La impronta indeleble de Fraga en las
derechas españolas
Se ha escrito
mucho y se seguirá escribiendo sobre nuestra Transición. Hay muchos aspectos a
considerar: ruptura o reforma; protagonismo de las élites o de la sociedad, la
influencia de otros países... Aunque sus límites cronológicos precisos
son objeto de debate académico y social, el inicio parece claro, 1975, la
muerte del dictador. En cuanto a su final. Para unos, la aprobación de la
Constitución en 1978. Para otros, la llegada al gobierno de los socialistas con González en 1982… Que me
fije en este año concreto, en el que acontecen una serie de hechos
trascendentales para el futuro de nuestra democracia, me lo ha sugerido la
lectura del libro de Robert
M. Fishman, que ya he citado en algún artículo anterior, Práctica democrática e inclusión.
Las elecciones
generales de 28 de octubre de 1982 diezmaron al partido gobernante UCD –creado
por Adolfo Suárez–, que había ganado
las elecciones de 1977 y 1979, y debilitaron enormemente a los comunistas del
PCE, que pasaron de 1,9 millones de votos a 840.000, de 23 diputados a 4,
producto de la injusta ley electoral. Resulta paradójico que los partidos más
identificados con la política de consenso fueran las víctimas de esta rápida y
profunda refundición del sistema de partidos. Las graves divisiones internas en
la UCD y en el PCE fueron claves para esta debacle electoral. Sin embargo, no
se explica adecuadamente cómo ese profundo cambio modificó los fundamentos
políticos y culturales de nuestra democracia. El PSOE creció espectacularmente,
atrayendo a votantes y algunos líderes del ya prácticamente destruido UCD, como Francisco Fernández Ordóñez. Los
socialistas obtuvieron 202 de los 350 diputados, y se convirtieron de facto en
el partido natural de gobierno para más de diez años. Alianza Popular (AP)
fundado en 1976 por jerarcas del franquismo, entre ellos Manuel Fraga, se convirtió en el primer
partido de la derecha y la única alternativa a los socialistas. Al final AP –se
convirtió en 1989 Partido Popular– atrajo a muchos miembros de UCD. CDS, el
Centro Democrático Social, el nuevo partido de Suárez, intentó ocupar el
espacio entre AP y los socialistas, y duró algo más que el diezmado UCD. En
cuanto a los nacionalistas periféricos, Convergència i Unió de Pujol y el PNV
se mantuvieron estables. El nuevo sistema de partidos permitía la alternancia en
el poder, pero en aspectos importantes era muy diferente del primer sistema de
partidos.
Fraga se opuso al término de
nacionalidades históricas en el tratamiento de la periferia multinacional en la
Constitución
La transformación
más importante en los fundamentos de nuestra política por este reajuste de
partidos tras las elecciones de
1982 fue el cambio en la identidad y la naturaleza del principal partido de la
derecha. Tanto UCD como AP surgieron en sectores del régimen franquista que participaron en el diseño del nuevo
sistema democrático. Ambos se pueden calificar como partidos reactivos
sucesores de regímenes autoritarios, según Loxton.
Es decir, se crearon en reacción a las transiciones
democráticas porque entendían que el cambio de régimen era
inminente. Y comenzaron a operar y a competir aceptando las leyes electorales
y, en casos, ganando elecciones. Sin embargo, los dos partidos, UCD y AP tenían
perspectivas bastante diferentes en un conjunto importante de asuntos muy relevantes
para la esencia de la política democrática. La UCD de Suárez era una gran
defensora del compromiso, predispuesta a ceder terreno en cuestiones
simbólicas y materiales. En
cambio, AP era una defensora a ultranza de la autoridad y del orden, y de una comprensión
tradicional de la esencia nacional, considerando tales principios como
elementos fundamentales en los sistemas políticos duraderos. Las diferencias
entre ambos partidos salieron a la superficie muchas veces durante la
Transición, a veces relacionadas con la cultura política. AP se resistió a
importantes puntos de los acuerdos consensuados de la Transición, aunque su
cúpula dirigente apoyó finalmente la aprobación de la Constitución (con algunas
disensiones internas dentro del partido). En el tema clave del nacionalismo subestatal, Suárez
y la UCD se mostraron dispuestos
a ceder en el terreno simbólico para alcanzar compromisos
viables. AP se mostró reacia a hacerlo. Fraga se opuso al término de
nacionalidades históricas en el tratamiento de la periferia multinacional en la
Constitución, argumentando que «El concepto de nacionalidades es una bomba de
relojería para la unidad nacional y la fortaleza del Estado». En otra ocasión, durante la elaboración de la
Constitución, Fraga afirmó que: «En medio de consensos fáciles, AP tiene el
difícil papel de actuar como la conciencia de España». Lo que llevó a pensar
que tenía el derecho de monopolizar el poder.
Por ende, a partir
de 1982, el principal espacio de
la derecha en el sistema de partidos ya no estaba ocupado
por un partido que defendiera los valores del compromiso entre antiguos
adversarios –como fueron Suárez y Carrillo–, sino por un partido que
temía tales compromisos como una vía posible para la violación de un sentido
tradicional de la esencia de España. Tal visión, la inquebrantable firmeza en
la defensa del sentido unitario de la identidad nacional, rechazaba sin
concesión otras concepciones, ubicadas especialmente en Euskadi y Cataluña,
aunque no solo, que consideraban España como un Estado plurinacional.
Las diferencias
ideológicas y el talante democrático entre UCD, con su líder a la cabeza, Adolfo Suarez, y AP-luego PP-
de Fraga con su extraordinaria
personalidad, podemos constatarlos con claridad meridiana. El Gobierno de Suárez aprobó el decreto de
restablecimiento provisional de la Generalitat de Cataluña y nombró presidente
a Josep Tarradellas, entonces en el
exilio, y que regresaría a Cataluña el 23 de octubre de 1977 con aquella frase
que pasó a la historia: “Ciutadans de Catalunya, ja sóc aquí”. Se quiera
o no, fue el reconocimiento de una institución de la II República, la de la
Generalitat. El 9 de abril de 1977, sábado santo, tuvo lugar un paso muy
importante para el proceso de Transición política hacia la democracia en
España. El entonces presidente del Gobierno, Suárez, legalizó el PCE tras más
de 40 años operando en la clandestinidad. Se produjo lo que desde hacía un
tiempo parecía inevitable. En contraposición, Fraga, siendo ministro de la
Gobernación y el frente de la vicepresidencia segunda en el gobierno de Arias
Navarro, en unas declaraciones al suplemento “Europa” de Le Monde, Die Welt, La Stampa y The Times dijo:
tres grupos de individuos no serán tolerados: los movimientos que preconizan la
violencia; los que fundan sus programas en el separatismo; y el Partido
Comunista por su esencia totalitaria. Según declaraciones en el ABC, 4 de mayo de 1976, Fraga se
reafirmaba, ya que a terroristas y a separatistas los condenaba a estar fuera
de la ley a perpetuidad; con los comunistas se mostró más condescendiente:
podrían participar en el juego en el periodo posterior; pero por lo que se
refería a la primera fase de la reforma, “porque son totalitarios,
antidemocráticos y maquiavélicos y porque se benefician de la ayuda exterior,
no constituirán ninguna ayuda para España y quedarán al margen.”
Esa concepción
retrógrada y excluyente de la política de AP-luego PP- pervive en la derecha
española actual- la estamos constatando-, y la incapacita para cualquier
consenso, acuerdo o diálogo con el adversario político, considerado como
enemigo. El espíritu de Fraga –su sombra es alargada– sigue impregnando la
política de sus sucesores: Aznar, Rajoy y Casado. Circunstancia que estos no
niegan, ya que, así lo manifiestan, sigue siendo su gran referente político. En
un mensaje reciente en Twitter Pablo
Casado le hace un homenaje en su décimo aniversario de su
muerte: «Hoy se cumplen 10 años del fallecimiento de Manuel
Fraga, el presidente fundador del Partido Popular. Fue una figura fundamental
en la Transición, ponente de la Constitución y presidente de Galicia. Como
decía, “Lo único importante es España”. Esa sigue siendo la vocación del PP».
Y hoy estamos
observando una monumental contradicción en la derecha española, dentro de la
cual incluyo VOX-PP-Cs, ya que son los mismos. Se tiran los trastos a la
cabeza, puro teatro, pero al final han votado juntos. No obstante, en los
últimos tiempos VOX-PP quieren eviscerar a Cs, porque su desaparición es
evidente. El causante de esta debacle es el gran Albert
Rivera, mientras Inés
Arrimadas trata de evitar lo inevitable. El gran Rivera lo
tuvo todo en sus manos políticamente y lo echó todo a perder, probablemente por
una ambición excesiva. Esta derecha de hoy que recurre de palabra
constantemente al consenso de la Transición, a través de sus actuaciones
políticas manifiesta todo lo contrario. Se declara constitucionalista, pero no
defiende elementos importantes de la Constitución. Porque, vamos a ver, ¿Cómo
partidos que se autoproclaman constitucionalistas pueden argumentar la
ilegitimidad de partidos nacionalistas vascos o catalanes, que han sido electos
en unas elecciones democráticas, para formar parte de la mayoría parlamentaria
que da lugar a la formación de un gobierno? Esa idea rompe con el espíritu de
la Constitución. ¿Cómo se forman las mayorías en una democracia parlamentaria?
Con coaliciones, como acontece en varias comunidades españolas desde hace años,
y como pasa en muchos países de Europa. Y esta práctica política, totalmente
democrática, está normalizada. Pero en la visión intransigente de la derecha en
España no cabe. Por ello, hoy con los Abascal, Casado y Arrimadas la Transición
no hubiera sido posible. ¿Podríamos
ver un abrazo simbólico de Abascal, Pablo Casado o Inés Arrimadas con Aragonés o
Alberto Garzón?
Quiero terminar
con un aviso imprescindible a navegantes, y más en esta España nuestra, un país
"de alto voltaje", en el que hay que andar con mucha cautela a la
hora de exponer tus ideas. Por lo expuesto no cabe concluir que
sacralizó la Transición. No fue el acontecimiento más importante después
de la creación del mundo, como nos han querido vender en un relato
hagiográfico. Se hizo lo que se pudo hacer. Hubo que practicar una política del
olvido, con todos los responsables de la represión de la dictadura
franquista. Al respecto resultan muy pertinentes las palabras de Omar G. Encarnación de su
artículo Democratización y justicia: España desde una
perspectiva comparada e histórica:
“Es difícil concebir el modo en que podría haberse aplicado la justicia
transicional, en cualquiera de sus formas, en la España posterior al régimen de
Franco, dada la configuración de los poderes políticos que surgieron de una
Transición liderada por el Estado y el poder autoritario residual que dejó tras
de sí la Transición, por no hablar de la profunda desazón que generaba en los
ciudadanos la idea de repasar el pasado por miedo a que este se repitiera”. Y dice bien, no hace ser muy perspicaz
para considerar que en tiempos de la Transición tratar de aplicar una política
de justicia transicional, para juzgar a todos los que habían ejercido la
represión durante la dictadura, era una utopía. Tristemente las palabras del
ministro alemán de Asuntos Exteriores Franz
Walter Steinmeier, observando el paralelismo entre la situación
de Oriente Medio y la Guerra de los Treinta Años, pueden ser aplicadas a la España de la Transición: “Si se quiere la
paz no se puede a la vez la verdad, la trasparencia y la justicia”.
Kazuo Ishiguro, novelista de origen japonés, aunque
nacionalizado inglés, Premio Nobel de Literatura en 2017, tiene una novela El gigante enterrado del 2015, donde
podemos observar cómo generaciones de guerras entre bretones y sajones han
reducido a los pueblos a la barbarie. Pero ya no tienen memoria: Merlin ha
vertido sobre ellos una neblina misteriosa para que pierdan el recuerdo. ¿Se
trata de una plaga, como opina el Sajón Wistan, que reclama justicia, o de una
bendición, como opina Gauvain el Bretón, que desea la reconciliación? Ishiguro toma partido por
Gauvin el Bretón y el texto termina con la promesa de las terribles
consecuencias de la restauración de la memoria. “Cualquier
sociedad, se basa en un disimulo colectivo”, comenta el autor. Y
toma como ejemplo Irlanda del Norte, Bosnia, Ruanda. Y, a la inversa, invoca
los ejemplos alemán, japonés, francés y sudafricano. “Si
una sociedad no se quiere desintegrar, a veces, tiene que dejar atrás el pasado.
Pero, ¿por cuánto tiempo? Este es el problema. Puede que haya un tiempo para el
olvido y otro para la memoria. Lamentablemente en España ha durado mucho el
olvido, se ha tardado mucho tiempo, por ejemplo, en exhumar a Franco del Valle
de los Caídos.
La Constitución es un producto de una
transición política muy complicada, en la que los apoyos de la dictadura
seguían más o menos incólumes
No creo sea
necesario insistir en la existencia de determinados poderes fácticos, que
controlaban todo el proceso de la Transición, para que discurriera dentro de
ciertos límites. Y lo honesto, es decirlos.
Si en parte se ha quebrado esa visión sacralizada de la Transición, ha
sido por la normalización historiográfica. Cada vez hay más trabajos rigurosos
ajenos a esa memoria y conmemoración oficiales. Como señaló recientemente en
una entrevista Ángel
Viñas, “Nuestras concepciones del pasado sobre la Transición no
se pueden imponer a las generaciones que no la han vivido, porque se sabe hoy
mucho más de ese periodo que lo que se podía saber en 1982… La Constitución es
un producto de una transición política muy complicada, en la que los apoyos de
la dictadura seguían más o menos incólumes. En primer lugar, del Ejército,
luego de las fuerzas de seguridad y finalmente de la Iglesia, de la judicatura
y de una oposición que salía de las catacumbas. Había también una lucha entre
los poderes que habían apoyado al franquismo, entre los que querían cambiar
algo para que no cambiara nada y los que querían cambiar más. Así se llegó a
una transacción que me sigue pareciendo vigilada por bayonetas”. Yo
añadiría una pregunta inquietante, ¿siguen mandando las bayonetas?
Lo que ocurre como
muy bien señala, Juan
Andrade, es que algunos partícipes directos de la Transición no
toleran que se la critique, a pesar de numerosas investigaciones históricas.
¿Por qué esta intolerancia ante cualquier crítica? La historia de la Transición
se corresponde con la historia vivida por una generación que ha sido y en parte
sigue siendo muy activa en la vida política, mediática y cultural española. El
problema es que algunos de estos protagonistas han confundido la historia de la
Transición con su memoria personal de los hechos y han atribuido al proceso una
bondad proporcional al ascenso profesional y social que vivieron durante la
Transición y posteriormente. Por eso algunos de estos protagonistas conviven
muy mal con los relatos críticos de la Transición, porque los ven como una
impugnación a su memoria y también como una impugnación a su papel en el
proceso, como un cuestionamiento de sus propias biografías.
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