La Inmaculada Concepción
“Declaramos, pronunciamos y definimos
que la Doctrina de que la Bienaventurada Virgen María, en el primer instante de
su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios Omnipotente.."
La
Inmaculada Concepción de María Virgen –singular privilegio concedido por Dios,
desde toda la eternidad, a Aquella que sería la Madre de su Hijo Unigénito,
preside todas las alabanzas que le rendimos en la recitación de su Pequeño
Oficio. Siendo así, nos parece oportuno recorrer rápidamente la historia de esa
“piadosa creencia” que atravesó los siglos, hasta encontrar en las inefables
palabras de Pío IX, su solemne definición dogmática.
Once siglos de tranquila aceptación de la “piadosa
creencia”
Los más antiguos Padres de la Iglesia,
a menudo se expresan en términos que se interpretan como su certeza en la
absoluta inmunidad de pecado, incluso el Original, concedida a la Virgen María. Así, por ejemplo, San Justino, San Irineo,
Tertuliano, Firmio, San Cirilo de Jerusalén, San Epifanio, Teodoro de Ancira,
Sedulio y otros más, comparan a María Santísima con Eva antes del Pecado
Original. San Efrén, insigne devoto de la Santísima Virgen, la exalta como
habiendo sido “siempre de cuerpo y de espíritu íntegra e inmaculada”. Para
San Hipólito Ella es un “tabernáculo exento de toda corrupción”. Orígenes
la Aclama “inmaculada entre inmaculadas, nunca afectada, por la ponzoña de
la maldita serpiente”. San Ambrosio la declara “Vaso celestial, incorrupta,
Virgen inmune por gracia de toda mancha de pecado”. San Agustín afirma,
disputando con Pelagio, que “todos los justos conocieron el pecado, menos
la Santa Virgen María, la cual, por la honra del Señor, no quiero que entre
nunca en cuestión cuando se trate de pecados”.
Temprano comenzó la Iglesia –con
primacía de la Oriental, a conmemorar en sus funciones litúrgicas, la
Inmaculada Concepción de María. Passaglia, en su De Inmaculato Deiperae
Conceptu, cree que a principios del siglo V ya se celebraba la fiesta de la Concepción
de María (con el nombre de concepción de Santa Ana) en el Patriarcado de
Jerusalén. El documento fidedigno más antiguo es el canon de dicha fiesta
compuesto por San Andrés de Creta, monje del monasterio de San Sabas, cercano a
Jerusalén y que escribió sus himnos litúrgicos en la segunda mitad del s.VII.
Los
Padres de la Iglesia y la Inmaculada Concepción.
Tampoco faltan autorizadísimos
testimonios de los Padres de la Iglesia reunidos en Concilio, para probar que
ya en el s.VII era común y recibida por tradición la “piadosa creencia”,
esto es, la devoción de los fieles al gran privilegio de María (Concilio de
Letrán en el 649 y Concilio de Constantino III en el 680).
En España, que se enorgullece de haber
recibido con la fe el conocimiento de ese misterio, conmemora su fiesta desde
el s.VII. Doscientos años después, esta solemnidad aparece inscrita en los
calendarios de Irlanda, bajo el título de “Concepción de María”
También en el s. IX era ya celebrada en
Nápoles y Sicilia según consta en el calendario gravado en mármol y editado por
Mazzocchi en 1774.
En tiempos del Emperador Basilio II
(976-1025), la fiesta de la “Concepción de Santa Ana” pasó a figurar en el
calendario oficial de la Iglesia y del Estado, en el Imperio Bizantino.
En el s. XI parece que la conmemoración
de la Inmaculada estaba establecida en Inglaterra y por esa misma época, fue
recibida en Francia. Por una escritura de donación de Hugo de Summo, consta que
era festejada en Lombardía (Italia) en 1047. También es cierto que a finales
del s. XI o principios del XII, se celebraba en todo el antiguo Reino de
Navarra.
Oposición al
Dogma.
En el mismo s. XII comenzó a ser
combatido en Occidente, este gran privilegio de María Santísima.
Tal oposición se acentuaría todavía más
y con mayor precisión, en el siglo siguiente, período clásico de la
escolástica. Entre los que pusieron en duda la Inmaculada Concepción –por la
poca exactitud de las ideas al respecto de la materia, se encontraban doctos y
virtuosos varones como San Bernardo, San Buenaventura, San Alberto Magno y el
angélico Santo Tomás de Aquino.
Reacción a favor de la Inmaculada Concepción.
El combate a esta augusta prerrogativa
de la Virgen no hizo sino acrisolar el ánimo de sus partidarios. Así, el siglo
XIV se inicia con una gran reacción a favor de la Inmaculada, en la cual se
destacó como uno de sus más ardorosos defensores, el beato español Raimundo
Lulio.
Otro de los primeros y más denodados
campeones de la Inmaculada Concepción fue el Venerable Juan Duns Escoto (su
país natal es incierto: Escocia, Inglaterra o Irlanda; murió en 1308), gloria
de la Orden de los Menores Franciscanos, quien, tras afirmar bien los
verdaderos términos en cuestión, estableció con admirable claridad los sólidos
fundamentos para deshacer las dificultades que los contradictores ponían a la
singular prerrogativa mariana.
Acerca del impulso dado por Escoto a la
causa de la Inmaculada, existe una bella leyenda. Habría él venido desde Oxford
hasta Paris, precisamente para hacer triunfar la tesis de la Inmaculada
Concepción en la universidad de la Sorbona en 1308, donde pública y
solemnemente disputó a favor del privilegio de la Virgen. El día de ese gran
encuentro académico y teológico, cuando Escoto llegó al aula de la discusión,
se topó al paso con una imagen de la Virgen a la que le hizo una gran
reverencia diciéndole en latín Dignareme
laudarete Virgo Sacrata, da mihi virtutem contra hostes tuos, entonces la
imagen de la Virgen también inclinó la cabeza para saludarlo contenta y así
quedó actualmente en esa posición todavía hoy: “Permíteme alabarte Sagrada
Virgen y dadme fuerzas contra tus enemigos”.
Aumentan
los defensores del Dogma.
Después de Escoto, la solución
teológica de las dificultades levantadas contra la Inmaculada Concepción, se
hizo cada día más clara y perfecta, con lo cual sus defensores se multiplicaron
prodigiosamente. A su favor escribieron innumerables hijos de San Francisco,
entre los que se puede citar a los franceses Fray Aureolo (m. en 1320) y Fray
Mayron (m. en 1325). Al fraile escocés Bassolins y al español Guillermo Rubión.
Se tiene por cierto que estos ardorosos propaganditas del santo misterio, estén
en el origen de su celebración en Portugal hacia comienzos del siglo XIV.
El documento más antiguo de la
institución de la fiesta de la Inmaculada Concepción en ese país, es un decreto
del Obispo de Coimbra Mons. Edmundo Evrard, fechado el 17 de octubre de 1320.
Con los doctores franciscanos, cumple mencionar, entre los defensores de la
Inmaculada Concepción en los siglos XIV y XV al Carmelita Juan Bacon (m. 1340),
al agustiniano Tomás de Estrasburgo, a Dioniso el Cartujo (m. 1429), a Nicolás de
Cusa (m. 1.464) y a otros muy esclarecidos teólogos pertenecientes a diferentes
escuelas y naciones.
Inmaculada
Concepción en debates.
A mediados del s. XV la Inmaculada
Concepción fue objeto de reñido combate durante el Concilio de Basilea,
terminando en un decreto definitorio, pero sin valor dogmático ya que este
Sínodo perdió su legitimidad al separarse del Papa. Mientras tanto crecía más y
más el número de ciudades y naciones enteras que celebraban la fiesta de la
Inmaculada Concepción de María. Y con tal fervor que en las cortes catalanas se
decretó pena de destierro perpetuo a quien públicamente atacara el santo
privilegio de la Virgen.
El auténtico Magisterio de la Santa
Iglesia, no tardó en darles satisfacción a los defensores del dogma y de la
fiesta. Con la Bula Cum Pro Exccelsa,
del 27 de febrero de 1.477, el Papa Sixto IV aprobó la fiesta de la Concepción
de María, la enriqueció con indulgencias semejantes a las de las fiestas del
santísimo Sacramento y autorizo Oficio y Misa especial para esa solemnidad.
A finales del siglo XV, sin embargo, la
disputa sobre la Inmaculada Concepción, de tal manera enardeció los ánimos que
el propio Papa Sixto IV se vio obligado a publicar con fecha de 4 de septiembre
de 1483 la Constitución Grave nimis prohibiendo bajo pena de
excomunión que los de una parte llamaran herejes a los de la otra.
Para esa época festejaban ya la
Inmaculada Concepción célebres universidades como las de Oxford, Cambridge y
Sorbona, instituyendo esta última en 1497, un juramento para todos sus doctores
con el voto de defender perpetuamente el misterio de la Inmaculada Concepción,
excluyendo de sus cuadros a quien no lo hiciere. De igual manera procedieron
las universidades de Colonia (1499), Maguncia (1509) y Valencia (1530).
Nuevas ocasiones para combates dobre el
Dogma.
En el Concilio de Trento (1545-1563) se
ofreció nueva ocasión para denodado combate entre los dos partidos. Sin
proferir una definición dogmática de la Inmaculada Concepción, esta asamblea
confirmó de modo solemne las decisiones de Sixto IV. Así, el 15 de junio de
1546, en la V Sesión, a continuación de los cánones sobre el Pecado Original,
se añadieron estas significativas palabras: “El Sagrado Concilio declara que no
es su intención, incluir en este decreto, que trata sobre el Pecado Original, a
la Inmaculada y Bienaventurada Virgen María Madre de Dios, pero que deben seguir
observándose las Constituciones del Papa Sixto IV de feliz memoria, bajo las
penas que en ellas se conminan y que este Concilio renueva”.
Por aquellos tiempos comenzaron a
reforzar las filas de los defensores de la Inmaculada Concepción los teólogos
de la recién fundada Compañía de Jesús, entre los que nunca se encontró uno
solo de opinión contraria. Fue debido a los primeros misioneros jesuitas que en
Brasil se tuvo noticia que ya en 1554 se celebraba el singular privilegio
mariano en nuestro país. Además de la fiesta que se conmemora el 8 de
diciembre, capillas, ermitas e iglesias eran edificadas bajo el título de
Nuestra Señora de la Concepción.
Sin embargo, la “piadosa creencia”
seguía suscitando polémicas, moderadas siempre por la intervención del Sumo
Pontífice. Fue así que, en 1557, San Pío V, condenado una proposición de Bayo
que afirmaba haber muerto Nuestra Señora a consecuencia del pecado de nuestro
padre Adán, prohibió nuevamente las disputas acerca del augusto privilegio de
la Virgen.
Siglos XVII y siguientes: consolidación de la
Inmaculada Concepción
En el siglo XVII,
el culto a la Inmaculada Concepción conquista a Portugal entero, desde los
reyes y los teólogos hasta los más humildes hijos del pueblo. Así, el 9 de
diciembre de 1617, la Universidad de Coimbra, reunida en claustro pleno,
resuelve escribir al Papa manifestándole su convicción en la Inmaculada
Concepción de María Santísima.
Aquel mismo año,
Pablo V, decretó que nadie se atreviese a enseñar públicamente que María
Santísima tuvo Pecado Original. Igual fue la actitud de Gregorio XV en 1622.
Por esa época la
Universidad de Granada se comprometió a defender la Inmaculada Concepción con
voto de sangre, es decir, comprometiéndose a dar la vida y derramar la sangre,
si fuese necesario, en la defensa del misterio. Magnífico ejemplo que fue
imitado sucesivamente, por gran número de cabildos, ciudades, reinos y Órdenes
Militares.
A partir del siglo
XVII se fueron también multiplicando las corporaciones y sociedades, tanto
religiosas como civiles, e incluso Estados, que adoptaron a la Virgen como
Patrona en la advocación del misterio de su Inmaculada Concepción.
Digna de
particular referencia es la iniciativa de Don Juan IV rey de Portugal,
proclamando a Nuestra Señora de la Concepción Patrona de sus “Reinos y
Señoríos”, al tiempo que jura defenderla hasta la muerte, según se lee en la
Propuesta regia del 25 de marzo de 1646. A partir de ese momento, en homenaje a
su Inmaculada concepción soberana, los reyes de Portugal nunca más se pusieron
corona en sus cabezas.
En 1648 aquel
mismo monarca mandó acuñar monedas de oro y plata. Fue con ellas que se pagó el
primer feudo a Nuestra Señora. Denominadas Concepción, tales monedas
tenían en el anverso la leyenda: JOANES IIII D.G. PORTUGALIAE ET ALBARBIAE REX
con la Cruz de Cristo y el escudo de armas lusitano. En el reverso estaba la
imagen de Nuestra Señora de la Concepción sobre el globo terráqueo y la media
luna, con la fecha 1648. A los lados de la imagen estaban el sol, el espejo, el
huerto, la casa de oro, la fuente sellada y el Arca de la Alianza, símbolos
bíblicos de la Santísima Virgen.
Otro decreto de
Don Juan IV, firmado el 30 de junio de 1654, ordenaba que “en todas las puertas
de entrada a las ciudades, villas y lugares de sus reinos” fuese colocada una
laja de piedra con una inscripción que expresase la fe del pueblo portugués en
la Inmaculada Concepción de María.
Del mismo modo, a
partir del s. XVII emperadores, reyes y Cortes de los Reinos comenzaron a pedir
con admirable constancia y con una insistencia de la que hay pocos ejemplos en
la historia, la declaración dogmática de la Inmaculada Concepción. La pidieron
también al Papa Urbano VIII (m. en 1644), el Emperador Fernando II de Austria;
Segismundo, Rey de Polonia; Leopoldo, Archiduque del Tirol; el Príncipe Elector
de Maguncia; Ernesto de Baviera, Príncipe Elector de Baviera.
El mismo Papa
Urbano VIII, a solicitud del Duque de Mantua y otros Príncipes, creó la Orden Militar de los Caballeros
de la Inmaculada Concepción, aprobándoles al mismo tiempo
sus Estatutos. Por devoción a la Virgen Inmaculada, quiso ser el mismo Papa el
primero quien celebrara la primera misa en la primera iglesia bajo el título de
la Inmaculada para uso de los frailes menores de los capuchinos de san
Francisco.
Sin embargo, el
acto más importante emanado de la Santa Sede en el s. XVII, a favor de la
Inmaculada Concepción, fue la bula Pontificia Sollicitude Omnium Ecclesiarum, del Papa Alejandro VII en 1661. En
este documento, escrito de su propio puño y letra, el Pontífice ratifica y
renueva las constituciones a favor de María Inmaculada, al tiempo que impone
gravísimas penas a quien sustente o enseñe opinión contraria a los dichos
decretos y constituciones. Esta memorable bula precede, sin otro documento
intermediario, la decisiva y magnífica bula del papa Pío IX.
En 1713, Felipe V
de España y las Cortes de Aragón y Castilla pidieron la solemne definición a
Clemente XI. Y el mismo Rey con casi todos los obispos españoles, las
universidades y las Órdenes Religiosas, la solicitaron a Clemente XII en 1732.
En el pontificado
de Gregorio XVI, y en los primeros años de Pío IX, se elevaron a la Sede
Apostólica más de 220 peticiones de Cardenales, Arzobispos y Obispos (sin
contar las de Cabildos y Órdenes Religiosas) para que se hiciese la definición
dogmática.
El triunfo de la Inmaculada Concepción
Al fin llegó el
tiempo. El 2 de febrero de 1849, Pío IX, desterrado en Gaeta, escribió a todos
los Patriarcas Primados, Arzobispos y Obispos del orbe la Encíclica Ubi Primum, preguntándoles acerca de la
devoción de sus cleros y pueblos al misterio de la Inmaculada Concepción y su
deseo de verlo definido. De un total de 750 Cardenales, Obispos y Vicarios
Apostólicos que en su seno contaba en ese entonces la Iglesia, algo más de 600
le respondieron al Sumo Pontífice. Teniéndose en cuenta las diócesis que
estarían vacantes (tiempos de persecución a la iglesia en varios países del
mundo), los Prelados enfermos y las respuestas que se perdieron en el camino,
se puede decir que todos atendieron la solicitud del Papa, manifestando
unánimemente que la fe de su pueblo era completamente favorable a la Inmaculada
Concepción, y apenas cinco (5) se dijeron dudosos en cuanto a lo oportuno de
esa declaración dogmática.
Se afirmaba la “creencia” universal de la
Iglesia. Roma hablaría. La causa estaba juzgada.
“Ahora -son
palabras de un testigo de la bella fecha del 8 de diciembre de 1854-
transportémonos al augusto templo del jefe de los Apóstoles (Basílica de san
Pedro de Roma). Bajo sus amplias naves se comprime y confunde una inmensa
multitud impaciente pero recogida. Es hoy en Roma, como otrora en Éfeso: las
celebraciones a María son en todas partes populares. Los romanos se preparan
para recibir la definición de la Inmaculada Concepción, como en otro tiempo los
efesianos acogieron la definición de la Maternidad Divina de María: con cantos
de júbilo y manifestaciones del más vivo entusiasmo.
En el umbral de la
Basílica, el Soberano Pontífice. Lo circundan 54 Cardenales, 42 Arzobispos y 98
Obispos de los cuatro puntos cardinales del orbe Cristiano, dos veces más vasto
que el antiguo mundo romano. Los ángeles de todas las iglesias están presentes
como testigos de la fe de sus pueblos en la Inmaculada Concepción. Súbitamente
retumban las voces en sensibles y reiteradas aclamaciones. El cortejo de los
Obispos atraviesa solemnemente el ancho corredor del Altar de la Confesión.
Sobre la Cátedra de San Pedro está sentado ahora su 258° sucesor. Iníciase la
celebración de los Santos Misterios. El Santo Evangelio es cantado en diversas
lenguas del Oriente y Occidente. He aquí el solemne momento indicado para la
proclamación del Decreto Pontificio. Un Cardenal cargado de años y de méritos,
se aproxima al trono: es el decano del Sacro Colegio Cardenalicio; está feliz
-como una vez el viejo Simeón, de ver el día de la gloria de María. En nombre de
toda la Iglesia, dirige al Vicario de Cristo una postrera petición. El Papa,
los Obispos y toda la gran asamblea caen de rodillas; la invocación al Divino
Espíritu Santo se hace oír en alto; este sublime himno es repetido por más de
cincuenta mil voces al mismo tiempo, subiendo a los cielos como un inmenso
concierto. Terminado el cántico, se yergue el Pontífice sobre la Cátedra de San
Pedro; su faz es iluminada por celestial rayo de luz, visible efusión del
Espíritu de Dios; y con voz profundamente emocionada, en medio de lágrimas de
alegría, pronuncia él las solemnes palabras que colocan la Inmaculada
Concepción de María en el número de los artículos de nuestra fe:
“Declaramos,
pronunciamos y definimos que la Doctrina de que la Bienaventurada Virgen María,
en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de
Dios Omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, Salvador del género
humano, fue preservada inmune de toda mancha de culpa original, esa doctrina
fue revelada por Dios, y debe ser, por lo tanto, firme y constantemente creída
por todos los fieles”.
El Cardenal
Decano, postrado por segunda vez a los pies del Pontífice, le suplica entonces
que publique las Cartas Apostólicas que contienen la definición. Y como
promotor de la fe, acompañado de los protonotarios apostólicos, pide también
que se erija un proceso verbal de ese gran acto. Al mismo tiempo, el cañón del
Castillo del San Ángelo y las campanas de todas las iglesias de la
Ciudad Eterna anuncian la glorificación de la Virgen Inmaculada.
Después de la Glorificación de la Virgen
Inmaculada.
En la noche, Roma,
llena de ruidosas y alegres orquestas por las calles, embanderada, iluminada,
coronada de inscripciones y emblemas, fue imitada por millares de villas y
ciudades en toda la superficie del globo.
El siguiente año
pudo ser llamado el año de la Inmaculada Concepción: casi todos los días
de él fueron marcados por fiestas en honor de la Santísima Virgen. En 1904, San
Pío X celebró, juntamente con toda la Iglesia Universal, en medio de gran
solemnidad y regocijo, el cincuentenario de la definición del dogma de la
Inmaculada Concepción. El Papa Pío XII, a su vez, en 1954, conmemoró el primer
centenario de esa gloriosa verdad de fe, decretando el Año Santo Mariano. Celebración
esta coronada por la Encíclica Ad
Coeli Reginam, en la que el mismo Pontífice proclama la soberanía de la
Santísima Virgen, y establece la fiesta anual de Nuestra Señora Reina.
Mons. Joao Clá Dias. Pequeño Oficio de la Inmaculada
Concepción Comentado. Artpress. Sao Paulo, 1997, pps.
494 a 502
https://caballerosdelavirgenecuador.com/la-inmaculada-concepcion/
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