Retrato y memoria colectiva: nuevos desafíos en
torno al estudio de la retratística monjil novohispana
El presente estudio pretende establecer una ruta por los
distintos modos en los que la historiografía del arte novohispano se ha
acercado al fenómeno del retrato corporativo, inscrito en el contexto monacal
femenino, ofreciendo un panorama general de los problemas que tienden a
suscitarse al momento de abordar la serie de estrategias calculadas o
convenciones formuladas ex profeso para
este conjunto de representaciones. Lo anterior con el fin de trascender los
géneros totalizantes en los que dichos retratos han solido aglutinarse, como es
el caso de “monjas coronadas” o “pintura religiosa del siglo XVIII”. Asimismo,
el artículo pone en discusión los prejuicios en torno a una supuesta calidad
pictórica en función del potencial mimético y las cualidades decorativas de
estas representaciones, promoviendo así nuevos ejes de investigación que
evidencien sus propias variables, comportamientos y relaciones, desde enfoques
teóricos, formales, corporativos y experienciales particulares.
En la historiografía del arte
novohispano, el retrato ha corrido la suerte de ser analizado a partir de una
serie de criterios regidos, ya sea por la semejanza con su modelo, o por la
presencia de una serie de elementos relacionados con la identidad individual
del personaje representado. En lo relativo al estudio de los retratos inscritos
en el contexto monacal femenino, la categoría “monjas coronadas” ha aglutinado
al conjunto de representaciones de profesión, muerte y homenaje, con fines
ampliamente recopilatorios, lo cual ha sido de suma utilidad para su ubicación
y posterior clasificación. Sin embargo, dicha categoría suele excluir el análisis
de las tradiciones visuales y el modo en el que estas incidieron en la
configuración formal de los retratos. Asimismo, ha puesto poco énfasis en los
contextos corporativos para los que los fueron producidos, reduciendo el
estudio de sus usos y funciones a la mención de los lugares en los que se
situaron, es decir, en el interior de los espacios familiares y conventuales.
El presente estudio pretende establecer una ruta por los distintos modos en los
que se ha configurado la mirada respecto al retrato y concretamente al retrato
religioso corporativo, ofreciendo un panorama general de los problemas que
pueden suscitarse al momento de abordar la serie de estrategias calculadas o
“convenciones” presentes en el conjunto de representaciones retratísticas producidas
en el ámbito monacal femenino novohispano. De este modo, se propone analizar
los retratos producidos en dicho contexto desde una óptica delimitada y puesta
en relación con los postulados espirituales y la vivencia cotidiana de sus
distintos carismas regulares1, valiéndose para este fin de un complejo
aparato de recursos y discursos retóricos y visuales. Lo anterior propiciará
que el análisis de la pintura conventual en Nueva España, e incluso en otras
latitudes, pase de ser únicamente mencionado y caracterizado dentro de los
géneros “monjas coronadas” o “pintura religiosa del siglo XVIII”, a formar
parte de una serie de investigaciones que evidencien sus propias variables,
comportamientos y relaciones, a partir de su problematización desde enfoques
formales, iconográficos, espirituales, históricos y experienciales
particulares.
El régimen
escópico moderno y su preocupación por la perfección mimética
Martin Jay, historiador y filósofo
estadounidense, se ha preocupado por caracterizar los modos en los que se ha
configurado la mirada a lo largo de las distintas épocas delineadas
fundamentalmente por la historia de las ideas y la historia del arte. En su
obra Campos de fuerza hace
referencia al concepto de régimen escópico (222),
el cual fue propuesto inicialmente por Christian Metz, para referirse al hecho
de que la mirada se encuentra condicionada por cierta estructura dominante,
determinada por aspectos de carácter histórico, cultural y epistémico. Jay
añade a la reflexión la posibilidad de no haber un único régimen imperante,
sino varios que coexisten paralelamente a este, oponiéndosele incluso, cuestión
que pone en duda la existencia de una concepción “escópico-unitaria” (Báez 191) y da paso a síntomas o “malestares”
simultáneos que indudablemente suman al conjunto de formas en las que se
configura la mirada. Es justamente bajo el imperio canónico, naturalista y
preciso propuesto por el régimen visual dominante, al que Jay llama
“perspectivismo cartesiano”, que la tradición visual redujo al retrato a un
criterio de semejanza con su modelo2.
En este mismo tenor, Javier Portús afirma
que durante el Siglo de Oro el retrato de carácter religioso también se
distinguió por su inextricable relación con la “viveza imitativa”, sin embargo,
el autor reconoce también que expresiones contenidas en crónicas en torno a la
vida de los santos y venerables como “le pintó muy al vivo un artista” o “le
copiaron muy al vivo” (Portús 174) trascienden la mera fórmula de
caracterización naturalista, pues se refieren también a la eficacia utilitaria
de la representación a partir del uso de un conjunto de convenciones
iconográficas con aspiraciones arquetípicas codificadas. Lo anterior con el fin
de facilitar una lectura más o menos universal de las imágenes y construir así
una imagen de santidad mucho más concreta (Portús 172). Al respecto, Pierre Civil menciona que, si bien existió
una amplia valoración de los retratos reales y fidedignos, las representaciones
de los santos oscilaron entre la idealización de los personajes, con miras a
inscribirlos dentro de un modelo de santidad determinado, y la veracidad de sus
rasgos, con el fin de humanizarlos (350).
De este modo, la caracterización de la
representación retratística en el contexto religioso presenta al menos dos
problemas importantes: por un lado, se debate entre la veracidad y la
idealización y, por otro lado, se vale de una serie de convenciones
iconográficas y hagiográficas, con el fin de integrar una imagen homogénea de
santidad. A dichos problemas habría que añadir el hecho de que estas imágenes
poseen como sustento una serie de textos sagrados y edificantes, fundamentales
al momento de difundir los modelos de virtud que habrían de instaurarse en el
imaginario colectivo de la época3, razón por la cual su consulta es
imprescindible al momento de construir aquella unidad simbólica a la que
llamaremos “imagen de santidad”, en un sentido más amplio.
Por todo lo anteriormente expuesto, una
visión cerrada y centrada en una supuesta claridad y transparencia de la forma,
resulta sumamente limitada para abordar el tema del retrato religioso en el
contexto de los siglos XVII y XVIII, tanto en España como en la América
colonial. En consecuencia, el retrato religioso, al igual que los problemas de
los que se acompaña, hacen parte de un régimen escópico, paralelo y
alternativo, al que Martin Jay ha denominado “barroco” (234), por situarse
temporalmente en un momento y un conjunto de necesidades específicas4, no por un asunto de carácter estilístico.
El autor apunta a que este régimen “posee una fascinación por la opacidad, la
ilegibilidad y el carácter indescifrable de la realidad que pinta” (Jay 235), y dentro de esta lógica es natural
que el retrato religioso revele su condición convencional antes que mimética y
discursivamente clara; dichas convenciones son de naturaleza esencialmente
teológico-hagiográfica y a su vez determinan el conjunto de modelos
iconográficos e interpretativos que rigieron la composición y la lectura de la
imagen retratística en cuestión.
Las
convenciones iconográficas y el problema de la veracidad y la verosimilitud
En lo que respecta a los retratos
inscritos en el contexto religioso, y concretamente las vera effigies pertenecientes al ámbito de las
órdenes religiosas, son numerosos los textos que aseguran la existencia de un
conjunto de convenciones iconográficas al servicio de la utilidad y la eficacia
de la imagen en cuanto vehículo de comunicación de virtudes, actitudes y modos
más o menos homogéneos de experimentar la fe y la religiosidad. Así pues,
términos como “modelos”, “patrones”, “arquetipos”, “códigos”, “estándares”,
“coincidencias” o “convenciones” se encuentran reunidos en las investigaciones
encargadas de dar cuenta del fenómeno del retrato religioso, con el fin de
explicar la manera en la que este se constituyó formalmente y reunió una serie
de rasgos y atributos susceptibles de ser identificados. En ese mismo tenor,
Javier Portús se ha referido al proceso de formación de un vocabulario formal
de carácter arquetípico y muy codificado que dio como resultado el que los
retratos respondieran a patrones semejantes (171). Asimismo, menciona la
preocupación por poner dichos estándares al servicio de la veracidad histórica
del personaje en cuestión que, como se ha expuesto, encontró sustento en las
fuentes sagradas, sus concordancias y, por supuesto, en los textos hagiográficos,
al grado en que numerosos tratadistas de la época se inspiraron en ellos para
crear sus modelos5. Por lo anterior, “pintar al vivo” y
“verdaderamente” a un personaje, ya fuera vivo o muerto, implicó sujetarse a
los testimonios escritos en torno a este, todo ello a favor del afianzamiento
de la credibilidad de la imagen, pues no debe omitirse que su utilidad y su
eficacia habrían de probarse en los momentos de lectura, recepción e
identificación con la vida, obra y virtudes del personaje representado.
Respecto al estatuto de la pintura religiosa en relación con su fidelidad
mimética y su potencial edificante, Francisco Pacheco señala:
Y si el fin de la
pintura (considerada solo como arte) decíamos que es asemejarse a la cosa que
pretende imitar, con propiedad: ahora añadimos, que ejercitándose como obra de
verdadero Cristiano, adquiere otra más noble forma, y por ella pasa al orden
supremo de las virtudes. [...] Así que hablado a nuestro propósito, la Pintura
que tenía por fin solo el parecerse a lo imitado, ahora como acto de virtud
toma nueva, y rica sobre este; y de más de asemejarse, se levanta a un fin
supremo, mirando a la eterna gloria. [.] También vemos que las imágenes
Cristianas no solo miran a Dios, mas a nosotros, y al prójimo. Porque no hay
duda sino que todas las obras virtuosas pueden servir juntamente a la gloria de
Dios, a nuestra enseñanza, y a la edificación del prójimo. (Pacheco 140-141)
Pero ¿qué implican en teoría la veracidad
y la verosimilitud?, ¿son en verdad lo mismo, tal como parece vislumbrarse en
los estudios relativos al retrato religioso? María Ledesma menciona que “de la
misma manera en que las convenciones de la época condicionan la representación
icónica, las imágenes poseen un lugar activo en la conformación de una serie de
conceptos, creencias e imaginarios” (2), por ello es que si un régimen escópico alude a la existencia de
cierto modo dominante de ver en cada época, se considerará “verosímil” aquello
que cada régimen habilite como tal. En estos mismos términos, es importante
destacar lo expuesto por Christian Metz respecto a que lo verosímil es aquello
que no está sometido a prohibición y por ende resulta razonable, convirtiéndose
así en una poderosa censura respecto a lo que puede ser dicho o mostrado (Ledesma 4). En este sentido, verosímil y
verdadero serán conceptos distintos o en ciertas ocasiones opuestos, ya que lo
verosímil se encuentra determinado por el sentido común que se inscribe en este
modo dominante de ver, y lo verdadero, en cambio, se refiere a lo
fenoménicamente veraz, en alusión directa a los hechos reales.
Entonces, el ámbito de las “convenciones
iconográficas” obedecerá a aquello que por acuerdo tácito se encuentre aprobado
en términos de su coincidencia con las fuentes escritas encargadas de velar por
la ortodoxia y la homogeneidad de las prácticas religiosas. Por ende, incluso
aquellos testimonios que en su momento elogiaron la viveza imitativa o
naturalista de los retratos religiosos con relación a su modelo real, lo
hicieron en función de lo convencionalmente permitido. Asimismo, es posible que
un retrato represente rasgos o actitudes veraces pero, al no ajustarse a las
normas de representación, resulte carente de credibilidad o sin posibilidad de
identificación y por ende poco icónico6. En este sentido, en el caso del retrato
religioso, sus niveles de iconicidad, identificación y credibilidad,
dependerán, tanto más de la representación de un conjunto determinado de
atributos, rasgos y actitudes avalados por las fuentes escritas que de sus
cualidades imitativas. Aunque esto no quiere decir que, en ciertos casos, la
fidelidad mimética no sea importante e incluso determinante en términos de su
utilidad y eficacia.
Tensiones
entre codificación e individualidad: el retrato corporativo
Es preciso distinguir entre aquellos
retratos individuales, conocidos como retratos de
aparato, y el retrato corporativo cuya
función principal se centra en la representación de un individuo como miembro
de un cuerpo social o colectivo determinado, con el fin de representarlo también.
La historiadora del arte novohispano Paula Mues Orts asegura que en el retrato
corporativo “se privilegió la generación del sentimiento de pertenencia, unidad
y estabilidad, ante la personalidad individual de los miembros del cuerpo
social” (89). Dicho cuerpo social se construyó a partir de una analogía normada
y uniforme, encargada de proveer a la cabeza simbólica de la corporación de un
carácter sólido, estable y continuo en su labor. Los retratos corporativos, en
palabras de la autora, dieron cuenta de la historicidad institucional y
asimismo otorgaron a los receptores una sensación de solidez, permanencia y
distinción social, al momento de relacionar al personaje o personajes
representados con la corporación a la que pertenecieron.
De acuerdo con lo anterior, es posible
afirmar que en este tipo de representaciones existió una preferencia por los
rasgos de identificación grupal o colectiva, incluso por encima de aquellos
relativos a la individualidad del personaje, en términos de su fidelidad
mimética. Esto no quiere decir que en muchos casos no se tratara de una imagen
fidedigna, no obstante, fueron precisamente los atributos y los símbolos de
pertenencia a un grupo determinado los que dotaron al retrato corporativo de
verosimilitud y asimismo propiciaron en el espectador los sentimientos de
aceptación e identificación respecto a este. En tal sentido, Paula Mues afirma
que “el retrato no podía ser el resultado de la mera copia del natural, sino
que era necesario atender a la categoría social del retratado y representarlo
según su condición, dignidad o idea de sí mismo” (85). En lo relativo a la
caracterización del retrato corporativo novohispano, la autora hace énfasis en
la existencia de una dicotomía entre naturalismo e idealismo, con una fuerte
tendencia hacia lo segundo. Por ello, en términos historiográficos, este género
ha sido considerado en numerosos textos de arte novohispano secundario, por
calificársele de “poco naturalista, y falto de originalidad en su composición y
factura” (84). Debido a esto, según la autora, el retrato corporativo no ha
recibido la atención requerida por parte de los especialistas, en relación con
el conjunto de expectativas, valores y vínculos sociales generados alrededor de
sus codificadas formulaciones.
En términos de lo anteriormente expuesto,
es importante señalar que existió, al menos en teoría, una diferencia entre pintar aequalitas, es decir, equiparando al modelo
viviente, pintar similar o
metafóricamente y, por último, formular una imagen o imago a
partir de una serie de convenciones e incluso modificaciones en pro de una
construcción de carácter esencialmente simbólico. En este sentido, Mues (86)
apela a lo expuesto por el tratadista Gabriel Paleotti, quien distingue entre
los conceptos de igualdad, semejanza e imagen, en relación con el tamaño de las
obras, ya que si en realidad se buscaba generar la impresión de igualdad entre
la pintura y su modelo, la representación debía realizarse del mismo tamaño que
este, es decir, respetando en todo momento las proporciones naturales y tomando
en cuenta su ubicación espacial. De lo contrario, la obra solo sería similar o metafórica:
una cosa es imagen, otra
similitud, otra igualdad (semejanza) [...] [por lo que] en donde hay imagen se
sigue similitud pero no se sigue igualdad; donde hay igualdad hay similitud
pero no se sigue imagen, donde similitud no se sigue imagen y no se sigue
igualdad.7 (Paleotti 17)
En el retrato corporativo, la categoría
con la que pudo haberse definido es la de imago,
en cuanto imagen modificada que no poseyó la intención de sustituir al
original aequalitas, sino la de
conformar un cuerpo de identificación colectiva mediante el uso y la
reiteración de una serie de motivos, atributos, actitudes, símbolos e incluso
rasgos físicos, con el fin de comunicar una serie de valores grupales y sobre
todo espirituales, en el caso de los retratos realizados en el contexto de las
corporaciones religiosas.
El papel
de la codificación en la historiografía del retrato monjil novohispano
Numerosos son los estudios que se han
encargado de dar cuenta del retrato en el contexto monacal femenino
novohispano, sin embargo, resulta esencial emprender una revisión de los
criterios utilizados al momento de su análisis, ya que en muchas ocasiones
estos estudios suelen asentarse en el prejuicio de la “buena factura
pictórica”, ya sea en relación con el grado de fidelidad alcanzado con respecto
a su modelo, o por sus cualidades de índole decorativa. Sin embargo, otro de
los criterios en los que algunos de estos estudios han sentado sus bases es el
de la codificación, en cuanto medio efectivo de comunicación de condiciones más
profundas a partir del uso reiterado y homogéneo de ciertos elementos y
actitudes dentro de los retratos. En este sentido, volviendo a la dialéctica
entre naturalismo e idealismo que distingue al retrato corporativo, es posible
observar en la historiografía del retrato monjil novohispano, la existencia de
una tensión entre la representación de una personalidad de carácter individual
y la manifestación de una presencia de carácter colectivo.
De acuerdo con lo anterior, es necesario
volver la vista a las investigaciones más representativas en esta materia y el
modo en el que han planteado dichas ambivalencias. En principio y en lo
referente a la “calidad” de los retratos de monjas, es importante remontarse al
primer estudio realizado por Josefina Muriel y Manuel Romero de Terreros,
titulado Retratos de monjas.
Concretamente, en el capítulo IV, titulado “Los retratos que conocemos”, la
autora expone:
Los retratos de monjas
que conocemos fueron hechos en una época en que la pintura mexicana se hallaba
en decadencia. Verdad es que, a pesar de esto, encontramos obras pictóricas que
conservan dignidad suficiente, pero realmente son las menos, y los pintores que
se agrupan a su alrededor son, a pesar de la importancia que entonces tuvieron,
figuras mediocres. (Muriel y Romero 35)
Los criterios de valoración anteriormente
expuestos se fincan en dos aspectos en particular: por un lado, la fortuna
crítico-historiográfica de la que gozaban los autores de estos retratos en el
momento en que Josefina Muriel escribió su aportación y, por
otro lado, el prejuicio historiográfico en torno al modo de pintar durante el
siglo XVIII, al que no solo se refiere como decadente, sino de un barroquismo
exacerbado y preocupado únicamente por la exaltación de la forma complicada (Muriel y Romero 37). De acuerdo con lo
anterior, la autora suele reducir los retratos de monjas a una mera formulación
decorativa:
Así mientras en casi
todos los temas de la pintura de ese tiempo, las obras nos parecen falsas,
alambicadas, carentes de ingenio e indignas [...], en los retratos de profesión
de monjas no sucede lo mismo; porque estos no exigían la mente genial de un
gran artista, solamente pedían decoración. Se necesitaban buenos dibujantes y
éstos los había. La composición era siempre la misma, un fondo oscuro, sobre el
que destaca la figura: una mujer ataviada con los arreos de un desposorio
místico. (Muriel y Romero 36)
Muriel reduce el valor de las
representaciones monjiles a un reclamo únicamente decorativo y, al mismo
tiempo, a una mera y reiterativa serie de formulaciones iconográficas, sin
indagar más en si estas poseían alguna utilidad. Por ello, en su opinión, no se
requerían grandes maestros para llevarlas a cabo. Más adelante, la historiadora
entra en profunda contradicción al asegurar que durante las ceremonias de
desposorios místicos no había cosa alguna que careciera de amplio significado y
por ende su representación debía “ir más allá” en términos de factura
pictórica: “Estas pinturas exigen, más que ninguna otra, la mano de un artista,
y siendo esta época, como ya lo hemos dicho, de decadencia pictórica, la
mayoría de estos retratos son una mediocridad” (Muriel y Romero 45).
Sin embargo, la autora parece no ser la
única en haber medido la calidad pictórica de estas representaciones en
términos de la riqueza decorativa manifiesta en ellas. De igual manera, Rogelio
Ruiz Gomar, en su aportación al catálogo Monjas
coronadas de 1978, exalta particularmente los retratos de
profesión, por ser los más profusos:
Dentro de las pinturas
que se refieren a las monjas, sobresalen aquellas que se ocupan de dos de los
más importantes momentos en la vida de un convento: la profesión y la muerte. Vengamos
ahora a hablar un poco de los primeros que, por otra parte, son los más bellos.
Como aluden al glorioso acontecimiento de los desposorios con Cristo,
dependiendo de la orden [religiosa] a la que pertenecían, van ataviadas, en su
gran mayoría, con espléndidas galas (Ruiz 39)
Uno de los estudios más exhaustivos en
materia de este tipo de representaciones, titulado Monjas
coronadas. Profesión y muerte en Hispanoamérica virreinal, de
Alma Montero Alarcón, reconcilia la tradición
historiográfica inclinada por la profusión decorativa, con la codificación
esencialmente simbólica existente en muchos retratos de monjas, aduciendo que
el ornato y el artificio de ninguna manera se contraponen a una visión
trascendente y profunda de la vida conventual femenina. Sin embargo, la autora
termina por reducir el problema de la codificación a un intento de simplificación
de los mensajes contenidos en la representación, con el fin de facilitar su
lectura. En este sentido, menciona que los retratos monjiles se encontraban
dirigidos “a públicos devotos y sencillos” y que fue en función de su carácter
“didáctico” que su factura pictórica podía calificarse de “ingenua”, pues
“buscaban transmitir mediante imágenes de sencilla lectura, los sentidos
ejemplarizadores de algunas vidas virtuosas” (Montero, Monjas
coronadas 31).
En lo que respecta a la tensión existente
entre la representación de una personalidad individual o una presencia de
carácter colectivo, la historiografía suele conceder mucho más valor pictórico
a aquellos retratos que manifiestan rasgos de individualidad, es decir, que
ofrecen una impresión más “viva” y “natural” del personaje. Así lo manifiesta
Alma Montero Alarcón:
Estas pinturas
constituyen un testimonio histórico que confiere un carácter individual a los
personajes retratados. En un claro intento por perpetuar su recuerdo más
terrenal, los artistas del período virreinal realizaron retratos en toda la
extensión de la palabra, los cuales tienen la característica de transmitir un
gran humanismo (“Pinturas de monjas coronadas” 49)
Si se observan con detenimiento los retratos es posible percibir
características distintas entre ellos a pesar de su gran similitud. (Monjas coronadas 229)
Creer
que son “más retratos” aquellos que apuestan por la fidelidad de los rasgos del
personaje representado no es extraño ni arbitrario si se toma en cuenta lo
expuesto por Javier Portús respecto a que la eficacia utilitaria de la imagen
era más, cuanto mayor relación tuviera con el modelo, y, en este sentido, la
representación de los rasgos del rostro supuso en cierta medida una captura de
la personalidad del individuo retratado (173). En términos de dicha utilidad
religiosa, Doris Bieñko de Peralta en su
artículo dedicado a las Verae Effigies de
los venerables angelopolitanos, sostiene que la intención de las imágenes al
vivo era despertar la devoción y conmover al público, así como perpetuar la
memoria del personaje. Para ejemplificar lo anterior, expone el caso de la
invención prodigiosa del retrato de santa Gertrudis la Magna, mandado hacer por
fray Diego Yepes y para el que se tomó como modelo a una religiosa benedictina
anónima:
La diferencia entre el original y la copia consistió, en palabras del
obispo, en que la segunda fue más perfecta, pues el pintor al hacer su trabajo
le confesó que “con ser muy puntual en trasladar otras imágenes muy al vivo, en
ésta no pudo atinar al original, sino que cuantas veces ponía el pincel, sacaba
las facciones mejor de [lo] que él pensaba ni imaginaba”. (Bieñko 258)
La cita
anterior permite comprender mejor la singular relación del retrato religioso
femenino con su modelo, pues en este caso fue por medio del prodigio que el
pintor se acercó cada vez más a la imagen verdadera de la santa. Sin embargo,
no hay que perder de vista que el artífice se inspiró inicialmente en la
representación de otra religiosa de la misma orden. Esto nos conduce a afirmar
que la particularidad manifiesta en los rasgos de cualquier personaje debía
asentarse también en la generalidad, es decir, tomando como base un conjunto de
motivos iconográficos y actitudes convencionalmente descriptivas, con el fin de
contribuir a la verosimilitud de la imagen, su aceptación y su eficacia
comunicativa. No debe olvidarse que, finalmente, se trataba de posibilitar una
lectura más o menos universal de estos retratos con el propósito de difundir el
conocimiento en torno a figuras dignas de ser imitadas.
Aunque
es verdad que tanto la finalidad retentiva como la posible función
sustitutoria, e incluso la intención humanizante de estos retratos, influyeron
para que su valoración se planteara, al menos historiográficamente, en términos
de su cercanía con el modelo vivo, es precisamente en su carácter convencional,
arquetípico e incluso reiterativo, relacionado por numerosos autores con cierta
“precariedad estilística”, que radica el potencial icónico que los consolida
como “retratos corporativos” y, de manera específica, como “retratos
monacales”, en cuanto albergan el espíritu de la vida conventual y la esencia
de sus carismas particulares, todo esto con el fin de establecer lazos de
identificación y estimular la memoria colectiva en el interior y en el exterior
de los conventos.
De
acuerdo con el momento de la vida de la religiosa en que se le haya
representado, estos retratos plantean diversos problemas, ya que obedecen a
situaciones diferenciadas y por ende ostentan atributos y actitudes distintas.
En este sentido, diferentes serán también sus niveles de lectura. Por último es
importante considerar la naturaleza de la observancia regular de la corporación
u orden religiosa de la que se trate, pues ello influyó de manera sustancial en
el modo en el que se retrató a las religiosas.
Profesión,
muerte y homenaje: tres momentos, tres retratos
Los retratos de profesión
El
momento más afortunado de la vida de una monja, en cuanto al número de
representaciones pictóricas existentes hasta nuestros días, es sin duda el de
la profesión o desposorio místico con Jesucristo. Aunque existen otros retratos
estrechamente relacionados con este momento, como aquellos anteriores a la toma
de estado religioso y otros más en los que se representa a las religiosas como
novicias, son sin duda los de profesión los más popularizados, al ser
patrocinados casi sin excepción por los parientes y los padrinos de las futuras
monjas, incentivando con ello su cuantiosa producción. Estos poseían como
cometido principal, la preservación y exaltación de la memoria en torno a la
hija que habría de salir del seno familiar para formar parte de una corporación
religiosa y a dedicarse en cuerpo y alma al cultivo de la virtud y la
aspiración a la santidad. Por estas razones, la elaboración de retratos fue una
constante en las singulares empresas de familias, padrinos y benefactores
involucrados en las ceremonias de desposorios místicos.
Aunque
es verdad que la corona, la palma, el cirio, los escudos, los crucifijos y las
figuras de niños Dios son atributos que distinguen a innumerables retratos de
profesión, es necesario señalar que su formulación y presencia no obedecen a
una moda, ni mucho menos a razones de índole decorativa, como algunos autores
suelen sugerir a lo largo de la historiografía del arte novohispano. Es
probable que el modo en el que dichos atributos fueron solucionados
plásticamente haya sido influido por ciertas tendencias pictóricas, sin
embargo, no hay que olvidar que tanto las fuentes escritas como los modelos
visuales derivados de ellas fueron las directrices más importantes al momento
de formular el conjunto de convenciones que distinguieron a los retratos de
profesión. Es preciso aclarar que no todos estos retratos tuvieron como
imperativo la fastuosidad, ni todos llegaron a convertirse en símbolos de
estatus social; aunque es verdad que, al no ser encargados por los propios
conventos, ni estar destinados a permanecer en ellos, puede percibirse cierta
libertad en la forma y la profusión con la cual tanto hábitos como atributos
fueron representados.
Lo que
es un hecho, es que los elementos característicos de estos retratos son de una
profunda y compleja significación simbólica. Así lo manifiesta la propia Asunción
Lavrin: “El significado de la riqueza y los aderezos personales que [la
religiosa] portaba es complejo. Si bien los símbolos religiosos eran adecuados
para la ocasión, podían hablar también sobre la vanidad del mundo que dejaban
atrás” (89). Por su parte, Sergi Doménech (3) asegura
que la iconografía de los retratos de profesión representa un despliegue visual
de la liturgia de consagración de las vírgenes, y, en ese mismo tenor,
Alma Montero Alarcón añade que los
atributos de los que se compusieron, como coronas, cirios, palmas floridas y
vegetales, así como crucifijos, esculturas de niños Dios y escudos, fincaron
sus propósitos simbólicos en esa y otras fuentes litúrgicas, por lo que los
pintores exaltaron su estatuto mediante la decoración. Del mismo modo, otros
elementos, como accesorios, joyas y brocados se sumaron a dichas intenciones
con el fin de revestir a la monja de significación:
Como se ha mencionado, el engalanar a las religiosas, cubrirlas de
flores y en ocasiones de joyas, guardaba diversos significados que trascendían
el simple ornato, y los elementos iconográficos que portaban tenían un claro
sentido litúrgico. Entre estos elementos destacan sin duda la corona y la palma
como dos símbolos fundamentales que llevaban las monjas en los momentos más
sobresalientes de su vida religiosa. (Montero, Monjas
coronadas 179)
El
primer atributo que es preciso ubicar en los retratos de profesión, siguiendo
el orden usual de las ceremonias de desposorios místicos, es la vela. Esta no
solo simboliza la luz de la fe, sino que ciertamente es el despliegue material
de un momento litúrgico específico: aquel en el que el sacerdote lee a la
novicia un fragmento de la parábola de las vírgenes, contenida en el evangelio
de Mateo: “Vírgenes prudentes, preparad vuestras lámparas, he aquí que viene el
Esposo, salidle al encuentro” (Doménech, I). Tanto Sergi Doménech
como Alma Montero coinciden en que la presencia del cirio, en relación con la
parábola, alude a que la monja pertenece al grupo de las vírgenes prudentes,
pues se encuentra internamente preparada y con su lámpara encendida a la espera
de su encuentro con el esposo divino.
La
corona es un elemento que se asocia en un principio con la victoria, puesto que
el asumir los votos perpetuos implicó la renuncia al mundo material y la
entrada a un universo consagrado a la edificación espiritual. Esto supuso en la
vida de la monja un primer triunfo en el camino de aspiración a la santidad,
pues el desprecio del mundo es uno de los requisitos fundamentales para el
logro de dicho cometido. Del mismo modo, el momento de la profesión adquiere
una dimensión triunfal si se toman en cuenta las múltiples vicisitudes que una
aspirante a monja debía librar, las cuales incluían el cumplimiento de
innumerables requisitos personales y económicos para su ingreso al convento, el
noviciado e incluso el voto final de aceptación por parte de la comunidad de
religiosas.
Alma
Montero asegura que en la iconografía cristiana, la corona, además de
simbolizar la victoria, representa también “la felicidad eterna reservada a las
muertes justas” (Monjas coronadas 179).
Lo anterior conlleva una profunda significación si se toma en cuenta que en la
vida de una religiosa, la corona le era impuesta por primera vez al momento de
asumir de manera definitiva e irrenunciable los votos perpetuos durante la
ceremonia de profesión, en la que por supuesto moría para el mundo. Ya fuera
como esposa o como vencedora, no cabe duda de que la corona es un símbolo que
asocia directamente a la monja con Jesucristo, sin embargo, tomando en cuenta
lo expresado por Sergi Doménech en cuanto a que todos estos atributos se
encuentran relacionados con la liturgia de consagración de las vírgenes, es
preciso apuntar a que su representación se encuentra también asociada al
triunfo y las virtudes de la Virgen María. De hecho, es importante precisar que
el simbolismo de la corona, en términos marianos, se relacionó también con la
devoción al rosario, el cual se rezaba de diferentes maneras hacia mediados del
siglo XV, a partir de distintas simbologías numéricas. Según la tradición
dominica, se rezaba a modo de corona de rosas (compuesta por siete misterios
asociados a los 63 años de vida de la virgen), y de acuerdo con la tradición
inmaculista franciscana se rezaba a modo de corona de doce estrellas o stellarium (compuesto de doce meditaciones en
torno a los privilegios de María). De esta manera, se sabe que las coronas
meditativas en torno a la virgen, como es el caso del Libellus
de Corona Virginis (siglos XII-XIII) u otras más tardías como
el Aurea corona beatissimae Virginis Mariae (siglo
XV), evocaron un conjunto de virtudes marianas específicas a través de su
vinculación metafórica con las propiedades de ciertas piedras preciosas, flores
y cuerpos celestes. Finalmente, es importante añadir que la corona alude por
supuesto al estatuto de María como reina del cielo y por ello se le representa
en innumerables ocasiones portando la corona imperial.
No es
casual que, por imitación de las virtudes marianas, numerosas santas porten
también como atributo la corona floral, en alusión a la victoria, la felicidad,
el amor y la pureza. Sin embargo, es importante señalar que existen
representaciones en las que también aparecen con coronas vegetales, aludiendo
al triunfo, el martirio y la humildad. Estas generalmente se componen de hojas
de laurel o de olivo, según la tradición grecolatina que asocia a las primeras
con la inmortalidad y a las segundas con la paz, la sabiduría y la prosperidad
(Monterrosa 63). En el caso de
las coronas florales, presentes en numerosos retratos de profesión
novohispanos, fueron las rosas las flores preferidas para la elaboración y la
representación de este atributo. Además de aludir al amor divino, el matrimonio
y la sangre de cristo, las rosas se encuentran íntimamente relacionadas con la
iconografía de santa Rosa de Lima, modelo en el que habrían de inspirarse
numerosas corporaciones femeninas en América y a quien la mayoría de las veces
se le representa coronada de rosas, en alusión al episodio de su desposorio
místico con Jesús niño. Con respecto al impacto de la imagen de la santa limeña
en gran cantidad de retratos de monjas, Ramón Mujica apunta lo
siguiente:
No sería de extrañar, aunque es un tema abierto a la investigación, que
los retratos moralizadores novohispanos de monjas coronadas de rosas y flores,
simbólicos de sus esponsales con Cristo, estén vinculados con la ascética
nupcial popularizada por la santa limeña [...] (95)
Finalmente,
es posible advertir la existencia de una dialéctica estético- simbólica en las
coronas monjiles ya que, por un lado, su profusión física y pictórica resulta
muy atractiva a los sentidos por su variedad floral, colorido y multiplicidad
de materiales reales o emulados. Sin embargo, por otro lado, dicha fastuosidad
se encuentra relacionada con la exaltación del estatuto de la monja como esposa
del altísimo y por ende supone también, en términos simbólicos, la renuncia
total a las vanidades mundanas, para dedicarse en cuerpo y alma a una vida de
contemplación y ascetismo.
Otro de
los elementos más importantes en los retratos de profesión es la palma, que al
igual que la corona puede ser florida o vegetal y es posible apreciarla en
numerosas representaciones pictóricas fusionada con la vela o cirio, formando
un mismo atributo. Alma Montero asegura que el simbolismo de la palma suele
encontrarse relacionado con al menos dos acepciones, ya que entre los romanos
era símbolo de victoria, significado que conservó en el contexto cristiano y se
trasladó a los mártires que perecieron en defensa de la fe (Monjas coronadas 181). De igual manera, según
Montero, este atributo puede aludir al momento en que Jesucristo entró a
Jerusalén donde, triunfante, fue recibido con palmas. En este sentido y en lo
relativo a la vida conventual, ya sea por vencer al mundo y al pecado o por aludir
al sacrificio que habrán de representar las tribulaciones y las mortificaciones
propias de la vida ascética, el significado de la palma se encuentra
circunscrito al triunfo.
Por otra
parte, puede advertirse en numerosos retratos la presencia de medallones o
escudos, generalmente utilizados en la Nueva España por las monjas
concepcionistas y jerónimas8, prendidos del escapulario
a la altura del pecho. En ellos pueden verse representadas escenas de la vida
de la virgen como la anunciación y la asunción, o los santos venerados por la
orden religiosa a la que pertenecía la monja. Es importante resaltar que muchos
de estos medallones, originalmente pintados sobre lámina de cobre y montados en
plata, nácar o carey (Muriel y Romero 25, 203), hoy
se conservan en colecciones públicas y privadas e incluso están firmados por
pintores notables de la época9. Del mismo modo, ciertas
corporaciones monjiles, en su mayoría calzadas o urbanistas, suelen verse
representadas portando una pequeña escultura de bulto del Niño Jesús ataviada
de manera profusa y esmerada. La elaboración de dichas esculturas fue, por lo
general, en madera tallada y policromada y en la actualidad son conocidas
también como “divinos espositos”. Se sabe por los ceremoniales de profesión que
formaban parte de este ritual, sumadas a otros atributos como el cirio, la
palma y la corona. Por el hecho de que algunas de estas esculturas aún se
conservan en las colecciones de numerosos conventos, y por testimonios
documentales, es posible saber que las religiosas los recibían de manos de sus
familiares o padrinos con el fin de preservarlas por el resto de sus días en el
monasterio. Traer a la memoria la imagen de Jesús niño mediante su
representación escultórica, despertaba en las monjas sentimientos de ternura y
devoción parecidos a los de una madre que además de dirigirle sus oraciones y
meditaciones, dedicaría parte de su tiempo a bordar diligentemente sus ajuares.
Asimismo, es importante señalar que la presencia del Niño Jesús como pequeño
esposo, de nueva cuenta alude a los pasajes de las vidas de santa Rosa de Lima,
santa Catalina de Siena y santa Inés de Montepulciano, en los que fueron
desposadas por él (figuras 1 y 2).
Figura 1
Retrato de María Francisca Josefa de San Felipe Neri
Fuente:
Anónimo, siglo XVIII. Óleo sobre tela. Colección Museo Nacional de Historia.
Instituto Nacional de Antropología e Historia, México.
Figura 2
Retrato de sor María Ignacia Candelaria de la Santísima
Trinidad
Fuente:
Anónimo, siglo XVIII. Óleo sobre tela. Colección Museo Nacional del Virreinato.
Instituto Nacional de Antropología e Historia, México.
En lo
relativo al criterio de similitud con su modelo, así como a la identidad
individual de las monjas retratadas, las representaciones de profesión poseen
una serie de variaciones determinadas tanto por la voluntad de quienes las
encargaron, como por la destreza de los pintores a quienes fueron solicitadas.
No obstante, el factor de mayor incidencia en ambos criterios es sin lugar a
dudas el carisma espiritual de la orden a la que dichas monjas pertenecieron.
En este sentido, es posible identificar la existencia de una tensión entre la
presencia individual y la grupal, pues es verdad que en muchos de estos
retratos se enfatizan los rasgos físicos de la religiosa en cuestión, tomando
como eje el criterio de semejanza, que aunado a la cartela, donde se asienta
información personal, como el nombre de la retratada, el de sus padres, lugar y
año de nacimiento, la fecha de su ingreso al convento, el nombre de este y la
orden religiosa en la que se inscribió, es claro que existe una exaltación de
la identidad individual del personaje. Sin embargo, un buen número de retratos
de profesión novohispanos carecen de cartela y aun teniéndola privilegian los
rasgos de identificación colectiva, con el fin de promover el sentido de
pertenencia a determinada corporación religiosa, así como el cultivo de
virtudes específicas como la austeridad, la humildad y el recogimiento. Estas
cuestiones habrán de superponerse, en términos iconográficos y simbólicos, a
los rasgos individuales del personaje, favoreciendo la representación de
gestos, ademanes, atributos y vestimentas de carácter convencional y
estandarizado. En este sentido, gestualidades codificadas como la mirada baja o
los brazos entrecruzados, elementos como crucifijos, breviarios o cilicios,
atributos como palmas, cirios o coronas, representados de manera más sencilla y
homogénea, habrán de caracterizar en su mayoría a los retratos de profesión de
órdenes de naturaleza recoleta o descalza (figuras 3 y 4). Con base en lo anteriormente expuesto,
resulta imprescindible contemplar la naturaleza de los distintos carismas
espirituales al momento de analizar este tipo de representaciones, con el fin
de propiciar estudios más profundos y focalizados e intentar trascender
aquellos lugares comunes de la historiografía del arte novohispano que suelen
atribuir la presencia y la solución formal de ciertos motivos y elementos
iconográficos únicamente a la destreza pictórica, la moda o el gusto de la
época.
Figura 3
Retrato de sor María Manuela Margarita
Fuente: José de
Alcíbar, ca. 1770. Óleo sobre tela. Colección Museo Soumaya.
Figura 4
Retrato de sor María Salvadora de San Antonio
Fuente:
Anónimo. Siglo XVIII (1792). Óleo sobre tela. Colección Museo Nacional del
Virreinato. Instituto Nacional de Antropología e Historia, México.
Los retratos de muerte
El
momento más importante y añorado en la vida de una religiosa era sin duda aquel
que representaba la consumación espiritual de sus desposorios místicos, es
decir, la muerte terrena que habría de derivar en su encuentro final con
Jesucristo. En este sentido, es necesario recordar que, si bien la profesión
ciertamente suponía un matrimonio real, la relación terrena entre la monja y su
esposo divino era susceptible de tornarse distante en ciertas etapas de la vida
mundana, así como propensa a transitar por una serie de vicisitudes y
tribulaciones. Por ello, a partir de la esperanza en la promesa de pasar de
esta vida al goce eterno de la compañía de su dulcísimo esposo, las monjas
padecieron con firmeza aquellos obstáculos. Aunque las honras fúnebres poseen
variaciones protocolarias, según las constituciones y los ceremoniales de cada
orden religiosa, en todos los funerales se procedía a amortajar el cuerpo de la
hermana en cuestión y vestirla con el hábito de la corporación. Cabe señalar
que si la religiosa había muerto de alguna enfermedad contagiosa, se le velaba
y se le enterraba prontamente; en cambio, si la monja moría en otras
condiciones, la ceremonia duraba un día; pero si se trataba de una priora o de
una monja notable, las honras fúnebres podían extenderse hasta por tres días.
Portar
de nueva cuenta, al momento de la muerte, la corona y la palma florida
únicamente podía significar “el triunfo de la muerte que solo otorga el llevar
sin descanso ni tregua los votos religiosos” (Montero, Monjas coronadas 137-138). Así pues, tanto la
corona como la palma habrían de integrarse de nuevo para dar cuenta del
virtuosismo con el que la hermana difunta había observado dichos votos, así
como la regla y las constituciones de su sacro instituto.
En este
sentido, testimonios documentales como la vida de la religiosa dominica María
Ana Águeda de San Ignacio, fundadora del Convento de Santa Rosa de la ciudad de
Puebla, escrita por el jesuita Joseph Bellido, revelan la
presencia de estos atributos durante las honras fúnebres:
Estaba el Cuerpo expuesto delante de la reja del Coro bajo, adornado con
bellísima Palma, y Corona, como que supo triunfar, y salir victoriosa, como
piadosamente creemos, de los más tiranos enemigos: estaba con variedad de
hermosísimas flores, que abundantemente enviaron los Conventos de Recoletas, y
muchas Personas Seculares [...] (Bellido 145-146)
Tanto
Josefina Muriel como Asunción Lavrin y Alma Montero coinciden en que las
ceremonias fúnebres a mediados del siglo xvii y a lo largo del siglo XVIII,
llegaron a representar verdaderos actos públicos que lograban reunir a una
muestra significativa de todos los estratos de la sociedad virreinal. A todo
este “aparato” o énfasis en el aspecto ritual de la ceremonia, se sumó la
imperiosa necesidad de contar con un testimonio visual de la monja en su lecho
de muerte, sin embargo, es sabido que este fue un privilegio reservado a las
monjas notables, ya que el derecho a la representación le era otorgado
únicamente a las monjas fundadoras, a las preladas y aquellas religiosas que se
hubiesen distinguido por la ejemplaridad de sus vidas. Tomando en cuenta que
los retratos de muerte fueron solicitados en su totalidad por las propias
corporaciones monjiles para fungir como dispositivos donde debía reconocerse la
comunidad y reflejar las virtudes que había que imitar, este conjunto de
representaciones posee en realidad intenciones de carácter edificante y
comunitario, más que individualizantes.
Sin
embargo, no hay que olvidar que muchas veces el retrato de muerte participó de
algunas de las características que definieron a las reliquias, como la función
sustitutoria, que según Javier Portús se producía en varios niveles (175). El
más profundo de ellos consistía en una transmisión de los poderes devocionales
o taumatúrgicos ligados al “original”, que en este caso sería el cuerpo de la
propia religiosa en su lecho de muerte. En este sentido, por medio de la contemplación
del retrato, las monjas podrían no solo consolarse por la falta física de su
compañera y asimismo evocar sus cualidades personales y espirituales, sino
además reactivar el contacto con ella. Numerosas visiones post mortem registradas en textos
hagiográficos confirman que, en efecto, las monjas vivas continuaban
produciendo imágenes mentales y narrativas en relación con la monja perecida y,
de este modo, seguían estrechando lazos afectivos con ella e incluso les eran
concedidos algunos prodigios. Todo esto puede darnos una idea de la importancia
de la representación visual para propiciar otro tipo de visiones y
experiencias.
Con
respecto a la construcción icónica de las monjas muertas, es preciso hacer
énfasis en la existencia de dos tipos de representaciones. Por un lado,
aquellas en las cuales las religiosas ostentan la apariencia de un cadáver y
aquellas en las que aun muertas conservan un aspecto juvenil y vívido. En el
caso de las primeras (figura 5), es necesario tomar en cuenta que tanto los
padecimientos físicos derivados de los ayunos y las penitencias como las
enfermedades comunes, e incluso las graves, se consideraban un ejemplo de
paciencia cristiana y fortaleza espiritual. Por ello, la impronta de este
conjunto de males no era para nada denostada al momento de enfatizarlos en los
retratos fúnebres, puesto que la vejez, el dolor y la enfermedad eran vistos
como obstáculos a los que estas monjas se habían enfrentado diligente. De esta
manera, mediante su representación, se enseñaba a la comunidad de monjas el
arte del bien morir, reconociendo en las dolencias y miserias físicas de sus
hermanas perecidas, la ruta de la perfección espiritual:
Figura 5
Sor María de la Encarnación Albaredo
Fuente:
Anónimo, siglo XVIII. Óleo sobre tela. Colección: Museo de Arte Religioso,
ex-Convento de Santa Mónica. Instituto Nacional de Antropología e Historia,
México.
se trataba más bien de resaltar el elemento espiritual de la enfermedad
como fuente de un sufrimiento deseable, que adquiría relevancia en la
construcción icónica de monjas enfermas y en el sufrimiento como ejemplos
imitables. [...] Es así como se reduce el cuerpo a un catálogo de sorprendentes
imágenes evocadoras de descomposición que deben haber conmovido hasta las
lágrimas o el temor. Esa era precisamente su intención. (Lavrin 243-245)
Existe
otro tipo de retratos de muerte que distan mucho de ofrecer el patetismo propio
de una monja difunta. Se trata de representaciones visuales de religiosas
fallecidas en eminente olor de santidad, cuyos rasgos no solo se representan
incorruptos, sino rejuvenecidos e incluso rozagantes. Como ejemplo de lo
anterior puede citarse una de las múltiples representaciones pictóricas de la
religiosa agustina poblana sor María de San José (figura 6) que, aun cuando fue realizada años después
de su fallecimiento, tiene la intención de mostrarla con la expresión que
conservó al momento de su muerte. Así lo afirma su cartela: “murió con el
semblante que representa”, es decir, apacible y juvenil, a pesar de rebasar los
sesenta años. Aun cuando no se conservan retratos de todas las religiosas que
fueron beneficiarias de dicho prodigio, se cuenta con sus biografías, escritas
mayoritariamente por sus confesores. Es el caso de monjas novohispanas como sor
Ana de Jesús, fundadora y primera priora del convento de carmelitas de San José
de Puebla, o la religiosa agustina fundadora del convento de Santa Mónica de
Puebla y de la Soledad de Antequera, sor Antonia de la Madre de Dios. Asimismo,
en otras latitudes americanas, es posible identificar casos como el de la madre
Ana de los Ángeles de Monteagudo en Arequipa, Perú, o la madre Mariana de Jesús
Paredes y Flores, mejor conocida como la Azucena de Quito, entre muchos otros.
Con respecto a estos acontecimientos Asunción Lavrin menciona lo siguiente:
Figura 6
Sor María de San José
Fuente:
Anónimo, siglo XVIII. Óleo sobre tela. Colección Museo de Arte Religioso,
ex-Convento de Santa Mónica. Instituto Nacional de Antropología e Historia,
México.
La muerte rejuvenecía porque las virtudes de la vida religiosa se
expresaban a través del cuerpo una vez que éste dejaba de ser la prisión del
espíritu y podía manifestarse sin impedimentos. La gracia de Dios se
manifestaba en ese proceso. (267)
Es
importante mencionar que, además de la apariencia de la monja fallecida, existe
otro elemento capaz de ofrecer información en torno a su estatuto al momento de
morir. Se trata de las cartelas, en la que muchas veces se asienta el prodigio
de la incorrupción de los cadáveres de estas virtuosas mujeres. Por último, resulta
esencial ubicar espacialmente estos retratos de acuerdo con su función
edificante en términos corporativos, pues es verdad que juntos conformaban una
especie de cuadro de honor comunitario. En este sentido, es muy probable que
dichas representaciones se exhibieran en lugares destinados al encuentro y la
reflexión colectiva dentro del convento, como es el caso de los corredores de
los claustros, los coros, la sala capitular o el despacho de la madre abadesa.
Los retratos de homenaje
Al igual
que la profesión y la muerte, hubo otros momentos de suma importancia en la
vida de las religiosas en los que también solía coronárseles e imponérseles la
palma florida y la vela y asimismo representarlas pictóricamente. Es el caso de
los aniversarios de bodas místicas, los nombramientos como abadesas e incluso
otros acontecimientos post
mortem ligados a causas de promoción de monjas notables.
Cabe resaltar que dichas causas de promoción incentivaron la producción de
nuevas representaciones con el fin de exaltar y promover la imagen de estas
monjas ejemplares a ojos de quienes, o bien ya las conocían, o habrían por ello
de conocerlas. A esto habrá que sumar también el conjunto de representaciones
grabadas contenidas en numerosas ediciones de las vidas10 y escritos
relacionados con estos personajes ejemplares. Es el caso de los retratos de las
monjas sor Isabel de la Encarnación, sor María de Jesús Tomelín, sor María de
San José y sor Anna Águeda de San Ignacio (figura 7) en la ciudad de Puebla11, entre otros.
Figura 7
Verdadero retrato de la reverenda madre Anna Agueda de
San Ignacio
Fuente: José
Benito Ortuño, siglo XVIII. Grabado. Biblioteca Nacional de México, UNAM.
En lo
que respecta a este conjunto de representaciones, será preciso analizarlo desde
ópticas diferenciadas y puestas en relación con la especificidad de cada caso,
pues es común encontrar que en numerosos pasajes de la historiografía del arte
novohispano han corrido la suerte de ser equiparadas e incluso confundidas con
los retratos de profesión, al situarlas dentro de la gran clasificación de
“monjas coronadas”. Lo anterior se debe quizá a la presencia de atributos
compartidos, sin embargo, es sabido que sus usos y funciones fueron
completamente distintos. Asimismo, es importante señalar que, en su mayoría,
los retratos de homenaje ponen el acento en los rasgos de identificación
genérica, más que en aquellos que resaltan las características físicas de los
personajes. Esto puede constatarse en lo estandarizado de sus facciones, en las
que parece no haber particularidades que nos permitan relacionar retratos
distintos de una misma religiosa. Es, sin embargo, gracias a los elementos de
naturaleza corporativa y simbólica que nos es posible realizar las inferencias
correspondientes con respecto a la identidad del personaje representado y, por
supuesto, a las cartelas (figura 8).
Figura 8
Retrato de la venerable madre María de Jesús Tomelín
Fuente:
Colección Museo Nacional del Virreinato. Instituto Nacional de Antropología e
Historia, México.
A manera
de conclusión
En este
artículo se ha planteado una ruta de exploración teórica e historiográfica en
torno al retrato monjil novohispano, a partir de la necesidad de estudiarlo más
allá de la perspectiva formalista dominante que lo ha reducido a criterios
relacionados únicamente con su factura, profusión y naturalismo, como ejes para
su estudio y validación. En muchos casos estos criterios han marginado sus
implicaciones simbólicas, usos y funciones, en cuanto dispositivos susceptibles
de activar los sentidos interiores y el sentimiento de pertenencia a una serie
de corporaciones cuya especificidad incide directamente en el modo en que se
formularon y se decodificaron los mensajes contenidos en ellos. En atención a
estas omisiones, se ha analizado la tensión existente entre la presencia
individual y la grupal, así como el criterio de semejanza en los retratos
inscritos en el contexto monacal novohispano, apelando a la categoría de
“retrato corporativo” y ubicando sus fluctuaciones en los momentos de
profesión, muerte y homenaje. Asimismo, se ha puesto el acento, de manera
general, en el vasto universo de implicaciones simbólicas que poseen algunos de
los elementos y atributos recurrentes en los retratos, proponiendo una
alternativa a la tendencia historio- gráfica que ha solido apostar tan solo por
sus cualidades decorativas. De acuerdo con lo anterior, se ha propuesto un
análisis que sin dejar de poner atención en lo formal, considere también las
fuentes escritas y sobre todo el modo en el que los distintos carices
determinaron la vida cotidiana y espiritual de las religiosas, ambos factores
determinantes al momento de formular soluciones pictóricas, usos, funciones y
lecturas en torno a sus retratos. De este modo, se concluye que las
representaciones de profesión, muerte y homenaje deberán concebirse como
“imágenes” en un sentido más amplio, en cuanto semejanzas incorpóreas de un
cuerpo colectivo y simbólico que, si bien se perciben mediante los sentidos
corporales, se albergan en el depósito interior, para patentizarse en el propio
espíritu.
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Notas
1 En términos teológicos, se entiende
por carisma un don espiritual
especial que el Espíritu Santo concede a los cristianos para edificar la
Iglesia o extender el reino de Dios. Los Padres de la Iglesia reflexionaron en
torno a los distintos carismas de gobierno bajo los cuales los miembros de las
órdenes monásticas rigieron su vida cotidiana y desarrollaron su
espiritualidad. En este sentido, aseguraron que aquellos dones que les son
inspirados a las distintas comunidades de religiosos y religiosas, toman forma
por medio de sus reglas y constituciones, protegiendo así a la institución
monacal y garantizando su permanencia e indefectibilidad (Maroto 462-463, 467).
2 Como ejemplo de ello, cabe revisar la
definición de imagen planteada por el pintor y tratadista Antonio Palomino en el
índice de términos de su Museo pictórico y escala
óptica de 1715: “Imagen, s, f. Semejanza puntual de alguna cosa
corpórea” (Palomino 316).
3 El Santo Ecuménico Concilio de Trento
le concedió un lugar imprescindible a la representación visual como vehículo
esencial para la propagación de las virtudes cristianas: “Enseñen con esmero
los Obispos que por medio de las historias de nuestra redención; expresadas en
pinturas y otras copias, se instruye y confirma el pueblo recordándoles los
artículos de la fe, y recapacitándoles continuamente en ellos...” (El sacrosanto y ecuménico Concilio de Trento 328-331).
4 Jay ubica en este régimen a las
imágenes religiosas producidas en el contexto contrarreformista y producidas
hasta el siglo XVIII.
5 Portús menciona tratados de
codificación iconográfica como los de Paleotti, Molano y Pacheco.
6 Roman Gubern, en su
obra La mirada opulenta. Exploración de la
iconósfera contemporánea, apela a los grados de iconicidad para
describir la capacidad de una imagen de ser reconocida por un determinado grupo
de individuos. Así pues, señala que la iconicidad será un factor cultural que
puede medirse empíricamente tomando en consideración dos variables
perfectamente cuantificables: el número de sujetos que identifica a una forma
visual como una representación icónica determinada (factor al que denomina N) y el tiempo empleado en su identificación
(factor T). Finalmente, concluye que en
cuanto mayor es N y menor es T, mayor será la tasa de iconicidad de la forma
propuesta
7 Aliud est imago,
aliud aequalitas, aliud similitudo: ubi imago, ibi continuum similitudo, non
continuum aequalitas; ubi aequalitas, continuum similitudo, non continuum
imago; ubi similitudo non continuum imago, non continuum aequalitas.
8 Entre los retratos en los que es
posible identificar este atributo, se encuentran los de monjas concepcionistas,
así como aquellos pertenecientes a conventos que la historiografía suele
denominar “filiales” de la Concepción. Es el caso de los monasterios de Regina
Coeli, Jesús María, Balvanera, La Encarnación, Santa Inés, San José de Gracia;
asimismo en los conventos de San Jerónimo de México y Puebla.
9 Es el caso de los pintores Miguel
Cabrera, Juan Patricio Morlete Ruiz, José de Alcíbar, Andrés López y Antonio
Vallejo, entre otros.
10 Podría decirse que hacia el siglo XVII
la biografía autorizada o vida obedeció
a un modelo retórico más o menos homogéneo que acogió la serie de influencias
discursivas que las monjas dejaron asentadas en numerosos manuscritos
confesionales. Dichas influencias provienen, en su mayoría, de las lecturas
devocionales y hagiográficas a las que eran asiduas. Así fue como confesores de
sumo renombre, en su mayoría miembros de las órdenes religiosas, se dieron a la
tarea de dar forma al conjunto de relatos escritos que sus religiosas dirigidas
les cedían. Con esos materiales, afirma Antonio Rubial, “considerados como
escritura de segunda, el autor masculino armaba una historia moralizante sobre
las experiencias femeninas, las mediatizaba para volverlas ‘legibles' y hacía
público lo que se había mantenido en secreto” (Rubial 169).
11 Véase Pedro Salmerón, Vida de la Vble. Madre Isabel de la Encarnación,
México: 1675; Diego de Lemus, Vida, virtudes, trabajos, favores, y milagros de la Ven. M.
Sor María de Jesús Angelopolitana, México: 1683; Sebastián de Santander, Vida de la Venerable María de San Joseph, México:
1723; José Bellido, Vida de la V.M.R.M. María Anna
Águeda de S. Ignacio, México: 1758.
https://www.redalyc.org/journal/833/83366936004/html/
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