lunes, 10 de julio de 2023

 

SANTA HILDEGARDA DE BINGEN 

LIBER DIVINORUM OPERUM 

LIBRO DE LAS OBRAS DIVINAS

PRESENTACIÓN

Amigo lector: vas a leer la obra, para mí, más fascinante de Sta. Hildegarda.

Aunque para ser precisos, Santa Hildegarda no se atribuye su autoría, pues ella dice ser únicamente un instrumento y repetidamente alude a que todas sus obras las ha visto con los ojos interiores del espíritu, las ha escuchado con los oídos interiores, y en suma, le han sido dictadas por “una luz cegadora de brillantez excepcional que fluyó por mi cerebro entero”

La idea fundamental del libro es la unidad de creación. En la obra se manifiestan algunos de los atributos de Dios:

Su Sabiduría, que ordena la creación y todo lo hace con un fin.

Su Omnipotencia, pues Dios es fuente de toda la vida, y todos los elementos, sol, luna, estrellas, vientos, aguas, animales, vegetales, ángeles, incluso involuntariamente los demonios en su libertad, cumplen su misión de modo preciso.

Su Misericordia, pues todos los problemas del cosmos y del hombre, encuentran solución en su Verbo, nexo de unión entre toda la Creación.

Toda la creación es reflejo de la gloria y del amor de Dios. En el hombre, creado a imagen de Dios, está resumido de una u otra manera todo el cosmos, y por eso también todo el cosmos influye en el hombre, están interelacionados. Pero Dios crea al hombre libre igual que a los ángeles, y en aras de esa libertad el hombre debe escoger entre reconocer, aceptar y adorar a su Creador u oponerse a Él.

La caída del hombre afectó a toda la creación, pero la promesa de la Redención se dio a nuestros primeros padres, continuó a lo largo de la historia de la humanidad por medio de los profetas y se concretó en el Verbo por medio de la Iglesia.

Santa Hildegarda nos dice que la impiedad se extenderá, y cómo las diferentes edades de los últimos tiempos precederán a la llegada del Anticristo, su ruina, el fin del mundo y la recapitulación de toda la creación a Dios.

En este libro de estructura original y lenguaje preciso, las visiones, que preceden a cada capitulo, ricas en formas y símbolos, dan interesantes explicaciones y singulares alegorías de diferentes capítulos de la Biblia y descubren una forma nueva de ver la obra de Dios, siempre en plena sintonía con la doctrina de la Iglesia Católica.

En su epílogo, Hildegarda culmina el libro: “Y ahora, de nuevo sean dadas alabanzas a Dios omnipotente en todas sus obras, antes de los siglos y todos los siglos, porque él es el principio y el fin”.

VIDA Y OBRA DE STA. HILDEGARDA

Santa Hildegarda nació en 1098 en Bermersheim, cerca de Maguncia, Alemania, última de los diez hijos de un matrimonio de la nobleza local. Sus padres consideraron que Hildegarda debía ser dedicada al servicio de Dios, como “diezmo”. A los 6 años comenzó a tener visiones que siguieron durante el resto de su vida. Cuando la niña contaba ocho años (1106), la entregaron para su formación a Jutta, de la familia de condes de Spannheim, la cual vivía en una pequeña casita adosada al monasterio de los monjes benedictinos fundada por san Disibodo en Disibodenberg. Jutta instruyó a la joven en la recitación del Salterio, y la enseñó a leer y escribir. La reputación de la santidad de Jutta y de su alumna pronto se extendió por la región y otros padres ingresaron a sus hijas en lo que se convertiría en un pequeño convento benedictino agregado al monasterio de Disibodenberg. Más tarde, a la edad de 15 años, Hildegarda profesó como monja en este lugar. Las visiones continuaron durante toda su vida, aunque Hildegarda solo informó inicialmente de ellas a Jutta, y después al monje Volmar de Disibodenberg, primero preceptor de Hildegarda y luego su secretario y copista hasta su muerte en 1173. Cuando Jutta murió en 1136, Hildegarda fue elegida abadesa de la comunidad a la edad de treinta y ocho años.

Como las visiones continuaban, el monje Godfrey, su confesor, lo reveló a su abad, el cual lo comunicó al arzobispo de Maguncia, que examinó sus visiones con sus teólogos y dictaminó que eran de inspiración divina, y la ordenó que comenzase a escribirlas.

En el año 1141, Hildegarda comenzó a escribir su obra principal, Scivias, (Scire vías Domini ó vías lucís = Conoce los Caminos), obra que tardó diez años en completar (1141-1151). Hildegarda tenía dudas sobre la oportunidad de escribir o no lo que percibía, y recurrió a San Bernardo de Clavaral, fundador de monasterios y uno de los grandes doctores de la Iglesia, con el que en el futuro mantendría una fluida relación epistolar, para que la aconsejara. No solo recibió la aprobación de este santo, sino que cuando el Papa Eugenio III fue a la región con motivo del Sínodo de Tréveris en 1147-1148, el arzobispo de Maguncia a instancias del abad de Disibodenberg presento al Papa una parte del Scivias con las visiones de Hildegarda. El Papa designó una comisión de teólogos para examinarlos, entre ellos Albero de Couní, obispo de Verdún, y después de recibir el informe favorable de la comisión, dió la aprobación papal a este texto, llegando a leer partes del libro a los prelados reunidos en el Sínodo. El Papa dictaminó: “Sus obras son conformes a la fe y en todo semejantes a los antiguos profetas” y escribió a Hildegarda instándola a continuar la obra y animando y autorizando la publicación de sus obras1.

Aprobación tan señalada era el reconocimiento oficial de que la labor de Hildegarda estaba inspirada por Dios. Hildegarda se apresuró entonces, llevada de enardecido celo, á refutar de palabra y por escrito los errores de los herejes cátaros. Así llegó á ser una de las columnas más firmes de la Iglesia por aquel tiempo. Su fama hizo que su comunidad creciera de modo que tomó la decisión de establecer a sus monjas en un monasterio propio, sin ninguna dependencia de la abadía de monjes de Disibodenberg, para lo que fundó un convento en Rupertsberg, cerca de Bingen. Fue el primer monasterio de monjas autónomo, pues hasta entonces siempre habían dependido de otro de varones Entre 1147 y 1150 las monjas se trasladan a su nuevo monasterio. Los monjes de Disibodenberg se opusieron a este traslado, pues veían disminuidas las rentas y la influencia de su monasterio, pero la tenacidad y energía de Hildegarda venció todas las dificultades y en 1150 el Arzobispo consagró el nuevo monasterio, que siguió atrayendo numerosas vocaciones y visitantes.

En la década de los años 1150 comienza su obra musical, de la que se conservan más de 70 obras con letra y música, himnos, antífonas y responsorios, recopiladas en la Symphonia armoniae celestium revelationum, (Sinfonía de la Armonía de Revelaciones Divinas) la mayoría editadas recientemente,así como un auto sacramental cantado, titulado “Ordo virtutum” (1150?).

Entre 1151-1158 escribió su obra de medicina bajo un único título: Liber subtilitatum diversarum naturarum creaturarum (Libro sobre las propiedades naturales de las cosas creadas). En el siglo XIII fue dividido en dos textos. Physica (Historia Natural), también conocido como Liber simplicis medicinae (Libro de la Medicina Sencilla), y Causae et Curae (Problemas y Remedios), también conocido como Liber compositae medicinae (Libro de Medicina Compleja).

Entre 1158 y 1163 escribió la Liber Vitae Meritorum, y entre 1163 y 1173-74 la Liber Divinorum Operum, considerados junto con el Scivias como las obras teológicas más importantes de Hildegarda.

Una de sus obras es la Lingua Ignota (1150?) formada por unas 900 palabras y un alfabeto de veintitrés letras de la que solo hay información fragmentaria.

Se conservan más de 300 cartas a personas de toda índole que acudían a ella en demanda de consejos como árbitro que dirimiese sus contiendas. De ellas, ciento cuarenta y cinco están recogidas en la Patrología Latina de Migne. Hildegarda escribió cartas a Papas, cardenales, obispos, abades, reyes y emperadores, monjes y monjas, hombres y mujeres de todas clases tanto en Alemania como en el extranjero. Se conservan las cartas cruzadas con dos emperadores, Conrado III y su hijo y sucesor el emperador Federico I Barbarroja, con los Papas, Eugenio III, Anastasio IV, Adriano IV y Alejandro III, con el Rey inglés Enrique II y su esposa Leonor de Aquitania, y una larga serie de nobles, cardenales y obispos de toda Europa, a quienes aconsejaba y si era necesario reprendía, escuchada por todos como referencia moral de su tiempo.

Completan su obra una serie de tratados menos conocidos: Solutiones triginta octo quaestionum (1178) (Respuesta a 38 preguntas); Expositio Evangeliorum (cincuenta homilías sobre los Evangelios), Explanatio Regulae S. Benedicti (Comentario de la Regla de San Benito), Explanatio Symboli S. Athanasii (Comentario del Símbolo Atanasiano), Vita Sancti Ruperti (1150?) Vida de San Ruperto y Vita Sancti Disibodi (1170) Vida de San Disibodo, algunas de ellas de fecha desconocida.

Hildegarda realizó al menos cuatro grandes viajes fuera de los muros del convento (entre 1158 y 1171, a lo largo de los ríos Nahe, Meno, Mosela, y Rin) a instancias de los prelados de diversos lugares. En ellos predicó en iglesias y abadías sobre los temas que más urgían a la Iglesia: la corrupción del clero y el avance de la herejía de los cátaros. En su tercer viaje, (entre 1161 y 1163) cuando visitó Colonia a instancias de los Canónigos Capitulares para predicar contra la herejía de los cátaros, lo hizo pero también y con gran énfasis, recriminó con dureza y achacó el auge de la misma a la vida disoluta que llevaban los mismos canónigos, los clérigos y a la falta de piedad de los mismos y del pueblo cristiano en general, lo que da idea de su carácter. Fue la única mujer a quien la Iglesia permitió predicar al pueblo y al clero en templos y plazas. De sus cartas se desprenden los itinerarios y la finalidad de sus viajes que realizaba en barco y a caballo, un autentico sufrimiento para su naturaleza débil.

Murió el 17 de septiembre de 1179 y fue sepultada en la iglesia de su convento de Rupertsberg del que fue Abadesa hasta su muerte. Sus reliquias permanecieron allí hasta que el convento fue destruido por los suecos en 1632, y sus restos trasladados a Eibingen.

En ninguna de las obras o cartas, Hildegarda se atribuye a sí misma ningún mérito, antes bien, se define como “pobre criatura falta de fuerzas”. Todo lo que sabe y hace es obra de Dios. Las visiones, las revelaciones, las curaciones que realizó, fueron sobrenaturales: “todas las cosas que escribí desde el principio de mis visiones, o que vine aprendiendo sucesivamente, las he visto con los ojos interiores del espíritu y las he escuchado con los oídos interiores, mientras, absorta en los misterios celestes, velaba con la mente y con el cuerpo, no en sueños ni en éxtasis, como he dicho en mis visiones anteriores. No he expuesto nada que haya aprendido con el sentido humano, sino sólo lo que he percibido en los secretos celestes”. (Prólogo del Liber Divinorum Operum) Se puede considerar que Hidegarda continuó el trabajo de los profetas en la proclamación de las verdades que Dios deseó que supiera la humanidad: “Escribe pues estas cosas, no según tu corazón, sino como lo quiere mi testimonio, de mí, que soy vida sin principio ni fin, ya que no son cosas imaginadas por ti, ni ningún otro hombre lo ha imaginado, sino son como Yo las he establecido antes del principio del mundo”. (Prólogo del Liber Divinorum Operum).

PANORÁMICA DEL CONTEXTO HISTÓRICO

Santa Hildegarda vivió en el siglo XII, entre 1098-1179. Su biografía coincide con un intenso período de la historia de la civilización occidental cuyos rasgos principales se exponen a continuación.

1. El Reino franco.

La realidad política de aquellos tiempos viene toda ella condicionada por las décadas de los gobiernos carolingios. Carlomagno (768-814) había heredado el reino franco de su padre, Pipino, y la restauratio Imperii en su persona hizo que sus empresas políticas se encaminaran a la renovación de la religión y civilización cristianas. Mantuvo guerras contra los eslavos, ávaros, varias guerras contra los sajones, y contra los lombardos para defender al Papa, continuando en esto la política de su padre al “servicio” del Papado. La prudencia de su política le proporcionó respeto, estima, e incluso consiguió que varios reyes cristianos le rindieran vasallaje. Aún hoy, el personaje recibe culto de “santo” en su catedral de Aquisgrán (Aachen).

Su sucesor en el trono, Ludovico, de sobrenombre Pío, careció de perspectiva y de las dotes necesarias para mantener unido el Imperium restaurado. Repartió su herencia entre sus tres hijos, y esto dió origen a tres nuevos “estados” que, a grandes rasgos, pueden asimilarse a lo que hoy son Francia, Alemania, y una franja intermedia entre ambos que va desde Países Bajos hasta el norte de Italia. Los reyes sucesores fueron cediendo prerrogativas a los caballeros nobles (guerreros y dueños de territorios) e incluso algunos llegaron a dividir los reinos entre sus hijos, dando origen a “nuevos estados” independientes, cuyas políticas y alianzas fueron a menudo contrapuestas entre sí.

En el año 830 una numerosa tribu de normandos mostró su disposición a asentarse en territorios del Reino franco y acabar con sus acciones de pillaje. Los normandos — North-manen, “hombres del Norte”, también conocidos como Wickingos o “habitadores de los golfos” y daneses — eran pueblos germánicos que provenían de las actuales naciones de Dinamarca y países escandinavos, desde donde asolaban con frecuencia las costas de toda Europa en atrevidas incursiones, llegando incluso hasta Galicia y Sevilla. Fue Ludovico Pío quien les concedió entonces el territorio deseado, sea por causa o como consecuencia de haberse hecho cristianos. Tal es el origen del ducado de Normandía en Francia. Avanzado el tiempo, los duques de Normandía conquistarán el Reino de Inglaterra y posteriormente batallaron también por dominar el Reino de Francia. De ahí su gran influencia en las historias de Francia, Inglaterra, e incluso Italia, en Sicilia, desde aquellas primeras empresas bélicas y políticas.

La dinastía carolingia se extinguió en Francia con la muerte de Luís V el Holgazán. En esas fechas el monarca carecía ya de toda autoridad y prestigio. Y así, en el año 987, casi sin oposición de resistencia, ciñe la corona real Hugo Capeto, conde de Paris, e inicia una nueva estirpe legítima, la dinastía de los Capetos, aunque con escaso poder por causa de la independencia de los grandes señores feudales.

Los Capetos poseían entonces sólo un pequeño distrito en torno a París. Con la extinción del antiguo Imperio carolingio, Francia había quedado fragmentada en los ducados de Borgoña, Normandía, Aquitania y Champaña, los condados de Poitou, Anjou, Maine, y Flandes, Tolosa, Provenza y Foix, y algunos Señoríos más. La Casa de Tolosa, por ejemplo, ejercía de hecho más poder que el Rey capeto. A pesar de todo, con los Capetos el poder real incorporar nuevos dominios, concedía privilegios, favorecía a los súbditos humildes y menos poderosos, y forjaba instituciones nuevas y eficaces, apoyando a los eclesiásticos y dejando que los señores feudales se fueran debilitando al combatirse entre sí.

Los reyes Luís VI (1108-1137) y Luís VII (1137-1180) son los capetos coetáneos de Santa Hildegarda. Aconsejados por el abad de San Dionisio, potenciaron su monarquía y la asentaron con fuerza sobre los territorios franceses del Reino franco. Luís VII participó en la IIª Cruzada, acompañado de su mujer Leonor de Aquitania, heredera de los estados de Guyena, Poitou y Saintonge, pero este matrimonio acabó disuelto. Como Leonor casó después con Enrique II de Inglaterra, por matrimonio se incrementaron mucho las posesiones del Rey inglés en Francia. Y posteriormente esto fue motivo constante de disputas y de larguísimas guerras.

Al rey Felipe II (1180-1223), sucesor de Luís VII, corresponde el mérito de asentar definitivamente la monarquía capeta sobre el Reino de Francia. Erigió además la Universidad de Paris y diversas instituciones de gobierno. Y, con un ejército disciplinado y eficaz, instauró el imperio de la ley común, el derecho imperial, y constituyó un gobierno donde él dejaba de ser ya un señor feudal más, para convertirse en verdadero “Rey” de todos los señores nobles: asistido por un Consejo juzgaba las controversias surgidas entre los grandes. Un hecho importante de su reinado es que participó en la IIIª Cruzada y, a su regreso, invadió las posesiones francesas del rey inglés Ricardo Corazón de León.

2. Los normandos y sajones de Inglaterra.

En el año 1066 el duque de Normandía, Guillermo el Conquistador, desembarcó en las Islas británicas, venció al ejército sajón del rey Harold, conquistó Londres y se coronó como nuevo rey de Inglaterra. Su dominio fue total: reprimió todas las sublevaciones y sometió enteramente el país. Murió en 1087 durante una batalla contra el rey de Francia, Felipe I, por la conquista de la ciudad de Nantes. Le sucedieron Guillermo II apodado el Rojo (1087-1100) y Enrique I (1100-1135), que logró ceñir las coronas de Inglaterra y de Normandía. Sus descendientes fueron Esteban de Blois (1135-1154), último rey de la Casa Normanda, y Enrique II (1154-1189), hijo de Enrique I, que fue consorte de Leonor de Aquitania, aquella que primero se había desposado con el rey francés Luís VII. Fue por este matrimonio como el rey de Inglaterra Enrique II consiguió ser dueño de casi la mitad de Francia.

Su política se caracterizó por el enfrentamiento con la Iglesia y con los nobles. De hecho promulgó las Constituciones de Clarendon (1164) que, en la práctica, anulaban las libertades de la Iglesia. Esa beligerancia culminó con el asesinato del Primado de Canterbury, santo Thomas Becket, por su resistencia a la supresión de las inmunidades eclesiásticas. Pero todo su reinado se caracterizó por las continuas guerras: sometió Irlanda y el país de Gales, sojuzgó Escocia, y estuvo en luchas constantes contra el rey de Francia. Al final, su mujer Leonor incitó contra él a sus propios hijos: el mayor murió en la lucha, el pequeño (Juan Sin Tierra) le traicionó, y el segundo (Ricardo Corazón de León) se declaró vasallo de Felipe II de Francia a cambio de que le ayudase en la guerra contra su padre. Este Ricardo fue quien le sucedió en el trono (1189-1199) y quien emprendió la IIIª Cruzada.

3. Los territorios germánicos.

La decadencia política del Imperio carolingio es también una de las claves de la historia de Alemania, ya que de su desmembramiento brotan las familias ducales germánicas: en ese proceso de declive los señores o gobernadores de cada territorio fueron acrecentando su poder, asegurando la sucesión dentro de su familia y estirpe, y afianzaron a la vez su autoridad e independencia. El dominio de estos nobles se extendía por todos los territorios del centro de Europa: además de la actual Alemania, el norte de Italia, Suiza, Austria, la antigua Yugoslavia, Chequia, Eslovaquia y parte de Polonia.

Entre todos esos grupos de nobles, la Casa de Sajonia alcanzó una indudable preeminencia durante el siglo X, hasta el punto que Enrique I —posteriormente también su hijo Otón I— fueron coronados como “reyes” de los germanos, no sin lucha ni oposición, consolidando así una cierta autoridad sobre las otras Casas ducales, aunque sostenida más por la fuerza de las armas que de buen grado. Para resistir los embates de la nobleza Otón I se apoyó en los obispados y abadías, concediendo derechos y privilegios, de modo que los Obispos alemanes acabaron siendo equiparados a los grandes señores feudales. Después, a reclamo del Pontífice romano, Otón I conquistó la Lombardía y, en el año 962, en la ciudad de Roma, el Papa le otorgará la corona del restaurado Sacro-Imperio de los tiempos carolingios, también con el título de Rex romanorum o “Rey de romanos”.

El Emperador confirmó al Papa en sus posesiones temporales, sus “estados pontificios”, pero las desavenencias no tardaron en surgir. Otón I cometió el error de intentar la deposición del Papa, nombrar un antipapa, y bajo amenazas hacer jurar a los romanos que no elegirían otro Papa sin su consentimiento. Comenzaba así una “tutela” de los Emperadores germánicos sobre el Papado romano, fuente continua de conflictos, de tensiones y enfrentamientos, que condicionará y determinará los hechos políticos en los siglos posteriores de la historia europea.

Entre las consecuencias de esa “tutela”, uno de los hechos más relevantes será el gradual y progresivo “enfeudamiento” de la organización eclesiástica en los territorios germánicos: es decir, la confusión entre las estructuras temporales y las “espirituales” o eclesiásticas, porque muchos Obispos y Abades acabaron recibiendo sus “feudos” del Imperio, de la potestas regalis o imperial, llevando éstos anejos el “oficio eclesiástico” (obispo o abad del respectivo territorio) y la ordenación sagrada para obtener la potestas spiritualis propia de los clérigos. Esto es lo que se denomina “investidura laica del báculo y del anillo”. Y no puede sorprender entonces que el delito de simonía o la compra de “dignidades eclesiásticas” por sumas de dinero fuera una de las peores lacras del sistema.

Sin embargo, este sistema permitía al Emperador asegurarse la docilidad de sus feudatarios, aunque la potestas spiritualis eclesial quedara totalmente sometida a los manejos e intereses del poder civil: por esta vía, de hecho, alcanzaban la dignidad episcopal los hijos de los nobles, también sin vocación eclesiástica, guiados sólo por la codicia de los bienes que los oficios eclesiásticos otorgaban. La violación frecuente de la ley del celibato entre los clérigos —llamada entonces nicolaísmo, usando el nombre del Apocalipsis del apóstol Juan— era también otra lacra del sistema, a la vez que un notorio indicio de la corrupción moral de los clérigos de aquél tiempo.

Frente a esta relajación de costumbres y de la piedad, ampliamente generalizada en los ámbitos eclesiásticos y civiles, se alzaron hombres espirituales y entusiastas, reformadores decididos a restaurar la antigua libertas Ecclesiae frente a los abusos del poder civil. El más significado de todos ellos fue el monje Hildebrando, investido Papa con el nombre de Gregorio VII (1073-1085), quien da nombre también a ese amplio movimiento de renovación medieval, hoy conocido como “reforma gregoriana”.

Puede situarse el comienzo de esta “reforma” hacia mediados del siglo XI, su punto álgido en la lucha de los Romanos Pontífices contra la “investidura laica”, y su término final en el Concordato de Worms del año 1122, que formalmente cierra las tensiones entre Papa y Emperador. Sin duda, sus frutos eclosionan a lo largo del siglo XII. Y sin esta referencia resulta ininteligible la realidad política y espiritual de la Cristiandad medieval del siglo XIII: una estructura política plural y unitaria a la vez, gobernada por “dos espadas”, como el sol y la luna según la analogía de Bernardo de Claraval, que son la “autoridad espiritual” de los Papas y el “poder temporal” personificado en su vértice por la figura del Emperador.

El epicentro de la “crisis de las investiduras” tuvo por protagonista al Emperador Enrique IV (1056-1106), que comenzó a reinar en el año 1076. A pesar de las advertencias de Gregorio VII, pretendió otorgar la “investidura laica” del arzobispado de Colonia y, por este motivo y también por otras causas de índole moral, el Papa Hildebrando le amonestó con la advertencia de excomunión si desobedecía. La respuesta fue que el Emperador reunió a sus “obispos-vasallos” alemanes y les obligó a declarar la deposición del Papa. El Romano Pontífice contestó con la excomunión, cuyo efecto “político” inmediato era liberar a los súbditos del juramento de fidelidad al monarca. Los demás “príncipes” alemanes —es decir, los “príncipes electores”, los nobles que elegían la persona de su Emperador, quien después era nombrado (“instituido”) por el Papa— consideraron depuesto al Emperador mientras no le fuera levantada la excomunión. Un Enrique IV aparentemente arrepentido acudió a Canosa, ante el Papa, en demanda de perdón y recibió la absolución. A pesar de esta absolución, los príncipes alemanes nombraron nuevo Emperador a un miembro de la Casa de Suabia, pero tras su muerte la sucesión volvió a Enrique IV.

El Emperador Enrique V, hijo de Enrique IV, se cuenta entre aquellos que protestaron contra su padre cuando intentó mantener la investidura laica. Y sin embargo, al ocupar el trono, retomó la política abusiva de su predecesor. La posición inflexible de Gregorio VII fue mantenida por los Papas posteriores y tantos otros preclaros hombres de aquél tiempo. El conflicto no encontró una solución pacífica hasta el pontificado de Calixto II (1119-1124), en el Concordato de Worms: según este acuerdo, el Romano Pontífice se reservaba la libre elección y consagración de obispos y abades y la consagración de quienes fueran canónicamente elegidos para los oficios eclesiásticos, mientras que al Emperador se le reconocía el derecho a otorgar los feudos, aún sin mediar elección, para garantizar así los intereses del Reino.

Muerto Enrique V, los príncipes-electores designaron ahora como Emperador a otro miembro de la Casa de Sajonia. Pero en la oportunidad siguiente hubo cambio de Casa reinante, al elegir como Emperador a Conrado III (1138-1152), de la Casa de Suabia. En las luchas entre los pretendientes de las Casas de Sajonia y de Suabia está el origen de las facciones de Güelfos y Gibelinos: estos nombres son una deformación italiana de aquellos otros con que eran conocidas esas dos Casas de nobles en liza. De ordinario los Güelfos sostuvieron una política en favor del Papado, mientras que los Gibelinos velaron más por los intereses políticos del poder imperial. Luego, durante varios siglos, las luchas entre estos dos bandos desestabilizaron Alemania y, no pocas veces, fueron causa de las invasiones de Italia, que asolaron sus tierras y ciudades.

4. La península itálica.

Federico I apodado Barbarroja (1152-1190) fue quien mayor relación tuvo con la actividad pública de Santa Hildegarda. Había sido elegido Emperador por su parentesco con las Casas de Sajonia y de Suabia, a la búsqueda de una ansiada paz entre los nobles. Sin embargo, una vez investido del cargo por el Papa, el Barbarroja pretendió la sumisión de todos los poderes, por su condición de cabeza del Imperium, y ser considerado soberano de todas las tierras, incluidas las posesiones eclesiásticas. Con esta excusa invadió el Norte de Italia, buscando ser reconocido como “soberano temporal” de esos territorios, pero encontró resistencia en las ciudades italianas, que ya para entonces eran prósperas.

En esta ocasión venció Federico y arrasó Milán hasta los cimientos. Pero el nuevo Papa Alejandro III se opuso a sus abusivas pretensiones. Los antiguos conflictos resurgen de nuevo, cuando el Emperador nombra un antipapa, deponiendo a Alejandro. Pero ahora las ciudades italianas confederadas logran derrotar a Federico en la batalla de Legnano, y así éste hubo de someterse a la autoridad pontificia. Para expiar sus culpas y errores, el Barbarroja aceptó participar en la IIIª Cruzada. Y, en efecto, murió en ella, de camino, ahogado al intentar vadear un río, en el año 1190.

Estos hechos ilustran el tipo de tensiones que padecieron los territorios italianos, en especial durante estos siglos medios. Con la disolución del Imperio carolingio, la península itálica había quedado dividida entre los estados francolombardos del norte, los estados pontificios del centro, y los estados bizantinos del sur: esto es, Nápoles y Sicilia. Y esta distribución se mantuvo durante varios siglos. En cierto modo van unidas la historia de los “estados pontificios” y el devenir de la liga lombarda, que solía defender los “estados del Norte”. En cambio, los “estados del Sur” tienen una historia propia, de guerras y cambios políticos, más distanciada de los sucesos centroeuropeos. Por eso su devenir queda algo más alejado de la biografía de Santa Hildegarda.

5. Los territorios hispánicos.

Si ahora la mirada se centra en los territorios hispánicos, la primera observación es que no resulta fácil resumir en pocas líneas la panorámica política en esas tierras durante los siglos XI y XII. El ideal cristiano de la Reconquista del territorio a los musulmanes caracteriza ese período de la historia de sus Reinos cristianos, pero mezclado siempre con luchas fraticidas, rencillas y divisiones entre los reinos, e intereses partidistas, que no pocas veces primaron sobre el interés común de la lucha contra el Islam.

Hasta el año 1000 el moro Almanzor había impuesto su ley sobre los reinos cristianos. Tras su muerte, en el año 1002, se abre un periodo de anarquía que culminó en la división del poderío unificado musulmán en los llamados Reinos de Taifas: es decir, estados o dominios minúsculos, con sus propios señores al frente. Se llegó hasta el extremo de constituir 23 “reinos” distintos en el territorio hispánico musulmán.

Sin embargo, durante el último tercio del siglo XI, en el norte de África se constituyó un nuevo “imperio” islámico unificado, bajo el poder de los almorávides. A ellos acudieron los príncipes árabes de España para resistir el empuje de “reconquista” de los cristianos. Y así, en el año 1084, comenzó la invasión almorávide de la península ibérica. El rey Alfonso VI de León, que recién acababa de conquistar Toledo (1085), fue derrotado en la batalla de Sagrajas o Zalaca, en 1086. Y ya en el año 1089 los almorávides habían acabado con los “reinos de taifas”, incorporando esos territorios a sus dominios.

La pronta decadencia moral de la fuerza almorávide fue sustituida por el renovado poder de los almohades, que en el año 1112 se hacían con todo el norte de África y, pronto también, con toda la España musulmana. Después lucharon con suerte desigual contra los reyes cristianos, pero al fin derrotaron seriamente al rey Alfonso VIII de Castilla, en la batalla de Alarcos del año 1195. Esta victoria de los almohades significó el control sobre amplios territorios de la península, hasta el punto de amenazar la supervivencia de todos sus reinos cristianos. Sin embargo, la posterior batalla de las Navas de Tolosa y la consiguiente derrota de los musulmanes, en el año 1212, significó el principio del fin de la dominación árabe en España. Fue Alfonso VIII de Castilla quien afrontó también esa batalla, con la ayuda de sus tropas castellanas, pero ahora apoyadas por navarros y aragoneses. Así las Navas de Tolosa permitieron recuperar una cierta conciencia de unidad entre los Reinos cristianos hispánicos.

La historia de los Reinos cristianos, a la muerte de Almazor (1002), comenzó con signo opuesto al de los reinos musulmanes, cuando el rey de Navarra Sancho el Mayor (1000- 1035) concentró todos los territorios cristianos, incluido el Condado de Castilla. Sin embargo, la herencia de este Sancho llevó a una partición de los “estados” unificados, en una pluralidad de Reinos: Navarra para el hijo mayor García, Castilla para Fernando, Aragón para Ramiro, pero estos dos también con título de Rey.

El primer rey de Castilla Fernando I consiguió la unión de su Reino con el antiguo Reino de León en 1037. Pero tras su muerte, vino de nuevo la división: el primogénito Sancho recibía el reino de Castilla, su hijo Alfonso el Reino de León, su otro hijo García el Reino de Galicia, y a sus hijas Urraca y Elvira se les daban los Señoríos de Zamora y Toro. Pronto comenzaron guerras fraticidas, porque Sancho intentó arrebatar los Reinos de sus hermanos. Al final, tras el asesinato de Sancho por Bellido Dolfos (1072) en Zamora, Alfonso fue proclamado Rey de Castilla y de León. Y él mismo no tardó mucho en arrebatar el Reino de Galicia a su hermano García, restaurando la integridad de las posesiones de su progenitor.

A este Alfonso sirvió el legendario caballero Rodrigo Díaz de Vivar, apodado el Cid, cuya historia fue narrada en poemas y cantares de gestas. El Cid conquistó Valencia en el año 1093 y la ciudad permaneció en manos cristianas aún tres años después de su muerte, acaecida en 1099. Y este Alfonso es también el que fue derrotado en Sagrajas por las fuerzas almorávides. En 1126 le sucede su hijo Alfonso VII, quien de nuevo separa post mortem los Reinos de Castilla y de León y, además, durante su reinado consumó la independencia de Portugal (1139), entronizando como Rey a Alfonso I de Portugal. En 1169 le sucederá su nieto Alfonso VIII de Castilla, el monarca que sufrió la derrota de Alarcos (1195) y que también venció en la decisiva batalla de las Navas de Tolosa (1212).

La sucesión del Reino de Aragón registra análogos vaivenes a los de Castilla y León, pero en relación con el Reino de Navarra. Ramiro heredó Aragón en 1035 y, tras la muerte del Rey de Navarra en 1076, se unieron los Reinos de Navarra y de Aragón. Pero esta unión no se mantuvo, ya que el Reino de Aragón acabó mirando hacia Cataluña. Cuando el rey Alfonso I el Batallador (1104-1134) murió sin hijos, heredó el trono su hermano Ramiro apodado el Monje y éste casó a su hija con el Conde de Barcelona, Ramón Berenguer IV (1137-1162). En el hijo de ambos, Alfonso II de Aragón (1162-1196), se consumó la unión entre el Reino de Aragón y el Condado de Barcelona.

Navarra quedó entonces ya sin posibilidades de expansión de sus territorios y, por su cuenta, el Reino siguió con la sucesión de sus reyes naturales, la familia de los Sanchos: esta línea se extingue en el año 1237, con la muerte de Sancho VII el Fuerte, que fue uno de los Reyes vencedores en las Navas de Tolosa. Los demás Reinos cristianos continuaron con su rápida expansión hacia el sur, al menos durante casi todo el siglo XIII, y en especial por la acción guerrera de Fernando III de Castilla (1198-1252) y Jaime I de Aragón (1213-1276). Y, cuando parecía inminente el derrumbe de los árabes, las rencillas y desavenencias entre los reinos cristianos provocaron un parón en la acción de Reconquista, que ya no tendrá continuidad hasta finales del siglo XV, con los Reyes Católicos. Con todo, para entonces, la presencia musulmana había quedado reducida ya a sólo el Reino tributario de Granada.

6. La iglesia en Occidente durante el siglo XI.

El siglo XI es pródigo en acontecimientos que gradualmente fueron cambiando el panorama social, cultural y también político del Occidente cristiano. Por enumerar algunos sucesos: la consolidación del cisma de Oriente en 1054, la reforma gregoriana, la lucha de las investiduras, el inicio de las Cruzadas, la expansión de la reforma monástica de Cluny y del Císter, el desarrollo de una incipiente escolástica en las escuelas monacales, y también la difusión y expansión del arte románico, que alcanza su apogeo y transformación un siglo después. Y el siglo XII fue en efecto un tiempo de verdadero esplendor, de renovación, que sólo puede entenderse desde la reforma religiosa y cultural incoada en el siglo XI. Sin embargo, a mediados del siglo XI es cuando se consolida la ruptura de Oriente con Roma.

Desde dos siglos atrás —con el Patriarcado de Focio, años 860-870— se venían manifestando tensiones y distancias entre los “patriarcas” de Constantinopla (Oriente) y Roma (Occidente), que no pocas veces eran resultado de problemas políticos, jurisdiccionales, culturales o de interpretación litúrgica, más que auténticas divergencias insalvables. En su momento, las dos principales diferencias argüidas para la separación de Roma fueron la no aceptación del primado jurisdiccional del Papa romano y el hecho de que Occidente hubiera incluido la expresión Filioque en el Credo Niceno-constantinopolitano, cuando enuncia la procesión teológica del Espíritu Santo: qui ex Patre Filioque procedit, “que procede del Padre y del Hijo”. Y así, en el año 1054 el patriarca de Constantinopla, Miguel Cerulario, y el Papa de Roma, León IX, se excomulgaron mutuamente, tomando pie en aspectos equívocos sobre los dos temas, de tal modo que consumaron una ruptura larvada durante siglos.

En los siglos posteriores habrá dos intentos serios de restaurar la unidad: primero, durante el II Concilio de Lyon celebrado en 1274 y, segundo, durante el Concilio de Basilea-Ferrara-Florencia iniciado el año 1439, que no llegaron a cuajar. La excomunión contra Cerulario fue levantada por el papa Pablo VI en 1965, al término del Concilio Vaticano II, y otro tanto hizo el patriarca Atenágoras de Constantinopla, decidiendo ambos —mediante una declaración conjunta— “cancelar de la memoria de la Iglesia la sentencia de excomunión que había sido pronunciada”. Desde entonces, los esfuerzos ecuménicos para restablecer la unidad se han convertido en la tarea prioritaria de los actuales anhelos cristianos.

Es indudable que aquella ruptura histórica vino alentada por un paulatino deterioro de la moralidad eclesial. Con ocasión de la elección de León IX en el año 1049, por ejemplo, el obispo de Sengi, San Bruno, llegó a decir: “todo el mundo yace en la maldad, la santidad ha desaparecido, la justicia ha perecido y la verdad ha sido enterrada. Simón el Mago domina la Iglesia, cuyos obispos y sacerdotes están entregados a la lujuria y a la fornicación” (cf. Vita S. Leonis PP. IX en WATTERICH, Pont. Roman, Vitae, I.96). La investidura laica de obispos y abades había generalizado las prácticas de simonía y nicolaísmo, con la consiguiente debilitación de la fe y el quebrantamiento moral del pueblo cristiano. Para cambiar y remediar estos males brotaron entonces Papas y santos que incoaron una profunda renovación de la vida eclesial, y también social y política.

El Papa Nicolás II (1059-1061) fue quien arrebató al Emperador el derecho que tiempo atrás se había arrogado de designar los Pontífices romanos y estableció que fuera elegido por el colegio romano de cardenales. En el sínodo romano de 1059, en el que tomaron parte 113 obispos, promulgó el decreto de elección pontificia que reservaba a los cardenales de la diócesis de Roma tal elección. La intervención del clero y pueblo romanos y los abusos del Emperador quedaban ahora reducidos a la simple aclamación del Papa elegido por cardenales. Hubo también una decisión directa contra la simonía, formulada en estos términos: Ningún clérigo sacerdote puede recibir de ningún modo una iglesia de manos de los laicos, ni gratuitamente, ni habiendo pagado. Es la muestra de una decidida voluntad de acabar con las lacras de la época.

Pero la figura de San Gregorio VII (1073-1085) —canonizado el año 1725— emerge aquí con una centralidad indiscutible e indiscutida. En 1075 publicó su Dictatus Papae, los “dictados” del Papa, que es un conjunto de veintisiete axiomas para acabar con la investidura laica. Después, las colecciones canónicas pregregorianas o de la reforma gregoriana abundarán en textos contra tales prácticas.

En este siglo se organizó también la primera de las ocho Cruzadas que se sucedieron hasta finales del siglo XIII. Fue convocada por el Papa Urbano II (1088-1099), en el concilio de Clermont de 1095, y su resultado más tangible fue la conquista de Jerusalén. Este santo Pontífice renovó también los decretos contra la simonía, el concubinato de los clérigos, la investidura laica, y prohibió a los eclesiásticos prestar juramento de fidelidad a los laicos.

Con todo, fue el auge de los monasterios benedictinos uno de los agentes más eficaces para la promoción de los cambios, ahora agrupados por obediencias de un modo nuevo, en forma de “orden”. El monasterio de Cluny (Francia), fundado a comienzos del siglo IX, se basaba en la estricta observancia de la Regla de San Benito y el impulso decidido de sus priores y abades para restaurar su primitivo rigor provocó la pronta expansión y crecimiento de sus obediencias. La expansión por Europa es tal que en el siglo XII contará con más de 2.000 monasterios y 10.000 monjes. No pocos de los Papas y abades reformadores de esta época, comenzando por el Hildebrando Gregorio VII, provenían de esta observancia monástica.

Pero de Cluny brota también otra reforma: la de Cister (Francia), iniciada en 1098 con la fundación ahí de un monasterio cluniacense. La obediencia propia del Cister conocerá un extraordinario incremento, en detrimento de Cluny, cuando el joven noble Bernardo de Clavaral ingresa en ese monasterio con treinta compañeros más, todos ellos caballeros nobles de Borgoña. Pero, en general, tanto el espíritu de Cluny como el de Cister sustentaron el renacer espiritual del siglo XII.

7. La iglesia en Occidente durante el siglo XII.

El siglo XII es el tiempo de la biografía de Santa Hildegarda (1098-1179) y es también el tiempo de una plena renovación de la vida cultural y espiritual del Occidente cristiano, que llega a un culmen de extraordinario esplendor a lo largo de todo el siglo XIII. Existe en efecto una íntima continuidad de temas y problemas entre los siglos XI y XII, señalando una dirección de creatividad institucional, perfeccionamiento social y moral, y florecimiento de la cultura y de la espiritualidad. La prueba más elocuente es la creación de la institución universitaria: la universitas studiorum. Estas “universidades” comienzan a formarse cuando las escuelas monacales se van haciendo episcopales y, más pronto o más tarde, los Papas y Emperadores apoyan esas iniciativas de estudio: la pionera Constitución Habita del Emperador Federico II, con medidas protectoras para quienes marchan al Studium de Bolonia, es del año 1148.

A comienzos del siglo XII se reanuda además la interrumpida tradición de celebrar Concilios ecuménicos, después de los primeros ocho grandes sínodos, que se reunieron todos en Oriente durante los nueve primeros siglos. Tras la firma del Concordato de Worms, fue Calixto II quien convocó el I Concilio de Letrán (año 1123), renovando ahí la condena de la simonía y el nicolaísmo. No mucho después, el II Concilio de Letrán (año 1139) declaró inválido —no sólo ilícito, como era hasta entonces— el matrimonio contraído por clérigos y por monjes. Y el III Concilio de Letrán (año 1179) selló la paz definitiva entre el Papado y el Imperio, entonces entre Alejandro III y Federico I Barbarroja, al tiempo que decretaba la excomunión de los cátaros y pronunciaba el anatema contra quienes les dieran su apoyo. Hacia el final del siglo, el conde Lothario de Segni, elegido Papa con 33 años como Inocencio III (1198-1216), consigue que el Pontífice romano se convierta en el árbitro moral de los conflictos políticos de Europa. Este siglo fue también la etapa de esplendor del Cister y los años en que se gestan las órdenes religiosas que crecerán después con sus grandes santos: carmelitas, agustinos, franciscanos, dominicos, ya que en este tiempo Europa sufrió el azote de la herejía albigense. Tuvo lugar además la segunda y tercera Cruzadas, nacieron las Ordenes Militares, y comenzó a desarrollarse el arte gótico en las catedrales del norte de Francia.

La herejía albigense de los cátaros, originada en el sur de Francia, tuvo su apogeo entre los siglos XII y XIII. Y, en efecto, fue una discusión en toda regla de la fe cristiana tradicional: rechazaba la divinidad de Cristo, también la virginidad de María, la jerarquía eclesiástica, y atacaba casi todos los sacramentos: bautismo, eucaristía, matrimonio. Basada en el antiguo maniqueísmo y dualismo de origen persa, se oponía a la propiedad privada y proclamaba la existencia de dos principios equivalentes y opuestos entre sí, la luz y las tinieblas, de manera que Dios y Satán eran “divinidades” de igual rango. Y la metempsícosis o reencarnación de las almas era otro de sus postulados. Sus partidarios fueron censurados ya en el sínodo de Orleáns del año 1022 y en muchos otros sínodos posteriores, como el Concilio de Reims de 1148 y de Tours de 1163.

San Bernardo de Claraval y Santa Hildegarda fueron muy beligerantes contra esta herejía. El III Concilio de Letrán elaboró además una profesión de fe dirigida contra ellos, aunque la declaración formal de herejía se retrasó hasta el año 1187. Desde entonces, se inició una decidida acción pastoral para erradicar la herejía, sobre todo mediante la predicación: la Orden de Predicadores, los dominicos, surge precisamente para combatirla y, según una aceptada tradición, la Virgen reveló a Santo Domingo de Guzmán (1170-1221) que usara la devoción del Rosario como medio eficaz para acabar con ella y convertir a los pecadores. Estas acciones pastorales no excluyeron que se emprendiera también una cruzada específica (año 1208) y se organizaran unos tribunales —la Inquisición canónica, distinta de la civil— para su detección y aislamiento en la Cristiandad.

Bernardo de Clavaral es sin duda la gran figura señera de este siglo: su influencia fue tal que destacó no solo como pilar de la Iglesia (por sus escritos, doctrina y santidad de vida), sino influyendo también en la política, pues fue escuchado por Emperadores y Reyes al igual que por Papas y Obispos. Bernardo es como un “Padre de la Iglesia”, pero fuera del tiempo. Fue un gran devoto de la Virgen María: la consideró medianera de todas las gracias y poderosa intercesora ante su Hijo. De su piedad personal vienen las últimas palabras de la Salve Regina “Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen María” o la muy difundida oración del “Acordaos”, entre otras devociones. En general, durante el siglo XII, la vida religiosa continuó siendo monacal, de raíz benedictina, ya que el declinar de la obediencia de Cluny fue sustituido por el auge del Cister: en vida de Bernardo se fundaron 68 abadías y, ya durante el siglo posterior, el Cister llegó a gobernar sobre 650 abadías de Europa, con más de 20.000 monjes. Pero brotaron también nuevas reformas o fundaciones como los Cartujos de San Bruno, en el año 1100, o los Premostratenses de San Norberto.

Tanta riqueza espiritual tendrá su eclosión durante los primeros años del siglo XIII, con el nacimiento de las grandes Ordenes religiosas: primero la Orden del Carmelo aprobada en 1209, a partir de un grupo de ermitaños retirados al Monte Carmelo para dedicarse a la vida contemplativa, y poco después la Orden de los Mercedarios, fundada por San Pedro Nolasco en Barcelona (en el año 1218) para socorrer a los cautivos entre infieles. Sin embargo, la auténtica “revolución religiosa” vino de los frailes predicadores y mendicantes, ya que éstos cambiaron el monasterio por la ciudad adaptándose así a las necesidades de su tiempo: la Orden de Predicadores fue fundada en 1216 por Santo Domingo de Guzmán (1170-1221) y la Orden Franciscana en 1221 por Francisco de Asís (1181-1226). Y, siguiendo este nuevo régimen canónico, en 1256 se creará también la Orden de San Agustín, refundiendo a otros grupos menores de idéntica espiritualidad.

San Bernardo de Claraval fue también el promotor de la IIª Cruzada (1147-1148), como respuesta a los ataques que padecían los Reinos cristianos. Dos reyes dirigieron la empresa bélica: Luís VII de Francia, acompañado de su entonces esposa Leonor de Aquitania, y el Emperador alemán Conrado III. Pero los desacuerdos entre franceses y alemanes fueron constantes y así, a la semana de sitiar Damasco, se disolvieron los ejércitos, volviendo cada quien a sus respectivos países. No mucho después Saladino (Salah ad-Din) subió al poder en Egipto y, en el año 1187, consiguió vencer a los cristianos de la Ciudad Santa y acabar con el Reino cristiano de Jerusalén.

La caída de Jerusalén supuso una auténtica conmoción en el mundo cristiano. Para su reconquista se organizó la IIIª Cruzada (1189-1192): en ella participaron el Emperador Federico I Barbarroja, el Rey de Francia Felipe II, y el Rey de Inglaterra Ricardo Corazón de León. Pero el Emperador murió en el trayecto. En 1191 Felipe II logra conquistar la ciudad de Acre y después regresó enfermo a su Reino. En 1192 el Rey Ricardo se encontraba casi a las puertas de Jerusalén, pero recibió noticias de los problemas que su hermano Juan Sin Tierra causaba en el Reino y de que Felipe II amenazaba sus posesiones en Francia. Decidió entonces volver a sus tierras y firmar una tregua con Saladino: en ella se estipuló que los cristianos conservarían la franja costera que iba desde Tiro hasta Jaffa, se permitía la libre entrada de peregrinos cristianos desarmados en Jerusalén, y a los musulmanes se les permitía el acceso a las mezquitas de La Meca por territorios cristianos. Regresado a Europa, Ricardo muere en 1199. Con todo, la soberanía cristiana sobre la ciudad de San Juan de Acre y sus alrededores se mantuvo hasta el año 1291.

Pero el renacer espiritual de este siglo se advierte de modo muy singular mirando una de las instituciones más específicas de la época: las Órdenes militares. Brotaron de una fusión entre los ideales del monacato y la profesión de las armas ante la necesidad de proteger a los peregrinos que visitaban los Santos Lugares: por tanto, fueron “monjes- guerreros”, atados por los tres votos monásticos de pobreza, castidad y obediencia. El ideal de la “caballería medieval” integra ambas notas. La primera de las “Ordenes Militares” de Tierra Santa fue la Orden del Santo Sepulcro de Jerusalén, creada por Godofredo de Bouillón, recién conquistada la ciudad de Jerusalén en1099, con la específica misión de custodiar el Santo Sepulcro y atender el servicio religioso de la iglesia allí edificada.

En el año 1104 se creó la Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén, dedicada a la atención hospitalaria de los peregrinos en Tierra Santa, pero desde el año 1136 asumió también la defensa militar de los enfermos y peregrinos y de los territorios, transformándose así en “Orden Militar”. Del año 1118 data la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo, posteriormente conocidos como Caballeros Templarios, porque fue fundada por quienes se instalaron en el antiguo templo de Salomón. Y en el año 1142 se funda la Orden de los Caballeros de San Lázaro, que a sus obligaciones militares unían el cuidado de los leprosos: muchos de sus miembros eran Caballeros que habían padecido esa enfermedad, pero la Orden desaparece tras la batalla de Gazza, en 1244, donde todos sus miembros fueron exterminados.

Este espíritu de la Ordenes Militares prendió también en la península ibérica, cuyos Reinos cristianos estaban empeñados desde hacía siglos en las luchas contra el Islam. Del siglo XII data la creación de la Orden de Santiago y la Orden de Alcántara en el Reino de León, la Orden de Calatrava en Castilla, y la Orden de San Benito Avis en el Reino de Portugal.

Durante estos siglos los monasterios trasmitieron hasta nosotros la cultura de la antigüedad clásica. Si hoy conocemos las obras de Platón, Aristóteles y otros muchos filósofos y escritores es por la labor nunca suficientemente reconocida de los monjes que se dedicaron a copiar, traducir y extraer enseñanzas de sus obras. Ningún área del conocimiento quedó fuera de su actividad: traducciones, retórica, gramática, botánica, medicina, aritmética, geometría, arquitectura, astronomía, música, agricultura, teología...

Este periodo de la historia europea ha sido calificado de auténtico renacimiento1. Baste pensar que fueron los hombres y mujeres de aquellos siglos quienes levantaron las monumentales catedrales de Europa, crearon las Universidades, y concibieron los métodos científicos que fundamentan nuestra civilización.

 

MANUSCRITOS Y EDICIONES DE ESTA OBRA1

Liber Divinorum Operum (1163-1173/1174) Manuscritos:

- Gante , Biblioteca de la Universidad, Cod. 241, entre 1170-1171.

- Wiesbaden, Biblioteca de Hesse , Hs 2 (llamado Riesenkodex-el codice gigantesco), de la década de1180.

- Troyes, Biblioteca Municipal, Ms 683, del siglo XII;

- Manuscrito Ilustrado de Lucca, Biblioteca Estatal, Cod. lat. 1942, de principios del siglo XIII

Edición Príncipe:

In Stephani Baluzii Tutelensis Miscellanea novo ordine digesta et non paucis ineditis monumentis opportunisque animadversionibus aucta, opera et studio, 4 volumenes, editado por Joannis Dominici Mansi (Lucca, 1761-1764) T. II.

Edición de Referencia:

In Sanctae Hildegardis abbatissae, Opera Omnia, volumen 197 de la Patrologia Latina, editado por Jacques-Paul Migne (Paris: Migne, 1855), cols. 739-1038;

Otras ediciones:

- Hildegardis: Liber Divinorum Operum. Derolez, Albert y Dronke, Peter, eds. Corpus Christianorum, Continuatio Mediaevalis. Turnhout: Brepols, 1996. En latín.

- Hildegard von Bingen: Welt und Mensch. Das Buch "De operatione Dei". Schipperges, Heinrich, ed. Salzburg: Otto Müller Verlag, 1965. 360 pp. Sobre el Manuscrito de Gante con ilustracciones del manuscrito de Lucca. En alemán.

- Hildegard von Bingen. Das Buch vom Wirken Gottes. Liber divinorum operum. Mechthild Heieck. Augsburg: Pattloch 1998. 464 S. En alemán.

- Hildegard of Bingen's Book of Divine Works with Letters and Songs (Santa Fe: Bear, 1987). Por Matthew Fox. En Ingles.

- Hildegarde de Bingen. Le Livre des oeuvres divines (Visions). Présenté et traduit par Bernard Gorceix. Paris: Albin Michel 1989. En Francés.

- Hildegarda de Bingen: Llibre de les obres divines, col. "Clàssics del Cristianisme", núm.65, Barcelona, Proa, 1997. En catalán.

- Ildegarda di Bingen, Il libro delle opere divine, a c. di Marta Cristiani e Michela Pereira, con introducción de Marta Cristiani. Traducción de Michela Pereira. Milano: Arnoldo Mondadori Editore 2003. En Latín e Italiano.

- Libro de las Obras Divinas. Traducción de María Isabel Flisfisch. Año 2009. Editorial Herder, Barcelona.

Para la siguiente traducción, hemos seguido la edición de la Patrología Latina. Las ilustraciones corresponden al Manuscrito de Lucca.

Nota: J. D. Mansi (siglo XVII) alude a una edición de esta obra realizada por Jacobo Fabro en París, en 1513 (PL. 0739)

TRADUCCIÓN PARTICULAR DE ALGUNAS PALABRAS Y ACLARACIONES

Se relacionan a continuación las palabras cuya traducción hay que comentar para aclarar términos y evitar equívocos.

Aether que significa cielo, atmosfera, eter, aire, así como el tercer círculo de éter puro (circulo puri aetheris) lo hemos traducido por éter.

Beatitudine, beatus, estas palabras designan el latín conceptos que tienen varios significados en español, y ninguna traducción clara. La traducción más directa, Beato, no significa lo mismo en español ni encontramos una palabra que pueda referirse a todos sus significados. El diccionario latino la traduce como: feliz, dichoso, bienaventurado, santo. Hemos empleado todas esas acepciones en función del contexto y cuando una de estas palabras creíamos que no expresaba correctamente la idea de la frase, hemos dejado beato, en la seguridad de que el lector sabrá captar el sentido de la frase.

Candida. Alude en muchas ocasiones a estrellas, nubes e imagen con vestido “candido”, (stella candida) en todos los casos lo hemos traducido por blanco. “Candida”, en latín es blanco, pero también brillante, deslumbrador, puro, inmaculado, con candor, a todos esos sentidos queremos referirnos con la palabra blanco aplicada al vestido, nube y estrella. Este color blanco solo se emplea en este sentido, referido a lo anteriormente mencionado.

Charitas, la hemos traducido por caridad o amor, indistintamente en función del contexto y para evitar reiteraciones en una misma frase. No creemos que de lugar a equívocos con otra similar.

Circulo aer tenuis: El 5º círculo, “aer tenuis”, lo hemos traducido por aire tenue, aunque no exprese en español completamente su significado, sería tenue, ligero.

Circulo aquosi: El 4º circulo, “circulo aquosi”, lo hemos traducido por círculo humedo, podríamos haber puesto círculo acuoso, pero hemos preferimos “húmedo” porque “acuoso” complicaba la traducción de algunas frases concretas.

Collateral: Utilizamos, viento colateral, en vez de viento asociado, que quizás fuera más adecuado, por semejanza fonética y por ser un término no del todo preciso.

Densitas, es densidad, consistencia, espesura (de espeso), opacidad (de masa densa). Lo hemos traducido por densidad. Ver Spissitudo.

Fidelis hominis , usamos tanto fiel como hombre de fe y creyente.

Humor, umor, es humor, líquido del cuerpo, secreciones endócrinas y también humedad. Lo hemos traducido por humores cuando se refería al cuerpo, por humedad en los demás casos.

Livor. En latín, livor es lividez, moratón o contusion en el cuerpo, también, envidia. Pero sin embargo, livor es un termino habitual e intraducible en las obras de medicina de Hildegarda, que lo usa para referirse a algún tipo de porquería o producto enfermizo; se puede asimilar a mucosidad (cieno, linfa, pus, etc.): “y una mucosidad muy mala (pesimum livor) algo así como el agua estancada que inunda y desborda la orilla con légamo putrefacto…” (del libro Causae et Curae). Hemos, pues, utilizado el término “mucosidad” expresando todos estos sentidos.

Lumbus, literalmente es lomos, parte trasera baja de la espalda, riñonada. Hemos utilizado lomos, y aunque no es una buena opción, no hemos encontrado otra mejor.

Pinguedo, es grosura, gordura, fecundo, fértil, abundante, profundo, espeso, tosco, grosero, fuerza, apacible, etc., lo cual nos permite poner el termino que consideremos más adecuado (y equivocarnos). Referido a la calidad de la tierra, hemos empleado a mayoría de las veces el adjetivo de tierra fuerte, en el sentido de con cuerpo, rica, fertil, desconocemos otro termino particular mas preciso. Así: “… la fuerza de la tierra que, si es equilibrada, produce frutos abundantes, pero si no lo es produce frutos inútiles” o “una tierra moderadamente fuerte produce la fertilidad de los frutos, mientras que si es fuerte en exceso produce a veces frutos inútiles, aunque muy abundantes”. Pinguedo dio en español pingüe que significa algo que da mucho con poco esfuerzo.

Planeta, la traducción directa es planeta, tambien astro errante, incluso estrella. Lo hemos traducido por astro, creemos que se acomoda mejor a lo que SH quiere expresar. Stellis es claramente estrella.

Rationalitatis, la hemos traducido con los términos: razón, racionalidad, capacidad de razonar.

Salus, salutis, salvación y salud, significa ambas cosas, y ambas hemos empleado.

Scapulis: escápula, hombro. En general lo traducimos como hombro. Lo hemos traducido por clavícula cuando en la frase también cita al hombro (umero, humero), (del hombro a la clavícula...)

Spissitudo, es espesor, en sentido de grosor y tambien de espeso, densidad, condensacion. Lo hemos traducido por espesor. Ver Densitas

Spuma, espuma, en latín significa tambien escoria o basura. Hemos empleado una u otra en función de la frase.

Verbum, por Verbo o Palabra, indistintamente.

Verecundia, usamos vergüenza, quizás fuera mejor pudor.

Viridite, palabra típica de SH, se puede traducir como “energía verde,” es un concepto clave de la filosofía de Hildegarda. Ella la utilizó para referirse a la fuerza vital inherente a toda la creación, el espíritu por el cual todas las cosas crecen, llegan a ser fructuosas, y obtienen la fuente de la energía de su vida. La hemos traducido por: Fuerza vital, verdor, lozanía, fecundidad, en función del contexto.

Utilizamos, este, levante u oriente, se forma indistinta. Idem, occidente, poniente, oeste.

Idem, austral, meridional, sur. Idem, norte, septentrional.

Con la traducción de las citas bíblicas hemos hecho, en muchos casos, una composición entre la literalidad del texto de Hildegarda y las traducciones modernas que estamos habituados a leer. Se ha respetado el texto original cuando los comentarios posteriores se realizan en base a las palabras exactas utilizadas por SH, sin las cuales el comentario carecería de sentido.

Como el lector podrá comprobar, SH usa muchas comparaciones para expresarse. Utiliza muchísimas veces “sicut” que hemos traducido con expresiones del tipo “algo como” “lo mismo que” “parece como si” o “igual que”, lo cual da idea de la complejidad de las imágenes que ve y que intenta explicar y tambien quizás de la dificultad de SH para describir las mismas con precisión. El empleo de determinadas comparaciones complica la traducción, por lo que somos conscientes que pudiera haber otras formas más exactas de traducir este texto, y que quizás, por falta de conocimiento del latín o pobreza de expresión no hayamos sabido dar el sentido exacto.

Si en alguna frase se ha deslizado alguna incorrección o algo que suena mal, seguro que se debe a la impericia del traductor más que a defectos en el texto original de SH.

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