que en ellos se encierra con el sol
y con la blandura del aire, arrojan afuera hojas y flores y frutos. Y ni más ni
menos como las yerbas en la misma sazón sacan afuera sus flores, que tenían
encerradas en el seno del suelo, con que la tierra y las yerbas mismas se
adornan. Que todas estas cosas son imágenes de lo que será en aquel día en los
buenos cristianos. Porque todas las almas amigas de Dios, esto es, todos los
cristianos de veras, tienen su mes de Abril, que es el día cuando resucitaren a
vida; adonde, con la fuerza del Sol de justicia, saldrá afuera la gloria del
Espíritu Santo, que cobijará a los justos sus cuerpos. La cual gloria tienen
ahora encubierta en el alma; que lo que ahora tienen, eso sacarán entonces a la
clara en el cuerpo. Pues digo que éste es el mes primero del año; éste el mes
con que todo se alegra; éste viste los desnudos árboles desatando la tierra;
éste en todos los animales produce deleite; y éste es el que regocija todas las
cosas. Pues éste, por la misma manera, es en la resurrección su verdadero abril
a los buenos, que les vestirá de gloria los cuerpos, de la luz que ahora
contienen en sí mismas sus almas; esto es, de la fuerza y poder del espíritu,
el cual, entonces, les será vestidura rica, y mantenimiento, y bebida, y
regocijo, y alegría, y paz, y vida eterna.»
Esto dice Macario. Porque, de allí en
adelante, toda el alma y todo el cuerpo quedarán sujetos perdurablemente a la
gracia; la cual, así como será señora entera del alma, asimismo hará que el
alma se enseñoree del todo del cuerpo. Y como ella, infundida hasta lo más
íntimo de la voluntad y razón, y embebida por todo su ser y virtud, le dará ser
de Dios y la transformará casi en Dios, así también hará que, lanzándose el
alma por todo el cuerpo, y actuándole perfectísimamente, le dé condiciones de
espíritu y casi le transforme en espíritu. Y así, el alma, vestida de Dios,
verá a Dios, y tratará con Él conforme al estilo del cielo; y el cuerpo, casi
hecho otra alma, quedará dotado de sus cualidades de ella, esto es, de
inmortalidad, y de luz, y de ligereza, y de un ser impasible. Y ambos juntos,
el cuerpo y el alma, no tendrán ni otro ser, ni otro querer, ni otro movimiento
alguno más de lo que la gracia de Cristo pusiere en ellos, que ya reinará en
ellos para siempre gloriosa y pacífica.
Pues lo que toca a lo público y universal de
este reino, va también por la misma manera. Porque ahora, y cuanto durare la
sucesión de estos siglos, reina en el mundo Cristo con contradicción, porque
unos le obedecen y otros se le rebelan; y con los sujetos es dulce, y con los
rebeldes y contradicientes tiene guerra perpetua. Por medio de la cual, y según
las secretas y no comprensibles formas de su infinita providencia y poder, los
ha ido ya y va deshaciendo.
Primero, como decía, derrocando las cabezas,
que son los demonios, que en contradicción de Dios y de Cristo se habían
levantado con el señorío de todos los hombres, sujetándolos a sus vicios e ídolos.
Así que primero derrueca a éstos, que son como los caudillos de toda la
infidelidad y maldad, como lo vimos en los siglos pasados, y ahora en el nuevo
mundo lo vemos. Porque sola la predicación del Evangelio, que es decir la
virtud y la palabra de sólo Cristo, es lo que siempre ha deshecho la adoración
de los ídolos.
Pues derrocados éstos, lo segundo, a los
hombres que son sus miembros de ellos, digo, a los hombres que siguen su voz y
opinión, y que son en las costumbres y condiciones como otros demonios, los
vence también o reduciéndolos a la verdad, o, si perseveran en la mentira
duros, quebrándolos y quitándolos del mundo y de la memoria.
Así ha sido siempre desde su principio el
Evangelio, y como el sol, que, moviéndose siempre y enviando siempre su luz,
cuando amanece a los unos, a los otros se pone, así el Evangelio y la
predicación de la doctrina de Cristo, andando siempre y corriendo de unas
gentes a otras, y pasando por todas, y amaneciendo a las unas y dejando las que
alumbraba antes en oscuridad, va levantando fieles y derrocando imperios,
ganando escogidos y asolando los que no son ya de provecho ni fruto.
Y si permite que algunos reinos infieles
crezcan en señorío y poder, hácelo para por su medio de ellos traer a
perfección las piedras que edifican su Iglesia. Y así, aun cuando éstos vencen,
Él vence y vencerá siempre, e irá por esta manera de continuo añadiendo nuevas
victorias, hasta que, cumpliéndose el número determinado de los que tienen
señalados para su reino, todo lo demás, como a desaprovechado e inútil, vencido
ya y convencido por sí, lo encadene en el abismo donde no perezca sin fin. Que
será cuando tuviere fin este siglo, y entonces tendrá principio el segundo
estado de este gran reino, en el cual, desechadas y olvidadas las armas, sólo
se tratará de descanso y de triunfo, y los buenos serán puestos en la posesión
de la tierra y del cielo, y reinará Dios en ellos solo y sin término, que será
estado mucho más feliz y glorioso de lo que ni hablar ni pensar se puede; y del
uno y del otro estado escribió San Pablo maravillosamente aunque con breves
palabras.
Dice a los de Corinto: «Conviene que reine Él
hasta que ponga a todos sus enemigos debajo de sus pies; y, a la postre de
todos, será destruida la muerte enemiga. Porque todo lo sujetó a sus pies; mas
cuando dice que todo le está sujeto, sin duda se entiende todo, excepto Aquel
que se lo sujetó. Pues cuando todo le estuviere sujeto, entonces el mismo Hijo
estará sujeto a Aquel que le sujetó a Él todas las cosas, para que Dios sea en todos
todas las cosas.»
Dice que conviene que reine Cristo hasta que
ponga debajo de sus pies a sus enemigos, y hasta que deje en vacío a todos los
demás señoríos. Y quiere decir que conviene que el reino de Cristo, en el
estado que decimos de guerra y de contradicción, dure hasta que, habiéndolo
sujetado todo, alcance entera victoria de todo. Y dice que, cuando hubiera
vencido a lo demás, lo postrero de todo vencerá la muerte, último enemigo;
porque, cerrados los siglos y deshechos todos los rebeldes, dará fin a la
corrupción y a la mudanza, y resucitará los suyos gloriosos para más no morir,
y con esto se acabará el primer estado de su reino de guerra, y nacerá la vida
y la gloria; y, lleno de despojos y de vencimientos, presentará su Iglesia a su
Padre, que reinará en ella juntamente con su Hijo en felicidad sempiterna.
Y dice que entonces, esto es, en aquel estado
segundo, será Dios en todas las cosas, por dos razones. Una, porque todos los
hombres y todas las partes y sentidos e inclinaciones que en cada uno de ellos
hay, le estarán obedientes y sujetos, y reinará en ellos la ley de Dios sin
contienda, que, como vemos en la oración que el Señor nos enseña, estas dos
cosas andan juntas o casi son una misma, el reinar Dios y el cumplir nosotros
su voluntad y su ley enteramente, así como se cumple en el cielo. Y la otra
razón es porque será Dios entonces, Él solo y por sí, para su reino, todo
aquello que a su reino fuere necesario y provechoso. Porque Él les será el
príncipe y el corregidor, y el secretario y el consejero; y todo lo que ahora
se gobierna por diferentes ministros, Él por sí solo lo administrará con los
suyos, y Él mismo les será la riqueza y el dador de ella, el descanso, el
deleite, la vida.
Y como Platón dice del oficio del rey, que ha
de ser de pastor, así como llama Homero a los reyes, porque ha de ser para sus
súbditos todo, como el pastor para sus ovejas lo es, porque él las apacienta y
las guía, y las cura y las lava, y las trasquila y las recrea, así Dios será
entonces con su dichoso ganado muy más perfecto pastor, o será alma en el
cuerpo de su Iglesia querida; porque, junto entonces y enlazado con ella, y
metido por toda ella por manera maravillosa hasta lo íntimo, así como ahora por
nuestra alma sentimos, así en cierta manera entonces veremos, y sentiremos y
entenderemos y nos moveremos por Dios, y Dios echará rayos de sí por todos
nuestros sentidos, y nos resplandecerá por los rostros.
Y como en el hierro encendido no se ve sino
fuego, así lo que es hombre casi no será sino Dios, que con su Cristo reinará
enseñoreado perfectamente de todos. De cuyo reino, o de la felicidad de este su
estado postrero, ¿qué podemos mejor decir que lo que dice el Profeta? «Di
alabanzas, hija de Sión; gózate con júbilo, Israel; alégrate y regocíjate de
todo tu corazón, hija de Jerusalén; que el Señor dio fin a tu castigo, apartó
de ti su azote, retiró tus enemigos el Rey de Israel. El Señor en medio de ti,
no temerás mal de aquí en adelante.»
O como otro profeta dijo: «No sonará ya de
allí adelante en tu tierra maldad ni injusticia, ni asolamiento ni destrucción
en tus términos; la salud se enseñoreará por tus muros, y en las puertas tuyas
sonará voz de loor. No te servirás de allí adelante del sol para que te alumbre
en el día, ni el resplandor de la luna será tu lumbrera; mas el Señor mismo te
valdrá por sol sempiterno y será tu gloria y tu hermosura tu Dios. No se pondrá
tu sol jamás, ni tu luna se amenguará; porque el Señor será tu luz perpetua,
que ya se fenecieron de tu lloro los días. Tu pueblo todo serán justos todos,
heredarán la tierra sin fin, que son fruto de mis posturas, obra de mis manos
para honra gloriosa. El menor valdrá por mil, y el pequeñito más que una gente
fortísima; que Yo soy el Señor, y en su tiempo Yo lo haré en un momento.»
Y en otro lugar: «Serán allí en olvido
puestas las congojas primeras, y ellas se les esconderán de los ojos. Porque Yo
criaré nuevos cielos y nueva tierra, y los pasados no serán remembrados ni
subirán a las mientes. Porque Yo criaré a Jerusalén regocijo, y alegría a su
pueblo, y me regocijaré Yo en Jerusalén, y en mi pueblo me gozaré. Voz de lloro
ni voz lamentable de llanto no será ya allí más oída, ni habrá más en ella niño
en días ni anciano que no cumpla sus años; porque el de cien años mozo
perecerá, y el que de cien años pecador fuere, será maldito. Edificarán y
morarán, plantarán viñas y comerán de sus frutos. No edificarán y morarán
otros, no plantarán y será de otro comido. Porque conforme a los días del árbol
de vida, será el tiempo del vivir de mi pueblo. Las obras de sus manos se
envejecerán por mil siglos. Mis escogidos no trabajarán en vano, ni engendrarán
para turbación y tristeza. Porque ellos son generaciones de los benditos de
Dios, y es lo que de ellos nace, cual ellos. Y será que antes que levanten la
voz, admitiré su pedido, y en el menear de la lengua Yo los oiré. El lobo y el
cordero serán apacentados como uno, el león comerá heno así como el buey, y
polvo será su pan de la sierpe. No maleficiarán, no contaminarán, dice el
Señor, en toda la santidad de mi monte.»
Calló Marcelo un poco luego que dijo esto. Y
luego tornó a decir:
-Bastará, si os parece, para lo que toca al
nombre de Rey lo que
hemos ahora dicho, dado que mucho más se pudiera decir; mas es bien que
repartamos el tiempo con lo que resta.
Y tornó luego a callar. Y descansando, y como
recogiéndose todo en sí mismo por un espacio pequeño, alzó después los ojos al
cielo, que ya estaba sembrado de estrellas, y teniéndolos en ellas como
enclavados, comenzó a decir así:
Príncipe de paz
Explícase
qué cosa es paz, cómo Cristo
es su autor, y, por tanto, llamado Príncipe
de paz
-Cuando la razón no lo demostrara, ni por
otro camino se pudiera entender cuán amable cosa sea la paz, esta vista hermosa
del cielo que se nos descubre ahora, y el concierto que tienen entre sí estos
resplandores que lucen en él, nos dan de ello suficiente testimonio. Porque
¿qué otra cosa es sino paz, o ciertamente una imagen perfecta de paz, esto que
ahora vemos en el cielo y que con tanto deleite se nos viene a los ojos? Que si
la paz es, como San Agustín breve y verdaderamente concluye, una orden sosegada
o un tener sosiego y firmeza en lo que pide el buen orden, eso mismo es lo que
nos descubre ahora esta imagen. Adonde el ejército de las estrellas, puesto
como en ordenanza y como concertado por sus hileras, luce hermosísimo, y adonde
cada una de ellas inviolablemente guarda su puesto, adonde no usurpa ninguna el
lugar de su vecina ni la turba en su oficio, ni menos, olvidada del suyo, rompe
jamás la ley eterna y santa que le puso la Providencia; antes, como hermanadas
todas y como mirándose entre sí, y comunicándose sus luces las mayores con las
menores, se hacen muestra de amor y, como en cierta manera, se reverencian unas
a otras, y todas juntas templan a veces sus rayos y sus virtudes, reduciéndolas
a una pacífica unidad de virtud, de partes y aspectos diferentes compuesta,
universal y poderosa sobre toda manera.
Y si así se puede decir, no sólo son un
dechado de paz clarísimo y bello, sino un pregón y un loor que con voces
manifiestas y encarecidas nos notifica cuán excelentes bienes son los que la
paz en sí contiene y los que hace en todas las cosas. La cual voz y pregón, sin
ruido se lanza en nuestras almas, y de lo que en ellas lanzada hace, se ve y
entiende bien la eficacia suya y lo mucho que las persuade. Porque luego, como
convencidas de cuánto les es útil y hermosa la paz, se comienzan ellas a
pacificar en sí mismas y a poner a cada una de sus partes en orden.
Porque si estamos atentos a lo secreto que en
nosotros pasa, veremos que este concierto y orden de las estrellas, mirándolo,
pone en nuestras almas sosiego, y veremos que con sólo tener los ojos
enclavados en él con atención, sin sentir en qué manera, los deseos nuestros y
las afecciones turbadas, que confusamente movían ruido en nuestros pechos de
día, se van aquietando poco a poco y, como adormeciéndose, se reposan tomando
cada una su asiento, y reduciéndose a su lugar propio, se ponen sin sentir en
sujeción y concierto. Y veremos que así como ellas se humillan y callan, así lo
principal y lo que es señor en el alma, que es la razón, se levanta y recobra
su derecho y su fuerza, y como alentada con esta vista celestial y hermosa,
concibe pensamientos altos y dignos de sí, y, como en una cierta manera, se
recuerda de su primer origen, y al fin pone todo lo que es vil y bajo en su
parte, y huella sobre ello. Y así, puesta ella en su trono como emperatriz, y
reducidas a sus lugares todas las demás partes del alma, queda todo el hombre
ordenado y pacífico.
Mas ¿qué digo de nosotros que tenemos razón?
Esto insensible y esto rudo del mundo, los elementos y la tierra y el aire y
los brutos, se ponen todos en orden y se aquietan luego que, poniéndose el sol,
se les representa este ejército resplandeciente. ¿No veis el silencio que
tienen ahora todas las cosas, y cómo parece que, mirándose en este espejo
bellísimo, se componen todas ellas y hacen paz entre sí, vueltas a sus lugares
y oficios, y contentas con ellos?
Es, sin duda, el bien de todas las cosas
universalmente la paz; y así, dondequiera que la ven la aman. Y no sólo ella,
mas la vista de su imagen de ella las enamora y las enciende en codicia de
asemejársele, porque todo se inclina fácil y dulcemente a su bien. Y aun si
confesamos, como es justo confesar, la verdad, no solamente la paz es amada
generalmente de todos, mas sola ella es amada y seguida y procurada por todos.
Porque cuanto se obra en esta vida por los que vivimos en ella, y cuanto se
desea y afana, es para conseguir este bien de la paz; y este es el blanco
adonde enderezan su intento, y el bien a que aspiran todas las cosas. Porque si
navega el mercader y si corre los mares, es por tener paz con su codicia que le
solicita y guerrea. Y el labrador, en el sudor de su cara y rompiendo la
tierra, busca paz, alejando de sí cuanto puede al enemigo duro de la pobreza. Y
por la misma manera, el que sigue el deleite, y el que anhela la honra, y el
que brama por la venganza, y, finalmente, todos y todas las cosas buscan la paz
en cada una de sus pretensiones. Porque, o siguen algún bien que les falta, o
huyen algún mal que los enoja.
Y porque así el bien que se busca como el mal
que se padece o se teme, el uno con su deseo y el otro con su miedo y dolor,
turban el sosiego del alma y son como enemigos suyos que le hacen guerra,
colígese manifiestamente que es huir la guerra y buscar la paz todo cuanto se
hace. Y si la paz es tan grande y tan único bien, ¿quién podrá ser príncipe de
ella, esto es, causador de ella y principal fuente suya, sino ese mismo que nos
es el principio y el autor de todos los bienes, Jesucristo, Señor y Dios
nuestro? Porque si la paz es carecer de mal que aflige y de deseo que
atormenta, y gozar de reposado sosiego, sólo Él hace exentas las almas del
temer, y las enriquece por tal manera, que no les queda cosa que poder desear.
Mas, para que esto se entienda, será bien que
digamos por su orden qué cosa es paz y las diferentes maneras que de ella hay,
y si Cristo es príncipe y autor de ella en nosotros según todas sus partes y
maneras, y de la forma en cómo es su autor y su príncipe.
-Lo primero de esto que proponéis -dijo
entonces Sabino- paréceme, Marcelo, que está ya declarado por vos en lo que habéis
dicho hasta ahora, adonde lo probasteis con la autoridad y testimonio de San
Agustín.
-Es verdad que dije -respondió luego Marcelo-
que la paz, según dice San Agustín, no es otra cosa sino una orden sosegada o
un sosiego ordenado. Y aunque no pienso ahora determinarla por otra manera,
porque ésta de San Agustín me contenta, todavía quiero insistir algo acerca de
esto mismo que San Agustín dice, para dejarlo más enteramente entendido.
Porque, como veis, Sabino, según esta
sentencia, dos cosas diferentes son las de que se hace la paz, conviene a
saber: sosiego y orden. Y hácese de ellas así, que no será paz si alguna de
ellas, cualquiera que sea, le faltare. Porque, lo primero, la paz pide orden,
o, por mejor decir, no es ella otra cosa sino que cada una cosa guarde y
conserve su orden. Que lo alto esté en su lugar, y lo bajo, por la misma
manera; que obedezca lo que ha de servir, y lo que es de suyo señor que sea
servido y obedecido; que haga cada uno su oficio, y que responda a los otros
con el respeto que a cada uno se debe. Pide, lo segundo, sosiego la paz.
Porque, aunque muchas personas en la república, o muchas partes en el alma y en
el cuerpo del hombre conserven entre sí su debido orden y se mantengan cada una
en su puesto, pero si las mismas están como bullendo para desconcertarse, y
como forcejeando entre sí para salir de su orden, aun antes que consigan su
intento y se desordenen, aquel mismo bullicio suyo y aquel movimiento destierra
la paz de ellas, y el moverse o el caminar al desorden, o siquiera el no tener
en el orden estable firmeza, es, sin duda, una especie de guerra.
Por manera que la orden sola sin el reposo no
hace paz; ni, al revés, el reposo y el sosiego, si le falta la orden. Porque
una desorden sosegada (si puede haber sosiego en la desorden), pero, si le hay,
como de hecho le parece haber en aquellos en quienes la grandeza de la maldad,
confirmada con la larga costumbre, amortiguando el sentido del bien, hace
asiento; así que el reposo en la desorden y mal, no es sosiego de paz, sino
confirmación de guerra; y es, como en las enfermedades confirmadas del cuerpo,
pelea y contienda y agonía incurable.
Es, pues, la paz sosiego y concierto. Y
porque así el sosiego como el concierto dicen respecto a otro tercero, por eso
propiamente la paz tiene por sujeto a la muchedumbre; porque en lo que es uno y
del todo sencillo, si no es refiriéndolo a otro, y por respeto de aquello a
quien se refiere, no se asienta propiamente la paz.
Pues, cuanto a este propósito pertenece,
podemos comparar el hombre, y referirlo a tres cosas: lo primero a Dios; lo
segundo a ese mismo hombre, considerando las partes diferentes que tiene, y
comparándolas entre sí; y lo tercero, a los demás hombres y gentes con quienes
vive y conversa. Y según estas tres comparaciones, entendemos luego que puede
haber paz en él por tres diferentes maneras. Una, si estuviere bien concertado
con Dios; otra, si él, dentro de sí mismo, viviere en concierto; y la tercera,
si no se atravesare ni encontrare con otros.
La primera consiste en que el alma esté
sujeta a Dios y rendida a su voluntad, obedeciendo enteramente sus leyes, y en
que Dios, como en sujeto dispuesto, mirándola amorosa y dulcemente, influya el
favor de sus bienes y dones. La segunda está en que la razón mande, y el
sentido y los movimientos de él obedezcan sus mandamientos, y no sólo en que
obedezcan, sino en que obedezcan con presteza y con gusto, de manera que no
haya alboroto entre ellos ninguno ni rebeldía, ni procure ninguno por que la
haya, sino que gusten así todos del estar a una, y les sea así agradable la
conformidad, que ni traten de salir de ella, ni por ello forcejeen. La tercera
es dar su derecho a todos cada uno, y recibir cada uno de todos aquello que se
le debe sin pleito ni contienda.
Cada una de estas paces es para el hombre de
grandísima utilidad y provecho, y de todas juntas se compone y fabrica toda su
felicidad y bienandanza. La utilidad de la postrera manera de paz, que nos
ajunta estrechamente y nos tiene en sosiego a los hombres unos con otros, cada día
hacemos experiencia de ella, y los llorosos males que nacen de las contiendas y
de las diferencias y de las guerras, nos la hacen más conocer y sentir.
El bien de la segunda, que es vivir
concertada y pacíficamente consigo mismo, sin que el miedo nos estremezca ni la
afición nos inflame, ni nos saque de nuestros quicios la alegría vana ni la
tristeza, ni menos el dolor nos envilezca y encoja, no es bien tan conocido por
la experiencia; porque, por nuestra miseria grande, son muy raros los que hacen
experiencia de él; mas convéncese por razón y por autoridad claramente.
Porque ¿qué vida puede ser la de aquel en
quien sus apetitos y pasiones, no guardando ley ni buena orden alguna, se
mueven conforme a su antojo? ¿La de aquel que por momentos se muda con aficiones
contrarias, y no sólo se muda, sino muchas veces apetece y desea juntamente lo
que en ninguna manera se compadece estar junto: ya alegre, ya triste, ya
confiado, ya temeroso, ya vil, ya soberbio? O ¿qué vida será la de aquel en
cuyo ánimo hace presa todo aquello que se le pone delante?; ¿del que todo lo
que se le ofrece al sentido desea?; ¿del que se trabaja por alcanzarlo todo, y
del que revienta con rabia y coraje porque no lo alcanza?; ¿del que lo alcanza
hoy, lo aborrece mañana, sin tener perseverancia en ninguna cosa más que en ser
inconstante? ¿Qué bien puede ser bien entre tanta desigualdad? O ¿cómo será
posible que un gusto tan turbado halle sabor en ninguna prosperidad ni deleite?
O, por mejor decir, ¿cómo no turbará y volverá de su calidad malo y desabrido a
todo aquello que en él se infundiere?
Y mejor mucho, y más brevemente, el Profeta,
diciendo: «El malo, como mar que hierve, que no tiene sosiego.» Porque no hay
mar brava, en quien los vientos más furiosamente ejecuten su ira, que iguale a
la tempestad y a la tormenta que, yendo unas olas y viniendo otras, mueven en
el corazón desordenado del hombre sus apetitos y sus pasiones. Las cuales, a
las veces, le oscurecen el día, y le hacen temerosa la noche, y le roban el
sueño, y la cama se la vuelven dura, y la mesa se la hacen trabajosa y amarga,
y, finalmente, no le dejan una hora de vida dulce y apacible de veras. Y así
concluye diciendo: «Dice el Señor: no cabe en los malos paz.» Y si es tan
dañosa esta desorden, el carecer de ella y la paz que la contradice y que pone
orden en todo el hombre, sin duda es gran bien. Y por semejante manera se
conoce cuán dulce cosa es y cuán importante es el andar a buenas con Dios y el
conservar su amistad, que es la tercera manera de paz que decíamos, y la
primera de todas tres. Porque de los efectos que hace su ira en aquellos contra
quienes mueve guerra, vemos por vista de ojos cuán provechosa e importante es
su paz.
Jeremías, en nombre de Jerusalén, encarece
con lloro el estrago que hizo en ella el enojo de Dios, y las miserias a que
vino por haber trabado guerra con él: «Quebrantó, dice, con ira y braveza toda
la fortaleza de Israel, hizo volver atrás su mano derecha delante del enemigo,
y encendió en Jacob como una llama de fuego abrasante en derredor. Fechó su
arco como contrario, refirmó su derecha como enemigo, y puso a cuchillo todo lo
hermoso, y todo lo que era de ver en la morada de la hija de Sión; derramó como
fuego su gran coraje. Volvióse Dios enemigo, despeñó a Israel, asoló sus muros,
deshizo sus reparos, colmó a la hija de Judá de bajeza y miseria.» Y va por
esta manera prosiguiendo muy largamente.
Mas en el libro de Job se ve como dibujado el
miserable mal que pone Dios en el corazón de aquellos contra quienes se muestra
enojado: «Sonido, dice, de espanto siempre en sus orejas; y, cuando tiene paz,
se recela de alguna celada; no cree poder salir de tinieblas, y mira en
derredor, recatándose por todas partes de la espada; atemorízale la tribulación
y cércale a la redonda la angustia.» Y, sobre todos, refiriendo Job sus
dolores, pinta singularmente en sí mismo el estrago que hace Dios en los que se
enoja. Y decirlo he en la manera que nuestro común amigo, en verso castellano,
lo dijo. Dice, pues:
Veo
que Dios los pasos me ha tomado; |
|||
cortado me
ha la senda, y con oscura |
|||
tiniebla
mis caminos ha cerrado. |
|||
Quitó
de mi cabeza la hermosura |
|||
del rico
resplandor con que iba al cielo; |
|||
desnudo me
dejó con mano dura. |
|||
Cortóme en derredor, y vine al suelo |
|||
cual árbol
derrocado; mi esperanza |
|||
el viento
la llevó con presto vuelo. |
|||
Mostró de su furor la gran pujanza, |
|||
airado, y,
triste yo, como si fuera |
|||
contrario,
así de sí me aparta y lanza. |
|||
Corrió como en tropel su escuadra fiera, |
|||
y vino y
puso cerco a mi morada, |
|||
y abrió
por medio de ella gran carrera. |
Y si del tener por contrario a Dios y del
andar en bandos con Él nacen estos daños, bien se entiende que carecerá de
ellos el que se conservare en su paz y amistad; y no sólo carecerá de estos
daños, mas gozará de señalados provechos. Porque como Dios enojado y enemigo es
terrible, así amigo y pacífico es liberal y dulcísimo, como se ve en lo que
Isaías en su persona de Él dice que hará con la congregación santa de sus
amigos y justos: «Alegraos con Jerusalén, dice, y regocijaos con ella todos los
que la queréis bien; gozaos, gozaos mucho con ella todos los que la llorabais,
para que, a los pechos de su contento puestos, los gustéis y os hartéis, para
que los exprimáis, y tengáis sobra de los deleites de su perfecta gloria.
Porque el Señor dice así: Yo derivaré sobre ella como un río de paz, y como una
avenida creciente la gloria de las gentes, de que gozaréis; traeros han a los
pechos, y sobre las rodillas puestos, os harán regalos; como si una madre
acariciase a su hijo, así Yo os consolaré a vosotros; con Jerusalén seréis
consolados.»
Así que, cada una de estas tres paces es de
mucha importancia. Las cuales, aunque parecen diferentes, tienen entre sí
cierta conformidad y orden, y nacen de la una de ellas las otras por esta
manera. Porque del estar uno concertado y bien compuesto dentro de sí, del
tener paz consigo mismo, no habiendo en él cosa rebelde que a la razón
contradiga, nace, como de fuente, lo primero el estar en concordia con Dios, y
lo segundo el conservarse en amistad con los hombres.
Y digamos de cada una cosa por sí. Porque,
cuanto a lo primero, cosa manifiesta es que Dios, cuando se nos pacifica y, de
enemigo, se amista, y se desenoja y ablanda, no se muda Él, ni tiene otro parecer
o querer de aquel que tuvo desde toda la eternidad sin principio, por el cual
perpetuamente aborrece lo malo y ama lo bueno y se agrada de ello, sino el
mudarnos nosotros usando bien de sus gracias y dones, y el poner en orden a
nuestras almas, quitando lo torcido de ellas y lo contumaz y rebelde, y
pacificando su reino y ajustándolas con la ley de Dios, y por este camino, el
quitarnos del cuento y de la lista de los perdidos y torcidos que Dios
aborrece, y traspasarnos al bando de los buenos que Dios ama, y ser del número
de ellos, eso quita a Dios de enojo y nos torna en su buena gracia.
No porque se mude ni altere Él, ni porque
comience a amar ahora otra cosa diferente de lo que amó siempre, sino porque,
mudándonos nosotros, venimos a figurarnos en aquella manera y forma que a Dios
siempre fue agradable y amable. Y así Él, cuando nos convida a su amistad por
el Profeta, no nos dice que se mudará Él, sino pídenos que nos convirtamos a Él
nosotros, mudando nuestras costumbres. «Convertíos a Mí, dice, y Yo me
convertiré a vosotros.» Como diciendo: Volveos vosotros a Mí, que, haciendo
vosotros esto, por el mismo caso Yo estoy vuelto a vosotros, y os miro con los
ojos y con las entrañas de amor con que siempre estoy mirando a los que
debidamente me miran. Que, como dice David en el Salmo: «Los ojos del Señor
sobre los justos, y sus oídos en sus ruegos de ellos.»
Así que Él mira siempre a lo bueno con vista
de aprobación y de amor. Porque, como sabéis, Dios y lo que es amado de Dios
siempre se están mirando entre sí, y como si dijésemos, Dios en el que ama, y
el que ama a Dios, en ese mismo Dios tiene siempre enclavados los ojos. Dios
mira por él con particular providencia, y él mira a Dios para agradarle con
solicitud y cuidado; de lo primero, dice David en el Salmo: «Los ojos del Señor
sobre los justos, y sus oídos a sus ruegos de ellos.» De lo segundo dicen ellos
también: «Como los ojos de los siervos miran con atención a las manos y a los
semblantes de sus señores, así nuestros ojos los tenemos fijados en Dios.» Y en
los Cantares pide
el Esposo al alma justa que le muestre la cara porque ese es oficio del justo.
Y a muchos justos, en las sagradas Letras en particular, para decirles Dios que
sean justos y que perseveren y se adelanten en la virtud, les dice así y les
pide que no se escondan de Él, sino que anden en su presencia y que le traigan
siempre delante.
Pues cuando dos cosas en esta manera
juntamente se miran, si es así que la una de ellas es inmudable, y si con esto
acontece que se dejen de mirar algún tiempo, eso de necesidad vendrá, porque la
otra que se podía torcer, usando de su poder, volvió a otra parte la cara; y,
si tornaren a mirarse después, será la causa porque aquella misma que se torció
y escondió, volvió otra vez su rostro hacia la primera, mudándose.
Y de esta misma manera, estándose Dios firme
e inmudable en sí mismo, y no habiendo más alteración en su querer y entender
que la hay en su vida y en su ser, porque en Él todo es una misma cosa, el ser
y el querer, nuestra mudanza miserable y las veces de nuestro albedrío, que,
como vientos diversos, juegan con nosotros, y nos vuelven al mal por momentos,
nos llevan a la gracia de Dios ayudados de ella, y nos sacan de ella con su
propia fuerza mil veces. Y mudándome yo, hago que parezca Dios mudarse conmigo,
no mudándose Él nunca.
Así que, por el mismo caso que lo torcido de
mi alma se destuerce, y lo alborotado de ella se pone en paz y se vuelve,
vencidas las nieblas y la tempestad del pecado, a la pureza y a lo sereno de la
luz verdadera, Dios luego se desenoja con ella. Y de la paz de ella consigo
misma, criada en ella por Dios, nace la paz segunda que, como dijimos, consiste
en que Dios y ella, puestos aparte los enojos, se amen y quieran bien.
Y de la misma manera, en tener uno paz
consigo es principio ciertísimo para tenerla con todos los otros. Porque sabida
cosa es que lo que nos diferencia y lo que nos pone en contienda y en guerra a
unos con otros, son nuestros deseos desordenados, y que la fuente de la
discordia y rencilla siempre es y fue la mala codicia de nuestro vicioso
apetito. Porque todas las diferencias y enojos que los hombres entre sí tienen,
siempre se fundan sobre la pretensión de alguno de estos bienes que llaman
bienes los hombres, como son, o el interés o la honra o el pasatiempo y
deleite; que, como son bienes limitados y que tienen su cierta tasa, habiendo
muchos que los pretendan sin orden, no bastan a todos, o vienen a ser para cada
uno menores, y así se embarazan y se estorban los unos a los otros aquellos que
sin rienda los aman. Y del estorbo nace el disgusto, y de él el enojo; y al
enojo se le siguen los pleitos y las diferencias, y, finalmente, las
enemistades capitales y las guerras. Como lo dice Santiago, casi por estas
mismas palabras: «¿De dónde hay en vosotros pleitos y guerras, sino por causa
de vuestros deseos malos?»
Y, al revés, el hombre de ánimo bien
compuesto y que conserva paz y buen orden consigo, tiene atajadas y como
cortadas casi todas las ocasiones, y, cuanto es de su parte, sin duda todas las
que le pueden encontrar con los hombres. Que si los otros se desentrañan por
estos bienes, y si a rienda suelta y como desalentados siguen en pos del
deleite, y se desvelan por las riquezas, y se trabajan y fatigan por subir a
mayor grado y a mayor dignidad adelantándose a todos, este que digo no se les
pone delante para hacerles dificultad o para cerrarles el paso, antes,
haciéndose a su parte, y rico y contento con los bienes que posee en su alma,
les deja a los demás campo ancho, y, cuanto es de su parte, bien desembarazado,
adonde a su contento se espacien. Y nadie aborrece al que en ninguna cosa le
daña. Y el que no ama lo que los otros aman, y ni quiere ni pretende quitar de
las manos y de las uñas a ninguno su bien, no daña a ninguno.
Así que, como la piedra que en el edificio
está asentada en su debido lugar, o, por decir cosa más propia, como la cuerda
en la música, debidamente templada en sí misma, hace música dulce con todas las
demás cuerdas, sin disonar con ninguna, así el ánimo bien concertado dentro de
sí, y que vive sin alboroto, y tiene siempre en la mano la rienda de sus
pasiones y de todo lo que en él puede mover inquietud y bullicio, consuena con
Dios y dice bien con los hombres, y, teniendo paz consigo mismo, la tiene con
los demás. Y, como dijimos, estas tres paces andan eslabonadas entre sí mismas,
y de la una de ellas nacen, como de fuente, las otras, y ésta de quien nacen
las demás es aquella que tiene su asiento en nosotros.
De la cual San Agustín dice bien en esta
manera: «Vienen a ser pacíficos en sí mismos los que, poniendo primero en
concierto todos los movimientos de su alma, y sujetándolos a la razón, esto es,
a lo principal del alma, y espíritu, y teniendo bien domados los deseos
carnales, son hechos reino de Dios, en el cual todo está ordenado; así que,
mande en el hombre lo que en él es más excelente, y lo demás en que convenimos
con los animales brutos no le contradiga; y eso mismo excelente, que es la
razón, esté sujeta a lo que es mayor que ella, esto es, a la verdad misma, y al
Hijo unigénito de Dios, que es la misma verdad. Porque no le será posible a la
razón tener sujeto lo que es inferior, si ella, a lo que superior le es, no
sujetare a sí misma. Y esta es la paz que se concede en el suelo a los hombres
de buena voluntad, y la en que consiste la vida del sabio perfecto.»
Mas dejando esto aquí, averigüemos ahora y
veamos -que ya el tiempo lo pide- qué hizo Cristo para poner el reino de
nuestras almas en paz, y por dónde es llamado príncipe de ella. Que decir que
es príncipe de esta obra, es decir no sólo que Él la hace, mas que es sólo Él
que la puede hacer, y que es el que se aventaja entre todos aquellos que han
pretendido el hacer este bien, lo cual ciertamente han pretendido muchos, pero
no les ha sucedido a ninguno. Y así hemos de asentar por muy ciertas dos cosas:
una, que la religión o la policía o la doctrina o maestría que no engendra en
nuestras almas paz y composición de afectos y de costumbres, no es Cristo ni
religión suya por ninguna manera; porque, como sigue la luz al sol, así este
beneficio acompaña a Cristo siempre, y es infalible señal de su virtud y
eficacia.
La otra cosa es que ninguno jamás, aunque lo
pretendieron muchos, pudo dar este bien a los hombres sino Cristo y su ley. Por
Manera que no solamente es obra suya esta paz, mas obra que Él sólo la supo
hacer, que es la causa por donde es llamado su príncipe. Porque unos, atendiendo a nuestro poco
saber, e imaginando que el desorden de nuestra vida nacía solamente de la
ignorancia, parecióles que el remedio era desterrar de nuestro entendimiento
las tinieblas del error, y así pusieron su cuidado y diligencia en solamente
dar luz al hombre con leyes, y en ponerle penas que le indujesen con su temor a
aquello que le mandaban las leyes. De esto, como ahora decíamos, trató la ley
vieja, y muchos otros hombres que ordenaron leyes atendieron a esto, y mucha
parte de los antiguos filósofos escribieron grandes libros acerca de este
propósito.
Otros, considerando la fuerza que en nosotros
tiene la carne y la sangre, y la violencia grande de sus movimientos,
persuadiéronse que de la compostura y complexión del cuerpo manaban, como de
fuente, la destemplanza y turbaciones del alma, y que se podría atajar este mal
con sólo cortar esta fuente. Y porque el cuerpo se ceba y se sustenta con lo
que se come, tuvieron por cierto que, con poner en ello orden y tasa, se
reduciría a buen orden el alma, y se conservaría siempre en paz y salud. Y así
vedaron unos manjares, lo que les pareció que, comidos, con su vicioso jugo,
acrecentarían las fuerzas desordenadas y los malos movimientos del cuerpo, y de
otros señalaron cuándo y cuánto de ellos se podía comer, y ordenaron ciertos
ayunos y ciertos lavatorios, con otros semejantes ejercicios, enderezados todos
a adelgazar el cuerpo, criando en él una santa y limpia templanza.
Tales fueron los filósofos indios, y muchos
sabios de los bárbaros siguieron por este camino. Y en las leyes de Moisés
algunas de ellas se ordenaron para esto también. Mas ni los unos ni los otros
salieron con su pretensión, porque, puesto caso que estas cosas sobredichas
todas ellas son útiles para conseguir este fin de paz que decimos, y algunas de
ellas muy necesarias, mas ninguna de ellas, ni juntas todas, no son bastantes
ni poderosas para criar en el alma esta paz enteramente, ni para desterrar de
ella, o a lo menos para poner en concierto en ella, estas olas de pasiones y
movimientos furiosos que la alteran y turban. Porque habéis de entender que en
el hombre, en quien hay alma y hay cuerpo, y en cuya alma hay voluntad y razón,
por el grande estrago que hizo en él el pecado primero, todas estas tres cosas
quedaron miserablemente dañadas. La razón con ignorancias, el cuerpo y la carne
con sus malos siniestros, dejados sin rienda, y la voluntad, que es la que
mueve en el reino del hombre, sin gusto para el bien y golosa para el mal, y
perdidamente inclinada, y como despojada del aliento del cielo, y como
revestida de aquel malo y ponzoñoso espíritu de la serpiente, de quien esta
mañana tantas veces y tan largamente decíamos.
Y con esto, que es cierto, habéis también de
entender que de estos tres males y daños, el de la voluntad es como la raíz y
el principio de todos. Porque, como en el primer hombre se ve, que fue el autor
de estos males, y el primero en quien ellos hicieron prueba y experiencia de sí
mismos, el daño de la voluntad fue el primero; y de allí se extendió, cundiendo
la pestilencia, al entendimiento y al cuerpo. Porque Adán no pecó porque
primero se desordenase el sentido en él, ni porque la carne, con su ardor
violento llevase en pos de sí la razón, ni pecó por haberse cegado primero su
entendimiento con algún grave error, que, como dice San Pablo, en aquel
artículo no fue engañado el varón, sino pecó porque quiso lisamente pecar, esto
es, porque abriendo de buena gana las puertas de su voluntad, recibió en ella
el espíritu del demonio, y, dándole a él asiento, la sacó a ella de la
obediencia de Dios y de su santa orden y de la luz y favor de su gracia. Y
hecho una por una este daño, luego de él le nació en el cuerpo desorden y en la
razón ceguedad. Así que la fuente de la desventura y guerra común es la
voluntad dañada y como emponzoñada con esta maldad primera.
Y porque los que pusieron leyes para alumbrar
nuestro error mejoraban la razón solamente, y los que ordenaron la dieta
corporal, vedando y concediendo manjares, templaban solamente lo dañado del
cuerpo, y la fuente del desconcierto del hombre y de estas desórdenes todas no
tenía asiento ni en la razón ni en el cuerpo, sino, como hemos dicho, en la voluntad
maltratada, como no atajaban la fuente ni atinaban ni podían atinar a poner
medicina en esta podrida raíz, por eso careció su trabajo del fruto que
pretendían. Sólo aquel lo consiguió que supo conocer esta origen, y, conocida,
tuvo saber y virtud para poner en ella su medicina propia, que fue Jesucristo,
nuestra verdadera salud. Porque lo que remedia este mal espíritu y este
perverso brío con que se corrompió en su primer principio la voluntad, es un
otro espíritu santo y del cielo, y lo que sana esta enfermedad y malatía de
ella, es el don de la gracia, que es salud y verdad. Y esta gracia y este
espíritu sólo Cristo pudo merecerlo y sólo Cristo lo da, porque, como decíamos
acerca del nombre pasado -y es bien que se tome a decir para que se entienda mejor,
porque es punto de grande importancia- no se puede falsear ni contrastar lo que
dice San Juan: «Moisés hizo la ley, mas la gracia es obra de Cristo.» Como si
en más palabras dijera: Esto, que es hacer leyes y dar luz con mandamientos al
entendimiento del hombre, Moisés lo hizo, y muchos otros legisladores y sabios
lo intentaron hacer, y en parte lo hicieron; y aunque Cristo también en esta
parte sobró a todos ellos con más ciertas y más puras leyes que hizo, pero lo
que puede enteramente sanar al hombre, y lo que es sola y propia obra de
Cristo, no es eso -que muy bien se compadecen entendimiento claro y voluntad
perversa, razón desengañada y mal inclinada voluntad-, mas es sola la gracia y
el espíritu bueno, en el cual ni Moisés ni ningún otro sabio ni criatura del
mundo tuvo poder para darlo, sino es sólo Cristo Jesús.
Lo cual es en tanta manera verdad (no sólo
que Cristo es el que nos da esta medicina eficaz de la gracia, sino que sola
ella es la que nos puede sanar enteramente, y que los demás medios de luz y
ejercicios de vida jamás nos sanaron), que muchas veces aconteció que la luz
que alumbraba el entendimiento, y las leyes que le eran como antorcha para
descubrirle el camino justo, no sólo no remediaron el mal de los hombres, mas
antes, por la disposición de ellos mala, les acarrearon daño y enfermedad
notablemente mayor. Y lo que era bueno en sí, por la calidad del sujeto enfermo
y malsano, se les convertía en ponzoña que los dañaba más, como lo escribe
expresamente San Pablo en una parte, diciendo que la ley le quitó la vida del
todo; y en otra, que por ocasión de la ley se acrecentó y salió el pecado como
de madre; y en otra, dando la razón de esto mismo, porque dice: «El pecado que
se comete habiendo ley es pecado en manera superlativa», esto es, porque se
peca, cuando así se peca, más gravemente, y viene así a llegar a sus mayores
quilates la malicia del mal.
Porque, a la verdad, como muestra bien Platón
en el segundo Alcibiades, a los que tienen dañada la voluntad, o no bien
aficionada acerca del fin último y acerca de aquello que es lo mejor, la
ignorancia les es útil las más de las veces y el saber peligroso y dañoso;
porque no les sirve de freno para que no se arrojen al mal -porque sobrepuja
sobre todo el desenfrenamiento, y, como si dijésemos, el desbocamiento de su
voluntad estragada-, sino antes les es ocasión, unas veces para que pequen más
sin disculpa, y otras para que de hecho pequen los que sin aquella luz no
pecaran. Porque, por su grande maldad, que la tienen ya como embebida en las
venas, usan de la luz, no para encaminar sus pasos bien, sino para hallar
medios e ingenios para traer a ejecución sus perversos deseos más fácilmente;
y, aprovéchanse de la luz y del ingenio, no para lo que ello es, para guía del
bien, sino para adalid o para ingeniero del mal, y, por ser más agudos y más
sabios, vienen a corromperse más y a hacerse peores. De lo cual todo resulta
que sin la gracia no hay paz ni salud, y que la gracia es obra nacida del
merecimiento de Cristo.
Mas porque esto es claro y ciertísimo, veamos
ahora qué cosa es gracia o qué fuerza es la suya, y en que manera, sanando la
voluntad, cría paz en todo el hombre interior y exterior.
Y diciendo esto Marcelo, puso los ojos en el
agua, que iba sosegada y pura, y relucían en ella como en espejo todas las
estrellas y hermosura del cielo, y parecía como otro cielo sembrado de hermosos
luceros; y, alargando la mano hacia ella, y como mostrándola, dijo luego así:
-Esto mismo que ahora aquí vemos en esta
agua, que parece como un otro cielo estrellado, en parte nos sirve de ejemplo
para conocer la condición de la gracia. Porque así como la imagen del cielo
recibida en el agua, que es cuerpo dispuesto para ser como espejo, al parecer
de nuestra vista la hace semejante a sí mismo, así, como sabéis, la gracia
venida al alma y asentada en ella, no al parecer de los ojos, sino en el hecho
de la verdad, la asemeja a Dios y le da sus condiciones de Él, y la transforma
en el cielo, cuanto le es posible a una criatura que no pierde su propia
sustancia, ser transformada. Porque es una cualidad, aunque criada, no de la
cualidad ni del metal de ninguna de las criaturas que vemos, ni tal cuales son
todas las que la fuerza de la naturaleza produce, que ni es aire ni fuego ni
nacida de ningún elemento; y la materia del cielo y los cielos mismos le
reconocen ventaja en orden de nacimiento y en grado más subido de origen.
Porque todo aquello es natural y nacido por la ley natural, mas ésta es sobre
todo lo que la naturaleza puede y produce. En aquella manera nacen las cosas
con lo que les es natural y propio, y como debido a su estado y a su condición,
mas lo que la gracia da, por ninguna manera puede ser natural a ninguna
sustancia criada, porque, como digo, traspasa sobre todas ellas, y es como un
retrato de lo más propio de Dios, y cosa que le retrae y remedia mucho, lo cual
no puede ser natural sino a Dios.
De arte que la gracia es una como deidad y
una como figura viva del mismo Cristo, que, puesta en el alma, se lanza en ella
y la deifica, y, si se va a decir verdad, es el alma del alma. Porque, así como
mi alma, abrazada a mi cuerpo y extendiéndose por todo él, siendo caedizo y de
tierra, y de suyo cosa pesadísima y torpe, le levanta en pie y le menea, y le
da aliento y espíritu, y así le enciende en calor que le hace como una llama de
fuego y le da las condiciones del fuego, de manera que la tierra anda, y lo
pesado discurre ligero, y lo torpísimo y muerto vive y siente y conoce; así en
el alma, que por ser criatura tiene condiciones viles y bajas, y que por ser el
cuerpo adonde vive de linaje dañado, está ella aún más dañada y perdida,
entrando la gracia en ella y ganando la llave de ella, que es la voluntad, y
lanzándosele en su seno secreto, y, como si dijésemos, penetrándola toda, y de
allí extendiendo su vigor y virtud por todas las demás fuerzas del ánimo, la
levanta de la afición de la tierra, y, convirtiéndola al cielo y a los
espíritus que se gozan en él, le da su estilo y su vivienda, y aquel
sentimiento y valor y alteza generosa de lo celestial y divino, y, en una
palabra, la asemeja mucho a Dios en aquellas cosas que le son a Él más propias
y más suyas, y, de criatura que es suya, la hace hija suya muy su semejante; y
finalmente la hace un otro Dios, así adoptado por Dios que parece nacido y
engendrado de Dios.
Y porque, como dijimos, entrando la gracia en
el alma y asentándose en ella, adonde primero prende es en la voluntad, y
porque en Dios la voluntad es la misma ley de todo lo justo (y eso es bien, lo
que Dios quiere, y solamente quiere aquello que es bueno), por eso, lo primero
que en la voluntad la gracia hace es hacer de ella una ley eficaz para el bien,
no diciéndole lo que es bueno, sino inclinándola y como enamorándola de ello.
Porque, como ya hemos dicho, se debe entender
que esto que llamamos «o ley o dar ley» puede acontecer en dos diferentes
maneras. Una es la ordinaria y usada, que vemos que consiste en decir y señalar
a los hombres lo que les conviene hacer o no hacer, escribiendo con pública
autoridad mandamientos y ordenaciones de ello, y pregonándolas públicamente.
Otra es que consiste no tanto en aviso como en inclinación, que se hace, no
diciendo ni mandando lo bueno, sino imprimiendo deseo y gusto de ello. Porque
el tener uno inclinación y prontitud para alguna otra cosa que le conviene, es
ley suya de aquel que está en aquella manera inclinado, y así la llama la
filosofía, porque es lo que le gobierna la vida, y lo que le induce a lo que le
es conveniente, y lo que le endereza por el camino de su provecho, que todas
son obras propias de ley. Así, es ley de la tierra la inclinación que tiene a
hacer asiento en el centro, y del fuego el apetecer lo subido y lo alto, y de
todas las criaturas sus leyes son aquello mismo a que las lleva su naturaleza
propia.
La primera ley, aunque es buena, pero, como
arriba está dicho, es poco eficaz cuando lo que se avisa es ajeno de lo que
apetece el que recibe el aviso, como lo es en nosotros por razón de nuestra
maldad. Mas la segunda ley es en grande manera eficaz, y ésta pone Cristo con
la gracia en nuestra alma. Porque por medio de ella escribe en la voluntad de
cada uno con amor y afición aquello mismo que las leyes primeras escriben en
los papeles con tinta, y de los libros de pergamino y de las tablas de piedra o
de bronce, las leyes que estaban esculpidas en ellas con cincel o buril, las
traspasa la gracia y las esculpe en la voluntad. Y la ley que por de fuera
sonaba en los oídos del hombre y le afligía el alma con miedo, la gracia se la
encierra dentro del seno y se la derrama, como si dijésemos, tan dulcemente por
las fuerzas y apetitos del alma, que se la convierte en su único deleite y
deseo; y, finalmente, hace que la voluntad del hombre, torcida y enemiga de
ley, ella misma quede hecha una justísima ley, y, como en Dios, así en ella su querer
sea lo justo, y lo justo sea todo su deseo y querer, cada uno según su manera,
como maravillosamente lo profetizó Jeremías en el lugar que está dicho.
Queda, pues, concluido que la gracia, como es
semejanza de Dios, entrando en nuestra alma y prendiendo luego su fuerza en la
voluntad de ella, la hace por participación, como de suyo es la de Dios, ley e
inclinación y deseo de todo aquello que es justo y que es bueno. Pues hecho
esto, luego por orden secreta y maravillosa se comienza a pacificar el reino
del alma y a concertar lo que en ella estaba encontrado, y a ser desterrado de
allí todo lo bullicioso y desasosegado que la turbara, y descúbrese entonces la
paz, y muestra la luz de su rostro, y sube y crece, y, finalmente, queda reina
y señora.
Porque, lo primero, en estando aficionada por
virtud de la gracia en la manera que hemos dicho, la voluntad luego calla, y
desaparece el temor horrible de la ira de Dios, que le movía cruda guerra, y
que, poniéndosele a cada momento delante, la traía sobresaltada y atónita. Así
lo dice San Pablo: «Justificados con la gracia, luego tenemos paz con Dios.»
Porque no le miramos ya como a Juez airado, sino como a padre amoroso, ni le
concebimos ya como a enemigo nuestro poderoso y sangriento, sino como a amigo
dulce y blando. Y como, por medio de la gracia, nuestra voluntad se conforma y
se asemeja con Él, amamos a lo que se nos parece, y confiamos por el mismo caso
que nos ama Él como a sus semejantes.
Lo segundo, la voluntad y la razón, que
estaban hasta aquel punto perdidamente discordes, hacen luego paz entre sí;
porque de allí adelante lo que juzga la una parte, eso mismo desea la otra, y
lo que la voluntad ama, eso mismo es lo que aprueba el entendimiento. Y así
cesa aquella amarga y continua lucha, y aquel alboroto fiero, y aquel continuo
reñir con que se despedazan las entrañas del hombre, que tan vivamente San
Pablo con sus divinas palabras pintó cuando dice: «No hago el bien que juzgo,
sino el mal que aborrezco y condeno. Juzgo bien de la ley de Dios según el hombre
interior, pero veo otra ley en mi mismo apetito, que contradice a la ley de mi
espíritu y me lleva cautivo en seguimiento de la ley de pecado, que en mis
inclinaciones tiene asiento. Desventurado yo, quien me podrá librar de la
maldad mortal de este cuerpo»?
Y no solamente convienen en uno de allí
adelante la razón y la voluntad, mas con su bien guiado deseo de ella y con el
fuego ardiente de amor con que apetece lo bueno, enciende en cierta manera luz
con que la razón viene más enteramente en el conocimiento del bien, y de muy
conformes y de muy amistados los dos, vienen a ser entre sí semejantes y casi a
trocar entre sí sus condiciones y oficios; y el entendimiento levanta luz que
aficione, y la voluntad enciende amor que guíe y alumbre, y, casi, enseña la
voluntad, y el entendimiento apetece.
Lo tercero, el sentido y las fuerzas del alma
más viles, que nos mueven con ira y deseos, con los demás apetitos y virtudes
del cuerpo, reconocen luego el nuevo huésped que ha venido a su casa, y la
salud y nuevo valor que para contra ellos le ha venido a la voluntad, y,
reconociendo que hay justicia en su reino y quien levante vara en él poderosa
para escarmentar con castigo a lo revoltoso y rebelde, recógense poco a poco, y
como atemorizados se retiran, y no se atreven ya a poner unas veces fuego y
otras veces hielo, y continuamente alboroto y desorden, bulliciosos y
desasosegados como antes solían; y, si se atreven, con una sofrenada la
voluntad santa los pacifica y sosiega, y crece ella cada día más en vigor, y
creciendo siempre y entrañándose de continuo en ella más los buenos y justos
deseos, y haciéndolos como naturales a sí, pega su afición y talante a las
otras fuerzas menores, y, apartándolas insensiblemente de sus malos siniestros
y como desnudándolas de ellos, las hace a su condición e inclinación de ella
misma; y de la ley santa de amor en que está transformada por gracia, deriva
también y comunica a los sentidos su parte; y como la gracia, apoderándose del
alma, hace como un otro Dios a la voluntad, así ella, deificada y hecha del
sentido como reina y señora, casi le convierte de sentido en razón.
Y como acontece en la naturaleza y en las
mudanzas de la noche y del día, que, como dice David en el Salmo: «En viniendo
la noche salen de sus moradas las fieras, y, esforzadas y guiadas por las
tinieblas, discurren por los campos y dan estrago a su voluntad en ellos; mas,
luego que amanece el día y que apunta la luz, esas mismas se recogen y
encuevan»; así el desenfrenamiento fiero del cuerpo y la rebeldía alborotadora
de sus movimientos, que cuando estaba en la noche de su miseria la voluntad
nuestra caída, discurrían con libertad y lo metían todo a sangre y a fuego, en
comenzando a lucir el rayo del buen amor, y en mostrándose el día del bien,
vuelve luego el pie atrás y se esconde en su cueva, y deja que lo que es hombre
en nosotros salga a luz, y haga su oficio sosegada y pacíficamente, y de sol a
sol.
Porque, a la verdad, ¿qué es lo que hay en el
cuerpo que sea poderoso para desasosegar a quien es regido por una voluntad y
razón semejante? ¿Por ventura el deseo de los bienes de esta vida le
solicitará, o el temor de los males de ella le romperá su reposo? ¿Alterarse ha
con ambición de honras o con amor de riquezas, o con la afición de los
ponzoñosos deleites desalentado, saldrá de sí mismo? ¿Cómo le turbará la
pobreza al que de esta vida no quiere más de una estrecha pasada? ¿Cómo le
inquietará con su hambre el grado alto de dignidades y honras, al que huella
sobre todo lo que se aprecia en el suelo? ¿Cómo la adversidad, la
contradicción, las mudanzas diferentes, y los golpes de la fortuna, le podrán
hacer mella al que a todos sus bienes los tiene seguros en sí?
Ni el bien le azozobra, ni el mal le
amedrenta, ni la alegría lo engríe, ni el temor le encoge, ni las promesas lo
llevan, ni las amenazas le desquician, ni es tal que lo próspero o lo adverso
le mude. Si se pierde la hacienda, alégrase, como libre de una carga pesada. Si
le faltan los amigos, tiene a Dios en su alma, con quien de continuo se abraza.
Si el odio o si la envidia arma los corazones ajenos contra él, como sabe que
no le pueden quitar su bien, no los teme. En las mudanzas está quedo y entre
los espantos seguro. Y cuando todo a la redonda de él se arruine, él permanece
más firme, y, como dijo aquel grande elocuente, luce en las tinieblas, e
impelido de su lugar, no se mueve.
Y lo postrero con que aqueste bien se
perfecciona últimamente, es otro bien que nace de aquesta paz interior y,
naciendo de ella, acrecienta a esa misma paz de donde nace y procede. Y este
bien es el favor de Dios que la voluntad así concertada tiene, y la confianza
que se le despierta en el alma con este favor. Porque ¿quién pondrá alboroto o
espanto en la conciencia que tiene a Dios de su parte? O ¿cómo no tendrá a Dios
de su parte el que es una voluntad con Él y un mismo querer? Bien dijo
Sófocles: Si Dios manda en mí, no estoy sujeto a cosa mortal. Y cierto es que
no me puede dañar aquello a quien no estoy sujeto.
Así que de la paz del alma justa nace la
seguridad del amparo de Dios, y de esta seguridad se confirma más y se
fortifica la paz. Y así David juntó, a lo que parece, estas dos cosas, paz y
confianza, cuando dijo en el Salmo: «En paz y en uno dormiré y reposaré.»
Adonde, como veis, con la paz puso el sueño, que es obra, no de ánimo solícito,
sino de pecho seguro y confiado. Sobre las cuales palabras, si bien me acuerdo,
dice así San Crisóstomo:
«Esta es otra especie de merced que hace Dios
a los suyos: que les da paz. De paz, dice, gozan
los que aman tu ley, y ninguna cosa les es tropiezo. Porque ninguna cosa hace así paz, como es el
conocimiento de Dios y el poseer la virtud, lo cual destierra del ánimo sus
perturbaciones, que son su guerra secreta, y no permite que el hombre traiga
bandos consigo. Que a la verdad, el que de esta paz no gozare, dado que en las
cosas de fuera tenga gran paz y no sea acometido de ningún enemigo, será sin
duda miserable y desventurado sobre todos los hombres. Porque ni los scitas
bárbaros, ni los de Tracia, ni los sármatas, o los indios o moros, ni otra
gente o nación alguna, por más fiera que sea, pueden hacer guerra tan cruda
como es la que hace un malvado pensamiento cuando se lanza en lo secreto del
ánimo, o una desordenada codicia, o el amor del dinero sediento, o el deseo
entrañable de mayor dignidad, u otra afición cualquiera acerca de aquellas
cosas que tocan a esta vida presente.
»Y la razón pide que sea así, porque aquella
guerra es guerra de fuera, mas esta es guerra de dentro de casa. Y vemos en
todas las cosas, que el mal que nace de dentro es mucho más grave que no
aquello que acomete de fuera. Porque al madero la carcoma que nace dentro de él
le consume más, y a la salud y fuerzas del cuerpo, las enfermedades que
proceden de lo secreto de él, le son más dañosas que no los males que le
advienen de fuera. Y a las ciudades y repúblicas no las destruyen tanto los
enemigos de fuera cuanto las asuelan los domésticos y los que son de una misma
comunidad y linaje. Y por la misma manera, a nuestra alma lo que la conduce a
la muerte no son tanto los artificios e ingenios con que es acometida de fuera,
cuanto las pasiones y enfermedades suyas y que nacen en ella.
»Por donde si algún temeroso de Dios
compusiere los movimientos turbados del ánimo, y si les quitare a los malvados
deseos, que son como fieras, que no vivan y alienten; y si, no les permitiendo
que hagan cueva en su alma, apaciguare bien esta guerra, ese tal gozará de paz
pura y sosegada. Esta paz nos dio Cristo viniendo al mundo. Esta misma desea
San Pablo cuando dice en todas sus cartas: Gracia en vosotros y paz de Dios, Padre nuestro. El que es señor de esta paz, no sólo no teme al enemigo
bárbaro, mas ni al mismo demonio, antes hace burlar de él y de todo su
ejército; vive sosegado y seguro, y alentado más que otro hombre ninguno, como
aquel a quien ni la pobreza le aprieta, ni la enfermedad le es grave, ni le
turba caso ninguno adverso de los que sin pensar acontecen; porque su alma,
como sana y valiente, se vadea fácil y generosamente por todo.
»Y para que veáis a los ojos que es esto
verdad, pongamos que es uno envidioso y que en lo demás no tiene enemigo
ninguno: ¿qué le aprovechará no tenerle? Él mismo se hace guerra a sí mismo, él
mismo afila contra sí sus pensamientos más penetrables que espada. Oféndese de
cuanto bien ve, y llágase a sí con cuantas buenas dichas suceden a otros; a
todos los mira como a enemigos, y para con ninguno tiene su ánimo desenconado y
amable. ¿Qué provecho, pues, le trae al que es como éste el tener paz por de
fuera, pues la guerra grande que trae dentro de sí le hace andar discurriendo
furioso y lleno de rabia, y tan acosado de ella, que apetece ser antes
traspasado con mil saetas, o padecer antes mil muertes, que ver a alguno de sus
iguales, o bien reputado o en otra alguna manera próspero?
»Demos otro que ame el dinero: cierto es que
levantará en su corazón por momentos discordias innumerables y que, acosado de
su turbada afición, ni aun respirar no podrá. No es así, no, el que está libre
de semejantes pasiones; antes, como quien está en puerto seguro, de espacio y
con reposo hinche su pecho de deleites sabios, ajeno de todas las molestias
sobredichas.»
Esto dice, pues, San Crisóstomo.
Y en lo postrero que dice descubre otro bien
y otro fruto que de la paz se recoge, y que en nuestro discurso será lo
postrero, que es el gozo santo que halla en todo el que está pacífico en sí;
porque el que tiene consigo guerra, no es posible que en ninguna cosa halle
contento puro y sencillo. Porque, así como el gusto mal dispuesto por la
demasía de algún humor malo que le desordena, en ninguna cosa halla el sabor
que ella tiene, así al que trae guerra entre sí no le es posible gozar de lo
puro y de la verdad del buen gusto. En el ánimo con paz sosegado, como en agua
reposada y pura, cada cosa sin engaño ni confusión se muestra cual es, y así de
cada una coge el gozo verdadero que tiene, y goza de sí mismo, que es lo mejor.
Porque así como de la salud y buena afición
de la voluntad que Cristo por medio de su gracia pone en el hombre, como
decíamos, se pacifica luego el alma con Dios y cesa la rencilla que antes de
esto había entre el entender y el querer, y también el sentido se rinde, y lo
bullicioso de él o se acaba o se esconde, y de toda esta paz nace el andar el
hombre libre y bien animado y seguro, así de todo este amontonamiento de bien
nace este gran bien, que es gozar el hombre de sí y poder vivir consigo mismo,
y no tener miedo de entrar en su casa, como debajo de hermosas figuras,
conforme a su costumbre, lo profetiza Miqueas, diciendo lo que en la venida de
Cristo al mundo, y en la venida del mismo en el alma de cada uno, había de
acontecer a los suyos: «No levantará, dice, espada una nación contra otra, y
olvidarán de allí adelante las artes de guerra, y cada uno, asentado debajo de
su vid y debajo de su higuera, gozará de ella, y no habrá quien de allí con
espanto le aparte.» Adonde, juntamente con la paz hecha por Cristo, pone el
descanso seguro con que gozará de sí y de sus bienes el que en esta manera
tuviere paz.
Mas David en el Salmo, vuelto a la Iglesia y
a cada uno de los justos que son parte de ella, con palabras breves, pero
llenas de significación y de gozo, comprende todo cuanto hemos dicho muy bien.
Dice: «Alaba, Jerusalén, al Señor.» Esto es, todos los que sois Jerusalén,
poseedores de paz, alabad al Señor. Y aunque les dice que alaben, y aunque
parece que así se lo manda, este mandar propiamente es profetizar lo que de
esta paz acontece y nace, porque, como dijimos, al punto que toma posesión de
la voluntad, luego el alma hace paces con Dios, de donde se sigue luego el amor
y el loor.
Mas añade David: «Porque fortaleció las
cerraduras de tus puertas, y bendijo a tus hijos en ti.» Dice la otra paz que
se sigue a la primera paz de la voluntad, que es la conformidad y el estar a
una entre sí todas las fuerzas y potencias del alma, que son como hijos de ella
y como las puertas por donde le viene o el mal o el bien. Y dice
maravillosamente que está fortalecido y cerrado dentro de sus puertas el que
tiene esta paz. Porque, como tiene rendido el deseo a la razón, y, por el mismo
caso, como no apetece desenfrenadamente ninguno de los bienes de fuera, no
puede venirle de fuera ni entrarle en su casa, sin su voluntad, cosa ninguna
que le dañe o enoje, sino cerrado dentro de sí, y abastecido y contento con el
bien de Dios que tiene en sí mismo, y como dice el poeta del sabio, liso y redondo,no halla en él asidero ninguno de la fuerza enemiga.
Porque ¿cómo dañará el mundo al que no tiene
ningunas prendas en él? Y en lo que luego David añade se ve más claramente esto
mismo; porque dice así: «Y puso paz en tus términos.» Porque de tener en paz el
alma a todo aquello que vive dentro de sus murallas y de su casa, de necesidad
se sigue que tendrá también pacífica su comarca, que es decir que no tiene cosa
en que los que andan fuera de ella y al derredor de ella dañarla puedan. Tiene
paz en su comarca porque en ninguna cosa tiene competencia con su vecino, ni se
pone a la parte en las cosas que precia el mundo y desea; y así nadie le mueve
guerra, ni en caso que la quisiesen mover, tienen en qué hacerla, porque su
comarca aun por esta razón es pacífica, porque es campiña rasa y estéril, que
no hay viñedos en ella, ni sembrados fértiles, ni minas ricas, ni arboledas, ni
jardines, ni caserías deleitosas e ilustres, ni tiene el alma justa cosa que
precie que no la tenga encerrada dentro de sí; por eso goza seguramente de sí,
que es el fruto último, como decíamos, y el que significa luego este Salmo en
las palabras que añade: «Y te mantiene con hartura con lo apurado del trigo.»
Porque, a la verdad, los que sin esta paz
viven, por más bien afortunados que vivan, no comen lo apurado del pan.
Salvados son sus manjares, el desecho del bien es aquello por quien andan
golosos; su gusto y su mantenimiento es lo grosero y lo moreno y lo feo, y sin
duda las escorias de lo que es sustancia y verdad; y aun eso mismo, tal cual es
y en la manera que es, no se les da con hartura. El pacífico sólo es el que
come con abundancia y el que come lo apurado del bien; para él nace el día
bueno, y el sol claro él es el que solamente le ve. En la vida, en la muerte,
en lo adverso, en lo próspero, en todo halla su gusto; y el manjar de los
ángeles es su perpetuo manjar, y goza de él alegre y sin miedo que nadie le
robe; y, sin enemigo que le pueda ser enemigo, vive en dulcísima y abundosísima
paz: Divino bien y excelente merced hecha a los hombres solamente por Cristo.
Por lo cual, tornando a lo primero del Salmo,
le debemos celebrar con continuos y soberanos loores, porque Él salió a nuestra
causa perdida, y tomó sobre sí nuestra guerra, y puso nuestro desconcierto en
su orden, y nos amistó con el cielo, y encarceló a nuestro enemigo el demonio,
y nos libertó de la codicia y del miedo, y nos aquietó y pacificó cuanto hay de
enemigo y de adverso en la tierra; y el gozo, y el reposo, y el deleite de su
divina y riquísima paz Él nos le dio, el cual es la fuente y el manantial de
donde nace, y su autor único, por donde con justísima razón es llamado su príncipe.
Y, habiendo dicho esto, Marcelo calló. Y Juliano,
incontinente, viéndole callar, dijo:
-Es sin duda, Marcelo, príncipe de paz Jesucristo por la
razón que decís; mas no mudando eso que es firme, sino añadiendo sobre ello,
paréceme a mí que le podemos también llamar así porque con sólo Él se puede tener
esto que es paz.
Aquí Sabino, vuelto a Juliano, y como
maravillado de lo que decía:
-No entiendo bien -dice-, Juliano, lo que
decís, y traslúceme que decís gran verdad: y así, si no recibís pesadumbre, me
holgaría que os declarásedes más.
-Ninguna -respondió Juliano-, mas decidme,
pues así os place, Sabino: ¿entendéis que todos los que nacen y viven en esta
vida son dichosos en ella y de buena suerte, o que unos lo son y otros no?
-Cierto es -dijo Sabino- que no lo son todos.
-Y ¿son lo algunos? -añadió Juliano.
Respondió Sabino:
-Sí son.
Y luego Juliano dijo:
-Decidme, pues: ¿el serlo así es cosa con que
se nace, o caso de suerte, o viéneles por su obra e industria?
-No es nacimiento ni suerte -dijo Sabino-
sino cosa que tiene principio en la voluntad de cada uno y en su buena
elección.
-Verdad es -dijo Juliano-, y habéis dicho
también que hay algunos que no vienen a ser dichosos ni de buena suerte.
-Sí he dicho -respondió.
-Pues decidme -dijo Juliano-: esos que no lo
son, ¿no lo quieren ser o no lo procuran ser?
-Antes -dijo Sabino- lo procuran y lo
apetecen con ardor grandísimo.
-Pues -replicó Juliano- ¿escóndeseles por
ventura la buena dicha, o no es una misma?
-Una misma es -dijo Sabino-, y a nadie se
esconde; antes, cuanto es de su parte, ella se les ofrece a todos y se les
entra en su casa, mas no la conocen todos, y así algunos no la reciben.
-Por manera que decís, Sabino -dijo Juliano-,
que los que no vienen a ser dichosos no conocen la buena dicha, y por esta
causa la desechan de sí.
-Así es -respondió Sabino.
-Pues decidme -dijo Juliano-: ¿puede ser
apetecido aquello de quien el que lo ha de amar no tiene noticia?
-Cierto es -dijo Sabino- que no puede.
-¿Y decís que los que no alcanzan la buena
dicha no la conocen? -dijo Juliano.
Respondió Sabino que era así.
-Y también habéis dicho -añadió Juliano- que
esos mismos que no lo son apetecen y aman el ser bienaventurados.
Concedió Sabino que lo había dicho.
-Luego -dijo Juliano- apetecen lo que no
saben ni conocen; y así se concluye una de dos cosas: o que lo no conocido
puede ser amado, o que los de mala suerte no aman la buena suerte; que cada una
de ellas contradice a lo que, Sabino, habéis dicho. Ved ahora si queréis mudar
algunas de ellas.
Reparó entonces Sabino un poco, y dijo luego:
-Parece que de fuerza se habrá de mudar.
Mas Juliano, tornando a tomar la mano, dijo
así:
-Id conmigo, Sabino, que podría ser que por
esta manera llegásemos a tocar la verdad. Decidme: la buena dicha, ¿es ella
alguna cosa que vive o que tiene ser en sí misma o que manera de cosa es?
-No entiendo bien, Juliano -respondió
Sabino-, lo que me preguntáis.
-Ahora -dijo Juliano- lo entenderéis: el
avariento, decidme, ¿ama algo?
-Sí ama -dijo Sabino.
-¿Qué? -dijo Juliano.
-El oro sin duda -dijo Sabino-, y las
riquezas.
-Y el que las gasta -añadió Juliano- en
fiestas y en banquetes, ¿en aquello que hace busca y apetece algún bien?
-No hay duda de eso -dijo Sabino.
-Y ¿qué bien apetece? -preguntó Juliano.
-Apetece -respondió Sabino-, a mi parecer, su
gusto propio y su contento.
-Bien decís, Sabino -dijo Juliano luego-.
Mas, decidme, el contento que nace del gastar las riquezas y esas mismas
riquezas, ¿tienen una misma manera de ser? ¿No os parece que el oro y plata es
una cosa que tiene sustancia y tomo, que la veis con los ojos y la tocáis con
las manos? Mas el contento no es así, sino como un accidente que sentís en vos
mismo, o que os imagináis que sentís, y no es cosa que o la sacáis de las
minas, o que el campo -o de suyo o con vuestra labor- la produce, y, producida,
la cogéis de él y la encerráis en el arca, sino otra cosa que resulta en vos de
la posesión de alguna de las cosas que son de tomo, que o poseéis u os
imagináis poseer.
-Verdad es -dijo Sabino- lo que decís.
-Pues ahora -dijo Juliano- entenderéis mi
pregunta, que es: si la buena dicha tiene ser como las riquezas y el oro, o
como las cosas que llamamos gusto y contento.
-Como el gusto y el contento -dijo Sabino
luego-. Y aun me parece a mí que la buena dicha no es otra cosa sino un
perfecto y entero contento, seguro de lo que se teme, y rico de lo que se ama y
apetece.
-Bien habéis dicho -dijo Juliano-; mas si es
como el contento o es el contento mismo, y hemos dicho que el contento es una
cosa que resulta en nosotros de algún bien de sustancia, que o tenemos o nos
imaginamos tener, necesaria cosa será que de la buena dicha haya alguna cosa de
tomo, que sea como su fuente y raíz, de manera que le dé ser dichoso al que la
poseyere, cualquiera que él sea.
-Eso -dijo Sabino- no se puede negar.
-Pues decidme, ¿hay fuente sola o hay muchas
fuentes?
-Parece -dijo Sabino- que haya una sola.
-Con razón os parece así -dijo Juliano
entonces- porque el entero contento del hombre en una sola manera puede ser, y
por la misma razón no tiene sino una sola causa. Mas esta causa, que llamamos
fuente, y que, como decís, es una, ¿ámanla y búscanla todos?
-No la aman -dijo Sabino.
-¿Por qué? -respondió Juliano.
Y Sabino dijo:
-Porque no la conocen.
-Y, ¿ninguno -dijo Juliano- deja de amar,
como antes decíamos, lo que es buena dicha?
-Así es -respondió.
-Y no se ama -replicó- lo que no se conoce;
luego habéis de decir, Sabino, que los que aman el ser dichosos y no lo
alcanzan, conocen lo general del descanso y del contento, mas no conocen la
particular y verdadera fuente de donde nace, ni aquello uno en que consiste y
lo que produce; y habéis de decir que, llevados, por una parte, del deseo, y,
por otra parte, no sabiendo el camino, ni pueden parar ni les es posible
atinar, al revés de los que hallan la buena suerte. Mas decidme, Sabino: los que
buscan ser dichosos y nunca vienen a serlo, ¿no aman ellos algo también, y lo
procuran haber como a fuente de su buena dicha, la que ellos pretenden?
-Aman -dijo Sabino-, sin duda.
-Y ese su amor -dijo Juliano- ¿hácelos
dichosos?
-Ya está dicho que no los hace -respondió
Sabino- porque la cosa a quien se allegan, y a quien le piden su contento y su
bien, no es la fuente de él ni aquello de donde nace.
-Pues si ese amor no les da buena dicha -dijo
Juliano ¿hace en ellos otra cosa alguna, o no hace nada?
-¿No bastará -dijo Sabino- que no les dé
buena dicha?
-Por mí -dijo Juliano- baste en buena hora,
que no deseo su daño; mas no os pido aquello con que yo por ventura quedaría
contento si fuese el repartidor, sino lo que la razón dice, que es juez que no
se dobla.
-Paréceme -dijo Sabino- que como el hijo de
Príamo que puso su amor en Elena y la robó a su marido, persuadiéndose que
llevaba con ella todo su descanso y su bien, no sólo no halló allí el descanso
que se prometía, mas sacó de ella la ruina de su patria y la muerte suya, con
todo lo demás que Homero canta, de calamidad y miseria; así, por la misma
manera, los no dichosos por fuerza vienen a ser desdichados y miserables,
porque aman como a fuente de su descanso lo que no lo es; y, amándolo así,
pídenselo y búscanlo en ello, y trabájanse miserablemente por hallarlo, y al
fin no lo hallan; y así, los atormenta juntamente, y como en un tiempo, el
deseo de haberlo y el trabajo de buscarlo y la congoja de no poderlo hallar; de
donde resulta que no sólo no consiguen la buena dicha que buscan, mas, en vez
de ella, caen en infelicidad y miseria.
-Recojamos -dijo Juliano entonces- todo lo
que hemos dicho hasta ahora; y así podremos después mejor ir en seguimiento de
la verdad. Pues tenemos de todo lo sobredicho: lo uno, que todos aman y
pretenden ser dichosos; lo otro, que no lo son todos; lo tercero, que la causa
de esta diferencia está en el amor de aquellas cosas que llamamos fuentes o
causas, entre las cuales la verdadera es sola una, y las demás son falsas y engañosas;
y lo último, tenemos que, como el amor de la verdadera hace buena suerte, así
hace no sólo falta de ella, sino miseria extremada, el amor de las falsas.
-Todo eso está dicho; mas de todo eso -dijo
Sabino- ¿qué queréis, Juliano, inferir?
-Dos cosas infiero -dijo Juliano luego-: la
una, que todos aman (los buenos y los malos, los felices y los infelices), y
que no se puede vivir sin amar; la otra, que como el amor en los unos es causa
de su buena andanza, así en los otros es la fuente de su miseria, y siendo en
todos amor, hace en los unos y en los otros, efectos muy diferentes, o, por
decir verdad, claramente contrarios.
-Así se infiere -dijo Sabino.
-Mas decidme -añadió Juliano- ¿atreveos
habéis, Sabino, a buscar conmigo la causa de esta desigualdad y contrariedad
que en sí encierra el amor?
-¿Qué causa decís, Juliano? -respondió
Sabino.
-El por qué -dijo Juliano- el amor, que nos
es tan necesario y tan natural a todos, es en unos causa de miseria y en otros
de felicidad y buena suerte.
-Claro está eso -dijo Sabino luego-, porque,
aunque en todos se llama amor, no es en todos uno mismo; mas en unos es amor de
lo bueno, y así les viene el bien de él, y en otros de lo malo, y así les
fructifica miseria.
-¿Puede -replicó Juliano- amar nadie lo malo?
-No puede -dijo Sabino- como no puede desamar
a sí mismo. Mas el amor malo que digo, llámole así, no porque lo que ama es en
sí malo, sino porque no es aquel bien que es la fuente y el minero del sumo
bien.
-Eso mismo -dijo Juliano- es lo que hace mi
duda y mi pregunta más fuerte.
-¿Más fuerte? -respondió Sabino-; y ¿en qué
manera?
-De esta manera -dijo Juliano-: porque si los
hombres pudieran amar la miseria, claro y descubierto estaba el por qué el amor
hacía miserables a los que la amaban; mas amando todos siempre algún bien,
aunque no sea aquel bien de donde nace el sumo bien, ya que este su amor no los
hace enteramente dichosos, a lo menos, pues es bien lo que aman, justo y
razonable sería que el amor de él les hiciese algún bien; y así, no parece
verdad lo que poco antes asentamos por muy cierto: que el amor hace también a
las veces miseria en los hombres.
-Así parece -respondió Sabino.
-No os rindáis -dijo Juliano- tan presto,
sino id conmigo inquiriendo el ingenio y la condición del amor, que, si la hallamos,
ella nos podrá descubrir la luz que buscamos.
-¿Qué ingenio es ese? -respondió Sabino-, o
¿cómo se ha de inquirir?
-Muchas veces habréis oído decir, Sabino
-respondió Juliano-, que el amor consiste en una cierta unidad.
-Sí he -dijo Sabino- oído y leído que es
unión el amor y que es unidad, y que es como un lazo estrecho entre los que
juntamente se aman, y que, por ser así, se transforma el que ama en lo que ama
por tal manera que se hace con él una misma cosa.
-Y ¿paréceos -dijo Juliano- que todo el amor
es así?
-Sí parece -respondió Sabino.
-Apolo -dijo Juliano- a vuestro parecer,
¿amaba cuando en la fábula, como canta el poeta, sigue a Dafne que le huye? O
el otro de la comedia, cuando pregunta dónde buscará, dónde descubrirá, a quién
preguntará, cuál camino seguirá para hallar a quien había perdido de vista,
pregunto, ¿amaba también?
-Así -dijo- parece.
-Y ambos -replicó Juliano- estaban tan lejos
de ser unos con los que amaban, que el uno era aborrecido de ello, y el otro no
hallaba manera para alcanzarlo.
-Verdad es -dijo Sabino- cuanto al hecho, mas
cuanto al deseo ya lo eran, porque esa unidad era lo que apetecían si amaban.
-Luego -dijo Juliano- ¿ya el amor no será él
la unidad, sino un apetito y deseo de ella?
-Así -dijo- parece.
-Pues decidme -añadió Juliano-: estos mismos,
si consiguieran su intento, u otros cualesquiera que aman, y que lo que aman lo
consiguen y alcanzan, y vienen a ser uno mismo con ello, ¿dejan de amarlo
luego, o ámanlo todavía también?
-Como puede uno no amar a sí mismo, así
podrán -dijo Sabino- dejar de amar al que ya es una misma cosa con ellos.
-Bien decís -dijo Juliano-, mas decidme,
Sabino, ¿será posible que desee alguno aquello mismo que tiene?
-No es posible -dijo Sabino.
-Y habéis dicho -añadió Juliano- que ya estos
tales han venido a tener unidad.
-Sí han venido -dijo.
-Luego habéis de decir -repitió Juliano- que
ya no la desean ni apetecen.
-Así es -dijo- verdad.
-Y es verdad que se aman -añadió Juliano-;
luego no es decir que el amar es desear la unidad.
Estuvo entonces sobre sí Sabino un poco, y
dijo luego:
-No sé, Juliano, qué fin han de tener hoy
estas redes vuestras, ni qué es lo que con ellas deseáis prender. Mas pues así
me estrecháis, dígoos que hay dos amores o dos maneras de amar, una de deseo y
otra de gozo. Y dígoos que en el uno y en el otro amor hay su cierta unidad: el
uno la desea, y, cuanto es de su parte, la hace, y el otro la posee y la
abraza, y se deleita y aviva con ella misma. El uno camina a este bien, y el
otro descansa y se goza en él; el uno es como el principio, y el otro es como
lo sumo y lo perfecto; y así el uno como el otro se rodea, como sobre quicio,
sobre la unidad sola: el uno haciéndola y el otro como gozando de ella.
-No han hecho mala presa estas que llamáis
mis redes, Sabino -dijo Juliano entonces-, pues han cogido de vos esto que
decís ahora, que está muy bien dicho, y con ello estoy yo más cerca del fin que
pretendo, de lo que vos, Sabino, pensáis. Porque, pues es así que todo amor,
cada uno en su manera, o es unidad, o camina a ella y la pretende; y pues es
así que es como el blanco y el fin del bien querer el ser unos los que se
quieren, cosa cierta será que todo aquello que fuere contrario, o en alguna
forma dañoso a esta unidad, será desabrido enemigo para el amor; y que el que
amare, por el mismo caso que ama, padecerá tormento gravísimo todas las veces
que, o le aconteciere algo de lo que divide el amor, o temiere que le puede
acontecer. Porque, como el cuerpo siempre que se corta o que se divide lo uno
de él y lo que está ayuntado y continuo, se descubre luego un dolor agudo, así
todo lo que en el amor, que es unidad, se esfuerza a poner división, pone por
el mismo caso en el alma que ama una miseria y una congoja viva, mayor de lo
que declarar se puede.
-Esa es verdad en que no hay duda -dijo
entonces Sabino.
-Pues si en esto no hay duda -añadió
Juliano-, ¿podréisme decir, Sabino, cuántas y cuáles sean las cosas que tiene
esta fuerza, o que la pretenden tener, de cortar y dividir aquello con que el
amor se anuda y se hace uno?
-Tiene -dijo Sabino- esa fuerza todo aquello
que a cualquiera de los que aman, o le deshace en el ser, o le muda y le trueca
en la voluntad, o totalmente o en parte, como son, en lo primero, la enfermedad
y la vejez y la pobreza y los desastres, y finalmente la muerte. Y en lo
segundo, la ausencia, el enojo, la diferencia de pareceres, la competencia en
unas mismas cosas, el nuevo querer y la liviandad nuestra natural. Porque, en
lo primero, la muerte deshace el ser, y así aparta aquello que deshace de
aquello que queda con vida; y la enfermedad y vejez y pobreza y desastres, así
como disponen para la muerte, así también son ministros y como instrumentos con
que este apartamiento se obra. Y en lo segundo, cierto es que la ausencia hace
olvido, y que el enojo divide, y que la diferencia de pareceres pone estorbo en
la conversación, y así, apartando el trato, enajena poco a poco las voluntades,
y las desata para que cada una se vaya por sí; pues con el nuevo amor, claro es
que se corta el primero, y manifiesto es que nuestro natural mudable es como
una lima secreta que, de continuo, con deseo de hacer novedad, va dividiendo lo
que está bien ajuntado.
-No se dará bien, conforme a eso, Sabino
-dijo Juliano entonces-, el amor en cualquier suelo.
-¿Cómo no se dará?
Y Juliano dijo:
-Como dicen de algunos frutales, que,
plantados en Persia, su fruta es ponzoña, y, nacidos en estas provincias
nuestras, son de manjar sabroso y saludable, así digo que se concluye de lo que
hasta ahora está dicho, que el amor y la amistad, todas las veces que se
plantare en lo que estuviere sujeto a todos o a algunos de esos accidentes que
habéis contado, Sabino, como planta puesta en lugar no sólo ajeno de su
condición, mas contrario y enemigo de la cualidad de su ingenio, producirá, no
fruto que recree, sino tósigo que mate. Y si, como poco antes decíamos, para
venir a ser dichosos y de buena suerte, nos conviene que amemos algo que no sea
como fuente de esta buena ventura; y si la naturaleza ordenó que fuese el medio
y el tercero de toda la buena dicha el amor, bien se conoce ya lo que arriba
dudábamos: que el amor que se empleare en aquello que está sujeto a las
mudanzas y daños que dicho habéis, no sólo no dará a su dueño ni el sumo bien
ni aquella parte de bien, cualquiera que ella se sea, que posee en sí aquello a
quien se endereza, mas le hará triste y miserable del todo. Porque el dolor que
le traspasará las entrañas, cuando alguno de los casos y de los accidentes que
dijisteis, Sabino, pues no se excusan, le aconteciere, y el temor perpetuo de
que cada hora le pueden acontecer, le convertirán el bien en continua miseria.
Y no le valdrá tanto lo bueno que tiene aquello que ama para acarrearle algún
gusto, cuanto será poderoso lo quebradizo y lo vil y lo mudable de su
condición, para le afligir con perpetuo e infinito tormento.
Mas si es tan perjudicial el amor cuando se
emplea mal, y si se emplea mal en todo lo que está sujeto a mudanza, y si todo
lo semejante le es suelo enemigo, adonde, si prende, produce frutos de ponzoña
y miseria, ya veis, Sabino, la razón por qué dije al principio que sólo Cristo
es aquel con quien se puede tener paz y amistad; porque Él solo es el no
mudable y el bueno, y Aquel que cuanto de su parte es, jamás divide la unidad
del amor que con Él se pone; y así Él es sólo el sujeto propio y la tierra
natural y feliz adonde florece bienaventuradamente, y adonde hace buen fruto
esta planta; porque ni en su condición hay cosa que lo divida, ni se aparta de
Él por las mudanzas y desastres a que está sujeta la nuestra, como nosotros
libremente no lo apartemos dejándole. Que ni llega a Él la vejez, ni la
enfermedad le enflaquece, ni la muerte le acaba, ni puede la fortuna, con sus
desvaríos, poner calidad en Él que la haga menos amable. Que, como dice el
salmista: «Aunque Tú, Señor, mismo desde el principio cimentaste la tierra, y
aunque son obra de tus manos los cielos, ellos perecerán y Tú permanecerás;
ellos se envejecerán, como se envejece la ropa, y como se pliega la capa los
plegarás y serán plegados; mas Tú eres siempre uno mismo, y tus años nunca
desmenguan.» Y: «tu. trono, Señor, por siglos y siglos, vara de derechezas la
vara de tu gobierno.» Esto es en el ser, que en su voluntad para con nosotros,
si nosotros no le huimos primero, no puede caber desamor. Porque si viniéremos
a pobreza y a menos estado, nos amará, y si el mundo nos aborreciere, Él
conservará su amor con nosotros. En las calamidades, en los trabajos y en las
afrentas, en los tiempos temerosos y tristes, cuando todos nos huyan, Él con
mayores regalos nos recogerá a sí. No temeremos que podrá venir a menos su amor
por ausencia, pues está siempre lanzado en nuestra alma y presente. Ni cuando,
Sabino, se marchitare en vos esa flor de la edad, ni cuando, corriendo los años
y haciendo su obra, os desfiguraren la belleza del rostro; ni en las canas, ni
en la flaqueza, ni en el temblor de los miembros, ni en el frío de la vejez, se
resfriará su amor en ninguna cosa para con vos. Antes rico para hacer siempre
bien, y de riquezas que no se agotan haciéndole, y deseosísimo continuamente de
hacerlo, cuando se os acabare todo, se os dará todo Él, y renovará vuestra edad
como el águila, y vistiéndoos de inmortalidad y de bienes eternos, como esposo
verdadero vuestro, os ayuntará del todo consigo con lazo que jamás faltará,
estrecho y dulcísimo.
-Mas esto ya os toca a vos, Marcelo -dijo
Juliano prosiguiendo y volviéndose a él-, porque es del nombre de Esposo de que
últimamente habéis de decir, y de que yo de propósito os he detenido que no
dijeseis con esto que he dicho, no tanto por añadir cosa que importase a
vuestras razones, cuanto para que reposaseis entretanto en vos, y así entraseis
con nuevo aliento en esto que os resta.
-Vos, Juliano -dijo Marcelo entonces-,
siempre que hablareis, será con propósito y provecho mucho; y lo que habéis
hablado ahora ha sido tal, que hacéis mal en no llevarlo adelante. Y pues ello
mismo os había metido en el nombre de Esposo, fuera justo que lo prosiguierais
vos, a lo menos siquiera porque, entre tanto malo como he dicho yo, tuviera tan
buen remate esta plática; que yo os confieso que en este nombre no puede decir
lo que hay en él quien no lo ha sabido sentir, de mí ya conocéis cuán lejos
estoy de todo buen sentimiento.
-Ya conocemos -dijeron juntos Juliano y Sabino-
cuán mal sentís de estas cosas, y por esta causa os queremos oír en ellas;
demás de que es justo que sea de un paño todo.
-Justo es -dijo Marcelo- que sea todo de
sayal, y que a cosa tan grosera no se añada pieza más fina. Mas, pues es
forzoso, será necesario que, como suelen hacer los poetas en algunas partes de
sus poesías, adonde se les ofrece algún sujeto nuevo o más dificultoso que lo
pasado, o de mayor calidad, que tornan a invocar el favor de sus musas; así yo
ahora torne a pedir a Cristo su favor y su gracia para poder decir algo de lo
que en un misterio como éste se encierra, porque sin él no se puede entender ni
decir.
Y con esto humilló Marcelo templadamente la
cabeza hacia el suelo, y como encogiendo los hombros, calló por un espacio pequeño;
y luego, tornándola a alzar y tendiendo el brazo derecho, y en la mano de él
que tenía cerrada, abriendo ciertos dedos de ella y extendiéndolos, dijo:
Esposo
Llámase
Cristo Esposo, y
explícase cómo lo es de la Iglesia y las circunstancias de este desposorio
-Tres cosas son, Juliano y Sabino, las de que
este nombre de Esposo nos
da a entender, y las que nos obliga a tratar: el ayuntamiento y la unidad estrecha
que hay entre Cristo y la Iglesia, la dulzura y deleite que en ella nace de
esta unidad; los accidentes, y como si dijésemos, los aparatos y las
circunstancias del desposorio.
Porque si Cristo es esposo de toda la Iglesia
y de cada una de las almas justas, como de hecho lo es, manifiesto es que han
de concurrir en ello estas tres cosas. Porque el desposorio, o es un estrecho
nudo en que dos diferentes se reducen en uno, o no se entiende sin él; y es
nudo por muchas maneras dulce, y nudo que quiere su cierto aparato, y a quien
le anteceden siempre y le siguen algunas cosas dignas de consideración. Y
aunque entre los hombres hay otros títulos y otros conciertos, u ordenados por
su voluntad de ellos mismos, o con que naturalmente nacen así, con que se ayuntan
en uno unas veces más y otras menos (porque el título de deudo o de padre es
unidad que hace la naturaleza con el parentesco, y los títulos de rey y de
ciudadano y de amigo son respetos de estrechezas con que por su voluntad los
hombres se adunan); mas aunque esto es así, el nombre de Esposo y la verdad de
este nombre hace ventaja a los demás en dos cosas: la primera, en que es más
estrecho y de más unidad que ninguno; la segunda, en que es lazo más dulce y
causador de mayor deleite que todos los otros.
Y en este artículo es muy digna de considerar
la maravillosa blandura con que ha tratado Cristo a los hombres; que, con ser
nuestro padre, y con hacerse nuestra cabeza, y con regirnos como pastor, y
curar nuestra salud como médico, y allegarse a nosotros, y ayuntarnos a sí con
otros mil títulos de estrecha amistad, no contento con todos, añadió a todos
ellos este nudo y este lazo también, y quiso decirse y ser nuestro Esposo: que para lazo es el más apretado lazo; y
para deleite, el más apacible y más dulce; y para unidad de vida, el de mayor
familiaridad; y para conformidad de voluntades, el más uno; y para amor, el más
ardiente y el más encendido de todos.
Y no sólo en las palabras, mas en el hecho es
así nuestro Esposo. Que
toda la estrecheza de amor y de conversación y de unidad de cuerpos que en el
suelo hay entre dos, marido y mujer, comparada con aquella con que se enlaza
con nuestra alma este Esposo, es frialdad y tibieza pura. Porque en el otro
ayuntamiento no se comunica el espíritu, mas en éste su mismo espíritu de
Cristo se da y se traspasa a los justos, como dice San Pablo: «El que se ayunta
a Dios, hácese un mismo espíritu con Dios.»
En el otro, así dos cuerpos se hacen uno, que
se quedan diferentes en todas sus cualidades; mas aquí así se ayuntó la persona
del Verbo a nuestra carne, que osa decir San Juan que «se hizo carne.»
Allí no recibe vida el un cuerpo del otro;
aquí vive y vivirá nuestra carne por medio del ayuntamiento de la carne de
Cristo. Allí, al fin, son dos cuerpos en humores e inclinaciones diversos; aquí
ayuntando Cristo su cuerpo a los nuestros, los hace de las condiciones del
suyo, hasta venir a ser con Él casi un cuerpo mismo, por tan estrecha y secreta
manera que apenas explicarse puede. Y así lo afirma y encarece San Pablo: «Ninguno,
dice, aborreció jamás a su carne; antes la alimenta y la abriga como Cristo a
la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo, de su carne de Él y de sus
huesos de Él. Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se ayuntará
a su mujer, y serán dos en una carne; este es un secreto y un sacramento
grandísimo, mas entiéndolo yo en la Iglesia con Cristo.»
Pero vamos declarando poco a poco, cuanto nos
fuere posible, cada una de las partes de esta unidad maravillosa, por la cual
todo el hombre se enlaza estrechamente con Cristo, y todo Cristo con él. Porque
primeramente, el alma del hombre justo se ayunta y se hace una con la divinidad
y con el alma de Cristo, no solamente porque las anuda el amor, esto es, porque
el justo ama a Cristo entrañablemente, y es amado de Cristo por no menos
cordial y entrañable manera, sino también por otras muchas razones. Lo uno,
porque imprime Cristo en su alma de él, y le dibuja una semejanza de sí mismo
viva, y un retrato eficaz de aquel grande bien que en sí mismas contienen sus
dos naturalezas, humana y divina. Con la cual semejanza figurado nuestro ánimo,
y como vestido de Cristo, parece otro Él, como poco ha decíamos, hablando de la
virtud de la gracia. Lo otro, porque demás de esta imagen de gracia que pone Cristo
como de asiento en nuestra alma, le aplica también su fuerza y su vigor vivo, y
que obra y lánzalo por ella toda; y, apoderado así de ella, dale movimiento y
despiértala y hácele que no repose, sino que, conforme a la santa imagen suya
que impresa en sí tiene, así obre y se menee y bulla siempre, y como fuego arda
y levante llama, y suba hasta el cielo, ensalzándose.
Y como el artífice que, como alguna vez
acontece, primero hace de la materia que le conviene lo que le ha de ser
instrumento en su arte, figurándolo en la manera que debe para el fin que
pretende, y después, cuando lo toma en la mano, queriendo usar de él, le aplica
su fuerza y le menea, y le hace que obre conforme a la forma de instrumento que
tiene, y conforme a su calidad y manera, y en cuanto está así el instrumento es
como un otro artífice vivo, porque el artífice vive en él y le comunica cuanto
es posible la virtud de su arte, así Cristo, después que con la gracia,
semejanza suya, nos figura y concierta en la manera que cumple, aplica su mano
a nosotros, y lanza en nosotros su virtud obradora, y, dejándonos llevar de
ella nosotros sin le hacer resistencia, obra Él, y obramos con Él y por Él lo
que es debido al ser suyo que en nuestra alma está puesto, y a las condiciones
hidalgas y al nacimiento noble que nos ha dado, y hechos así otro Él, o, por
mejor decir, envestidos en Él, nace de Él y de nosotros una obra misma, y ésa
cual conviene que sea la que es obra de Cristo.
Mas ¿por ventura parará aquí el lazo con que
se anuda Cristo a nuestra alma? Antes pasa adelante, porque (y sea esto lo
tercero, y lo que ha de ser forzosamente lo último), porque no solamente nos
comunica su fuerza y el movimiento de su virtud en la forma que he dicho, mas
también, por una manera que apenas se puede decir, pone presente su mismo
Espíritu Santo en cada uno de los ánimos justos. Y no solamente se junta con
ellos por los buenos efectos de gracia y de virtud y de bien obrar que allí
hace, sino porque el mismo espíritu divino suyo está dentro de ellos presente,
abrazado y ayuntado con ellos por dulce y bienaventurada manera.
Que así como en la Divinidad el Espíritu
Santo, inspirado juntamente de las personas del Padre y del Hijo, es el amor,
y, como si dijésemos, el nudo dulce y estrecho de ambas, así Él mismo, inspirado
a la Iglesia, y con todas las partes justas de ella enlazado y en ellas
morando, las vivifica y las enciende, y las enamora y las deleita, y las hace
entre sí y con Él una cosa misma. «Quien me amare, dice Cristo, será amado de
mi Padre, y vendremos a Él y haremos morada en Él.» Y San Pablo: «La caridad de
Dios nos es infundida en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos es
dado.» Y en otra parte dice que nuestros cuerpos son templo suyo, y que vive en
ellos y en nuestros espíritus. Y en otra, que nos dio el espíritu de su Hijo,
que en nuestras almas y corazones a boca llena le llama Padre y más Padre. Y
como aconteció a Eliseo con el hijo de la huéspeda muerto, que le aplicó
primero su báculo, y se ajustó con él después, y lo último de todo le comunicó
su aliento y espíritu, así en su manera es lo que pasa en este ayuntamiento y
en este abrazo de Dios: que primero pone Dios en el alma sus dones, y después
aplica a ella sus manos y rostro, y últimamente le infunde su aliento y
espíritu, con el cual la vuelve a la vida del todo, y viviendo a la manera que
Dios vive en el cielo, y viviendo por él, dice con San Pablo: «Vivo yo, mas no
yo, sino vive en mí Jesucristo.»
Esto, pues, es lo que hace en el alma. Y no
es menos maravilloso que esto lo que hace con el cuerpo, con el cual ayunta el
suyo estrechísimamente. Porque, demás de que tomó nuestra carne en la
naturaleza de su humanidad, y la ayuntó con su persona divina con ayuntamiento
tan firme que no será suelto jamás (el cual ayuntamiento es un verdadero
desposorio, o por mejor decir, un matrimonio indisoluble celebrado entre
nuestra carne y el Verbo, y el tálamo donde se celebró fue, como dice San
Agustín, el vientre purísimo), así que, dejando esta unión aparte que hizo con
nuestra carne haciéndola carne suya, y vistiéndose de ella, y saliendo en
pública plaza en los ojos de todos los hombres abrazado con ella, también esta
misma carne y cuerpo suyo, que tomó de nosotros, lo ayunta con el cuerpo de su
Iglesia y con todos los miembros de ella, que debidamente le reciben en el
Sacramento del altar, allegando su carne a la carne de ellos, y haciéndola,
cuanto es posible, con la suya una misma. «Y serán, dice, dos en una carne.
Gran Sacramento es éste, pero entiéndolo yo de Cristo y de la Iglesia.» No
niega San Pablo decirse con verdad de Eva y de Adán aquello: «Y serán una carne
los dos», de los cuales al principio se dijo, pero dice que aquella verdad fue
semejanza de este otro hecho secreto, y dice que en aquello la razón de ello
era manifiesta y descubierta razón, mas aquí dice que es oculto misterio.
Y a este ayuntamiento real y verdadero de su
cuerpo y el nuestro, miran también claramente aquellas palabras de Cristo: «Si
no comiereis mi carne y bebiereis mi sangre, no tendréis vida en vosotros.» Y
luego, o en el mismo lugar: «El que come mi carne y bebe mi sangre, queda en
Mí, y Yo en él.» Y ni más ni menos lo que dice San Pablo: «Todos somos un
cuerpo los que participamos de un mismo mantenimiento.»
De lo cual se concluye que, así como por
razón de aquel tocamiento son dichos ser una carne Eva y Adán, así, y con mayor
razón de verdad, Cristo, Esposo fiel de su Iglesia, y ella, esposa querida y amada
suya por razón de este ayuntamiento que entre ellos se celebra, cuando reciben
los fieles dignamente en la hostia su carne, son una carne y un cuerpo entre
sí. Bien y brevemente Teodoreto, sobre el principio de los Cantares y sobre aquellas palabras de ellos:
«Béseme de besos de su boca», en este propósito, dice de esta manera: «No es
razón que ninguno se ofenda de esta palabra de beso, pues es verdad que al
tiempo que se dice la Misa, y al tiempo que se comulga en ella, tocamos al
cuerpo de nuestro Esposo, y le besamos y le abrazamos, y, como con esposo, así
nos ayuntamos con Él.» Y San Crisóstomo dice más larga y más claramente lo
mismo: «Somos, dice, un cuerpo y somos miembros suyos, hechos de su carne y
hechos de sus huesos. Y no sólo por medio del amor somos uno con Él, mas
realmente nos ayunta y como convierte en su carne por medio del manjar de que nos
ha hecho merced. Porque, como quisiese declararnos su amor, enlazó y como
mezcló con su cuerpo el nuestro, e hizo que todo fuese uno, para que así
quedase el cuerpo unido con su cabeza, lo cual es muy propio de los que mucho
se aman. Y así Cristo, para obligarnos con mayor amor y para mostrar más para
con nosotros su buen deseo, no solamente se deja ver de los que le aman, sino
quiere ser también tocado de ellos y ser comido, y que con su carne se ingiera
la de ellos, como diciéndoles: Yo deseé y
procuré ser vuestro hermano, y así por este fin me vestí, como vosotros, de
carne y de sangre, y eso mismo con que me hice vuestro deudo y pariente, eso
mismo Yo ahora os lo doy y comunico.»
Aquí Juliano, asiendo de la mano a Marcelo,
le dijo:
-No os canséis en eso, Marcelo, que lo mismo
que dicen Teodoreto y Crisóstomo, cuyas palabras nos habéis referido, lo dicen
por la misma manera casi toda la antigüedad de los Santos, San Ireneo, San
Hilario, San Cipriano, San Agustín, Tertuliano, Ignacio, Gregorio Niseno, Cirilo,
León, Focio y Teofilacto. Porque así como es cosa notoria a los fieles que la
carne de Cristo, debajo de los accidentes de la hostia recibida por los
cristianos, y pasada al estómago por medio de aquellas especies, toca a nuestra
carne, y es nuestra carne tocada de ella, así también es cosa en que ninguno
que lo hubiere leído puede dudar, que así las sagradas Letras como los santos
doctores usan por esta causa de esta forma de hablar, que es decir que somos un
cuerpo con Cristo, y que nuestra carne es de su carne, y de sus huesos los
nuestros, y que no solamente en los espíritus, mas también en los cuerpos
estamos todos ayuntados y unidos. Así que estas dos cosas ciertas son y fuera
de toda duda están puestas.
Lo que ahora, Marcelo, os conviene decir, si
nos queréis satisfacer, o, por mejor decir, si deseáis satisfacer al sujeto que
habéis tomado y a la verdad de las cosas, es declarar cómo por sólo que se
toque una carne con otra, y sólo porque el un cuerpo con el otro cuerpo se
toquen, se puede decir con verdad que son ambos cuerpos un cuerpo y ambas
carnes una misma carne, como las sagradas Letras y los santos doctores, que así
las entienden, lo dicen. ¿Por ventura no toco yo ahora con mi mano a la
vuestra, mas no por eso son luego un mismo cuerpo y una misma carne vuestra
mano y mi mano?
-No lo son, sin duda -dijo Marcelo entonces-,
ni menos es un cuerpo y una carne la de Cristo y la nuestra, solamente porque
se tocan cuando recibimos su cuerpo, ni los santos por sólo ese tocamiento
ponen esta unidad de cuerpos entre Él y nosotros, que los pecadores que
indignamente le reciben también se tocan con Él, sino porque, tocándose ambos
por razón de haber recibido dignamente la carne de Cristo, y por medio de la
gracia que se da por ella, viene nuestra carne a remedar en algo a la de
Cristo, haciéndosele semejante.
-Eso -dijo Juliano entonces, dejando a
Marcelo- nos dad más a entender.
Y Marcelo, callando un poco, respondió luego
de esta manera:
-Quedará muy entendido si yo, Juliano,
hiciere ahora clara la verdad de dos cosas: la primera, que para que se diga
con verdad que dos cosas son una misma, basta que sean muy semejantes entre sí;
la segunda, que la carne de Cristo, tocando a la carne del que le recibe
dignamente en el Sacramento, por medio de la gracia que produce en el alma,
hace en cierta manera semejante nuestra carne a la suya.
-Si vos probáis eso, Marcelo -respondió
Juliano-, no quedará lugar de dudar, porque, si una grande semejanza es
bastante para que se digan ser unos lo que son dos, y si la carne de Cristo,
tocando a la nuestra, la asemeja mucho a sí misma, clara cosa es que se puede
decir con verdad que por medio de este tocamiento venimos a ser con Él un
cuerpo y una carne. Y a lo que a mí me parece, Marcelo, en la primera de esas
dos cosas propuestas no tenéis mucho que trabajar ni probar, porque cosa
razonable y conveniente parece que lo muy semejante se llame uno mismo, y así
lo solemos decir.
-Es conveniente -respondió Marcelo- y
conforme a razón, y recibido en el uso común de los que bien sienten y hablan.
De dos, cuando mucho se aman, ¿por ventura no decimos que son uno mismo, y no
por más de porque se conforman en la voluntad y querer? Luego si nuestra carne
se despojare de sus cualidades, y vistiere de las condiciones de la carne de Cristo,
serán como una ella y la carne de Cristo, y demás de muchas otras razones, será
también por esta razón carne de Cristo la nuestra, y como parte de su cuerpo y
parte muy ayuntada con Él. De un hierro muy encendido decimos que es fuego, no
porque en sustancia lo sea, sino porque en las cualidades, en el ardor, en el
encendimiento, en el color y en los efectos lo es; pues así, para que nuestro
cuerpo se diga cuerpo de Cristo, aunque no sea una sustancia misma con Él, bien
lo debe bastar el estar acondicionado como Él. Y para traer a comparación lo
que más vecino es y más semejante, ¿no dice a boca llena San Pablo que el que
se ayunta con Dios se hace un espíritu con Él? Y ¿no es cosa cierta que el
ayuntarse con Dios el hombre no es cosa sino recibir en su alma la virtud de la
gracia, que, como ya tenemos dicho otras veces, es una cualidad celestial que,
puesta en el alma, pone en ella mucho de las condiciones de Dios y la figura
muy a su semejanza? Pues si al espíritu de Dios y al nuestro espíritu los dice ser
uno el predicador de las gentes por la semejanza suya que hace en el nuestro el
de Dios, bien bastará, para que se diga nuestra carne y la carne de Cristo ser
una carne, el tener la nuestra, si lo tuviere, algo de lo que es propio y
natural a la carne de Cristo.
Son un cuerpo de república y de pueblo mil
hombres en linaje extraños, en condiciones diversos, en oficios diferentes, y
en voluntades e intentos contrarios entre sí mismos, porque los ciñe un muro y
porque los gobierna una ley; y dos carnes tan juntas, que traspasa, por medio
de la gracia, mucho de su virtud y de su propiedad la una en la otra, y casi la
embebe en sí misma, ¿no serán dichas ser una?
Y si en esto no hay que probar, por ser
manifiesto, como, Juliano, decís, ¿cómo puede ser oscuro o dudoso lo segundo
que propuse, y que después de esto se sigue? Un guante oloroso traído por un
breve tiempo en la mano, pone un buen olor en ella, y, apartado de ella, lo
deja allí puesto; y la carne de Cristo, virtuosísima y eficacísima, estando
ayuntada con nuestro cuerpo e hinchiendo de gracia nuestra alma, ¿no comunicará
su virtud a nuestra carne? ¿Qué cuerpo estando junto a otro cuerpo no le
comunica sus condiciones? Este aire fresco que ahora nos toca nos refresca, y
poco antes de ahora, cuando estaba encendido, nos comunicaba su calor y
encendía. Y no quiero decir que esta es obra de naturaleza, ni digo que es
virtud que naturalmente obra la que acondiciona nuestro cuerpo y le asemeja al
cuerpo de Cristo, porque, si fuese así, siempre y con todos aquellos a quienes
tocase sucedería lo mismo; mas no es con todos así, como parece en aquellos que
le reciben indignos. En los cuales, el pasar atrevidamente a sus pechos sucios
el cuerpo santísimo de Jesucristo, demás de los daños del alma, les es causa en
el cuerpo de malos accidentes y de enfermedades, y a las veces de muerte, como
claramente nos lo enseña San Pablo.
Así que no es obra de naturaleza ésta, mas es
muy conforme a ella y a lo que naturalmente acontece a los cuerpos cuando entre
sí mismos se ayuntan. Y si por entrar la carne de Cristo en el pecho no limpio
ni convenientemente dispuesto, como ahora decía, justamente se le destempla la
salud corporal a quien así le recibe, cuando, por el contrario, estuviere bien
dispuesto el que le recibiere, ¿cómo no será justo que con maravillosa virtud
no sólo le santifique el alma, mas también con la abundancia de la gracia que
en ella pone, le apure el cuerpo y le avecine a sí mismo todo cuanto pudiere?
Que no es más inclinado al daño que al bien
el que es la misma bondad, ni el bien hacer le es dificultoso al que con el
querer sólo lo hace. Y no solamente es conforme a lo que la naturaleza
acostumbra, mas es muy conveniente y muy debido a lo que piden nuestras
necesidades. ¿No decíamos esta mañana que el soplo de la serpiente, y aquel
manjar vedado y comido, nos desconcertó el alma y nos emponzoñó el cuerpo?
Luego convino que este manjar, que se ordenó contra aquél, pusiese no solamente
justicia en el alma, sino también por medio de ella santidad y pureza celestial
en la carne; pureza, digo, que resistiese a la ponzoña primera, y la
desarraigase poco a poco del cuerpo, como dice San Pablo: «Así como en Adán
murieron todos, así cobraron vida en Jesucristo.»
En Adán hubo daño de carne y de espíritu, y
hubo inspiración del demonio espiritual para el alma, y manjar corporal para el
cuerpo. Pues si la vida se contrapone a la muerte, y el remedio ha de ir por
las pisadas del daño, necesario es que Cristo en ambas a dos cosas produzca
salud y vida: en el alma con su espíritu, y en la carne ayuntando a ella su
cuerpo. Aquella manzana, pasada al estómago, así destempló el cuerpo, que luego
se descubrieron en él mil malas cualidades más ardientes que el fuego; esta
carne santa, allegada debidamente a la nuestra por virtud de su gracia,
produzca en ella frescor y templanza. Aquel fruto atosigó nuestro cuerpo, con
que viene a la muerte; esta carne, comida, enriquézcanos así con su gracia, que
aun descienda su tesoro a la carne, que la apure y le dé vida y la resucite.
Bien dice acerca de esto San Gregorio Niseno:
«Así como en aquellos que han bebido ponzoña y que matan su fuerza mortífera
con algún remedio contrario, conviene que, conforme a como hizo el veneno,
asimismo la medicina penetre por las entrañas, para que se derrame por todo el
cuerpo el remedio, así nos conviene hacer a nosotros, que, pues comimos la
ponzoña que nos desata, recibamos la medicina que nos repara, para que con la
virtud de ésta desechemos el veneno de aquélla. Mas esta medicina, ¿cuál es?
Ninguna otra sino aquel santo cuerpo que sobrepujó a la muerte y nos fue causa
de vida. Porque así como un poco de levadura, como dice el Apóstol, asemeja a
sí a toda la masa, así aquel cuerpo a quien Dios dotó de inmortalidad, entrando
en el nuestro, le traspasa en sí todo y le muda. Y así como lo ponzoñoso, con
lo saludable mezclado, hace a lo saludable dañoso, así, al contrario, este
cuerpo inmortal a aquel de quien es recibido le vuelve semejantemente
inmortal.» Esto dice el Niseno.
Mas, entre todos, San Cirilo lo dice muy
bien: «No podía, dice, este cuerpo corruptible traspasarse por otra manera a la
inmortalidad y a la vida sino siendo ayuntado a aquel cuerpo a quien es como
suyo el vivir. Y si a mí no me crees, da fe a Cristo, que dice: Sin duda os digo que si no comiereis la carne del Hijo del hombre, y si
no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros. Que el que come mi carne
y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y Yo le resucitaré en el postrero día. Bien oyes cuán abiertamente te dice que no tendrás vida
si no comes su carne y bebes su sangre. No la tendréis, dice, en vosotros; esto
es, dentro de vuestro cuerpo no la tendréis. Mas ¿a quién no tendréis? A la
vida. Vida llama convenientemente a su carne de vida, porque ella es la que en
el día último nos ha de resucitar. Y deciros he cómo. Esta carne viva, por ser
carne del Verbo unigénito, posee la vida, y así no la puede vencer el morir,
por donde, si se junta a la nuestra, lanza de nosotros la muerte, porque nunca
se aparta de su carne el Hijo de Dios. Y porque está junto y es como uno en
ella, y por eso dice: Y Yo le resucitaré en el día
postrero.» Y en otro lugar el mismo doctor dice así:
«Es de advertir que el agua, aunque es de su naturaleza muy fría,
sobreviniéndole el fuego, olvidada su frialdad natural, no cabe en sí de calor.
Pues nosotros, por la misma manera, dado que por la naturaleza de nuestra carne
somos mortales, participando de aquella vida que nos retira de nuestra natural
flaqueza, tornamos a vivir por su virtud propia de ella; porque convino que no
solamente el alma alcanzase la vida por comunicársele el Espíritu Santo, mas
que también este cuerpo tosco y terreno fuese hecho inmortal con el gusto de su
metal y con el tacto de ello y con el mantenimiento. Pues como la carne del
Salvador es carne vivífica por razón de estar ayuntada al Verbo, que es vida
por naturaleza, por eso, cuando la comemos, tenemos vida en nosotros, porque
estamos unidos con aquello que está hecho vida. Y por esta causa Cristo, cuando
resucitaba a los muertos, no solamente usaba de palabra y de mando como Dios,
mas algunas veces les aplicaba a su carne como juntamente obradora, para
mostrar con el hecho que también su carne, por ser suya y por estar ayuntada
con Él, tenía virtud de dar vida.» Esto es de Cirilo.
Así que la mala disposición que puso en
nosotros el primer manjar nos obliga a decir que el cuerpo de Cristo, que es su
contrario, es causa que haya en el nuestro, por secreta y maravillosa virtud,
nueva pureza y nueva vida; y lo mismo podemos ver si ponemos los ojos en lo que
se puso por blanco Cristo en cuanto hizo, que es declararnos su amor por todas
las maneras posibles. Porque el amor, como platicabais ahora, Juliano y Sabino,
es unidad, o todo su oficio es hacer unidad, y cuanto es mayor y mejor la
unidad, tanto es mayor y más excelente el amor. Por donde, cuanto por más
particulares maneras fueren en uno mismo dos entre sí, tanto sin duda ninguna
se tendrán más amor.
Pues si en nosotros hay carne y espíritu, y
si con el espíritu ayunta el suyo Cristo por tantas maneras, poniendo en él su
semejanza y comunicándole su vigor y derramando por él su espíritu mismo, ¿no
os parecerá, Juliano, forzoso el decir, o que hay falta en su amor para con
nosotros, o que ayunta tan bien su cuerpo con el nuestro cuanto es posible
ayuntarse dos cuerpos? Mas ¿quién se atreverá a poner mengua en su amor en esta
parte, el cual por todas las demás partes es, sobre todo encarecimiento,
extremado? Porque, me pregunto: ¿o no le es posible a Dios hacer esta unión, o,
hecha, no declara ni engrandece su amor, o no se precia Dios de engrandecerle?
Claro es que es posible; y manifiesto que añade quilates; y notorio y sin duda
que se precia Dios de ser en todo lo que hace perfecto.
Pues si es esto cierto, ¿cómo puede ser
dudoso, si hace Dios lo que puede ser hecho, y lo que importa que se haga para
el fin que pretende? El mismo Cristo dice, rogando a su Padre: «Señor, quiero
que Yo y los míos seamos una misma cosa, así como Yo soy una misma cosa
contigo.» No son una misma cosa el Padre y el Hijo solamente porque se quieren
bien entre sí, ni sólo porque son, así en voluntades como en juicios,
conformes, sino también porque son una misma sustancia; de manera que el Padre
vive en el Hijo, y el Hijo vive por el Padre, y es un mismo ser y vivir el de
entrambos.
Pues así, para que la semejanza sea perfecta
cuanto ser puede, conviene sin duda que a nosotros los fieles, entre nosotros,
y a cada uno de nosotros con Cristo, no solamente nos anude y haga uno la
caridad que el espíritu en nuestros corazones derrama, sino que también en la
manera del ser, así en la del cuerpo como en la manera del alma, seamos todos
uno, cuanto es hacedero y posible, y conviene que, siendo muchos en personas,
como de hecho lo somos, empero por razón de que mora en nuestras almas un
espíritu mismo, y por razón que nos mantiene un individuo y solo manjar, seamos
todos uno en un espíritu y en un cuerpo divino; los cuales espíritu y cuerpo
divino, ayuntándose estrechamente con nuestros propios cuerpos y espíritus, los
cualifiquen y los acondicionen a todos de una misma manera, y a todos de
aquella condición y manera que le es propia a aquel divino cuerpo y espíritu:
que es la mayor unidad que se puede hacer o pensar en cosas tan apartadas de
suyo.
De manera que, como una nube en quien ha
lanzado la fuerza de su claridad y de sus rayos el Sol, llena de luz y, si esta
palabra aquí se permite, en luz empapada, por dondequiera que se mire es un
sol, así, ayuntando Cristo, no solamente su virtud y su luz, sino su mismo
espíritu y su mismo cuerpo con los fieles y justos, y, como mezclando en cierta
manera su alma con la suya de ellos, y con el cuerpo de ellos su cuerpo, en la
forma que he dicho, les brota Cristo y les sale afuera por los ojos y por la
boca y por los sentidos, y sus figuras todas y sus semblantes y sus movimientos
son Cristo, que los ocupa así a todos, y se enseñorea de ellos tan íntimamente
que, sin destruirles o corromperles su ser, no se verá en ellos en el último
día ni se descubrirá otro ser más del suyo, y un mismo ser en todos; por lo
cual, así Él como ellos, sin dejar de ser Él y ellos, serán un Él y uno mismo.
Grande nudo es éste, Sabino, y lazo de unidad
tan estrecho, que en ninguna cosa de las que, o la naturaleza ha compuesto o el
arte inventado, las partes diversas que tiene se juntaron jamás con juntura tan
delicada o que así huyese la vista, como es esta juntura. Y, cierto, es
ayuntamiento de matrimonio, tanto mayor y mejor, cuanto se celebra por modo más
uno y más limpio; y la ventaja que hace al matrimonio o desposorio de la carne
en limpieza, esa o mucho mayor ventaja le hace en unidad y estrecheza. Que allí
se inficionan los cuerpos, y aquí se deifica el alma y la carne; allí se
aficionan las voluntades, aquí toda es una voluntad y un querer; allí adquieren
derecho el uno sobre el cuerpo del otro; aquí, sin destruir su sustancia,
convierte en su cuerpo, en la manera que he dicho, el Esposo Cristo a su
esposa; allí se yerra de ordinario, aquí se acierta siempre; allí de continuo
hay solicitud y cuidado, enemigo de la conformidad y unidad; aquí seguridad y
reposo, ayudador y favorecedor de aquello que es uno; allí se ayuntan para
sacar luz a otro tercero; aquí por un ayuntamiento se encamina a otro, y el
fruto de esta unidad es afinarse en ser uno, y el abrazarse es para más
abrazarse; allí el contento es aguado y el deleite breve y de bajo metal; aquí
lo uno y lo otro tan grande, que baña el cuerpo y el alma; tan noble, que es
gloria; tan puro, que ni antes le precede ni después se le sigue, ni con él
jamás se mezcla o se ayunta el dolor.
Del cual deleite (pues hemos dicho ya del
ayuntamiento, que es lo que propusimos primero, lo que el Señor nos ha
comunicado) será bien que digamos ahora lo que se pudiere decir, aunque no sé
si es de las cosas que no se han de decir: a lo menos, cierto es que, cómo ello
es y cómo pasa, ninguno jamás lo supo ni pudo decir.
Y así, sea esta la primera prueba y el
argumento primero de su no medida grandeza, que nunca cupo en lengua humana, y
que el que más lo prueba lo calla más, y que su experiencia enmudece el habla,
y que tiene tanto de bien que sentir, que ocupa el alma toda su fuerza en
sentirlo, sin dejar ninguna parte de ella libre para hacer otra cosa; de donde
la Sagrada Escritura, en una parte adonde trata de este gozo y deleite, le
llama maná escondido; y en otro nombre
nuevo que no lo sabe leer sino aquel solo que
lo recibe; y, en otra, introduciendo como en imagen una figura de estos
abrazos, venido a este punto de declarar sus deleites de ellos, hace que se
desmaye y quede muda y sin sentido la esposa que lo representa; porque así como
en el desmayo se recoge el vigor del alma a lo secreto del cuerpo, y ni la
lengua, ni los ojos, ni los pies, ni las manos hacen su oficio, así este gozo,
al punto que se derrama en el alma, con su grandeza increíble la lleva toda a
sí, por manera que no le deja comunicar lo que siente a la lengua.
Mas, ¿qué necesidad hay de rastrear por
indicios lo que abiertamente testifican las sagradas Letras y lo que por clara
y llana razón se convence? David dice en su divina Escritura: « ¡Cuán grande
es, Señor, la muchedumbre de tu dulzura, la que escondiste para los que te
temen!» Y en otra parte: «Serán, Señor, vuestros siervos embriagados con la
abundancia de los bienes de vuestra casa, y daréisles a beber del arroyo
impetuoso de vuestros deleites.» Y en otra parte: «Gustad y ved cuán dulce es
el Señor.» Y en otra: «Un río de avenida baña con deleite la ciudad de Dios.»
Y: «Voz de salud y alegría suena en las moradas de los justos.» Y:
«Bienaventurado es el pueblo que sabe qué es jubilación.» Y finalmente, Isaías:
«Ni los ojos lo vieron, ni lo oyeron los oídos, ni pudo caber en humano corazón
lo que Dios tiene aparejado para los que esperan en Él.»
Y conviene que, como aquí se dice, así sea
por necesaria razón, y tan clara que se tocará con las manos, si primero
entendiéremos qué es y cómo se hace esto que llamamos deleite; porque deleite
es un sentimiento y movimiento dulce, que acompaña y como remata todas aquellas
obras en que nuestras potencias y fuerzas, conforme a sus naturalezas o a sus
deseos, sin impedimento ni estorbo se emplean, porque todas las veces que
obramos así, por el medio de estas obras alcanzamos alguna cosa, que, o por
naturaleza, o por disposición y costumbre, o por elección y juicio nuestro, nos
es conveniente y amable. Y como cuando no se posee y se conoce algún bien, la
ausencia de él causa en el corazón una agonía y deseo, así es necesario decir
que, por el contrario, cuando se posee y se tiene, la presencia de él en
nosotros y el estar ayuntado y como abrazado con nuestro apetito y sentidos,
conociéndolos nosotros así, los halaga y regala; por manera que el deleite es
un movimiento dulce del apetito.
Y la causa del deleite son, lo primero, la
presencia, y, como si dijésemos, el abrazo del bien deseado; al cual abrazo se
viene por medio de alguna obra conveniente que hacemos, y es, como si
dijésemos, el tercero de esta concordia, o, por mejor decir, el que la saborea
y sazona, el conocimiento y el sentido de ella. Porque a quien no siente ni
conoce el bien que posee, ni si lo posee, no le puede ser el bien ni deleitoso
ni apacible.
Pues esto presupuesto de esta manera, vamos
ahora mirando estas fuentes de donde mana el deleite, y examinando a cada una
de ellas por sí, que adondequiera que las descubriéremos más, y en todas
aquellas cosas adonde halláremos mayores y más abundantes mineros de él, en
aquellas cosas, sin duda, el deleite de ellas será de mayores quilates. Es,
pues, necesario para el deleite, y como fuente suya de donde nace lo primero,
el conocimiento y sentido; lo segundo, la obra por medio de la cual se alcanza
el bien deseado; lo tercero, ese mismo bien; lo cuarto y lo último, su
presencia y ayuntamiento de él con el alma. Y digamos del conocimiento primero
y después diremos de lo demás por su orden.
El conocimiento, cuanto fuere más vivo, tanto
cuanto es de su parte será causa de más vivo y más acendrado deleite, porque,
por la razón que no pueden gozar de él todas aquellas cosas que no tienen
sentido, por esa misma se convence que las que le tienen, cuanto más de él
tuvieren, tanto sentirán la dulzura más, conforme a como la experiencia lo
demuestra en los animales. Que en la manera que a cada uno de ellos, conforme a
su naturaleza y especie, o más o menos se les comunica en el sentido, así o más
o menos les es deleitable y gustoso el bien que poseen; y cuanto en cada un
orden de ellos está la fuerza del sentido más bota, tanto cuanto se deleitan es
menor su deleite. Y no solamente se ve esto entre las cosas que son diferentes,
comparándolas entre sí mismas, mas en un linaje mismo de cosas y en los
particulares que en sí contiene se ve.
Porque los hombres, los que son de más buen
sentido, gustan más del deleite; y en un hombre sólo, si, o por acaso o por
enfermedad, tiene amortecido el sentido del tacto en la mano, aunque la tenga
fría y la allegue a la lumbre, no le hará gusto el calor, y como se fuere en
ella, por medio de la medicina o por otra alguna manera, despertando el sentir,
así por los mismos pasos y por la medida misma crecerá en ella el poder gozar
del deleite. Por donde, si esto es así, ¿quién no sabe ya cuán más subido y
agudo sentido es aquel con que se comprenden y sienten los gozos de la virtud
que no aquel de quien nacen los deleites del cuerpo? Porque el uno es
conocimiento de razón, y el otro sentido de carne; el uno penetra hasta lo
último de las cosas que conoce, el otro para en la sobrehaz de lo que siente;
el uno es sentir bruto y de aldea, el otro es entender espiritual y de alma. Y
conforme a esta diferencia y ventaja, así son diferentes y se aventajan entre
sí los deleites que hacen.
Porque el deleite que nace del conocer del
sentido es deleite ligero o como sombra de deleite, y que tiene de él como una
vislumbre o sobrehaz solamente, y es tosco y aldeano deleite; mas el que nos
viene del entendimiento y razón es vivo gozo y macizo gozo, y gozo de sustancia
y verdad. Y así como se prueba la grande sustancia de estos deleites del alma
por la viveza del entendimiento que lo siente y conoce, así también se ve su
nobleza por el metal de la obra que nos ayunta al bien de do nacen. Porque las
obras por cuya mano metemos a Dios en nuestra casa, que, puesto en ella, la
hinche de gozo, son el contemplarle y el amarle, y el ocupar en Él nuestro
pensamiento y deseo, con todo lo demás que es santidad y virtud. Las cuales
obras, ellas en sí mismas, son, por una parte, tan propias de aquello que en
nosotros verdaderamente es ser hombre, y por otras tan nobles en sí, que ellas
mismas por sí, dejado aparte el bien que nos traen, que es Dios, deleitan al
alma, que con sola su posesión de ellas se perfecciona y se goza. Como, al
revés, todas las obras que el cuerpo hace, por donde consigue aquello con que
se deleita el sentido, sean obras o no propias del hombre, o así toscas y viles
que nadie las estimaría ni se alegraría con ellas por sí solas, si, o la
necesidad pura o la costumbre dañada, no le forzase.
Así que, en lo bueno, antes que ello deleite,
hay deleite; y eso mismo que va en busca del bien y que lo halla y le echa las
manos, es ello en sí bien que deleita, y por un gozo se camina a otro gozo, por
el contrario de lo que acontece en el deleite del cuerpo adonde los principios
son intolerable trabajo, los fines, enfado y hastío, los frutos, dolor y
arrepentimiento.
Mas cuando acerca de esto faltase todo lo que
hasta ahora se ha dicho, para conocer que es verdad basta la ventaja sola que
hace el bien de donde nacen estos espirituales deleites a los demás bienes que
son cebo de los sentidos. Porque si la pintura hermosa presente a la vista
deleita los ojos, y si los oídos se alegran con la suave armonía, y si el bien
que hay en lo dulce o en lo sabroso o en lo blanco causa contentamiento en el
tacto, y si otras cosas menores y menos dignas de ser nombradas pueden dar
gusto al sentido, injuria será que se hace a Dios poner en cuestión si deleita,
o qué tanto deleita al alma que se abraza con Él.
Bien lo sentía esto aquel que decía: «¿Qué
hay para mí en el cielo? Y fuera de Vos, Señor, ¿qué puedo desear en la
tierra?» Porque si miramos lo que, Señor, sois en Vos, sois un océano infinito
de bien, y el mayor de los que por acá se conocen y entienden, es una pequeña
gota comparado con Vos, y es como una sombra vuestra oscura y ligera. Y si
miramos lo que para nosotros sois y en nuestro respeto, sois el deseo del alma,
el único paradero de nuestra vida, el propio y solo bien nuestro, para cuya
posesión somos criados y en quien sólo hallamos descanso, y a quien, aun sin
conoceros, buscamos en todo cuanto hacemos.
Que a los bienes del cuerpo, y casi a todos
los demás bienes que el hombre apetece, apetécelos como a medios para conseguir
algún fin, y como a remedios y medicinas de alguna falta o enfermedad que
padece. Busca el manjar porque le atormenta el hambre; allega riquezas por
salir de pobreza; sigue el son dulce, y vase en pos de lo proporcionado
hermoso, porque sin esto padecen mengua el oído y la vista.
Y por esta razón los deleites que nos dan
estos bienes son deleites menguados y no puros: lo uno, porque se fundan en mengua
y en necesidad y tristeza; y lo otro, porque no duran más de lo que ella dura;
por donde siempre la traen junto a sí, y como mezclada consigo. Porque si no
hubiese hambre no sería deleite el comer, y en faltando ella falta él
juntamente. Y así no tienen más bien de cuanto dura el mal para cuyo remedio se
ordenan. Y, por la misma razón, no puede entregarse ninguno a ellos sin rienda;
antes es necesario que los use, el que de ellos usar quisiere, con tasa, si le
han de ser, conforme a como se nombran, deleites; porque lo son hasta llegar a
un punto cierto, y, en pasando de él, no lo son.
Mas vos, Señor, sois todo el bien nuestro y
nuestro soberano fin verdadero. Y aunque sois el remedio de nuestras
necesidades, y aunque hacéis llenos todos nuestros vacíos, para que os ame el
alma mucho más que a sí misma, no le es necesario que padezca mengua, que Vos,
por Vos merecéis todo lo que es el querer y el amor. Y cuanto el que os amare,
Señor, estuviere más rico y más abastado de Vos, tanto os amará con más veras.
Y así como Vos en Vos no tenéis fin ni medida, así el deleite que nace de Vos
en el alma que consigo os abraza dichosa, es deleite que no tiene fin, y que
cuanto más crece es más dulce; y deleite en quien el deseo, sin recelo de caer
en hartura, puede alargar la rienda cuanto quisiere; porque, como testificáis
de vos mismo, «Quien bebiere de vuestra dulzura, cuanto más bebiere, tendrá de
ella más sed.»
Y por esta misma razón, si, Juliano, no os
desagrada (y según que ahora a la imaginación se me ofrece), en la sagrada
Escritura este deleite que Dios en los suyos produce es llamado con nombres
de avenida y
de río, como
cuando el Salmista decía que da de beber Dios a los suyos un río de deleite grandísimo. Porque en
decirlo así, no solamente quiere decir que les dará Dios a los suyos grande
abundancia de gozo, sino también nos dice y declara que ni tiene límite este
gozo, ni menos es gozo que hasta un cierto punto es sabroso, y, pasado de él,
no lo es; ni es, como lo son los deleites que vemos, agua encerrada en vaso que
tiene su hondo, y que, fuera de aquellos términos con que cerca, no hay agua, y
que se agota y se acaba bebiéndola, sino que es agua en río, que corre siempre
y que no se agota bebida, y que, por más que se beba, siempre viene fresca a la
boca, sin poder jamás llegar a algún paso adonde no haya agua, esto es, adonde
aquel dulzor no lo sea. De manera que, por razón de ser Dios bien infinito, y
bien que sobrepuja sin ninguna comparación a todos los bienes, se entiende que,
en el alma que le posee, el deleite que hace es entre todos los deleites el
mayor deleite, y, por razón de ser de nuestro último fin, se convence que jamás
este deleite da en cara.
Y si esto es por ser Dios el que es, ¿qué
será por razón del querer que nos tiene, y por el estrecho nudo de amor con que
con los suyos se enlaza? Que si el bien presente y poseído deleita, cuanto más
presente y más ayuntado estuviere, sin ninguna duda deleitará más. Pues ¿quién
podrá decir la estrecheza no comparable de este ayuntamiento de Dios? No quiero
decir lo que ahora he ya dicho, repitiendo las muchas y diversas maneras como
se ayunta Dios con nuestros cuerpos y almas; mas digo que cuando estamos más
metidos en la posesión de los bienes del cuerpo y somos hechos más de ellos
señores, toda aquella unión y estrechez es una cosa floja y como desatada en
comparación de este lazo. Porque el sentido y lo que se junta con el sentido,
solamente se tocan en los accidentes de fuera: que ni veo sino lo colorado, ni
oigo sino el retintín del sonido, ni gusto sino lo dulce o amargo, ni percibo
tocando sino es la aspereza o blandura. Mas Dios, abrazado con nuestra alma,
penetra por ella toda y se lanza a sí mismo por todos sus apartados secretos,
hasta ayuntarse con su más íntimo ser, adonde, hecho como alma de ella y
enlazado con ella, la abraza estrechísimamente. Por cuya causa, en muchos
lugares la Escritura dice que mora Dios en el medio del corazón. Y David en el
Salmo le compara al aceite que, puesto en la cabeza del Sacerdote, viene al
cuello y se extiende a la barba y desciende corriendo por las vestiduras todas
hasta los pies. Y en el libro de la Sabiduría, por esta misma razón, es comparado Dios a la niebla,
que por todo penetra.
Y no solamente se ayunta mucho Dios con el
alma, sino ayúntase todo, y no todo sucediéndose unas partes a otras, sino todo
junto y como de un golpe, y sin esperarse lo uno a lo otro. Lo que es al revés
en el cuerpo, a quien sus bienes (los que él llama bienes) se le allegan
despacio y repartidamente, y sucediéndose unas partes a otras, ahora una y
después de ésta otra; y cuando goza de la segunda, ha perdido ya la primera. Y
como se reparten y se dividen aquéllos, ni más ni menos se corrompen y acaban,
y cuales ellos son, tal es el deleite que hacen: deleite como exprimido por fuerza,
y como regateado, y como dado blanca a blanca con escasez, y deleite, al fin,
que vuela ligerísimo y que desvanece como humo y se acaba. Mas el deleite que
hace Dios, viene junto y persevera junto y estable, y es como un todo no
divisible, presente siempre todo a sí mismo; y por eso dice la Escritura en el
Salmo que deleita Dios con río y con ímpetu a los vecinos de su ciudad; no gota
a gota, sino con todo el ímpetu del río así junto.
De todo lo cual se concluye, no solamente que
hay deleite en este desposorio y ayuntamiento del alma y de Dios, sino que es
un deleite que, por dondequiera que se mire, vence a cualquier otro deleite.
Porque ni se mezcla con necesidad, ni se agua con tristeza, ni se da por
partes, ni se corrompe en un punto, ni nace de bienes pequeños ni de abrazos
tibios o flojos, ni es deleite tosco o que se siente a la ligera, como es tosco
y superficial el sentido, sino divino bien y gozo íntimo, y deleite abundante y
alegría no contaminada, que baña el alma toda y la embriaga y anega por tal
manera, que, cómo ello es, no se puede declarar por ninguna.
Y así la Escritura divina, cuando nos quiere
ofrecer alguna como imagen de este deleite, porque no hay una que se le asemeje
del todo, usa de muchas semejanzas e imágenes. Que unas veces, como antes de
ahora decíamos, le llama maná
escondido. Maná, porque es deleite dulcísimo, y
dulcísimo no de una sola manera ni sabroso con un solo sabor, sino como del
maná se escribe en la Sabiduría: «hecho al gusto del deseo y lleno de innumerables sabores.»
Maná escondido, porque está secreto en el alma y porque, si no es quien lo
gusta, ninguno otro entiende bien lo que es. Otras veces le llama aposento de vino, como en el libro de
los Cantares, y
otras, el vino mismo, y otras, licor mejor mucho que el vino. Aposento de vino, como quien dice
amontonamiento y tesoro de todo lo que es alegría. Más que el vino porque ninguna
alegría ni todas juntas se igualan con ésta.
Otras veces nos le figura, como en el mismo
libro, por nombre de pechos; porque no son los pechos tan dulces ni tan sabrosos al
niño como los deleites de Dios son deleitables a aquel que los gusta. Y porque
no son deleites que dañan la vida o que debilitan las fuerzas del cuerpo, sino
deleites que alimentan el espíritu y le hacen que crezca, y deleites por cuyo
medio comunica Dios al alma la virtud de su sangre hecha leche, esto es, por
manera sabrosa y dulce. Otras veces son dichos mesa y banquete (como por Salomón
y David) para significar su abastanza y la grandeza y variedad de sus gustos, y
la confianza y el descanso y el regocijo, y la seguridad y esperanzas ricas que
ponen en el alma del hombre. Otras los nombra sueño porque se repara en ellos el espíritu
de cuanto padece y lacera en la continua contradicción que la carne y el
demonio le hace. Otras los compara a guija o a piedrecilla pequeña y blanca y escrita de un nombre que sólo el
que le tiene le lee, porque, así como, según la costumbre antigua, en las
causas criminales, cuando echaba el juez una piedra blanca en el cántaro era
dar vida, y como los días buenos y de sucesos alegres los antiguos los contaban
con pedrezuelas de esta manera, asimismo el deleite que da Dios a los suyos es
como una prenda sensible de su amistad y como una sentencia que nos absuelve de
su ira, que por nuestra culpa nos condenaba al dolor y a la muerte, y es voz de
vida en nuestra alma, y día de regocijo para nuestro espíritu, y de suceso
bienaventurado y feliz. Y finalmente, otras veces significa estos deleites con
nombres de embriaguez y
de desmayo y
de enajenamiento de sí, porque ocupan toda el alma, que con el gusto de ellos
se mete tan adelante en los abrazos y sentimientos de Dios, que desfallece al
cuerpo y casi no comunica con él su sentido, y dice y hace cosas el hombre que
parecen fuera de toda naturaleza y razón.
Y a la verdad, Juliano, de las señales que
podemos tener de la grandeza de estos deleites los que deseamos conocerlos y no
merecemos tener su experiencia, una de las más señaladas y ciertas es el ver
los efectos y las obras maravillosas, y fuera de todo orden común, que hacen en
aquellos que experimentan su gusto. Porque, si no fuera dulcísimo
incomparablemente el deleite que halla el bueno con Dios, ¿cómo hubiera sido
posible o a los mártires padecer los tormentos que padecieron, o a los ermitaños
durar en los yermos por tan luengos años en la vida que todos sabemos?
Por manera que la grandeza no medida de este
dulzor, y la violencia dulce con que enajena y roba para sí toda el alma, fue
quien sacó a la soledad a los hombres, y los apartó de casi todo aquello que es
necesario al vivir, y fue quien los mantuvo con yerbas y sin comer muchos días,
desnudos al frío y descubiertos al calor y sujetos a todas las injurias del
cielo. Y fue quien hizo fácil y hacedero y usado lo que parecía en ninguna manera
posible. Y no pudo tanto ni la naturaleza con sus necesidades, ni la tiranía y
crueldad con sus no oídas cruezas, para retraerlos del bien, que no pudiese
mucho más para detenerlos en él este deleite; y todo aquel dolor que pudo hacer
el artificio y el cielo, la naturaleza y el arte, el ánimo encruelecido y la
ley natural poderosa, fue mucho menor que este gozo. Con el cual esforzada el
alma, y cebada y levantada sobre sí misma, y hecha superior sobre todas las
cosas, llevando su cuerpo tras sí, le dio que no pareciese ser su cuerpo.
Y si quisiésemos ahora contar por menudo los
ejemplos particulares y extraños que de esto tenemos, primero que la historia
se acabaría la vida; y así, baste por todos uno, y éste sea el que es la imagen
común de todos, que el Espíritu Santo nos dibujó en el libro de los Cantares para que, por las palabras y
acontecimientos que conocemos, veamos como en idea todo lo que hace Dios con
sus escogidos.
Porque ¿qué es lo que no hace la esposa allí,
para encarecer aqueste su deleite que siente, o lo que el Esposo no dice para
este mismo propósito? No hay palabra blanda, ni dulzura regalada, ni requiebro
amoroso, ni encarecimiento dulce de cuantos en el amor jamás se dijeron o se
pueden decir, que o no lo diga allí o no lo oiga la esposa.
Y si por palabras o por demostraciones
exteriores se puede declarar el deleite del alma, todas las que significan un
deleite grandísimo, todas ellas se dicen y hacen allí; y, comenzando de menores
principios, van siempre subiendo, y, esforzándose siempre más el soplo del
gozo, al fin, las velas llenas, navega el alma justa por un mar de dulzor, y
viene, al fin, a abrasarse en llamas de dulcísimo fuego, por parte de las
secretas centellas que recibió al principio en sí misma.
Y acontécele, cuanto a este propósito, al
alma con Dios como al madero no bien seco cuando se le avecina el fuego le
aviene. El cual, así como se va calentando del fuego y recibiendo en sí su
calor, así se va haciendo sujeto apto y dispuesto para recibir más calor, y lo
recibe de hecho. Con el cual calentando, comienza primero a despedir humo de sí
y a dar de cuando en cuando algún estallido, y corren algunas veces gotas de
agua por él, y procediendo en esta contienda, y tomando por momentos el fuego
en él mayor fuerza, el humo que salía se enciende de improviso en llama, que
luego se acaba, y dende a poco se torna a encender otra vez y a apagarse
también; y así hace la tercera y la cuarta, hasta que al fin el fuego, ya
lanzado en lo íntimo del madero y hecho señor de todo él, sale todo junto y por
todas partes afuera, levantando sus llamas, las cuales, prestas y poderosas y a
la redonda bulliendo, hacen parecer un fuego el madero.
Y por la misma manera, cuando Dios se avecina
al alma y se junta con ella y le comienza a comunicar su dulzura, ella, así
como la va gustando, así la va deseando más, y con el deseo se hace a sí misma
más hábil para gustarla, y luego la gusta más, y así, creciendo en ella este
deleite por puntos, al principio la estremece toda, y luego la comienza a ablandar,
y suenan de rato en rato unos tiernos suspiros, y corren por las mejillas a
veces y sin sentir algunas dulcísimas lágrimas; y, procediendo adelante,
enciéndese de improviso como una llama compuesta de luz y de amor, y luego
desaparece volando, y toma a repetirse el suspiro, y torna a lucir y a cesar
otro no sé qué resplandor, y acreciéntase el lloro dulce, y anda así por un
espacio haciendo mudanzas el alma, traspasándose unas veces y otras veces
tornándose a sí, hasta que, sujeta ya del todo al dulzor, se traspasa del todo,
y, levantada enteramente sobre sí misma, y no cabiendo en sí misma, expira amor
y terneza y derretimiento por todas sus partes, y no entiende ni dice otra cosa
sino es: «Luz, amor, vida, descanso sumo, belleza infinita, bien inmenso y
dulcísimo, dame que me deshaga yo y que me convierta en Ti toda, Señor.» Mas
callemos, Juliano, lo que por mucho que hablemos no se puede hablar.
Y calló, diciendo esto, Marcelo un poco; y
tornó luego a decir:
-Dicho he del nudo y del deleite de este desposorio
lo que he podido; quédame por decir lo que supiere de las demás circunstancias
y requisitos suyos. Y no quiero referir yo ahora las causas que movieron a
Cristo, ni los accidentes de donde tomó ocasión para ser nuestro Esposo, porque
ya en otros lugares hemos dicho hoy acerca de esto lo que conviene; ni diré de
los terceros que intervinieron en estos conciertos, porque el mayor y el que a
todos nos es manifiesto, fue la grandeza de su piedad y bondad. Mas diré de la
manera como se ha habido con esta su esposa por todo el espacio que, desde que
se prometieron, corre hasta el día del matrimonio legítimo; y diré de los
regalos y dulces tratamientos que por este tiempo le hace, y de las prendas y
joyas ricas, y por ventura de las leyes de amor y del tálamo, y de las fiestas
y cantares ordenados para aquel día. Porque, así como acontece a algunos
hombres que se desposan con mujeres muy niñas, y que para casarse con ellas
aguardan a que lleguen a legítima edad, así nos conviene entender que Cristo se
desposó con la Iglesia luego en naciendo ella, o, por mejor decir, que la crió
e hizo nacer para esposa suya, y que se ha de casar con ella a su tiempo.
Y hemos de entender que, como aquellos cuyas
esposas son niñas las regalan y las hacen caricias primero, como a niñas, y así
por consiguiente, como va creciendo la edad, van ellos también creciendo en la
manera de amor que les tienen y en las demostraciones de él que les hacen, así
Cristo a su esposa la Iglesia le ha ido criando y acariciando conforme a sus
edades de ella, y diferentemente según sus diferencias de tiempos: primero como
a niña y después como a algo mayor, y ahora la trata como a doncelleja ya bien
entendida y crecida y casi ya casadera.
Porque toda la edad de la Iglesia, desde su
primer nacimiento hasta el día de la celebridad de sus bodas, que es todo el
tiempo que hay desde el principio del mundo hasta su fin, se divide en tres
estados de la Iglesia y tres tiempos. El primero que llamamos de naturaleza, y
el segundo de ley, y el tercero y postrero de gracia. El primero fue como la
niñez de esta esposa. En el segundo vino a algún mayor ser. En este tercero que
ahora corre se va acercando mucho a la edad de casar. Pues como ha ido
creciendo la edad y el saber, así se ha habido con ella diferentemente su
Esposo, midiendo con la edad los favores y ajustándolos siempre con ella por
maravillosa manera, aunque siempre por manera llena de amor y de regalo, como
se ve claramente en el libro, de quien poco antes decía, de los Cantares; el cual no es sino un dibujo vivo de todo
este trato amoroso y dulce que ha habido hasta ahora, y de aquí adelante ha de
haber, entre estos dos, Esposo y esposa, hasta que llegue el dichoso día del
matrimonio, que será el día cuando se cerraren los siglos.
Digo que es una imagen compuesta por la mano
de Dios, en que se nos muestran por señales y semejanzas visibles y muy
familiares al hombre las dulzuras que entre estos dos esposos pasan, y las
diferencias de ellas conforme a los tres estados y edades diferentes que he
dicho. Porque en la primera parte del libro, que es hasta casi la mitad del
segundo capítulo, dice Dios lo que hace significación de las condiciones de
esta su esposa en aquel su estado primero de naturaleza, y la manera de los
amores que le hizo entonces su Esposo. Y desde aquel lugar, que es donde se
dice en el segundo capítulo: «Veis, mi amado me habla y dice: Levántate y
apresúrate y ven», hasta el capítulo quinto, adonde torna a decir: «Yo duermo y
mi corazón vela», se pone lo que pertenece a la edad de la ley. Mas desde allí
hasta el fin, todo cuanto entre estos dos se platica es imagen de las dulzuras
de amor que hace Cristo a su esposa en este postrero estado de gracia.
Porque, comenzando por lo primero y tocando
tan solamente las cosas, y como señalándolas desde lejos (porque decirlas
enteramente sería negocio muy largo, y no de este breve tiempo que resta); así
que, diciendo de lo que pertenece a aquel estado primero, como era entonces
niña la esposa, y le era nueva y reciente la promesa de Dios de hacerse carne
como ella y de casarse con ella, como tierna y como deseosa de un bien tan
nunca esperado, del cual entonces comenzaba a gustar, entra, con la licencia
que le da su niñez y con la impaciencia que en aquella edad suele causar el
deseo, pidiendo apresuradamente sus besos: «Béseme, dice, de besos de su boca;
que mejores son los tus pechos que el vino.»
En que debajo de este nombre de besos, le pide ya su palabra y el aceleramiento de
la promesa de desposarla en su carne, que apenas le acaba de hacer. Porque
desde el tiempo que puso Dios con el hombre de vestirse de su carne de él, y de
así vestido ser nuestro esposo, desde ese punto el corazón del hombre comenzó a
haberse regalada y familiarmente con Dios; y comenzaron desde entonces a bullir
en él unos sentimientos de Dios nuevos y blandos, y, por manera nunca antes
vista, dulcísimos. Y hace significación de esta misma niñez lo que luego dice y
prosigue: «Las niñas doncellitas te aman.» Porque las doncellitas y la esposa
son una misma. Y el aficionarse al olor, y el comparar y amar al Esposo como un
ramillete florido, y el no poderse aún tener bien en los pies, y el pedir al
Esposo que le dé la mano, diciendo: «Llévame en pos de Ti, correremos»; y el
prometerle el Esposo tortolicas y sartalejos, todo ello demuestra lo niño y lo
imperfecto de aquel amor y conocimiento primero.
Y porque tenía entonces la Iglesia presentes
y como delante de los ojos dos cosas, la una su culpa y pérdida, y la otra la
promesa dichosa de su remedio, como mirándose a sí, por eso dice allí así:
«Negra soy, más hermosa, hijas de Jerusalén, como los tabernáculos de Cedar y
como las tiendas de Salomón.» Negra por el desastre de mi culpa primera, por
quien he quedado sujeta a las injurias de mis penalidades, más hermosa por la
grandeza de dignidad y de rica esperanza a que por ocasión de este mal he
subido. Y si el aire y el agua me maltratan de fuera, la palabra que me es dada
y la prenda que de ella en el alma tengo, me enriquece y alegra. Y si los hijos de mi madre se encendieron contra mí, porque viniendo de un mismo padre el ángel y yo, el
ángel malo, encendido de envidia, convirtió su ingenio en mi daño; y si me pusieron por guarda de viñas sacándome
de mi felicidad al polvo y al sudor y al desastre continuo de esta larga
miseria; y si la mi viña,
esto es, la mi buena dicha primera, no la supe guardar... como sepa yo ahora
adónde, oh Esposo,
sesteas, y como tenga noticia y favor para ir a los lugares bienaventurados
adonde está de tu rebaño su pasto, yo quedaré mejorada.
Y así, por esta causa misma, el Esposo
entonces no se le descubre del todo, ni le ofrece luego su presencia y su guía,
sino dícele que si le ama como dice, y si le quiere hallar, que siga la huella
de sus cabritos. Porque la luz y el conocimiento que en aquella edad dio guía a
la Iglesia fue muy pequeño y muy flaco conocimiento en comparación del de
ahora. Y porque ella era pequeña entonces, esto es, de pocas personas en
número, y esas esparcidas por muchos lugares y rodeadas por todas partes de
infidelidad, por eso la llama allí, y por regalo la compara a la rosa, que las espinas la cercan. Y
también es rosa entre espinas porque, casi ya al fin de esta niñez suya, y cuando
comenzaba a florecer y brotaba ya afuera su hermosa figura, haciendo ya cuerpo
de república y de pueblo fiel con muchedumbre grandísima (que fue estando en
Egipto, y poco antes que saliese de allí), fue verdaderamente rosa entre
espinas, así por razón de los egipcios infieles que la cercaban, como por causa
de los errores y daños que se le pegaban de su trato y conversación, como
también por respeto de la servidumbre con que la oprimían. Y no es lejos de
esto, que en sola aquella parte del libro la compara el Esposo a cosas de las
que en Egipto nacían, como cuando le dice: «A la mi yegua en los carros de
Faraón te asemejé, amiga mía.» Porque estaba sujeta ella a Faraón entonces, y
como uncida al carro trabajoso de su servidumbre.
Mas llegando a este punto, que es el fin de
su edad la primera y el principio de la segunda, la manera como Dios la trató,
es lo que luego y en el principio de la segunda parte del libro se dice:
«Levántate y apresúrate, amiga mía, y ven; que ya se pasó el invierno y la
lluvia ya se fue» con lo que después de esto se sigue. Lo cual todo por
hermosas figuras declara la salida de esta santa esposa de Egipto. Porque
llamándola el Esposo a que salga, significa el Espíritu Santo, no sólo que el
Esposo la saca de allí, mas también la manera como la hace salir. Levántate, dice, porque con la carga del duro
tratamiento estaba abatida y caída. Y apresúrate, porque salió con grandísima prisa de Egipto, como se
cuenta en el Éxodo. Y ven, porque salió siguiendo a su Esposo. Y dice
luego todo aquello que la convida a salir. Porque ya, dice, el invierno y los
tiempos ásperos de tu servidumbre han pasado, y ya comienza a aparecer la
primavera de tu mejor suerte. Y ya, dice, no quiero que te me demuestres como
rosa entre espinas, sino como paloma
en los agujeros de la barranca, para
significar el lugar desierto y libre de compañías malas a do la sacó.
Y así ella, como ya más crecida y osada,
responde alegremente a este llamamiento divino, y deja su casa y sale en busca
de aquel a quien ama. Y para declarárnoslo, dice: «En mi lecho, y en la noche
de mi servidumbre y trabajo, busqué y levanté el corazón a mi Esposo; busquéle,
mas no le hallé. Levantéme y rodeé la ciudad y pregunté a las guardas de ella
por Él.» Y dice esto así para declarar todas las dificultades y trabajos nuevos
que se le recrecieron con los de Egipto y con sus príncipes de ellos, desde que
comenzó a tratar de salir de su tierra hasta que de hecho salió. Mas luego, en
saliendo, halló como presente, en figura de nube y en figura de fuego, a su
Esposo, y así añade y le dice: «En pasando las guardas hallé al que ama mi
alma; asíle y no le dejaré hasta que le encierre en casa de mi madre y en la
recámara de la que me engendró.» Porque hasta que entró con Él en la tierra
prometida, adonde caminaba por el desierto, siempre le llevó como delante de
sí. Y porque se entienda que se habla aquí de aquel tiempo y camino, poco más
abajo le dice: «¿Quién es ésta que sube por el desierto, como varilla de humo
de mirra y de incienso y de todos los buenos olores?» Y lo que después se dice
del lecho de Salomón y de las guardas de él, con quien es comparada la Esposa,
es la guarda grande y las velas que puso el Esposo para la salud y defensa suya
por todo aquel camino y desierto. Y lo de la litera que Salomón hizo, y la
pintura de sus riquezas y obra, es imagen de la obra del arca y del santuario
que en aquel mismo lugar y camino ordenó para regalo de esta su esposa.
Y cuando luego, por todo el capítulo cuarto,
dice de ella su Esposo encarecidos loores, cantando una por una todas sus
figuras y partes, en la manera del loor y en la calidad de las comparaciones
que usa, bien se deja entender que el que allí habla, aquello de que habla lo
concebía como una grande muchedumbre de ejército asentado en su real, y
levantadas sus tiendas y divididas en sus estancias por orden, en la manera
como seguía su viaje entonces el pueblo desposado con Dios.
Porque, como en el libro de los Números vemos, el asiento del real de aquel
pueblo, cuando peregrinó en el desierto, estaba repartido en cuatro cuarteles
de esta manera: en la delantera tenían sus tiendas y asientos los de la tribu
de Judá, con los de Isacar y Zabulón a sus lados. A la mano derecha tenían su
cuartel los de Rubén con los de Simeón y de Gad juntamente. A la izquierda
moraban con los de Dan los de Aser y Neftalí. Lo postrero ocupaban Efraim con
las tribus de Benjamín y de Manasés. Y en medio de este cuadro estaba fijado el
tabernáculo del testimonio, y, alrededor de él, por todas partes, tenían sus
tiendas los levitas y sacerdotes. Y conforme a este orden de asiento seguían su
camino cuando levantaban el real. Porque lo primero de todo iba la columna de
nube, que les era su guía. En pos de ella seguían, sus banderas tendidas, Judá
con sus compañeros. A éstos sucedían luego los que pertenecían al cuartel de
Rubén. Luego iban el tabernáculo con todas sus partes, las cuales llevaban
repartidas entre sí los levitas. Efraim y los suyos iban después. Y los de Dan
iban en la retaguardia de todos.
Pues teniendo como delante los ojos el Esposo
este orden, y como deleitándose en contemplar esta imagen, en el lugar que digo
lo va loando como si loara en una persona sola y hermosa sus miembros. Porque
dice que sus ojos, que eran la nube y el fuego que les servían de guía, eran
como de paloma. Y sus cabellos, que es lo que se descubre primero y el cuartel
de los que iban delante, como hatos de cabras. Y sus dientes, que son Gad y
Rubén, como manadas de ovejas. Y sus labios y habla, que eran los levitas y
sacerdotes por quien Dios les hablaba, como hilo de carmesí. Y por la misma
manera llama mejillas a los de Efraim, y a los de Dan cuello. Y a los unos y a
los otros los alaba con hermosos apodos.
Y a la postre dice maravillas de sus dos
pechos, esto es, de Moisés y Aarón, que eran como el sustento de ellos y como
los caminos por donde venía a aquel pueblo lo que los mantenía en vida y en
bien. Y porque el paradero de este viaje era el llegar a la tierra que les
estaba guardada, y el alcanzar la posesión pacífica de ella, por eso, en
habiendo alabado la orden hermosa que guardaban en su real y camino, llégalos a
la fin del camino y mételos como de la mano en sus casas y tierras. Y por esto
le dice: «Ven del Líbano, amiga mía, esposa mía; ven del Líbano, ven, y serás
coronada de la cumbre de Amana y de la altura de Sanir y de Hermón, de las
cuevas de los leones, de los montes de las onzas», que es como una descripción
de la región de Judea.
En la cual región, después que de ella se
apoderó Dios y su pueblo, creció y fructificó por muchos siglos, con grandes
acrecentamientos de santidad y virtudes, la Iglesia. Por donde el Esposo, luego
que puso a la esposa en la posesión de esta tierra, contemplando los muchos
frutos de Religión que en ella produjo, para darlo a entender le dice que es
huerto y le dice que es fuente; y de lo uno y de lo otro dice en esta manera:
«Huerto cercado, hermana mía, esposa, huerto cercado, fuente sellada. Tus
plantas, vergeles son de granados y de lindos frutales; el cipro y el nardo, y
la canela y el cinamomo, con todos los árboles del Líbano; la mirra y el
sándalo, con los demás árboles del incienso.»
Y finalmente, diciendo y respondiéndose a
veces, concluyen todo lo que a la segunda edad pertenece. Y concluido, luego se
comienza el cuento de lo que en esta tercera de gracia pasa entre Cristo y su
esposa. Y comienza diciendo: «Voz de mi amado que llama: Ábreme, hermana mía,
amiga mía, paloma mía; que mi cabeza llena está de rocío, y las mis guedejas
con las gotas de la noche.» Que por cuanto Cristo, en el principio de esta edad
que decimos, nació cubierto de nuestra carne y vino así a descubrirse
visiblemente a su esposa, vestido de su librea de ella, y sujeto, como ella lo
es, a los trabajos y a las malas noches que en la oscuridad de esta vida se
pasan, por eso dice que viene maltratado de la noche y calado del agua y del
rocío.
Lo cual hasta aquel punto nunca de sí dijo el
Esposo, ni menos dijo otra cosa que se pareciese a ello o que tuviese
significación de lo mismo. Pues ruégale que le abra la puerta porque sabía la
dificultad con que aquel pueblo donde nació, y donde en aquel tiempo se
sustentaba este nombre de esposa, le había de recibir en su casa. Y esta
dificultad y mal acogimiento es lo que luego incontinente se sigue: «Desnudéme
la mi camisa, ¿cómo tornaré a vestírmela? Lavé los mis pies, ¿cómo los
ensuciaré?» Y así, mal recibido, se pasa adelante a buscar otra gente.
Y porque algunos de los de aquel pueblo,
aunque los menos de ellos, le recibieron, por eso dice que al fin salió la
esposa en su busca. Y porque los que le recibieron padecieron por la confesión
y predicación de su fe muchos y muy luengos trabajos, por eso dice que lo rodeó
todo buscándole y que no le halló, y que la hallaron a ella las guardas que
hacían la ronda, y que la despojaron y que la hirieron con golpes. Y las voces
que da llamando a su Esposo escondido y las gentes que movidas de sus voces
acuden a ella, y le preguntan qué busca y por quién vocea con ansia tan grande,
no es otra cosa sino la predicación de Cristo, que, ardiendo en su amor,
hicieron por toda la gentilidad los Apóstoles; y los que se allegan a la
esposa, y los que le ofrecen su ayuda y compañía para buscar al que ama, son
los mismos gentiles, todos aquellos que, abriendo los oídos del alma a la voz
del Santo Evangelio y dando asiento a las palabras de salud en su corazón, se
juntaron con fe viva a la esposa, y se encendieron con ella en un mismo amor y
deseo de ir en seguimiento de Cristo.
Y como llegaba ya la Iglesia a su debido
vigor, y estaba, como si dijésemos, en la flor de su edad, y había, conforme a
la edad, crecido en conocimiento, y el Esposo mismo se había manifestado hecho
hombre, da señas de Él allí la esposa y hace pintura de sus facciones todas, lo
que nunca antes hizo en ninguna parte del libro; porque el conocimiento pasado,
en comparación de la luz presente, y lo que supo de su Esposo la Iglesia en la naturaleza
y la ley, puesto con lo que ahora sabe y conoce, fue como una niebla cerrada y
como una sombra oscurísima.
Pues como es ahora su amor de la esposa y su
conocimiento mayor que antes, así ella en esta tercera parte está más
aventajada que nunca en todo género de espiritual hermosura; y no está, como
estaba antes, encogida en un pueblo sólo, sino extendida por todas las naciones
del mundo.
En significación de lo cual, el Esposo, en
esta parte -lo que no había hecho en las partes primeras-, la compara a
ciudades, y dice que es semejante a un grande y bien ordenado escuadrón y
repite todo lo que había dicho antes loándola, y añade sobre lo dicho otros
nuevos y más soberanos loores. Y no solamente él la alaba, sino también, como a
cosa ya hecha pública por todas las gentes y puesto en los ojos de todas ellas,
alábanla con el Esposo otros muchos. Y la que antes de ahora no era alabada
sino desde la cabeza hasta el cuello, es loada ahora de la cabeza a los pies, y
aun de los pies es loada primero, porque lo humilde es lo más alto en la
Iglesia. Y la que antes de ahora no tenía hermana porque estaba, como he dicho,
sola en un pueblo, ahora ya tiene hermana y casa y solicitud y cuidado de ella,
extendiéndose por innumerables naciones.
Y ama ya a su bien y es amada de él por
diferente y más subida manera; que no se contenta con verle y abrazarle a sus
solas, como antes hacía, sino en público y en los ojos de todos, y sin mirar en
respetos y en puntos, como trae una mozuela a su niño y hermano en los brazos,
y como se abalanza a él, a doquiera que le ve, desea traerle ella a sí siempre
y públicamente anudado con su corazón, como de hecho le trae en la Iglesia todo
lo que merece perfectamente este nombre de esposa. Que es lo que da a entender
cuando dice: «Quién te me diese como hermano mamante pechos de mi madre.
Hallaríate fuera y besaríate, y cierto no me despreciarían a mí; asiré de ti y
te llevaré a casa de la mi madre, y tú me besarás y yo te regalaré.»
Y porque, llegando aquí, ha venido a todo lo
que en razón de esposa puede llegar, no le queda sino que desee y que pida la
venida de su Esposo a las bodas, y el día feliz en que se celebrará este
matrimonio dichoso. Y así lo pide finalmente diciendo: «Huye, amado mío, y
aseméjate a la cabra y al cervatillo sobre los montes.» Porque el huir es venir
a prisa y volando; y el venir sobre los montes es hacer que el sol, que sobre
ellos amanece, nos descubra aquel día. Del cual día y de su luz, a quien nunca
sucede noche, y de sus fiestas que no tendrán fin, y del aparato soberano del
tálamo, y de los ricos arreos con que saldrán en público el novio y la novia,
dice San Juan en el Apocalipsis cosas maravillosas que no quiero yo ahora
decir; ni, si va a decir verdad, puedo decirlas, porque las fuerzas me faltan.
Y valga por todo lo que David acerca de esto
dice en el Salmo cuarenta y cuatro, que es propio y verdadero cantar de estas
bodas, y cantar adonde el Espíritu Santo habla con los dos novios por divina y
elegante manera. Y dígalo Sabino por mí, pues yo no puedo ya, y el decirlo le
toca a él.
Y con esto Marcelo acabó. Y Sabino dijo
luego:
SALMO
XLIV |
||||
Un
rico y soberano pensamiento |
||||
me
bulle dentro el pecho; |
||||
a
Ti, divino Rey, mi entendimiento |
||||
dedico,
y cuanto he hecho |
||||
a
Ti yo lo enderezo; y celebrando |
||||
mi
lengua tu grandeza, |
||||
irá,
como escribano, volteando |
||||
la
pluma con presteza. |
||||
Traspasas
en beldad a los nacidos, |
||||
en
gracia estás bañado; |
||||
que
Dios en Ti, a sus bienes escogidos, |
||||
eterno
asiento ha dado. |
||||
¡Sus!
Ciñe ya tu espada, poderoso, |
||||
tu
prez y hermosura; |
||||
tu
prez, y sobre carro glorioso |
||||
con
próspera ventura. |
||||
Ceñido
de verdad y de clemencia |
||||
y
de bien soberano, |
||||
con
hechos hazañosos su potencia |
||||
dirá
tu diestra mano. |
||||
Los
pechos enemigos tus saetas |
||||
traspasen
herboladas, |
||||
y
besen tus pisadas las sujetas |
||||
naciones
derrocadas; |
||||
y
durará, Señor, tu trono erguido |
||||
por
más de mil edades, |
||||
y
de tu reino el cetro esclarecido, |
||||
cercado
de igualdades. |
||||
Prosigues
con amor lo justo y bueno, |
||||
lo
malo es tu enemigo; |
||||
y
así te colmó ¡oh Dios! tu Dios el seno |
||||
más
que a ningún tu amigo; |
||||
las
ropas de tu fiesta, producidas |
||||
de
los ricos marfiles, |
||||
despiden
en Ti puestas, descogidas, |
||||
olores
mil gentiles. |
||||
Son
ámbar, son mirra, y preciosa |
||||
algalia
sus olores; |
||||
rodéate
de infantas copia hermosa, |
||||
ardiendo
en tus amores, |
||||
y
la querida Reina está a tu lado, |
||||
vestida
de oro fino. |
||||
Pues
¡oh tú! ilustre hija, pon cuidado, |
||||
atiende
de contino; |
||||
atiende,
y mira, y oye lo que digo: |
||||
si
amas tu grandeza, |
||||
olvidarás
de hoy más tu pueblo amigo |
||||
y
tu naturaleza; |
||||
que
el Rey por ti se abrasa, y tú le adora, |
||||
que
Él sólo es señor tuyo, |
||||
y
tú también por Él serás señora |
||||
de
todo el gran bien suyo. |
||||
El
Tiro y los más ricos mercaderes, |
||||
delante
ti humillados, |
||||
te
ofrecen, desplegando sus haberes, |
||||
los
dones más preciados; |
||||
y
anidará en ti toda la hermosura, |
||||
y
vestirás tesoro, |
||||
y
al Rey serás llevada en vestidura |
||||
y
en recamados de oro. |
||||
Y
juntamente al Rey serán llevadas |
||||
contigo
otras doncellas; |
||||
irán
siguiendo todas tus pisadas, |
||||
y
tú delante de ellas; |
||||
y
con divina fiesta y regocijos |
||||
te
llevarán al lecho, |
||||
do,
en vez de tus abuelos, tendrás hijos |
||||
de
claro y alto hecho, |
||||
a
quien del mundo todo repartido |
||||
darás
el cetro y mando. |
||||
Mi
canto, por los siglos extendido, |
||||
tu
nombre irá ensalzando; |
||||
celebrarán
tu gloria eternamente |
||||
toda
nación y gente. |
Libro III
Dedicatoria
A don
Pedro Portocarrero, del Consejo de Su Majestad y del de la Santa y General
Inquisición
Se da solución a algunos reparos que se
hicieron sobre los dos libros anteriores, y se hace la apología del castellano
De los dos libros pasados que publiqué para
probar en ellos lo que se juzgaba de aqueste escribir, he entendido, muy
ilustre Señor, que algunos han hablado mucho y por diferente manera. Porque
unos se maravillan que un teólogo, de quien, como ellos dicen, esperaban
algunos grandes tratados llenos de profundas cuestiones, haya salido al fin con
un libro en romance. Otros dicen que no eran para romance las cosas que se
tratan en estos libros, porque no son capaces de ellas todos los que entienden
romance. Y otros hay que no los han querido leer, porque están en su lengua; y
dicen que, si estuvieran en latín, los leyeran. Y de aquellos que los leen, hay
algunos que hallan novedad en mi estilo, y otros que no quisieran diálogos, y
otros que quisieran capítulos; y que, finalmente, se llegaran más a la manera
de hablar vulgar y ordinaria de todos, porque fueran para todos más tratables y
más comunes.
Y porque juntamente con estos libros publiqué
una declaración del capítulo último de los Proverbios, que intitulé La perfecta casada, no ha
faltado quien diga que no era de mi persona ni de mi profesión decirles a las
mujeres casadas lo que deben hacer. A los cuales todos responderé, si son
amigos, para que se desengañen; y, si no lo son, para que no se contenten. A
los unos, porque justo es satisfacerlos; y a los otros, porque gusten menos de
no estar satisfechos; a aquéllos, para que sepan lo que han de decir; a éstos,
para que conozcan lo poco que nos dañan sus dichos.
Porque los que esperaban mayores cosas de mí,
si las esperaban porque me estiman en algo, yo les soy muy deudor; mas, si
porque tienen en poco éstas que he escrito, no crean ni piensen que en la
Teología, que llaman, se tratan ningunas ni mayores que las que tratamos aquí,
ni más dificultosas, ni menos sabidas, ni más dignas de serlo. Y es engaño
común tener por fácil y de poca estima todo lo que se escribe en romance, que
ha nacido o de lo mal que usamos de nuestra lengua, no la empleando sino en
cosas sin ser, o de lo poco que entendemos de ella creyendo que no es capaz de
lo que es de importancia. Que lo uno es vicio y lo otro engaño, y todo ello
falta nuestra, y no de la lengua ni de los que se esfuerzan a poner en ella
todo lo grave y precioso que en alguna de las otras se halla.
Así que no piensen, porque ven romance, que
es de poca estima lo que se dice; mas, al revés, viendo lo que se dice, juzguen
que puede ser de mucha estima lo que se escribe en romance, y no desprecien por
la lengua las cosas, sino por ellas estimen la lengua, si acaso las vieron,
porque es muy de creer que los que esto dicen no las han visto ni leído. Más
noticia tienen de ellas, y mejor juicio hacen los segundos que las quisieran
ver en latín, aunque no tienen más razón que los primeros en lo que piden y
quieren. Porque, pregunto: ¿por qué las quieren más en latín? No dirán que por
entenderlas mejor, ni hará tan del latino ninguno que profese entenderlo mas
que a su lengua; ni es justo decir que, porque fueran entendidas de menos, por
eso no las quisieran ver en romance, porque es envidia no querer que el bien
sea común a todos, y tanto más fea cuanto el bien es mejor.
Mas dirán que no lo dicen sino por las cosas
mismas que, siendo tan graves, piden lengua que no sea vulgar, para que la
gravedad del decir se conforme con la gravedad de las cosas. A lo cual se
responde que una cosa es la forma del decir, y otra la lengua en que lo que se
escribe se dice. En la forma del decir, la razón pide que las palabras y las
cosas que se dicen por ellas sean conformes, y que lo humilde se diga con
llaneza, y lo grande con estilo más levantado, y lo grave con palabras y con
figuras cuales convienen. Mas, en lo que toca a la lengua, no hay diferencia,
ni son unas lenguas para decir unas cosas, sino en todas hay lugar para todas;
y esto mismo de que tratamos no se escribiera como debía por sólo escribirse en
latín, si se escribiera vilmente; que las palabras no son graves por ser
latinas, sino por ser dichas como a la gravedad le conviene, o sean españolas o
sean francesas.
Que si, porque a nuestra lengua la llamamos
vulgar, se imaginan que no podemos escribir en ella sino vulgar y bajamente, es
grandísimo error; que Platón escribió no vulgarmente ni cosas vulgares en su
lengua vulgar, y no menores ni menos levantadamente las escribió Cicerón en la
lengua que era vulgar en su tiempo; y, por decir lo que es más vecino a mi
hecho, los santos Basilio y Crisóstomo y Gregorio Nacianceno y Cirilo, con toda
la antigüedad de los griegos, en su lengua materna griega (que, cuando ellos
vivían, la mamaban con la leche los niños y la hablaban en la plaza las
vendedoras), escribieron los misterios más divinos de nuestra fe, y no dudaron
de poner en su lengua lo que sabían que no había de ser entendido por muchos de
los que entendían la lengua: que es otra razón en que estriban los que nos
contradicen, diciendo que no son para todos los que saben romance estas cosas
que yo escribo en romance. Como si todos los que saben latín, cuando yo las
escribiera en latín, se pudieran hacer capaces de ellas, o como si todo lo que
se escribe en castellano, fuese entendido de todos los que saben castellano y
lo leen. Porque cierto es que en nuestra lengua, aunque poco cultivada por
nuestra culpa, hay todavía cosas, bien o mal escritas, que pertenecen al
conocimiento de diversas artes, que los que no tienen noticia de ellas, aunque
las lean en romance, no las entienden.
Mas a los que dicen que no leen estos mis
libros por estar en romance, y que en latín los leyeran, se les responde que
les debe poco su lengua, pues por ella aborrecen lo que, si estuviera en otra,
tuvieran por bueno.
Y no sé yo de dónde les nace el estar con
ella tan mal; que ni ella lo merece, ni ellos saben tanto de la latina que no
sepan más de la suya, por poco que de ella sepan, como de hecho saben de ella
poquísimo muchos. Y de éstos son los que dicen que no hablo en romance porque
no hablo desatadamente y sin orden, y porque pongo en las palabras concierto, y
las escojo y les doy su lugar; porque piensan que hablar romance es hablar como
se habla en el vulgo; y no conocen que el bien hablar no es común, sino negocio
de particular juicio, así en lo que se dice como en la manera como se dice. Y
negocio que de las palabras que todos hablan elige las que convienen, y mira el
sonido de ellas, y aun cuenta a veces las letras, y las pesa, y las mide y las
compone, para que, no solamente digan con claridad lo que se pretende decir,
sino también con armonía y dulzura. Y si dicen que no es estilo para los
humildes y simples, entiendan que, así como los simples tienen su gusto, así
los sabios y los graves y los naturalmente compuestos no se aplican bien a lo
que se escribe mal y sin orden, y confiesen que debemos tener cuenta con ellos,
y señaladamente en las escrituras que son para ellos solos, como aquesta lo es.
Y si acaso dijeren que es novedad, yo
confieso que es nuevo y camino no usado para los que escriben en esta lengua
poner en ella número, levantándola del decaimiento ordinario. El cual camino
quise yo abrir, no por la presunción que tengo de mí -que sé bien la pequeñez
de mis fuerzas-, sino para que los que las tienen, se animen a tratar de aquí
adelante su lengua como los sabios y elocuentes pasados, cuyas obras por tantos
siglos viven, trataron las suyas; y para que la igualen en esta parte que le
falta con las lenguas mejores, a las cuales, según mi juicio, vence ella en otras
muchas virtudes. Y por el mismo fin quise escribir en diálogo, siguiendo en
ello el ejemplo de los escritores antiguos, así sagrados como profanos, que más
grave y elocuentemente escribieron.
Resta decir algo a los que dicen que no fue
de mi cualidad ni de mi hábito el escribir del oficio de la casada, que no lo
dijeran si consideraran primero que es oficio del sabio, antes que hable, mirar
bien lo que dice. Porque pudieran fácilmente advertir que el Espíritu Santo no
tiene por ajeno de su autoridad escribirles a los casados su oficio, y que yo,
en aquel libro, lo que hago solamente es poner las mismas palabras que Dios
escribe y declarar lo que por ellas les dice, que es propio oficio mío, a quien
por título particular incumbe el declarar la Escritura.
Demás de que del teólogo y del filósofo es
decir a cada estado de personas las obligaciones que tienen; y, si no es del
fraile encargarse del gobierno de las casas ajenas, poniendo en ello sus manos,
como no lo es sin duda ninguna, es propio del fraile sabio y del que enseña las
leyes de Dios, con la especulación traer a luz lo que debe cada uno hacer, y
decírselo. Que es lo que yo allí hago, y lo que hicieron muchos sabios y
santos, cuyo ejemplo, que he tenido por blanco así en esto como en lo demás que
me oponen, puede conmigo más para seguir lo comenzado que para retraerme de
ello estas imaginaciones y dichos que, además de ser vanos, son de pocos. Y
cuando fueran de muchos, el juicio sólo de V. M. y su aprobación es de mayor
peso que todos. Con lo cual alentado, con buen ánimo proseguiré lo que resta,
que es lo que los de Marcelo hicieron y platicaron después, que fue lo que
ahora sigue.
Introducción
Reanudan
el diálogo en el soto, y el día de la festividad de San Pablo, por la tarde
El día que sucedió, en que la Iglesia hace
fiesta particular al apóstol San Pablo, levantándose Sabino más temprano de lo
acostumbrado, al romper del alba salió a la huerta, y, de allí, al campo que
está a mano derecha de ella, hacia el camino que va a la ciudad, por donde,
habiendo andado un poco rezando, vio a Juliano que descendía para él de la
cumbre de la cuesta que, como dicho he, sube junto a la casa. Y maravillándose
de ello, y saliéndole al encuentro, le dijo:
-No he sido yo el que hoy ha madrugado, que,
según me parece, vos, Juliano, os habéis adelantado mucho más, y no sé por qué
causa.
-Como el exceso en las cenas suele quitar el
sueño -respondió Juliano-, así, Sabino, no he podido reposar esta noche, lleno
de las cosas que oímos ayer a Marcelo, que, demás de haber sido muchas, fueron
tan altas que mi entendimiento, por apoderarse de ellas, apenas ha cerrado los
ojos. Así que, verdad es que os he ganado por la mano hoy, porque mucho antes
que amaneciese ando por estas cuestas.
-Pues ¿por qué por las cuestas? -replicó
Sabino-. ¿No fuera mejor por la ribera del río en tan calurosa noche?
-Parece -respondió Juliano- que nuestro
cuerpo naturalmente sigue el movimiento del sol, que a esta hora se encumbra, y
a la tarde se derrueca en la mar; y así es más natural el subir a los altos por
las mañanas, que el descender a los ríos, a que la tarde es mejor.
-Según eso -respondió Sabino-, yo no tengo
que ver con el sol, que derecho me iba al río si no os viera.
-Debéis -dijo Juliano- de tener que ver con
los peces.
-Ayer -dijo Sabino- decía que yo era pájaro.
-Los pájaros y los peces -respondió Juliano-
son de un mismo linaje, y así viene bien.
-¿Cómo de un linaje mismo? -dijo Sabino.
-Porque Moisés dice -respondió Juliano- que
crió Dios en el quinto día, del agua, las aves y los peces.
-Verdad es que lo dice -dijo Sabino-, mas
bien disimulan el parentesco, según se parecen poco.
-Antes se parecen mucho -respondió Juliano
entonces-, porque el nadar es como el volar, y, como el vuelo corta el aire,
así el que nada hiende por el agua; y las aves y los peces por la mayor parte
nacen de huevos; y, si miráis bien, las escamas en los peces son como las
plumas en las aves, y los peces tienen también sus alas, y con ellas y con la
cola se gobiernan cuando nadan, como las aves cuando vuelan lo hacen.
-Mas las aves -dijo riendo Sabino- son por la
mayor parte cantoras y parleras, y los peces todos son mudos.
-Ordenó Dios esa diferencia -respondió Juliano-
en cosas de un mismo linaje para que entendamos los hombres que, si podemos
hablar, debemos también poder y saber callar, y que conviene que unos mismos
seamos aves y peces, mudos y elocuentes, conforme a lo que el tiempo pidiere.
-El de ayer a lo menos -dijo Sabino-, no sé
si pedía, siendo tan caluroso, que se hablase tanto; mas yo, que lo pedí, sé
que deseo algo más.
-¿Más decís? Y ¿qué hubo en aquel argumento
que Marcelo no lo dijese?
-En lo que se propuso
-dijo Sabino-, a mi parecer habló Marcelo como ninguno de los que yo he visto
hablar. Y aunque le conozco, como sabéis, y sé cuánto se adelanta en ingenio,
cuando le pedí que hablase, nunca esperé que hablara en la forma y con la
grandeza que habló; mas lo más que digo es, no en los nombres de que trató,
sino en uno que dejó de tratar; porque, hablando de los nombres de Cristo, no
sé cómo no apuntó en su papel el nombre propio de Cristo, que es Jesús: que de
razón había de ser o el principal o el primero.
-Razón tenéis -respondió
Juliano- y será justo que se cumpla esa falta, que de tal nombre aun el sonido
sólo deleita; y no es posible sino que Marcelo, que en los demás anduvo tan
grande, tiene acerca de este nombre recogidas y advertidas muchas grandezas.
Mas ¿qué medio tendremos que parece no buen comedimiento pedírselo, que estará
muy cansado, y con razón?
-El medio está en
vuestra mano, Juliano -dijo Sabino luego.
-¿Cómo en mi mano?
-respondió.
-Con hacer vos -dijo
Sabino- lo que no os parece justo que se pida a Marcelo; que estas cuestas y
esta vuestra madrugada tan grande, no son en balde, sin duda.
-La causa fue -respondió
Juliano- la que dije; y el fruto, el asentar en el entendimiento y en la
memoria lo que oí con vos juntamente; y si, fuera de ello, he pensado en otra
cosa, no toca a ese nombre, que nunca advertí hasta ahora en el olvido que de
él se tuvo ayer. Mas atrevámonos, Sabino, a Marcelo; que, como dicen, a los
osados la fortuna.
Y con esta determinación
ambos se volvieron a la huerta, y en la casa supieron que no se había levantado
Marcelo; y, entendiendo que reposaba, y no le queriendo desasosegar, se
tornaron a la huerta, paseándose por ella por un buen espacio de tiempo; hasta
que, viendo que Marcelo no salía y que el sol iba bien alto, Sabino, con algún recelo
de la salud de Marcelo, fue a su aposento, y Juliano con él. Adonde, entrados,
le hallaron que estaba en la cama; y preguntándole si se detenía en ella por
alguna mala disposición que sintiese, y respondiéndoles él que solamente se
sentía un poco cansado y que en lo demás estaba bueno, Sabino añadió:
-Mucho me pesara,
Marcelo, que no fuera así, por tres cosas: por vos principalmente, y después
por mí que os había dado ocasión, y lo postrero porque se nos desbarataba un
concierto.
Aquí Marcelo, sonriéndose
un poco, dijo:
-¿Qué concierto, Sabino?
¿Habéis por caso hallado hoy otro papel?
-No otro -dijo Sabino-,
mas en el de ayer he hallado qué culparle, que entre los nombres que puso
olvidó el de Jesús, que es el propio de Cristo, y así es vuestro lo el suplir
por él. Y habemos concertado Juliano y yo que sea hoy, por hacer con ello, en
este día suyo, fiesta a San Pablo, que sabéis cuán devoto fue de este nombre, y
las veces que en sus escritos le puso, hermoseándolos con él como se hermosea
el oro con los esmaltes y con las perlas.
-¡Bueno es -respondió
Marcelo- hacer concierto sin la parte! Ese santo nombre dejóle el papel, no por
olvido, sino por lo mucho que han escrito de él algunas personas; mas si os
agrada que se diga, a mí no me desagradará oír lo que Juliano acerca de él nos
dijere, ni me parece mal el respeto de San Pablo y de su día que, Sabino,
decís.
-Ya eso está andado
-respondió al punto Sabino- y Juliano se excusa.
-Bien es que se excuse
hoy -dijo Marcelo- quien puso ayer su palabra y no la cumplió.
Aquí, como Juliano
dijese que no la había cumplido por no hacer agravio a las cosas, y como
pasasen acerca de esto algunas demandas y respuestas entre los dos, excusándose
cada uno en lo más que podía, dijo Sabino:
-Yo quiero ser juez en
este pleito, si me lo consentís, y si os ofrecéis a pasar por lo que juzgare.
Y Marcelo dijo que
también consentía, aunque le tenía por algo sospechoso juez, y Sabino respondió
luego:
-Pues porque veáis,
Marcelo, cuán igual soy, yo os condeno a los dos: a vos que digáis del nombre
de Jesús, y a Juliano que diga de otro o de otros nombres de Cristo, que yo le
señalaré o que él se escogiere.
Riéronse mucho de esto
Juliano y Marcelo y, diciendo que era fuerza obedecer al juez, asentaron que,
caída la siesta, en el soto, como el día pasado, primero Juliano y después
Marcelo dijesen. Y en lo que tocaba a Juliano, que dijese del nombre que le
agradase más. Y con esto, se salieron fuera del aposento Juliano y Sabino, y
Marcelo se levantó.
Y después de haber dado
a Dios lo que el día pedía, pasaron hasta que fue hora de comer en diversas
razones, las más de las cuales fueron sobre lo que había juzgado Sabino, de que
se reía Marcelo mucho. Y así, llegada la hora, y habiendo dado su refección al cuerpo
con templanza y al ánimo con alegría moderada, poco después, Marcelo se recogió
a su aposento a pasar la siesta, y Juliano se fue a tenerla entre los álamos
que en la huerta había, estanza fresca y apacible; y Sabino, que no quiso
escoger ni lugar ni reposo, como más mozo, decía que advirtió de Juliano que
todo el tiempo que estuvo en la alameda, que fue más de dos horas, lo pasó sin
dormir, unas veces arrimado y otras paseándose, y siempre metidos los ojos en
el suelo y pensando profundísimamente. Hasta que él, pareciéndole hora,
despertó al uno de su pensamiento y al otro de su reposo; y diciéndoles que su
oficio era, no sólo repartirles la obra, sino también apresurarlos a ella y
avisarlos del tiempo, ellos con él, y en el barco, se pasaron al soto y al
mismo lugar del día de antes. Adonde, asentados, Juliano comenzó así:
Hijo de Dios
De cuán propiamente se
llama Cristo Hijo de Dios, por
hallarse en Él todas las condiciones quese requieren para serlo
-Pues me toca el hablar primero, y está en mi
elección lo de que tengo que hablar, paréceme tratar de un nombre que Cristo
tiene, demás de los que ayer se dijeron de Él, y de otros muchos que no se han
dicho, y éste es el nombre de Hijo,
que así se llama Cristo por particular propiedad. Y si hablara de mi voluntad,
o no hablara delante de quien tan bien me conoce, buscara alguna manera con
que, deshaciendo mi ingenio y excusando mis faltas, y haciéndome opinión de
modestia ganara vuestro favor. Mas, pues esto no sirve, y vuestra atención es
cual las cosas lo piden, digamos en buen, punto, y con el favor que el Señor
nos diere, eso mismo que Él nos ha dado a entender.
Pues digo que este
nombre de Hijo se
le dan a Cristo las divinas Letras en muchos lugares. Y es tan común nombre
suyo en ellas, que por esta causa casi no lo echamos de ver cuando las leemos,
con ser cosa de misterio y digna de ser advertida.
Mas entre otros, en el
Salmo setenta y uno, adonde, debajo de nombre de Salomón, refiere David y
celebra muchas de las condiciones y accidentes de Cristo, le es dado este
nombre por manera encubierta y elegante. Porque donde leemos: «Y su nombre será
eternamente bendito, y delante del sol durará siempre su nombre», por lo que
decimos durar o
perseverar, la palabra original a quien éstas responden dice
propiamente lo que en castellano no se dice con una voz; porque significa el
adquirir uno, naciendo, el ser y el nombre de hijo, o el ser hecho y producido,
y no en otra manera que hijo. Por manera que dirá así: «Y antes que el sol, le
vendrá por nacimiento el tener nombre de Hijo.» En que David no solamente declara que
es hijo Cristo, sino dice que su nombre es ser Hijo. Y no solamente dice que se llama así
por haberle sido puesto este nombre, sino que es nombre que le viene de
nacimiento y de linaje y de origen; o, por mejor decir, que nace en Él y con Él
este nombre, y no sólo que nace en Él ahora, o que nació con Él al tiempo que
Él nació de la Virgen, sino que nació con Él aun cuando no nacía el sol, que es
decir antes que fuese el sol o que fuesen los siglos.
Y ciertamente, San
Pablo, en la epístola que escribe a los Hebreos, comparando a Cristo con los
ángeles y con las demás criaturas, y diferenciándole de ellas y aventajándole a
todas, usa de este nombre de Hijo y
toma argumento de él para mostrar, no solamente que Cristo es Hijo de Dios, sino que,
entre todos, le es propio a Él este nombre. Porque dice de esta manera: «Y
hízole Dios tanto mayor que los ángeles, cuanto por herencia alcanzó sobre
ellos nombre diferente. Porque, ¿a cuál de los ángeles dijo: Tú eres mi Hijo,
yo te engendré hoy?» En que se debe advertir que, según lo que San Pablo dice,
Cristo no solamente se llama Hijo,
sino, como decíamos, se llama así por herencia, y que es heredad suya, y como
su legítima, el ser llamado Hijo entre todos. Y que con ser así que en la
divina Escritura llama Dios a algunos hombres sus hijos, como a los judíos en
Isaías, cuando les dice: «Engendré hijos, y ensalcé los que me despreciaron
después»; y en el otro Profeta que dice: «Llamé a mi Hijo de Egipto»; y, con
ser también los ángeles nombrados hijos, como en el libro de Job, y en el libro
de la Creación, y en otros muchos lugares, dice osadamente y a boca llena San Pablo,
y como cosa averiguada y en que no puede haber duda, que Dios a ninguno, sino a
sólo Cristo, lo llamó Hijo
suyo.
Mas veamos este secreto,
y procuremos, si posible fuere entender por qué razón o razones, entre tantas
cosas a quien les conviene este nombre, le es propio a Cristo el ser y
llamarse Hijo;
y veamos también qué será aquello que, dándole a Cristo este nombre, nos enseña
Dios a nosotros.
-Cuanto a la naturaleza
divina de Cristo -dice-, no parece, Juliano, gran secreto el por qué Cristo, y
sólo Cristo, se llama Hijo,
porque en la divinidad no hay más de uno a quien le puede convenir este nombre.
-Antes -respondió
Juliano- lo oscuro y lo hondo, y lo que no se puede alcanzar de este secreto,
es eso mismo que, Sabino, decís; conviene saber: ¿cómo, o por qué manera y
razón, la persona divina de Cristo, sola ella en la divinidad, es Hijo y se
llama así, habiendo en la divinidad la persona del Espíritu Santo, que procede
del Padre también, y le es semejante, no menos que el Hijo lo es? Y aunque
muchos, como sabéis, se trabajan por dar de esto razón, no sé yo ahora si es
razón de las que los hombres no pueden alcanzar; porque, a la verdad, es de las
cosas que la fe reserva para sí sola. Mas no turbemos la orden sino veamos
primero qué es ser hijo, y sus condiciones cuáles son, y qué cosas se le
consiguen como anejas y propias; y veremos luego cómo se halla esto en Cristo,
y las razones que hay en Él para que sea llamado Hijo a boca llena
entre todos.
Y cuanto a lo
primero, hijo,
como sabéis, llamamos, no lo que es hecho de otro como quiera, sino lo que nace
de la sustancia de otro, semejante en la naturaleza al mismo de quien nace, y
semejante así que el mismo nacer le hace semejante y le pinta, como si
dijésemos, de los colores y figuras del padre, y pasa en él sus condiciones
naturales. Por manera que el mismo ser engendrado sea recibir un ser, no como
quiera, sino un ser retratado y hecho a la imagen de otro. Y, como en el arte,
el pintor que retrata en el hacer del retrato mira al original, y por la obra
del arte pasa sus figuras en la imagen que hace, y no es otra cosa el hacer la
imagen sino el pasar en ella las figuras originales, que se pasan a ella por
esa misma obra con que se forma y se pinta, así en lo natural el engendrar de
los hijos es hacer unos retratos vivos que, en la sustancia de quien los
engendra, su virtud secreta, como en materia o como en tabla dispuesta, los va
figurando semejantes a su principio. Y eso es el hacerlos: el figurarlos y el
asemejarlos a sí.
Mas como, entre las
cosas que son, haya unas de vida limitada y otras que permanecen sin fin, las
primeras ordenó la naturaleza que engendrasen y tuviesen hijos para que en
ellos, como en retratos suyos y del todo semejantes a ellos, lo corto de su
vida se extendiese y lo limitado pasase adelante, y se perpetuasen en ellos los
que son perecederos en sí; mas en las segundas, cuando los tienen, o las que de
ellas los tienen, el tenerlos y el engendrarlos no se encamina a que viva el
que es padre en el hijo, sino a que se demuestre en él y parezca y salga a luz
y se vea.
Como en el sol lo
podemos ver, cuyo fruto, o, si lo hemos de decir así, cuyo hijo es el rayo que
de él sale, que es de su misma calidad y sustancia, y tan lucido y tan eficaz
como él. En el cual rayo no vive el sol después de haber muerto, ni se le dio
ni le produce él para fin de que quedase otro sol en él cuando el sol
pereciese, porque el sol no perece; mas si no se perpetúa en él, luce en él y
resplandece y se nos viene a los ojos; y así, le produce, no para vivir en él,
sino para mostrarse en él y para que, comunicándole toda su luz, veamos en el
rayo quién es el sol. Y no solamente le veamos en el rayo, mas también le
gocemos y seamos particioneros de todas sus virtudes y bienes. Por manera que
el hijo es como un retrato vivo del padre, retratado por él en su misma
sustancia, hecho en las cosas que son eternas y perpetuas, para el fin de que
el padre salga afuera en el hijo, y aparezca y se comunique.
Y así, para que uno se
diga y sea hijo de otro, conviene, lo primero, que sea de su misma sustancia;
lo segundo, que le sea en ella igual y semejante del todo; lo tercero, que el
mismo nacer le haya hecho así, semejante; lo cuarto, que, o sustituya por su
padre cuando faltare él, o, si durare siempre, le represente siempre en sí y le
haga manifiesto y le comunique con todos. A lo cual se consigue que ha de ser
una voluntad y un mismo querer el del padre y del hijo; que su estudio de él y
todo su oficio ha de ser emplearse en lo que es agradable a su padre; que no ha
de hacer sino lo que su padre hace porque, si es diferente, ya no le es
semejante, y, por el mismo caso, en aquello no es hijo; que siempre mire a él
como a su dechado, no sólo para figurarse de él, sino para volverle con amor lo
que recibió con deleite, y para enlazarse en un querer puro y ardiente y
recíproco el hijo y el padre.
Pues siendo esto así, y
en la forma que dicho hemos, como de hecho lo es, claramente se ve la razón por
que Cristo, entre todas las cosas, es llamado Hijo de Dios a boca llena. Pues es
manifiesto que concurren en sólo Él todas las propiedades de hijo que he dicho,
y que en ninguno otro concurren. Porque lo primero, Él sólo, según la parte
divina que en sí contiene, nace de la sustancia de Dios, semejante por igualdad
a Aquel de quien nace, y semejante porque el mismo nacer y la misma forma y
manera como nace Dios, le asemeja a Dios y le figura como Él, tan perfecta y
acabadamente que le hace una misma cosa con Él; como Él mismo lo dice: «Yo y el
Padre somos una cosa», de que diremos después más copiosamente.
Pues según la otra parte
nuestra que en sí tiene, ya que no es de la sustancia de Dios, mas, como
Marcelo ayer decía, parécese mucho a Dios, y es casi otro Él por razón de los
infinitos tesoros de celestiales y divinísimos bienes que Dios en ella puso;
por donde Él mismo decía: «Felipe, quien a mí me ve, a mi Padre ve.» Demás de
esto, el fin para que las cosas eternas, si tienen hijo, le tienen (que es para
hacerse manifiestas en él y, como si dijésemos, para resplandecer por él en la
vista de todos), Cristo sólo es el que lo puede poner por obra y el que de
hecho lo pone. Porque Él sólo nos ha dado a conocer a su Padre, no solamente
poniendo su noticia verdadera en nuestros entendimientos, sino también metiendo
y asentando en nuestras almas con suma eficacia sus condiciones de Dios, y sus
mañas y su estilo y virtudes. Según la naturaleza divina, hace este oficio; y,
según que es hombre, sirvió y sirve en este ministerio a su Padre: que en ambas
naturalezas es voz que le manifiesta, y rayo de luz que le descubre, y
testimonio que le saca a luz, e imagen y retrato que nos le pone en los ojos.
En cuanto Dios, escribe
San Pablo de Él que «es resplandor de la gloria, y figura de su Padre y de su
sustancia.» En cuanto hombre, dice Él mismo de sí: «Yo para esto vine al mundo:
para dar testimonio de la verdad.» Y en otra parte también: «Padre, manifesté a
los hombres tu nombre.» Y conforme a esto es lo que San Juan escribe de Él: «Al
Padre nadie lo vio jamás; el Unigénito, que está en su seno, ése es el que nos
dio nuevas de Él.» Y como Cristo es Hijo
de Dios solo y singular en lo que hemos dicho hasta ahora,
asimismo lo es en lo que resta y se sigue. Porque Él solo, según ambas
naturalezas, es de una voluntad y querer con Él mismo. ¿No dice Él de sí: «Mi
mantenimiento es el hacer la voluntad de mi Padre», y David de Él en el Salmo:
«En la cabeza del libro está escrito de Mí que hago tu voluntad, y que tu ley
reside en medio de mis entrañas»? Y en el huerto, combatido de todas partes, ¿qué
dice?: «No lo que me pide el deseo, sino lo que Tú quieres, eso, Señor, se
haga.»
Y por la misma manera,
siempre hace y siempre hizo solamente aquello que vio hacer a su Padre. «No
puede el Hijo, dice, hacer de sí mismo ninguna cosa más de lo que ve que su
Padre hace.» Y en otra parte: «Mi doctrina no es mi doctrina, sino de Aquel que
me envía.» Su Padre reposa en Él con un agradable descanso y Él se retorna todo
a su Padre con una increíble dulzura, y van y vienen del uno al otro llamas de
amor ardientes y deleitosas. Dice el Padre: «Este es mi querido Hijo, en quien
me satisfago y descanso.» Dice el Hijo: «Padre, Yo te he manifestado sobre la
tierra, ca perfeccionado he la obra que me encomendaste que hiciese.»
Y si el amor es obrar, y
si en la obediencia del que ama a quien ama se hace cierta prueba de la verdad
del amor, ¿cuánto amó a su Padre quien así le obedeció como Cristo?
«Obedecióle, dice, hasta la muerte, y hasta la muerte de cruz», que es decir no
solamente que murió por obedecer, sino que, por servir a la obediencia, el que
es fuente de vida dio en sí entrada a la muerte, y halló manera para morir el
que morir no podía, y que se hizo hombre mortal siendo Dios, y que, siendo
hombre libre de toda culpa, y por la misma razón ajeno de la pena de muerte, se
vistió de todos nuestros pecados para padecer muerte por ellos; que puso en
cárcel su valor y poder para que le pudiesen prender sus contrarios; que se
desamparó, si se puede decir, a sí mismo para que la muerte cortase el lazo que
anudaba su vida.
Y porque ni podía morir
Dios, ni al hombre se le debía muerte, sino en pena de culpa, ni el alma, que
vivía de la vista de Dios, según consecuencia natural podía no dar vida a su
cuerpo, se hizo hombre, se cargó de las culpas del hombre, puso estanco a su
gloria para que no pasase los límites de su alma ni se derramase a su cuerpo,
exentándole de la muerte; hizo maravillosos ingenios sólo para sujetarse al
morir, y todo por obedecer a su Padre, del cual Él sólo con justísima razón es
llamado Hijo entre
todas las cosas, porque Él solo le iguala y le demuestra, y le hace conocido e
ilustre, y le ama y le remeda, y le sigue y le respeta, y le complace y le
obedece tan enteramente, cuanto es justo que el Padre sea obedecido y amado.
Esto quede dicho en común. Mas descendamos ahora a otras más particulares
razones.
Tiene nombre de Hijo Cristo porque el
hijo nace y porque le es a Cristo tan propio y, como si dijésemos, tan de su
gusto el nacer, que sólo Él nace por cinco diferentes maneras, todas
maravillosas y singulares. Nace, según la divinidad, eternamente del Padre.
Nació de la madre Virgen, según la naturaleza humana, temporalmente. El
resucitar después de muerto a nueva y gloriosa vida para más no morir, fue otro
nacer. Nace, en cierta manera, en la Hostia cuantas veces en el altar los
sacerdotes consagran aquel pan en su cuerpo. Y últimamente nace y crece en
nosotros mismos siempre que nos santifica y renueva. Y digamos por su orden de
cada uno de estos nacimientos por sí.
-Grande tela -dijo al
punto Sabino- me parece, Juliano, que urdís; y, si no me engaño, maravillosas
cosas se nos aparejan.
-Maravillosas son, sin
duda, las que se encierran en lo que ahora propuse -respondió Juliano-, mas
¿quién las podrá sacar todas a luz? Y en caso que alguno pueda, conocido
tenéis, Sabino, que yo no seré. De la grandeza de Marcelo, si vos fuereis buen
juez, era propiamente este argumento.
-Dejad -dijo Sabino- a
Marcelo ahora, que ayer le cansamos y hoy se cansará. Y vos no sois tan pobre
de lo que Marcelo con tanta ventaja tiene, que os sea necesaria su ayuda.
Marcelo entonces dijo,
sonriéndose:
-Hoy el mandar es de
Sabino, y nuestro el obedecer; seguid, Juliano, su voluntad, que el descanso
que me ordena a mí, le recibo, no tanto en callar yo, como en oíros vos.
Y tornó luego a callar,
y deteniéndose un poco, comenzó a decir así:
-Cristo Dios nace de
Dios, y es verdadera y propiamente Hijo suyo.
Y así en la manera del nacer, como en lo que recibe naciendo, como en todas las
circunstancias del nacimiento, hay infinitas cosas de consideración admirable.
Porque aunque parecerá a alguno, como a los fieles parece, que a Dios, siendo
como es en el vivir eterno y en la perfección infinito y cabal en sí mismo, ni
le era necesario el tener Hijo, ni menos le convenía engendrarlo, pero
considerando, por otra parte, como es la verdad, que la esterilidad es un
género de flaqueza y pobreza, y que, por la misma causa, lo rico y lo perfecto
y lo abundante y lo poderoso y lo bueno, conforme a derecha razón, anda siempre
junto con lo fecundo, se ve luego que Dios es fecundísimo, pues no es solamente
rico y poderoso, sino tesoro infinito de toda la riqueza y poder, o, por mejor
decir, la misma bondad y poderío y riqueza infinita. De manera que, por ser
Dios tan cabal y tan grande, es necesario que sea fecundo y que engendre,
porque la soledad era cosa tristísima. Y porque Dios es sumamente perfecto en
todo cuanto es, fue menester que la manera como engendra, y pone en ejecución
la infinita fecundidad que en sí tiene fuese sumamente perfecta, de arte que,
no sólo careciese de faltas, sino también se aventajase a todas las otras cosas
que engendran, con ventajas que no se pudiesen tasar.
Porque, lo primero, es
así que Dios, para engendrar a su Hijo, no usa de tercero de quien lo engendre
con su virtud, como acontece en los hombres, mas engéndralo de sí mismo y
prodúcelo de su misma sustancia con la fuerza de su fecundidad eficaz. Y porque
es infinitamente fecundo Él mismo, como si dijésemos, se es el padre y la
madre.
Y así, para que lo
entendiésemos en la manera que los hombres podemos (que entendemos solamente lo
que el cuerpo nos pinta), la sagrada Escritura le atribuye vientre a Dios; y
dice en ella Él a su Hijo en
el Salmo, según la letra latina: «Del vientre, antes que naciese el lucero, Yo
te engendré.» Para que, así como en llamarle Padre la divina Escritura nos dice
que es su virtud la que engendra, así, ni más ni menos, en decir que le
engendra en su vientre, nos enseña que lo engendra de su sustancia misma, y que
Él basta sólo para producir este bien. Lo otro, no aparta Dios de sí lo que
engendra, que eso es imperfección de los que engendran así, porque no pueden
poner toda su semejanza en lo que de sí producen, y así es otro lo que
engendran. Y el hombre, aunque engendra hombre, engendra otro hombre apartado
de sí; que, dado que se le parece y allega en algunas cosas, en otras se le
diferencia y desvía, y al fin se aparta y divide y desemeja, porque la división
es ramo de desemejanza y principio de disensión y desconformidad.
Por donde, así como fue
necesario que Dios tuviese Hijo, porque la soledad no es buena, así convino
también que el Hijo no estuviese fuera del Padre, porque la división y
apartamiento es negocio peligroso y ocasionado y porque en la verdad, el Hijo,
que es Dios, no podía quedar sino en el seno, y, como si dijésemos, en las
entrañas de Dios, porque la divinidad forzosamente es una y no se aparta ni
divide. Y así dice Cristo de sí que Él está en su Padre, y su Padre en Él. Y
San Juan dice de Él mismo que está siempre en el seno de su Padre. Por manera
que es Hijo engendrado,
y está en el seno del que lo engendra. En que, por ser Hijo engendrado, se
concluye que no es la misma persona del Padre que le engendró, sino otra y
distinta persona; y por estar en el seno de Él, se convence que no tiene
diferente naturaleza de Él ni distinta. Y así el Padre y el Hijo son distintos
en personas para compañía y uno en esencia de divinidad para descanso y
concordia.
Lo tercero, esta
generación y nacimiento no se hace partidamente ni poco a poco, ni es cosa que
se hizo una vez y quedó hecha y no se hace después, sino, por cuanto es en sí
limitado todo lo que se comienza y acaba, y lo que es Dios no tiene límite,
desde toda la eternidad el Hijo ha nacido del Padre y eternamente está
naciendo, y siempre nace todo y perfecto, y tan grande como es grande su Padre.
Por donde a este nacimiento, que es uno, la sagrada Escritura le da nombre de
muchos. Como es lo que escribe Miqueas, y dice: «De ti, Belén, me saldrá
capitán para ser rey en Israel, y sus manantiales desde ya antes, desde los
días de la eternidad.» Sus manantiales dice, porque manó y mana y manará, o por
mejor decir, porque es un manantial que siempre manó y que mana siempre. Y así
parecen muchos, siendo uno y sencillo, que siempre es todo, y que nunca se
comienza ni nunca se acaba.
Lo otro, en esta
generación no se mezcla pasión alguna ni cosa que perturbe la serenidad del
juicio; antes se celebra toda con pureza y luz y sencillez, y es como un manar
de una fuente y como una luz que sale con suavidad del cuerpo que luce y como
un olor que, sin alterarse, expiran de sí las rosas. Por lo cual la Escritura
dice de este divino Hijo,
en una parte: «Es un vapor de la virtud de Dios y una emanación de la claridad
del Todopoderoso, limpia y sincera.» Y en otra: «Yo soy como canal de agua
perpetua, como regadera que salió del río, como arroyo que sale del paraíso.»
De arte que aquí no se turba el ánimo, ni el entendimiento se anubla.
Antes, y sea lo quinto,
el entendimiento de Dios, espejado y clarísimo, es el que la celebra, como los
santos antiguos lo dicen expresamente y como las sagradas Letras lo dan bien a
entender. Porque Dios entiende, por cuanto todo Él es mente y entendimiento, y
se entiende a sí mismo porque en Él sólo se emplea su entendimiento como debe.
Y entendiéndose a sí, y siéndole natural, por ser suma bondad, el apetecer la
comunicación de sus bienes, ve todos sus bienes, que son infinitos, y ve y
comprende según qué formas los puede comunicar, que son también infinitas, y de
sí y de todo esto que ve en sí dice una palabra que lo declara, esto es, forma
y dibuja en sí mismo una imagen viva, en la cual pone a sí y a todo lo que ve
en sí, así como lo ve menuda y distintamente; y pasa en ella su misma naturaleza
entendida y cotejada entre sí misma y considerada en todas aquellas maneras que
comunicarse puede, y, como si dijésemos, conferida y comparada con todo lo que
de ella puede salir. Y esta imagen producida en esta forma es su Hijo.
Porque, como un grande
pintor, si quisiese hacer una imagen suya que lo retratase, volvería los ojos a
sí mismo primero, y pondría en su entendimiento a sí mismo, y, entendiéndose
menudamente, se dibujaría allí primero que en la tabla y más vivamente que en
ella, y este dibujo suyo, hecho, como decimos, en el entendimiento y por él,
sería como un otro pintor y, si le pudiese dar vida, sería un otro pintor de
hecho, producido del primero, que tendría en sí todo lo que el primero tiene y
lo mismo que el primero tiene, pero allegado y hecho vecino al arte y a la
imagen de fuera, así Dios, que necesariamente se entiende y que apetece el
pintarse, desde que se entiende, que es desde toda su eternidad, se pinta y se
dibuja en sí mismo; y después, cuando le place, se retrata de fuera. Aquella
imagen es el Hijo;
el retrato que después hace fuera de sí son las criaturas, así cada una de
ellas como todas las allegadas y juntas. Las cuales, comparadas con la figura
que produjo Dios en sí y con la imagen del arte, son como sombras oscuras y
como partes por extremo pequeñas, y como cosas muertas en comparación de la
vida.
Y como, insistiendo
todavía en el ejemplo que he dicho, si comparamos el retrato que de sí pinta en
la tabla el pintor con el que dibujó primero en sí mismo, aquél es una tabla tosca
y unos colores de tierra y unas rayas y apariencias vanas que carecen de ser en
lo secreto, y éste, si es vivo como dijimos, es un otro pintor, así toda esta
criatura es una ligera vislumbre y una cosa vana y más de apariencia que de
sustancia, en comparación de aquella viva y expresa y perfecta imagen de Dios.
Y, por esta razón, todo lo que en este mundo inferior nace y se muere, y todo
lo que en el cielo se muda y, corriendo siempre en torno, nunca permanece en un
ser, en esta imagen de Dios tiene su ser sin mudanza y su vida sin muerte, y es
en ella de veras lo que en sí mismo es cuasi de burlas. Porque el ser que allí
las cosas tienen es ser verdadero y macizo, porque es el mismo de Dios; mas el
que tienen en sí es trefe y baladí, y como decimos, en comparación de aquél es
sombra de ser. Por donde ella misma dice de sí: «En mí está la manida de la
vida y de la verdad, en mí toda la esperanza de la vida y de la virtud.»
En que, diciendo que
está toda la vida en ella, manifiesta que tiene ella en sí el ser de las cosas,
y diciendo que está la verdad, dice la ventaja que el ser de las cosas que
tiene hace al que ellas mismas tienen en sí mismas: que aquél es verdad y éste,
en su comparación, es engaño. Y para la misma ventaja dice también: «Yo moro en
las alturas y me asiento sobre la columna de nube; como cedro del Líbano me
empiné, y como en el monte Sión el ciprés; ensalcéme como la palma de Gades y
como los rosales de Jericó, como la oliva vistosa en los campos y como el
plátano a las corrientes del agua.» Y San Juan dice de ella, en el capítulo
primero de su Evangelio que «todo lo hecho era vida en el Verbo»; en que dice
dos cosas: que estaba en esta imagen lo criado todo, y que, como en ella
estaba, no solamente vivía como en sí vive, sino que era la vida misma.
Y por la misma razón,
esta viva imagen es sabiduría puramente, porque es todo lo que sabe de sí Dios,
que es el perfecto saber, y porque es el dechado y, como si dijésemos, el
modelo de cuanto Dios hacer sabe, porque es la orden y la proporción, y la
medida y la decencia y la compostura y la armonía y el límite, y el propio ser
y razón de todo lo que Dios hace y puede. Por lo cual San Juan, en el principio
de su Evangelio, le llama Logos por nombre, que, como sabéis, es palabra griega
que significa todo esto que he dicho. Y por consiguiente, esta imagen puso las
manos en todo cuando Dios lo crió, no solamente porque era ella el dechado a
quien miraba el Padre cuando hizo las criaturas, sino porque era dechado vivo y
obrador y que ponía en ejecución el oficio mismo que tiene.
Que, aunque tornemos al
ejemplo que he puesto otra y tercera vez, si la imagen que el pintor dibujó en
sí de sí mismo tuviese ser que viviese, y si fuese sustancia capaz de razón,
cuando el pintor se quisiese retratar en la tabla, claro es que no solamente
menearía el pintor la mano mirando a su imagen, mas ella misma, por sí misma,
le regiría el pincel, y se pasaría ella a sí misma en la tabla; pues así San
Pablo dice de esta imagen divina que hizo el Padre por ella los siglos. Y ella
¿qué dice?: «Yo salí de la boca del Alto, engendrada primero que criatura
ninguna; Yo hice que naciese en el cielo la luz que nunca se apaga, y como
niebla me extendí por toda la tierra.»
Y, ni más ni menos, de
aquesto se ve con cuánta razón esta imagen es llamada Hijo, y Hijo por excelencias,
y solo Hijo entre
todas las cosas. Hijo porque
procede, como dicho es, del entendimiento del Padre, y es la misma naturaleza y
sustancia del Padre, expresada y viva con la misma vida de Dios. Hijo por excelencia,
no solamente porque es el primero y el mejor de los hijos de Dios, sino porque
es el que más iguala a su Padre entre todos. Hijo solo, porque Él solo representa
enteramente a su Padre, y porque todas las criaturas que hace Dios, cada una
por sí, en este Hijo las
parió, como si digamos, primero todas mejoradas y juntas, y así Él solo es el
parto de Dios cabal y perfecto, y todo lo demás que Dios hace nació primero en
este su Hijo.
Y de la manera que lo
que en las criaturas tiene nombre de padre y de primera origen y de primero
principio, lo tiene según que el Padre del cielo se comunica con Él, y la
paternidad criada es una comunicación de la paternidad eternal, como el Apóstol
significa do dice: «De quien se deriva toda la paternidad de la tierra y del
cielo»; por la misma manera, cuanto en lo criado es y se llama hijo de Dios, de
este Hijo le
viene que lo sea; porque en Él nació todo primero, y por eso nace en sí mismo
después, porque nació eternamente primero en Él.
¿Qué dice acerca de esto
San Pablo?: «Es imagen de Dios invisible, primogénito de todas las criaturas,
porque todas se produjeron por Él, así las de los cielos como las de la tierra,
las visibles y las invisibles.» Dice que es imagen de Dios, para que se
entienda que es igual a Él y Dios como Él. Y porque consideréis el ingenio del
Apóstol San Pablo, y el acuerdo con que pone las palabras que pone, y cómo las
ordena y las traba entre sí, dice que esta imagen es imagen de Dios invisible,
para dar a entender que Dios, que no se ve, por esta imagen se muestra, y que
su oficio de ella es, según que decíamos, sacar a luz y poner en los ojos
públicos lo que se encubre sin ella. Y porque dice que era imagen, añade que es
engendrado, porque, como está dicho, siempre lo engendrado es muy semejante. Y dice
que es engendrado primero, o que es primogénito, no sólo para decir que
antecede en tiempo el que es eterno en nacer, sino para decir que es el
original universal engendrado, y como la idea eternamente nacida de todo lo que
puede por el discurso de los tiempos nacer, y el padrón vivo de todo, y el que
tiene en sí y el que deriva de sí a todas las cosas su nacimiento y origen. Y
así, porque dice esto, añade luego a propósito de ello y para declararlo mejor:
«Porque en Él se produjeron todas las cosas, así las de los cielos como las de
la tierra, las visibles y las invisibles.» En Él, dice; que quiere decir: en Él
y por Él. En Él primero y originalmente, y por Él después como por maestro y
artífice.
Así que, comparándolo
con todas las criaturas, Él solo sobre todas es Hijo; y comparándolo con
la tercera persona de la Trinidad, el Espíritu Santo, sola esta imagen es la
que se llama Hijo con propiedad y verdad. Porque aunque el Espíritu Santo sea
Dios como el Padre, y tenga en sí la misma divinidad y esencia que Él tiene,
sin que en ninguna cosa de ella se diferencie ni desemeje de Él, pero no la,
tiene como imagen y retrato del Padre, sino como inclinación a Él y como abrazo
suyo; y así, aunque sea semejante, no es semejanza según su relación particular
y propia, ni su manera de proceder tiene por blanco el hacer semejante, y, por
la misma razón, no es engendrado ni es hijo.
Quiero decir que, como
yo me puedo entender a mí mismo, y me puedo amar después de entendido, y como
del entenderme a mí nace de mí una imagen de mí, y del amarme se hace también
en mí un peso que me lleva a mí mismo, y una inclinación a mí que se abraza
conmigo, así Dios desde su eternidad se entiende y se ama, y, entendiéndose,
como dijimos, y comprendiendo todo lo que su infinita fecundidad comprende
engendra en sí una imagen viva de todo aquello que entiende; y de la misma
manera, amándose a sí mismo, y abrazando en sí a todo cuanto en sí entiende,
produce en sí una inclinación a todo lo que ama así, y produce, como dicho
hemos, un abrazo de todo ello.
Mas diferimos en esto:
que en mí esta imagen y esta inclinación son unos accidentes sin vida y sin
sustancia, mas en Dios, a quien no puede advenir por accidente ninguna cosa, y
en quien, todo lo que es, es divinidad y sustancia, esta imagen es viva y es
Dios, y esta inclinación o abrazo que decimos es abrazo vivo y que está sobre
sí.
Aquella imagen es Hijo, porque es imagen, y
esta inclinación no es hijo porque no es imagen, sino Espíritu, porque es
inclinación puramente. Y estas tres personas, Padre y Hijo y Espíritu Santo,
son Dios y un mismo Dios, porque hay en todos tres una naturaleza divina sola,
en el Padre de suyo, en el Hijo recibida del Padre, en el Espíritu recibida del
Padre y del Hijo. Por manera que esta única naturaleza divina, en el Padre está
como fuente y original, y en el Hijo como en retrato de sí misma, y en el
Espíritu como en inclinación hacia sí. Y en un cuerpo, como si dijésemos, y en
un bulto de luz, reverberando ella en sí misma por inefable y diferente manera,
resplandecen tres cercos. ¡Oh sol inmenso y clarísimo!
Y porque dije,
Sabino, sol,
ninguna de las cosas visibles nos representa más claramente que el sol las
condiciones de la naturaleza de Dios y de esta su generación que decimos.
Porque así como el sol es un cuerpo de luz que se derrama por todo, así la
naturaleza de Dios, inmensa, se extiende por todas las cosas. Y así como el
sol, alumbrando, hace que se vean las cosas que las tinieblas encubren y que,
puestas en oscuridad, parecen no ser, así la virtud de Dios, aplicándose, trae
del no ser a la luz del ser a las cosas. Y así como el sol de suyo se nos viene
a los ojos, y, cuanto de su parte es, nunca se esconde porque es él la luz y la
manifestación de todo lo que se manifiesta y se ve, así Dios siempre se nos
pone delante y se nos entra por nuestras puertas si nosotros no le cerramos la
puerta, y lanza rayos de claridad por cualquiera resquicio que halle. Y como al
sol juntamente le vemos y no le podemos mirar (vémosle, porque en todas las
cosas que vemos, miramos su luz; no le podemos mirar, porque, si ponemos en él
los ojos, los encandila), así de Dios podemos decir que es claro y oscuro,
oculto y manifiesto. Porque a Él en sí no le vemos y, si alzamos el
entendimiento a mirarle, nos ciega; y vémosle en todas las cosas que hace,
porque en todas ellas resplandece su luz.
Y (porque quiero llegar
esta comparación a su fin) así como el sol parece una fuente que mana y que
lanza claridad de continuo con tanta prisa y agonía que parece que no se da a
manos, así Dios, infinita bondad, está siempre como bullendo por hacemos bien,
y enviando como a borbollones bienes de sí sin parar ni cesar. Y, para venir a
lo que es propio de ahora, así como el sol engendra su rayo (que todo este
bulto de resplandor y de luz que baña el cielo y la tierra, un rayo sólo es que
envía de sí todo el sol), así Dios engendra un solo Hijo de sí, que reina
y se extiende por todo. Y como este rayo del sol que digo tiene en sí toda la
luz que el sol tiene y esa misma luz que tiene el sol, y así su imagen del sol
es su rayo, así el Hijo que
nace de Dios tiene toda la sustancia de Dios, y esa misma sustancia que Él
tiene, y es, como decíamos, la sola y perfecta imagen del Padre. Y así como en
el sol, que es puramente luz, el producir de su rayo es un enviar luz de sí, de
manera que la luz, dando luz, le produce, esto es, que le produce la luz
figurándose y pintándose y retratándose, así el Padre Eterno, figurándose su
ser en sí mismo, engendra a su Hijo.
Y como el sol produce siempre su rayo, que no lo produjo ayer y cesó hoy de
producirlo, sino siempre le produce y, con producirle siempre, no le produce
por partes, sino siempre y continuamente sale de él entero y perfecto, así Dios
siempre, desde toda su eternidad, engendró y engendra y engendrará a su Hijo, y siempre
enteramente. Y como, estándose en su lugar, su rayo nos le hace presente, y, en
él y por él, se extiende por todas las cosas el sol, y es visto y conocido por
él, así Dios, de quien San Juan dice que no es visto de nadie, en el Hijo suyo que
engendra nos resplandece y nos luce, y, como Él lo dice de sí, Él es el que nos
manifiesta a su Padre. Y finalmente, así como el sol, por la virtud de su rayo,
obra adonde quiera que obra, así Dios lo crió todo y lo gobierna todo en
su Hijo, en
quien, si lo podemos decir, están como las simientes de todas las cosas.
Mas oigamos en qué
manera, en el libro de los Proverbios,
Él mismo dice aquesto mismo de sí: «El Señor me adquirió en el principio de sus
caminos. Antes de sus obras, desde entonces. Desde siempre fui ordenada, desde
el comienzo, de enantes de los comienzos de la tierra. Cuando no abismos,
concebida Yo; cuando no fuentes, golpes grandes de aguas. Enantes que se
aplomasen los montes, primero Yo que los collados formada. Aún no había hecho
la tierra, los tendidos, las cabezas de los polos del mundo. Cuando aparejaba
los cielos, allí estaba Yo; cuando señalaba círculo en redondo sobre la haz del
abismo. Cuando fortificaba el cielo estrellado en lo alto, y ponía en peso las
fuentes del agua. Cuando Él ponía su ley a los mares, y a las aguas que no
traspasasen su orilla. Cuando establecía el cimiento a la tierra. Y junto con
Él estaba Yo componiéndolo; y un día y cada día era dulces regalos. Jugando
delante de Él de continuo, jugando en la redondez de su tierra; y deleites míos
con hijos de hombres.»
En las cuales palabras,
en lo primero que dice, que la adquirió Dios en la cabeza de sus caminos, lo
uno entiende que no caminara Dios fuera de sí, quiero decir, que no hiciera
fuera de sí las criaturas que hizo, a quienes comunicó su bondad, si antes y
desde toda la eternidad no engendrara a su Hijo que, como dicho tenemos, es la
razón y la traza, y el artificio y el artífice de todo cuanto se hace. Y lo
otro, decir que la adquirió, es decir que usó de ella Dios cuando produjo las
cosas, y que no las produjo acaso o sin mirar lo que hacía, sino con saber y
con arte. Y lo tercero, pues dice que Dios la adquirió, da bien a entender que
ni la engendró apartada de sí, ni, engendrándola en sí, le dio casa aparte
después, sino que la adquirió, esto es, que, nacida de Él, queda dentro del
mismo.
Y dice con
propiedad adquirir,
que es allegar y ayuntar por menudo. Porque, como dijimos, no engendra a
su Hijo el
Padre entendiendo a bulto y confusamente su esencia, sino entendiéndola
apuradamente y con cabal distinción, y con particularidad de todo aquello a que
se extiende su fuerza. Y porque lo que digo adquirir, en el original es una palabra que
hace significación de riquezas y de tesoro que se posee, podríamos decir de
esta forma que Dios en el principio la atesoró, para que se entendiese que hizo
tesoro de sí el Padre engendrando su Hijo.
De sí, digo, y de todo lo que de Él puede salir, por cualquiera manera que sea,
que es el sumo tesoro. Y, como decimos que Dios la adquirió en el principio de
su camino, el original da licencia que digamos también, como dijeron los que lo
trasladaron en griego, que Dios la formó principio y cabeza de su camino, que
es decir que el Hijo divino
es el príncipe de todo lo que Dios cría después, porque están en Él las razones
de ello y su vida. Y ni más ni menos, en lo que se sigue: «Antes de sus obras,
desde entonces»; se puede decir también: «Soy la antigüedad de sus obras.»
Porque, en lo que de Dios procede, lo que va con el tiempo es moderno, la
antigüedad es lo que eternamente procede de Él; y porque estas mismas obras
presentes y que saca a luz a sus tiempos, que en sí son modernas, son en
el Hijo muy
ancianas y antiguas.
Pues en lo que añade:
«Desde siempre fui ordenada», lo que dice nuestro texto ordenada, se debe entender
que es palabra de guerra, conforme a lo que se hace en ella cuando se ponen los
escuadrones en orden, en que tiene sobre todos su lugar el capitán. Y
así, ordenada es
aquí lo mismo que puesta en el grado más alto, y como en el tribunal y en el
principado de todo; porque la palabra original quiere decir hacer príncipe. Y porque
significa también lo que los plateros llaman vaciar, que es infundir en el molde el oro o
la plata derretida para hacer la pieza principal que pretenden, entrando el
metal en el molde y ajustándose a él, podremos decir aquí que la sabiduría
divina dice de sí que fue vaciada por el Padre desde la eternidad, porque es
imagen suya, que la pintó, no apartándola de sí, sino amoldándola en sí y
ajustándose del todo con ella.
Y, en lo que dice
después, acrecienta lo general que había dicho, especificándolo por sus partes
en particular, y diciendo que la engendró cuando no había comienzos de tierra,
ni abismos ni fuentes; antes que los montes se afirmasen con su peso natural, y
que los collados subiesen, y que se extendiesen los campos, y que los quicios
del mundo tuviesen ser. Y dice no solamente que había nacido de Dios antes que
Dios hiciese estas cosas, sino que, cuando las hizo, cuando obró los cielos y
fijó las estrellas y dio su lugar a las nubes y enfrenó el mar y fundó la
tierra, estaba en el seno del Padre y junto con Él componiéndolas.
Y como decimos
componiéndolas, da licencia el original que digamos alentándolas y abrigándolas
y regalándolas y trayéndolas en los brazos, como el que llamamos ayo, o ama de
cría, suele traer a su niño. Que como nacían en su principio tiernas y como
niñas las criaturas entonces, respondiendo a esta semejanza, dice la divina
Sabiduría de sí que no sólo las crió con el Padre, sino que se apropió a sí el
oficio de ser como su aya de ellas o como su ama. Y, llevando la semejanza
adelante, dice que era ella dulzuras y regocijos todos los días; esto es, que
como las amas dicen a sus niños dulzuras, y se estudian y esmeran en hacerles
regalos, y los muestran, y a los que los muestran les dicen que «miren ¡cuán
lindos!», así se esmeraba ella, al criar de las cosas, en regalar las criadas y
en hacer como regocijos con ellas, y en decir, como quien las toma en la mano y
las muestra y enseña, que eran buenas, muy buenas. «Y vio, dice, Dios todo lo
que hecho había, y era muy bueno.» Que a este regalo, que al mundo reciente se
debía, miró, Sabino, también vuestro Poeta donde dice:
Verano era aquél, verano hacía |
|
el mundo en general, porque templaron |
|
los vientos en rigor y fuerza fría. |
|
Cuando primero de la luz gozaron |
|
las fieras y los hombres, gente dura, |
|
del duro suelo el cuello levantaron. |
|
Y cuando de las selvas la espesura |
|
poblada de alimañas, cuando el cielo |
|
de estrellas fue sembrado y hermosura. |
|
Que no pudiera el flaco y tierno
suelo, |
|
ni las cosas recientes producidas |
|
durar a tanto ardor, a tanto hielo, |
|
si no fueran las tierras y las
vidas, |
|
templando entre lo frío y caluroso, |
|
con regalo tan blando recibidas. |
Y dice, según la misma forma e imagen, que
hacía juegos de continuo delante del Padre, como delante de los padres hacen
las amas que crían. Y concluye con esta razón, porque dice: «Y mis deleites,
hijos de hombres», como diciendo que entendía en su regalo porque se deleitaba
de su trato; y deleitábase de tratarlos porque tenía determinado consigo de,
venido su tiempo, nacer uno de ellos.
Del cual nacimiento
segundo que nació este divino Hijo en
la carne, es bien que ya digamos, pues hemos dicho del primero; que aunque es
también segundo en quilates, no por eso no es extraño y maravilloso por
dondequiera que le miremos, o miremos el qué, o el cómo o el porqué.
Y diciendo de lo
primero, el qué de
este nacimiento o lo que en este nacimiento se hizo, todo ello es nuevo, no
visto antes ni imaginado que podía ser visto, porque en él nace Dios hecho
hombre. Y con tener las personas divinas una sola divinidad, y con ser tan uno
todas tres, no nacieron hechas hombres todas tres, sino la persona del Hijo solamente. La
cual así se hizo hombre, que no dejó de ser Dios, ni mezcló con la naturaleza
del hombre la naturaleza divina suya, sino quedó una persona sola en dos
distintas naturalezas: una que tenía Dios, y otra que recibió de los hombres de
nuevo. La cual no la crió de nuevo ni la hizo de barro, como formó la primera,
sino hízola de la sangre virgen de una Virgen purísima, en su vientre de ella
misma, sin amancillar su pureza, y hizo que fuese la naturaleza del linaje de
Adán y sin la culpa de Adán, y formó, de la sangre que digo, carne, y de la
carne hizo cuerpo humano con todos sus miembros y órganos, y en el cuerpo puso
alma de hombre dotada de entendimiento y razón, y con el entendimiento y con el
alma y con el cuerpo ayuntó su persona, y derramó sobre el alma mil tesoros de
gracia, y diole juicio y discurso libre, y hízola que viese y que gozase de
Dios, y ordenó que la misma que gozaba de Dios con el entendimiento, sintiese
disgusto en los sentidos, y que fuese juntamente bienaventurada y pasible.
Y toda esta compostura
de cuerpo y infusión de alma y ayuntamiento de su persona divina, y la
santificación y el uso de la razón, y la vista de Dios y la habilidad para
sentir dolor y pesares que dio a lo que a su persona ayuntaba, lo hizo todo en
un momento y en el primero en que se concibió aquella carne; y de un golpe y en
un instante sólo, salió en el tálamo de la Virgen a la luz de esta vida un
Hombre Dios, un niño ancianísimo, una suma santidad en miembros tiernos de
infante, un saber perfecto en un cuerpo que aun hablar no sabía, y resultó en
un punto, con milagro nunca visto, un niño y gigante, un flaco muy fuerte, un
saber, un poder, un valor no vencible, cercado de desnudez y de lágrimas.
Y lo que en el vientre
santo se concibió, corriendo los meses, salió de él sin poner dolor en él y
dejándole santo y entero. Y como el que nacía era, según su divinidad rayo,
como ahora decíamos, y era resplandor que manaba con pureza y sencillez de la
luz de su Padre, dio también a su humanidad condiciones de luz, y salió de la
madre como el rayo del sol pasa por la vidriera sin daño, y vimos una mezcla
admirable: carne con condiciones de Dios y Dios con condiciones de carne, y
divinidad y humanidad juntas, y hombre y Dios, nacido de padre y de madre, y
sin padre y sin madre -sin madre en el cielo y sin padre en la tierra- y,
finalmente, vimos junta en uno la universalidad de lo no criado y criado.
¿Qué dice San Juan? «El
Verbo se hizo carne, y mora en nosotros lleno de gracia y de verdad; y vimos su
gloria, gloria cual convenía a quien es Unigénito del Padre Eterno.». Y Isaías,
¿qué dice? «El nacido nos ha nacido a nosotros, y el Hijo a nosotros es
dado, y sobre su hombro su mando, y su nombre será llamado Admirable, Consejero, Dios, Valiente,
Padre de la eternidad, Príncipe de paz.» El nacido, dice, no es nacido; esto es, el
engendrado eternalmente de Dios ha nacido por otra manera diferente para
nosotros; y el que es Hijo,
en quien nació todo el edificio del mundo, se nos da nacido entre los del
mundo como Hijo.
Y aunque niño, es rey, y aunque es recién nacido, tiene hombros para el
gobierno: que se llama Admirable por
nombre, porque es una maravilla todo Él, compuesto de maravillas grandísimas. Y
llámase también Consejero porque
es el ministro y la ejecución del consejo divino, ordenado para la salud de los
hombres. Y es Dios, y es Valiente,
y Padre del nuevo siglo,
y único autor de reposo y de paz.
Y lo que dijimos, que no
tuvo padre humano en este segundo nacer, ayer lo probó bastantemente Marcelo. Y
que, naciendo, no puso daño en su madre, ¿por ventura no lo vio Salomón cuando
dijo: «Tres cosas se me esconden, y cuatro de que nada no sé; el camino del
águila por el aire, el camino de la culebra en la peña, el camino de la nave en
la mar, y el camino del varón en la Virgen?» En que, por comparación de tres
cosas que, en pasando, nadie puede saber por dónde pasaron porque no dejan
rastro de sí, significa que cuando salió este niño varón, que decimos, del
sagrario virginal de su Madre, salió sin quebrar el sagrario y sin hacer daño
en él ni dejar de su salida señal; como ni la deja de su vuelo el ave en el
aire, ni la serpiente de su camino en la peña, ni en los mares la nave. Esto,
pues, es el qué de
este nacimiento santísimo.
El cómo se hizo, esto es
de las cosas que no se pueden decir. Porque las maneras ocultas por donde sabe
Dios aplicar su virtud para los efectos que quiere, ¿quién las sabe entender?
Bien dice San Agustín que en estas cosas, y en las que son como éstas, la
manera y la razón del hecho es el infinito poder del que lo hace. ¿En qué
manera se hizo Dios hombre? Porque es de poder infinito. ¿Cómo una misma
persona tiene naturaleza de hombre y naturaleza de Dios? Porque es de poder
infinito. ¿Cómo crece en el cuerpo y es perfecto varón en el alma, tiene los
sentidos de niño, y ve a Dios con el entendimiento, se concibe en mujer y sin
hombre, sale naciendo de ella y la deja virgen? Porque es de poder infinito. No
hiciera Dios por nosotros mucho, si no hiciera más de lo que nuestro sentido
traza y alcanza.
¿Qué cosa es hacer
mercedes a gentes de poco saber y de pecho angosto que, porque exceden a lo que
ellos hicieran, ponen en duda si se las hacen? ¿Cómo se hizo Dios hombre? Digo
que amando al hombre. ¿Por ventura es cosa nueva que el amor vista del amado al
que ama, que le ayunte con él, que le transforme? Quien se inclina mucho a una
cosa, quien piensa en ella de continuo, quien conversa siempre con ella, quien
la remeda, fácilmente queda hecho ella misma. ¿Qué decía poco ha el Verbo de
sí? ¿No decía que era su deleite el tratar con los hombres? Y no solamente
tratar con ellos, mas vestirse de su figura aun antes que tomase su carne. Que
con Adán habló en el paraíso en figura de hombre, como San León papa y otros
muchos doctores santos lo dicen; y con Abraham cuando descendió a destruir
Sodoma, y con Jacob en la lucha, y con Moisés en la zarza, y con Josué, el
capitán de Israel. Pues salióle el trato a la cara y, haciendo del hombre,
salió hecho hombre, y, gustando de disfrazarse con nuestra máscara, quedó con
la figura verdadera a la fin, y pararon los ensayos en hechos.
¿Cómo está la deidad en
la carne? Responde el divino Basilio: «Como el fuego en el hierro, no mudando
lugares, sino derramando sus bienes; que el fuego no camina hacia el hierro,
sino, estando en él, pone en él su cualidad, y, sin disminuirse en sí, le
hinche todo de sí y le hace partícipe. Y el Verbo de Dios de la misma manera
hizo morada en nosotros, sin mudar la suya y sin apartarse de sí. No te
imagines algún descendimiento de Dios, que no se pasa de un lugar a otro lugar
como se pasan los cuerpos; ni pienses que la deidad, admitiendo en sí alguna
mudanza, se convirtió en carne, que lo inmortal no es mudable. Pues ¿cómo
nuestra carne no le pegó su infección? Como ni el fuego recibe las propiedades
del hierro. El hierro es frío y es negro, mas, después de encendido, se viste
de la figura del fuego y toma luz de él y no le ennegrece, y arde con su calor
y no le comunica su frialdad. Y, ni más ni menos, la carne del hombre: ella
recibió cualidades divinas, mas no apegó a la divinidad sus flaquezas. ¿Qué?
¿No concederemos a Dios que obre lo que obra este fuego que muere?» Esto dice
Basilio.
Y, porque los ejemplos
dan luz, como el arca del Testamento era de madera y de oro, de madera que no
se corrompía y de oro finísimo; ella, hecha de madera y vestida de oro por
todas partes, de arte que era arca de madera y arca de oro, y era una arca
sola, y no dos, así en este nacimiento segundo, el arca de la humanidad
inocente salió ayuntada a la riqueza de Dios. La riqueza la cubría toda, mas no
le quitaba el ser ni ella lo perdía, y, siendo dos naturalezas, no eran dos
personas, sino una persona.
Y como en el monte de Siná, cuando daba Dios
la ley a Moisés en lo alto, estaba rodeado de llamas del cielo y se vestía de
la gloria de Dios que allí reposaba y hablaba, y en las raíces padecía
temblores y humo, así Cristo, naciendo hombre, que es monte, en lo alto de su
alma ardía todo en llamas de amor y gozaba de la gloria de Dios alegre y descansadamente,
mas en la parte suya más baja temblaba y humeaba, dando lugar en sí a las
penalidades del hombre. Y como el patriarca Jacob cuando, en el camino de
Mesopotamia, ocupado de la noche, se puso a dormir en el campo, en el parecer
de fuera era un mozo pobre que, tendido en la tierra dura y tomando reposo,
parecía estar sin sentido, mas en lo secreto del alma contemplaba en aquella
misma sazón el camino abierto desde la tierra hasta el cielo, y a Dios en él y
a los ángeles que andaban por él, así, en este nacimiento, apareció por de
fuera un niño flaco puesto en un pesebre, que no hablaba y lloraba, y en lo
secreto vivía en Él la contemplación de todas las grandezas de Dios. Y como en
el río Jordán, cuando se puso en medio de él el arca de la ley vieja para hacer
paso al pueblo que caminaba al descanso, en la parte de arriba de él las aguas
que venían se amontonaron creciendo, lo en la parte de abajo siguieron su curso
natural y corrieron, así, naciendo en la naturaleza humana de Cristo Dios, y
entrándose en ella, lo alto de ella siempre miró para el cielo, mas en lo
inferior corrió como corremos todos, cuanto a lo que es padecer dolores y
males.
Por donde, debidamente,
en el Apocalipsis, San Juan, al Verbo nacido hombre le ve como cordero y
como degollado cordero, que es lo sencillo y lo simple y lo manso de él, y lo
muy sufrido que en él se descubría a la vista, y juntamente le vio que tenía
siete ojos y siete cuernos, y que Él solo llegaba a Dios y tomaba de sus manos
el libro sellado y le abría, que es lo grande, lo fuerte, lo sabio, lo poderoso
que encubría en sí mismo y que se ordenaba para abrir los siete sellos del
libro, que es el por qué se hizo este nacimiento, y la tercera y última
maravilla suya; porque fue para poner en ejecución y para hacer con la eficacia
de su virtud claro y visible el consejo de Dios, oculto antes y escondido y
como sellado con siete sellos.
En el cual, siendo
abierto, lo primero que se descubre es un caballo y caballero blancos con letra
de victoria; y luego otro bermejo, que deshacía la paz del suelo y lo ponía en
discordia; y otro en pos de éste, negro, que pone peso y tasa en lo que
fructifica la tierra; y después otro descolorido y ceniciento, a quien
acompañaban el infierno y la muerte; y en el quinto lugar se descubrieron los
afligidos por Dios, que le piden venganza, y se les daba un entretenimiento y
consuelo, y en el sexto se estremece todo y se hunde la tierra; y en el séptimo
queda sereno el cielo y se hace silencio.
Porque el secreto
sellado de Dios es el artificio que ordenó para nuestra santificación y salud.
En la cual, lo primero, sale y viene a nuestra alma la pureza blanca de la
gracia del cielo, con fuerza para vencer siempre; sucédele lo segundo el celo
de fuego que rompe la mala paz del sentido y mete guerra entre la razón y la
carne, a quien ya no obedece la razón, antes le va a la mano y se opone a sus
desordenados deseos. A este celo se sigue el estudio de la mortificación triste
y denegrido, y que pone en todo estrecha tasa y medida. Levántase aquí luego el
infierno y hace alarde de sus valedores que, armados de sus ingenios y fuerzas,
acometen a la virtud y la maltratan y turban, afligiendo muchas veces y
derrocando por el suelo a los que la poseen, y haciendo de su sangre de ellos y
de su vida su cebo.
Mas esconde Dios,
después de esto, debajo de su altar a los suyos y, defendiéndoles el alma
debajo de la paciencia de su virtud, adonde le sacrifican la vida, consuélalos
y entretiénelos y, con particulares gozos, los rodea y los viste en cuanto se llega
el tiempo de su buena y perfecta ventura. Y probados y aprobados así, alarga a
su misericordia la rienda, y estremece todo lo que contra ellos se empinaba en
el suelo, y va al hondo la tierra maldita, condenada a dar fruto de espinas.
Después de lo cual, para todo en sosiego y en un silencio del cielo. Mas porque
ninguna criatura, como San Juan dice, no podía abrir estos sellos ni poner en
luz y en efecto esta obra, convino que el que los hubiese de abrir y de poner
en ejecución su virtud, fuese cordero, que es flaco y sencillo, por una parte;
y, por otra, tuviese siete ojos y siete cuernos, que son todo el saber y poder,
y que se juntasen en uno la fortaleza de Dios con la flaqueza del hombre, para
que, por ser hombre flaco, pudiese morir, y, por ser masa santa, fuese su morir
aceptable, y por ser Dios fuese para nosotros su muerte vida y rescate.
De manera que nació Dios
hecho carne, como Basilio dice, «para que diese muerte a la muerte que en ella
se escondía; que, como las medicinas que son contra el veneno, ayuntadas al
cuerpo, vencen lo venenoso y mortal, y como las tinieblas que ocupan la casa,
metiendo en ella la luz, desaparecen, así la muerte que se apoderaba del
hombre, juntándose Dios con él, se deshizo. Y como el hielo se enseñorea en el
agua en cuanto dura la oscuridad de la noche, mas, luego que el sol sale y
calienta, le deshace su rayo, así la muerte reinó hasta que Cristo vino; mas
después que apareció la gloria saludable de Dios, y después que amaneció el Sol
de Justicia, quedó sumida en su victoria la muerte, porque no pudo hacer presa
en la vida. ¡Oh grandeza de la bondad y del amor de Dios con los hombres! Somos
libertados, ¿y preguntamos cómo y para qué, debiendo gracias por beneficio tan grande? ¿Qué te
hemos, hombre, de hacer? ¿No buscabas a Dios cuando se escondía en el cielo, no
le recibes cuando desciende y te conversa en la tierra, sino preguntas en qué
manera o para qué fin se quiso hacer como tú? Conoce y aprende: por eso es Dios
carne, porque era necesario que esta carne tuya, que era maldita carne, se
santificase; esta flaca se hiciese valiente; esta enajenada de Dios se hiciese
semejante con Él; ésta, a quien echaron del paraíso, fuese puesta en el cielo.»
Hasta aquí ha dicho Basilio.
Y, a la verdad, es así
que, porque Dios quería hacer un reparo general de lo que estaba perdido, se
metió Él en el reparo para que tuviese virtud. Y porque el Verbo era el
artífice por quien el Padre crió todas las cosas, fue el Verbo el que se ayuntó
con lo que se hacía para el reparo de ellas. Y porque, de lo que era capaz de
remedio, el más dañado era el hombre, por eso lo que se ordenó para medicina de
lo perdido fue una naturaleza de hombre. Y porque lo que se hacía para dar a lo
enfermo salud había de ser en sí sano, la naturaleza que se escogió fue
inocente y pura de toda culpa. Y porque el que era una persona con Dios
convenía que gozase de Dios, por eso, desde que comenzó a tener ser aquella
dichosa alma, comenzó también a ver la divinidad que tenía. Y porque, para
remediar nuestros males, le convenía que los sintiese, así gozaba de Dios en lo
secreto de su seno, que no cerraba por eso la puerta a los sentimientos amargos
y tristes. Y porque venía a reparar lo quebrado, no quiso hacer ninguna quiebra
en su Madre. Y porque venía a ser limpieza general, no fue justo que
amancillase su tálamo en alguna manera. Y porque era Verbo que nació con
sencillez de su Padre y sin poner en Él ninguna pasión, nació también de su
Madre, hecho carne con pureza y sin dolor de ella. Y finalmente, porque en la
divinidad es uno en naturaleza con el Padre y con el Espíritu Santo, y
diferente en persona, cuando nació hecho hombre, en una persona juntó a la
naturaleza de su divinidad la naturaleza diferente de su alma y su cuerpo. Al
cual cuerpo y a la cual alma, cuando la muerte las apartó, consintiéndolo Él,
Él mismo las tomó a juntar con nuevo milagro después de tres días, y hizo que
naciese a luz otra vez lo que ya había desatado la muerte.
Del cual nacimiento
suyo, que es el tercero de los cinco que puse al principio, lo primero que
ahora decir debemos es que fue nacimiento de veras, quiero decir nacimiento que
se llama así en la Sagrada Escritura. Porque, como ayer se decía, el Padre, en
el Salmo segundo hablando de esta resurrección de su Hijo, como San Pablo lo
declara, le dice: «Tú eres mi Hijo que en este día te engendré.» Porque así como formó
la virtud de Dios, en el vientre de la Virgen y de su sangre sin mancilla, el
cuerpo de Jesucristo con disposición conveniente para que fuese aposento del
alma, ni más ni menos en el sepulcro, cuando se llegó la sazón al cuerpo, a
quien las causas de la muerte habían agujereado y herido y quitado la sangre,
sin la cual no se vive, y la muerte misma lo había enfriado y hecho morada
inútil del alma, el mismo poder de Dios, abrazándolo y fomentándolo en sí, lo
tornó a calentar, y le regó con sangre las venas, y le encendió la fornaza del
corazón nuevamente, en que se tornaron luego a forjar espíritus que se
derramaron por las arterias palpitando y bulliendo; y luego el calor de la
fragua alzó las costillas del pecho, que dieron lugar al pulmón, y el alma se
lanzó luego en él como en conveniente morada, más poderosa y eficaz que
primero. Porque dio licencia a su gloria que descendiese por toda ella, y que
se comunicase a su cuerpo y que la bañase del todo, con que se apoderó de la
carne perfectamente, y redujo a su voluntad todas sus obras, y le dio
condiciones y cualidades de espíritu; y, dejándole perfecto el sentir, la libró
del mal padecer, y a cada una de las partes del cuerpo les conservó ella por
sí, con perpetuidad no mudable, el ser en que las halló, que es el propio de
cada una.
De manera que, sin
mantenimiento, da sustancia a la carne y tiene vivo el calor del corazón sin
cebarle, y sustenta los espíritus sin que se evaporen o se consuman del uso. Y
así desarraigó de allí todas las raíces de muerte, y desterróla del todo y
destruyóla en su reino, y cuando se tenía por fuerte. Y traspasó su gloria por
la carne, que, como dicho he, la tenía apurada y sujeta a su fuerza; y
resplandecióle el rostro y el cuerpo, y descargóla de su peso natural, y diole
alas y vuelo, y renació el muerto más vivo que nunca, hecho vida, hecho luz,
hecho gloria, y salió del sepulcro, como quien sale del vientre, vivo, y para
vivir para siempre, poniendo espanto a la naturaleza con ejemplo no visto.
Porque en el nacimiento
segundo que hizo en la carne, cuando nació de la Virgen, aunque muchas cosas de
él fueron extraordinarias y nuevas, en otras se guardó en él la orden común:
que la materia de que se formó el cuerpo de Cristo fue sangre, que es la
natural de que se forman los otros; y, después de formado, la Virgen, con la
sangre suya y con sus espíritus, hinchó de sangre las venas del cuerpo
del Hijo y las
arterias de espíritu como hacen las otras madres; y su calor de ella, conforme
a lo natural, abrigó a aquel cuerpo tiernísimo y se lanzó todo por él y le
encendió fuego de vida en el corazón, con que comenzó a arder en su obra, como
hace siempre la madre.
Ella de su sustancia le
alimentó, según lo que se usa, en cuanto le tuvo en su vientre, y Él creció en
el cuerpo por todo aquel tiempo por la misma forma que crecen los niños. Y así
como hubo en esta generación mucho de lo natural y de lo que se suele hacer,
así lo que fue engendrado por ella salió con muchas condiciones de las que
tienen los que por vía ordinaria se engendran: que tuvo necesidad de comer para
reparo de lo que en Él gastaba el calor y obraba en el mantenimiento su cuerpo,
y le cocía, y le coloraba, y le apuraba hasta mudarle en sí mismo, y sentía el
trabajo, y conocía el hambre, y le cansaba el movimiento excesivo, y podía ser
herido y lastimado y llagado; y, como los nudos con que se ataba aquel cuerpo
los había anudado la fuerza natural de su madre, podían ser desatados con la
muerte, como de hecho lo fueron.
Mas en este nacimiento
tercero todo fue extraordinario y divino: que ninguna fuerza natural pudo dar
calor al cuerpo helado en la huesa, ni fue natural el tomar a él la sangre
vertida, ni los espíritus que discurren por el cuerpo y le avivan se los pudo
prestar ningún otro tercero; el poder sólo de Dios y la fuerza eficaz de
aquella dichosa alma, dotada de gloriosísima vida, encendió maravillosamente lo
frío, y hinchó lo vacío, y compuso lo maltratado, y levantó lo caído, y ató lo
desatado con nudo inmortal, y dio abastanza en un ser a lo mendigo y mudable. Y
como ella estaba llena de la vida de Dios, y sujeta a Él, y vestida de Él, y
arraigada en Él con firmeza que mudar no se puede, así hizo lleno de vida a su
cuerpo, y le bañó todo de alma, y le penetró enteramente, y le puso debajo de
su mano de tal manera que nadie se le puede sacar; y le vistió finalmente de
sí, de su gloria, de su resplandor, desde la cabeza a los pies, lo secreto y lo
público, el pecho y la cara, que de sí lanzaba más claros resplandores que el
sol. Por donde mucho antes David, hablando de este hecho, decía: «En
resplandores de santidad, del vientre y de la aurora, el rocío de tu nacimiento
contigo.» Que aunque ayer por la mañana lo declarasteis, Marcelo, y con mucha
verdad, del nacimiento de Cristo en la carne, bien entendéis que con la misma
verdad se puede entender de este nacimiento también.
Porque el Espíritu
Santo, que lo ve todo junto, junta muchas veces en unas palabras muchas y
diferentes verdades. Pues dice que nació Cristo cuando resucitó del vientre de
la tierra, en el amanecer de la aurora, por su propia virtud, porque tenía
consigo el rocío de su nacimiento, con que reverdecieron y florecieron sus
huesos. Y esto en resplandores de santidad, o, como podemos también decir, en
hermosuras santísimas, porque se juntaron en Él entonces y enviaron sus rayos e
hicieron públicas sus hermosuras tres resplandores bellísimos: la divinidad,
que es la lumbre; el alma de Cristo, santa y rodeada de luz; el cuerpo, también
hermoso y como hecho de nuevo, que echaba rayos de sí. Porque el resplandor
infinito de Dios reverberaba su hermosura en el alma, y el alma, con este
resplandor hecha una luz, resplandecía en el cuerpo que, vestido de lumbre, era
como una imagen resplandeciente de los resplandores divinos.
Y aún dice que entonces
nació Cristo con resplandores de santidad o con bellezas, santas, porque,
cuando así nació del sepulcro, no nació solo Él, como cuando nació de la Virgen
en carne, sino nacieron juntamente con Él y en Él las vidas y las santidades y
las glorias resplandecientes de muchos, lo uno porque trajo consigo a vida de
luz y a libertad de alegría las almas santas, que sacó de las cárceles; lo otro
y más principal, porque, como ayer de vos, Marcelo, aprendí, en el misterio de
la última cena, y cuando caminaba a la cruz, ayuntó consigo por espiritual y
estrecha manera a todos los suyos, y, como si dijésemos, fecundóse de todos y
cerrólos a todos en sí para que, en la muerte que padecía en su carne pasible,
muriese la carne de ellos mala y pecadora, y por eso condenada a la muerte, y
para que, renaciendo Él glorioso después, renaciesen también ellos en Él a vida
de justicia y de gloria.
Por donde, por hermosa
semejanza, a propósito de este nacimiento, dice Él de sí mismo: «Si el grano de
trigo puesto en la tierra no muere, quédase él; mas si muere, produce gran
fruto.» Porque así como el grano sembrado, si atrae para sí el humor de la
tierra y se impregna de su jugo y se pudre, saca en sí a luz cuando nace mil
granos, y sale ya no un grano solo, sino una espiga de granos, así y por la
misma manera Cristo, metido muerto en la tierra, por virtud de la muerte allegó
la tierra de los hombres a sí y, apurándola en sí y vistiéndola de sus
cualidades, salió resucitando a la luz, hecho espiga, y no grano.
Así que no nació un rayo
solo la Mañana que amaneció del sepulcro este Sol, mas nacieron en Él una
muchedumbre de rayos y un amontonamiento de resplandores santísimos, y la vida
y la luz y la reparación de todas las cosas, a las cuales todas abrazó consigo
muriendo, para sacarlas, resucitando, todas vivas en sí. Por donde aquel día
fue de común alegría, porque fue día de nacimiento común. El cual nacimiento
hace ventaja al primero que Cristo hizo en la carne, no solamente en que, como
decimos, en aquél nació pasible y en éste para más no morir, y no solamente en
que lo que se hizo en éste fue todo extraordinario y maravilloso, y hecho por
solas las manos de Dios, y en aquél tuvo la naturaleza su parte, y no solamente
en que fue nacimiento, no de uno solo, como el primero, sino de muchos en uno,
mas también le hace ventaja en que fue nacimiento después de muerte, y gloria
después de trabajos, y bonanza después de tormenta gravísima. Que a todas las
cosas la vecindad y el cotejo de su contrario las descubre más y las hace
salir. Y la buena suerte es mayor cuando viene después de alguna desventura muy
grande.
Y no solamente es más
agradable este nacimiento porque sucede a la muerte, sino, en realidad de
verdad, la muerte que le precede le hace subir en quilates, porque en ella se
plantaron las raíces de esta dichosa gloria, que fueron el padecer y el morir.
Que porque cayó se levantó, y porque descendió torna a subir en alto, y porque
bebió del arroyo alzó la cabeza y porque obedeció hasta la muerte vivió para
enseñorearse del cielo. Y así, cuanto fueron mayores los fundamentos y más
firmes las raíces, tanto hemos de entender que es mayor lo que de estas raíces
nace. Y a la medida de aquellos tantos dolores, de aquel desprecio no visto, de
aquellas invenciones de penas, de aquel desamparo, de aquel escarnio, de
aquella fiera agonía, entendamos que la vida a que Cristo nació por ello, es
por todo extremo altísima y felicísima vida.
Mas ¡cuán no
comprensibles son las maravillas de Dios! El que nació, resucitando, tan claro,
tan glorioso, tan grande, y el que vive para siempre dichoso en resplandores y
en luz, halló manera para tornar a nacer cada día encubierto y disimulado en
las manos del sacerdote en la Hostia, como saboreándose en nacer este
solo Hijo, este
propiamente Hijo, este Hijo que tantas veces y por tantas maneras
es Hijo. Porque el
estar Cristo en su Sacramento, y el comenzar a ser cuerpo suyo lo que antes era
pan y, sin dejar el cielo y sin mudar su lugar, comenzar de nuevo a ser allí
adonde antes no era, convirtiendo toda la sustancia del pan en su santísima
carne, mostrándose la carne como si fuese pan, vestida de sus accidentes, es
como un nacer allí en cierta manera. Así que parece que Cristo nace allí, porque
comienza a ser de nuevo allí, cuando el sacerdote consagra. Y parece que la
Hostia es como el vientre adonde se celebra este nacimiento, y que las palabras
son como la virtud que allí le pone, y que es, como la sustancia, toda la
materia y toda la forma del pan que en Él se convierte. Y es señal y prueba de
que este nacimiento lo es en la forma que digo, el llamar a Cristo Hijo la sagrada Escritura en este mismo caso
y artículo. Porque bien sabéis que en el Salmo setenta y dos leemos así: «Y
habrá firmeza en la tierra, en las cumbres de los collados.» Adonde la
palabra firmeza,
según la verdad, significa el trigo. Que la Escritura lo suele llamar firmeza, porque da firmeza al corazón, como David en
otro Salmo lo dice. Y bien sabéis que muchos de los nuestros, y aun algunos de
los que nacieron antes que viniese Cristo, entienden este paso de este sagrado
pan del altar.
Y bien sabéis que las
palabras originales, por quien nosotros leemos firmeza, son éstas: PISATH-BAR,
que quieren puntualmente decir partecilla o puñado de trigo escogido; y que
BAR, como significa trigo escogido y mondado, también significa hijo. Y así dice el Profeta que en el reino del
Mesías, y cuando floreciere su ley, entre muchas cosas singulares y excelentes,
habrá también un puñado o una partecilla de trigo y de hijo, esto es, que será
el hijo lo que parecerá un limpio y pequeño trigo, porque saldrá a luz en
figura de él, y le veremos así hecho y amoldado como si fuese un panecito
pequeño.
Y no solamente este
consagrarse Cristo en el pan es un cierto nacer, mas es como una suma de sus
nacimientos los otros en que hace retrato de ellos, y los dibuja y los pinta.
Porque así como en la Divinidad nace como palabra que la dice el entendimiento
divino, así aquí se consagra y comienza a ser de nuevo en la Hostia por virtud
de la palabra que el sacerdote pronuncia. Y como en la resurrección nació del
sepulcro con su carne verdadera, pero hecha a las condiciones del alma y
vestida de sus maneras y gloria, así consagrado en la Hostia está la verdad de
su cuerpo en realidad de verdad, mas está como si fuera espíritu, todo en la
Hostia toda, y en cada parte de ella todo también. Y como cuando nació de la
Virgen salió bienaventurado en la más alta parte del alma, y pasible en el
cuerpo, y sujeto a dolores y muerte -y en lo secreto era la verdadera riqueza,
y en la apariencia y en lo que de fuera se veía era un pobre y humilde-, así
aquí por de fuera parece un pequeño pan despreciado, y en lo escondido es todos
los tesoros del cielo. Según lo que parece, puede ser partido y quebrado y
comido; mas según lo que encubre, no puede ni el mal ni el dolor llegar a Él.
Y como cuando nació de
Dios se forjaron en Él, como en sus ideas, las criaturas en la manera que he
dicho, y cuando nació en la carne la recibió para limpiar y librar la del
hombre, y cuando nació del sepulcro nos sacó a la vida a todos juntamente
consigo, y en todos sus nacimientos siempre hubo algún respeto a nuestro bien y
provecho, así en este de la consagración de su cuerpo tuvo respeto al mismo
bien. Porque puso en él no solamente su cuerpo verdadero, sino también el
místico de sus miembros, y, como en los demás nacimientos suyos nos ayuntó
siempre a sí mismo, también en éste quiso contenemos en sí, y quiso que,
encerrados en Él y pasando a nuestras entrañas su carne, nos comunicásemos unos
con otros, para que por Él viniésemos todos a ser, por unión de espíritu, un
cuerpo y un alma.
Por lo cual, el pan
caliente que estaba de continuo en el templo y delante del arca de Dios (que
tuvo figura de este pan divinísimo) le llama pan de faces la Sagrada Escritura, para enseñar que
este pan verdadero, a quien aquella imagen miraba, tiene faces innumerables,
quiero decir que contiene en sí a sus miembros y que, como en la Divinidad
abraza en sí por eminente manera todas las criaturas, así en la humanidad y en
este Sacramento santísimo, donde se encierra, encierra consigo a los suyos. Y
así, hizo en éste lo que en los demás nacimientos hizo, que fue nuestro bien,
que consiste en andar siempre juntos con Él, o, por decir lo que parece más
propio, trajo a efecto y puso como en ejecución lo que se pretendía en los
otros.
Porque aquí, hecho
mantenimiento nuestro, y pasándose en realidad de verdad dentro de nuestras
entrañas, y juntando con nuestra carne la suya, si la halla dispuesta, mantiene
el alma y purifica la carne, y apaga el fuego vicioso, y pone a cuchillo
nuestra vejez, y arranca de raíces el mal, y nos comunica su ser y su vida, y,
comiéndole nosotros, nos come Él a nosotros y nos viste de sus cualidades y,
finalmente, casi nos convierte en sí mismo. Y trae aquí a fruto y a espiga lo
que sembró en los demás nacimientos primeros. Y como dice en el salmo David:
«Hizo memorial de sus maravillas el Señor misericordioso y piadoso: dio a los
que le temen manjar.»
Porque en este manjar,
que lo es propiamente para los que le temen, recapituló todas sus grandezas
pasadas que en Él hizo ejemplo clarísimo de su infinito poder, ejemplo de su
saber infinito y de su misericordia y de su amor con los hombres; ejemplo jamás
oído ni visto. Que no contento ni de haber nacido hombre por ellos, ni de haber
muerto por ponerlos en vida, ni de haber renacido para subirlos a la gloria, ni
de estar juntos siempre y a la diestra del Padre para su defensa y amparo, para
su regalo y consuelo, y para que le tengan siempre no solamente presente, sino
le puedan abrazar consigo mismos, y ponerlo en su pecho y encerrarlo dentro de
su corazón, y como chuparle sus bienes y atraerlos a sí, se les presenta en
manjar y, como si dijésemos, les nace en figura de trigo para que así le coman
y traguen y traspasen a sus entrañas, adonde encerrado y ceñido con el calor
del espíritu, fructifique y nazca en ellos en otra manera, que será ya la
quinta y la última de las que prometimos decir, y de que será justo que ya
digamos si, Sabino, os parece.
-Huelgo, Juliano, que me
conozcáis por mayor. Y bien decía yo que urdíais grande tela, porque, sin duda,
habéis dicho grandes cosas hasta ahora, sin lo que os resta, que no debe ser
menos; aunque en ello tengo una duda aun antes que lo digáis.
-¿Qué? -respondió
Juliano-. ¿No entendéis que nace en nosotros Cristo cuando Dios santifica
nuestra alma?
-Bien entiendo -dijo
Sabino- que San Pablo dice a los Gálatas: «Hijuelos míos, que os torno a parir
hasta que se forme Cristo en vosotros», que es decir que, así como el alma que
era antes pecadora se convierte al bien y se va desnudando de su malicia, así
Cristo se va formando en ella y naciendo. Y de los que le aman y cumplen su
voluntad dice Cristo que son su Padre y su Madre. Pero, como cuando el ánima
que era mala se santifica, se dice que nace en ella Jesucristo, así también se
dice que ella nace en Él; por manera que es lo mismo, a lo que parece, nacer
nosotros en Cristo y nacer Cristo en nosotros, pues la razón por que se dice es
la misma; y de nuestro nacimiento en Jesucristo ayer dijo Marcelo lo que se
puede decir. Y así no parece, Juliano, que tenéis más que decir en ello. Y esta
es mi duda.
-En eso que dudáis,
Sabino, habéis dado principio a mi razón; porque es verdad que esos nacimientos
andan juntos, y que siempre que nacemos nosotros en Dios, nace Cristo en
nosotros; y que la santidad y la justicia y la renovación de nuestra alma es en
medio de ambos nacimientos. Mas aunque por andar juntos parecen uno, todavía el
entendimiento atento y agudo los divide, y conoce que tienen diferentes
razones. Porque el nacer nosotros en Cristo es propiamente, quitada la mancha
de culpa con que nuestra alma se figuraba como demonio, recibir la gracia y la
justicia que cría Dios en nosotros, que es como una imagen de Cristo, y con que
nos figuramos de su manera. Mas nacer Cristo en nosotros es no solamente venir
el don de la gracia a nuestra alma, sino el mismo espíritu de Cristo venir a
ella y juntarse con ella, y, como si fuese alma del alma, derramarse por ella;
y derramado y como embebido en ella, apoderarse de sus potencias y fuerzas, no
de paso ni de corrida ni por un tiempo breve, como acontece en los resplandores
de la contemplación y en los arrobamientos del espíritu, sino de asiento y con
sosiego estable, y como se reposa el alma en el cuerpo. Que Él mismo lo dice
así: «El que me amare será amado de mi Padre, y vendremos a él y haremos
asiento en él.»
Así que nacer nosotros
en Cristo es recibir su gracia y figurarnos de ella; mas nacer en nosotros Él,
es venir Él por su espíritu a vivir en nuestras almas y cuerpos. Venir, digo, a
vivir, y no sólo a hacer deleite y regalo. Por lo cual, aunque ayer Marcelo dijo
de cómo nacemos nosotros en Dios, queda lugar para decir hoy del nacimiento de
Cristo en nosotros. Del cual, pues hemos ya dicho que se diferencia y cómo se
diferencia del nuestro, y que propiamente consiste en que comience a vivir el
espíritu de Cristo en el alma, para que se entienda esto mismo mejor, digamos,
lo primero, cuán diferentemente vive en ella cuando se le muestra en la
oración; y después diremos cuándo y cómo comienza Cristo a nacer en nosotros, y
la fuerza de este nacer y vivir en nosotros, y los grados y crecimiento que
tiene.
Porque, cuanto a lo
primero, entre esta venida y ayuntamiento del espíritu de Cristo a nosotros,
que llamamos nacimiento suyo, y entre las venidas que hace al alma del justo y
las demostraciones que en el negocio de la oración le hace de sí, de las
diferencias que hay, la principal es, que en esto que llamamos nacer, el
espíritu de Cristo se ayunta con la esencia del alma y comienza a ejecutar su
virtud en ella, abrazándose con ella sin que ella lo sienta ni entienda, y
reposa allí como metido en el centro de ella, como dice Isaías: «Regocijate: y
alaba hija de Sión, porque el Señor de Israel está en medio de ti.» Y reposando
allí como desde el medio, derrama los rayos de su virtud por toda ella, y la
mueve secretamente y con su movimiento de Él y con la obediencia del alma a lo
que es de Él movida, se hace por momentos mayor lugar en ella, y más ancho y
más dispuesto aposento.
Mas en las luces de la
oración y en sus gustos, todo su trato de Cristo es con las potencias del alma,
con el entendimiento, con la voluntad y memoria, de las cuales, a las veces,
pasa a los sentidos del cuerpo y se les comunica por diversas y admirables
maneras, en la forma que les son posibles estos sentimientos a un cuerpo. Y de
la copia de dulzores que el alma siente y de que está colmada, pasan al
compañero las sobras. Por donde esas luces o gustos, o este ayuntamiento
gustoso del alma con Cristo en la oración, tiene condición de relámpago; digo
que luce y se pasa en breve. Porque nuestras potencias y sentidos, en cuanto
esta vida mortal dura, tienen precisa necesidad de divertirse a otras
contemplaciones y cuidados, sin los cuales ni se vive ni se puede ni debe
vivir.
Y júntase también con
esta diferencia otra diferencia: que en el ayuntamiento del espíritu de Cristo
con el nuestro, que llamamos nacimiento de Cristo, el espíritu de Cristo tiene
vez de alma respecto de la nuestra, y hace en ella obra de alma, moviéndola a
obrar como debe en todo lo que se ofrece, y pone en ella ímpetu para que se
menee, y así obra Él en ella y la mueve, que ella, ayudada de Él, obra con Él
juntamente. Mas en la presencia que de sí hace en la oración a los buenos por
medio de deleite y de luz, por la mayor parte, el alma y sus potencias reposan,
y Él solo obra en ellas por secreta manera un reposo y un bien que decir no se
puede. Y así, aquel primer ayuntamiento es de vida, mas este segundo es de
deleite y regalo; aquél es el ser y el vivir, éste es lo que hace dulce el
vivir; allí recibe vivienda y estilo de Dios el alma, aquí gusta algo de su
bienandanza; y así, aquello se da con asiento y para que dure, porque, si
falta, no se vive; mas esto se da de paso y a la ligera, porque es más gustoso
que necesario, y porque en esta vida, que se nos da para obrar, este deleite,
en cuanto dura, quita el obrar y le muda en gozar. Y sea esto lo uno.
Y cuanto a lo segundo
que decía, digo de esta manera: Cristo nace en nosotros cuando quiera que
nuestra alma, volviendo los ojos a la consideración de su vida, y viendo las
fealdades de sus desconciertos, y aborreciéndolos, y considerando el enojo
merecido de Dios, y doliéndose de él, ansiosa por aplacarle, se convierte con
fe, con amor, con dolor a la misericordia de Dios y al rescate de Cristo. Así
que Cristo nace en nosotros entonces. Y dícese que nace en nosotros, porque
entonces entra en nuestra alma su mismo espíritu, que, en entrando, se entraña
en ella, y produce luego en ella su gracia, que es como un resplandor y como un
rayo que resulta de su presencia, y que se asienta en el alma y la hace
hermosa. Y así comienza a tener vida allí Cristo, esto es, comienza a obrar en
el alma y por el alma lo que es justo que obre Cristo, porque lo más cierto y
lo más propio de la vida es la obra.
Y de esta manera, Él que
es en sí siempre, y Él que vive en el seno del Padre antes de todos los siglos,
comienza, como digo y cuando digo, a vivir en nosotros; y Él que nació de Dios
perfecto y cabal, comienza a ser en nosotros como niño. No porque en sí lo sea,
o porque en su espíritu, que está hecho alma del nuestro, haya en realidad de
verdad alguna disminución o menoscabo, porque el mismo que es en sí, ese mismo
es el que en nosotros nace tal y tan grande, sino porque, en lo que hace en
nosotros, se mide con nuestro sujeto, y aunque está en el alma todo Él, no obra
en ella luego que entra en ella todo lo que vale y puede, sino obra conforme a
como se le rinde y se desnuda de su propiedad, para el cual rendimiento y
desnudez Él mismo la ayuda; y así decimos que nace entonces como niño. Mas
cuanto el alma, movida y guiada de Él, se le rinde más y se desnuda más de lo
que tiene por suyo, tanto crece en ella más cada día, esto es, tanto va
ejecutando más en ella su eficacia y descubriéndose más y haciéndose más
robusto, hasta que llega en nosotros, como dice San Pablo, «a edad de perfecto
varón, a la medida de la grandeza de Cristo», esto es, hasta que llega Cristo a
ser, en lo que es y hace en nosotros y con nosotros, perfecto cual lo es en sí
mismo.
Perfecto, digo, cual es
en sí, no en igualdad precisa, sino en manera semejante. Quiero decir que el
vivir y el obrar que tiene en nuestra alma Cristo, cuando llega a ser en ella
varón perfecto, no es igual en grandeza al vivir y al obrar que tiene en sí,
pero es del mismo metal y linaje. Y así, aunque reposa en nuestra alma todo el
espíritu de Cristo desde el primer punto que nace en ella, no por eso obra
luego en ella todo lo que es y lo que puede, sino primero como niño, y luego
como más crecido, y después como valiente y perfecto. Y de la manera que nuestra
alma en el cuerpo, desde luego que nace en él, nace toda, mas no hace, luego
que en él nace, prueba de sí totalmente, ni ejercita luego toda su eficacia y
su vida, sino después y sucesivamente, así como se van enjugando con el calor
los órganos con que obra, y tomando firmeza hábil para servir al obrar, así es
lo que decimos de Cristo, que aunque pone en nosotros todo su espíritu cuando
nace, no ejercita luego en nosotros toda su vida, sino conforme a como, movidos
de Él, le seguimos y nos apuramos de nosotros mismos, así Él va en su vivir
continuamente subiendo. Y como cuando comienza a vivir en nuestra alma se dice
que nace en ella, así se dice que crece cuando vive más; y cuando llega a vivir
allí al estilo que vive en sí, entonces es lo perfecto.
De suerte que, según
esto, tiene tres grados este nacimiento y crecimiento de Cristo en nosotros. El
primero de niño, en que comprendemos la niñez y la mocedad, lo principiante y
lo aprovechante, que decir solemos; el segundo, de más perfecto; el último, de perfecto
del todo. En el primero nace y vive en la más alta parte del alma; en el
segundo, en aquella y en la que llamamos parte inferior; en el tercero, en esto
y en todo el cuerpo del todo. Al primero podemos llamar estado de ley por las
razones que diremos luego; el segundo es estado de gracia; y el tercero y
último, estado de gloria.
Y digamos de cada uno
por sí, presuponiendo primero que en nuestra alma, como sabéis, hay dos partes:
una divina, que de su hechura y metal mira al cielo y apetece cuanto de suyo es
(si no la estorban o oscurecen o llevan) lo que es razón y justicia; inmortal
de su naturaleza, y muy hábil para estar sin mudarse en la contemplación y en
el amor de las cosas eternas. Otra de menos quilates, que mira a la tierra y
que se comunica con el cuerpo, con quien tiene deudo y amistad, sujeta a las
pasiones y mudanzas de él, que la turban y alteran con diversas olas de
afectos; que teme, que se acongoja, que codicia, que llora, que se engríe y
ufana, y que, finalmente, por el parentesco que con la carne tiene, no puede
hacer sin su compañía estas obras.
Estas dos partes son
como hermanas nacidas de un vientre, en una naturaleza misma, y son de
ordinario entre sí contrarias, y riñen y se hacen guerra. Y siendo la ley que
esta segunda se gobierne siempre por la primera, a las veces, como rebelde y
furiosa, toma las riendas ella del gobierno y hace fuerza a la mejor, lo cual
le es vicioso, así como le es natural el deleite y el alegrarse y el sentir en
sí los demás afectos que la parte mayor le ordenare; y son propiamente la una
como el cielo, y la otra como la tierra, y como un Jacob y un Esaú concebidos
juntos en un vientre, que entre sí pelean, como diremos más largamente después.
Esto así dicho, decimos
ahora que cuando el alma aborrece su maldad, y Cristo comienza a nacer en ella,
pone su espíritu, como decíamos, en el medio y en el centro, que es en la
sustancia del alma, y prende luego su virtud en la primera parte de ella, la
parte que de estas dos que decíamos es la más alta y la mejor. Y vive Cristo
allí en el primer estado de este nacimiento, ejercitando en aquella parte su
vida, esto es, alumbrándola y enderezándola y renovándola y componiéndola y
dándole salud y fuerzas para que con valor ejercite su oficio. Mas a la otra
parte menor, en este primer estado, el espíritu de Cristo, que en lo alto del
alma vive, no le desarraiga sus bríos, porque aún no vive en esta parte baja;
mas aunque no viva en ella como señor pacífico, dale ayo y maestro que gobierne
aquella niñez, y el ayo es la parte mayor en que él ya vive, o él mismo, según
que vive en ella, es el ayo de esta parte menor, que desde su lugar alto le da
leyes por donde viva, y le hace que se conozca, y le va a la mano si se mueve
contra lo que se le manda, y la riñe y la aflige con amenazas y miedos; de
donde resulta contradicción y agonía, y servidumbre y trabajo.
Y Cristo, que vive en
nosotros, y desde el lugar donde vive, en este artículo se ha con esta menor
parte como Moisés, que le da ley, y la amonesta y la riñe, y la amenaza y la
enfrena, mas aún no la libra de su flaqueza ni la sana de sus malos
movimientos, por donde a este grado o estado le llamamos de ley. En que, como
Moisés en el tiempo pasado gozaba del habla de Dios, y en la cumbre del monte
conversaba con Él, y recibía su gracia, y era alumbrado de su lumbre, y
descendía después al pueblo carnal e inquieto y sujeto a diferentes deseos, y
que estaba a la falda de la sierra, adonde no veía sino el temblor y las nubes,
y, descendiendo a él, le ponía leyes de parte de Dios, y le avisaba que pusiese
a sus deseos freno, y él se los enfrenaba cuanto podía con temores y penas, así
la parte más alta nuestra, luego al principio que Cristo en ella nace,
santificada por Él y viviendo por su espíritu como subida en el monte con Dios,
al pueblo que está en la falda, esto es, a la parte inferior, que, por los
muchos movimientos de apetitos y pasiones diferentes que bullen en ella, es una
muchedumbre de pueblo bullicioso y carnal e inclinado a hacer lo peor, le
escribe leyes y le enseña lo que le conviene hacer o huir, y le gobierna las
riendas, a veces alargándolas, y a veces recogiéndolas hacia sí, y finalmente
la hinche de temor y de amenazas.
Y como contra Moisés se
rebeló por diferentes veces el pueblo, y como siempre con dificultad puso al
yugo su mal domada cerviz, de donde nacieron contradicciones en ellos y
alborotos y ejemplos de señalados castigos, así esta parte baja, en el estado
que digo, oye mal muchas veces las amonestaciones de su hermana mayor, en que
ya Cristo vive, y luchan las dos a veces, y despiertan entre sí crueles peleas.
Mas como Moisés, para llevar aquella gente al asiento de su descanso, les
persuadió primero que saliesen de Egipto, y los metió en la soledad del
desierto, y los guió haciendo vueltas por él por largo espacio de tiempo, y con
quitarles el regalo y el amparo de los hombres y darles el amparo de Dios en la
nube, en la columna de fuego, en el maná que les llovían los cielos y en el
agua que les manaba la piedra, los iba levantando hacia Dios, hasta que al fin
pasaron con Josué, su capitán, el Jordán y limpiaron de enemigos la tierra, y
reposaron en ella hasta que vino últimamente Cristo a nacer en su carne, así su
espíritu, que ha nacido ya en lo que es principal en el alma, para reducir a su
obediencia la parte que resta, que tiene las condiciones y flaquezas y
carnalidades que he dicho, desde la razón donde vive, como otro Moisés,
induciéndola a que se despida de los regalos de Egipto, y lavándola con las
tribulaciones, y destetándola poco a poco de sus toscos consuelos, y quitándole
de los ojos cada día más las cosas que ama, y haciéndola a que ame la pobreza y
la desnudez del desierto, y dándole allí su maná, y pasando a cuchillo a muchas
de sus enemigas pasiones, y acostumbrándola al descanso y reposo santo, va
creciendo en ella y aprovechando y mitigando sus bríos, y haciéndola cada día
más hábil para poner su vida en su carne, y al fin la pone y, como si
dijésemos, se encarna en ella y la hinche de sí como hizo a la mayor y primera,
y no le quita lo que le es natural, como son los sentimientos medidos, y el
poder padecer y morir, sino desarráigale lo vicioso, si no del todo, a lo menos
casi del todo.
Y este es el grado
segundo que dijimos, en el cual el espíritu de Cristo vive en las dos partes del
alma: en la primera, que es la celestial, santificándola, o, si lo hemos de
decir así, haciéndola como Dios; y en la segunda, que mira a la carne,
apurándola y mortificándola de lo carnal y vicioso, y, en vez de la muerte que
ella solía dar con su vicio al espíritu, Cristo ahora pone en ella a cuchillo
casi todo lo que es contumaz y rebelde. Y como se hubo con sus discípulos
cuando anduvo con ellos, que los conversó primero y, dado que los conversaba,
duraban en ellos los afectos de carne, de que los corregía poco a poco por
diferentes maneras, con palabras, con ejemplos, con dolores y penas; y
finalmente, después de su resurrección, teniéndolos ya conformes y humildes y
juntos en Jerusalén, envió sobre ellos en abundancia su espíritu, con que los
hizo perfectos y santos, así, cuando en nosotros nace, trata primero con la
razón y fortifícala para que no la venza el sentido y, procediendo después por
sus pasos contados, derrama su espíritu como dice Joel «sobre toda la carne»,
con que se rinde y se sujeta al espíritu.
Y cúmplese entonces lo
que en la oración le pedimos, «que se haga su voluntad, así como en el cielo,
en la tierra», porque manda entonces Dios en el cielo del alma, y en lo terreno
de ella es obedecido casi ni más ni menos, y baña el corazón de sí mismo, y
hace ya Cristo en toda el alma oficio enteramente de Cristo, que es oficio de
ungir, porque la unge desde la cabeza a los pies, y la beatifica en cierta
manera. Porque, aunque no le comunica su vista, comunícale mucho de la vida que
le ha de durar para siempre, y sostiénela ya con el vivir de su espíritu, con
que ha de ser después sostenida sin fin. Y este es el mantenimiento y el pan
que por consejo suyo pedimos a Dios cada día cuando decimos «y nuestro pan»,
como si dijésemos «el de después» -que eso quiere decir la palabra del original
griego epiosión-, «dánosle hoy», esto es, aquel pan nuestro:
nuestro, porque nos le promete; nuestro, porque sin él no se vive; nuestro,
porque sólo él hinche nuestro deseo. Así que este pan y esta vida que prometida
nos tienes, acorta los plazos, Señor, y dánosla ya, y viva ya tu Hijo en nosotros del todo, dándonos entera
vida, porque Él es el pan de la vida.
De manera que, cuando
viene a este estado el nacimiento de Cristo en nosotros, y cuando su vida en mí
ha subido a este punto, entonces Cristo es lisamente en nosotros el Mesías
prometido de Dios, por la razón sobredicha. Y el estado es de gracia, porque la
gracia baña a casi toda el alma; y no es estado de ley ni de servidumbre ni de
temor, porque todo lo que se manda se hace con gusto: porque en la parte que
solía ser rebelde y que tenía necesidad de miedo y de freno, vive ya Cristo que
la tiene casi pura de su rebeldía.
Y es estado de
Evangelio, porque el nacer y vivir Cristo en ambas las partes del alma, y la
santificación de toda ella con muerte de lo que era en ella vejez, es el efecto
de la buena nueva del Evangelio, y el reino de los cielos que en él se predica,
y la obra propia y señalada y que reservó para sí solo el Hijo de Dios y el Mesías que la ley
prometía. Como Zacarías en su cántico dice: «Juramento que juró a Abraham,
nuestro padre, de darse a nosotros, para que, librándonos de nuestros enemigos,
le sirvamos sin miedo, le sirvamos en santidad y justicia y en su presencia la
vida toda.»
Y es estado de gozo, por
cuanto reina en toda el alma el espíritu, y así hace en ella sin impedimento
sus frutos, que son, como San Pablo dice, «caridad y gozo, y paz, y paciencia,
y larga esperanza en los males.» Por donde, en persona de los de este grado, dice
el Profeta Isaías: «Gozando me gozaré en el Señor, y regocijaráse mi alma en el
Dios mío, porque me vistió vestiduras de salud y me cercó con vestidura de
justicia; como a esposo me hermoseó con corona, y como a esposa adornada con
sus joyeles.»
Y también, en cierta
manera, es estado de libertad y de reino, porque es el que deseaba San Pablo a
los Colosenses en el lugar donde escribe: «Y la paz de Dios alce bandera y
lleve la corona en vuestros corazones.» Porque en el primer grado estaba la
gracia y paz de Dios, como quien residía en frontera y vecina a los enemigos,
encerrada y recatada y solícita; mas ahora ya se espacia y se alegra y se
extiende como señora ya del campo.
Y ni más ni menos, es
estado de muerte y de vida; porque la vida que Cristo vive en los que llegan
aquí, da vida a lo alto del alma, y da muerte y degüella a casi todos los
afectos y pasiones malas del cuerpo, de que dice el Apóstol: «Si Cristo está en
vosotros, vuestro cuerpo, sin duda, ha muerto cuanto al pecado, mas el espíritu
vive por virtud de la justicia.»
Y finalmente, es estado
de amor y de paz, porque se hermanan en él las dos partes del alma que decimos,
y el sentido ama servir a la razón, y Jacob y Esaú se hacen amigos, que fueron
imagen de esto, como antes decía. Porque, Sabino, como sabéis, Rebeca, mujer de
Isaac, concibió de un vientre estos dos hijos, que, antes que naciesen,
peleaban entre sí mismos; por donde ella, afligida, consultó el caso con Dios,
que le respondió que tenía en su vientre dos linajes de gentes contrarias, que
pelearían siempre entre sí, y que el menor en salir a luz vencería al que
primero naciese.
Llegado el tiempo, nació
primero un niño bermejo y velloso; y, después de él y asido de su pie de él,
nació luego otro de diferente calidad del primero. Este postrero fue llamado
Jacob, y el primero Esaú. Su inclinación fue diferente, así como su figura lo
era. Esaú, aficionado a la caza y al campo; Jacob, a vivir en su casa. En ella
compró un día, por cierto caso, a su hermano el derecho del mayorazgo, que se
le vendió por comer. Poco después, con artificio, le ganó la bendición de su
padre, que creyó que bendecía al mayor. Quedaron por esta causa enemigos;
aborrecía de muerte Esaú a Jacob; amenazábale siempre. El mozo santo,
aconsejado de la madre, huyó la ocasión, desamparó la casa del padre, caminó
para Oriente, vio en el camino el cielo sobre sí abierto, sirvió en casa de su
suegro por Lía y por Raquel, y casado, tuvo abundancia de hijos y de hacienda;
y, volviendo con ella a su tierra, luchó con el ángel, y fue bendecido de él;
y, enflaquecido en el muslo, mudó el andar con el nombre, y luego le vino al
encuentro Esaú, su hermano, ya amigo y pacífico.
Pues conforme a esta
imagen, son de un parto las dos partes del alma y riñen en el vientre, porque
de su naturaleza tienen apetitos contrarios, y porque, sin duda, después nacen
de ellas dos linajes de gentes enemigas entre sí: las que siguen en el vivir el
querer del sentido, y las que miden lo que hacen por razón y justicia. Nace el
sentido primero, porque se ve su obra primero; tras él viene luego el uso de la
razón. El sentido es teñido de sangre y vestido de los frutos de ella, y ama el
robo, y sigue siempre sus pasiones fieras por alcanzarlas, mas la razón es
amiga de su morada, adonde reposa contemplando la verdad con descanso. Aquí le
vienen a las manos la bendición y el mayorazgo. Mas enójanse los sentidos y
descubren sus deseos sangrientos contra el hermano, que, guiado de la sabiduría
para vencerlos, los huye y corta las ocasiones del mal; y enajénase el hombre
de los padres y de la casa, y, puestos los ojos en el Oriente, camina a él la
razón, a la cual en este camino se le aparece Dios y le asegura su amparo, y
con esto le mueve y guía a servir muchos años y con mucho fruto por Raquel y
por Lía; hasta que, finalmente, acercándose ya a su verdadera tierra, viene a
abrazarse con Dios y como a luchar con el ángel, pidiéndole que le santifique y
bendiga y ponga en paz sus sentidos; y sale con su porfía al fin, y con la
bendición muere el muslo, porque en el morir del sentido vicioso consiste el
quedar enteramente bendito; y cojea luego el hombre, y es Israel. Israel,
porque se ve en él y se descubre la eficacia de la vida divina que ya posee;
cojo, porque anda en las cosas del mundo con sólo el pie de la necesidad, sin
que le lleve el deleite. Y así, en llegando a este punto el sentido, sirve a la
razón y se pacifica con ella y la ama, y gozan ambas, cada una según su manera,
de riquezas y bienes, y son buenos hermanos Esaú y Jacob, y vive, como en
hermanos conformes, el espíritu de Cristo que se derrama por ellos. Que es lo
que se dice en el Salmo: «Cuán bueno es, y cuán lleno de alegría, el morar en
uno los hermanos, como el ungüento bueno sobre la cabeza, que desciende a la
barba, a la barba del sacerdote, y desciende al gorjal de su vestidura; como
rocío en Hermón, que desciende sobre los montes de Sión. Porque allí instituyó
el Señor la bendición, las vidas por los siglos.» Porque todo el descanso y
toda la dulzura y toda la utilidad de esta vida entonces es: cuando estas dos
partes nuestras, que decimos hermanas, viven también como hermanas en paz y
concordia.
Y dice que es suave y
provechosa esta paz, como lo es el ungüento oloroso derramado, y el rocío que
desciende sobre los montes de Hermón y de Sión, porque en el hecho de la
verdad, el Hijo de
Dios que nace y que vive en estas dos partes, y que es unción y rocío, como ya
muchas veces decimos, derramándose en la primera de ellas, y de allí
descendiendo a la otra y bañándola, hace en ellas esta paz provechosa y
gustosa. De las cuales partes la una es bien como la cabeza, y la otra como la
barba áspera y como la boca o la margen de la vestidura; y la una es
verdaderamente Sión, adonde Dios se contempla, y la otra Hermón, que es
asolamiento, porque consiste su salud en que se asuele en ella cuanto levanta
el demasiado y vicioso deseo.
Y cierto, cuando Cristo
llega a nacer y vivir en alguno de esta manera, aquel en quien así vive dice
bien con San Pablo: «Vivo yo, ya no yo, pero vive en mí Jesucristo.» Porque
vive y no vive: no vive por sí, pero vive porque en él vive Cristo, esto es,
porque Cristo, abrazado con él y como infundido por él, le alienta y le mueve,
y le deleita y le halaga, y le gobierna las obras y es la vida de su feliz
vida. Y de los que aquí llegaron dice propiamente Isaías: «Alegráronse con tu
presencia como la alegría en la siega, como se regocijaron al dividir del
despojo.» De la siega dice que es señalada alegría porque se coge en ella el
fruto de lo trabajado, y se conoce que la confianza que se hizo del suelo no
salió vacía, y se halla, como por la largueza de Dios, mejorado y acrecentado
lo que parecía perdido. Y así es alegría grandísima la de los que llegan aquí,
porque comienzan a coger el fruto de su fe y penitencia, y ven que no les burló
su esperanza, y sienten la largueza de Dios en sí mismos y un amontonamiento de
no pensados bienes.
Y dice del dividir los
despojos, porque entonces alegran a los vencedores tres cosas: el salir del
peligro, el quedar con honra, el verse con tanta riqueza. Y las mismas alegran
a los que ahora decimos; porque, vencido y casi muerto del todo lo que en el
sentido hace guerra, y esto porque el espíritu de Cristo nace y se derrama por
él, no solamente salen de peligro, sino se hallan improvisamente dichosos y
ricos. Y por eso dice que se alegran en su presencia, porque la presencia suya
en ellos, que es el nacer y vivir de Cristo en toda su alma, les acarrea este
bien, que es el que añade luego, diciendo: «Porque el yugo de pesadumbre y la
vara de su hombro y el cetro del ejecutor en él, lo quebrantaste como en el día
de Madián.»
Que a la ley dura que
puso el pecado en nuestra carne y a lo que heredamos del primer hombre y que es
hombre viejo en nosotros, lo llama bien «yugo de pesadumbre» porque es carga muy
enlazada a nosotros y que mucho nos enlaza; y «vara de su hombro» porque con
ella, como con vara de castigo, nos azota el demonio. Y dice «de su hombro»,
por semejanza de los verdugos y ministros antiguos de justicia, que traían al
hombro el manojo de varas con que herían a los condenados. Y es «cetro de
ejecutor», y en nosotros, porque, por medio de la mala inclinación del viejo
hombre, que reside en nuestra carne, ejecuta el enemigo su voluntad en
nosotros. Lo cual todo quebranta Cristo cuando de lo alto del alma extiende su
vida a la parte baja de ella, y viene como a nacer en la carne.
Y quebrántalo, «como en
el día de Madián». Que ya sabéis en qué forma alcanzó victoria Gedeón de los
madianitas, sin sus armas y con sólo quebrar los cántaros y resplandecer la luz
que encerraban y con tocar las trompetas. Porque comenzar Cristo a nacer en
nosotros no es cosa de nuestro mérito, sino obra de su mucha virtud, que
primero, como luz metida en el medio del alma, se encierra allí, y después se
descubre y resplandece, quebrantando lo terreno y carnal del sentido. A cuyo
resplandor, y al sonido que hace la voz de Cristo en el alma, huyen los
enemigos y mueren. Y como en el sueño que entonces vio uno de los del pueblo
contrario, un pan de cebada y cocido entre la ceniza, que se revolvía por el
real de los enemigos, tocando las tiendas, las derrocaba, así aquí Cristo, que
es pan despreciado al parecer y cocido en trabajos, revolviéndose por los
sentidos del alma, pone por el suelo los asientos de la maldad que nos hacen
guerra; y, finalmente, los abrasa y consume, como dice luego el Profeta: «Que
toda la presa o pelea peleada con alboroto, y la vestidura revuelta en las
sangres, será para ser quemada, será mantenimiento de fuego.» Y dice bien «la
pelea peleada con alboroto», cuales son las contradicciones que los deseos
malos, cuando se encienden, hacen a la razón, y las polvaredas que levantan, y
su alboroto y su ruido.
Y dice bien «el vestido
revuelto en la sangre», que es el cuerpo y la carne que nos vestimos, manchada
con la sangre de sus viciosas pasiones, porque todo ello, en este caso, lo
apura el santo fuego que Cristo en el Evangelio dice que vino a poner en la
tierra. Y lo que el mismo profeta en otro capítulo escribe, también pertenece a
este negocio, porque dice de esta manera: «Porque el pueblo en Sión habitará en
Jerusalén. No llorará, llorando; apiadando, se apiadará de ti. A la voz de tu
grito, en oyéndola, te responderá. Y daros ha el Señor pan estrecho y agua
apretada, y no volará más tu maestro, y a tu maestro tus ojos le contemplarán,
y tus orejas oirán a las espaldas tuyas palabra que te dirá: este es el camino,
andad en él, no inclinéis a la derecha o a la izquierda.» Que es imagen de esto
mismo que digo, adonde el pueblo que estaba en Sión hace ya morada en
Jerusalén.
Y la vida de Cristo, que
vivía en el alcázar del alma, se extiende por toda la cerca de ella y la
pacifica; y el que residía en Sión, hace ya su morada en la paz; y cesa el
lloro que es lloro, porque se usa ya con ellos de la piedad, que es perfecta. Y
como vive ya Cristo en ellos, óyelos en llamando, o, por mejor decir, lo que Él
pide en ellos, eso es lo que piden, porque está en ellos su maestro metido, que
no se les aparta ni ausenta, y que, en hablando ellos, los oye, y dales entonces
Dios pan estrecho y agua apretada, porque verdaderamente les da el pan y el
agua que dan vida verdadera: su cuerpo y su espíritu, que se derrama por ellos
y los sustenta. Mas dáselo con brevedad y estrechez: lo uno, porque, de
ordinario, mezcla Dios con este pan que les da, adversidad y trabajos; lo otro,
porque es pan que sustenta en medio de los trabajos y de las apreturas el alma;
y lo último, porque en esta vida este pan vive como escondido y como encogido
en los justos. Que, como dice de ellos San Pablo: «Nuestra vida está escondida
con Cristo en Dios, mas cuando Él apareciere que es vuestra vida, entonces le
pareceréis a Él en la gloria.» Porque entonces acabará de crecer en los suyos
Cristo perfectamente y del todo, cuando los resucitare del polvo inmortales y
gloriosos, que será el grado tercero y el último de los que arriba dijimos.
Adonde su espíritu y vida de Él se comunicará de lo alto del alma a la parte
más baja de ella, y de ella se extenderá por el cuerpo, no solamente quitando
de él lo vicioso, sino también desterrando de él lo quebradizo y lo flaco, y
vistiéndolo enteramente de sí.
De manera que todo su
vivir, su querer, su entender, su parecer y resplandecer será Cristo, que será
entonces varón perfecto enteramente en todos los suyos, y será uno en todos, y
todos serán hijos cabales de Dios por tener en sí el ser y el vivir de
este Hijo, que es
único y solo Hijo de
Dios, y lo que es Hijo de Dios en todos los que se llaman sus hijos. Y así
como Cristo nace en todas estas maneras, así también en las Escrituras sagradas
hebreas es llamado Hijo con cinco nombre diversos.
Porque, como sabéis,
Isaías le llama Ieled, y David, en el
Salmo segundo, le llama Bar, y en el
Salmo setenta y uno le llama Nin, y de
David y de Isaías es llamado Ben, y llámale Sil Jacob en la bendición de su hijo Judas, en
el libro de la Creación de las cosas.
De manera que como
Cristo nace cinco veces así también tiene cinco nombres de Hijo, que todos significan lo mismo que Hijo, aunque con sonidos diferentes y con origen diversa.
Porque Ieled es, como si dijésemos,
el engendrado; Bar, el criado, apurado,
escogido; Nin, el que se va
levantando; Ben, el edificio; y Sil, el pacífico o el enviado. Que todas son
cualidades que generalmente se dicen bien de los hijos, por donde los hebreos
tomaron nombres de ellas para significar lo que es hijo; porque el hijo es
engendrado y criado y sacado a luz, y es como lo apurado y lo ahechado que sale
del mezclarse los padres, y el que se levanta en su lugar cuando ellos
fallecen, sustentando su nombre, y es como un edificio; por donde, aun en
español, a los hijos y descendientes les damos nombre de casa, y es la paz el
hijo, y como el nudo de concordia entre el padre y la madre.
Mas dejando lo general,
con señalada propiedad son estos nombres de sólo aqueste Hijo que digo. Porque Él es el engendrado
según el nacimiento eterno, y el sacado a luz según el nacimiento de la carne,
y lo apurado y lo ahechado de toda culpa según ella misma, y el que se levantó
de los muertos, y el edificio que encierra en la hostia, donde se pone, a todos
sus miembros, y el que nace en el centro de sus almas, de donde envía poco a
poco por todas sus partes de ellas la virtud de su espíritu, que las apura y
aviva y pacifica y abastece de todos sus bienes. Y finalmente, Él es el Hijo de Dios, que sólo es hijo de Dios en sí
y en todos los demás que lo son. Porque en Él se criaron y por Él se
reformaron, y por razón de lo que de Él contienen en sí son dichos sus hijos. Y
eso es ser nosotros hijos de Dios: tener a este su divino Hijo en nosotros. Porque el Padre no tiene
sino a Él solo por Hijo, ni ama como a hijos sino a los que en sí le contienen y
son una misma con Él, un cuerpo, un alma, un espíritu. Y así, siempre ama a
solo Él en todas las cosas que ama.
Y acabó Juliano aquí, y
dijo luego:
-Hecho he, Sabino, lo
que me pediste, y dicho lo que he sabido decir; mas si os tengo cansado, por
eso proveíste bien que Marcelo sucediese luego; que con lo que dijere nos
descansará a todos.
-A Sabino -dijo entonces
Marcelo- yo fío que no le habéis cansado, mas habéisme puesto en trabajo a mí,
que, después de vos, no sé qué podré decir que contente. Sólo hay este bien,
que me vengaré ahora, Sabino, de vos en quitaros el buen gusto que os queda.
Dijo Marcelo esto, y
quería Sabino responderle, mas estorbóselo un caso que sucedió, como ahora
diré.
En la orilla contraria
de donde Marcelo y sus compañeros estaban, en un árbol que en ella había,
estuvo asentada una avecilla de plumas y de figura particular, casi todo el
tiempo que Juliano decía, como oyéndole, y, a veces, como respondiéndole con su
canto, y esto con tanta suavidad y armonía, que Marcelo y los demás habían
puesto en ella los ojos y los oídos. Pues al punto que Juliano acabó, y Marcelo
respondió lo que he referido, y Sabino le quería replicar, sintieron ruido
hacia aquella parte; y, volviéndose, vieron que lo hacían dos grandes cuervos
que, revolando sobre el ave que he dicho y cercándola alrededor, procuraban
hacerle daño con las uñas y con los picos. Ella, al principio, se defendía con
las ramas del árbol, encubriéndose entre las más espesas. Mas creciendo la
porfía, y apretándola siempre más a do quiera que iba, forzada se dejó caer en
el agua gritando y como pidiendo favor. Los cuervos acudieron también al agua
y, volando sobre la haz del río, la perseguían malamente, hasta que al fin el
ave se sumió toda en el agua, sin dejar rastro de sí. Aquí Sabino alzó la voz
y, con un grito, dijo:
-¡Oh la pobre, y cómo se
nos ahogó!
Y así lo creyeron sus
compañeros, de que mucho se lastimaron. Los enemigos, como victoriosos, se
fueron alegres luego. Mas como hubiese pasado un espacio de tiempo, y Juliano
con alguna risa consolase a Sabino, que maldecía los cuervos, y no podía perder
la lástima de su pájara, que así la llamaba, de improviso, a la parte adonde
Marcelo estaba, y casi junto a sus pies, la vieron sacar del agua la cabeza, y
luego salir del arroyo a la orilla, toda fatigada y mojada. Como salió, se puso
sobre una rama baja que estaba allí junto, adonde extendió sus alas y las
sacudió del agua, y después, batiéndolas con presteza, comenzó a levantarse por
el aire cantando con una dulzura nueva. Al canto, como llamadas otras muchas
aves de su linaje, acudieron a ella de diferentes partes del soto. Cercábanla
y, como dándole el parabién, le volaban al derredor. Y luego juntas todas y
como en señal de triunfo, rodearon tres o cuatro veces el aire con vueltas
alegres, y después se levantaron en alto poco a poco hasta que se perdieron de
vista.
Fue grandísimo el
regocijo y alegría que de este suceso recibió Sabino. Mas decíame que, mirando
en este punto a Marcelo, le vio demudado en el rostro y turbado algo y metido
en gran pensamiento, de que mucho se maravilló; y que riéndole preguntar qué
sentía, viole que, levantando al cielo los ojos, como entre los dientes y con
un suspiro disimulado, dijo:
Y que luego, sin dar
lugar a que ninguno le preguntase más, se volvió a él y le dijo:
-Atended, pues, Sabino,
a lo que pedisteis.
Cordero
De
cómo Cristo es llamado Cordero,
y por qué le conviene este nombre
El nombre de Cordero, de que tengo de decir, es nombre tan notorio de Cristo, que es excusado
probarlo. Que ¿quién no oye cada día en la misa lo que refiere el Evangelio
haberle dicho el Bautista: «Éste es el Cordero de Dios, que lleva sobre sí los pecados del mundo?»
Mas si esto es fácil y
claro, no lo es lo que encierra en sí toda la razón de este nombre, sino
escondido y misterioso, mas muy digno de luz. Porque Cordero, pasándolo a
Cristo, dice tres cosas: mansedumbre de condición, y pureza e inocencia de
vida, y satisfacción de sacrificio y ofrenda, como San Pedro juntó casi en este
propósito hablando de Cristo: «El que, dice, no hizo pecado, ni se halló engaño
en su boca; que, siendo maldecido, no maldecía, y, padeciendo, no amenazaba;
antes se entregaba al que juzgaba injustamente; el que llevó a la cruz sobre sí
nuestros pecados.» Cosas que encierran otras muchas en sí y en que Cristo se
señaló y aventajó por maravillosa manera.
Y digamos por sí de
todas tres.
Pues, cuanto a lo
primero, Cordero dice mansedumbre, y esto se nos viene a los ojos luego que
oímos Cordero, y
con ello la mucha razón con que de Cristo se dice, por el extremo de
mansedumbre que tiene, así en el trato como en el sufrimiento; así en lo que
por nosotros sufrió como en lo que cada día nos sufre.
Del trato, Isaías decía:
«No será bullicioso ni inquieto ni causador de alboroto.» Y Él de sí mismo:
«Aprended de mí, que soy manso, y de corazón humilde.» Y respondió bien con las
palabras la blandura de su acogimiento con todos los que se llegaron a Él por
gozarle cuando vivió nuestra vida: con los humildes, humilde; con los más
despreciados y más bajos, más amoroso; y con los pecadores que se conocían,
dulcísimo. La mansedumbre de este Cordero salvó a la mujer adúltera que la ley condenaba, y,
cuando se la puso en su presencia la malicia de los fariseos y le consultó de
la pena, no parece que le cupo en la boca palabra de muerte, y tomó ocasión
para absolverla el faltarle acusador, pudiendo sólo Él ser acusador y juez y
testigo. La misma mansedumbre admitió a la mujer pecadora, hizo que se dejase
tocar de una infame, y consintió que le lavasen sus lágrimas, y dio limpieza a
los cabellos que le limpiaban sus pies. Esa misma puso en su presencia los
niños que sus discípulos apartaban de ella, y, siendo quien era, dio oídos a
las largas razones de la samaritana, y fue causa que no desechase de sí a
ninguno, ni se cansase de tratar con los hombres, siendo Él quien era, y siendo
su trato de ellos tan pesado y tan impertinente como sabemos.
Mas ¿qué maravilla que
no se enfadase entonces, cuando vivía en el suelo, el que ahora en el cielo,
donde vive tan exento de nuestras miserias y declarado por Rey universal de
todas las cosas, tiene por bueno de venirse en el Sacramento a vivir con
nosotros, y lleva con mansedumbre verse rodeado de mil impertinencias y vilezas
de hombres, y no hay aldea de tan pocos vecinos adonde no sea casi como uno de
sus vecinos en su iglesia nuestro Cordero, blando, manso, sufrido a todos los estados?
Y aunque leemos en el
Evangelio que castigó Cristo a algunas personas con palabras, como a San Pedro
una vez, y muchas a los fariseos, y con las manos también, como cuando hirió
con el azote a los que hacían mercado en su templo; mas en ninguna encendió su
corazón en fiereza ni mostró semblante bravo, sino en todas, con serenidad de
rostro, conservó el sosiego de mansedumbre, desechando la culpa y no
desdiciendo de su gravedad afable y dulce. Que como en la divinidad, sin
moverse, lo mueve todo, y sin recibir alteración, riñe y corrige; y, durando en
quietud y sosiego, lo castiga y altera, así en la humanidad, que como más se le
allega, así es la criatura que más se le parece, nunca turbó la dulzura de su
ánimo manso el hacer en los otros lo que el desconcierto de sus razones o de
sus obras pedía; y reprendió sin pasión, y castigó sin enojo, y fue aun en el
reñir un ejemplo de amor.¿Qué dice la Esposa?: « Su garganta suavísima, y
amable todo Él y todas las cosas.»
-Y aquella voz - dijo
Sabino aquí-, ¿paréceos, Marcelo, que será muy amable: «ld, malditos de mi
Padre, al fuego eterno aparejado para el demonio»? ¿O será voz que se podrá
decir sin braveza u oír sin espanto? Y si tan manso es el trato todo de Cristo,
¿qué le queda para ser León, como en la Escritura se dice?
-Bien decís -respondió
Marcelo-. Mas en lo primero, creo yo muy bien que les será muy espantable a los
malos aquella tan horrible sentencia, y que el parecer ante el juez, y el
rostro y el mirar del juez les será de increíble tormento. Mas también habéis
de entender que será sin alteración del alma de Cristo, sino que, manso en sí,
bramará en los oídos de aquéllos, y, dulce en sí mismo y en su rostro, les
encandilará con terriblez y fiereza los ojos. Y, a la verdad, lo que más me
declara el infinito mal de la obstinación del pecado es ver que trae a la
mansedumbre y al amor y a la dulzura de Cristo a términos de decir tal
sentencia, y que pone en aquella boca palabras de tanto amargor; y que quien se
hizo hombre por los hombres y padeció lo que padeció por salvarlos, y el que
dice que su deleite es su trato, y el que, vivo y muerto, mortal y glorioso, ni
piensa ni trata sino de su reposo y salud, y el que todo cuanto es, ordena a su
bien, los pueda apartar de sí con voz tan horrible; y que la pura fuerza de
aquella no curable maldad mudará la voz al Cordero. Y siendo lo ordinario de Dios con los malos
esconderles su cara, que es alzar la vista de su favor, y dejarlos para que sus
designios con sus manos los labren, conforme a lo que decía el Profeta:
«Ascondiste de nosotros tu cara, y con la mano de nuestra maldad nos
quebrantaste», aquí el celo del castigo merecido le hace que la descubra, y que
tome la espada en la mano y en la boca tan amarga y espantable sentencia.
Y a lo segundo del León, que, Sabino, dijistes, habéis de entender
que, como Cristo lo es, no contradice, antes se compadece bien con él, ser para
con nosotros Cordero.
Porque llámase Cristo y es León por lo que a nuestro bien y defensa toca, por lo
que hace con los demonios enemigos nuestros y por la manera como defiende a los
suyos. Que, en lo primero, para librarnos de sus manos, les quitó el mando y
derrocóles de su tiranía usurpada; y asolóles los templos e hizo que los
blasfemasen los que poco antes los adoraban y servían, y bajó a sus reinos
oscuros y quebrantóles las cárceles y sacóles mil prisioneros; y entonces y
ahora y siempre se les muestra fiero, y los vence y les quita de las uñas la
presa. A que mira San Juan para llamarle León, cuando dice: «Venció el león de Judá.»
Y en lo segundo, así
como nadie se atreve a sacar de las uñas del león lo que prende, así no es
poderoso ninguno a quitarle a Cristo de su mano los suyos. ¡Tanta es la fuerza
de su firme querer! «Mis ovejas, dice Él, ninguno me las sacará de las manos.»
E Isaías en el mismo propósito: «Porque dice el Señor: Así como cuando brama el
león y el cachorro del león sobre su presa, no teme para dejarla; si le
sobreviene multitud de, pastores, a sus voces no teme ni a su muchedumbre se
espanta; así el Señor descenderá y peleará sobre el monte de Sión, sobre el
collado suyo.» Así que ser Cristo León le viene de ser para nosotros amoroso y manso Cordero; y porque nos ama y sufre con amor y
mansedumbre infinita, por eso se muestra fiero con los que nos dañan, y los
desama y maltrata. Y así, cuando a aquéllos no sufre, nos sufre; y cuando es
con ellos fiero, con nosotros es manso.
Y hay algunos que son
mansos para llevar las importunidades ajenas, pero no para sufrir sus
descomedimientos; y otros que, si sufren malas palabras, no sufren que les
pongan las manos; mas Cristo, como en todo, así en esto perfecto Cordero, no solamente llevó con mansedumbre nuestro
trato importuno, mas también sufrió con igualdad nuestro atrevimiento
injurioso. «Como Cordero dice Isaías, delante del que le trasquila.»
¿Qué no sufrió de los
hombres por amor de los hombres? ¿De qué injuria no hicieron experiencia en Él
los que vivían por Él? Con palabras le trataron descomedidas, con testimonios
falsísimos; pusieron sus manos sacrílegas en su divina persona; añadieron a las
bofetadas azotes, y a los azotes espinas, y a las espinas clavos y cruz
dolorosa, y, como a porfía, probaron en hacerle mal sus descomulgados ingenios
y fuerzas. Mas ni la injuria mudó la voluntad, ni la paciencia y mansedumbre
hizo mella el dolor. Y si, como dice San Agustín, mi Padre, es manso el que da
vado a los hechos malvados y que no resiste al mal que le hacen, antes le vence
con el bien, Cristo, sin duda, es el extremo de mansedumbre. Porque ¿contra
quién se hicieron tantos hechos malvados?, ¿o en cúyo daño se esforzó más la
maldad?, ¿o quién le hizo menos resistencia que Cristo, o la venció con retorno
de beneficios mayores? Pues a los que le huyen busca, y a los que le aborrecen
abraza, y a los que le afrentan y dan dolorosa muerte, con esa misma muerte los
santifica, los lava con esa misma sangre que enemigamente le sacan. Y es
puntualmente en este nuestro Cordero, lo que en el Cordero antiguo, que de él tuvo figura, que todos le comían
y despedazaban y con todo él se mantenían: la carne y las entrañas y la cabeza
y los pies. Porque no hubo cosa en nuestro Bien adonde no llegase el cuchillo y
el diente: al costado, a los pies, a las manos, a la sagrada cabeza, a los
oídos y a los ojos, y a la boca con gusto amarguísimo; y pasó a las entrañas el
mal, y afligió por mil maneras su ánima santa, y le tragó con la honra la vida.
Mas con cuanto hizo,
nunca pudo hacer que no fuese Cordero, y no Cordero solamente, sino provechoso Cordero, no solamente sufrido y manso, sino, en eso
mismo que tan mansa e igualmente sufría, bienhechor utilísimo. Siempre le
espinamos nosotros, y siempre Él trabaja por traernos a fruto. Y como Dios, en
el Profeta de sí mismo dice: «Adán es mi ejemplo desde mi mocedad.» Porque como
en la manera que fue por Dios sentenciado y mandado que Adán trabajase y
labrase la tierra, y la tierra labrada y trabajada le fructificase abrojos y
espinas, así con su mansedumbre nos sufre y nos torna a labrar, aunque le
fructifiquemos ingratitud.
Y no sólo en cuanto
anduvo en el suelo, mas ahora en el cielo, glorioso y Emperador sobre todo y
Señor universal declarado, nos ve que despreciamos su sangre y que, cuanto es por
nosotros, hacemos sus trabajos inútiles y pisamos, como el Apóstol dice, su
riquísima satisfacción y pasión, y nos sufre con paciencia, y nos aguarda con
sufrimiento, y nos llama y despierta y solicita con mansedumbre y amor
entrañable.
Y a la verdad, porque es
tan amoroso, por eso es tan manso, y porque es excesivo el amor, por eso es la
mansedumbre en exceso. Porque la
caridad, como el Apóstol dice, de su natural es sufrida, y así conservan una regla y guardan una
medida misma el querer y el sufrir. De manera que, cuando no hubiera otro
camino, por este solo del amor entendiéramos la grandeza de la mansedumbre de
Cristo; porque cuanto nos quiere bien, tanto se ha con nosotros mansa y
sufridamente; y quiérenos cuanto ve que su Padre nos quiere, el cual nos ama
por tan rara y maravillosa manera, que dio por nuestra salud la vida de su
unigénito Hijo. Que, como el Apóstol dice: «Así amó al mundo Dios, que dio su
Hijo unigénito, para que no perezca quien creyere en Él.» Porque dar aquí es
entregar a la muerte. Y en otro lugar: «Quien no perdonó a su Hijo propio,
antes le entregó por nosotros, ¿qué cosa, de cuantas hay, dejó de darnos con
Él?»
Así que es sin medida el
amor que Cristo nos tiene, y por el mismo caso la mansedumbre es sin medida,
porque corren a las parejas lo amoroso y lo manso. Aunque, si no lo fuera así,
¿cómo pudiera ser tan universal Señor y tan grande? Porque un señorío y una
alteza de gobierno semejante a la suya, si cayera, o en un ánimo bravo, o mal
sufrido y colérico, intolerable fuera, porque todo lo asolara en un punto. Y
así la misma naturaleza de las cosas pide y la razón del gobierno y mando, que
cuanto uno es mayor señor y gobierna a más gentes, y se encarga de más negocios
y oficios, tanto sea más sufrido y más manso. Por donde la Divinidad, universal
emperatriz de las cosas, sufre y espera y es mansa, lo que no se puede
encarecer con palabras. Y así ella usó de muchas, cuando quiso declarar esta su
condición a Moisés, que le dijo: «Soy piadoso, misericordioso, sufrido, de
larguísima espera, muy ancho de narices y que extiendo por mil generaciones mi
bien.» Y del mismo Moisés, que fue su lugarteniente, y cabeza puesta por Él
sobre todo su pueblo, se escribe que fue mansísimo sobre todos los de su
tiempo. Por manera que la razón convence que Cristo tiene mansedumbre de Cordero infinita: lo uno, porque es su poderío
infinito, y lo otro, porque se parece a Dios más que otra criatura ninguna, y
así le imita y retrata en esta virtud, como en las demás, sobre todos.
Y si es Cordero por la mansedumbre, ¿cuán justamente lo
será por la inocencia y pureza? Que es lo segundo de tres cosas que decir
propuse.
Que dice San Pedro
«Redimidos, no con oro y plata que se corrompe, sino con la sangre sin mancilla
del Cordero inocente.»
Que en el fin porque lo dice, declara y engrandece la suma inocencia de
este Cordero nuestro.
Porque lo que pretende es persuadirnos que estimemos nuestra redención y que,
cuando ninguna otra cosa nos mueva, a lo menos, por haber sido comprados con
una vida tan justa y lavados del pecado con una sangre tan pura, porque tal
vida no haya padecido sin fruto, y tal sangre no se derrame de balde, y tal
inocencia y pureza, ofrecida por nosotros a Dios, no carezca de efecto, nos
aprovechemos de Él y nos conservemos en Él y, después de redimidos, no queramos
ser siervos. Dice Santiago que «es perfecto el que no tropieza en las palabras
y lengua». Pues de nuestro Cordero dirá que «ni hizo pecado, ni en su boca fue hallado
engaño», como dice San Pedro. Cierta cosa es que lo que Dios en sus criaturas
ama y precia más es santidad y pureza, porque el ser puro uno es andar ajustado
con la ley que le pone Dios y con aquello que su naturaleza le pide, y eso
mismo es la verdad de las cosas, decir cada uno con lo que es y responder el
ser con las obras. Y lo que Dios manda, eso ama; y porque de ello se contenta,
lo manda; y al que es el ser mismo, ninguna cosa le es más agradable o conforme
a lo que con su ser responde, que es lo verdadero y lo cierto, porque lo falso
y engañoso no es. Por manera
que la pureza es verdad de ser y de ley, y la verdad es lo que más agrada al
que es puro ser.
Pues si Dios se agrada
más de la humanidad santa de Cristo, concluido queda que es más santa y pura
que todas las criaturas, y que se aventaja en esto a todas tanto, cuantas son y
cuan grandes son las ventajas con que de Dios es amada. ¿Qué? ¿No es ella
el Hijo de su amor, que Dios llama, y en él de quien únicamente se complace, como
certificó a los discípulos en el monte, y el Amado, por cuyo amor y para cuyo servicio hizo lo
visible y lo invisible que crió? Luego, si va fuera de toda comparación el
amor, no la puede haber en la santidad y pureza, ni hay lengua que la declare
ni entendimiento que comprenda lo que es.
Bien se ve que no tiene
su grandeza medida, en la vecindad que con Dios tiene, o por decir verdad, en
la unidad o en el lazo estrecho de unión con que Dios consigo mismo le enlaza.
Que si es más claro lo que al sol se avecina más ¿qué resplandores no tendrá de
santidad y virtud el que está y estuvo desde su principio, y estará para
siempre, lanzado y como sumido en el abismo de esa misma luz y pureza? En las
otras cosas resplandece Dios, mas con la humanidad que decimos está unido
personalmente; las otras lléganse a Él, mas ésta tiénela lanzada en el seno; en
las otras reverbera este sol, mas en ésta hace un sol de su luz. En el sol,
dice, puso su morada, porque la luz de Dios puso en la humanidad de Cristo su
asiento, con que quedó en puro sol transformada. Las otras centellean hermosas,
ésta es de resplandor un tesoro; a las otras les adviene la pureza y la
inocencia de fuera, ésta tiene la fuente y el abismo de ella en sí misma;
finalmente, las otras reciben y mendigan virtud, ésta, riquísima de santidad en
sí, la derrama en las otras. Y pues todo lo santo y lo inocente y lo puro nace
de la santidad y pureza de Cristo, y cuanto de este bien las criaturas poseen
es partecilla que Cristo les comunica, claro es, no solamente ser más santo,
más inocente, más puro que todas juntas, sino también ser la santidad y la
pureza y la inocencia de todas, y, por la misma razón, la fuente y el abismo de
toda la pureza e inocencia.
Pero apuremos más
aquesta razón, para mayor claridad y evidencia. Cristo es universal principio
de santidad y virtud de donde nace toda la que hay en las criaturas santas, y
bastante para santificar todas las criadas, y otras infinitas que fuese Dios
continuamente criando. Y, ni más ni menos, es la víctima y sacrificio aceptable
y suficiente a satisfacer por todos los pecados del mundo, y de otros mundos
sin número. Luego fuerza es decir que ni hay grado de santidad ni manera de
ella, que no le haya en el alma de Cristo; ni menos pecado, ni forma, ni
rastro, de que del todo Cristo no carezca. Y fuerza es también decir que todas
las bondades, todas las perfecciones, todas las buenas maneras y gracias que se
esparcen y podrían esparcir en infinitas criaturas que hubiesen, están
ayuntadas y amontonadas y unidas, sin medida ni cuenta, en el manantial de
ellas, que es Cristo, y que no se aparta tanto el ser del no ser, ni se aleja
tanto de las tinieblas la luz, cuanto de Él mismo toda especie, todo género,
todo principio, toda imaginación de pecado, hecho o por hacer, o en alguna
manera posible, está apartado y lejísimo. Porque necesario es, y la ley no
mudable de la naturaleza lo pide, que quien cría santidades, las tenga, y quien
quita los pecados, ni los tenga ni pueda tenerlos. Que como la naturaleza a los
ojos, para que pudiese recibir los colores, cría limpios de todos ellos; y el
gusto, si de suyo tuviese algún sabor infundido, no percibiría todas las
diferencias del gusto, así no pudiera ser Cristo universal principio de
limpieza y justicia, si no se alejara de Él todo asomo de culpa, y si no
atesorara en sí toda la razón de justicia y limpieza.
Que porque había que
quitar en nosotros los hechos malos que oscurecen el alma, no puede haber en Él
ningún hecho desconcertado y oscuro. Y porque había de borrar en nuestras almas
los malos deseos, no pudo haber en la suya deseo que no fuese del cielo. Y
porque reducía a orden y a buen concierto nuestra imaginación varia y nuestro
entendimiento turbado, el suyo fue un cielo sereno, lleno de concierto y de
luz. Y porque había de corregir nuestra voluntad malsana y enferma, era
necesario que la suya fuese una ley de justicia y salud. Y porque reducía a
templanza nuestros encendidos y furiosos sentidos, fueron necesariamente los
suyos la misma moderación y templanza. Y porque había de poner freno y
desarraigar finalmente del todo nuestras malas inclinaciones, no pudo haber en
Él ni movimiento ni inclinación que no fuese justicia. Y porque era limpieza y
perdón general del pecado primero, no hubo ni pudo haber, ni en su principio ni
en su nacimiento, ni en el discurso de sus obras y vida, ni en su alma, ni en sus
sentidos y cuerpo, alguna culpa, ni su culpa de Él ni sus reliquias y rastros.
Y porque, a la postre, y en la nueva resurrección de la carne, la virtud eficaz
de su gracia había de hacer no pecables los hombres, forzoso fue que Cristo no
sólo careciese de toda culpa, mas que fuese desde su principio impecable. Y
porque tenía en sí bien y remedio para todos los pecados, y para en todos los
tiempos, y para en todos los hombres, no sólo en todos los que son justos, mas
en todos los demás que no lo son, y lo podrían ser si quisiesen, no sólo en los
que nacerán en el mundo, mas en todos los que podrían nacer en otros mundos sin
cuento, convino y fue menester que todos los géneros y especies del mal actual
-lo de original, lo de imaginación, lo del hecho, lo que es y lo que camina a
que sea, lo que será y lo que pudiera ser por el tiempo, lo que pecan los que
son y lo que los pasados pecaron, los pecados venideros y los que, si infinitos
hombres nacieran, pudieran suceder y venir; finalmente, todo ser, todo asomo,
toda sombra de maldad o malicia- estuviese tan lejos de Él, cuanto las
tinieblas de la luz, la verdad de la mentira, de la enfermedad la medicina,
están lejos.
Y convino que fuese un
tesoro de inocencia y limpieza, porque era y había de ser el único manantial de
ella, riquísimo. Y, como en el sol, por más que penetréis por su cuerpo, no
veréis sino una apurada pureza de resplandor y de lumbre, porque es de las
luces y resplandores la fuente, así en este Sol de justicia, de donde manó todo
lo que es rectitud y verdad, no hallaréis, por más que lo divida y penetre el
ingenio, por más que desmenuce sus partes, por más agudamente que las examine y
las mire, sino una sencillez pura y una rectitud sencilla, una pureza limpia,
que siempre está bullendo en pureza, una bondad perfecta entrañada en cuerpo y
en alma, y en todas las potencias de ambos, en los tuétanos de ellos, que por
todos ellos lanza rayos de sí. Porque veamos cada parte de Cristo, y veremos
cómo cada una de ellas no sólo está bañada en la limpieza que digo, mas sirve
para ella y la ayuda.
En Cristo consideramos
cuerpo y consideramos alma; y en su alma podemos considerar lo que es en sí
para el cuerpo, y los dones que tiene en sí por gracia de Dios, y el estar
unida con la propia persona del Verbo.
Y cuanto a lo primero
del cuerpo, como unos cuerpos sean de su mismo natural más bien inclinados que
otros, según sus composturas y formas diferentes, y según la templanza
diferente de sus humores (que unos son de suyo coléricos, otros mansos, otros
alegres y otros tristes, unos honestos y vergonzosos, otros poco honestos y mal
inclinados, modestos unos y humildes, otros soberbios y altivos), cosa fuera de
toda duda es que el cuerpo de Cristo, de su misma cosecha, era de inclinaciones
excelentes, y en todas ellas fue loable, honesto, hermoso y excelente. Que se
convence, así de la materia de que se compuso como del artífice que le fabricó.
Porque la materia fue la
misma pureza de la sangre santísima de la Virgen, criada y encerrada en sus
limpias entrañas. De la cual habemos de entender que, aun en la ley de sangre,
fue la más apurada, y la más delgada y más limpia, y más apta para criarla, y
más ajena de todo afecto bruto, y de más buenas calidades de todas. Porque,
allende de lo que el alma puede obrar y obra en los humores del cuerpo, que sin
duda los altera y califica según sus afectos, y que, por esta parte, el alma
santísima de la Virgen hacía santidad en su sangre, y sus inclinaciones
celestiales de ella, y los bienes del cielo sin cuento que en sí tenía la
espiritualizaban y santificaban en una cierta manera, así que, allende de esto,
de suyo era la flor de la sangre, quiero decir, la sangre más ajena de las
condiciones groseras del cuerpo, y más adelgazada en pureza que en género de
sangre, después de la de su Hijo, jamás hubo en la tierra.
Porque se ha de entender
que todas las santificaciones y purificaciones y limpiezas de la ley de Moisés,
el comer estos manjares y no aquéllos, los lavatorios, los ayunos, el tener en
cuenta en los días, todo se ordenó para que adelgazando y desnudando de sus
afectos brutos la sangre y los cuerpos, y de unos en otros apurándose siempre
más, como en el arte del destilar acontece, viniese últimamente una doncella a
hacer una sangre virginal por todo extremo limpísima, que fuese material del
cuerpo, purísimo sobre todo extremo, de Cristo. Y todo aquel artificio viejo y
antiguo fue como un destilatorio que, de un licor puro sacando otro más puro,
por medio de fuego y vasos diferentes, llegue a la sutileza y pureza postrera.
Así que la sangre de la
Virgen fue la flor de la sangre, de que se compuso todo el cuerpo de Cristo.
Por donde, aun en ley de cuerpo y por parte de su misma materia, fue inclinado
al bien perfectamente y del todo. Y no sólo esta sangre virginal le compuso
mientras estuvo en el vientre sagrado, mas, después que salió de él, le
mantuvo, vuelta en leche en los pechos santísimos. De donde la divina Virgen,
aplicando a ellos a su Hijo de nuevo, y enclavando en Él los ojos y mirándole,
y siendo mirada de él, dulcemente encendida o, a la verdad, abrasada en nuevo y
castísimo amor, se la daba, si decir se puede, más santa y más pura. Y como se
encontraban por los ojos las dos almas bellísimas, y se trocaban los espíritus
que hacen paso por ellos con los del Hijo, deificada la Madre más, daba al Hijo
más deificada su leche. Y como en la Divinidad nace luz del Padre, que es luz,
así también cuanto a lo que toca a su cuerpo, nace, de pureza, pureza.
Y si esto es cuanto a la
materia de que se compone, ¿qué podremos decir por parte del Artífice que le
compuso? Porque, como los otros cuerpos humanos los componga la virtud del
varón, que la madre con su calor contiene en su vientre, en este edificio del
santísimo cuerpo de Cristo, el Espíritu Santo hizo las veces de esta virtud, y
formó por su mano Él, y sin que interviniese otro ninguno, este cuerpo. Y si
son perfectas todas las obras que Dios hace por sí, ésta que hizo para sí, ¿qué
será? Y si el vino que hizo en las bodas fue vino bonísimo, porque sin medio de
otra causa le hizo del agua Dios por su poder, a quien toda la materia, por
indispuesta que sea, obedece enteramente sin resistencia, ¿qué pureza, qué
limpieza, qué santidad tendrá el cuerpo que fabricó el infinitamente Santo, de
materia tan santa?
Cierto es que le amasó
con todo el extremo de limpieza posible, quiero decir, que le compuso, por una
parte, tan ajeno de toda inclinación o principio o estreno de vicio, cuanto es
ajena de las tinieblas la luz; y, por otra, tan hábil, tan dispuesto, tan
hecho, tan de sí inclinado a todo lo bueno, lo honesto, lo decente, lo
virtuoso, lo heroico y divino, cuanto, sin dejar de ser cuerpo en todo género
de pasibilidad, se sufría.
Y de esto mismo se ve
cuánto era, de su cosecha, pura su alma, y de su natural inclinada a toda excelencia
de bien, que es la otra fuente de esta inocencia y limpieza de que platicamos
ahora. Porque, como sabéis, Juliano, en la filosofía cierta, las almas de los
hombres, aunque sean de una especie todas, pero son más perfectas en sí y en su
sustancia unas que otras, por ser de su natural hechas para ser formas de
cuerpos, y para vivir en ellos, y obrar por ellos, y darles a ellos el obrar y
el vivir. Que como no son todos los cuerpos hábiles en una misma manera para
recibir este influjo y acto del alma, así las almas no son todas de igual
virtud y fuerza para ejecutar esta obra, sino medida cada una para el cuerpo
que la naturaleza le da.
De manera que, cual es
la hechura y compostura y habilidad de los cuerpos, tal es la fuerza y poderío
natural para ellos del alma, y según lo que en cada cuerpo y por el cuerpo
puede ser hecho, así cría Dios hecha y trazada y ajustada cada alma. Que
estaría como violentada si fuese al revés. Y si tuviese más virtud de informar
y dar ser de lo que el cuerpo, según su disposición, sufre ser informado, no
sería nudo natural y suave el del alma y del cuerpo, ni sería su casa del alma
la carne fabricada por Dios para su perfección y descanso, sino cárcel para
tormento y mazmorra. Y como el artífice que encierra en oro alguna piedra
preciosa la conforma a su engaste, así Dios labra las ánimas y los cuerpos de
manera que sean conformes, y no encierra ni engasta ni enlaza en un cuerpo
duro, y que no puede ser reducido a alguna obra, un alma muy virtuosa y muy
eficaz para ella, sino, pues los casa, aparéalos, y pues quiere que vivan
juntos, ordena cómo vivan en paz. Y como vemos en la lista de todo lo que tiene
sentido, y en todos sus grados, que, según la dureza mayor o menor de la
materia que los compone, y según que está organizada y como amasada mejor, así
tienen unos animales naturalmente ánima de más alto y perfecto sentido (que de
suyo y en sí misma la ánima de la concha es más torpe que la del pez, y el
ánima de las aves es de más sentido que las de los que viven en el agua; y, en
la tierra, la de las culebras es superior al gusano, y la del perro a los
topos, y la de los caballos al buey, y la de los simios a todos), y pues vemos
en una especie de cuerpos humanos tantas y tan notables diferencias de humores,
de complexiones, de hechuras, que, con ser de una especie todos, no parecen ser
de una masa, justamente diremos, y será muy conforme a razón, que sus almas,
por aquella parte que mira a los cuerpos, están hechas en diferencias diversas,
y que son de un grado en espíritu, y más o menos perfectas en razón de ser
formas.
Pues si hay este
respecto y condición en las almas, la de Cristo, fabricada de Dios para ser la
del más perfecto cuerpo, y mas dispuesto y más hábil para toda manera de bien
que jamás se compuso, forzosamente diremos que de suyo y de su naturaleza misma
está dotada sobre todas las otras de maravillosa virtud y fuerza para toda
santidad y grandeza, y que no hubo género ni especie de obras, o morales o
naturales, perfectas y hermosas, a que, así como su cuerpo de Cristo era hábil,
así no fuese de suyo valerosa su alma. Y como su cuerpo estaba dispuesto y fue
sujeto naturalmente apto para todo valor, así su alma por la natural perfección
y vigor que tenía, aspiró siempre a todo lo excelente y perfecto.
Y como aquel cuerpo era
de suyo honestísimo y templado de pureza y limpieza, así el alma que se crió
para él era de su cosecha esforzada a lo honesto. Y como la compostura del
cuerpo era para mansedumbre dispuesta, así el alma de su misma hechura era
mansa y humilde. Y como el cuerpo por el concierto de sus humores era hecho
para gravedad y mesura, así el alma de suyo era alta y gravísima. Y como de sus
calidades era hábil el cuerpo para lo fuerte y constante, así el alma de su
vigor natural era hábil para lo generoso y valiente. Y finalmente, como el
cuerpo era hecho para instrumento de todo bien, así el alma tuvo natural
habilidad para ser ejecutora de toda grandeza, esto es, tuvo lo sumo en la
perfección de toda la latitud de su especie.
Y si, por su natural
hechura, era aquesta sacratísima alma tan alta y tan hermosa, tan vigorosa y
tan buena, ¿qué podremos decir de ella con lo que en ella la gracia sobrepone y
añade? Que si es condición de los bienes del cielo, cualesquiera que ellos
sean, mejorar aun en lo natural su sujeto, y la semilla de la gracia, en la
buena tierra puesta, da ciento por uno, en naturales no sólo tan corregidos,
sino tan perfectos de suyo y tan santos, ¿qué hará tanta gracia? Porque ni hay
virtud heroica, ni excelencia divina, ni belleza de cielo, ni dones y grandezas
de espíritu, ni ornamento admirable y nunca visto, que no resida en su alma y
no viva en ella sin medida ni tasa.
Que, como San Juan dice:
«No le dio Dios con mano limitada su espíritu.»Y como el Apóstol dice: «Mora en
Él la plenitud de la Divinidad toda.» E Isaías: «Y reposará sobre Él el
espíritu del Señor.» Y en el Salmo: «Tu Dios te ungió, oh Dios, con unción de
alegría sobre todos tus particioneros.» Y con grande razón puso más en Él que
juntos en todos, pues eran particioneros suyos, esto es, pues había de venir
por Él a ellos, y habían de ser ricos de sus migajas y sobras. Porque la gracia
y la virtud divina que el alma de Cristo atesora, no sólo era mayor en grandeza
que las virtudes y gracias finitas, y hechas una, de todos los que han sido
justos, y son ahora y serán adelante, mas es fuente de donde manaron ellas, que
no se disminuye enviándolas, y que tiene manantiales tan no agotables y ricos,
que en infinitos hombres más, y en infinitos mundos que hubiese, podría derramar
en todos y sobre todos excelencia de virtud y justicia, como un abismo
verdadero de bien.
Y como este mundo
criado, así en lo que se nos viene a los ojos como en lo que nos encubre su
vista, está variado y lleno de todo género y de toda especie y diferencias de
bienes, así esta divina alma, para quien y para cuyo servicio esta máquina
universal fue criada, y que es, sin ninguna duda, mejor que ella y más
perfecta, en sí abraza y contiene lo bueno todo, lo perfecto, lo hermoso, lo
excelente y lo heroico, lo admirable y divino. Y como el divino Verbo es una
imagen del Padre viva y expresa, que contiene en sí cuantas perfecciones Dios
tiene, así esta alma soberana que, como a Él más cercana y enlazada con Él, y
que, no sólo de continuo, mas tan de cerca le mira y se remira en Él, y se
espeja, y, recibiendo en sí sus resplandores divinos, se fecunda y figura y
viste, y engrandece y embellece con ellos, y traspasa a sí sus rayos cuanto es
a la criatura posible, y le, remeda y se asemeja, y le retrae tan al vivo que,
después de Él, que es la imagen cabal, no hay imagen de Dios como el alma de
Cristo. Y los querubines más altos, y todos juntos y hechos uno los ángeles,
son rascuños imperfectos, y sombras oscurísimas, y verdaderamente tinieblas en
su comparación.
¿Qué diré, pues, de lo
que se añade y sigue a esto, que es el lazo que con el Verbo divino tiene, y la
personal unión? Que ella sola, cuando todo lo demás faltara, es justicia y
riqueza inmensa. Porque ayuntándose el Verbo con aquella dichosa alma, y por
ella también con el cuerpo, así la penetra toda y embebe en sí mismo, que con
suma verdad no sólo mora Dios en Él, mas es Dios aquel hombre, y tiene aquella
alma en sí todo cuanto Dios es: su ser, su saber, su bondad, su poder. Y no
solamente en sí lo tiene, mas tan enlazado y tan estrechamente unido consigo
mismo, que ni puede desprenderse de Él o desenlazarse, ni es posible que,
mientras de Él presa estuviere, o con Él unida en la manera que digo, no viva y
se conserve en suma perfección de justicia. Que, como el hierro que la fragua
enciende, penetrado y poseído del fuego, y que parece otro fuego, siempre que
está en la hornaza es y parece así, y, si de ella no pudiese salir, no tendría,
ni tener podría, ni otro parecer ni otro ser, así lanzada toda aquella feliz
humanidad y sumida en el abismo de Dios, y poseída enteramente y penetrada por
todos sus poros de aquel fuego divino, y firmado con no mudable ley que ha de
ser así siempre, es un hombre que es Dios, y un hombre que será Dios cuanto
Dios fuere; y cuanto está lejos de no lo ser, tanto está apartada de no tener
en su alma toda inocencia y rectitud y justicia.
Que como ella es
medianera entre Dios y su cuerpo (porque con él se ayunta Dios por medio del
alma) y como los medios comunican siempre con los extremos y tienen algo de la
naturaleza de ambos, por eso el alma de Cristo que, como forma de la carne,
dice con ella y se le avecina y allega, como mente criada para unirse y
enlazarse con Dios, y para recibir en sí y derivar de sí en su cuerpo, así
natural como místico, los influjos de la divinidad, fue necesario que se
asemejase a Dios, y se levantase en bondad y justicia más ella sola que juntas
las criaturas. Y convino que fuese un espejo de bien, y un dechado de aquella
suma bondad, y un sol encendido y lleno de aquel sol de justicia, y una luz de
luz, y un resplandor de resplandor, y un piélago de bellezas cebado de un
abismo bellísimo. Y rodeado y enriquecido con toda aquesta hermosura, y
justicia y inocencia y mansedumbre, nuestro santo Cordero como tal, y para serlo cabalmente y del
todo, se hizo nuestro único y perfecto sacrificio, aceptando y padeciendo, por
darnos justicia y vida, muerte afrentosa en la cruz. En que se ofrece a la
lengua infinito; mas digamos sólo el cómo fue sacrificio, y la forma de esta
expiación. Que cuando San Juan de este Cordero dice que «quita los pecados del mundo», no
solamente dice que los quita, sino que, según la fuerza de la propia palabra,
así los quita de nosotros, que los carga sobre sí mismo y les hace como suyos,
para ser Él castigado por ellos y que quedásemos libres. De manera que cuanto
al cómo fue sacrificio, decimos que lo fue no solamente padeciendo por nuestros
pecados, sino tomando primero a nosotros y a nuestros pecados en sí, y
juntándolos consigo y cargándose de ellos, para que, padeciendo Él, padeciesen
los que con Él estaban juntos, y fuesen allí castigados. En que es gran
maravilla que, si padeciéramos en nosotros mismos, doliéranos mucho y
valiéranos poco. Y más: como acaece a los árboles que son sin fruto en el suelo
do nacen, y trasplantados de él fructifican, así nosotros, traspasados en
Cristo, morimos sin pena, y fuenos fructuosa la muerte. Que la maldad de
nuestra culpa había pasado tan adelante en nosotros, y extendídose y cundido
tanto en el alma, que lo tenía estéril todo y inútil, y no se quitaba la culpa
sino pagando la pena, y la pena era muerte.
De manera que, por una
parte, nos convenía morir, y por otra, siendo nuestra, era inútil la muerte. Y
así fue necesario no sólo que otro muriese, sino también que muriésemos
nosotros en otro que fuese tal y tan justo que, por ser en él, tuviese tanto
valor nuestra muerte, que nos acarrease la vida. Y como esto era necesario, así
fue lo primero que hizo el Cordero en sí, para ser propiamente nuestro sacrificio.
Que, como en la ley vieja, sobre la cabeza de aquel animal con que limpiaba sus
pecados el pueblo, en nombre de él ponía las manos el sacerdote y decía que
cargaba en ella todo lo que su gente pecaba, así Él, porque era también
sacerdote, puso sobre sí mismo las culpas y las personas culpadas, y las ayuntó
con su alma, como en lo pasado se dijo por una manera de unión espiritual e
inefable con que suele Dios juntar muchos en uno, de que los hombres
espirituales tienen mucha noticia. Con la cual unión encerró Dios en la
humanidad de su Hijo a los que, según su ser natural, estaban de ella muy
fuera, y los hizo tan unos con Él, que se comunicaron entre sí y a veces, sus
males y sus bienes y sus condiciones; y, muriendo Él, morimos de fuerza nosotros;
y, padeciendo el Cordero, padecimos en Él y pagamos la pena que debíamos por
nuestros pecados. Los cuales pecados, juntándonos Cristo consigo por la manera
que he dicho, los hizo como suyos propios, según que en el Salmo dice: «Cuán
lejos de mi salud las voces de mis delitos.» Que llama delitos suyos los
nuestros, porque, de hecho, así a ellos como a los autores de ello, tenía sobre
los hombros puestos, y tan allegados a sí mismo y tan juntos, que se le pegaron
las culpas de ellos, y le sujetaron al azote y al castigo y a la sentencia
contra ellos dada por la justicia divina. Y pudo tener en Él asiento lo que no
podía ser hecho ni obrado por Él. En que se consideran con nueva maravilla dos
cosas: la fuerza del amor y la grandeza de la pena y dolor. El amor, que pudo
en un sujeto juntar los extremos de justicia y de culpa; la pena, que nacería
en un alma tan limpia cuando se vio, no solamente vecina, sino tan por suya
tanta culpa y torpeza. Que sin duda, si bien se considera, veremos ser ésta una
de las mayores penas de Cristo, y, si no me engaño, de dos causas que le
pusieron en agonía y en sudor de sangre en el huerto, fue ésta la una.
Porque, dejando aparte
el ejército de dolores que se le puso delante, y la fuerza que en vencerlos
puso, de que dijimos arriba, ¿qué sentimiento sería -¡qué digo, sentimiento!-,
qué congoja, qué ansia, qué basca cuando el que es en sí la misma santidad y
limpieza, y el que conoce la fealdad del pecado cuanto conocida ser puede, y el
que la aborrece y desama cuanto ama su justicia y cuanto a Dios mismo, a quien
ama con amor infinito, vio que tanta muchedumbre de culpas (cuantas son todas
las que desde el principio hasta el fin cometen los hombres), tan graves, tan
enormes, tan feas, y con tantos modos y figuras torpes y horribles, se le
entraban por su casa y se le avecinaban al alma, y la cercaban y rodeaban y
cargaban sobre ella, y verdaderamente se le apegaban y hacían como suyas, sin
serlo ni haberlo podido ser?
¡Qué agonía y qué
tormento tan grande, quien aborreció tanto este mal, y quien veía a los ojos
cuánto de Dios aborrecido era y huido, verse de él tan cargado; y verse leproso
el que en ese mismo tiempo era la salud de la lepra; y como vestido de
injusticia y maldad el que en ese mismo tiempo es justicia; y herido y azotado
y como desechado de Dios, el que en esa misma hora sanaba las heridas nuestras,
y era el descanso del Padre! Así que fue caso de terrible congoja el unir
consigo Cristo, purísimo, inocentísimo y justísimo, tantos pecadores y culpas,
y el vestirse tal rey, de tanta dignidad, de nuestra vejez y vileza.
Y eso mismo que fue
hacerse Cordero de
sacrificio, y poner en sí las condiciones y cualidades debidas al Cordero que, sacrificado, limpiaba, fue en
cierta manera un gran sacrificio. Y disponiéndose para ser sacrificado, se
sacrificaba de hecho con el fuego de la congoja que de tan contrarios extremos
en su alma nacía; y, antes de subir a la cruz, le era cruz esa misma carga que
para subir a ella sobre sus hombros ponía. Y subido y enclavado en ella, no le rasgaban
tanto ni lastimaban sus tiernas carnes los clavos, cuanto le traspasaban con
pena el corazón la muchedumbre de malvados y de maldades que ayuntados consigo
y sobre sus hombros tenía; y le era menos tormento el desatarse su cuerpo que
el ayuntarse en el mismo templo de la santidad tanta y tan grande torpeza. A la
cual, por una parte, su santa ánima la abrazaba y recogía en sí para deshacerse
por el infinito amor que nos tiene; y, por otra, esquivaba y rehuía su vecindad
y su vista, movido de su infinita limpieza, y así peleaba y agonizaba y ardía,
como sacrificio aceptísimo; y en el fuego de su pena consumía eso mismo que con
su vecindad le penaba, así como lavaba con la sangre que por tantos vertía esas
mismas mancillas que la vertían, a que, como si fueran propias, dio entrada y
asiento en su casa. De suerte que, ardiendo Él, ardieron en Él nuestras culpas,
y bañándose su cuerpo de sangre, se bañaron en sangre los pecadores, y muriendo
el Cordero,
todos los que estaban en Él, por la misma razón, pagaron lo que el rigor de la
ley requería. Que como fue justo que la comida de Adán, porque en sí nos tenía,
fuese comida nuestra, y que su pecado fuese nuestro pecado, y que,
emponzoñándose él, nos emponzoñásemos todos, así fue justísimo que, ardiendo en
la ara de la cruz y sacrificándose este dulce Cordero, en quien estaban encerrados y como hechos
uno todos los suyos, cuanto es de su parte quedasen abrasados todos y limpios.
De lo cual, Juliano,
veréis con cuánta razón se llama Cristo Cordero, que fue lo que al principio declarar propuse. Y según
lo mucho que hay que decir, he declarado algún tanto. Pasemos, si os parece, al
nombre de Amado, que, pues
tan agradable le fue a Dios el sacrificio de nuestro santo Cordero, sin duda fue amado y lo es por extraordinaria
manera.
Viendo Marcelo que daban
muestras los dos de gustar que pasase adelante, cobrando un poco de aliento,
prosiguió diciendo:
Amado
Trátase
del nombre el Amado,
que se te da a Cristo en la Sagrada Escritura, y explícanse las finezas de amor
con que los suyos le aman
Y porque, Sabino, veáis que no me pesa de
obedeceros, y porque no digáis, como soléis, que siempre os cuesta lo que me
oís muchos ruegos, primero que diga del nombre que señalasteis, quiero decir de
un otro nombre de Cristo, que las últimas palabras de Juliano, en que dijo ser
Él lo que Dios en todas las cosas ama, me le trajeron a la memoria, y es
el Amado, que así le
llama la Sagrada Escritura en diferentes lugares.
-Maravilla es veros tan
liberal, Marcelo -dijo Sabino entonces-, mas proseguid en todo caso, que no es
de perder una añadidura tan buena.
-Digo, pues -prosiguió
luego Marcelo-, que es llamado Cristo el Amado en la Santa Escritura, como parece por
lo que diré. En el libro de los Cantares, la aficionada Esposa le llama con este nombre casi
todas las veces; Isaías, en el capítulo quinto, hablando de Él mismo y con Él
mismo, le dice: «Cantaré al Amado el cantar de mi tío a su viña.» Y acerca del mismo
profeta, en el capítulo veintiséis, donde leemos: «Como la que concibió, al
tiempo del parto vocea herida de sus dolores, así nos acaece delante tu cara.»
La antigua traslación de los griegos lee de esta manera: «Así nos aconteció con
el Amado.» Que, como
Orígenes declara, es decir que el Amado, que es Cristo concebido en el alma, la hace sacar a luz
y parir, lo que causa grave dolor en la carne, y lo que cuesta, cuando se pone
por obra, agonía y gemidos, como es la negación de sí mismo. Y David, al Salmo
cuarenta y cuatro, en que celebra los loores y los desposorios de Cristo, le
intitula Cantar del Amado. Y San Pablo le llama el hijo del amor, por esta misma razón.
Y el mismo Padre celestial, acerca de San Mateo, le nombra su Amado y su Hijo. De manera que es nombre de
Cristo éste, y nombre muy digno de Él, y que descubre una su propiedad muy rara
y muy poco advertida.
Porque no queremos decir
ahora que Cristo es amable o que es merecedor del amor, ni queremos engrandecer
su muchedumbre de bienes con que puede aficionar a las almas, que eso es un
abismo sin suelo y no es lo propio que en este nombre se dice. Así que no
queremos decir que se le debe a Cristo amor infinito, sino decir que es Cristo
el Amado, esto es,
el que antes ha sido y ahora es y será para siempre la cosa más amada de todas.
Y, dejando aparte el derecho, queremos decir del hecho y de lo que pasa en
realidad de verdad, que es lo que propiamente importa este nombre, no menos
digno de consideración que los demás nombres de Cristo. Porque así como es
sobre todo lo que comprende el juicio la grandeza de razones por las cuales
Cristo es amable, así es cosa que admira la muchedumbre de los que siempre le
amaron, y las veras y las finezas nunca oídas de amor con que los suyos le aman.
Muchos merecen ser amados y no lo son, o lo son mucho menos de lo que merecen,
mas a Cristo, aunque no se le puede dar el amor que se debe, diosele siempre el
que es posible a los hombres. Y si de ellos levantamos los ojos y ponemos en el
cielo la vista, es amado de Dios todo cuanto merece, y así es llamado
debidamente el Amado, porque ni
una criatura sola, ni todas juntas las criaturas, son de Dios tan amadas, y
porque Él solo es el que tiene verdaderos amadores de sí. Y aunque la prueba de
este negocio es el hecho, digamos primero del dicho, y, antes que vengamos a
los ejemplos, descubramos las palabras que nos hacen ciertos de esta verdad, y
las profecías que de ella hay en los libros divinos.
Porque lo primero,
David, en el Salmo en que trata del reino de este su Hijo y Señor, profetiza
como en tres partes esta singularidad de afición con que Cristo había de ser de
los suyos querido. Que primero dice: «Adorarle han los reyes todos, todas las
gentes le servirán.» Y después añade: «Y vivirá, y daránle del oro de Sabá, y
rogarán siempre por Él; bendecirle han todas las gentes.» Y a la postre
concluye: «Y será su nombre eterno, perseverará allende del sol su nombre;
bendecirse han todos en Él, y daránle bienandanzas.» Que como esta afición que
tienen a Cristo los suyos es rarísima por extremo, y David la contemplaba
alumbrado con la luz de profeta, admirándose de su grandeza y queriendo
decirla, usó de muchas palabras porque no se decía con una. Que dice que la
fuerza del amor para con Cristo, que reinaría en los ánimos fieles, les
derrocaría por el suelo el corazón adorándole, y los encendería con cuidado
vivo para servirle, y les haría que le diesen todo su corazón hecho oro, que es
decir hecho amor, y que fuese su deseo continuo rogar que su reino creciese, y
que se extendiese más y allende su gloria, y que les daría un corazón tan
ayuntado y tan hecho uno con Él, que no rogarían al Padre ninguna cosa que no
fuese por medio de Él, y que del hervor del ánimo les saldría el ardor a la
boca que les bulliría siempre en loores, a quien ni el tiempo pondría silencio,
ni fin el acabarse los siglos, ni pausa el sol cuando él se parare, sino que
durarían cuanto el amor que los hace, que sería perpetuamente y sin fin. El
cual mismo amor les sería causa a los mismos para que ni tuviesen por bendito
lo que Cristo no fuese, ni deseasen bien, ni a otro ni a sí, que no naciese de
Cristo, ni pensasen haber alguno que no estuviese en Él, y así juzgasen y
confesasen ser suyas todas las buenas suertes y las felices venturas.
También vio estos
extremos de amor, con que amarían a Cristo los suyos, el patriarca Jacob,
estando vecino a la muerte, cuando profetizando a José, su hijo, sus buenos
sucesos, entre otras cosas le dice: «Hasta el deseo de los collados eternos.»
Que por cuanto le había bendecido, y juntamente profetizado que en él y en su
descendencia florecerían sus bendiciones con grandísimo efecto, y por cuanto
conocía que al fin había de perecer toda aquella felicidad en sus hijos, por la
infidelidad de ellos, al tiempo que naciese Cristo en el mundo, añadió, y no
sin lástima, y dijo: «Hasta el deseo de los eternos collados.» Como diciendo
que su bendición en ellos tendría suceso hasta que Cristo naciese.
Que así como cuando
bendijo a su hijo Judas le dijo que mandaría entre su gente y tendría el cetro
del reino hasta que viniese el Silo, así ahora pone límite y término a la prosperidad de
José en la venida del que llama deseo. Y como allí llama a Cristo Silo por encubierta y rodeo,
que es decir el enviado o el hijo de ella, o el dador de la abundancia y de la
paz, que todas son propiedades de Cristo, así aquí le nombra el deseo de los collados eternos, porque los
collados eternos aquí son todos aquellos a quienes la virtud ensalzó, cuyo
único deseo fue Cristo. Y es lástima, como decía, que hirió en este punto el
corazón de Jacob con sentimiento grandísimo, que viniese a tener fin la
prosperidad de sus hijos cuando salía a la luz la felicidad deseada y amada de
todos, y que aborreciesen ellos para su daño lo que fue el suspiro y el deseo
de sus mayores y padres, y que se forjasen ellos por sus manos su mal en el
bien que robaba para sí todos los corazones y amores.
Y lo que decimos deseo aquí, en el original es una palabra que
dice una afición que no reposa y que abre de continuo el pecho con ardor y
deseo. Por manera que es cosa propia de Cristo, y ordenada para sólo Él, y
profetizada de Él antes que naciese en la carne, el ser querido y amado y
deseado con excelencia como ninguno jamás ha sido ni querido ni deseado ni
amado. Conforme a lo cual fue también lo de Ageo, que hablando de aqueste
general objeto de amor y de este señaladamente querido, y diciendo de las
ventajas que había de hacer el templo segundo, que se edificaba cuando él
escribía, al primer templo que edificó Salomón y fue quemado por los caldeos,
dice, por la más señalada de todas, que «vendría a él el deseado de todas las
gentes, y que le henchiría de gloria.» Porque así como el bien de todos colgaba
de su venida, así le dio por suerte Dios que los deseos e inclinaciones y
aficiones de todos se inclinasen a Él. Y esta suerte y condición suya, que el
Profeta miraba, la declaró llamándole el deseado de todos.
Mas ¿por ventura no
llegó el hecho a lo que la profecía decía, y Él, de quien se dice que sería
el deseado y amado, cuando salió a luz no lo fue? Es cosa que admira lo que
acerca de esto acontece, si se considera en la manera que es. Porque lo primero
puédese considerar la grandeza de una afición en el espacio que dura, que esa
es mayor la que comienza primero, y siempre persevera continua, y se acaba o
nunca o muy tarde. Pues si queremos confesar la verdad, primero que naciese en
la carne Cristo, y luego que los hombres o luego que los ángeles comenzaron a
ser, comenzó a prender en sus corazones de ellos su deseo y su amor. Porque,
como altísimamente escribe San Pablo, cuando Dios primeramente introdujo a su
Hijo en el mundo, se dijo: «Y adórenle todos sus ángeles.» En que quiere
significar y decir que, luego y en el principio que el Padre sacó las cosas a
luz y dio ser y vida a los ángeles, metió en la posesión de ello a Cristo, su
Hijo, como a heredero suyo y para quien se crió, notificándoles algo de lo que
tenía en su ánimo acerca de la Humanidad de Jesús, señora que había de ser de
todo y reparadora de todo, a la cual se la propuso como delante los ojos, para
que fuese su esperanza y su deseo y su amor.
Así que, cuanto son
antiguas las cosas, tan antiguo es ser Jesucristo amado de ellas, y, como si
dijésemos, en sus amores de Él se comenzaron los amores primeros, y en la
afición de su vista se dio principio al deseo, y su caridad se entró en los
pechos angélicos, abriendo la puerta ella antes que ningún otro que de fuera
viniese. Y en la manera que San Juan le nombra «Cordero sacrificado desde el
origen del mundo», así también le debemos llamar bien amado y deseado desde
luego que nacieron las cosas; porque así como fue desde el principio del mundo
sacrificado en todos los sacrificios que los hombres a Dios ofrecieron desde
que comenzaron a ser, porque todos ellos eran imagen del único y grande
sacrificio de este nuestro Cordero, así en todos ellos fue este mismo Señor
deseado y amado. Porque todas aquellas imágenes, y no solamente aquellas de los
sacrificios, sino otras innumerables que se compusieron de las obras y de los
sucesos y de las personas de los padres pasados, voces eran que testificaban
este nuestro general deseo de Cristo, y eran como un pedírsele a Dios,
poniéndole devota y aficionadamente tantas veces su imagen delante. Y como los
que aman una cosa mucho, en testimonio de cuánto la aman, gustan de hacer su
retrato y de traerlo siempre en las manos, así el hacer los hombres tantas
veces y tan desde el principio imágenes y retratos de Cristo, ciertas señales
eran del amor y el deseo de Él que les ardía en el pecho. Y así las presentaban
a Dios para aplacarle con ellas, que las hacían también para manifestar en
ellas su fe para con Cristo y su deseo secreto.
Y este deseo y amor de
Cristo, que digo que comenzó tan temprano en hombres y en ángeles, no feneció
brevemente; antes se continuó con el tiempo y persevera hasta ahora, y llegará
hasta el fin y durará cuando la edad se acabare, y florecerá fenecidos los
siglos, tan grande y tan extendido cuanto la eternidad es grande y se extiende,
porque siempre hubo y siempre hay y siempre ha de haber almas enamoradas de
Cristo. Jamás faltarán vivas demostraciones de este bienaventurado deseo;
siempre sed de Él, siempre vivo el apetito de verle, siempre suspiros dulces,
testigos fieles del abrasamiento del alma. Y como las demás cosas, para ser
amadas, quieran primero ser vistas y conocidas, a Cristo le comenzaron a amar
los ángeles y los hombres sin verle y con solas sus nuevas. Las imágenes y las
figuras suyas, o, diremos mejor aún, las sombras oscuras que Dios les puso
delante y el rumor sólo suyo y su fama, les encendió los espíritus con
increíbles ardores. Y por eso dice divinamente la Esposa: «En el olor de tus
olores corremos, las doncellicas te aman.» Porque sólo el olor de este gran
bien, que tocó en los sentidos recién nacidos y como donceles del mundo, les
robó por tal manera las almas, que las llevó en su seguimiento encendidas. Y
conforme a esto es también lo que dice el Profeta: «Esperamos en Ti; tu nombre
y tu recuerdo, deseo del alma; mi alma te deseó en la noche.» Porque en la
noche, que es, según Teodoreto declara, todo el tiempo desde el principio del
mundo hasta que amaneció Cristo en él como luz, cuando a malas penas se
divisaba, llevaba a sí los deseos; y su nombre, apenas oído, y unos como rastros
suyos impresos en la memoria, encendían las almas.
Mas ¿cuántas almas?,
pregunto. ¿Una o dos, o a lo menos no muchas? Admirable cosa es los ejércitos
sinnúmero de los verdaderos amadores que Cristo tiene y tendrá para siempre. Un
amigo fiel es negocio raro y muy dificultoso de hallar. Que, como el Sabio
dice: «El amigo fiel es fuerte defensa; el que le hallare, habrá hallado un
tesoro.» Mas Cristo halló y halla infinitos amigos, que le aman con tanta fe,
que son llamados los fieles entre todas las gentes, como con nombre propio y
que a ellos solos conviene. Porque en todas las edades del Siglo y en todos los
años de él, y podemos decir que en todas sus horas, han nacido y vivido almas
que entrañablemente le amen. Y es más hacedero y posible que le falte la luz al
sol, que faltar en el mundo hombres que le amen y adoren. Porque este amor es
el sustento del mundo, y el que le tiene como de la mano para que no
desfallezca. Porque no es el mundo más de cuanto se hallare en él que quien por
Cristo se abrase.
Que en la manera como
todo lo que vemos se hizo para fin y servicio y gloria de Cristo, según que
dijimos ayer, así en el punto que faltase en el suelo quien le reconociese y
amase y sirviese, se acabarían los siglos, como ya inútiles para aquello a que
son. Pues si el sol, después que comenzó su carrera, en cada una vuelta suya
produce en la tierra amadores de Cristo, ¿quién podrá contar la muchedumbre de
los que amaron y aman a Cristo?
Y aunque Aristóteles
pregunta si conviene tener uno muchos amigos, y concluye que no conviene -pero
sus razones tienen fuerza en la amistad de la tierra, adonde, como en sujeto no
propio, prende siempre y fructifica con imperfección el amor-, mas esa es la
excelencia de Cristo, y una de las razones por donde le conviene ser amado con
propiedad: que da lugar a que le amen muchos como si le amara uno solo, sin que
los muchos se estorben y sin que Él se embarace en responderse con tantos.
Porque si los amigos, como dice Aristóteles, no han de ser muchos, porque para
el deleite bastan pocos, porque el deleite no es el mantenimiento de la vida,
sino como la salsa de ella, que tiene su límite, en Cristo esta razón no vale,
porque sus deleites, por grandes que sean, no se pueden condenar por exceso.
ue tengan todos una misma alma y espíritu. Y
es fácil y natural que los semejantes y los unos se amen. Y si nosotros no
podemos cumplir con muchos amigos, porque acontecería en un mismo tiempo, como
el mismo filósofo dice, ser necesario sentir dolor con los unos y placer con
los otros, Cristo, que tiene en su mano nuestro dolor y placer, y que nos le
reparte cuando y como conviene, cumple a un mismo tiempo dulcísimamente con
todos. Y puede Él, porque nació para ser por excelencia el Amado, lo que no podemos los hombres, que es amar
a muchos con estrechez y extremo. Que el amor no lo es, si es tibio o mediano,
porque la amistad verdadera es muy estrecha, y así nosotros no valemos sino
para con pocos. Mas Él puede con muchos, porque tiene fuerza para lanzarse en
el alma de cada uno de los que le aman, y para vivir en ella y abrazarse con
ella cuan estrechamente quisiere.
De todo lo cual se
concluye que Cristo, como a quien conviene el ser amado entre todos, y como aquél que es el
sujeto propio del amor verdadero, no solamente puede tener muchos que le amen y
con estrecha amistad, mas debe tenerlos, y así de hecho los tiene porque son
sus amadores sin cuento. ¿No dice en los Cantares la Esposa: «Sesenta son sus reinas y
ochenta sus aficionadas, y de las doncellicas que le aman no hay cuento»? Pues la
Iglesia ¿qué le dice cuando le canta que se recrea entre las azucenas, rodeado
de danzas y de coros de vírgenes?
Mas San Juan, en su
revelación, como testigo de vista, lo pone fuera de toda duda, diciendo que vio
«una muchedumbre de gente que no podía ser contada, que delante del trono de
Dios asistían ante la faz del Cordero, vestidos de vestiduras blancas y con
ramos de palma en las manos.» Y si los aficionados que tiene entre los hombres
son tantos, ¿qué será si ayuntamos con ellos a todos los santos ángeles, que
son también suyos en amor y en fidelidad y en servicio? Los cuales, sin ninguna
comparación, exceden en muchedumbre a las cosas visibles, conforme a lo que
Daniel escribía: que asisten a Dios, y le sirven millares de millares, y de
cuentos y de millares. Cosa, sin duda, no solamente rara y no vista, sino ni
pensada ni imaginada jamás, que sea uno amado de tantos, y que una naturaleza
humana de Cristo ábrase en amor a todos los ángeles, y que se extienda tanto la
virtud de este bien, que encienda afición de sí casi en todas las cosas.
Y porque dije casi en
todas, podemos, Juliano, decir que las que ni juzgan ni sienten, las que
carecen de razón y las que no tienen ni razón ni sentido, apetecen también a
Cristo y se le inclinan amorosamente, tocadas de este su fuego, en la manera
que su natural lo consiente. Porque lo que la Naturaleza hace (que inclina a
cada cosa al amor de su propio provecho sin que ella misma lo sienta), eso obró
Dios, que es por quien la naturaleza se guía, inclinando al deseo de Cristo aun
a lo que no siente ni entiende. Porque todas las cosas guiadas de un movimiento
secreto, amando su mismo bien, le aman también a Él y suspiran con su deseo y
gimen por su venida, en la manera que el Apóstol escribe: «La esperanza de toda
la criatura se endereza a cuándo se descubrirán los hijos de Dios: que ahora
está sujeta a corrupción fuera de lo que apetece, por quien a ello le obliga y
la mantiene con esta esperanza. Porque cuando los hijos de Dios vinieren a la
libertad de su gloria, también esta criatura será libertada de su servidumbre y
corrupción. Que cosa sabida es que todas las criaturas gimen y están como de
parto hasta aquel día.» Lo cual no es otra cosa sino un apetito y un deseo de
Jesucristo, que es el autor de esta libertad que San Pablo dice y por quien
todo vocea. Por manera que se inclinan a Él los deseos generales de todo, y el
mundo con todas sus partes le mira y abraza.
Conforme a lo cual, y
para significación de ello, decía en los Cantares la Esposa que «Salomón hizo para sí una
litera de cedro, cuyas columnas eran de plata, y los lados de la silla de oro,
y el asiento de púrpura, y, en medio, el amor de las hijas de Jerusalén.»
Porque esta litera, en cuyo medio Cristo reside y se asienta, es lo mismo que
este templo del universo, que, como digo, Él mismo hizo para sí en la manera
como para tal Rey convenía, rico y hermoso, y lleno de variedad admirable, y
compuesto, y, como si dijésemos, artizado con artificio grandísimo. En el cual
se dice que anda Él como en litera, porque todo lo que hay en él le trae
consigo, y le demuestra y le sirve de asiento. En todo está, en todo vive, en
todo gobierna, en todo resplandece y reluce. Y dice que está en medio, y
llámale por nombre el amor encendido de las hijas de
Jerusalén, para decir que es el amor de todas las
cosas, así las que usan de entendimiento y razón, como las que carecen de ella
y las que no tienen sentido. Que a las primeras llama hijas de Jerusalén, y en
orden de ellas le nombra amor encendido, para decir que se abrasan amándole
todos los hijos de paz, o sean hombres o ángeles. Y las segundas demuestra por
la litera, y
por las partes ricas que la componen -la caja, las columnas, el recodadero y el
respaldar, y la peana y asiento- respecto de todo lo cual dice que este amor
está en medio,
para mostrar que todo ello le mira, y que, como al centro de todo, su peso de
cada uno le lleva a Él los deseos de todas las partes derecha y fielmente, como
van al punto las rayas desde la vuelta del círculo.
Y no se contentó con
decir que Cristo tiene el medio y el corazón de esta universalidad de las
cosas, para decir que le encierran todas en sí, ni se contentó con llamarle
amor de ellas, para demostrar que todas le aman, sino añadió más, y
llamóle amor encendido con una palabra de tanta significación como es la
original que allí pone, que significa, no encendimiento como quiera, sino
encendimiento grande e intenso y como lanzado en los huesos, y encendimiento
cual es el de la brasa, en que no se ve sino fuego. Y así diremos bien aquí: el
amor abrasado o el amor que convierte en brasa los corazones de sus amigos,
para encarecer así mejor la fineza de los que le aman.
Porque no es tan grande
el número de los amadores que tiene este Amado, con ser tan fuera de todo número como dicho
tenemos, cuanto es ardiente y firme y vivo, y por maravilloso modo entrañable
el amor que le tienen. Porque, a la verdad, lo que más aquí admira es la viveza
y firmeza y blandura, y fortaleza y grandeza de amor con que es amado Cristo de sus amigos. Que personas ha
habido, unas de ellas naturalmente bienquistas, otras que, o por su industria o
por sus méritos, han allegado a sí las aficiones de muchos, otras que,
enseñando sectas y alcanzando grandes imperios, han ganado acerca de las
naciones y pueblos reputación y adoración y servicio. Mas, no digo uno de
muchos, pero ni uno de otro particular íntimo amigo suyo, fue jamás amado con
tanto encendimiento y firmeza y verdad, como Cristo lo es de todos sus
verdaderos amigos, que son, como dicho hemos, sin número.
Que si, como escribe el
Sabio, «el amigo leal es medicina de vida, y hállanle los que temen a Dios; que
el que teme a Dios hallará amistad verdadera, porque su amigo será otro como
él», ¿qué podremos decir de la leal y verdadera amistad de los amigos que Cristo
tiene y de quien es amado, si han de responder a lo que Él ama a Dios, y si le han
de ser semejantes a otros tales como Él? Claro es que, conforme a esta regla
del Sabio, quien es tan verdadero y tan bueno ha de tener muy buenos y muy
verdaderos amigos; y que quien ama a Dios y le sirve según que es hombre, con
mayor intención y fineza que todas las criaturas juntas, es amado de sus amigos más firme y
verdaderamente que lo fue jamás criatura ninguna. Y claro es que el que nos ama
y nos recuesta, y nos solicita y nos busca, y nos beneficia y nos allega a sí y
nos abraza con tan increíble y no oída afición, al fin no se engaña en lo que
hace ni es respondido de sus amigos con amor ordinario.
Y conócese aquesto aún
por otra razón: porque Él mismo se forja los amigos y les pone en el corazón el
amor en la manera que Él quiere. Y cuanto de hecho quiere ser amado de los suyos, tanto los suyos le aman,
pues cierto es que quien ama tanto como Cristo nos ama, quiere y apetece
ser amado de
nosotros por extremada manera. Porque el amor solamente busca y solamente desea
el amor. Y cierto es que, pues nos hace que le seamos amigos, nos hace tales
amigos cuales nos quiere y desea, y que, pues enciende este fuego, le enciende
conforme a su voluntad, vivo y grandísimo.
Que si los hombres y los
ángeles amaran a Cristo de su cosecha, y a la manera de su poder natural, y
según su sola condición y sus fuerzas, que es decir al estilo tosco suyo y
conforme a su aldea, bien se pudiera tener su amor para con Él por tibio y por
flaco. Mas si miramos quién los atiza de dentro, y quién los despierta y
favorece para que le puedan amar, y quién principalmente cría el amor en sus
almas, luego vemos no solamente que es amor de extraordinario metal, sino
también que es incomparablemente ardentísimo, porque el Espíritu Santo mismo,
que es de su propiedad el amor, nos enciende de sí para con Cristo, lanzándose
por nuestras entrañas, según lo que dice San Pablo: «La caridad de Dios nos ha
sido derramada por los corazones por el Espíritu Santo, que nos han dado.»
Pues ¿qué no será, o
cuáles quilates le faltarán, o a qué fineza no allegará el amor que Dios en el
hombre hace, y que enciende con el soplo de su Espíritu propio? ¿Podrá ser
menos que amor nacido de Dios y, por la misma razón, digno de Él, y hecho a la
manera del cielo, adonde los serafines se abrasan? O ¿será posible que la idea,
como si dijésemos, del amor, y el amor con que Dios mismo se ama críe amor en
mí que no sea en firmeza fortísimo, y en blandura dulcísimo, y en propósito determinado
para todo y osado, y en ardor fuego, y en perseverancia perpetuo y en unidad
estrechísimo? Sombra son sin duda, Sabino, y ensayos muy imperfectos de amor,
los amores todos con que los hombres se aman, comparados con el fuego que arde
en los amadores de Cristo, que por eso se llama por excelencia el Amado, porque hace Dios en nosotros, para que le
amemos, un amor diferenciado de los otros amores, y muy aventajado entre todos.
Mas ¿qué no hará por
afinar el amor de Cristo en nosotros quien es Padre de Cristo, quien le ama
como a único Hijo quien tiene puesta en sólo Él toda su satisfacción y su amor?
Que así dice San Pablo de Dios, que Jesucristo es su Hijo de amor, que es
decir, según la propiedad de su lengua, que es el Hijo a quien ama Dios con extremo.
Pues si nace de este divino Padre que amemos nosotros a Cristo, su Hijo, cierto
es que nos encenderá a que le amemos, si no en el grado que Él le ama, a lo
menos en la manera que le ama Él. Y cierto es que hará que el amor de los
amadores de Cristo sea como el suyo, y de aquel linaje y metal único,
verdadero, dulce, cual nunca en la tierra se conoce ni ve: porque siempre mide
Dios los medios con el fin que pretende. Y en que los hombres amen a Cristo, su
Hijo, que les hizo Hombre, no sólo para que les fuese Señor, sino para que
tuviesen en Él la fuente de todo su bien y tesoro; así que en que los hombres
le amen, no solamente pretende que se le dé su debido, sino pretende también
que, por medio del amor, se hagan unos con Él y participen sus naturalezas
humana y divina, para que de esta manera se les comuniquen sus bienes. Como
Orígenes dice: «Derrámase la abundancia de la caridad en los corazones de los
santos para que por ella participen de la naturaleza de Dios, y para que, por
medio de este don del Espíritu Santo, se cumpla en ellos aquella palabra del
Señor: Como Tú, Padre, estás en Mí y Yo en Ti, sean
éstos así unos en nosotros: conviene a saber,
comunicándoseles nuestra naturaleza por medio del amor abundantísimo que les
comunica el Espíritu.»
Pregunto, pues: ¿qué
amor convendrá que sea el que hace una obra tan grande? ¿Qué amistad la que
llega a tanta unidad? ¿Qué fuego el que nos apura de nuestra tanta vileza, y
nos acendra y nos sube de quilates hasta allegamos a Dios? Es, sin duda,
finísimo, y, como Orígenes dice, abundantísimo, el amor que en los pechos
enamorados de Cristo cría el Espíritu Santo. Porque lo cría para hacer en ellos
la mayor y más milagrosa obra de todas, que es hacer dioses a los hombres, y
transformar en oro fino nuestro lodo vil y bajísimo. Y como si en el arte de
alquimia, por sólo el medio del fuego, convirtiese uno en oro verdadero un
pedazo de tierra, diríamos ser aquel fuego extremadamente vivo y penetrable y
eficaz y de incomparable virtud, así el amor con que de los pechos santos es
amado este Amado, y que en
Él los transforma, es sobre todo amor entrañable y vivísimo, y es, no ya amor,
sino como una sed y una hambre insaciable con que el corazón que a Cristo ama
se abraza con Él y se entraña y, como Él mismo lo dice, le come y le traspasa a
las venas.
Que para declarar la
grandeza de él y su ardor, el amar los santos a Cristo llama la Escritura comer
a Cristo. «Los que me comieren, dice, aún tendrán hambre de mí.» Y: «Si no
comiereis mi carne y bebiereis mi sangre, no tendréis vida en vosotros.» Que es
también una de las causas por que dejó en el Sacramento de la Hostia su cuerpo,
para que en la manera que con la boca y con los dientes, en aquellas especies y
figuras de pan, comen los fieles su carne y la pasan al estómago y se mudan en
ella ellos, como ayer se decía, así en la misma manera en sus corazones, con el
fuego del amor, le coman y le penetren en sí, como de hecho lo hacen los que
son sus verdaderos amigos, los cuales, como decíamos, abrasándose en Él, andan
si lo debemos decir así, desalentados y hambrientos por Él.
Porque, como dice el
Macario: «Si el amor que nace de la comunicación de la carne divide del padre y
de la madre y de los hermanos, y toda su afición pone en el consorte, como es
escrito: por tanto, dejará el hombre al padre y a la
madre, y se juntará con su mujer y serán un cuerpo los dos, pues si el amor de la carne así desata al hombre de
todos los otros amores, ¿cuánto más todos los que fueren dignos de participar
con verdad aquel don amable y celestial del espíritu quedarán libres y
desatados de todo el amor de la tierra, y les parecerán todas las cosas de ella
superfluas e inútiles, por causa de vencer en ellos y ser rey en sus almas el
deseo del cielo? Aquello apetecen, en aquello piensan de continuo, allí viven,
allí andan con sus discursos, allí su alma tiene todo su trato, venciéndolo
todo y levantando bandera en ellos el amor celestial y divino, y la afición del
espíritu.»
Mas veremos
evidentemente la grandeza no medida de este amor que decimos, si miráremos la
muchedumbre y la dificultad de las cosas que son necesarias para conservarle y
tenerle. Porque no es mucho amar a uno si, para alcanzar y conservar su
amistad, es poco lo que basta. Aquel amor es verdaderamente grande y de subidos
quilates, que vence grandes dificultades. Aquél ama de veras que rompe por
todo, que ningún estorbo le puede hacer que no ame; que no tiene otro bien sino
al que ama; que, con tenerle a él, perder todo lo demás no lo estima; que niega
todos sus propios gustos por gustar del amor solamente; que se desnuda todo de
sí para no ser más de amor, cuales son los verdaderos amadores de Cristo.
Porque para mantener su
amistad es necesario, lo primero, que se cumplan sus mandamientos. «Quien me
ama a Mí, dice, guardará lo que Yo le mando», que es, no una cosa sola, o pocas
cosas en número, o fáciles para ser hechas, sino una muchedumbre de
dificultades sin cuento porque es hacer lo que la razón dice, y lo que la
justicia manda y la fortaleza pide, y la templanza y la prudencia y todas las
demás virtudes estatuyen y ordenan. Y es seguir en todas las cosas el camino
fiel y derecho, sin torcerse por el interés, ni condescender por el miedo, ni
vencerse por el deleite, ni dejarse llevar de la honra, y es ir siempre contra
nuestro mismo gusto, haciendo guerra al sentido. Y es cumplir su ley en todas
las ocasiones, aunque sea posponiendo la vida. Y es negarse a sí mismo, y tomar
sobre sus hombros su cruz y seguir a Cristo esto es, caminar por donde Él
caminó y poner en sus pisadas las nuestras. Y, finalmente, es despreciar lo que
se ve y desechar los bienes que con el sentido se tocan, y aborrecer lo que la
experiencia demuestra ser apacible y ser dulce, y aspirar a sólo lo que no se
ve ni se siente, y desear sólo aquello que se promete y se cree, fiándolo todo
de su sola palabra.
Pues el amor que con
tanto puede, sin duda tiene gran fuerza. Y sin duda es grandísimo el fuego a
quien no amata tanta muchedumbre de agua. Y sin duda lo puede todo, y sale
valerosamente con ello, este amor que tienen con Jesucristo los suyos. ¿Qué
dice el Esposo a su Esposa?: «La muchedumbre del agua no puede apagar la
caridad, ni anegarla los ríos.» Y San Pablo, ¿qué dice?: «La caridad es
sufrida, bienhechora; la caridad carece de envidia, no lisonjea ni tacañea, no
se envanece, ni hace de ninguna cosa caso de afrenta; no busca su interés, no
se encoleriza; no imagina hacer mal ni se alegra del agravio, antes se alegra
con la verdad; todo lo lleva, todo lo cree, todo lo sufre.» Que es decir que el
amor que tienen sus amadores con Cristo no es un simple querer ni una sola y
ordinaria afición, sino un querer que abraza en sí todo lo que es bien querer,
y una virtud que atesora en sí juntas las riquezas de las virtudes, y un
encendimiento que se extiende por todo el hombre y le enciende en sus llamas.
Porque decir que
es sufrida, es
decir que hace un ánimo ancho en el hombre, con que lleva con igualdad todo lo
áspero que sucede en la vida, y con que vive entre los trabajos con descanso, y
en las turbaciones quieto, y en los casos tristes alegre, y en las
contradicciones en paz, y en medio de los temores sin miedo. Y que, como una
centella, si cayese en la mar, ella luego se apagaría y no haría daño en el
agua, así cualquier acontecimiento duro, en el alma a quien ensancha este amor,
se deshace y no empece. Que el daño, si viniere, no conmueve esta roca, y la
afrenta, si sucediere, no desquicia esta torre, y las heridas, si golpearen, no
doblan a este diamante. Y añadir que es liberal
y bienhechora, es afirmar que no es sufrida para ser
vengativa, ni calla para guardarse a su tiempo, ni ensancha el corazón con
deseo de mejor sazón de venganza, sino que, por imitar a quien ama, se
engolosina en el hacer bien a los otros. Y que vuelve buenas obras a aquellos
de quienes las recibe muy malas. Y porque este su bien hacer es virtud y no
miedo, por eso dice luego el Apóstol que no lisonjea ni es tacaña, esto es,
que sirve a la necesidad del prójimo, por más enemigo que le sea, pero que no
consiente en su vicio ni le halaga por de fuera y le aborrece en el alma, ni le
es tacaña e infiel. Y dice que no se
envanece, que es decir que no hace estima de sí, ni
se hincha vanamente, para descubrir en ello la raíz del sufrimiento y del ánimo
largo que tiene este amor.
Que los soberbios y
pundonorosos son siempre mal sufridos, porque todo les hiere. Mas es propiedad
de todo lo que es de veras amor, ser humildísimo con aquello a quien ama. Y
porque la caridad que se tiene con Cristo, por razón de su incomparable
grandeza, ama por Él a todos los hombres, por el mismo caso desnuda de toda
altivez al corazón que posee y le hace humilde con todos. Y con esto dice lo
que luego se sigue, que no hace
de ninguna cosa caso de afrenta. En que no
solamente se dice que el amor de Jesucristo en el alma, las afrentas y las
injurias que otros nos hacen, por la humildad que nos cría y por la poca estima
nuestra que nos enseña, no las tiene por tales, sino dice también que no se
desdeña ni tiene por afrentoso o indigno de sí ningún ministerio, por vil y bajo
que sea, como sirva en él a su Amado en sus miembros.
Y la razón de todo es lo
que añade tras esto: que no busca
su interés, ni se enoja de nada. Toda su
inclinación es al bien, y por eso el dañar a los otros aun no lo imagina; los
agravios ajenos y que otros padecen son los que solamente le duelen, y la
alegría y felicidad ajena es la suya. Todo lo que su querido Señor le manda
hace, todo lo que le dice lo cree, todo lo que se detuviere le espera, todo lo
que le envía lo lleva con regocijo, y no halla ninguno, si no es en sólo Él, a
quien ama.
Que como un grande
enamorado bien dice: «Así como en las fiebres el que está inflamado con
calentura aborrece y abomina cualquier mantenimiento que le ofrecen, por más
gustoso que sea, por razón del fuego del mal que le abrasa y se apodera de él y
le mueve, por la misma manera, aquellos a quien enciende el deseo sagrado del
Espíritu celestial, y a quien llaga en el alma el amor de la caridad de Dios, y
en quienes se enviste, y de quien se apodera el fuego divino que Cristo vino a
poner en la tierra, y quiso que con presteza prendiese, y lo que se abrasa,
como dicho es, en deseos de Jesucristo, todo lo que se precia en este siglo, él
lo tiene por desechado y aborrecible, por razón de fuego de amor que le ocupa y
enciende. Del cual amor no los puede desquiciar ninguna cosa, ni del suelo, ni
del cielo, ni del infierno. Como dice el Apóstol: ¿Quién será poderoso para apartarnos del amor de Jesucristo?, con lo que se sigue. Pero no se permite que ninguno
halle al amor celestial del espíritu si no se enajena de todo lo que este siglo
contiene, y se da a sí mismo a sola la inquisición del amor de Jesús,
libertando su alma de toda solicitud terrenal, para que pueda ocuparse
solamente en un fin, por medio del cumplimiento de todo cuanto Dios manda.»
Por manera que es tan
grande este amor que desarraiga de nosotros cualquiera otra afición, y queda él
señor universal de nuestra alma; y como es fuego ardentísimo, consume todo lo
que se opone, y así destierra del corazón los otros amores de las criaturas, y
hace él su oficio por ellos, y las ama a todas mucho más y mejor que las amaban
sus propios amores. Que es otra particularidad y grandeza de este amor con que
es amado Jesús,
que no se encierra en sólo Él, sino en Él y por Él abraza a todos los hombres y
los mete dentro de sus entrañas con una afición tan pura, que en ninguna cosa
mira a sí mismo; tan tierna, que siente sus males más que los propios; tan
solícita, que se desvela en su bien; tan firme, que no se mudará de ellos si no
se muda de Cristo.
Y como sea cosa rarísima
que un amigo, según la amistad de la tierra, quiera por su amigo padecer
muerte, es tan grande el amor de los buenos con Cristo que, porque así le place
a Él, padecerán ellos daños y muerte, no sólo por los que conocen, sino por los
que nunca vieron, y no sólo por los que los aman, sino también por quien los
aborrece y persigue. Y llega este Amado a ser tan amado, que por Él lo son todos. Y en la
manera como, en las demás gracias y bienes, es Él la fuente del bien que se
derrama en nosotros, así en esto lo es. Porque su amor, digo el que los suyos
le tienen, nos provee a todos y nos rodea de amigos que, olvidados por
nosotros, nos buscan; y, no conocidos, nos conocen; y, ofendidos, nos desean y
nos procuran el bien, porque su deseo es satisfacer en todo a su Amado, que es el Padre de todos. Al cual aman con
tan subido querer cual es justo que lo sea el que hace Dios con sus manos, y
por cuyo medio nos pretende hacer dioses, y en quien consiste el cumplimiento
de todas sus leyes, y la victoria de todas las dificultades, y la fuerza contra
todo lo adverso, y la dulzura en lo amargo, y la paz y la concordia, y el
ayuntamiento y abrazo general y verdadero con que el mundo se enlaza.
Mas ¿para qué son
razones en lo que se ve por ejemplos? Oigamos lo que algunos de estos
enamorados de Cristo dicen, que en sus palabras veremos su amor y, por las
llamas que despiden sus lenguas, conoceremos el infinito fuego que les ardía en
los pechos. San Pablo, ¿qué dice?: «¿Quién nos apartará del amor de Cristo? ¿La
tribulación, por ventura, o la angustia, o el hambre, o la desnudez, o el
peligro, o la persecución, o la espada?» Y luego: «Cierto soy que ni la muerte,
ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni los poderíos, ni lo presente
ni lo porvenir, ni lo alto ni lo profundo, ni, finalmente, criatura ninguna nos
podrá apartar del amor de Dios en Nuestro Señor Jesucristo.» ¡Qué ardor! ¡Qué
llama! ¡Qué fuego!
Pues el del glorioso
Ignacio ¿cuál era? «Yo escribo, dice, a todos los fieles, y les certifico que
muero por Dios con voluntad y alegría. Por lo cual os ruego que no me seáis
estorbo vosotros. Ruéganos mucho que no me seáis malos amigos. Dejadme que sea
manjar de las fieras, por cuyo medio conseguiré a Jesucristo. Trigo suyo soy, y
tengo de ser molido con los dientes de los leones para quedar hecho pan limpio
de Dios. No pongáis estorbo a las fieras; antes las convidad con regalo, para
que sean mi sepultura y no dejen fuera de sí parte de mi cuerpo ninguna.
Entonces seré discípulo verdadero de Cristo, cuando ni mi cuerpo fuere visto en
el mundo. Rogad por mí al Señor que, por medio de estos instrumentos, me haga
su sacrificio. No os pongo yo leyes como San Pedro o San Pablo, que aquellos
eran apóstoles de Cristo, y yo soy una cosa pequeña; aquéllos eran libres como
siervos de Cristo, yo hasta ahora solamente soy siervo. Mas si, como deseo,
padezco, seré siervo libertado de Jesucristo y resucitaré en Él del todo libre.
Ahora, aprisionado por Él, aprendo a no desear cosa alguna vana y mundana.
Desde Siria hasta Roma voy echado a las bestias. Por mar y por tierra, de noche
y de día, voy atado a diez leopardos que, bien tratados, se hacen peores. Mas
sus excesos son mi doctrina, y no por eso soy justo. Deseo las fieras que me
están aguardando, y ruego verme presto con ellas, a las cuales regalaré y
convidaré que me traguen de presto, y que no hagan conmigo lo que con otros,
que no osaron tocarlos. Y si ellas no quisieren de su voluntad, yo las forzaré
que me coman. Perdonadme, hijos, que yo sé bien lo que me conviene. Ahora
comienzo a aprender a no apetecer nada de lo que se ve o no se ve, a fin de
alcanzar al Señor. Fuego y cruz y bestias fieras, heridas, divisiones,
quebrantamientos de huesos, cortamientos de miembros, desatamiento de todo el
cuerpo, y cuanto puede herir el demonio venga sobre mí, como solamente gane yo
a Cristo. Nada me servirá toda la tierra, nada los reinos de este siglo. Muy
mejor me es a mí morir por Cristo, que ser rey de todo el mundo. Al Señor
deseo, al Hijo verdadero de Dios, a Cristo Jesús, al que murió y resucitó por
nosotros. Perdonadme, hermanos míos, no me impidáis el caminar a la vida, que
Jesús es la vida de los fieles. No queráis que muera yo, que muerte es la vida
sin Cristo.»
Mas veamos ahora cómo arde
San Gregorio el teólogo. «¡Oh luz del Padre! dice, ¡oh palabra de aquel
entendimiento grandísimo, aventajado sobre toda palabra! ¡Oh luz infinita de
luz infinita! Unigénito, figura del Padre, sello del que no tiene principio,
resplandor que juntamente resplandece con Él, fin de los siglos, clarísimo,
resplandeciente, dador de riquezas inmensas, asentado en trono alto, celestial,
poderoso, de infinito valor, gobernador del mundo, y que das a todas las cosas
fuerza que vivan. Todo lo que es y lo que será, Tú lo haces. Sumo artífice, a
cuyo cargo está todo. Porque a Ti ¡oh Cristo! se debe que el sol en el cielo
con sus resplandores quite a las estrellas su luz, así como en comparación de
tu luz son tinieblas los más claros espíritus. Obra tuya es que la luna, luz de
la noche, vive a veces y muere, y torna llena después, y concluye su vuelta.
Por Ti, el círculo que llamamos Zodiaco, y aquella danza, como si dijésemos,
tan ordenada del cielo, pone sazón y debidas leyes al año, mezclando sus partes
entre sí, y templándolas, como sin sentir, con dulzura. Las estrellas, así las
fijas como las que andan y tornan, son pregoneros de tu saber admirable. Luz
tuya son todos aquellos entendimientos del cielo que celebran la Trinidad con
sus cantos. También el hombre es tu gloria, que colocaste en la tierra como
ángel tuyo pregonero y cantor. ¡Oh lumbre clarísima, que por mí disimulas tu
gran resplandor! ¡Oh inmortal, y mortal por mi causa! Engendrado dos veces.
Alteza libre de carne, y a la postre, para mi remedio, de carne vestida. A Ti
vivo, a Ti hablo, soy víctima tuya; por Ti la lengua encadeno, y ahora por Ti
la desato: pídote, Señor, que me des callar y hablar como debo.»
Mas oigamos algo de los
regalos de nuestro enamorado Augustino. «¿Quién me dará, dice, Señor, que
repose yo en Ti? ¿Quién me dará que vengas, Tú, Señor, a mi pecho y que le
embriagues, y que olvide mis males y que abrace a Ti sólo, mi bien? ¿Quién
eres, Señor, para mí (dame licencia que hable), o quién soy yo para Ti, que
mandas que te ame y, si no lo hago, te enojas conmigo, y me amenazas con
grandes miserias, como si fuese pequeña el mismo no amarte? ¡Ay triste de mí!
Dime, por tus piedades, Señor y Dios mío quién eres para mí. Di a mi alma: Yo
soy tu salud. Dilo como lo oiga. Ves delante de Ti mis oídos del alma; Tú los
abre, Señor, y dile a mi espíritu: Yo soy tu salud, Correré en pos de esta voz
y asiréte. No quieras, Señor, esconderme tu cara. Moriré para no morir si la
viere. Estrecha casa es mi alma para que a ella vengas, más ensánchala Tú. Caediza
es, mas Tú la repara. Cosas tiene que ofenderán a tus ojos: sélo y confiésolo.
Mas ¿quién la hará limpia, o a quién vocearé sino a Ti? Límpiame, Señor, de mis
encubiertas, y perdona a tu siervo sus demasías.»
No tiene este cuento
fin, porque se acabará primero la vida que el referir todo lo que los amadores
de Cristo le dicen para demostración de lo que le aman y quieren. Baste por
todos los que la Esposa dice, que sustenta la persona de todos. Porque si el
amor se manifiesta con palabras, o las suyas lo manifiestan, o no lo
manifiestan ningunas. Comienza de esta manera: «Béseme de besos de su boca; que
mejores son tus amores que el vino.» Y prosigue diciendo: «Llévame en pos de
Ti, y correremos.» Y añade: «Dime, oh amado del alma, adónde sesteas y adónde
apacientas al medio día.» Y repite después: «Ramillete de flores de mirra el
mi Amado para
mí, pondréle entre mis pechos.»
Y después, siendo
alabada de Él, le responde: «¡Oh, cómo eres hermoso, Amado mío, y gentil y florida nuestra cama, y
de cedro los techos de nuestros retretes.» Y compárala al manzano, y dice
cuánto deseó estar asentada a su sombra y comer de su fruta. Y desmáyase luego
de amor, y, desmayándose, dice que la socorran con flores porque desfallece, y
pide que el Amado la
abrace, y dice en la manera cómo quiere ser abrazada. Dice que le buscó en su
lecho de noche y que, no le hallando, levantada, salió de su casa en su busca,
y que rodeó la ciudad acuitada y ansiosa, y que le halló, y que no le dejó
hasta tornarle a su casa. Dice que en otra noche salió también a buscarle, que
le llamó por las calles a voces, que no oyó su respuesta, que la maltrataron
las rondas, que les dijo a todos los que oyeron sus voces: «¡Conjúroos, oh
hijas de Jerusalén, si sabréis de mi Amado, que le digáis que desfallezco de amor!» Y, después de
otras muchas cosas, le dice: «Ven, Amado mío, y salgamos al campo, hagamos vida en la aldea,
madrugaremos por la mañana a las viñas; veremos si da fruto la viña, si está en
cierne la uva, si florecen los granados, si las mandrágoras esparcen olor. Allí
te daré mis amores; que todos los frutos, así los de guarda como los de no
guarda, los guardo yo para Ti.» Y finalmente, abrasándose en vivo amor toda,
concluye y le dice: «¿Quién te me dará a Ti como hermano mío mamante los pechos
de mi madre? Hallaríate fuera, besaríate, y no me despreciaría ninguno, no
haría befa de mí; asiría de Ti, meteríate en casa de mi madre, avezaríasme, y
daríate yo del adobado vino y del arrope de las granadas; tu izquierda debajo
de mi cabeza, y tu derecha me ceñiría en derredor.»
Pero excusadas son las
palabras adonde vocean las obras, que siempre fueron los testigos del amor
verdaderos. Porque hombre jamás, no digo muchos hombres, sino un hombre solo,
por más amigo suyo que fuese, ¿hizo las pruebas de amor que hacen y harán
innumerables gentes por Cristo en cuanto los siglos duraren? Por amor de
este Amado y por
agradarle, ¿qué prueba no han hecho de sí infinitas personas? Han dejado sus
naturales, hanse despojado de sus haciendas, hanse desterrado de todos los
hombres, hanse desencarnado de todo lo que se parece y ve; de sí mismos mismos,
de todo su querer y entender, hacen cada día renunciación perfectísima. Y, si
es posible enajenarse un hombre de sí, y dividirse de sí misma nuestra alma, y
en la manera que el espíritu de Dios lo puede hacer y nuestro saber no lo
entiende, se enajenan y se dividen amándole. Por Él les ha sido la pobreza
riqueza, y paraíso el desierto, y los tormentos deleite, y las persecuciones
descanso; y para que viva en ellos su amor, escogen el morir ellos a todas las
cosas, y llegan a desfigurarse de sí, hechos como un sujeto puro sin figura ni
forma, para que el amor de Cristo sea en ellos la forma, la vida, el ser, el
parecer, el obrar y, finalmente, para que no se parezca en ellos más de
su amado. Que es sin
duda el que sólo es amado por excelencia entre todo.
¡Oh grandeza de amor!
¡Oh el deseo único de todos los buenos! ¡Oh el fuego dulce por quien se abrasan
las almas! Por Ti, Señor, las tiernas niñas abrazaron la muerte, por Ti la
flaqueza femenil holló sobre el fuego. Tus dulcísimos amores fueron los que
poblaron los yermos. Amándote a Ti, oh dulcísimo bien, se enciende, se apura,
se esclarece, se levanta, se arroba, se anega el alma, el sentido, la carne.
Y paró Marcelo aquí,
quedando como suspenso; y, poco después, bajando la vista al suelo y
encogiéndose todo:
-Gran osadía -dice- mía
es querer alcanzar con palabras lo que Dios hace en el alma que ama a su Hijo,
y la manera cómo es amado y cuánto es amado. Basta para que se entienda este amor, saber que es don
suyo amarle; y basta para conocer que en el amarle consiste nuestro bien todo,
para conocer que el amor suyo, que vive en nosotros, no es una grandeza sola,
sino un amontonamiento de bienes y de dulzuras y de grandezas innumerables, y
que es un sol vestido de resplandores que, por mil maneras, hermosean el alma.
Y para ver que se nombra
debidamente Cristo el Amado, basta saber que le ama Dios únicamente. Quiero decir,
que no solamente le ama mucho más que a otra cosa ninguna, sino que a ninguna
ama sino por su respeto; o, para decirlo como es, porque no ama sino a Cristo
en las cosas que ama. Porque su semejanza de Cristo, en la cual, por medio de
la gracia, que es imagen de Cristo, se transforma nuestra alma, y el mismo
espíritu de Cristo que en ella vive, y así la hace una cosa con Cristo, es lo
que satisface a Dios en nosotros. Por donde sólo Cristo es el Amado, por cuanto
todos los amados de Dios son Jesucristo, por la imagen suya que tienen impresa
en el alma, y porque Jesucristo es la hermosura con que Dios hermosea, conforme
a su gusto, a todas las cosas, y la salud con que les da la vida, y por eso se
llama Jesús, que es el nombre de que diremos ahora.
Y calló Marcelo, y
habiendo tomado algún reposo, tornó a hablar de esta manera, puestos en Sabino
los ojos:
Jesús
Qué
significa y cómo le conviene sólo a Cristo el nombre de Jesús, y de cómo es su nombre
propio en cuanto hombre
-El nombre de Jesús, Sabino, es el propio nombre de Cristo;
porque los demás que se han dicho hasta ahora, y otros muchos que se pueden
decir, son nombres comunes suyos, que se dicen de Él por alguna semejanza que
tiene con otras cosas, de las cuales también se dicen los mismos nombres. Los
cuales y los propios difieren: lo uno, en que los propios, como la palabra lo
dice, son particulares de uno, y los comunes competen a muchos; y lo otro, que
los propios, si están puestos con arte y con saber, hacen significación de todo
lo que hay en su dueño, y son como imagen suya, como al principio dijimos; mas
los comunes dicen algo de lo que hay, pero no todo.
Así que, pues Jesús es nombre propio de Cristo, y nombre
que se le puso Dios por la boca del ángel, por la misma razón no es como los
demás nombres que le significan por partes, sino como ninguno de los demás, que
dice todo lo de Él y que es como figura suya que nos pone en los ojos su
naturaleza y sus obras, que es todo lo que hay y se puede considerar en las
cosas.
Mas conviene advertir
que Cristo, así como tiene dos naturalezas, así también tiene dos nombres
propios: uno según la naturaleza divina en que nace del Padre eternamente, que
solemos en nuestra lengua llamar Verbo o
Palabra; otro según la humana naturaleza, que es el
que pronunciamos Jesús. Los cuales ambos son, cada uno conforme a su cualidad,
retratos de Cristo perfectos y enteros. Retratos, digo, enteros, que cada uno
en su parte dice todo lo que hay en ella cuanto a un nombre es posible. Y
digamos de ambos y de cada uno por sí.
Y presupongamos primero
que, en estos dos nombres, unos son los originales y otros son los traslados.
Los originales son aquellos mismos que reveló Dios a los Profetas, que los
escribieron en la lengua que ellos sabían, que era sira o hebrea. Y así, en el
primer nombre que decimos Palabra, el original es Dabar; y en el segundo nombre, Jesús, el original es Jehosuah; pero los traslados son estos mismos nombres
en la manera como en otras lenguas se pronuncian y escriben.
Y porque sea más cierta
la doctrina, diremos de los originales nombres. De los cuales, en el
primero, Dabar, digo que
es propio nombre de Cristo, según la naturaleza divina, no solamente porque es
así de Cristo que no conviene ni al Padre ni al Espíritu Santo, sino también
porque todo lo que por otros nombres se dice de Él, lo significa sólo éste.
Porque Dabar no
dice una cosa sola, sino una muchedumbre de cosas; y dícelas comoquiera y por
doquiera que le miremos, o junto a todo él, o a sus partes cada una por sí, a
sus sílabas y a sus letras. Que lo primero, la primera letra, que es D, tiene fuerza de artículo, como el en nuestro español; y el oficio del
artículo es reducir a ser lo común, y como demostrar y señalar lo confuso, y
ser guía del nombre, y darle su cualidad y su linaje, y levantarle de quilates
y añadirle excelencia. Que todas ellas son obras de Cristo, según que es la
palabra de Dios; porque Él puso ser a las cosas todas, y nos las sacó a luz y a
los ojos, y les dio su razón y su linaje, porque Él en sí es la razón, y la
proporción y la compostura y la consonancia de todas, y las guía Él mismo, y
las repara si se empeoran, y las levanta y las sube siempre y por sus pasos a
grandísimos bienes.
Y la segunda letra, que
es B, como San
Jerónimo enseña, tiene significación de edificio, que es también propiedad de
Cristo, así por ser el edificio original y como la traza de todas las cosas
(las que Dios tiene edificadas y las que puede edificar, que son infinitas),
como porque fue el obrero de ellas. Por donde también es llamado Tabernáculo en la Sagrada Escritura, como Gregorio
Niseno dice: «Tabernáculo es el Hijo de Dios unigénito, porque contiene en sí
todas las cosas, el cual también fabricó tabernáculo de nosotros.»
Porque, como decíamos,
todas las cosas moraron en Él eternamente antes que fuesen, y, cuando fueron,
Él las sacó a luz y las compuso para morar Él en ellas. Por manera que, así
como Él es casa, así ordenó que también fuese casa lo que nacía de Él, y que de
un tabernáculo naciese otro tabernáculo, de un edificio otro, y que lo fuese
uno para el otro, y a veces. Él es tabernáculo porque nosotros vivimos en Él;
nosotros lo somos porque Él mora en nosotros. «Y la rueda está en medio la
rueda, y los animales en las ruedas y las ruedas en los animales», como
Ezequiel escribía. Y están en Cristo ambas las ruedas, porque en Él está la
divinidad del Verbo y la humanidad de su carne, que contiene en sí la
universidad de todas las criaturas ayuntadas y hechas una, en la forma que
otras veces he dicho.
La tercera letra
de Dabar es
la R, que,
conforme al mismo doctor San Jerónimo, tiene significación de cabeza o
principio; y Cristo es principio por propiedad. Y Él mismo se llama principio
en el Evangelio, porque en Él se dio principio a todo, porque, como muchas
veces decimos, es el original de ellas, que no solamente demuestra su razón, y
figura su ser, sino que les da el ser y la sustancia haciéndolas. Y es
principio también, porque en todos los linajes de preeminencias y de bienes
tiene Él la preeminencia y el lugar más aventajado, o, por decir la verdad, en
todos los bienes es Él la cabeza de aquel bien, y como la fuente de donde mana
y se deriva y se comunica a los demás que lo tienen. Como escribe San Pablo,
«que es el principio y que en todo tiene las primerías.» Porque en la orden del
ser, Él es el principio de quien les viene el ser a los otros; y en el orden
del buen ser, Él mismo es la cabeza que todo lo gobierna y reforma. Pues en el
vivir, Él es el Manantial de la vida; en el resucitar, el primero que resucita
su carne, y el que es virtud para que las demás resuciten; en la gloria, el
Padre y el océano de ella; en los reyes, el Rey de todos, y en los sacerdotes, el
Sacerdote sumo que jamás desfallece; entre los fieles, su Pastor; en los
ángeles, su Príncipe; en los rebeldes o ángeles o hombres, su Señor poderoso; y
finalmente, Él es el principio por donde quiera que le miremos.
Y aun también la R significa (según el mismo doctor) el
espíritu. Que aunque es nombre que conviene a todas las tres Personas, y que se
apropia al Espíritu Santo por señalar la manera como se espira y procede, pero
dícese Cristo espíritu, demás de lo común, por cierta particularidad y razón: lo
uno, porque el ser esposo del alma es cosa que se atribuye al Verbo, y el alma
es espíritu, y así conviene que Él lo sea y se lo llame, para que sea alma del
alma y espíritu del espíritu; lo otro, porque, en el ayuntamiento que con ella
tiene, guarda bien las leyes y la condición del espíritu: que se va y se viene,
y se entra y se sale, sin que sepáis cómo ni por dónde, como San Bernardo,
hablando de sí mismo, lo dice con maravilloso regalo. Y quiero referir sus
palabras para que gustéis su dulzura. «Confieso, dice, que el Verbo ha venido a
mí muchas veces, aunque no es cordura el decirlo. Mas con haber entrado veces
en mí, nunca sentí cuándo entraba. Sentíle estar en mi alma, acuérdome que le
tuve conmigo, y alguna vez pude sospechar que entraría, mas nunca le sentí ni
entrar ni salir. Porque, ni aun ahora puedo alcanzar de dónde vino cuando me
vino, ni adónde se fue cuando me dejó, ni por dónde entró o salió de mi alma,
conforme a aquello que dice: No
sabréis de dónde viene ni adónde se va. Y no es
cosa nueva, porque Él es a quien dicen: Y la huella de tus pisadas no será conocida. Verdaderamente Él no entró por los ojos, porque no es
sujeto a color; ni tampoco por los oídos, porque no hizo sonido; ni menos por
las narices, porque no se mezcló con el aire; ni por la boca, porque ni se bebe
ni se come; ni con el tacto le sentí, porque no es tal que se toca. ¿Por dónde,
pues, entró? O, por ventura, no entró, porque no vino de fuera, que no es cosa
alguna de las que están por de fuera. Mas ni tampoco vino de dentro de mí,
porque es bueno, y yo sé que en mí no hay cosa que buena sea. Subí, pues, sobre
mí, y hallé que este Verbo aún estaba más alto. Descendí debajo de mí,
inquisidor curioso, y también hallé que aún estaba más abajo. Si miré a lo de
afuera, vile aún más fuera que todo ello. Si me volvía para dentro, halléle
dentro también. Y conocí ser verdad lo que había leído: Que vivimos en Él, y nos movemos en Él, y somos en Él. Y dichoso aquel que a Él vive y se mueve. Mas
preguntará alguno: Si es tan imposible alcanzarle y entenderle sus pasos, ¿de
dónde sé yo que estuvo presente en mi alma? Porque es eficaz y vivo este Verbo,
y así, luego que entró, despertó mi alma que se dormía. Movió y ablandó y llagó
mi corazón, que estaba duro y de piedra y mal sano. Comenzó luego a arrancar y
a deshacer, y a edificar y a plantar, a regar lo seco y a resplandecer en lo
oscuro, a traer lo torcido a derechez y a convertir las asperezas en caminos
muy llanos, de arte que bendicen al Señor mi alma y todas mis entrañas a su santísimo
Nombre. Así que, entrando el Verbo esposo algunas veces a mí, nunca me dio a
conocer que entraba con ningunas señas; no con voz, no con figura, no con sus
pasos.
»Finalmente, no me fue
notorio por ningunos movimientos suyos, ni por ningunos sentidos míos el
habérseme lanzado en lo secreto del pecho. Solamente, como he dicho, de lo que
el corazón me bullía entendí su presencia. De que huían los vicios, y los
afectos camales se detenían, conocía la fuerza de su poder. De que traía a luz
mis secretos, y los discutía y redargüía, me admiré de la alteza de su
sabiduría. De la enmienda de mis costumbres, cualquiera que ella sea,
experimenté la bondad de su mansedumbre. De la renovación y reformación del
espíritu de mi alma, esto es, del hombre interior, percibí como pude la
hermosura de su belleza. Y de la vista de todo esto juntamente, quedé asombrado
de la muchedumbre de sus grandezas sin cuento. Mas porque todas estas cosas,
luego que el Verbo se aparta, como cuando quitan el fuego a la olla que hierve,
comienzan con una cierta flaqueza a caerse torpes y frías, y por aquí, como por
señal, conocía yo su partida, fuerza es que mi alma quede triste, y lo esté
hasta que otra vez vuelva y torne, como solía, a calentarse mi corazón en mí
mismo, y conozca yo así su tornada.» Esto es de Bernardo.
Por manera que el
nombre Dabar en
cada una de sus letras significa alguna propiedad de las que Cristo tiene. Y si
juntamos las letras en sílabas, con las sílabas lo significa mejor; porque las
que tiene son dos, da y bar, que
juntamente quieren decir el Hijo, o éste es
el hijo, que, como Juliano ahora decía, es lo propio
de Cristo, y a lo que el Padre aludió cuando, desde la nube y en el monte de la
gloria, de Cristo dijo a los tres escogidos discípulos: «Este es mi Hijo», que
fue como decir: Es Dabar, es el que nació eterna e invisiblemente de Mí, nacido
ahora rodeado de carne y visible.
Y como haya muchos
nombres que significan el hijo en la lengua de esta palabra, a ella con misterio
le cupo este sólo, que es bar que
tiene origen de otra palabra que significa el sacar a luz y el criar, porque se
entienda que el hijo que dice y que significa este nombre es hijo que saca a
luz y que cría; o, si lo podemos decir así, es hijo que ahija a los hijos y que
tiene la filiación en sí de todos. Y aun si leemos al revés este nombre, nos
dirá también alguna maravilla de Cristo. Porque bar, vuelto y leído al contrario es rab; y rab es
muchedumbre y ayuntamiento, o amontonamiento de muchas cosas excelentes en una,
que es puntualmente lo que vemos en Cristo, según que es Dios y según que es
Hombre. Porque en su divinidad están las ideas y las razones de todo, y en su
humanidad las de todos los hombres, como ayer en sus lugares se dijo.
Mas vengamos a todo el
nombre junto por sí, y veamos lo que significa, ya que hemos dicho lo que nos
dicen sus partes; que no son menos maravillosas las significaciones de todo él
que las de sus letras y sílabas. Porque Dabar en la Sagrada Escritura dice muchas y diferentes
grandezas. Que lo primero, Dabar significa el Verbo que concibe el entendimiento en
sí mismo, que es una como imagen entera e igual de la cosa que entiende. Y
Cristo, en esta manera, es Dabar, porque es la imagen que de sí concibe y produce, cuando
se entiende, su Padre. Y Dabar significa también la palabra que se forma en la
boca, que es imagen de lo que el ánimo esconde. Y Cristo también es Dabar así, porque no solamente es imagen del
Padre escondida en el Padre y para solos sus ojos, sino es imagen suya para
todos, e imagen que nos le representa a nosotros, e imagen que le saca a luz y
que le imprime en todas las cosas que cría. Por donde San Pablo
convenientemente le llama «sello del Padre», así por que el Padre se sella en
Él y se dibuja del todo, como porque imprime Él como sello, en todo lo que cría
y repara, la imagen de Él que en sí tiene. Y Dabar también significa la ley y la razón, y
lo que pide la costumbre y el estilo, y, finalmente, el deber en lo que se
hace, que son todas cualidades de Cristo, que es, según la divinidad, la razón
de las criaturas, y el orden de su compostura y su fábrica, y la ley por quien
deben ser medidas, así en las cosas naturales como en las que exceden lo
natural, y es el estilo de la vida y de las obras de Dios, y el deber a que
tienen de mirar todas las cosas que no quieren perderse, porque lo que todas
hacer deben es el allegarse a Cristo y el figurarse de Él y el ajustarse
siempre con Él.
Y Dabar también significa el hecho señalado que
de otro procede, y Cristo es la más alta cosa que procede de Dios, y en lo que
el Padre enteramente puso sus fuerzas, y en quien se traspasó y comunicó
cabalmente. Y, si lo debemos decir así, es la grandísima hazaña y la única
hazaña del Padre, preñada de todas las demás grandezas que el Padre hace,
porque todas las hace por Él. Y así es luz nacida de luz, y fuente de todas las
luces, y sabiduría de sabiduría nacida, y manantial de todo el saber, y poderío
y grandeza y excelencia, y vida e inmortalidad, y bienes sin medida ni cuenta,
y abismo de noblezas inmensas, nacidas de iguales noblezas y engendradoras de
todo lo poderoso y grande y noble que hay. Y Dabar dice todo esto que he dicho, porque
significa todo lo grande y excelente y digno de maravilla que de otro procede.
Y significa también (y con esto concluyo) cualquiera otra cosa de ser, y por la
misma razón el ser mismo y la realidad de las cosas; y así, Cristo debidamente
es llamado por nombre propio Dabar, porque es la cosa que más es de todas las cosas, y el
ser primero y original de donde les mana a las criaturas su ser, su sustancia,
su vida, su obra.
Y esto cuanto a Dabar. Que justo es que digamos ya de Jesús, que,
como decimos, también es nombre de Cristo propio, y que le conviene según la
parte que es Hombre. Porque así como Dabar es nombre propio suyo según que nace de Dios, por
razón de que este nombre solo, con sus muchas significaciones, dice de Cristo
lo que otros muchos nombres juntos no dicen, así Jesús es su propio nombre según la naturaleza
humana que tiene, porque, con una significación y figura que tiene sola, dice
la manera del ser de Cristo Hombre, y toda su obra y oficio, y le representa y
significa más que otro ninguno. A lo cual mirará todo lo que desde ahora
dijere.
Y no diré del número de
las letras que tiene este nombre, ni de la propiedad de cada una de ellas por
sí, ni de la significación singular de cada una, ni de lo que vale en razón de
aritmética, ni del número que resulta de todas, ni del poder ni de la fuerza
que tiene este número, que son cosas que las consideran algunos y sacan misterios
de ellas, que yo no condeno; mas déjolas, porque muchos las dicen, y porque son
cosas menudas y que se pintan mejor que se dicen. Sola una cosa de estas diré,
y es que el original de este nombre Jesús, que es Jehosuah, como arriba dijimos, tiene todas las letras de que se
compone el nombre de Dios, que llaman de cuatro letras, y demás de ellas tiene
otras dos.
Pues, como sabéis, el
nombre de Dios, de cuatro letras, que se encierra en este nombre, es nombre que
no se pronuncia, o porque son vocales todas, o porque no se sabe la manera de
su sonido, o por la religión y respeto que debemos a Dios, o porque, como yo
algunas veces sospecho, aquel nombre y aquellas letras hacen la señal con que
el mudo que hablar no puede, o cualquiera que no osa hablar, significa su
afecto mudez con un sonido rudo y desatado y que no hace figura, que llamamos
interjección en latín, que es una voz tosca, y, como si dijésemos, sin rostro y
sin facciones ni miembros. Que quiso Dios dar por su nombre a los hombres la
señal y el sonido de nuestra mudez, para que entendiésemos que no cabe Dios ni
en el entendimiento ni en la lengua, y que el verdadero nombrarle es confesarse
la criatura por muda todas las veces que le quisiere nombrar, y que el embarazo
de nuestra lengua y el silencio nuestro, cuando nos levantamos a Él, es su
nombre y loor, como David lo decía. Así que es nombre inefable y que no se
pronuncia este nombre.
Mas, aunque no se
pronuncia en sí, ya veis que en el nombre de Jesús, por razón de dos letras que se le añaden,
tiene pronunciación clara y sonido formado y significación entendida, para que
acontezca en el nombre lo mismo que pasó en Cristo, y para que sea, como dicho
tengo, retrato el nombre del ser. Porque, por la misma manera, en la persona de
Cristo se junta la divinidad con el alma y con la carne del hombre; y la
palabra divina, que no se leía, junta con estas dos letras, se lee, y sale a
luz lo escondido, hecho conversable y visible, y es Cristo un Jesús, esto es, un ayuntamiento de lo divino y
humano, de lo que no se pronuncia y de lo que pronunciarse puede, y es causa
que se pronuncie lo que se junta con ello. Mas en esto no pasemos de aquí, sino
digamos ya de la significación del nombre de Jesús, cómo él conviene a Cristo, y cómo es sólo
de Cristo, y cómo abraza todo lo que de Él se dice, y las muchas maneras como
esta significación le conviene.
Jesús, pues, significa salvación o salud; que el ángel así lo dijo. Pues si se llama salud
Cristo, cierto será que lo es; y, si lo es, que lo es para nosotros, porque para
sí no tiene necesidad de salud el que en sí no padece falta, ni tiene miedo de
padecerla. Y si para nosotros Cristo es Jesús y
salud, bien se entiende que tenemos enfermedad
nosotros, para cuyo remedio se ordena la salud de Jesús. Veamos, pues, la cualidad de nuestro estado
miserable, y el número de nuestras flaquezas, y los daños y males nuestros, que
de ellos conoceremos la grandeza de esta salud y su condición, y la razón que
tiene Cristo para que el nombre Jesús, entre tantos nombres suyos, sea su propio nombre.
El hombre, de su
natural, es movedizo y liviano y sin constancia en su ser, y, por lo que heredó
de sus padres, es enfermo en todas las partes de que se compone su alma y su
cuerpo. Porque en el entendimiento tiene oscuridad, y en la voluntad flaqueza,
y en el apetito perversa inclinación, y en la memoria olvido, y en los
sentidos, en unos engaño y en otros fuego, y en el cuerpo muerte, y desorden
entre todas estas cosas que he dicho, y disensiones y guerra, que le hacen
ocasionado a cualquier género de enfermedad y de mal. Y lo que peor es, heredó
la culpa de sus padres, que es enfermedad en muchas maneras, por la fealdad
suya que pone, y por la luz y la fuerza de la gracia que quita, y porque nos
enemista con Dios, que es fiero enemigo, y porque nos sujeta al demonio y nos
obliga a penas sin fin. A esta culpa común añade cada uno las suyas, y, para
ser del todo miserables, como malos enfermos, ayudamos el mal, y nos llamamos
la muerte con los excesos que hacemos. Por manera que nuestro estado, de
nuestro nacimiento, y por la mala elección de nuestro albedrío, y por las leyes
que Dios contra el pecado puso, y por las muchas cosas que nos convidan siempre
a pecar, y por la tiranía cruel y el cetro durísimo que el demonio sobre los
pecadores tiene, es infelicísimo y miserable estado sobre toda manera, por
dondequiera que le miremos. Y nuestra enfermedad no es una enfermedad, sino una
suma sin número de todo lo que es doloroso y enfermo.
El remedio de todos
estos males es Cristo, que nos libra de ellos en las formas que ayer y hoy se
ha dicho en diferentes lugares; y porque es el remedio de todo ello, por eso es
y se llama Jesús, esto es,
salvación y salud. Y es grandísima salud, porque la enfermedad es grandísima; y
nómbrase propiamente de ella, porque, como la enfermedad es de tantos senos y
enramada con tantos ramos, todos los demás oficios de Cristo, y los nombres que
por ellos tiene, son como partes que se ordenan a esta salud, y el nombre
de Jesús es el
todo, según que todo lo que significan los otros nombres, o es parte de esta
salud que es Cristo, y que Cristo hace en nosotros, o se ordena a ella, o se
sigue de ella por razón necesaria.
Que si es llamado Pimpollo Cristo, y si es, como decíamos, el
parto común de las cosas, ellas sin duda le parieron para que fuese su Jesús y salud. Y así Isaías, cuando les pide
que lo paran y que lo saquen a luz, y les dice: «Rociad, cielos, desde lo alto,
y vosotras, nubes, lloved al justo», luego dice el fin para que le han de
parir, porque añade: «Y tú, tierra, fructificarás la salud.» Y si es Faces de Dios, eslo porque es nuestra salud, la cual
consiste en que nos asemejemos a Dios y le veamos, como Cristo lo dice: «Esta
es la vida eterna, conocerte a Ti y a tu Hijo.» Y también si le llamamos Camino y si le nombramos Monte, es camino porque es guía, y es monte porque
es defensa; y cierto es que no nos fuera Jesús si no nos fuera guía y defensa, porque
la salud ni se viene a ella sin guía ni se conserva sin defensa.
Y de la misma manera es
llamado Padre del siglo futuro, porque la salud que el hombre pretende no se puede
alcanzar si no es engendrado otra vez. Y así, Cristo no fuera nuestro Jesús si primero no fuera nuestro engendrador
y nuestro padre. También es Brazo y
Rey de Dios y Príncipe de paz: brazo para
nuestra libertad, rey y príncipe para nuestro gobierno; y lo uno y lo otro,
como se ve, tienen orden a la salud: lo uno que se le presupone, y lo otro que
la sustenta. Y así, porque Cristo es Jesús, por el mismo caso es brazo y es rey. Y lo mismo podemos decir del nombre
de Esposo;
porque no es perfecta la salud sola y desnuda si no la acompaña el gusto y
deleite. Y esta es la causa por que Cristo, que es perfecto Jesús nuestro, es también nuestro esposo,
conviene a saber, es el deleite del alma y su compañía dulce, y será también su
marido, que engendrará de ella y en ella generación casta y noble y eterna, que
es cosa que nace de la salud entera, y que de ella se sigue. De arte que,
diciendo que se llama Cristo Jesús, decimos que es esposo y rey, y príncipe
de paz y brazo, y monte y padre, y camino y pimpollo; y es llamarle, como también la Escritura le llama, pastor y oveja, hostia y sacerdote, león y cordero, vid, puerta, médico, luz, verdad y sol de
justicia, y otros nombres así.
Porque si es
verdaderamente Jesús nuestro,
como lo es, tiene todos estos oficios y títulos, y, si le faltaran, no
fuera Jesús entero
ni salud cabal, así como nos es necesaria. Porque nuestra salud, presupuesta la
condición de nuestro ingenio, y la cualidad y muchedumbre de nuestras
enfermedades y daños, y la corrupción que había en nuestro cuerpo, y el poder
que por ella tenía en nuestra alma el demonio, y las penas a que la condenaban
sus culpas, y el enojo y la enemistad contra nosotros de Dios, no podía hacerse
ni venir a colmo si Cristo no fuera pastor que nos apacentara y guiara, y oveja
que nos alimentara y vistiera, y hostia que se ofreciera por nuestras culpas, y
sacerdote que interviniera por nosotros y nos desenojara a su Padre, y león que
despedazara al león enemigo, y cordero que llevara sobre sí los pecados del
mundo, y vid que nos comunicara su jugo, y puerta que nos metiera en el cielo,
y médico que curara mil llagas, y verdad que nos sacara de error, y luz que nos
alumbrara los pies en la noche de esta vida oscurísima, y, finalmente, sol de
justicia que en nuestras almas, ya libres por Él, naciendo en el centro de
ellas, derramara por todas las partes de ellas sus lucidos rayos para hacerlas
claras y hermosas. Y así el nombre de Jesús está en todos los nombres que Cristo tiene, porque
todo lo que en ellos hay se endereza y encamina a que Cristo sea
perfectamente Jesús. Como
escribe bien San Bernardo, diciendo:
«Dice Isaías: Será llamado admirable, consejero, Dios, fuerte, padre del siglo futuro,
príncipe de paz. Ciertamente, grandes nombres son éstos; mas
¿qué se ha hecho del nombre que es sobre todo nombre, el nombre de Jesús, a quien se doblan todas las rodillas? Sin
duda hallarás este nombre en todos estos nombres que he dicho, pero derramado
por cierta manera, porque de él es lo que la Esposa amorosa dice: Ungüento derramado tu nombre. Porque de
todos estos nombres resulta un nombre, Jesús, de manera que no lo fuera ni se lo llamara si alguno de
ellos le faltara por caso. ¿Por ventura cada uno de nosotros no ve en sí, y en
la mudanza de sus voluntades, que se llama Cristo admirable? Pues eso es ser Jesús. Porque el principio de nuestra salud es,
cuando comenzamos a aborrecer lo que antes amábamos, dolernos de lo que nos
daba alegría, abrazarnos con lo que nos ponía temor, seguir lo que huíamos, y
desear con ansia lo que desechábamos con enfado. Sin duda, admirable es quien hace tan grandes maravillas.
Mas conviene que se muestre también consejero en el escoger de la penitencia y
en el ordenar de la vida, porque acaso no nos lleve el celo demasiado, ni le
falte prudencia al buen deseo. Pues también es menester que experimentemos que
es Dios, conviene a saber, en el perdonar lo pasado, porque no hay sin este
perdón salud, ni puede nadie perdonar pecados sino es sólo Dios. Mas ni aun
esto basta para salvarnos, si no se nos mostrare ser fuerte, defendiéndonos de
quien nos guerrea, para que no venzan los antiguos deseos, y sea peor que lo
primero lo postrero. ¿Paréceos que falta algo para quien es, por nombre y por
oficio, Jesús? Sin duda
faltara una cosa muy grande, si no se llamara y si no fuera padre del siglo futuro, para que
engendre y resucite a la vida sin fin a los que somos engendrados para la
muerte de los padres de este presente siglo. Ni aun esto bastara si, como príncipe de paz, no nos pacificara a su
Padre, a quien hará entrega del reino.»
De lo cual todo, San
Bernardo concluye que los nombres que Cristo tiene son todos necesarios para
que se llame enteramente Jesús, porque, para ser lo que este nombre dice, es menester
que tenga Cristo y que haga lo que significan todos los otros nombres. Y así,
el nombre de Jesús es
propio nombre suyo entre todos. Y es suyo propio también porque, como el mismo
Bernardo dice, no le es nombre postizo, sino nacido nombre, y nombre que le
trae embebido en el ser; porque, como diremos en su lugar, su ser de Cristo
es Jesús, porque
todo cuanto en Cristo hay es salvación y salud. La cual, demás de lo dicho,
quiso Cristo que fuese su nombre propio para declararnos su amor. Porque no
escogió para nombrarse ningún otro título suyo de los que no miran a nosotros,
teniendo tantas grandezas en sí, cuanto es justo que tenga en quien, como San
Pablo dice, reside de asiento y como corporalmente toda la riqueza divina, sino
escogió para su nombre propio lo que dice los bienes que en nosotros hace y la
salud que nos da, mostrando clarísimamente lo mucho que nos ama y estima, pues
de ninguna de sus grandezas se precia ni hace nombre sino de nuestra salud.
Que es lo mismo que a
Moisés dijo en el Éxodo cuando le preguntaba su nombre, para poder decir a
los hijos de Israel que Dios le enviaba; porque dice allí así: «De esta manera
dirás a los hijos de Israel: El Señor Dios de vuestros padres, Dios de Abraham
y Dios de Isaac y Dios de Jacob, me envía a vosotros; que éste es mi nombre
para siempre, y mi apellido en la generación de las generaciones.» Dice que es
su nombre Dios de Abraham, por razón de lo que hasta ahora ha hecho y hará
siempre por sus hijos de Abraham, que son todos los que tienen su fe. Dios que
nace de Abraham, que gobierna a Abraham, que lo defiende, que lo multiplica,
que lo repara y redime y bendice, esto es, Dios que es Jesús de Abraham.
Y dice que este nombre
es el nombre propio suyo, y el apellido que Él más ama, y el título por donde quiere
ser conocido y de que usa y usará siempre, y señaladamente en la generación de
las generaciones, esto es, en el renacer de los hombres nacidos y en el salir a
la luz de la justicia los que habían ya salido a esta visible luz llenos de
miseria y de culpa, porque en ellos propiamente, y en aquel nacimiento, y en lo
que le pertenece y se le sigue, se muestra Cristo a la clara Jesús. Y como en el monte (cuando Moisés subió a
ver la gloria de Dios, porque Dios le había prometido mostrársela, cuando le
puso en el hueco de la peña, y le cubrió con la mano y le pasó por delante),
cuanto mostró a Moisés de sí lo encerró en estas palabras que le dijo: «Yo soy
amoroso entrañablemente, compasivo, ancho de narices, sufrido y de mucha
espera, grande en perdón, fiel y leal en la palabra, que extiendo mis bienes
por mil generaciones de hombres.» Como diciendo que su ser es misericordia, y
de lo que se precia es piedad, y que sus grandezas y perfecciones se resumen en
hacer bien, y que todo cuanto es y cuanto quiere ser es blandura y amor. Así,
cuando se mostró visible a los ojos, no subiendo nosotros al monte, sino
descendiendo Él a nuestra bajeza, todo lo que de sí nos descubre es Jesús. Jesús es su ser, Jesús son sus obras, y Jesús es su nombre, esto es, piedad y salud.
Más. Quiso Cristo tomar
por nombre propio a la salud, que es Jesús, porque salud no es un solo bien, sino una universalidad
de bienes innumerables. Porque en la salud están las fuerzas, y la ligereza del
movimiento, y el buen parecer, y la habla agradable, y el discurso entero de la
razón, y el buen ejercicio de todas las partes y de todas las obras del hombre.
El bien oír, el buen ver y la buena dicha y la industria, la salud la contiene
en sí misma. Por manera que salud es una preñez de todos los bienes. Y así,
porque Cristo es esta preñez verdaderamente, por eso este nombre es el que más
le conviene, porque Cristo, así como en la divinidad es la idea y el tesoro y
la fuente de todos los bienes, conforme a lo que poco ha se decía, así, según
la humanidad, tiene todos los reparos y todas las medicinas y todas las saludes
que son menester para todos.
Y así, es bien y salud
universal, no sólo porque a todos hace bien, ni solamente porque tiene en sí la
salud que es menester para todos los males, sino también porque en cada uno de
los suyos hace todas las saludes y bienes. Porque, aunque entre los justos hay
grados, así en la gracia que Dios les da como en el premio que les dará de la
gloria, pero ninguno de ellos hay que no tenga por Cristo no sólo todos los
reparos que son necesarios para librarse del mal, sino también todos los bienes
que son menester para ser ricos perfectamente. Esto es, que no hay de ellos
ninguno a quien al fin Jesús no les dé salud perfecta en todas sus potencias y
partes, así en el alma y sus fuerzas, como en el cuerpo y sus sentidos.
Por manera que en cada
uno hace todas las saludes que en todos, limpiando la culpa, dando libertad del
tirano, rescatando del infierno, vistiendo con la gracia, comunicando su mismo
espíritu, enviando sobre ellos su amparo, y, últimamente, resucitando y
glorificando los sentidos y el cuerpo. Y lo uno y lo otro (las muchas saludes
que Cristo hace en cada uno de los suyos, y la copia universal que en sí tiene
de salud Jesús), dice
David maravillosamente en el verso cuarto del Salmo ciento nueve, que yo
declaré ayer por una manera, y vos, Juliano, poco ha lo declarasteis en otra; y
consintiéndolas la letra todas, admite también la tercera, porque le podemos
muy bien leer así: «Tu pueblo, noblezas en aquel día; tu ejército, noblezas en
los resplandores santos; que más que el vientre y más que la mañana hay en Ti
rocío de tu nacimiento.»
Porque dice que en el
día que amanecerá cuando se acabare la noche de este Siglo oscurísimo -que es
verdaderamente día porque no camina a la noche, y día porque resplandecerá en
Él la verdad, y así será día de resplandores santísimos, porque el resplandor
de los justos, que ahora se esconde en su pecho de ellos, saldrá a luz entonces
y se descubrirá en público, y les resplandecerá por los ojos y por la cara y
por todos los sentidos del cuerpo-, pues en aquel día, que es día, todo el
pueblo de Cristo será noblezas. Que llama pueblo de Cristo a los justos solos,
porque en la Escritura ellos son los que se llaman pueblo de Dios, dado que
Cristo es universal Señor de todas las cosas.
Y a los mismos que llama
pueblo, llama después ejército o escuadrón, o, puntualmente, como suena la
letra original, poderío de Cristo, según que en el español antiguo
llamaban poderes al
ayuntamiento de gentes de guerra. Y llama a los justos así, no porque ellos
hacen a Cristo poderoso, como en la tierra los muchos soldados hacen poderosos
los reyes, sino porque son prueba del grandísimo poder de Cristo todos juntos y
cada uno por sí: del poder, digo, de su virtud, y de la eficacia de su
espíritu, y de la fuerza de sus manos no vencidas, con que los sacó de la
postrera miseria a la felicidad de la vida.
Pues este pueblo y
escuadrón de Cristo lucido, dice que todo es noblezas; porque cada uno de ellos
es no una nobleza, sino muchas noblezas; no una salud, sino muchas saludes, por
razón de las no numerables saludes que Cristo en ellos pone por su nobleza
infinita, cercándolos de salud y levantando por todas sus almenas de ellos
señal de victoria. Lo cual puede bien hacer Jesucristo por lo que se sigue, y
es: que tiene en sí rocío de su nacimiento, más que vientre y más que aurora.
Porque rocío llama la eficacia de Cristo y la fuerza del espíritu que da, que
en las divinas Letras suele tener nombre de agua; y llámale rocío de
nacimiento, porque hace con él que nazcan los suyos a la buena vida y a, la
dichosa vida; y nómbrale su nacimiento, porque lo hace Él, y porque, naciendo
ellos en Él, Él también nace en ellos. Y dice: «Más que vientre y más que
aurora», para significar la eficacia, y la copia de este rocío. La eficacia, como diciendo que con
el rocío de Jesús, que en sí
tiene, saca los suyos a luz de vida bienaventurada, muy más presto y muy más
cierto que sale el sol al aurora, o que nace el parto maduro del vientre lleno.
Y la copia, de esta
manera: que tiene Cristo en sí más rocío de Jesús, para serlo, que cuanto llueve por las
mañanas el cielo, y cuanto envían las fuentes y sus manantiales, que son como
el vientre donde se conciben y de donde salen las aguas. Y así son, como suena
la palabra original, la madre de ellas. Y, en castellano, la canal por donde el
río corre, decimos que es la madre del río.
Pero vamos más adelante.
La salud es un bien que consiste en proporción y en armonía de cosas
diferentes, y es una como música concertada que hacen entre sí los humores del
cuerpo. Y lo mismo es el oficio que Cristo hace, que es otra causa por que se
llama Jesús. Porque no
solamente, según la divinidad, es la armonía y la proporción de todas las
cosas, mas también según la humanidad es la música y la buena correspondencia
de todas las partes del mundo.
Que dice así el Apóstol
que «pacifica con su sangre, así lo que está en el cielo como lo que reside en
la tierra.» Y en otra parte dice también que quitó de por medio la división que
había entre los hombres y Dios, y en los hombres entre sí mismos, unos con
otros, los gentiles con los judíos, y que hizo de ambos uno. Y por lo mismo es
llamado «piedra (en el Salmo) puesta en la cabeza del ángulo.» Porque es la paz
de todo lo diferente, y el nudo que ata en sí lo visible con lo que no se ve, y
lo que concierta en nosotros la razón y el sentido, y es la melodía acordada y
dulce sobre toda manera, a cuyo santo sonido todo lo turbado se aquieta y
compone. Y así es Jesús con verdad.
Demás de esto, llámase
Cristo Jesús y Salud, para que por este su nombre entendamos cuál
es su obra propia y lo que hace señaladamente en nosotros; esto es, para que
entendamos en que consiste nuestro bien y nuestra santidad y justicia, y lo que
hemos de pedirle que nos dé, y esperar de Él que nos lo dará. Porque así como
la salud en el enfermo no está en los refrigerantes que le aplican por defuera,
ni en las epítimas que en el corazón le ponen, ni en los regalos que para su
salud ordenan los que le aman y curan, sino consiste en que, dentro de él, sus
cualidades y humores, que excedían el orden, se compongan y se reduzcan a
templanza debida, y, hecho esto en lo secreto del cuerpo, luego, lo que parece
de fuera, sin que se le aplique cosa alguna, se templa y cobra su buen parecer
y su color conveniente, así es salud Cristo, porque el bien que en nosotros
hace es como esta salud: bien propiamente, no de sola apariencia ni que toca
solamente en la sobrehaz y en el cuero, sino bien secreto y lanzado en las
venas, y metido y embebido en el alma, y bien, no que solamente pinta las
hojas, sino que propia y principalmente mundifica la raíz y la fortifica. Por
donde decía bien el Profeta: «Regocíjate, hija de Sión, derrama loores, porque
el Santo de Israel está en medio de ti.» Esto es, no alderredor de ti, sino
dentro de tus entrañas, en tus tuétanos mismos, en el meollo de tu corazón, y
verdaderamente de tu alma en el centro.
Porque su obra propia de
Cristo es ser salud y Jesús, conviene a saber, componer entre sí y con Dios las
partes secretas del alma, concertar sus humores e inclinaciones, apagar en ella
el secreto y arraigado fuego de sus pasiones y malos deseos; que el componer
por de fuera el cuerpo y la cara, y el ejercicio exterior de las ceremonias -el
ayunar, el disciplinar, el velar, con todo lo demás que a esto pertenece-,
aunque son cosas santas si se ordenan a Dios, así por el buen ejemplo que
reciben de ellas los que las miran, como porque disponen y encaminan el alma
para que Cristo ponga mejor en ella esta secreta salud y justicia que digo; mas
la santidad formal y pura, y la que propiamente Cristo hace en nosotros, no
consiste en aquello.
Porque su obra es salud,
que consiste en el concierto de los humores de dentro, y esas cosas son posturas
y refrigerantes o fomentaciones de fuera, que tienen apariencia de aquella
salud y se enderezan a ella, mas no son ella misma como parece. Y, como ayer
largamente decíamos, todas esas son cosas que otros muchos, antes de Cristo y
sin Él, las supieron enseñar a los hombres y los indujeron a ellas, y les
tasaron lo que habían de comer, y les ordenaron la dieta, y les mandaron que se
lavasen y ungiesen, y les compusieron los ojos, los semblantes, los pasos, los
movimientos; mas ninguno de ellos puso en nosotros salud pura y verdadera que
sanase lo secreto del hombre y lo compusiese y templase, sino sólo Cristo que
por esta causa es Jesús.
¡Qué bien dice acerca de
esto el glorioso Macario! «Lo propio, dice, de los cristianos no consiste en la
apariencia y en el traje y en las figuras de fuera, así como piensan muchos,
imaginándose que para diferenciarse de los demás les bastan estas
demostraciones y señales que digo, y, cuanto a lo secreto del alma y a sus
juicios, pasa en ellos lo que en los del mundo acontece, que padecen todo lo
que los demás hombres padecen, las mismas turbaciones de pensamientos, la misma
inconstancia, las desconfianzas, las angustias, los alborotos. Y diferéncianse
del mundo en el parecer y en la figura del hábito y en unas obras exteriores
bien hechas; mas en el corazón y en el alma están presos con las cadenas del
suelo, y no gozan en lo secreto, ni de la quietud que da Dios ni de la paz
celestial del espíritu, porque ni ponen cuidado en pedírsela, ni confían que le
placerá dársela. Y ciertamente la nueva criatura, que es el cristiano perfecto
y verdadero, en lo que se diferencia de los hombres del siglo es en la
renovación del espíritu y en la paz de los pensamientos y afectos, en el amar a
Dios y en el deseo encendido de los bienes del cielo, que esto fue lo que
Cristo pidió para los que en Él creyesen: que recibiesen estos bienes
espirituales. Porque la gloria del cristiano, y su hermosura y su riqueza, la
del cielo es, que vence lo que se puede decir, y que no se alcanza sino con trabajo
y con sudor y con muchos trances y pruebas, y principalmente con la gracia
divina.» Esto es de San Macario.
Que es también aviso
nuestro, que, por una parte, nos enseña a conocer en las doctrinas y caminos de
vivir que se ofrecen, si son caminos y enseñanzas de Cristo; y, por otra, nos
dice, y como pone delante de los ojos, el blanco del ejercicio santo y aquello
a que hemos de aspirar en él, sin reposar hasta que lo consigamos. Que cuanto a
lo primero, de las enseñanzas y caminos de vida, hemos de tener por cosa
certísima que la que no mirare a este fin de salud, la que no tratare de
desarraigar del alma las pasiones malas que tiene, la que no procurare criar en
el secreto de ella orden, templanza, justicia, por más que de fuera parezca
santa, no es santa, y por más que se pregone de Cristo, no es de Cristo; porque
el nombre de Cristo es Jesús y Salud, y el oficio de ésta es sobresanar por de fuera. La obra
de Cristo propia es renovación del alma y justicia secreta; la de ésta son
apariencias de salud y justicia. La definición de Cristo es ungir, quiero decir que Cristo es lo mismo que
unción, y de la unción es ungir, y la unción y el ungir es cosa que penetra a
los huesos, y este otro negocio que digo es embarnizar, y no ungir. De sólo
Cristo es el deshacer las pasiones; esto no las deshace, antes las sobredora
con colores y demostraciones de bien. ¿Qué digo no deshace? Antes vela con
atención sobre ellas, para, en conociendo a do tiran, seguirlas y cebarlas y
encaminarlas a su provecho. Así que la doctrina o enseñamiento que no hiciere,
cuanto en sí es, esta salud en los hombres, si es cierto que Cristo se
llama Jesús, porque la
hace siempre, cierto será que no es enseñamiento de Cristo.
-También será cierto,
Marcelo, que no hay en esta edad en la Iglesia enseñamientos de la cualidad que
decís.
-Por cierto lo tengo,
Sabino -respondió Marcelo-, mas halos habido y puédelos haber cada día, y, por
esta causa, es el aviso conveniente.
-Sin duda conveniente
-dijo Juliano- y necesario. Porque si no lo fuera, no nos apercibiera Cristo en
el Evangelio, como nos apercibe, acerca de los falsos profetas; porque falsos
profetas son los maestros de estos caminos, o, por decir lo que es, esos mismos
enseñamientos vacíos de verdad son los profetas falsos, por de fuera como
ovejas en las apariencias buenas que tienen, y, dentro, robadores lobos por las
pasiones fieras que dejan en el alma como en su cueva.
-Y ya que no haya ahora
-tomó Marcelo a decir- mal tan desvengonzado como ese, pero sin duda hay algunas
cosas que tiran a él y le parecen. Porque, decidme, Sabino, ¿no habréis visto
alguna vez, u oído decir, que, para inducir al pueblo a limosna, algunos les
han ordenado que hagan alarde y se vistan de fiesta y, con pífano y tambor, y
disparando los arcabuces en competencia los unos de los otros, vayan a hacerla?
Pues esto ¿qué es sino seguir el humor vicioso del hombre, y no desarraigarle
la mala pasión de vanidad, sino aprovecharse de ella y dejársela más asentada,
dorándosela con el bien de la limosna de fuera? ¿Qué es sino atender agudamente
a que los hombres son vanos, y amigos de presunción, e inclinados a ser loados
y aparecer más que los otros, porque son así, no irles a la mano en estos sus
malos siniestros, ni procurar librarlos de ellos, ni apurarles las almas
reduciéndolas a la salud de Jesús, sino sacar provecho de ellos para interés nuestro o
ajeno, y dejárselos más fijos y firmes? Que no porque mira a la limosna, que es
buena, es justo y bueno poner en obra, y traer a ejecución, y arraigar más con
el hecho la pasión y vanidad de la estima misma que vivía en el hombre. Ni es
tanto el bien de la limosna que se hace como es el daño que se recibe en la
vanidad de nuestro pecho, y en el fruto que se pierde, y en la pasión que se
pone por obra. Y, por el mismo caso, se afirma más, y queda no solamente más
arraigada, sino, lo que es mucho peor, aprobada y como santificada con el
nombre de piedad, y con la autoridad de los que inducen a ello, que a trueque
de hacer por de fuera limosneros los hombres, los hacen más enfermos en el alma
de dentro, y más ajenos de la verdadera salud de Cristo: que es contrario
derechamente de lo que pretende Jesús, que es salud.
Y, aunque pudiéramos
señalar otros ejemplos, bástenos por todos los semejantes el dicho, y vengamos
a lo segundo que dije, que Cristo, llamándose Jesús y Salud, nos demuestra a nosotros el único y
verdadero blanco de nuestra vida y deseo. Que es más claramente decir que, pues
el fin del cristiano es hacerse uno con Cristo, esto es, tener a Cristo en sí,
transformándose en Él, y pues Cristo es Jesús, que es salud, y pues la salud no es el estar vendado o
fomentado o refrescado por de fuera el enfermo, sino el estar reducidos a
templada armonía los humores secretos, entienda el que camina a su bien que no
ha de parar antes que alcance esta santa concordia del alma, porque, hasta
tenerla, no conviene que él se tenga por sano, esto es, por Jesús. Que no ha de
parar, aunque haya aprovechado en el ayuno, y sepa bien guardar el silencio, y
nunca falte a los cantos del coro, y aunque ciña el cilicio, y pise sobre el
hielo desnudos los pies, y mendigue lo que come y lo que viste paupérrimo, si
entre esto bullen las pasiones en él, si vive el viejo hombre y enciende sus
fuegos, si se atufa en el alma la ira, si se hincha la vanagloria, si se ufana
el propio contento de sí, si arde la mala codicia; finalmente, si hay respetos
de odios, de envidias, de pundonores, de emulación y de ambición. Que si esto
hay en él, por mucho que le parezca que ha hecho y que ha aprovechado en los
ejercicios que referí, téngase por dicho que aún no ha llegado a la salud, que
es Jesús.
Y sepa y entienda que
ninguno, mientras que no sanó de esta salud, entra en el cielo ni ve la clara
vista de Dios. Como dice San Pablo: «Amad la paz y la santidad, sin la cual no
puede ninguno ver a Dios.» Por tanto, despierte el que así es, y conciba ánimo
fuerte, y puestos los ojos en este blanco que digo y esperando en Jesús,
alargue el paso a Jesús. Y pídale a la Salud que le sea salud, y en cuanto no lo
alcanzare, no cese ni pare, sino, como dice de sí San Pablo, «Olvidando lo
pasado y extendiendo con el deseo las manos a lo porvenir, corra y vuele a la
corona que les está puesta delante.»
Pues qué, ¿es malo el
ayuno, el cilicio, la mortificación exterior? No es sino bueno; mas es bueno
como medicinas que ayudan, pero no como la misma salud; bueno como emplastos,
pero como emplastos que ellos mismos son testigos que estamos enfermos; bueno
como medio y camino para alcanzar la justicia, pero no como la misma justicia;
bueno unas veces como causas, y otras como señales de ánimo concertado o que
ama el concierto, pero no como la misma santidad y concierto del ánimo. Y como
no es ella misma, acontece algunas veces que se halla sin ella, y es entonces
hipocresía y embuste, a lo menos es inútil y sin fruto sin ella.
Y como debemos condenar
a los herejes que condenan contra toda la razón esta muestra de santidad
exterior, la cual ella en sí es hermosa y dispone el alma para su verdadera
hermosura, y es agradable a Dios y merecedora del cielo cuando nace la
hermosura de dentro; así, ni más ni menos, debemos avisar a los fieles que no
está en ella el paradero de su camino, ni menos es su verdadero caudal, ni su
justicia, ni su salud; la que de veras sana y ajusta su alma, y la que es
necesaria para la vida que siempre dura, y la que, finalmente, es propia obra
de Cristo Jesús. Que sería negocio de lástima que, caminando a Dios, por haber
parado antes de tiempo, o por haber hecho hincapié en lo que sólo era paso, se hallasen
sin Dios a la postre; y, proponiéndose llegar a Jesús, por no entender qué
es Jesús, se
hallasen miserablemente abrazados con Solón o con Pitágoras, o, cuando más, con
Moisés; porque Jesús es
salud, y la salud es la justicia secreta y la compostura del alma que, luego
que reina en ella, echa de sí rayos que resplandecen de fuera, y serenan y
componen y hermosean todos los movimientos y ejercicios del cuerpo.
Y como es mentira y
error tener por malas, o por no dignas de premio, estas observancias de fuera,
así también es perjuicio y engaño pensar que son ellas mismas la pura salud de
nuestra alma, y la justicia que formalmente nos hace amables en los ojos de
Dios, que esa propiamente es Jesús, esto es, la salud que derechamente hace dentro de
nosotros, y no sin nosotros, Jesús. Que es lo que hemos dicho, y por quien San Pablo,
hablando de Cristo, dice que «fue determinado ser hijo de Dios en fortaleza,
según el espíritu de la santificación en la resurrección de los muertos de
Jesucristo.» Que es como si más extendidamente dijera que el argumento cierto y
la razón y señal propia por donde se conoce que Jesús es el verdadero Mesías,
Hijo de Dios prometido en la ley, como se conoce por su propia definición una
cosa, es porque es Jesús; esto es, por la obra de Jesús que hizo, que era obra reservada por
Dios, y por su ley y profetas, para sólo el Mesías. Y ésta ¿qué fue? Su
poderío, dice, y fortaleza grande. Mas ¿en que la ejercitó y declaró? En el
espíritu, dice, de la santificación; conviene a saber: en que santifica a los
suyos, no en la sobrehaz y corteza de fuera, sino con vida y espíritu. Lo cual
se celebra en la resurrección de los muertos de Jesucristo, esto es, se celebra
resucitando Cristo sus muertos, que es decir, los que murieron en Él cuando Él murió
en la cruz, a los cuales Él después, resucitado, comunica su vida. Que como la
muerte que en Él padecimos es causa que muera nuestra culpa cuando, según Dios,
nacemos, así su resurrección, que también fue nuestra, es causa que, cuando
muere en nosotros la culpa, nazca la vida de la justicia, como ayer mañana
dijimos.
Así que, según que
decía, el condenar la ceremonia es error, y el poner en ella la proa y la popa
de la justicia es engaño. El medio de estos extremos es lo derecho, que la
ceremonia es buena cuando sirve y ayuda a la verdadera santificación del alma,
porque es provechosa, y cuando nace de ella es mejor porque es merecedora del
cielo, mas que no es la pura y la viva salud que Cristo en nosotros hace, y
porque se llama Jesús.
Digo más. No se
llama Jesús así
porque solamente hace la salud que decimos, sino porque es Él mismo esa salud.
Porque aunque sea verdad, como de hecho lo es, que Cristo en los que santifica
hace salud y justicia por medio de la gracia que en ellos pone asentada y como
apegada en su alma, mas sin eso, como decíamos ayer, Él mismo, por medio de su
espíritu, se junta con ella y, juntándose, la sana y agracia; y esa misma
gracia que digo que hace en el alma, no es otra cosa sino como un resplandor
que resulta en ella de su amable presencia. Así que Él mismo por sí, y no
solamente por su obra y efecto, es la salud.
Dice bien San Macario. Y
dice de esta manera: «Como Cristo ve que tú le buscas y que tienes en Él toda
tu esperanza siempre puesta, acude luego Él y te da caridad verdadera, esto es,
dásete a sí; que, puesto en ti, se te hace todas las cosas paraíso, árbol de
vida, preciosa perla, corona, edificador, agricultor, compasivo, libre de toda
pasión, hombre, Dios, vino, agua vital, oveja, esposo, guerrero y armas de guerra,
y, finalmente, Cristo, que es todas las cosas en todos.» Así que el mismo
Cristo abraza con nuestro espíritu el suyo y, abrazándose, le viste de sí,
según San Pablo dice: «Vestíos de nuestro Señor Jesucristo.» Y, vistiéndole, le
reduce y sujeta a sí mismo, y se cala por él totalmente.
Porque se debe advertir
que, así como toda la masa es desalada y desazonada de suyo, por donde se
ordenó la levadura que le diese sabor, a la cual con verdad podremos llamar, no
sólo la sazonadora, sino la misma sazón de la masa, por razón de que la sazona
no apartada de ella, sino junta con ella, adonde ella por sí cunde por la masa
y la transforma y sazona, así, porque la masa de los hombres estaba toda dañada
y enferma, hizo Dios un Jesús, digo una humana salud que, no solamente estando
apartada, sino juntándose, fuese salud de todo aquello con quien se juntase y
mezclase, y así Él se compara a levadura a sí mismo. De arte que, como el
hierro que se enciende del fuego, aunque en el ser es hierro y no fuego en el
parecer es fuego y no hierro, así Cristo, ayuntado conmigo y hecho totalmente
señor de mí, me apura de tal manera de mis daños y males, y me incorpora de tal
manera en sus saludes y bienes, que yo ya no parezco yo, el enfermo que era, ni
de hecho soy ya el enfermo, sino tan sano, que parezco la misma salud que
es Jesús.
¡Oh bienaventurada
salud! ¡Oh Jesús dulce,
dignísimo de todo deseo! ¡Si ya me viese yo, Señor, vencido enteramente de Ti!
¡Si ya cundieses, oh salud, por mi alma y mi cuerpo! ¡Si me apurases ya de mi escoria,
de toda esta vejez! ¡Si no viniese, ni pareciese, ni luciese en mí sino Tú!
¡Oh, si ya no fuese quien soy! Que, Señor, no veo cosa en mí que no sea digna
de aborrecimiento y desprecio. Casi todo cuanto nace de mí, son increíbles
miserias; casi todo es dolor, imperfección, malatía y poca salud.
Y como en el libro de
Job se escribe: «cada día siento en mí nuevas lástimas; y, esperando ver el fin
de ellas, he contado muchos meses vacíos, y muchas noches dolorosas han pasado
por mí. Cuando viene el sueño me digo: ¿si amanecerá mi mañana? Y cuando me
levanto, y veo que no me amanece, alargo a la tarde el deseo. Y vienen las
tinieblas, y vienen también mis ages y mis flaquezas, y mis dolores más
acrecentados con ellas. Vestida está y cubierta mi carne de mi corrupción
miserable; y de las torpezas del polvo que me compone, están ya secos y
arrugados mis cueros. Veo, Señor, que se pasan mis días, y que me han volado
mucho más que vuela la lanzadera en la tela; acabados casi los veo, y aún no
veo, Señor, mi salud. Y si se acaban, acábase mi esperanza con ellos.
Miémbrate, Señor, que es ligero viento mi vida, y que si paso sin alcanzar este
bien, no volverán jamás mis ojos a verle. Si muero sin Ti, no me verán para
siempre en descanso los buenos. Y tus mismos ojos, si los enderezares a mí, no
verán cosa que merezca ser vista.» Yo, Señor, me desecho, me despojo de mí, me
huyo y desamo, para que no habiendo en mí cosa mía, seas Tú sólo en mí todas
las cosas: mi ser, mi vivir, mi salud, mi Jesús.
Y dicho esto, calló
Marcelo, todo encendido en el rostro; y, suspirando muy sentidamente, tornó
luego a decir:
-No es posible que hable
el enfermo de la salud, y que no haga significación de lo mucho que le duele el
verse sin ella. Así que me perdonaréis, Juliano y Sabino, si el dolor, que vive
de continuo en mí, de conocer mi miseria, me salió a la boca ahora y se derramó
por la lengua.
Y tornó a callar, y dijo
luego:
-Cristo, pues, se
llama Jesús porque
Él mismo es salud; y no por esto solamente, sino también porque toda la salud
es sólo Él. Porque siempre que el nombre que parece común se da a uno por su
nombre propio y natural, se ha de entender que aquel a quien se da tiene en sí
toda la fuerza del nombre; como, si llamásemos a uno por su nombre Virtud, no queremos decir que tiene virtud como
quiera, sino que se resume en él la virtud. Y por la misma manera, ser Salud el propio nombre de Cristo, es decir
que es por excelencia salud, o que todo lo que es salud y vale para salud está
en Él. Y como haya en la salud, según los sujetos, diferentes saludes (que una
es la salud del alma y otra es la del cuerpo, y en el cuerpo tiene por sí salud
la cabeza y el estómago y el corazón y las demás partes del hombre), ser Cristo
por excelencia salud y nuestra salud, es decir que es toda la salud, y que Él
todo es salud, y salud para todas enfermedades y tiempos. Es toda la salud
porque, como la razón de la salud, según dicen los médicos, tiene dos partes
(una que la conserva y otra que la restituye; una que provee lo que la puede
tener en pie, otra que receta lo que la levanta si cae); y como así la una como
la otra tienen dos intenciones solas a que enderezan como a blanco sus leyes:
aplicar lo bueno y apartar lo dañoso; y como en las cosas que se comen para
salud, unas son para que críen sustancia en el cuerpo, y otras para que le
purguen de sus malos humores; unas que son mantenimiento, otras que son
medicina; así esta salud, que llamamos Jesús, porque es cabal y perfecta salud, puso en sí estas dos
partes juntas: lo que conserva la salud, y lo que la restituye cuando se
pierde; lo que la tiene en pie, y lo que la levanta caída; lo que cría buena
sustancia, y lo que purga nuestra ponzoña.
Y como es pan de vida,
como Él mismo se llama, se quiso amasar con todo lo que conviene para estos dos
fines: con lo santo, que hace vida, y con lo trabajoso y amargo, que purga lo
vicioso. Y templóse y mezclóse, como si dijésemos, por una parte, de la
pobreza, de la humildad, del trabajarse, del ser trabajado, de las afrentas, de
los azotes, de las espinas, de la cruz, de la muerte (que cada cosa para el
suyo, y todas son tósigo para todos los vicios), y, por otra parte, de la
gracia de Dios, y de la sabiduría del cielo, y de la justicia santa, y de la
rectitud, y de todos los demás dones del Espíritu Santo, y de su unción
abundante sobre toda manera, para que, amasado y mezclado así, y compuesto de
todos aquestos simples, resultase de todos un Jesús de veras y una salud perfectísima que
allegase lo bueno y apartase lo malo, que alimentase y purgase. Un Pan
verdaderamente de vida, que, comido por nosotros con obediencia y con viva fe,
y pasado a las venas, con lo amargo desarraigase los vicios y con lo santo
arraigase la vida. De arte que, comidas en Él sus espinas, purgasen nuestra
altivez; y sus azotes, tragados en Él por nosotros, nos limpiasen de lo que es
muelle y regalo; y su cruz, en Él comida de mí, me apurase del amor de mí
mismo; y su muerte, por la misma manera, diese fin a mis vicios. Y al revés,
comiendo en Él su justicia, se criase justicia en mi alma, y, traspasando a mi
estómago su santidad y gracia, se hiciese en mí gracia y santidad verdadera, y
naciese en mí sustancia del cielo, que me hiciese hijo de Dios, comiendo en Él
a Dios hecho hombre, que, estando en nosotros, nos hiciese a la manera que es
Él, muertos al pecado y vivos a la justicia, y nos fuese verdadero Jesús.
Así que es Jesús porque es toda la salud. Es
también Jesús porque
es salud todo Él. Son salud sus palabras; digo, son Jesús sus palabras, son Jesús sus obras, su vida es Jesús y su muerte es Jesús. Lo que hizo, lo que pensó, lo que padeció,
lo que anduvo, vivo, muerto, resucitado, subido y asentado en el cielo, siempre
y en todo es Jesús. Que con la vida nos sana y con la muerte nos da salud, con
sus dolores quita los nuestros, y, como Isaías dice, «Somos hechos sanos con
sus cardenales.» Sus llagas son medicina del alma, con su sangre vertida se
repara la flaqueza de nuestra virtud. Y no sólo es Jesús y Salud con su doctrina, enseñándonos el camino
sano y declarándonos el malo y peligroso, sino también con el ejemplo de su
vida y de sus obras hace lo mismo. Y no sólo con el ejemplo de ellas nos mueve
al bien y nos incita y nos guía, sino con la virtud saludable que sale de
ellas, que la comunica a nosotros, nos aviva y nos despierta y nos purga y nos
sana.
Llámase, pues, con
justicia Jesús, quien,
todo Él, por dondequiera que se mire, es Jesús. Que como del árbol de quien San Juan en el
Apocalipsis escribe se dice que estaba plantado por ambas partes de la ribera
del río de agua viva que salía de la silla de Dios y de su cordero, y que sus
hojas eran para salud de las gentes, así esta santa humanidad, arraigada a la
corriente del río de las aguas vivas, que son toda la gracia del Espíritu
Santo, y regada y cultivada con ellas, y que rodea sus riberas por ambas
partes, porque las abraza y contiene en sí todas, no tiene hoja que no
sea Jesús, que no sea
vida, que no sea remedio de males, que no sea medicina y salud.
Y llevaba también este
árbol, como San Juan allí dice, doce frutas, en cada mes del año la suya,
porque, como decíamos, es Jesús y Salud, no para una enfermedad sola, o para una parte de
nosotros enferma, o para una sazón o tiempo tan solamente, sino para todo
accidente malo, para toda llaga mortal, para toda apostema dolorosa, para todo
vicio, para todo sujeto vicioso, ahora y en todo tiempo es Jesús. Que no solamente nos sana el alma perdida,
mas también da salud al cuerpo enfermo y dañado. Y no los sana solamente de un
vicio, sino de cualquiera vicio que haya habido en ellos, o que haya, los sana.
Que a nuestra soberbia es Jesús, con su caña por cetro; y con su púrpura, por escarnio
vestida, para nuestra ambición es Jesús. Su cabeza, coronada con fiera y desapiadada corona,
es Jesús en
nuestra mala inclinación al deleite; y sus azotes y todo su cuerpo dolorido, en
lo que en nosotros es carnal y torpe, es Jesús. Eslo, para nuestra codicia, su desnudez;
para nuestro coraje, su sufrimiento admirable; para nuestro amor propio, el
desprecio que siempre hizo de sí.
Y así la Iglesia,
enseñada del Espíritu Santo y movida por Él, en el día en que cada año
representa la hora cuando esta Salud se sazonó para nosotros en el lugar de la cruz,
como presentándola delante de Dios y mostrándosela enclavada en el leño, y
conociendo lo mucho que esta ofrenda vale y lo mucho que puede delante de Él,
¿qué bien o qué merced no le pide? Pídele, como por derecho, salud para el alma
y para el cuerpo. Pídele los bienes temporales y los bienes eternos. Pídele
para los papas, los obispos, los sacerdotes, los clérigos, para los reyes y
príncipes, para cada uno de los fieles según sus estados. Para los pecadores
penitencia, para los justos perseverancia, para los pobres amparo, para los
presos libertad, para los enfermos salud, para los peregrinos viaje feliz y
vuelta con prosperidad a sus casas.
Y porque todo es menos
de lo que puede y merece esta Salud, aun para los herejes, aun para los paganos, aun para
los judíos ciegos que la desecharon, pone la Iglesia delante de los ojos de
Dios a Jesús muerto,
y hecho vida en la cruz para que les sea Jesús. Por lo cual la esposa, en los Cantares, le
llama racimo de copher, diciendo de esta manera: «Racimo de copher mi Amado a
mí en las viñas de Engadí.» Y ordenó, a lo que sospecho, la providencia de Dios
que no supiésemos de copher qué árbol era o qué planta, para que, dejándonos de
la cosa, acudiésemos al origen de la palabra, y así conociésemos que copher,
según aquello de donde nace, significa aplacamiento y perdón y satisfacción de
pecados. Y, por consiguiente, entendiésemos con cuánta razón le llama racimo de copher a Cristo la
Esposa, diciéndonos en ello por encubierta manera que no es una salud Cristo
sola, ni un remedio de males particular, ni una limpieza o un perdón de pecados
de un solo linaje, sino que es un racimo que se compone, como de granos, de
innumerables perdones, de innumerables remedios de males, de saludes sin
número, y que es un Jesús en quien cada una cosa de las que tiene es Jesús. ¡Oh
salud, oh Jesús, oh medicina infinita! Pues es Jesús el nombre propio de
Cristo, porque sana Cristo y porque sana consigo mismo, y porque es toda la
salud, y porque sana todas las enfermedades del hombre, y en todos los tiempos
y con todo lo que en sí tiene, porque todo es medicinal y saludable, y porque
todo cuanto hace es salud.
Y por llegar a su punto
toda esta razón, decidme, Sabino: ¿vos no entendéis que todas las criaturas
tienen su principio de nada?
-Entiendo -dijo Sabino-
que las crió Dios con la fuerza de su infinito poder, sin tener sujeto ni
materia de qué hacerlas.
-¿Luego -dice Marcelo-
ninguna de ellas tiene de su cosecha y en sí alguna cosa que sea firme y
maciza, quiero decir, que tenga de sí, y no recibido de otro, el ser que tiene?
-Ninguna -respondió
Sabino-, sin duda.
-Pues decidme -replicó
luego Marcelo-: ¿puede durar en un ser el edificio que o no tiene cimientos o
tiene flacos cimientos?
-No es posible -dijo
Sabino- que dure.
-Y no tiene cimiento de
ser, macizo y suyo, ninguna de las cosas criadas -añadió luego Marcelo-; luego
todas ellas, cuanto de sí es, amenazan caída y, por decir lo que es, caminan
cuanto es de suyo al menoscabo y al empeoramiento, y, como tuvieron principio
de nada, vuélvense, cuanto es de su parte, a su principio y descubren la mala
lista de su linaje, unas deshaciéndose del todo, y otras empeorándose siempre.
¿Qué se dice en el libro de Job? De los ángeles dice: «Los que le sirven no
tuvieron firmeza, y en sus ángeles halló torcimiento.» De los hombres añade:
«Los que moran en casas de lodo, y cuyo apoyo es de tierra, se consumirán de
polilla.» Pues de los elementos y cielos, David: «Tú, Señor, en el principio
fundaste la tierra, y son obras de tus manos los cielos; ellos perecerán y Tú
permanecerás, y se envejecerán todos, como se envejece una capa.» En que, como
vemos, el Espíritu Santo condena a caída y a menoscabo de su ser a todas las
criaturas. Y no solamente da la sentencia, sino también demuestra que la causa
de ello es, como decimos, el mal cimiento que todas tienen. Porque si dice de
los ángeles que se torcieron y que caminaron al mal, también dice que les vino
de que su ser no era del todo firme. Y si dice de los hombres que se consumen,
primero dijo que eran sus cimientos de tierra. Y los cielos y tierra, si dice
que envejecen, dice también cómo se envejecen, que es como el paño, de la
polilla que en ellos vive, esto es, de la flaqueza de su nacimiento y de la
mala raza que tienen.
-Todo es como decís,
Marcelo -dijo Sabino-; mas decidnos lo que queréis decir por todo ello.
-Dirélo -respondió-, si
primero os preguntare: ¿No asentamos ayer que Dios crió todas las criaturas, a
fin de que viviese en ellas y de que luciese algo de su bondad?
-Pues -añadió Marcelo-
si las criaturas, por la enfermedad de su origen, forcejan siempre por volverse
a su nada y, cuanto es de suyo, se van empeorando y cayendo para que dure en
ellas la bondad de Dios, para cuya demostración las crió, necesario fue que
ordenase Dios alguna cosa que fuese como el reparo de todas y su salud general,
en cuya virtud durase todo el bien, y lo que enfermase, sanase. Y así lo
ordeno, que, como engendró desde la eternidad al Verbo, su Hijo, que como ahora
se decía, es la traza viva y la razón y el artificio de todas las criaturas,
así de cada una por sí como de todas juntas, y como por Él las trajo a la luz y
las hizo así cuando le pareció, y en el tiempo que Él consigo ordenado tenía,
le engendró otra vez hecho hombre Jesús, o hizo hombre Jesús en el tiempo, aquel a quien por toda la eternidad
comunica el ser Dios, para que Él mismo, que era la traza y el artífice de todo
según que es Verbo de Dios, fuese, según que es hombre, hecho una persona con
Dios, el reparo y la medicina, y la restitución y la salud de todas las cosas;
y para que Él mismo, que por ser, según su naturaleza divina, el artificio
general de las criaturas, se llama, según aquella parte, en hebreo Dabar, y en griego Logos, y en castellano Verbo y Palabra, ese mismo, por ser, según la naturaleza humana que
tiene, la medicina y el restaurativo universalmente de todo, sea llamado Jesús en hebreo, y en romance Salud.
De manera que en
Jesucristo, como en fuente o como en océano inmenso, está atesorado todo el ser
y todo el buen ser: toda la sustancia del mundo; y, porque se daña de suyo, y
para cuando se daña, todo el remedio y todo el Jesús de esa misma sustancia; toda la vida y
todo lo que puede conservar eternamente la vida sana y en pie. Para que, como
decía San Pablo, «en todo tenga las primerías», y sea «el alfa y el omega, el
principio y el fin»; el que las hizo primero, y el que, deshaciéndose ellas y
corriendo a la muerte, las sana y repara. Y, finalmente, está encerrado en Él
el Verbo y Jesús, esto es,
la vida general de todos y la salud de la vida. Porque de hecho es así, que no
solamente los hombres, mas también los ángeles que en el cielo moran, reconocen
que su salud es Jesús; a los unos
sanó, que eran muertos, y a los otros dio vigor para que no muriesen.
Esto hace con las
criaturas que tienen razón, y a las demás que no la tienen les da los bienes que
pueden tener; porque su cruz lo abraza todo, y su sangre limpia lo clarifica, y
su humanidad santa lo apura, y por Él tendrán nuevo estado y nuevas cualidades,
mejores que las que ahora tienen, los elementos y cielos, y es en todos y para
todos Jesús. Y de la
manera que ayer, al principio de estas razones, dijimos que todas las cosas,
las sensibles y las que no tienen sentido, se criaron para sacar a luz este
parto (que dijimos ser parto de todo el mundo común, y que se nombra por esta
causa Fruto o Pimpollo), así decimos ahora que el mismo para cuyo
parto se hicieron todas, fue hecho, como en retorno, para reparo y remedio de
todas ellas, y que por esto le llamamos la Salud y el Jesús.
Y para que, Sabino,
admiréis la sabiduría de Dios: para hacer Dios a las criaturas no hizo hombre a
su Hijo, mas hízole hombre para sanarlas y rehacerlas. Para que el Verbo fuese
el artífice bastó sólo ser Dios, mas para que fuese el Jesús y la salud convino que también fuese hombre.
Porque para hacerlas, como no las hacía de alguna materia o de algún sujeto que
se le diese -como el escultor hace la estatua del mármol que le dan, y que él
no lo hace-, sino que, como decíais, la fuerza sola de su no medido poder las
sacaba todas al ser, no se requería que el artífice se midiese y se
proporcionase al sujeto, pues no le había. Y, como toda la obra salía solamente
de Dios, no hubo para qué el Verbo fuese más que sólo Dios para hacerla; mas
para reparar lo ya criado y que se desataba de suyo, porque el reparo y la
medicina se hacía en sujeto que era, fue muy conveniente, y conforme a la suave
orden de Dios necesario, que el reparador se avecinase a lo que reparaba y que
se proporcionase con ello, y que la medicina que se ordenaba fuese tal, que la
pudiese actuar el enfermo, y que la Salud y el Jesús, para que lo fuese a las cosas criadas, se pusiese en
una naturaleza criada que, con la persona del Verbo junta, hiciese un Jesús. De arte que una misma persona en dos
naturalezas distintas, humana y divina, fuese criador en la una y médico y
redentor y salud en la otra; y el mundo todo, como tiene un Hacedor general,
tuviese también una salud general de sus daños, y concurriesen en una misma
persona este formador y reformador, esta vida y esta salud de vida, Jesús.
Y como en el estado del
paraíso, en que puso Dios a nuestros primeros padres, tuvo señalados dos
árboles, uno que llamó del saber y otro que servía al vivir, de los cuales en
el primero había virtud de conocimiento y de ciencia, y en el segundo fruta
que, comida, reparaba todo lo que el calor natural gasta continuamente la vida;
y como quiso que comiesen los hombres de éste, y del otro del saber no
comiesen, así en este segundo estado, en un supuesto mismo, tiene puestas Dios
estas dos maravillosísimas plantas: una del saber, que es el Verbo, cuyas
profundidades nos es vedado entenderlas, según que se escribe: «Al que
escudriñare la majestad, hundirálo la gloria»; y otra del reparar y del sanar,
que es Jesús, de la cual
comeremos, porque la comida de su fruta y el incorporar en nosotros su
santísima carne, se nos manda, no sólo no se nos veda. Que Él mismo lo dice:
«Si no comiereis la carne del Hijo del hombre y no bebiereis su sangre, no
tendréis vida.» Que como sin la luz del sol no se ve, porque es fuente general
de la luz, así sin la comunicación de este grande Jesús, de este que es salud general, ninguno tiene
salud.
Él es Jesús nuestro en el alma, Él lo es en el
cuerpo, en los ojos, en las palabras, en los sentidos todos, y sin este Jesús no puede haber en ninguna cosa nuestra Jesús; digo, no puede haber salud que sea
verdadera salud en nosotros. En los casos prósperos, tenemos Jesús en Jesús, en lo miserable y adverso, tenemos Jesús en Jesús; en el vivir, en el morir, tenemos Jesús en Jesús. Que, como diversas veces se ha dicho,
cuando nacemos en Dios por Jesús, nacemos sanos de culpas; cuando, después de nacidos,
andamos y vivimos en Él, Él mismo nos es Jesús para los rastros que el pecado deja en
el alma; cuando perseveramos viviendo, Él también extiende su mano saludable y
la pone en nuestro cuerpo malsano, y templa sus infernales ardores, y lo mitiga
y desencarna de sí, y casi le transforma en espíritu. Y finalmente, cuando nos
deshace la muerte, Él no desampara nuestras cenizas, sino, junto y apegado con
ellas, al fin les es tan Jesús, que las levanta y resucita, y, las viste de vida que ya
no muere, y de gloria que no fallece jamás.
Y tengo por cierto que
el profeta David, cuando compuso el Salmo ciento dos, tenía presente a esta
salud universal en su alma; porque, lleno de la grandeza de esta imagen de
bien, y no le cabiendo en el pecho el gozo de que contemplarla sentía, y
considerando las innumerables saludes que esta salud encerraba, y mirando en
una tan sobrada y no merecida merced la piedad infinita de Dios con nosotros,
reventándole el alma en loores, habla con ella misma y convídala a lo que es su
deseo, a que alabe al Señor y le engrandezca, y le dice: «Bendice, oh alma mía,
al Señor.» Di bienes de Él, pues Él es tan bueno. Dale palabras buenas,
siquiera en retorno de tantas obras suyas tan buenas. Y no te contentes con
mover en mi boca la lengua y con enviarle palabras que diga, sino tómate en
lenguas tú y haz que tus entrañas sean lenguas, y no quede en ti parte que no
derrame loor: lo público, lo secreto, lo que se descubre y lo íntimo; que, por
mucho que hablen, hablarán mucho menos de lo que se debe hablar. Salga de lo
hondo de tus entrañas la voz, para que quede asentada allí y como esculpida
perpetuamente su causa; hablen los secretos de tu corazón loores de Dios para
que quede en él la memoria de las mercedes que debe a Dios, a quien loa, para
que jamás se olvide de los retornos de Dios, de las formas diferentes, con que
responde a tus hechos. Tú te convertías en nada, y Él hizo nueva orden para
darte su ser. Tú eras pestilencia de ti y ponzoña para tu misma salud, y Él
ordenó una salud, un Jesús general contra toda tu pestilencia y
ponzoña; Jesús, que dio a
todos tus pecados perdón; Jesús, que medicinó todos los ages 111 y dolencias que en ti
de ellos quedaron; Jesús, que, hecho deudo tuyo, por el tanto de su vida sacó la
tuya de la sepultura; Jesús, que tomando en sí carne de tu linaje, en ella libra a
la tuya de lo que corrompe la vida; Jesús, que te rodea toda apiadándose de ti toda; Jesús, que en cada parte tuya halla mucho que
sanar, y que todo lo sana; Jesús y salud, que no solamente da la salud, sino salud blanda, salud
que de tu mal se enternece, salud compasiva, salud que te colma de bien tus
deseos, salud que te saca de la corrupción de la huesa, salud que, de lo que es
su grande piedad y misericordia, te compone premio y corona; salud, finalmente,
que hinche de sus bienes tu arreo, que enjoya con ricos dones de gloria tu
vestidura, que glorifica, vuelto a vida, tu cuerpo; que le remoza y le renueva
y le resplandece y le despoja de toda su flaqueza y miseria vieja, como el
águila se despoja y remoza.
Porque dice: Dios, a la
fin, es deshacedor de agravios y gran hacedor de justicias. Siempre se
compadece de los que son saqueados, y les da su derecho; que si tú no merecías
merced, el engaño con que tu ponzoñoso enemigo te robó tus riquezas, voceaba
delante de él por remedio. Desde que lo vio se determinó remediarlo, y les
manifestó a Moisés y a los hijos de su amado Israel su consejo, el ingenio de
su condición, su voluntad y su pecho, y les dijo: soy compasivo y clemente, de
entrañas amorosas y pías, largo en sufrir, copioso en perdonar; no me acelera
el enojo, antes el hacer bienes y misericordias me acucia; paso con ancho
corazón mis ofensas, no me doy a manos en el derramar mis perdones; que no es
de mí el enojarme continuo, ni el barajar siempre con vosotros no me puede
aplacer. Así lo dijiste, Señor, y así se ve por el hecho que no has usado con
nosotros conforme a nuestros pecados, ni nos pagas conforme a nuestras
maldades. Cuan lejos de la tierra está el cielo, tan alto se encumbra la piedad
de que usas con los que por suyo te tienen. Ellos son tierra baja, mas tu
misericordia es el cielo. Ellos esperan como tierra seca su bien, y ella llueve
sobre ellos sus bienes. Ellos, como tierra, son viles; ella, como cosa del
cielo, es divina. Ellos perecen como hechos de polvo; ella como el cielo es
eterna. A ellos que están en la tierra los cubren, y los oscurecen las nieblas;
ella, que es rayo celestial, luce y resplandece por todo. En nosotros se
inclina lo pesado como en el centro; mas su virtud celestial nos libra de mil
pesadumbres. Cuanto se extiende la tierra y se aparta el nacimiento del sol de
su poniente, tanto alejaste de los hombres sus culpas. Habíamos nacido en el
poniente de Adán; traspusístenos, Señor, en tu Oriente, Sol de justicia. Como
padre que ha piedad de sus hijos, así, Tú, deseoso de darnos largo perdón, en
tu Hijo te vestiste para con nosotros de entrañas de padre. Porque, Señor, como
quien nos forjaste, sabes muy bien nuestra hechura cuál sea. Sabes, y no lo
puedes olvidar; muy acordado estás que soy polvo. Como yerba de heno son los
días del hombre: nace, y sube, y florece, y se marchita corriendo. Como las
flores ligeras parece algo, y es nada; promete de sí mucho, y para en un flueco
que vuela; tócale a malas penas el aire, y perece sin dejar rastro de sí.
Mas cuanto son más
deleznables los hombres, tanto tu misericordia, Señor, persevera más firme.
Ellos se pasan, mas tu misericordia sobre ellos dura desde un siglo hasta otro
siglo y por siempre. De los padres pasa a los hijos y de los hijos a los hijos
de ellos, y de ellos, por continua sucesión, en sus descendientes, los que te
temen, los que guardan el concierto que hiciste, los que tienen en sus mientes
tus fueros. Porque tienes tu silla en el cielo, de donde lo miras; porque la
tienes afirmada en él, para que nunca te mudes; porque tu reino gobierna todos
los reinos, para que todo lo puedas. Bendígante, pues, Señor, todas las criaturas,
pues eres de todas ellas Jesús. Tus ángeles te bendigan: tus valerosos, tus valientes
ejecutores de tus mandamientos, tus alertos a oír lo que mandas; tus ejércitos
te bendigan, tus ministros que están prestos y aprestados para tu gusto. Todas
las obras tuyas te alaben; todas cuantas hay por cuanto se extiende tu imperio,
y con todas ellas, Señor, alábete mi alma también.
Y como dice en otro
lugar: Busqué para alabarte nuevas maneras de cantos. No es cosa usada, ni
siquiera hecha otra vez la grandeza tuya que canta; no la canté por la forma
que suele. Hiciste Salud de tu brazo, hiciste de tu Verbo Jesús; lo que es tu poder, lo que es tu mano
derecha y tu fortaleza, hiciste que nos fuese medicina blanda y suave. Sacaste
hecho Jesús a tu
Hijo en los ojos de todos; pusístelo en público. Justificaste para con todo el
mundo tu causa. Nadie te argüirá de que nos permitiste caer, pues nos reparaste
tan bien. Nadie se te querellará de la culpa, para quien supiste ordenar tan
gran medicina. ¡Dichoso, si se puede decir, el pecar que nos mereció tal Jesús!
Y esto llegue hasta
aquí. Vos, Sabino, justo es que rematéis esta plática como soléis.
-El remate que conviene,
vos le habéis puesto, Marcelo, con el salmo que habéis referido; lo que suelo haré
yo, que es deciros los versos.
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Y con este fin, le
tuvieron las pláticas De los nombres de Cristo, cuya es toda la gloria por los siglos de los siglos.
Amén.
http://www.cervantesvirtual.com/portales/fray_luis_de_leon/obra-visor/de-los-nombres-de-cristo--2/html/fedb9fc0-82b1-11df-acc7-002185ce6064_4.html
http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/vida-y-juicio-crtico-del-maestro-fray-luis-de-len-0/html/
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