SANTA HILDEGARDA DE BINGEN
LIBER DIVINORUM OPERUM
LIBRO DE LAS OBRAS DIVINAS
PRESENTACIÓN
Amigo lector: vas a
leer la obra, para mí, más fascinante de Sta. Hildegarda.
Aunque para ser
precisos, Santa Hildegarda no se atribuye su autoría, pues ella dice ser
únicamente un instrumento y repetidamente alude a que todas sus obras las ha
visto con los ojos interiores del espíritu, las ha escuchado con los oídos
interiores, y en suma, le han sido dictadas por “una luz cegadora de brillantez
excepcional que fluyó por mi cerebro entero”
La idea fundamental del
libro es la unidad de creación. En la obra se manifiestan algunos de los
atributos de Dios:
Su Sabiduría, que
ordena la creación y todo lo hace con un fin.
Su Omnipotencia, pues
Dios es fuente de toda la vida, y todos los elementos, sol, luna, estrellas,
vientos, aguas, animales, vegetales, ángeles, incluso involuntariamente los
demonios en su libertad, cumplen su misión de modo preciso.
Su Misericordia, pues
todos los problemas del cosmos y del hombre, encuentran solución en su Verbo,
nexo de unión entre toda la Creación.
Toda la creación es
reflejo de la gloria y del amor de Dios. En el hombre, creado a imagen de Dios,
está resumido de una u otra manera todo el cosmos, y por eso también todo el
cosmos influye en el hombre, están interelacionados. Pero Dios crea al hombre
libre igual que a los ángeles, y en aras de esa libertad el hombre debe escoger
entre reconocer, aceptar y adorar a su Creador u oponerse a Él.
La caída del hombre
afectó a toda la creación, pero la promesa de la Redención se dio a nuestros
primeros padres, continuó a lo largo de la historia de la humanidad por medio
de los profetas y se concretó en el Verbo por medio de la Iglesia.
Santa Hildegarda nos
dice que la impiedad se extenderá, y cómo las diferentes edades de los últimos
tiempos precederán a la llegada del Anticristo, su ruina, el fin del mundo y la
recapitulación de toda la creación a Dios.
En este libro de
estructura original y lenguaje preciso, las visiones, que preceden a cada
capitulo, ricas en formas y símbolos, dan interesantes explicaciones y
singulares alegorías de diferentes capítulos de la Biblia y descubren una forma
nueva de ver la obra de Dios, siempre en plena sintonía con la doctrina de la
Iglesia Católica.
En su epílogo,
Hildegarda culmina el libro: “Y ahora, de nuevo sean dadas alabanzas a Dios
omnipotente en todas sus obras, antes de los siglos y todos los siglos, porque
él es el principio y el fin”.
VIDA Y OBRA DE STA.
HILDEGARDA
Santa Hildegarda nació
en 1098 en Bermersheim, cerca de Maguncia, Alemania, última de los diez hijos
de un matrimonio de la nobleza local. Sus padres consideraron que Hildegarda
debía ser dedicada al servicio de Dios, como “diezmo”. A los 6 años comenzó a
tener visiones que siguieron durante el resto de su vida. Cuando la niña
contaba ocho años (1106), la entregaron para su formación a Jutta, de la
familia de condes de Spannheim, la cual vivía en una pequeña casita adosada al
monasterio de los monjes benedictinos fundada por san Disibodo en
Disibodenberg. Jutta instruyó a la joven en la recitación del Salterio, y la
enseñó a leer y escribir. La reputación de la santidad de Jutta y de su alumna
pronto se extendió por la región y otros padres ingresaron a sus hijas en lo
que se convertiría en un pequeño convento benedictino agregado al monasterio de
Disibodenberg. Más tarde, a la edad de 15 años, Hildegarda profesó como monja
en este lugar. Las visiones continuaron durante toda su vida, aunque Hildegarda
solo informó inicialmente de ellas a Jutta, y después al monje Volmar de
Disibodenberg, primero preceptor de Hildegarda y luego su secretario y copista
hasta su muerte en 1173. Cuando Jutta murió en 1136, Hildegarda fue elegida
abadesa de la comunidad a la edad de treinta y ocho años.
Como las visiones
continuaban, el monje Godfrey, su confesor, lo reveló a su abad, el cual lo
comunicó al arzobispo de Maguncia, que examinó sus visiones con sus teólogos y
dictaminó que eran de inspiración divina, y la ordenó que comenzase a
escribirlas.
En el año 1141,
Hildegarda comenzó a escribir su obra principal, Scivias, (Scire vías Domini ó
vías lucís = Conoce los Caminos), obra que tardó diez años en completar
(1141-1151). Hildegarda tenía dudas sobre la oportunidad de escribir o no lo
que percibía, y recurrió a San Bernardo de Clavaral, fundador de monasterios y
uno de los grandes doctores de la Iglesia, con el que en el futuro mantendría
una fluida relación epistolar, para que la aconsejara. No solo recibió la
aprobación de este santo, sino que cuando el Papa Eugenio III fue a la región
con motivo del Sínodo de Tréveris en 1147-1148, el arzobispo de Maguncia a
instancias del abad de Disibodenberg presento al Papa una parte del Scivias con
las visiones de Hildegarda. El Papa designó una comisión de teólogos para
examinarlos, entre ellos Albero de Couní, obispo de Verdún, y después de
recibir el informe favorable de la comisión, dió la aprobación papal a este
texto, llegando a leer partes del libro a los prelados reunidos en el Sínodo.
El Papa dictaminó: “Sus obras son conformes a la fe y en todo semejantes a los
antiguos profetas” y escribió a Hildegarda instándola a continuar la obra y
animando y autorizando la publicación de sus obras1.
Aprobación tan señalada
era el reconocimiento oficial de que la labor de Hildegarda estaba inspirada
por Dios. Hildegarda se apresuró entonces, llevada de enardecido celo, á
refutar de palabra y por escrito los errores de los herejes cátaros. Así llegó
á ser una de las columnas más firmes de la Iglesia por aquel tiempo. Su fama
hizo que su comunidad creciera de modo que tomó la decisión de establecer a sus
monjas en un monasterio propio, sin ninguna dependencia de la abadía de monjes
de Disibodenberg, para lo que fundó un convento en Rupertsberg, cerca de
Bingen. Fue el primer monasterio de monjas autónomo, pues hasta entonces
siempre habían dependido de otro de varones Entre 1147 y 1150 las monjas se
trasladan a su nuevo monasterio. Los monjes de Disibodenberg se opusieron a
este traslado, pues veían disminuidas las rentas y la influencia de su
monasterio, pero la tenacidad y energía de Hildegarda venció todas las
dificultades y en 1150 el Arzobispo consagró el nuevo monasterio, que siguió
atrayendo numerosas vocaciones y visitantes.
En la década de los
años 1150 comienza su obra musical, de la que se conservan más de 70 obras con
letra y música, himnos, antífonas y responsorios, recopiladas en la Symphonia
armoniae celestium revelationum, (Sinfonía de la Armonía de Revelaciones
Divinas) la mayoría editadas recientemente,así como un auto sacramental
cantado, titulado “Ordo virtutum” (1150?).
Entre 1151-1158
escribió su obra de medicina bajo un único título: Liber subtilitatum
diversarum naturarum creaturarum (Libro sobre las propiedades naturales de las
cosas creadas). En el siglo XIII fue dividido en dos textos. Physica (Historia
Natural), también conocido como Liber simplicis medicinae (Libro de la Medicina
Sencilla), y Causae et Curae (Problemas y Remedios), también conocido como
Liber compositae medicinae (Libro de Medicina Compleja).
Entre 1158 y 1163
escribió la Liber Vitae Meritorum, y entre 1163 y 1173-74 la Liber Divinorum
Operum, considerados junto con el Scivias como las obras teológicas más
importantes de Hildegarda.
Una de sus obras es la
Lingua Ignota (1150?) formada por unas 900 palabras y un alfabeto de veintitrés
letras de la que solo hay información fragmentaria.
Se conservan más de 300
cartas a personas de toda índole que acudían a ella en demanda de consejos como
árbitro que dirimiese sus contiendas. De ellas, ciento cuarenta y cinco están
recogidas en la Patrología Latina de Migne. Hildegarda escribió cartas a Papas,
cardenales, obispos, abades, reyes y emperadores, monjes y monjas, hombres y
mujeres de todas clases tanto en Alemania como en el extranjero. Se conservan
las cartas cruzadas con dos emperadores, Conrado III y su hijo y sucesor el
emperador Federico I Barbarroja, con los Papas, Eugenio III, Anastasio IV,
Adriano IV y Alejandro III, con el Rey inglés Enrique II y su esposa Leonor de
Aquitania, y una larga serie de nobles, cardenales y obispos de toda Europa, a
quienes aconsejaba y si era necesario reprendía, escuchada por todos como
referencia moral de su tiempo.
Completan su obra una
serie de tratados menos conocidos: Solutiones triginta octo quaestionum (1178)
(Respuesta a 38 preguntas); Expositio Evangeliorum (cincuenta homilías sobre
los Evangelios), Explanatio Regulae S. Benedicti (Comentario de la Regla de San
Benito), Explanatio Symboli S. Athanasii (Comentario del Símbolo Atanasiano),
Vita Sancti Ruperti (1150?) Vida de San Ruperto y Vita Sancti Disibodi (1170) Vida
de San Disibodo, algunas de ellas de fecha desconocida.
Hildegarda realizó al
menos cuatro grandes viajes fuera de los muros del convento (entre 1158 y 1171,
a lo largo de los ríos Nahe, Meno, Mosela, y Rin) a instancias de los prelados
de diversos lugares. En ellos predicó en iglesias y abadías sobre los temas que
más urgían a la Iglesia: la corrupción del clero y el avance de la herejía de
los cátaros. En su tercer viaje, (entre 1161 y 1163) cuando visitó Colonia a
instancias de los Canónigos Capitulares para predicar contra la herejía de los
cátaros, lo hizo pero también y con gran énfasis, recriminó con dureza y achacó
el auge de la misma a la vida disoluta que llevaban los mismos canónigos, los
clérigos y a la falta de piedad de los mismos y del pueblo cristiano en
general, lo que da idea de su carácter. Fue la única mujer a quien la Iglesia
permitió predicar al pueblo y al clero en templos y plazas. De sus cartas se
desprenden los itinerarios y la finalidad de sus viajes que realizaba en barco
y a caballo, un autentico sufrimiento para su naturaleza débil.
Murió el 17 de
septiembre de 1179 y fue sepultada en la iglesia de su convento de Rupertsberg
del que fue Abadesa hasta su muerte. Sus reliquias permanecieron allí hasta que
el convento fue destruido por los suecos en 1632, y sus restos trasladados a
Eibingen.
En ninguna de las obras
o cartas, Hildegarda se atribuye a sí misma ningún mérito, antes bien, se
define como “pobre criatura falta de fuerzas”. Todo lo que sabe y hace es obra
de Dios. Las visiones, las revelaciones, las curaciones que realizó, fueron
sobrenaturales: “todas las cosas que escribí desde el principio de mis
visiones, o que vine aprendiendo sucesivamente, las he visto con los ojos
interiores del espíritu y las he escuchado con los oídos interiores, mientras,
absorta en los misterios celestes, velaba con la mente y con el cuerpo, no en
sueños ni en éxtasis, como he dicho en mis visiones anteriores. No he expuesto
nada que haya aprendido con el sentido humano, sino sólo lo que he percibido en
los secretos celestes”. (Prólogo del Liber Divinorum Operum) Se puede
considerar que Hidegarda continuó el trabajo de los profetas en la proclamación
de las verdades que Dios deseó que supiera la humanidad: “Escribe pues estas
cosas, no según tu corazón, sino como lo quiere mi testimonio, de mí, que soy
vida sin principio ni fin, ya que no son cosas imaginadas por ti, ni ningún
otro hombre lo ha imaginado, sino son como Yo las he establecido antes del
principio del mundo”. (Prólogo del Liber Divinorum Operum).
PANORÁMICA DEL CONTEXTO HISTÓRICO
Santa Hildegarda vivió
en el siglo XII, entre 1098-1179. Su biografía coincide con un intenso período
de la historia de la civilización occidental cuyos rasgos principales se
exponen a continuación.
1. El Reino franco.
La realidad política de
aquellos tiempos viene toda ella condicionada por las décadas de los gobiernos
carolingios. Carlomagno (768-814) había heredado el reino franco de su padre,
Pipino, y la restauratio Imperii en
su persona hizo que sus empresas políticas se encaminaran a la renovación de la
religión y civilización cristianas. Mantuvo guerras contra los eslavos, ávaros,
varias guerras contra los sajones, y contra los lombardos para defender al
Papa, continuando en esto la política de su padre al “servicio” del Papado. La
prudencia de su política le proporcionó respeto, estima, e incluso consiguió
que varios reyes cristianos le rindieran vasallaje. Aún hoy, el personaje
recibe culto de “santo” en su catedral de Aquisgrán (Aachen).
Su sucesor en el trono,
Ludovico, de sobrenombre Pío, careció de perspectiva y de las dotes necesarias
para mantener unido el Imperium restaurado. Repartió su herencia entre sus tres
hijos, y esto dió origen a tres nuevos “estados” que, a grandes rasgos, pueden
asimilarse a lo que hoy son Francia, Alemania, y una franja intermedia entre
ambos que va desde Países Bajos hasta el norte de Italia. Los reyes sucesores
fueron cediendo prerrogativas a los caballeros nobles (guerreros y dueños de
territorios) e incluso algunos llegaron a dividir los reinos entre sus hijos,
dando origen a “nuevos estados” independientes, cuyas políticas y alianzas
fueron a menudo contrapuestas entre sí.
En el año 830 una
numerosa tribu de normandos mostró su disposición a asentarse en territorios
del Reino franco y acabar con sus acciones de pillaje. Los normandos —
North-manen, “hombres del Norte”, también conocidos como Wickingos o
“habitadores de los golfos” y daneses — eran pueblos germánicos que provenían
de las actuales naciones de Dinamarca y países escandinavos, desde donde
asolaban con frecuencia las costas de toda Europa en atrevidas incursiones,
llegando incluso hasta Galicia y Sevilla. Fue Ludovico Pío quien les concedió
entonces el territorio deseado, sea por causa o como consecuencia de haberse
hecho cristianos. Tal es el origen del ducado de Normandía en Francia. Avanzado
el tiempo, los duques de Normandía conquistarán el Reino de Inglaterra y
posteriormente batallaron también por dominar el Reino de Francia. De ahí su
gran influencia en las historias de Francia, Inglaterra, e incluso Italia, en
Sicilia, desde aquellas primeras empresas bélicas y políticas.
La dinastía carolingia
se extinguió en Francia con la muerte de Luís V el Holgazán. En esas fechas el
monarca carecía ya de toda autoridad y prestigio. Y así, en el año 987, casi
sin oposición de resistencia, ciñe la corona real Hugo Capeto, conde de Paris,
e inicia una nueva estirpe legítima, la dinastía de los Capetos, aunque con
escaso poder por causa de la independencia de los grandes señores feudales.
Los Capetos poseían
entonces sólo un pequeño distrito en torno a París. Con la extinción del
antiguo Imperio carolingio, Francia había quedado fragmentada en los ducados de
Borgoña, Normandía, Aquitania y Champaña, los condados de Poitou, Anjou, Maine,
y Flandes, Tolosa, Provenza y Foix, y algunos Señoríos más. La Casa de Tolosa,
por ejemplo, ejercía de hecho más poder que el Rey capeto. A pesar de todo, con
los Capetos el poder real incorporar nuevos dominios, concedía privilegios, favorecía
a los súbditos humildes y menos poderosos, y forjaba instituciones nuevas y
eficaces, apoyando a los eclesiásticos y dejando que los señores feudales se
fueran debilitando al combatirse entre sí.
Los reyes Luís VI
(1108-1137) y Luís VII (1137-1180) son los capetos coetáneos de Santa
Hildegarda. Aconsejados por el abad de San Dionisio, potenciaron su monarquía y
la asentaron con fuerza sobre los territorios franceses del Reino franco. Luís
VII participó en la IIª Cruzada, acompañado de su mujer Leonor de Aquitania,
heredera de los estados de Guyena, Poitou y Saintonge, pero este matrimonio
acabó disuelto. Como Leonor casó después con Enrique II de Inglaterra, por
matrimonio se incrementaron mucho las posesiones del Rey inglés en Francia. Y
posteriormente esto fue motivo constante de disputas y de larguísimas guerras.
Al rey Felipe II
(1180-1223), sucesor de Luís VII, corresponde el mérito de asentar
definitivamente la monarquía capeta sobre el Reino de Francia. Erigió además la
Universidad de Paris y diversas instituciones de gobierno. Y, con un ejército
disciplinado y eficaz, instauró el imperio de la ley común, el derecho
imperial, y constituyó un gobierno donde él dejaba de ser ya un señor feudal
más, para convertirse en verdadero “Rey” de todos los señores nobles: asistido
por un Consejo juzgaba las controversias surgidas entre los grandes. Un hecho
importante de su reinado es que participó en la IIIª Cruzada y, a su regreso,
invadió las posesiones francesas del rey inglés Ricardo Corazón de León.
2. Los normandos y sajones de
Inglaterra.
En el año 1066 el duque
de Normandía, Guillermo el Conquistador, desembarcó en las Islas británicas,
venció al ejército sajón del rey Harold, conquistó Londres y se coronó como
nuevo rey de Inglaterra. Su dominio fue total: reprimió todas las sublevaciones
y sometió enteramente el país. Murió en 1087 durante una batalla contra el rey
de Francia, Felipe I, por la conquista de la ciudad de Nantes. Le sucedieron
Guillermo II apodado el Rojo (1087-1100) y Enrique I (1100-1135), que logró
ceñir las coronas de Inglaterra y de Normandía. Sus descendientes fueron
Esteban de Blois (1135-1154), último rey de la Casa Normanda, y Enrique II
(1154-1189), hijo de Enrique I, que fue consorte de Leonor de Aquitania,
aquella que primero se había desposado con el rey francés Luís VII. Fue por
este matrimonio como el rey de Inglaterra Enrique II consiguió ser dueño de
casi la mitad de Francia.
Su política se
caracterizó por el enfrentamiento con la Iglesia y con los nobles. De hecho promulgó
las Constituciones de Clarendon (1164) que, en la práctica, anulaban las
libertades de la Iglesia. Esa beligerancia culminó con el asesinato del Primado
de Canterbury, santo Thomas Becket, por su resistencia a la supresión de las
inmunidades eclesiásticas. Pero todo su reinado se caracterizó por las
continuas guerras: sometió Irlanda y el país de Gales, sojuzgó Escocia, y
estuvo en luchas constantes contra el rey de Francia. Al final, su mujer Leonor
incitó contra él a sus propios hijos: el mayor murió en la lucha, el pequeño
(Juan Sin Tierra) le traicionó, y el segundo (Ricardo Corazón de León) se
declaró vasallo de Felipe II de Francia a cambio de que le ayudase en la guerra
contra su padre. Este Ricardo fue quien le sucedió en el trono (1189-1199) y
quien emprendió la IIIª Cruzada.
3. Los territorios germánicos.
La decadencia política
del Imperio carolingio es también una de las claves de la historia de Alemania,
ya que de su desmembramiento brotan las familias ducales germánicas: en ese
proceso de declive los señores o gobernadores de cada territorio fueron
acrecentando su poder, asegurando la sucesión dentro de su familia y estirpe, y
afianzaron a la vez su autoridad e independencia. El dominio de estos nobles se
extendía por todos los territorios del centro de Europa: además de la actual
Alemania, el norte de Italia, Suiza, Austria, la antigua Yugoslavia, Chequia,
Eslovaquia y parte de Polonia.
Entre todos esos grupos
de nobles, la Casa de Sajonia alcanzó una indudable preeminencia durante el
siglo X, hasta el punto que Enrique I —posteriormente también su hijo Otón I—
fueron coronados como “reyes” de los germanos, no sin lucha ni oposición,
consolidando así una cierta autoridad sobre las otras Casas ducales, aunque
sostenida más por la fuerza de las armas que de buen grado. Para resistir los
embates de la nobleza Otón I se apoyó en los obispados y abadías, concediendo
derechos y privilegios, de modo que los Obispos alemanes acabaron siendo
equiparados a los grandes señores feudales. Después, a reclamo del Pontífice
romano, Otón I conquistó la Lombardía y, en el año 962, en la ciudad de Roma,
el Papa le otorgará la corona del restaurado Sacro-Imperio de los tiempos
carolingios, también con el título de Rex romanorum o “Rey de romanos”.
El Emperador confirmó
al Papa en sus posesiones temporales, sus “estados pontificios”, pero las
desavenencias no tardaron en surgir. Otón I cometió el error de intentar la
deposición del Papa, nombrar un antipapa, y bajo amenazas hacer jurar a los
romanos que no elegirían otro Papa sin su consentimiento. Comenzaba así una
“tutela” de los Emperadores germánicos sobre el Papado romano, fuente continua
de conflictos, de tensiones y enfrentamientos, que condicionará y determinará
los hechos políticos en los siglos posteriores de la historia europea.
Entre las consecuencias
de esa “tutela”, uno de los hechos más relevantes será el gradual y progresivo
“enfeudamiento” de la organización eclesiástica en los territorios germánicos:
es decir, la confusión entre las estructuras temporales y las “espirituales” o
eclesiásticas, porque muchos Obispos y Abades acabaron recibiendo sus “feudos”
del Imperio, de la potestas regalis o imperial, llevando éstos anejos el
“oficio eclesiástico” (obispo o abad del respectivo territorio) y la ordenación
sagrada para obtener la potestas spiritualis propia de los clérigos. Esto es lo
que se denomina “investidura laica del báculo y del anillo”. Y no puede
sorprender entonces que el delito de simonía o la compra de “dignidades
eclesiásticas” por sumas de dinero fuera una de las peores lacras del sistema.
Sin embargo, este
sistema permitía al Emperador asegurarse la docilidad de sus feudatarios,
aunque la potestas spiritualis eclesial quedara totalmente sometida a los
manejos e intereses del poder civil: por esta vía, de hecho, alcanzaban la
dignidad episcopal los hijos de los nobles, también sin vocación eclesiástica,
guiados sólo por la codicia de los bienes que los oficios eclesiásticos
otorgaban. La violación frecuente de la ley del celibato entre los clérigos
—llamada entonces nicolaísmo, usando el nombre del Apocalipsis del apóstol
Juan— era también otra lacra del sistema, a la vez que un notorio indicio de la
corrupción moral de los clérigos de aquél tiempo.
Frente a esta
relajación de costumbres y de la piedad, ampliamente generalizada en los
ámbitos eclesiásticos y civiles, se alzaron hombres espirituales y entusiastas,
reformadores decididos a restaurar la antigua libertas Ecclesiae frente a los
abusos del poder civil. El más significado de todos ellos fue el monje
Hildebrando, investido Papa con el nombre de Gregorio VII (1073-1085), quien da
nombre también a ese amplio movimiento de renovación medieval, hoy conocido
como “reforma gregoriana”.
Puede situarse el
comienzo de esta “reforma” hacia mediados del siglo XI, su punto álgido en la
lucha de los Romanos Pontífices contra la “investidura laica”, y su término
final en el Concordato de Worms del año 1122, que formalmente cierra las
tensiones entre Papa y Emperador. Sin duda, sus frutos eclosionan a lo largo
del siglo XII. Y sin esta referencia resulta ininteligible la realidad política
y espiritual de la Cristiandad medieval del siglo XIII: una estructura política
plural y unitaria a la vez, gobernada por “dos espadas”, como el sol y la luna
según la analogía de Bernardo de Claraval, que son la “autoridad espiritual” de
los Papas y el “poder temporal” personificado en su vértice por la figura del
Emperador.
El epicentro de la
“crisis de las investiduras” tuvo por protagonista al Emperador Enrique IV (1056-1106),
que comenzó a reinar en el año 1076. A pesar de las advertencias de Gregorio
VII, pretendió otorgar la “investidura laica” del arzobispado de Colonia y, por
este motivo y también por otras causas de índole moral, el Papa Hildebrando le
amonestó con la advertencia de excomunión si desobedecía. La respuesta fue que
el Emperador reunió a sus “obispos-vasallos” alemanes y les obligó a declarar
la deposición del Papa. El Romano Pontífice contestó con la excomunión, cuyo
efecto “político” inmediato era liberar a los súbditos del juramento de
fidelidad al monarca. Los demás “príncipes” alemanes —es decir, los “príncipes
electores”, los nobles que elegían la persona de su Emperador, quien después
era nombrado (“instituido”) por el Papa— consideraron depuesto al Emperador
mientras no le fuera levantada la excomunión. Un Enrique IV aparentemente
arrepentido acudió a Canosa, ante el Papa, en demanda de perdón y recibió la
absolución. A pesar de esta absolución, los príncipes alemanes nombraron nuevo
Emperador a un miembro de la Casa de Suabia, pero tras su muerte la sucesión
volvió a Enrique IV.
El Emperador Enrique V,
hijo de Enrique IV, se cuenta entre aquellos que protestaron contra su padre
cuando intentó mantener la investidura laica. Y sin embargo, al ocupar el
trono, retomó la política abusiva de su predecesor. La posición inflexible de
Gregorio VII fue mantenida por los Papas posteriores y tantos otros preclaros
hombres de aquél tiempo. El conflicto no encontró una solución pacífica hasta
el pontificado de Calixto II (1119-1124), en el Concordato de Worms: según este
acuerdo, el Romano Pontífice se reservaba la libre elección y consagración de
obispos y abades y la consagración de quienes fueran canónicamente elegidos
para los oficios eclesiásticos, mientras que al Emperador se le reconocía el
derecho a otorgar los feudos, aún sin mediar elección, para garantizar así los
intereses del Reino.
Muerto Enrique V, los
príncipes-electores designaron ahora como Emperador a otro miembro de la Casa
de Sajonia. Pero en la oportunidad siguiente hubo cambio de Casa reinante, al
elegir como Emperador a Conrado III (1138-1152), de la Casa de Suabia. En las
luchas entre los pretendientes de las Casas de Sajonia y de Suabia está el
origen de las facciones de Güelfos y Gibelinos: estos nombres son una
deformación italiana de aquellos otros con que eran conocidas esas dos Casas de
nobles en liza. De ordinario los Güelfos sostuvieron una política en favor del
Papado, mientras que los Gibelinos velaron más por los intereses políticos del
poder imperial. Luego, durante varios siglos, las luchas entre estos dos bandos
desestabilizaron Alemania y, no pocas veces, fueron causa de las invasiones de
Italia, que asolaron sus tierras y ciudades.
4. La península itálica.
Federico I apodado
Barbarroja (1152-1190) fue quien mayor relación tuvo con la actividad pública
de Santa Hildegarda. Había sido elegido Emperador por su parentesco con las
Casas de Sajonia y de Suabia, a la búsqueda de una ansiada paz entre los
nobles. Sin embargo, una vez investido del cargo por el Papa, el Barbarroja
pretendió la sumisión de todos los poderes, por su condición de cabeza del
Imperium, y ser considerado soberano de todas las tierras, incluidas las
posesiones eclesiásticas. Con esta excusa invadió el Norte de Italia, buscando
ser reconocido como “soberano temporal” de esos territorios, pero encontró
resistencia en las ciudades italianas, que ya para entonces eran prósperas.
En esta ocasión venció
Federico y arrasó Milán hasta los cimientos. Pero el nuevo Papa Alejandro III
se opuso a sus abusivas pretensiones. Los antiguos conflictos resurgen de
nuevo, cuando el Emperador nombra un antipapa, deponiendo a Alejandro. Pero
ahora las ciudades italianas confederadas logran derrotar a Federico en la
batalla de Legnano, y así éste hubo de someterse a la autoridad pontificia.
Para expiar sus culpas y errores, el Barbarroja aceptó participar en la IIIª
Cruzada. Y, en efecto, murió en ella, de camino, ahogado al intentar vadear un
río, en el año 1190.
Estos hechos ilustran
el tipo de tensiones que padecieron los territorios italianos, en especial
durante estos siglos medios. Con la disolución del Imperio carolingio, la
península itálica había quedado dividida entre los estados francolombardos del
norte, los estados pontificios del centro, y los estados bizantinos del sur:
esto es, Nápoles y Sicilia. Y esta distribución se mantuvo durante varios
siglos. En cierto modo van unidas la historia de los “estados pontificios” y el
devenir de la liga lombarda, que solía defender los “estados del Norte”. En
cambio, los “estados del Sur” tienen una historia propia, de guerras y cambios
políticos, más distanciada de los sucesos centroeuropeos. Por eso su devenir
queda algo más alejado de la biografía de Santa Hildegarda.
5. Los territorios hispánicos.
Si ahora la mirada se
centra en los territorios hispánicos, la primera observación es que no resulta
fácil resumir en pocas líneas la panorámica política en esas tierras durante
los siglos XI y XII. El ideal cristiano de la Reconquista del territorio a los
musulmanes caracteriza ese período de la historia de sus Reinos cristianos,
pero mezclado siempre con luchas fraticidas, rencillas y divisiones entre los
reinos, e intereses partidistas, que no pocas veces primaron sobre el interés común
de la lucha contra el Islam.
Hasta el año 1000 el
moro Almanzor había impuesto su ley sobre los reinos cristianos. Tras su
muerte, en el año 1002, se abre un periodo de anarquía que culminó en la
división del poderío unificado musulmán en los llamados Reinos de Taifas: es
decir, estados o dominios minúsculos, con sus propios señores al frente. Se
llegó hasta el extremo de constituir 23 “reinos” distintos en el territorio
hispánico musulmán.
Sin embargo, durante el
último tercio del siglo XI, en el norte de África se constituyó un nuevo
“imperio” islámico unificado, bajo el poder de los almorávides. A ellos
acudieron los príncipes árabes de España para resistir el empuje de
“reconquista” de los cristianos. Y así, en el año 1084, comenzó la invasión almorávide
de la península ibérica. El rey Alfonso VI de León, que recién acababa de
conquistar Toledo (1085), fue derrotado en la batalla de Sagrajas o Zalaca, en
1086. Y ya en el año 1089 los almorávides habían acabado con los “reinos de
taifas”, incorporando esos territorios a sus dominios.
La pronta decadencia
moral de la fuerza almorávide fue sustituida por el renovado poder de los
almohades, que en el año 1112 se hacían con todo el norte de África y, pronto
también, con toda la España musulmana. Después lucharon con suerte desigual
contra los reyes cristianos, pero al fin derrotaron seriamente al rey Alfonso
VIII de Castilla, en la batalla de Alarcos del año 1195. Esta victoria de los
almohades significó el control sobre amplios territorios de la península, hasta
el punto de amenazar la supervivencia de todos sus reinos cristianos. Sin
embargo, la posterior batalla de las Navas de Tolosa y la consiguiente derrota
de los musulmanes, en el año 1212, significó el principio del fin de la
dominación árabe en España. Fue Alfonso VIII de Castilla quien afrontó también
esa batalla, con la ayuda de sus tropas castellanas, pero ahora apoyadas por
navarros y aragoneses. Así las Navas de Tolosa permitieron recuperar una cierta
conciencia de unidad entre los Reinos cristianos hispánicos.
La historia de los
Reinos cristianos, a la muerte de Almazor (1002), comenzó con signo opuesto al
de los reinos musulmanes, cuando el rey de Navarra Sancho el Mayor (1000- 1035)
concentró todos los territorios cristianos, incluido el Condado de Castilla.
Sin embargo, la herencia de este Sancho llevó a una partición de los “estados”
unificados, en una pluralidad de Reinos: Navarra para el hijo mayor García,
Castilla para Fernando, Aragón para Ramiro, pero estos dos también con título
de Rey.
El primer rey de
Castilla Fernando I consiguió la unión de su Reino con el antiguo Reino de León
en 1037. Pero tras su muerte, vino de nuevo la división: el primogénito Sancho
recibía el reino de Castilla, su hijo Alfonso el Reino de León, su otro hijo García
el Reino de Galicia, y a sus hijas Urraca y Elvira se les daban los Señoríos de
Zamora y Toro. Pronto comenzaron guerras fraticidas, porque Sancho intentó
arrebatar los Reinos de sus hermanos. Al final, tras el asesinato de Sancho por
Bellido Dolfos (1072) en Zamora, Alfonso fue proclamado Rey de Castilla y de
León. Y él mismo no tardó mucho en arrebatar el Reino de Galicia a su hermano
García, restaurando la integridad de las posesiones de su progenitor.
A este Alfonso sirvió
el legendario caballero Rodrigo Díaz de Vivar, apodado el Cid, cuya historia
fue narrada en poemas y cantares de gestas. El Cid conquistó Valencia en el año
1093 y la ciudad permaneció en manos cristianas aún tres años después de su
muerte, acaecida en 1099. Y este Alfonso es también el que fue derrotado en
Sagrajas por las fuerzas almorávides. En 1126 le sucede su hijo Alfonso VII,
quien de nuevo separa post mortem los Reinos de Castilla y de León y, además,
durante su reinado consumó la independencia de Portugal (1139), entronizando
como Rey a Alfonso I de Portugal. En 1169 le sucederá su nieto Alfonso VIII de
Castilla, el monarca que sufrió la derrota de Alarcos (1195) y que también
venció en la decisiva batalla de las Navas de Tolosa (1212).
La sucesión del Reino
de Aragón registra análogos vaivenes a los de Castilla y León, pero en relación
con el Reino de Navarra. Ramiro heredó Aragón en 1035 y, tras la muerte del Rey
de Navarra en 1076, se unieron los Reinos de Navarra y de Aragón. Pero esta
unión no se mantuvo, ya que el Reino de Aragón acabó mirando hacia Cataluña.
Cuando el rey Alfonso I el Batallador (1104-1134) murió sin hijos, heredó el
trono su hermano Ramiro apodado el Monje y éste casó a su hija con el Conde de
Barcelona, Ramón Berenguer IV (1137-1162). En el hijo de ambos, Alfonso II de
Aragón (1162-1196), se consumó la unión entre el Reino de Aragón y el Condado
de Barcelona.
Navarra quedó entonces
ya sin posibilidades de expansión de sus territorios y, por su cuenta, el Reino
siguió con la sucesión de sus reyes naturales, la familia de los Sanchos: esta
línea se extingue en el año 1237, con la muerte de Sancho VII el Fuerte, que
fue uno de los Reyes vencedores en las Navas de Tolosa. Los demás Reinos
cristianos continuaron con su rápida expansión hacia el sur, al menos durante
casi todo el siglo XIII, y en especial por la acción guerrera de Fernando III
de Castilla (1198-1252) y Jaime I de Aragón (1213-1276). Y, cuando parecía
inminente el derrumbe de los árabes, las rencillas y desavenencias entre los
reinos cristianos provocaron un parón en la acción de Reconquista, que ya no
tendrá continuidad hasta finales del siglo XV, con los Reyes Católicos. Con
todo, para entonces, la presencia musulmana había quedado reducida ya a sólo el
Reino tributario de Granada.
6. La iglesia en Occidente
durante el siglo XI.
El siglo XI es pródigo
en acontecimientos que gradualmente fueron cambiando el panorama social,
cultural y también político del Occidente cristiano. Por enumerar algunos
sucesos: la consolidación del cisma de Oriente en 1054, la reforma gregoriana,
la lucha de las investiduras, el inicio de las Cruzadas, la expansión de la
reforma monástica de Cluny y del Císter, el desarrollo de una incipiente
escolástica en las escuelas monacales, y también la difusión y expansión del
arte románico, que alcanza su apogeo y transformación un siglo después. Y el
siglo XII fue en efecto un tiempo de verdadero esplendor, de renovación, que
sólo puede entenderse desde la reforma religiosa y cultural incoada en el siglo
XI. Sin embargo, a mediados del siglo XI es cuando se consolida la ruptura de
Oriente con Roma.
Desde dos siglos atrás
—con el Patriarcado de Focio, años 860-870— se venían manifestando tensiones y
distancias entre los “patriarcas” de Constantinopla (Oriente) y Roma (Occidente),
que no pocas veces eran resultado de problemas políticos, jurisdiccionales,
culturales o de interpretación litúrgica, más que auténticas divergencias
insalvables. En su momento, las dos principales diferencias argüidas para la
separación de Roma fueron la no aceptación del primado jurisdiccional del Papa
romano y el hecho de que Occidente hubiera incluido la expresión Filioque en el
Credo Niceno-constantinopolitano, cuando enuncia la procesión teológica del
Espíritu Santo: qui ex Patre Filioque procedit, “que procede del Padre y del
Hijo”. Y así, en el año 1054 el patriarca de Constantinopla, Miguel Cerulario,
y el Papa de Roma, León IX, se excomulgaron mutuamente, tomando pie en aspectos
equívocos sobre los dos temas, de tal modo que consumaron una ruptura larvada
durante siglos.
En los siglos
posteriores habrá dos intentos serios de restaurar la unidad: primero, durante
el II Concilio de Lyon celebrado en 1274 y, segundo, durante el Concilio de
Basilea-Ferrara-Florencia iniciado el año 1439, que no llegaron a cuajar. La
excomunión contra Cerulario fue levantada por el papa Pablo VI en 1965, al
término del Concilio Vaticano II, y otro tanto hizo el patriarca Atenágoras de
Constantinopla, decidiendo ambos —mediante una declaración conjunta— “cancelar
de la memoria de la Iglesia la sentencia de excomunión que había sido
pronunciada”. Desde entonces, los esfuerzos ecuménicos para restablecer la
unidad se han convertido en la tarea prioritaria de los actuales anhelos
cristianos.
Es indudable que
aquella ruptura histórica vino alentada por un paulatino deterioro de la
moralidad eclesial. Con ocasión de la elección de León IX en el año 1049, por
ejemplo, el obispo de Sengi, San Bruno, llegó a decir: “todo el mundo yace en
la maldad, la santidad ha desaparecido, la justicia ha perecido y la verdad ha
sido enterrada. Simón el Mago domina la Iglesia, cuyos obispos y sacerdotes
están entregados a la lujuria y a la fornicación” (cf. Vita S. Leonis PP. IX en
WATTERICH, Pont. Roman, Vitae, I.96). La investidura laica de obispos y abades
había generalizado las prácticas de simonía y nicolaísmo, con la consiguiente
debilitación de la fe y el quebrantamiento moral del pueblo cristiano. Para
cambiar y remediar estos males brotaron entonces Papas y santos que incoaron
una profunda renovación de la vida eclesial, y también social y política.
El Papa Nicolás II
(1059-1061) fue quien arrebató al Emperador el derecho que tiempo atrás se
había arrogado de designar los Pontífices romanos y estableció que fuera
elegido por el colegio romano de cardenales. En el sínodo romano de 1059, en el
que tomaron parte 113 obispos, promulgó el decreto de elección pontificia que
reservaba a los cardenales de la diócesis de Roma tal elección. La intervención
del clero y pueblo romanos y los abusos del Emperador quedaban ahora reducidos
a la simple aclamación del Papa elegido por cardenales. Hubo también una
decisión directa contra la simonía, formulada en estos términos: Ningún clérigo
sacerdote puede recibir de ningún modo una iglesia de manos de los laicos, ni
gratuitamente, ni habiendo pagado. Es la muestra de una decidida voluntad de
acabar con las lacras de la época.
Pero la figura de San
Gregorio VII (1073-1085) —canonizado el año 1725— emerge aquí con una
centralidad indiscutible e indiscutida. En 1075 publicó su Dictatus Papae, los
“dictados” del Papa, que es un conjunto de veintisiete axiomas para acabar con
la investidura laica. Después, las colecciones canónicas pregregorianas o de la
reforma gregoriana abundarán en textos contra tales prácticas.
En este siglo se
organizó también la primera de las ocho Cruzadas que se sucedieron hasta
finales del siglo XIII. Fue convocada por el Papa Urbano II (1088-1099), en el
concilio de Clermont de 1095, y su resultado más tangible fue la conquista de
Jerusalén. Este santo Pontífice renovó también los decretos contra la simonía,
el concubinato de los clérigos, la investidura laica, y prohibió a los
eclesiásticos prestar juramento de fidelidad a los laicos.
Con todo, fue el auge
de los monasterios benedictinos uno de los agentes más eficaces para la
promoción de los cambios, ahora agrupados por obediencias de un modo nuevo, en
forma de “orden”. El monasterio de Cluny (Francia), fundado a comienzos del
siglo IX, se basaba en la estricta observancia de la Regla de San Benito y el
impulso decidido de sus priores y abades para restaurar su primitivo rigor
provocó la pronta expansión y crecimiento de sus obediencias. La expansión por
Europa es tal que en el siglo XII contará con más de 2.000 monasterios y 10.000
monjes. No pocos de los Papas y abades reformadores de esta época, comenzando
por el Hildebrando Gregorio VII, provenían de esta observancia monástica.
Pero de Cluny brota
también otra reforma: la de Cister (Francia), iniciada en 1098 con la fundación
ahí de un monasterio cluniacense. La obediencia propia del Cister conocerá un
extraordinario incremento, en detrimento de Cluny, cuando el joven noble
Bernardo de Clavaral ingresa en ese monasterio con treinta compañeros más,
todos ellos caballeros nobles de Borgoña. Pero, en general, tanto el espíritu
de Cluny como el de Cister sustentaron el renacer espiritual del siglo XII.
7. La iglesia en Occidente
durante el siglo XII.
El siglo XII es el
tiempo de la biografía de Santa Hildegarda (1098-1179) y es también el tiempo
de una plena renovación de la vida cultural y espiritual del Occidente
cristiano, que llega a un culmen de extraordinario esplendor a lo largo de todo
el siglo XIII. Existe en efecto una íntima continuidad de temas y problemas
entre los siglos XI y XII, señalando una dirección de creatividad
institucional, perfeccionamiento social y moral, y florecimiento de la cultura
y de la espiritualidad. La prueba más elocuente es la creación de la
institución universitaria: la universitas
studiorum. Estas “universidades” comienzan a formarse cuando las escuelas
monacales se van haciendo episcopales y, más pronto o más tarde, los Papas y
Emperadores apoyan esas iniciativas de estudio: la pionera Constitución Habita del Emperador Federico II, con medidas protectoras
para quienes marchan al Studium de Bolonia, es del año 1148.
A comienzos del siglo
XII se reanuda además la interrumpida tradición de celebrar Concilios
ecuménicos, después de los primeros ocho grandes sínodos, que se reunieron
todos en Oriente durante los nueve primeros siglos. Tras la firma del
Concordato de Worms, fue Calixto II quien convocó el I Concilio de Letrán (año
1123), renovando ahí la condena de la simonía y el nicolaísmo. No mucho
después, el II Concilio de Letrán (año 1139) declaró inválido —no sólo ilícito,
como era hasta entonces— el matrimonio contraído por clérigos y por monjes. Y
el III Concilio de Letrán (año 1179) selló la paz definitiva entre el Papado y
el Imperio, entonces entre Alejandro III y Federico I Barbarroja, al tiempo que
decretaba la excomunión de los cátaros y pronunciaba el anatema contra quienes
les dieran su apoyo. Hacia el final del siglo, el conde Lothario de Segni,
elegido Papa con 33 años como Inocencio III (1198-1216), consigue que el
Pontífice romano se convierta en el árbitro moral de los conflictos políticos
de Europa. Este siglo fue también la etapa de esplendor del Cister y los años
en que se gestan las órdenes religiosas que crecerán después con sus grandes
santos: carmelitas, agustinos, franciscanos, dominicos, ya que en este tiempo
Europa sufrió el azote de la herejía albigense. Tuvo lugar además la segunda y
tercera Cruzadas, nacieron las Ordenes Militares, y comenzó a desarrollarse el
arte gótico en las catedrales del norte de Francia.
La herejía albigense de
los cátaros, originada en el sur de Francia, tuvo su apogeo entre los siglos
XII y XIII. Y, en efecto, fue una discusión en toda regla de la fe cristiana
tradicional: rechazaba la divinidad de Cristo, también la virginidad de María,
la jerarquía eclesiástica, y atacaba casi todos los sacramentos: bautismo,
eucaristía, matrimonio. Basada en el antiguo maniqueísmo y dualismo de origen
persa, se oponía a la propiedad privada y proclamaba la existencia de dos
principios equivalentes y opuestos entre sí, la luz y las tinieblas, de manera
que Dios y Satán eran “divinidades” de igual rango. Y la metempsícosis o
reencarnación de las almas era otro de sus postulados. Sus partidarios fueron
censurados ya en el sínodo de Orleáns del año 1022 y en muchos otros sínodos
posteriores, como el Concilio de Reims de 1148 y de Tours de 1163.
San Bernardo de
Claraval y Santa Hildegarda fueron muy beligerantes contra esta herejía. El III
Concilio de Letrán elaboró además una profesión de fe dirigida contra ellos,
aunque la declaración formal de herejía se retrasó hasta el año 1187. Desde
entonces, se inició una decidida acción pastoral para erradicar la herejía,
sobre todo mediante la predicación: la Orden de Predicadores, los dominicos,
surge precisamente para combatirla y, según una aceptada tradición, la Virgen
reveló a Santo Domingo de Guzmán (1170-1221) que usara la devoción del Rosario
como medio eficaz para acabar con ella y convertir a los pecadores. Estas
acciones pastorales no excluyeron que se emprendiera también una cruzada
específica (año 1208) y se organizaran unos tribunales —la Inquisición
canónica, distinta de la civil— para su detección y aislamiento en la
Cristiandad.
Bernardo de Clavaral es
sin duda la gran figura señera de este siglo: su influencia fue tal que destacó
no solo como pilar de la Iglesia (por sus escritos, doctrina y santidad de
vida), sino influyendo también en la política, pues fue escuchado por
Emperadores y Reyes al igual que por Papas y Obispos. Bernardo es como un
“Padre de la Iglesia”, pero fuera del tiempo. Fue un gran devoto de la Virgen
María: la consideró medianera de todas las gracias y poderosa intercesora ante
su Hijo. De su piedad personal vienen las últimas palabras de la Salve Regina
“Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen María” o la muy difundida oración
del “Acordaos”, entre otras devociones. En general, durante el siglo XII, la
vida religiosa continuó siendo monacal, de raíz benedictina, ya que el declinar
de la obediencia de Cluny fue sustituido por el auge del Cister: en vida de
Bernardo se fundaron 68 abadías y, ya durante el siglo posterior, el Cister
llegó a gobernar sobre 650 abadías de Europa, con más de 20.000 monjes. Pero
brotaron también nuevas reformas o fundaciones como los Cartujos de San Bruno,
en el año 1100, o los Premostratenses de San Norberto.
Tanta riqueza
espiritual tendrá su eclosión durante los primeros años del siglo XIII, con el
nacimiento de las grandes Ordenes religiosas: primero la Orden del Carmelo
aprobada en 1209, a partir de un grupo de ermitaños retirados al Monte Carmelo
para dedicarse a la vida contemplativa, y poco después la Orden de los
Mercedarios, fundada por San Pedro Nolasco en Barcelona (en el año 1218) para
socorrer a los cautivos entre infieles. Sin embargo, la auténtica “revolución
religiosa” vino de los frailes predicadores y mendicantes, ya que éstos
cambiaron el monasterio por la ciudad adaptándose así a las necesidades de su
tiempo: la Orden de Predicadores fue fundada en 1216 por Santo Domingo de
Guzmán (1170-1221) y la Orden Franciscana en 1221 por Francisco de Asís
(1181-1226). Y, siguiendo este nuevo régimen canónico, en 1256 se creará
también la Orden de San Agustín, refundiendo a otros grupos menores de idéntica
espiritualidad.
San Bernardo de
Claraval fue también el promotor de la IIª Cruzada (1147-1148), como respuesta
a los ataques que padecían los Reinos cristianos. Dos reyes dirigieron la
empresa bélica: Luís VII de Francia, acompañado de su entonces esposa Leonor de
Aquitania, y el Emperador alemán Conrado III. Pero los desacuerdos entre
franceses y alemanes fueron constantes y así, a la semana de sitiar Damasco, se
disolvieron los ejércitos, volviendo cada quien a sus respectivos países. No
mucho después Saladino (Salah ad-Din) subió al poder en Egipto y, en el año 1187,
consiguió vencer a los cristianos de la Ciudad Santa y acabar con el Reino
cristiano de Jerusalén.
La caída de Jerusalén
supuso una auténtica conmoción en el mundo cristiano. Para su reconquista se
organizó la IIIª Cruzada (1189-1192): en ella participaron el Emperador
Federico I Barbarroja, el Rey de Francia Felipe II, y el Rey de Inglaterra
Ricardo Corazón de León. Pero el Emperador murió en el trayecto. En 1191 Felipe
II logra conquistar la ciudad de Acre y después regresó enfermo a su Reino. En 1192
el Rey Ricardo se encontraba casi a las puertas de Jerusalén, pero recibió
noticias de los problemas que su hermano Juan Sin Tierra causaba en el Reino y
de que Felipe II amenazaba sus posesiones en Francia. Decidió entonces volver a
sus tierras y firmar una tregua con Saladino: en ella se estipuló que los
cristianos conservarían la franja costera que iba desde Tiro hasta Jaffa, se
permitía la libre entrada de peregrinos cristianos desarmados en Jerusalén, y a
los musulmanes se les permitía el acceso a las mezquitas de La Meca por
territorios cristianos. Regresado a Europa, Ricardo muere en 1199. Con todo, la
soberanía cristiana sobre la ciudad de San Juan de Acre y sus alrededores se
mantuvo hasta el año 1291.
Pero el renacer
espiritual de este siglo se advierte de modo muy singular mirando una de las
instituciones más específicas de la época: las Órdenes militares. Brotaron de
una fusión entre los ideales del monacato y la profesión de las armas ante la
necesidad de proteger a los peregrinos que visitaban los Santos Lugares: por
tanto, fueron “monjes- guerreros”, atados por los tres votos monásticos de
pobreza, castidad y obediencia. El ideal de la “caballería medieval” integra
ambas notas. La primera de las “Ordenes Militares” de Tierra Santa fue la Orden
del Santo Sepulcro de Jerusalén, creada por Godofredo de Bouillón, recién
conquistada la ciudad de Jerusalén en1099, con la específica misión de
custodiar el Santo Sepulcro y atender el servicio religioso de la iglesia allí
edificada.
En el año 1104 se creó
la Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén, dedicada a la atención
hospitalaria de los peregrinos en Tierra Santa, pero desde el año 1136 asumió
también la defensa militar de los enfermos y peregrinos y de los territorios,
transformándose así en “Orden Militar”. Del año 1118 data la Orden de los
Pobres Caballeros de Cristo, posteriormente conocidos como Caballeros
Templarios, porque fue fundada por quienes se instalaron en el antiguo templo
de Salomón. Y en el año 1142 se funda la Orden de los Caballeros de San Lázaro,
que a sus obligaciones militares unían el cuidado de los leprosos: muchos de
sus miembros eran Caballeros que habían padecido esa enfermedad, pero la Orden
desaparece tras la batalla de Gazza, en 1244, donde todos sus miembros fueron exterminados.
Este espíritu de la
Ordenes Militares prendió también en la península ibérica, cuyos Reinos
cristianos estaban empeñados desde hacía siglos en las luchas contra el Islam.
Del siglo XII data la creación de la Orden de Santiago y la Orden de Alcántara
en el Reino de León, la Orden de Calatrava en Castilla, y la Orden de San
Benito Avis en el Reino de Portugal.
Durante estos siglos
los monasterios trasmitieron hasta nosotros la cultura de la antigüedad
clásica. Si hoy conocemos las obras de Platón, Aristóteles y otros muchos
filósofos y escritores es por la labor nunca suficientemente reconocida de los
monjes que se dedicaron a copiar, traducir y extraer enseñanzas de sus obras.
Ningún área del conocimiento quedó fuera de su actividad: traducciones,
retórica, gramática, botánica, medicina, aritmética, geometría, arquitectura,
astronomía, música, agricultura, teología...
Este periodo de la
historia europea ha sido calificado de auténtico renacimiento1. Baste pensar
que fueron los hombres y mujeres de aquellos siglos quienes levantaron las
monumentales catedrales de Europa, crearon las Universidades, y concibieron los
métodos científicos que fundamentan nuestra civilización.
MANUSCRITOS Y EDICIONES DE ESTA
OBRA1
Liber Divinorum Operum
(1163-1173/1174) Manuscritos:
- Gante , Biblioteca de
la Universidad, Cod. 241, entre 1170-1171.
- Wiesbaden, Biblioteca
de Hesse , Hs 2 (llamado Riesenkodex-el codice gigantesco), de la década
de1180.
- Troyes, Biblioteca
Municipal, Ms 683, del siglo XII;
- Manuscrito Ilustrado
de Lucca, Biblioteca Estatal, Cod. lat. 1942, de principios del siglo XIII
Edición Príncipe:
In Stephani Baluzii
Tutelensis Miscellanea novo ordine digesta et non paucis ineditis monumentis
opportunisque animadversionibus aucta, opera et studio, 4 volumenes, editado
por Joannis Dominici Mansi (Lucca, 1761-1764) T. II.
Edición de Referencia:
In Sanctae Hildegardis
abbatissae, Opera Omnia, volumen 197 de la Patrologia Latina, editado por
Jacques-Paul Migne (Paris: Migne, 1855), cols. 739-1038;
Otras ediciones:
- Hildegardis: Liber
Divinorum Operum. Derolez, Albert y Dronke, Peter, eds. Corpus Christianorum,
Continuatio Mediaevalis. Turnhout: Brepols, 1996. En latín.
- Hildegard von Bingen: Welt und Mensch. Das Buch "De operatione
Dei". Schipperges, Heinrich, ed. Salzburg:
Otto Müller Verlag, 1965. 360 pp. Sobre el Manuscrito de Gante con
ilustracciones del manuscrito de Lucca. En alemán.
- Hildegard von Bingen. Das Buch vom Wirken Gottes. Liber divinorum
operum. Mechthild Heieck. Augsburg: Pattloch 1998. 464 S. En alemán.
- Hildegard of Bingen's Book of Divine Works with Letters and Songs
(Santa Fe: Bear, 1987). Por Matthew Fox. En
Ingles.
- Hildegarde de Bingen.
Le Livre des oeuvres divines (Visions). Présenté et traduit par Bernard
Gorceix. Paris: Albin Michel 1989. En Francés.
- Hildegarda de Bingen:
Llibre de les obres divines, col. "Clàssics del Cristianisme",
núm.65, Barcelona, Proa, 1997. En catalán.
- Ildegarda di Bingen,
Il libro delle opere divine, a c. di Marta Cristiani e Michela Pereira, con introducción
de Marta Cristiani. Traducción de Michela Pereira. Milano: Arnoldo Mondadori
Editore 2003. En Latín e Italiano.
- Libro de las Obras
Divinas. Traducción de María Isabel Flisfisch. Año 2009. Editorial Herder,
Barcelona.
Para la siguiente
traducción, hemos seguido la edición de la Patrología Latina. Las ilustraciones
corresponden al Manuscrito de Lucca.
Nota: J. D. Mansi
(siglo XVII) alude a una edición de esta obra realizada por Jacobo Fabro en
París, en 1513 (PL. 0739)
TRADUCCIÓN PARTICULAR DE ALGUNAS
PALABRAS Y ACLARACIONES
Se relacionan a
continuación las palabras cuya traducción hay que comentar para aclarar
términos y evitar equívocos.
Aether que significa
cielo, atmosfera, eter, aire, así como el tercer círculo de éter puro (circulo
puri aetheris) lo hemos traducido por éter.
Beatitudine, beatus,
estas palabras designan el latín conceptos que tienen varios significados en
español, y ninguna traducción clara. La traducción más directa, Beato, no
significa lo mismo en español ni encontramos una palabra que pueda referirse a
todos sus significados. El diccionario latino la traduce como: feliz, dichoso,
bienaventurado, santo. Hemos empleado todas esas acepciones en función del
contexto y cuando una de estas palabras creíamos que no expresaba correctamente
la idea de la frase, hemos dejado beato, en la seguridad de que el lector sabrá
captar el sentido de la frase.
Candida. Alude en
muchas ocasiones a estrellas, nubes e imagen con vestido “candido”, (stella
candida) en todos los casos lo hemos traducido por blanco. “Candida”, en latín
es blanco, pero también brillante, deslumbrador, puro, inmaculado, con candor,
a todos esos sentidos queremos referirnos con la palabra blanco aplicada al
vestido, nube y estrella. Este color blanco solo se emplea en este sentido,
referido a lo anteriormente mencionado.
Charitas, la hemos
traducido por caridad o amor, indistintamente en función del contexto y para
evitar reiteraciones en una misma frase. No creemos que de lugar a equívocos
con otra similar.
Circulo aer tenuis: El 5º círculo, “aer tenuis”, lo hemos traducido por aire
tenue, aunque no exprese en español completamente su significado, sería tenue,
ligero.
Circulo aquosi: El 4º circulo, “circulo aquosi”, lo hemos traducido por
círculo humedo, podríamos haber puesto círculo acuoso, pero hemos preferimos
“húmedo” porque “acuoso” complicaba la traducción de algunas frases concretas.
Collateral: Utilizamos,
viento colateral, en vez de viento asociado, que quizás fuera más adecuado, por
semejanza fonética y por ser un término no del todo preciso.
Densitas, es densidad,
consistencia, espesura (de espeso), opacidad (de masa densa). Lo hemos
traducido por densidad. Ver Spissitudo.
Fidelis hominis ,
usamos tanto fiel como hombre de fe y creyente.
Humor, umor, es humor, líquido
del cuerpo, secreciones endócrinas y también humedad. Lo hemos traducido por
humores cuando se refería al cuerpo, por humedad en los demás casos.
Livor. En latín, livor
es lividez, moratón o contusion en el cuerpo, también, envidia. Pero sin embargo,
livor es un termino habitual e intraducible en las obras de medicina de
Hildegarda, que lo usa para referirse a algún tipo de porquería o producto
enfermizo; se puede asimilar a mucosidad (cieno, linfa, pus, etc.): “y una
mucosidad muy mala (pesimum livor) algo así como el agua estancada que inunda y
desborda la orilla con légamo putrefacto…” (del libro Causae et Curae). Hemos,
pues, utilizado el término “mucosidad” expresando todos estos sentidos.
Lumbus, literalmente es
lomos, parte trasera baja de la espalda, riñonada. Hemos utilizado lomos, y
aunque no es una buena opción, no hemos encontrado otra mejor.
Pinguedo, es grosura,
gordura, fecundo, fértil, abundante, profundo, espeso, tosco, grosero, fuerza,
apacible, etc., lo cual nos permite poner el termino que consideremos más
adecuado (y equivocarnos). Referido a la calidad de la tierra, hemos empleado a
mayoría de las veces el adjetivo de tierra fuerte, en el sentido de con cuerpo,
rica, fertil, desconocemos otro termino particular mas preciso. Así: “… la
fuerza de la tierra que, si es equilibrada, produce frutos abundantes, pero si
no lo es produce frutos inútiles” o “una tierra moderadamente fuerte produce la
fertilidad de los frutos, mientras que si es fuerte en exceso produce a veces
frutos inútiles, aunque muy abundantes”. Pinguedo dio en español pingüe que
significa algo que da mucho con poco esfuerzo.
Planeta, la traducción
directa es planeta, tambien astro errante, incluso estrella. Lo hemos traducido
por astro, creemos que se acomoda mejor a lo que SH quiere expresar. Stellis es
claramente estrella.
Rationalitatis, la
hemos traducido con los términos: razón, racionalidad, capacidad de razonar.
Salus, salutis,
salvación y salud, significa ambas cosas, y ambas hemos empleado.
Scapulis: escápula, hombro.
En general lo traducimos como hombro. Lo hemos traducido por clavícula cuando
en la frase también cita al hombro (umero, humero), (del hombro a la
clavícula...)
Spissitudo, es espesor,
en sentido de grosor y tambien de espeso, densidad, condensacion. Lo hemos
traducido por espesor. Ver Densitas
Spuma, espuma, en latín
significa tambien escoria o basura. Hemos empleado una u otra en función de la
frase.
Verbum, por Verbo o
Palabra, indistintamente.
Verecundia, usamos
vergüenza, quizás fuera mejor pudor.
Viridite, palabra
típica de SH, se puede traducir como “energía verde,” es un concepto clave de
la filosofía de Hildegarda. Ella la utilizó para referirse a la fuerza vital
inherente a toda la creación, el espíritu por el cual todas las cosas crecen,
llegan a ser fructuosas, y obtienen la fuente de la energía de su vida. La
hemos traducido por: Fuerza vital, verdor, lozanía, fecundidad, en función del
contexto.
Utilizamos, este,
levante u oriente, se forma indistinta. Idem, occidente, poniente, oeste.
Idem, austral,
meridional, sur. Idem, norte, septentrional.
Con la traducción de
las citas bíblicas hemos hecho, en muchos casos, una composición entre la
literalidad del texto de Hildegarda y las traducciones modernas que estamos
habituados a leer. Se ha respetado el texto original cuando los comentarios
posteriores se realizan en base a las palabras exactas utilizadas por SH, sin
las cuales el comentario carecería de sentido.
Como el lector podrá
comprobar, SH usa muchas comparaciones para expresarse. Utiliza muchísimas
veces “sicut” que hemos traducido con expresiones del tipo “algo como” “lo
mismo que” “parece como si” o “igual que”, lo cual da idea de la complejidad de
las imágenes que ve y que intenta explicar y tambien quizás de la dificultad de
SH para describir las mismas con precisión. El empleo de determinadas
comparaciones complica la traducción, por lo que somos conscientes que pudiera
haber otras formas más exactas de traducir este texto, y que quizás, por falta
de conocimiento del latín o pobreza de expresión no hayamos sabido dar el
sentido exacto.
Si en alguna frase se
ha deslizado alguna incorrección o algo que suena mal, seguro que se debe a la
impericia del traductor más que a defectos en el texto original de SH.
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