Mesías
(O Messias)
Cristo Pantocrátor
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La forma griega Messias es una transliteración de la hebrea, Messiah, “el
ungido”. La palabra aparece sólo dos veces respecto del príncipe prometido
(Daniel, 9, 26; Salmos, 2, 2); aun así, cuando se buscaba un nombre para el
prometido, que fuera a la vez Rey y Salvador, era natural emplear este sinónimo
para el título real, que denotara a la vez la dignidad real del Rey y su
relación con Dios. El título completo “Ungido de Yahveh” aparece en varios
pasajes de los Salmos de Salomón y del Apocalipsis de Baruch, pero la forma
abreviada, “Ungido” o “el Ungido”, era de uso común. Cuando se usaba sin el
artículo parecía ser un nombre propio. La palabra Christos aparece así en
varios pasajes de los Evangelios. Esto, sin embargo, no prueba que la palabra
fuera generalmente usada así en esa época. En el Talmud palestino la forma con
el artículo es casi universal, mientras que el uso común en el Talmud babilonio
sin el artículo no es un argumento suficiente por antigüedad que pruebe que en
la época de Cristo fuera considerado como un nombre propio. En el presente
artículo se pretende:
I, dar un esbozo de las declaraciones proféticas referentes al Mesías;
II, mostrar el desarrollo de las ideas proféticas en el Judaísmo tardío; y
III, mostrar cómo Cristo reivindicó su derecho a este título.
. EL MESÍAS DE LAS PROFECÍAS
Las profecías más antiguas a Abraham e Isaac (Génesis, 18, 17-19; 26, 4-5)
hablan meramente de la salvación que vendrá a través de su descendencia. Más
tarde la dignidad real del libertador prometido se convierte en la
característica más destacada. Se le describe como un rey de la estirpe de Jacob
(Números, 24, 19), de Judá (Génesis, 49, 10: “El cetro no se irá de Judá hasta
que venga aquél a quien está reservado”), y de David (II Reyes, 7, 11-16). Está
suficientemente establecido que este último pasaje se refiere al menos
característicamente al Mesías. Su reino será eterno (II Reyes, 7, 13), su
dominio sin límites (Salmo 71, 8); todas las naciones le servirán (Salmo 71,
11). En el tipo de profecía que estamos analizando el énfasis está en su
posición como héroe nacional. Es a Israel y a Judá a los que traerá la
salvación (Jeremías, 23, 6), triunfando de sus enemigos por la fuerza de las
armas (cf. el rey guerrero del Salmo 45). Incluso en la segunda parte de Isaías
hay pasajes (vg. 61, 5-8) en la que las demás naciones son consideradas
formando parte del reino más bien como siervas que como herederas, mientras que
la función del Mesías es elevar a Jerusalén a su gloria y poner los cimientos
de una teocracia israelita.
Pero en esta parte de Isaías también aparece la espléndida concepción del
Mesías como Siervo de Yahveh. Es una flecha elegida, su boca como una espada
afilada. El Espíritu del Señor se expresa en Él, y su palabra es puesta en su
boca (42,1; 49, 1 y s.). El instrumento de su poder es la revelación de Yahveh.
Las naciones atienden su enseñanza; es la luz de los gentiles (42, 6).
Establece su reino no mediante la manifestación de un poder material, sino
mediante la mansedumbre y el sufrimiento, por obediencia al mandato de Dios de
sacrificar su vida por la salvación de muchos. “Si sacrifica su vida por el
pecado, verá una posteridad y prolongará sus días” (53, 10); “Por eso le daré
su parte entre los grandes y con poderosos repartirá despojos, porque indefenso
se entregó a la muerte y con los rebeldes fue contado” (53,12). Su reino
consistirá en la multitud redimida por su satisfacción vicaria, una satisfacción
no limitada a una raza o tiempo sino ofrecida por la redención de todos por
igual. (Para la aplicación mesiánica de estos pasajes, especialmente Isaías 52,
13 a 53, cf. Condamin o Knabenbauer, in loc.).
Sin embargo, pese al uso que hace Justino del último pasaje mencionado en
“Dial. Cum Tryphone”, 89, sería temerario afirmar que su referencia al Mesías
era en absoluto comprendida generalmente entre los judíos. En virtud de sus
funciones profética y sacerdotal el título de “el Ungido” pertenecía naturalmente
al prometido. El sacerdote mesiánico se describe por David en el Salmo 109, con
referencia a Génesis, 14, 14-20. Que este salmo era generalmente interpretado
en un sentido mesiánico no se discute, mientras que el consenso universal de
los Padres pone el asunto fuera de cuestión para los católicos.
En lo que respecta a su autoría davídica, los argumentos que la impugnan no
merecen garantía para un abandono de la opinión tradicional. Que por el profeta
descrito en Deuteronomio, 18, 15-22, se entendió también, al menos al comienzo
de nuestra era, al Mesías está claro por la apelación a su don de profecía
hecha por el pseudo-Mesías Theudas (cf. Josefo, “Antiq.”. XX, v, 1) y por el
uso hecho del pasaje por San Pedro en Hechos 3, 22-23. Especial importancia se
concede a la descripción profética del Mesías contenida en Daniel, 7, la gran
obra del Judaísmo tardío, por su suprema influencia sobre una rama del
desarrollo posterior de la doctrina mesiánica. En ella el Mesías es descrito
como “semejante a un Hijo de Hombre”, apareciendo a la derecha de Yahveh en las
nubes del cielo, inaugurando la edad nueva, no por una victoria nacional o por
una satisfacción vicaria, sino por ejercer el derecho divino de juzgar al mundo
entero.
Así, el énfasis se pone en la responsabilidad personal del individuo. La
consumación no es una superioridad terrena del pueblo elegido, compartida o no
con las demás naciones, sino una reivindicación de lo santo mediante el juicio
solemne de Yahveh y su Ungido. En esta profecía se basan principalmente las
diversas obras apocalípticas que jugaron una parte tan destacada en la vida
religiosa de los judíos durante los dos últimos siglos antes de Cristo. Junto a
todas estas profecías que hablaban del establecimiento de un reino bajo el
dominio de un legado de nombramiento divino, estaba la serie que predecía el
gobierno futuro del propio Yahveh. De estas se puede tomar como ejemplo a Is.,
40: “Clama con voz poderosa, alegre mensajero para Jerusalén, clama sin miedo.
Di a las ciudades de Judá: Ahí está vuestro Dios. Ahí viene el Señor Yahveh con
poder, y su brazo lo sojuzga todo.” La conciliación de estas dos series de
profecías se presenta a los judíos en los pasajes – notablemente Sal., 2 e Is.,
7-11 – que predicen claramente la divinidad del legado prometido. “Se llamará
Admirable Consejero, Dios Poderoso, Padre Eterno, Príncipe de la Paz” – títulos
todos usados en otros lugares por el propio Yahveh (cf. Davidson, “O.T.
Prophecy”, p. 367). Pero parece haber habido poca comprensión de la relación entre
estas dos series de profecías hasta que la plena luz del designio cristiano
reveló su conciliación en el misterio de la Encarnación.
II. DOCTRINA MESIÁNICA EN EL JUDAÍSMO TARDÍO
Dos ramas bastante distintas y paralelas son discernibles en el desarrollo
posterior de la doctrina mesiánica entre los judíos, según que los autores se
adhieran a un ideal nacional, basado en la interpretación literal de las
profecías más antiguas, o a un ideal apocalíptico, basado principalmente en Daniel.
El ideal nacional esperaba el establecimiento del reino de Dios en la tierra
bajo el Hijo de David, la conquista y subyugación de los paganos, la
reconstrucción de Jerusalén y del Templo, y la reunión de los dispersos. El
ideal apocalíptico trazaba una distinción definida entre aion outos y aion mellon.
La edad futura debía comenzar por el juicio divino de la humanidad precedida
por la resurrección de los muertos. El Mesías, que existía desde el comienzo
del mundo, aparecería en su consumación, y entonces se manifestaría también la
Jerusalén celestial que sería la morada de los bienaventurados.
Ideal nacional
El ideal nacional es el del fariseísmo oficial. Así, en el Talmud no hay
rastro del ideal apocalíptico. Los escribas se ocupaban principalmente de la
Ley, pero junto a esto estaba el desarrollo de la esperanza en la manifestación
final del Reino de Dios en la tierra. La influencia farisaica es visible en los
versículos 573-808 de Sibyl. III, que describen las esperanzas nacionales de
los judíos. No se mencionan un juicio final, una felicidad futura, o una
recompensa. Se predicen muchos prodigios de las guerras mesiánicas que traerá
la consumación –antorchas encendidas cayendo del cielo, oscurecimiento del sol,
caída de meteoros – pero todas tienen por fin un estado de prosperidad
terrenal.
El Mesías, que viene de Oriente, domina todo, un héroe nacional triunfante.
Similar a ésta es la obra llamada los Salmos de Salomón, escrita probablemente
hacia el año 40 antes de Cristo. Es en realidad la protesta del fariseísmo
contra sus enemigos, los últimos Asmoneos. Los fariseos veían que la
observancia de la ley no era un baluarte suficiente contra los enemigos de
Israel, y, como sus principios no les permitían reconocer en la jerarquía
secularizada la solución prometida a sus problemas, pensaban en la intervención
milagrosa de Dios por mediación de un Mesías davídico. El Salmo 17 describe su
gobierno: Va a conquistar a los paganos, a sacarlos de su tierra, a no permitir
ninguna injusticia entre ellos; su confianza no está puesta en los ejércitos
sino en Dios; con la espada de su boca va a matar a los malvados.
De fecha anterior tenemos la descripción de las glorias finales de la
ciudad santa en Tobías (c. 14), donde, tanto como en el Eclesiástico, hay
evidencia de la constante esperanza en la reunión futura de la Diáspora. Estas
mismas ideas nacionalistas reaparecen con un sistema muy desarrollado de
escatología en las obras apocalípticas escritas tras la destrucción de
Jerusalén, a las que nos referimos más abajo.
Ideal apocalíptico
La posición de los autores apocalípticos en lo que respecta a la vida
religiosa de los judíos se ha discutido intensamente. Aunque tenían poca
influencia en Jerusalén, la plaza fuerte del rabinismo, probablemente tanto
influían como reflejaban el sentimiento religioso del resto del mundo judío.
Así, el ideal apocalíptico del Mesías parecería no ser el sentimiento de unos
pocos entusiastas, sino expresar las verdaderas esperanzas de una parte
considerable del pueblo. Antes del renacimiento asmoneo Israel casi había
dejado de ser una nación, y así la esperanza de un Mesías nacional se había
desarrollado muy débilmente. Por consiguiente, en los escritos apocalípticos
más primitivos, no se dice nada del Mesías. En la primera parte del Libro de
Enoch (i-xxxvi) tenemos un ejemplo de una tal obra. No es la venida de un
príncipe humano, sino el descenso de Dios sobre el Sinaí para juzgar al mundo
lo que divide todos los tiempos en dos épocas. Los justos recibirán el don de
sabiduría y se volverán sin pecado. Se alimentarán del árbol de la vida y
disfrutarán de un espacio de tiempo más largo que el de los patriarcas.
Las victorias de los Macabeos elevaron el sentimiento tanto nacional como
religioso. Los autores de los primeros tiempos asmoneos, que buscaban revivir
las antiguas glorias de su raza, ya no pudieron ignorar la esperanza de un
Mesías personal que gobernara el reino de la nueva era. Surgió el problema de
cómo relacionar a sus liberadores actuales, de la tribu de Leví, con el Mesías
que sería de la tribu de Judá. Esto se respondió considerando la época
contemporánea como meramente el comienzo de la edad mesiánica. Las obras
apocalípticas del periodo son el Libro de los Jubileos, el Testamento de los
Doce Patriarcas, y la Visión de las Semanas de Enoch. En el Libro de los
Jubileos las promesas hechas a Leví, y cumplidas en los reyes-sacerdotes
asmoneos, ocultan las hechas a Judá. El Mesías no es sino una vaga figura, y se
pone poco énfasis en el juicio. El Testamento de los Doce Patriarcas es una
obra compuesta de partes diferentes. La parte básica, notoria por su
glorificación del sacerdocio, data de antes del 100 antes de Cristo; hay, sin
embargo, adiciones judías posteriores, hostiles en tono al sacerdocio, y
numerosas interpolaciones cristianas. Se ha suscitado la controversia respecto
a la figura principal de esta obra. Según Charles (Testamentos de los Doce
Patriarcas, p. xcviii) se retrata como Mesías a un hijo de Leví que lleva a
cabo todos los ideales espirituales supremos del Salvador cristiano. Lagrange,
por otro lado (Le Messianisme chez les Juifs, pp. 69 y ss.) insiste en que, en
cuanto sea éste el caso, el retrato es el resultado de interpolaciones
cristianas; si se quitan éstas, queda sólo una alabanza de la parte jugada por
Leví, en la persona de los Asmoneos, como instrumento de la liberación nacional
y religiosa. Un ejemplo notorio de esto es Test. Lev., Sal.xviii. Mientras que
Charles dice que esto atribuye las características mesiánicas a los Levitas,
Lagrange y Bousset niegan que sea mesiánico en absoluto. Aparte de las
interpolaciones es meramente un elogio natural al nuevo sacerdocio real. En
realidad no hay duda de la preeminencia de Leví; se le compara con el sol y a
Judá con la luna. Pero de hecho hay una descripción de un Mesías que desciende
de Judá en Test Jud., Sal. xxiv, cuyos elementos originales pertenecen a la
parte básica del libro. También aparece en el Testamento de José, aunque el
pasaje se expresa en una forma alegórica, difícil de seguir. La Visión de las Semanas
de Enoch, que data probablemente del mismo periodo, difiere de la última obra
mencionada principalmente por su insistencia en el juicio, o más bien juicios,
a los que se dedican tres de las diez semanas del mundo. Los tiempos mesiánicos
se abren de nuevo con la prosperidad de los días asmoneos, y se desarrollan
hasta la fundación del Reino de Dios.
Así los triunfos asmoneos habían producido una escatología en la que
figuraba un Mesías personal, mientras que el presente se glorificaba como el
comienzo de los días de mesiánicas bienaventuranzas. Gradualmente, sin embargo,
surgieron los ideales nacional y apocalíptico. El Apocalipsis de Baruch,
escrito probablemente como imitación, contiene un retrato similar del Mesías.
Este sistema de escatología encuentra reflejo también en el milenarismo de
ciertos autores cristianos primitivos. Trasladado a la segunda venida del
Mesías, tenemos el reino de paz y santidad en la tierra durante mil años antes
de que los justos sean transportados a su morada eterna en el cielo (cf. Papías
en Eusebio, “Hist. eccl.”, III, xxxix).
III. LA REIVINDICACIÓN DE LA DIGNIDAD MESIÁNICA POR CRISTO
Este punto puede tratarse bajo dos encabezamientos (a) la afirmación
explícita de Cristo de ser el Mesías, y (b) la afirmación implícita mostrada en
sus palabras y acciones a lo largo de su vida.
Afirmación explícita de Cristo de ser el Mesías
Bajo este encabezamiento podemos considerar la confesión de Pedro en Mateo,
16 y las palabras de Cristo ante sus jueces. Estos acontecimientos implican,
por supuesto, mucho más que una mera pretensión de mesianidad; tomados en su
contexto, constituyen una afirmación de filiación divina. Las palabras de
Cristo a San Pedro son demasiado claras para necesitar ningún comentario. El
silencio de los otros Sinópticos respecto a algunos detalles del incidente
tienen que ver más bien con la prueba de la Divinidad que con la de las
pretensiones mesiánicas de este pasaje. En lo que respecta a la afirmación de
Cristo ante el Sanedrín y Pilatos, puede parecer por las narraciones de Mateo y
Lucas que al principio rehúsa una respuesta directa a la pregunta del sumo
sacerdote: “¿Eres tú el Cristo?” Pero aunque la respuesta que se da sea
meramente as su eipas (tú lo has dicho), aun así la registrada
por San Marcos, ego eimi (Lo soy)
muestra claramente cómo se entendió la respuesta por los judíos. Dalman
(Palabras de Jesús, pp. 309 y ss.) da ejemplos de la literatura judía en los
que la expresión “tú lo has dicho”, es equivalente a “estás en lo cierto”; su
comentario es que Jesús utilizó las palabras como un asentimiento de hecho,
pero como mostrando que prestaba relativamente poca importancia a esta
declaración. No es irrazonable esto, pues la pretensión mesiánica se hunde en
la insignificancia junto a la pretensión de la Divinidad que le sigue
inmediatamente, y provoca en el sumo sacerdote la horrorizada acusación de
blasfemia. Fue esto lo que dio un pretexto al Sanedrín, que la pretensión
mesiánica por sí sola no habría dado, para la sentencia de muerte. Ante
Pilatos, por otro lado, fue meramente la afirmación de su dignidad real la que
dio pie a su condena.
La afirmación implícita de Cristo mostrada en sus palabras y acciones a lo
largo de su vida
Es en su manera continua de actuar más que en ninguna afirmación específica
en lo que vemos más claramente la reivindicación de su dignidad por Cristo. Al
comienzo de su vida pública (Lucas, 4, 18) se aplica a Sí mismo en la sinagoga
de Nazaret las palabras relativas al Siervo de Yahveh en Isaías, 61,1. Es a Él
a quien David llamaba en espíritu “¡Señor!”. Pretendía juzgar al mundo y
perdonar los pecados. Era superior a la Ley, el Señor del Sábado, el Dueño del
Templo. En su propio nombre, por la palabra de su boca, limpiaba a los
leprosos, calmaba el mar, resucitaba a los muertos. Sus discípulos deben dar
por bueno perderlo todo solamente por disfrutar el privilegio de seguirle. Los
judíos, aunque sin poder ver todas estas cosas implícitas, una dignidad y poder
no inferiores a los del propio Yahveh, no podían sino percibir que quien así
actuaba era al menos el representante divinamente acreditado de Yahveh. En
relación con esto podemos considerar el título que Cristo se daba a Sí mismo,
“Hijo del Hombre”. No tenemos evidencia de que este fuera entonces considerado
habitualmente como un título mesiánico. Alguna duda respecto a su significado
en las mentes de los oyentes de Cristo se muestra posiblemente en Juan, 12, 34:
“¿Quién es este Hijo del Hombre?” Los judíos, aunque viendo indudablemente en
Daniel, 7 un retrato del Mesías, probablemente fracasaron en absoluto en
reconocer en estas palabras un título. Esto es lo más probable por el hecho de
que, aunque este pasaje ejerció gran influencia entre los apocalípticos, el
título “Hijo del Hombre” no aparece en sus escritos excepto en pasajes de
dudosa autenticidad. Ahora bien, Cristo no utiliza meramente el nombre, sino
que reclama el derecho a juzgar al mundo (Mt., 25, 31-46), que es la
característica más destacada del Mesías de Daniel. Una doble razón le llevaría
a asumir esta designación particular: que podía hablar de Sí mismo como Mesías
sin hacer notoria su afirmación a los poderes gobernantes hasta que llegara el
momento de su clara reivindicación, y que, en cuanto fuera posible, impediría
que el pueblo le asignara su propia noción material del reino davídico.
No refirió su afirmación de la dignidad al futuro. No dijo: “Seré el
Mesías”, sino “Soy el Mesías” Así, aparte de su respuesta a Caifás y su
aprobación de la afirmación de Pedro de su carácter mesiánico presente, tenemos
en Mateo, 11, 5, la circunspecta pero clara respuesta a la pregunta de los
discípulos del Bautista: “¿Eres tú ho
erchomenos?” En San Juan la evidencia es abundante. No hay cuestión de una
dignidad futura en sus palabras a la samaritana (Juan, 4) o al ciego de nacimiento
(9, 5), pues estaba ya realizando la obra predicha del Mesías. Aunque sólo como
un grano de mostaza, el Reino de Dios ya estaba establecido en la tierra; Él
había comenzado ya la obra del Siervo de Yahveh, de predicar, de sufrir, de
salvar a los hombres. La consumación de su tarea y el gobierno glorioso sobre
el Reino estaban de hecho aún en el futuro, pero estos eran la culminación, no
los únicos constituyentes, de la dignidad mesiánica. Para los que, antes del
designio cristiano, buscaban interpretar las antiguas profecías, un solo
aspecto del Mesías bastaba para dar la visión de conjunto. Nosotros, a la luz
de la revelación cristiana, vemos realizado y armonizado en Nuestro Señor todas
las contradictorias esperanzas mesiánicas, todas las visiones de los profetas.
Es a la vez el Siervo que sufre y el rey davídico, el Juez de la humanidad y su
Salvador, el verdadero Hijo del Hombre y Dios con nosotros. En Él se conjura la
iniquidad de todos nosotros, y en Él, como Dios encarnado, reside el Espíritu de
Yahveh, el espíritu de Sabiduría y Comprensión, el Espíritu de Consejo y
Fortaleza, el Espíritu de Conocimiento y Piedad, y el Temor del Señor.
L.W. GEDDES
https://ec.aciprensa.com/wiki/Mes%C3%ADas
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