A, B, C, «Diario de México»
(1805-1812): un acercamiento
Esther Martínez Luna
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Mi interés por
el estudio de la prensa del siglo XIX me llevó a realizar hace ya varios años
el índice onomástico de la primera época del Diario de México (1805-1812).
Desde entonces, no he dejado de frecuentar las páginas de la primera
publicación periódica editada al margen de los intereses y de los
requerimientos gubernamentales de las autoridades de la Nueva España, sea para
documentar la obra de fray Manuel Martínez de Navarrete, sea para estudiar los
trabajos de quienes se incorporaron en la Arcadia de México, sea para seguir
atentamente las discusiones de la primera clase letrada que se haya articulado
alguna vez en la historia de nuestro territorio. Afortunadamente, una tarea tan
ardua, dilatada y minuciosa me brindó como recompensa la oportunidad de conocer
el mundo literario, cultural, político y social de los primeros lustros del
siglo XIX, antes de que José Joaquín Fernández de Lizardi se hubiera destacado
como la figura literaria, periodística y política que todos conocemos, y mucho
antes, claro está, que el primer romanticismo mexicano diera sus primeros
pasos. Gracias a la frecuentación constante de las páginas de nuestro primer
cotidiano he podido ir configurando los hábitos intelectuales y las prácticas
de sociabilidad de una comunidad letrada cuya existencia nos conduce suave,
coherente y lógicamente del notable prestigio del neoclasicismo español,
vigente durante los últimos lustros del virreinato, a los primeros vagidos del
romanticismo popular y nacionalista. Del mismo modo, he advertido cómo la
prensa ilustrada española representó una gran influencia en la conformación
del Diario de México, aunque, claro está, nuestro cotidiano nació
vigoroso y con los rasgos específicos que le imprimieron los criollos
ilustrados.
El Diario
de México fue un espacio colectivo que permitió expresarse a los
letrados al margen de las instituciones virreinales, dando origen a una
asamblea pública de carácter virtual en cuyo territorio simbólico se
discutieron los más diversos temas y problemas que afectaban a la sociedad. En
este sentido, las páginas del Diario de México se erigieron
en una verdadera asamblea de sujetos educados suficientemente de acuerdo con
las orientaciones pedagógicas dominantes de su tiempo que comparecían en el
espacio público administrado por los editores del Diario para
deliberar sobre los asuntos que interesaban a la comunidad. La participación
activa y constante de los letrados novohispanos favoreció el surgimiento de una
voz colectiva y plural que enriqueció las propuestas para solucionar los males
sociales e ir configurando el camino hacia una nueva sociedad. Si bien es
cierto que en las páginas del Diario de México no se
promulgó la Independencia de México, también lo es que en sus entregas
cotidianas se construyó poco a poco el ideal de una asamblea de ciudadanos
libres, orientados por la razón y el conocimiento al gobierno de sus propios
intereses.
Por
consecuencia, nuestro cotidiano modificó las «prácticas periodísticas» de
aquellos años al ser la empresa de un grupo de hombres y no la de un solo
individuo a la usanza dieciochesca, y al entender la publicación del periódico
como un negocio que redituara beneficios pecuniarios para sus editores. No
pocos rasgos de la modernidad periodística se ensayaron por primera vez entre
nosotros gracias a la publicación a la cual se encuentra consagrado este
librito.
Este a, b, c
del Diario de México tiene como propósito servir de
acercamiento inicial pero suficiente al documento periódico que en más de un
sentido es la puerta de entrada a la historia de la cultura literaria de los
mexicanos. Sin embargo, en esta primera lección impartida a los no iniciados,
en asuntos que a mí me han interesado por tanto tiempo, no he querido ahorrarme
el beneficio de algunas conclusiones y algunas líneas de trabajo que incluso
actualmente no son del todo moneda de curso forzoso en los intercambios
intelectuales de mis colegas. Así, recupero en este volumen algunos trabajos
anteriores dados a conocer en órganos especializados de no muy fácil acceso, no
sin antes haberlos sometido a una revisión escrupulosa y, en no pocas
ocasiones, matices y rectificaciones. También he incorporado en este a, b, c
toda la información que he sido capaz de allegarme en abono de ideas más firmes
y datos más precisos.
El Diario de México: incipit de la
prensa independiente
Hacia fines del
siglo XVIII un importante desarrollo económico y cultural iba constituyendo a
la Nueva España en una verdadera nación, y su gente más instruida empezaba a
tomar conciencia de ello. La subsistencia de una honda herencia prehispánica,
la forja de una descollante cultura novohispana y la riqueza que a ojos vista
surgía de ella, empezaban a cristalizar en un orgulloso sentimiento de
diferencia.
Las tres cuartas
partes de la riqueza que España obtenía de sus colonias en América procedían de
México. Ninguna otra colonia americana había dado a la cultura hispánica
figuras de la talla de Juan Ruiz de Alarcón y sor Juana Inés de la Cruz. Los
jesuitas mexicanos, expulsados por la Corona en 1767, con Francisco Xavier
Clavijero a la cabeza, pusieron de relieve en Europa lo excepcional del
pensamiento y de la historia antigua de México, y los estudiosos que llenaron
los huecos dejados por los jesuitas en las universidades y colegios
novohispanos (Juan Benito Díaz de Gamarra, José Antonio de Alzate, José Ignacio
Bartolache, los fundadores del Colegio de Minería, del Jardín Botánico, es
decir, los ilustrados católicos) fundaron una reflexión moderna, abierta
moderadamente a la ciencia de su época.
Cuando Alexander
von Humboldt llegó a la Nueva España, encontró sabios con quienes debatir las
cuestiones candentes que planteaba la entrada en el nuevo siglo. Vio en México
una capital moderna, rica, hermosa (la ciudad de los palacios), y reconoció la
insalvable contradicción social que se daba entre los numerosos criollos ricos
y cultos, pero postergados, y los pocos pero arrogantes y poderosos
peninsulares.
En Europa
Napoleón extendía las ideas de la Revolución francesa que, al llegar a América,
moderadas a través de la ablandada Ilustración española, se entrecruzaron con
las modernas ideas locales. Una tradición barroca autóctona daba sello peculiar
a la naciente cultura mexicana. El neoclasicismo mexicano surgió, siguiendo en
parte el ejemplo del español, también como un proceso de racionalización de
todo ese pasado y como aspiración de modernidad.
Hizo falta una
coyuntura histórica propicia, un punto de crisis en la metrópoli, para que el
desarrollo de la Nueva España se manifestara con una cualidad nueva.
En aquellos
años inciertos, en los que nadie hubiera podido sospechar que se estaba a tan
sólo un lustro del acontecimiento fundador de una nueva nación, surge el Diario
de México.
El Diario
de México (1805-1817) tiene una significación excepcional en la
historia cultural y social de México por un grupo de hechos que lo marcaron:
fue el primer periódico diario publicado en nuestro país; el momento de su
aparición (1805), en la víspera de la guerra de Independencia, le da un
carácter peculiar y revelador; fue, asimismo, el primero en ocuparse de manera
sistemática y dar amplia cabida a la poesía neoclásica mexicana, así como a la
discusión de temas literarios, además de los sociales, históricos, científicos
y políticos. Estas circunstancias, junto con el hecho de haber incorporado,
asimilado y transformado varias ideas estéticas y políticas tanto externas como
locales, sitúan al Diario en una muy singular coyuntura
temporal de transición. Además, en cuanto a nuestra literatura, el Diario fue
decisivo, al servir de palestra y ayudar a aglutinar a la Arcadia de México,
donde confluyó el primer grupo de poetas neoclásicos mexicanos.
El Diario
de México tuvo una vida de poco más de once años: del 1 de octubre de
1805 al 4 de enero de 1817, dividida, fundamentalmente, en dos épocas por su
evidente intención editorial1. La primera abarcó desde su inicio hasta el 14 de
diciembre de 1812. Ruth Wold, en su amplio estudio sobre el cotidiano, refiere
que, recién suspendida en la Nueva España la libertad de imprenta proclamada
poco antes por las cortes de Cádiz, el Diario interrumpió su
aparición por vez primera, del 5 al 9 de diciembre de 1812. Reapareció el 10 de
ese mes, para anunciar el día 20 que «el Diario anterior
había dejado de existir, pero que continuaría publicándose con nuevos editores»2.
Los estudiosos del Diario coinciden en que fue durante la
primera época cuando éste dio mayor espacio y relevancia a los contenidos
literarios y culturales; sin embargo, a la poesía con frecuencia se le brindó
un lugar especial, incluso durante la segunda época. Esta última época ha sido
menos estudiada desde la perspectiva literaria, mientras que en otros ámbitos
del conocimiento ya empiezan a surgir algunos trabajos.
Recordemos que
en la primera época se gesta la explosión social que representó la guerra de
Independencia y, por tanto, cobra especial relieve el papel que el Diario desempeñó
(no obstante las limitaciones que le impuso la censura virreinal) como amplio
difusor de una temprana cultura liberal e ilustrada y de una exaltada identidad
mexicana; además la libertad de imprenta no había sido declarada y existían
escasos periódicos que pudieran competir con el cotidiano en ese momento
crucial de nuestra historia.
Rumbo
a la independencia impresa
A principios de
1805, la única publicación periódica de interés que existía en la Nueva España
para cubrir las necesidades generales de información era la Gazeta de
México, órgano oficial del gobierno, editada por Manuel Antonio de Valdés
desde 1784 y dirigida por Juan López Cancelada. Junto a ésta, circulaban
novenas, romances de ciegos, papeles volantes, folletos religiosos y
devocionarios. La aparición de la Gazeta era bastante
irregular, quizá llegaban a publicarse, en forma constante, unos veinticuatro
números al año.
La Gazeta tenía como función publicar las noticias
económicas, políticas y de interés social que al gobierno virreinal le
interesaba difundir, ya fueran generadas localmente o traídas por barco desde
España. Existía también el Asiento Mexicano de Noticias Importantes al
Público, fundado en 1803 por el licenciado Juan Nazario Peimbert que, de
irregular publicación, contenía noticias muy generales, primordialmente
anuncios e información sobre compra y venta de bienes diversos, oferta y
solicitud de servicios, objetos perdidos y encontrados; es decir, ningún medio
de comunicación en el que se pudiera expresar una nota disidente respecto de la
Corona, algún comentario en contra de los problemas que aquejaban a la
sociedad, o simple y llanamente opiniones personales sobre cualquier situación.
Toda la información estaba controlada. Por ello, la aparición del Diario resultó
un hecho innovador en todos los niveles, porque se abría un canal de expresión
independiente del gobierno virreinal y los hombres comenzaban a tener opinión y
a ser vistos como ciudadanos. Roberto Castelán lo ha expresado con acierto:
Esta nueva forma de periodismo se
proponía contribuir, en cierta medida, a la conformación del individuo
responsable con su entorno social. Por primera vez en México aparecía un
periódico dirigido al individuo, que lo invitaba a manifestar su propia
opinión, organizada y expresada fuera de los canales habituales establecidos
por el reino3. |
En consecuencia, la
publicación del Diario de México contribuyó a modificar la
circulación de ciertas ideas convencionales que se venían difundiendo sin
cuestionarse. Fue así que los hombres ilustrados comenzaron a participar en la
discusión de diversos temas que importaban a los miembros de la sociedad
novohispana, como «el orden público», «el bien de la sociedad», «las
enfermedades sociales», dando «soluciones» y «remedios» para mejorar, surgidos
de la propia sociedad novohispana.
En España
circulaba desde 1754 el Diario de Madrid. Los periódicos diarios
eran ya un medio popular, difundido con gran auge en la segunda mitad del siglo
XVIII en las principales capitales europeas, como por ejemplo, en Londres,
el Daily Courant (1702), y en
Francia, Le Journal de Paris (1777). En los Estados Unidos el primer diario
había aparecido en 1783. En Perú se publicaba el Diario de Lima (1790).
México, capital de la Nueva España, la ciudad más importante de la América
hispana, no contaba con un medio de comunicación a la altura de su relevancia
socioeconómica, cultural y política.
Fue así como el
dominicano Jacobo de Villaurrutia (1757-1833) y el licenciado mexicano Carlos
María de Bustamante (1774-1848), decidieron crear en México un diario que
«contuviera artículos sobre literatura, arte y ciencia, parecido al Diario
de Madrid»4. Fueron apoyados por don Nicolás de Galera y Taranco,
quien, siendo tío político de Villaurrutia, actuó como el inversionista del
proyecto, y a quien debería incluírsele en la nómina de los fundadores.
El Diario
de México en su editorial inicial, que sirvió de presentación, los
editores hablaban de su intención de darle un carácter popular, y de que para
la elección de sus contenidos no se intentaría diferenciar a los lectores por
niveles ni clases sociales, ni por letrados o iletrados, padres de familia o
simples hombres, la idea era llegar a un amplio sector de la sociedad
novohispana. Para obtener la licencia de publicación fue necesario elaborar y
someter a la autorización del gobierno virreinal un prospecto titulado Idea
del Diario Económico de Méjico, presentado en septiembre de 1805 y que
planteaba como sus contenidos principales los siguientes:
Avisos referentes al culto
religioso, disposiciones y providencias de policía o buen gobierno, noticias
de causas célebres que se ventilen públicamente en los tribunales, adelantos
en las ciencias y en las artes, avisos comerciales, relativos a subastas,
almonedas, precios corrientes en plaza de bienes de consumo, pérdidas,
hallazgos, acomodos, notas necrológicas, anuncios sobre diversiones públicas
y artículos de varia lectura5. |
El fiscal de lo civil don
Ambrosio de Sagarzurieta dio el dictamen en favor de la publicación del Diario,
argumentando los beneficios que éste acarrearía a la sociedad mexicana con el
«fomento de las ciencias, de la industria, de la agricultura y el comercio»,
con su inspiración para «la afición a la lectura», su incitación al «amor a la
virtud», y su influencia para «civilizar la plebe y reformar sus costumbres»6.
La licencia fue
concedida al Diario de México con la condición de no incluir
noticias económico-políticas del gobierno local y la Corona, sobre las cuales
la Gazeta tenía la exclusividad. Como consecuencia de las
insistentes acusaciones en contra del Diario presentadas por
López Cancelada7 (quien se dice tenía envidia y estaba molesto
por la pronta popularidad que ganó el nuevo periódico), el virrey, inseguro de
que el rey aprobara su publicación, actuó como censor cotidiano y personal
del Diario, lo que frecuentemente provocó el retraso a la hora de
aprobar los textos. Los editores llegaron a señalar que no era raro que pasaran
la noche entera trabajando, rehaciendo el número.
En su afán por
involucrar activamente a la sociedad novohispana, los editores del cotidiano
instalaron en donde se vendía el Diario 12 buzones para
recoger las colaboraciones espontáneas de los lectores-escritores interesados
en participar con cartas, pequeños artículos, editoriales, anuncios, noticias,
escritos particulares en el periódico.
El Diario se
venderá desde temprano a medio real en los doce puestos señalados al efecto:
en el Parián frente del sitio de coches de providencia, y los 11 estanquillos
siguientes: esquina de la Profesa, frente del Correo, del Ángel, bajos
de S. Agustín, bajos de Portacoeli, Puente del correo, esquina
de Sta. Inés, 3 calle de relox, 2 de Sto. Domingo, la de
Tacuba, y Cruz del factor. En cada uno de estos
mismos puestos habrá una caja cerrada con llave, en la que se echarán por la
abertura de arriba los avisos, noticias, o composiciones, que se quieran
publicar por medio del Diario, en la inteligencia de que los
interesados no tendrán que pagar cosa alguna, de que todas las tardes se
recogerán los papeles que contengan todas las cajas y de que se cuidará de
comprobar las especies que lo requieran [...] Las personas de fueran enviarán
a sus corresponsales los papeles que gusten para que los echen en las cajas,
o si los dirijen por el correo al Diarista de Méjico, que sean
francos de porte, pues de otra manera no se sacarán8. |
Pero por desgracia, la
recolección de textos por medio de estos buzones muy pronto fue prohibida por
el virrey José de Iturrigaray. Bustamante lamentó el hecho «porque numerosos
hombres de talento de la Nueva España, que hubieran podido hacer del Diario una
excelente publicación, se perderían porque su modestia les impedía presentarse
en las oficinas del periódico a ofrecer sus escritos»9.
Fueron, sin embargo, tantas las colaboraciones recabadas en tan poco tiempo,
que incluso los diaristas se dieron a la tarea de rechazar algunos textos,
artículos y poemas que se salían del tono general del Diario. Hay
que resaltar este hecho porque justamente la novedad del proyecto de los
editores del periódico fue abrir el espacio al público lector y entablar un
diálogo con la sociedad novohispana.
La
apariencia del Diario
El Diario
de México constaba de una hoja impresa por ambos lados y doblada,
formando cuatro páginas (14 por 20 centímetros; su forma era muy parecida a un
libro)10,
y aparecía todos los días de la semana. Su número de páginas aumentaba
ocasionalmente, cuando incluía un suplemento, de dos o cuatro páginas (a éstas
por lo regular no se les asignaba número). La numeración de sus páginas se
reiniciaba cada primero de enero, y se continuaba, día con día, a lo largo del
año. Esta manera de distribución numeral de la publicación tenía la intención
de organizar los ejemplares del periódico en un tomo por año; no obstante, esta
pretendida organización no llegó a concretarse en su idea original, y tuvo que
organizarse en volúmenes semestrales. Mencionemos que los primeros dos tomos
traían un índice general de los textos que se habían publicado, pero a partir
del tomo III (1806), apareció un índice «alfabético» de los poemas publicados y
de las piezas en prosa.
La distribución
editorial del periódico iniciaba con noticias religiosas y a veces con el
santoral o con efemérides. En los primeros años se incluyó regularmente un
poema en la primera página, pero a partir de 1808 los poemas comenzaron a ser
menos frecuentes, aunque no desaparecieron. En las páginas centrales se
trataba, a veces con cierta profundidad, una gran variedad de temas, como
podían ser los descubrimientos de los científicos más destacados en la época,
por ejemplo, Newton; la biografía de algún músico, como Haydn; cuestiones de
gramática u ortografía, acentuación española y latina; consejos de cómo tratar
a una parturienta o la crianza de los niños; temas sobre botánica y zoología, o
se explicaba cómo elaborar un buen pulque11. Aparecían lo mismo reseñas de teatro que algunos
pasajes de los Quijotes de Cervantes o de Avellaneda; convocatorias de
concursos literarios, o un diálogo entre Moctezuma y Cortés; no faltaban, claro
está, discusiones acerca del comportamiento de las mujeres, de la literatura y
la historia en general o de las actitudes de Fernando VII y de Napoleón
Bonaparte (este último visto inicialmente como un destacado hombre de Estado y
más tarde como un traidor). Veamos un ejemplo de cuando el monarca francés era
visto con admiración:
|
Los temas eran normalmente
tratados con un claro interés de divulgación, heredado sin duda de la prensa
periódica que había tenido su auge y sus maestros en el siglo XVIII sobre todo
en Inglaterra. En la última página del Diario existía una
sección de anuncios, en la que se incluían libros en venta o la invitación para
hacer impresiones, para muestra un botón:
Objetos extraviados como el
siguiente: «Pérdidas: El domingo 20 del corriente una cigarrera de oro con su
diamante reventado en el muelle, se perdió en Ixtacalco; entréguese en casa
de D. Manuel Tolsá»; o artículos robados,
Así como una amplia gama de
artículos y almonedas, intercambio de objetos valiosos, esclavos en venta o
alquiler de criados: «Sirviente: Norberto, negrito y sin pies, vecino de esta
ciudad, pretende un acomodo de cocinero, pues es inteligente en el oficio, vive
en la calle del Puente de Anaya», y notas necrológicas. Era frecuente ver anunciada
la obra de teatro que se representaba esa noche en el famoso Teatro Coliseo, lo
mismo que otras veces se publicaban las listas de los actores y sus sueldos.
Los nombres de los estudiantes de diversos colegios o del Seminario de Minería
que habían sobresalido en algún examen podían también alcanzar un espacio en
el Diario o la designación de algún empleo hecha por el
virrey: «Empleo: El excelente señor virrey se ha servido proveer la plaza
vacante de agente solicitador de naturales en don Mariano Barazábal; que vive
en la calle de Coliseo Viejo número 20»13.
En varios tomos
también se dieron a conocer los nombres de los suscriptores, entre los que
había funcionarios del gobierno, artistas, sacerdotes, poetas, en fin,
personajes que participaban en la vida social, económica, política, cultural y
religiosa de la Nueva España. Basta revisar las páginas con las que iniciaba
cada volumen para conocer las listas de suscriptores tanto de la capital como
foráneos y la actividad laboral a la que se dedicaban. De acuerdo con esta
información sabemos que al salir por vez primera el periódico contaba con 687
suscriptores, un número considerable que provocó que los repartidores no se
dieran abasto para entregar el cotidiano en la capital y los suscriptores
comenzaran a quejarse por no recibirlo en las primeras horas de la mañana.
Que me lleven más temprano el
diario, los suscriptores deben ser preferidos y recibirlos antes que los
demás como los que tienen apartado en el correo. [A lo que el diarista
respondió] México es muy grande, los repartidores no pueden ir a todas partes
a un tiempo, y siendo sólo cuatro quedan rendidos a media mañana, cada día se
ha ido mejorando en esto, y se ha aumentado a otro repartidor14. |
A lo largo de su vida el Diario tuvo
varios impresores: el primero fue María Fernández de Jáuregui (octubre de 1805
a abril de 1807), que se ubicaba en la calle de Santo Domingo (actualmente
Brasil), esquina con Tacuba; después Mariano de Zúñiga y Ontiveros (mayo de
1807 a junio de 1809), en la calle del Espíritu Santo; Juan Bautista Arizpe
(junio de 1809 a diciembre de 1812), en la 1. ª calle de la Monterilla15.
En la segunda época del Diario, María Fernández de Jáuregui fue
la encargada de la impresión durante el primer año, para luego dar paso en 1814
a José María de Benavente quien lo imprimió hasta 181716.
Cabe señalar que el encargado de las suscripciones en la capital fue Juan
Bautista Arizpe, cuyo cajón de suscripciones se encontraba en la misma calle de
Monterilla. Sin embargo, los cambios de la vida novohispana hicieron que el
lugar de suscripción cambiara en 1810 al Portal de Mercaderes, al cajón de
Domingo Antonio de Llanos. Con los datos que contamos, sabemos que a finales de
1812 se sumó otro lugar para las suscripciones, la librería de Manuel del
Valle. El precio de la suscripción mensual comenzó costando 14 reales, mientras
el precio del ejemplar era de medio real. Las suscripciones foráneas eran
aceptadas exclusivamente por tres meses y el costo era de seis pesos y seis
reales, pero la entrega era semanal. Aclaremos que para sendas suscripciones se
incluía el índice general de cada tomo, algunas ocasiones hasta una lista de
erratas y, por supuesto, la lista de suscriptores y los suplementos que
llegaban a publicarse. Durante la segunda época del Diario las
suscripciones se tenían que hacer en la ya mencionada calle de Santo Domingo
donde se encontraba la librería de María Fernández de Jáuregui.
El amplio
estudio de la primera época del Diario de México realizado
por Ruth Wold identifica entre sus contenidos sólo cinco grandes secciones:
poesía, teatro, tipos sociales mexicanos, comentarios políticos y lecturas de
libros. El Diario incluye, sin embargo, una amplia
miscelánea de textos de más diversa clasificación; por mencionar algunos: las
estadísticas sobre enfermedades, informaciones sobre actos delictuosos, notas
necrológicas, así como nacimientos, el precio de productos básicos y anuncios
de venta o alquiler de objetos. También conocemos por medio de sus páginas las
costumbres de la época, las prácticas sociales de diversión o los métodos
empleados para la educación en la primera infancia; sin duda, en las páginas
del Diario tenemos el testimonio claro de los hábitos y
gusto literarios, al tiempo que buena parte de las ideas que sirvieron para
aglutinar a los promotores y protagonistas de la guerra de Independencia,
mezcladas con ideas conservadoras y fieles a la Corona, así como el testimonio
del espíritu ilustrado de sus colaboradores y algunos atisbos de la incipiente
«identidad mexicana».
Los editores
del Diario fueron hombres cultos que convocaron a los
lectores a aportar colaboraciones para su publicación. Jacobo de Villaurrutia
era un abogado dominicano con prestigio que había escrito en el periódico El
correo de los ciegos de Madrid (1786-1787). Fue miembro de la
Academia de literatos españoles. Después de cinco años de trabajo en el
Corregimiento de Alcalá de Henares pasó a ser oidor de la Audiencia de
Guatemala, en 1792, donde dirigió la Gazeta de Guatemala (1797-
1804) y fundó y dirigió la Sociedad Económica de Amigos del País de Guatemala
en 1784. Llegó a México en 1804 y al año siguiente fundó el Diario de
México, del que fue editor y colaborador tres años. «Tomó parte activa en
las juntas políticas de 1808 y fue acusado de traición por Juan López
Cancelada, editor de la Gazeta, el periódico rival»17.
Al ser simpatizante de las ideas de emancipación, el virrey Venegas le dio el
cargo de oidor de Sevilla en 1810 para alejarlo de la Nueva España, pero
Villaurrutia dejó nuestra capital hasta enero de 1814. Volvió en 1822 después
de que México lograra su independencia. El otro editor fundador del Diario,
Carlos María de Bustamante, también llegó a simpatizar con las ideas de
emancipación. Desde muy joven ocupó cargos que le sirvieron para tomar parte en
la fundación del Diario. A partir de 1812, y acogido a las
garantías de libertad de imprenta establecidas en la Constitución de Cádiz,
fundó varios periódicos independentistas, como El juguetillo (1812), El
Correo Americano del Sur (1813), El Ilustrador Americano (1813), La
avispa de Chilpancingo (1821), El Cenzontli de México (1822),
y La sombra de Moctehzoma Xocoyotzín (1834), entre otros
muchos. Por otro lado, Juan María Wenceslao Sánchez de la Barquera estudió
también derecho; aún era estudiante cuando llegó a editor del Diario,
en cuyas páginas, además, fue un constante polemista al grado de que sus ideas
liberales le provocaron la persecución de la Santa Inquisición. Se sabe que
también fue editor de otros periódicos, entre los que se encuentran: Semanario
Económico de Noticias Curiosas y Eruditas (1809), El mentor
mexicano (1810), El correo de los niños (1812-1813), El
amigo de los hombres (1815) y La mosca parlera (1823).
Protagonistas
del Diario
Un punto que es
pertinente destacar es que el Diario de México nació con la
idea de ser una empresa que aglutinara a un puñado de socios, y no ser
únicamente el periódico de un solo hombre a la manera tradicional de la prensa
ilustrada europea del siglo XVIII. Si bien en su concepción editorial su
objetivo era educar y brindar consejos para mejorar a la sociedad, a la sazón
de periódicos como The Spectactor y The
Tatler en Inglaterra o en
España El Censor, El Observador y El Pensador,
la intención de nuestros editores fue concebir como un pequeño negocio la
incipiente publicación.
Los
colaboradores del Diario fueron hombres ilustrados (en su
mayoría criollos) que buscaron cambios y mejoras en todos los ámbitos de la
sociedad novohispana. En el cotidiano coincidieron también los más importantes
poetas y escritores mexicanos de principios del siglo XIX, cuyo mayoral fue
fray Manuel Martínez de Navarrete. Como es natural, la poesía de este periodo
se caracterizó por seguir el estilo de la española de finales del siglo XVIII
en la que destacaron Juan Meléndez Valdés, José Cadalso, Nicasio Álvarez
Cienfuegos, Melchor Gaspar de Jovellanos y José Manuel Quintana; no obstante,
en las composiciones poéticas de nuestros letrados se plasmaron ciertos rasgos
de identidad nacional. Siendo nuestros poetas seguidores del estilo neoclásico
entre las formas que cultivaron se encuentran: la poesía bucólica, la égloga,
la anacreóntica, el idilio pastoril y las formas de corte clásico, razón por la
cual recurrían al uso de palabras y frases latinas, hacían constantes
referencias mitológicas, solían llamar a sus amadas con nombres de personajes
bucólicos, como Silvia, Armida, Tirsis, Clori, Dafne, Belisa, Fabia, Anarda, y
dentro de esta tradición las citas eruditas estaban más que presentes.
Recordemos que la poesía de estilo neoclásico buscaba el equilibrio, la mesura
y la austeridad en la expresión. Si bien la crítica literaria más ortodoxa se
ha dado en calificar negativamente este tipo de poesía, no debemos ignorar que
desde el punto de vista histórico sí merece nuestra atención.
Un dato
importante más para agregar es el hecho de que la poesía pastoril, a lo largo
del Diario, habla de amores desgraciados, no correspondidos, o
del sufrimiento por la ausencia de la amada, pero todo esto en un tono festivo,
es decir, alejado aún de lo que caracterizará después a la poesía romántica que
más tarde se escribirá. Como sabemos, en la poesía romántica la naturaleza
desempeñaría un papel predominante lo mismo que el amor imposible, y la visión
será trágica.
Otro género que
ocupó con abundancia las páginas del Diario fue la sátira en
sus distintas facetas, es decir, la sátira acre que lindaba en el insulto
personal con el sabor de la hiel y el vinagre, y la sátira ilustrada,
preocupada por señalar los defectos, pero sin hacer escarnio, sino buscando la
rectificación y el mejoramiento de la conducta social de los hombres. Este
mejoramiento de la conducta social de los hombres sirvió también para entablar
discusiones sobre la estética neoclásica, el plagio, la preceptiva literaria,
el buen gusto, la traducción y muchos otros temas que provocaron un verdadero
debate público. Estos debates tenían el ánimo de coadyuvar a mejorar las
costumbres y la literatura, tarea nada fácil entre los colaboradores del
cotidiano, pues su espíritu belicoso a veces dominaba sus buenas intenciones,
por eso, cada vez que se podía, algunos colaboradores solicitaban:
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El rigorista18 |
|
Existe una clara evidencia de
que hacia 1808 los textos de literatura publicados en el Diario cedieron
lugar a cierta información de carácter más político, pues la invasión
napoleónica ganó lugar en sus páginas. Del mismo modo, la poesía que siguió
publicándose ahora abordaba los sucesos políticos del momento, su tono era casi
panfletario, en los poemas se mencionaba a Napoleón Bonaparte, al general
Nelson, a Fernando VII, Joaquín Murat, Manuel Godoy o algún hecho histórico.
Por su parte, Wold lo declara de esta manera: «La mitad de la poesía política
publicada entre julio de 1808 y julio de 1810 atacaba a Napoleón, alababa al
rey español y animaba a los españoles a la unidad y la acción»19.
Podemos decir que el Diario se convierte en un medio de
propaganda que ensalza las virtudes del gobierno monárquico español. Por ello,
no es de extrañar que en ese tenor temático fray Manuel Martínez de Navarrete
publicara un soneto titulado «A la misma señora bajo su advocación de
Guadalupe», en donde le pedía a la virgen los protegiera del infernal Napoleón.
|
Los poemas religiosos también
ocuparon un espacio en el Diario. Éstos estaban dedicados a la
virgen de Guadalupe, a san Juan Nepomuceno, a san Felipe de Jesús, misionero
mexicano que fue muerto en Nagasaki, o a algún otro santo.
Se dice que los
poemas más logrados que se publicaron en el Diario fueron de
fray Manuel Martínez de Navarrete; sin embargo, también destaquemos las
composiciones poéticas de Anastasio de Ochoa y Acuña y de Manuel Sánchez de
Tagle. Por su parte, el franciscano publicó un gran número de composiciones21,
junto con sus colegas árcades, de corte filosófico, algunas sátiras, y fábulas
que emulaban el estilo de las españolas, principalmente las de Félix María de
Samaniego y Tomás de Iriarte.
Por pertenecer
la mayoría de los poetas del Diario a la Arcadia de México y
por ser muy común en la época usar nombres de pastores griegos, seudónimos o
anagramas, los colaboradores firmaban sus colaboraciones de diversas maneras
para encubrir su identidad. Así, Mariano Barazábal firmaba como Aplicado,
Anastasio María de Ochoa y Acuña como Damón, Juan Wenceslao
Sánchez de la Barquera como Quebrara, Francisco Manuel Sánchez de
Tagle como Torsario, Ramón Quintana del Azebo como Anaknit,
Juan María Lacunza como Can-azul, por mencionar a algunos árcades
y sólo uno de sus varios seudónimos.
Los escritores
que se dieron cita en el Diario fueron dignos representantes
de su época. Entre los poetas más sobresalientes ya se hizo referencia a fray
Manuel Martínez de Navarrete, quien publicó más frecuentemente y cuyos poemas
ostentan una mejor calidad, por su buena versificación y por sus recursos
estilísticos empleados. También destacan en las páginas del Diario otros
importantes poetas neoclásicos como Francisco Manuel Sánchez de Tagle,
Anastasio María de Ochoa y Acuña, Ramón Quintana del Azebo, Juan Wenceslao
Sánchez de la Barquera, Juan María Lacunza, Mariano Barazábal, José Mariano
Rodríguez del Castillo, poetas prolíficos, aunque literariamente medianos.
Casi sin excepción, se trata de
hombres jóvenes, de veinte a treinta años. Además, cinco de ellos publicaron
sus obras por primera vez en el Diario. Ello demuestra por sí
solo que el Diario constituía un estímulo para la
producción literaria22. |
De menor talento que los
anteriores pero no carentes de significación se encuentran: José Victoriano
Villaseñor, Luis de Mendizábal, Juan José de Güido, Francisco Palacios, José
Leal de Gauce, Manuel Manso, Pelayo Suárez, Joaquín Conde, Antonio Pérez
Velasco, Francisco Uraga, Francisco Estrada, José Valdés, José Antonio Reyes y
Pedro Cabezas (alias Paz de Escobar). Y entre los que no publicaron mucho en
el Diario aunque después serían muy reconocidos se
encuentran: José Joaquín Fernández de Lizardi, Antonio José de Irisarri y Simón
Bergaño y Villegas. Los colaboradores fueron hombres inteligentes y cultos,
algunos con un agudo sentido del humor como Anastasio de Ochoa; otros fueron
mejores prosistas que poetas como es el caso de Mariano Rodríguez del Castillo,
o estuvieron más dedicados a la sátira o a los escritos políticos, tal es el
caso de Agustín Pomposo Fernández de San Salvador, o ejercitaron su pluma para
rimar plegarias cristianas como el cura José Manuel Sartorio.
El teatro y sus autores
A principios
del siglo XIX el teatro era una diversión bastante popular, a la cual el Diario
de México dio también un importante espacio, tanto así que, por medio
de sus páginas, podemos conocer las obras que se representaron en la ciudad de
México en esa época e incluso los nombres de los actores más famosos (por
ejemplo, Luciano Cortés y Agustina Montenegro, los cantantes Dolores Munguía y
Victorio Rocamora) y el sueldo que percibían. El mayor interés por el teatro se
ve reflejado en los primeros años del Diario, porque si bien en
los siguientes se publicaron reseñas de las obras que se presentaban ya no se
escribieron con tanta frecuencia y profundidad artículos sobre el tema. Por el
periódico sabemos que en ocasiones, entre acto y acto, las obras eran
acompañadas de breves bailes, tonadillas o canciones, del mismo modo el ballet
novohispano también ocupó los escenarios y tuvo muy buena acogida. El lugar
donde eran representadas las obras fue el Teatro Coliseo de México, el hoy
cerrado Teatro Principal, que se encontraba en la calle de la Acequia. La
importancia social y cultural de este teatro fue tan grande que el Diario llegó
a publicar una serie amplia de artículos que daban noticia sobre el incendio
que había sufrido el primer Teatro Coliseo en 1722.
Las obras
representadas no eran casi nunca originales, aunque sí las hubo. Las de
dramaturgos extranjeros escritas en otras lenguas también escaseaban, ya que
era más frecuente ver las que provenían de escritores españoles de la segunda
mitad del siglo XVIII, como Leandro Fernández de Moratín (El café, La
mojigata, El sí de las niñas), y de Tomás de Iriarte (Hacer que
hacemos, La señorita malcriada). Para invitar al público a asistir a la
puesta en escena de El sí de las niñas, incluso se publicaron
amplias reseñas laudatorias de la obra de Moratín, pero lo mismo se hizo para
José Cañizares y su Dómine Lucas o El anillo de
Giges; Ramón de la Cruz y su Donde las dan las toman, La maja
majada y El amigo de todos o Cándido María
Trigueros con su aclamada Sancho Ortiz de las Ruelas.
Por otro lado,
cabe señalar que Mariano Barazábal publicó un largo poema que hacía referencia
a cerca de 100 títulos de obras teatrales, si bien el poema de Barazábal no
puede darnos la certeza de que las obras mencionadas hayan sido representadas
en la capital novohispana, sí nos permite conocer las obras sancionadas de la
época. Para muestra un botón:
|
Como se verá, aquí se hace
referencia a las obras de José Cañizares, Luciano Francisco Comella (éste fue
uno de los más representados), Leonardo Argensola, Cristóbal de Monroy, y sin
duda, Calderón de la Barca.
El Diario promovió
la creación de obras dramáticas y patrocinó varios concursos. En el primero
ofreció un premio de 25 pesos:
Al autor del mejor sainete que se
presente antes del día 15 de febrero. Desde este día inclusive no se aspirará
ya al premio. La medida material o de su duración deberá arreglarse por los
preceptos de D. Ramón de la Cruz. Fuera de las reglas dramáticas se evitarán
chistes que puedan ofender la modestia y el decoro. Las piezas se pondrán
dentro del término señalado en pliego cerrado en la librería de D. Juan B.
Arizpe [...] El examen, calificación y aplicación del premio se hará por tres
literatos por lo menos dentro de los 40 días siguientes o en menos tiempo si
se pudiere y luego se anunciará por el Diario para que el
laureado acuda por el premio a la citada librería. El diarista sale por
garante, procurará que el sainete premiado se presente en el teatro y lo hará
imprimir24. |
Después de haber tenido que
dar dos plazos más, por recibir pocas obras y de mala calidad, ganó El
blanco por fuerza de Antonio Santa Ana que fue presentada el 9 de
junio de 1806. Más tarde se abrió otra convocatoria para una tonadilla y un
sainete. Cuatro sainetes compitieron, ganó El miserable engaño y niña
de la media almendra de Francisco Escolano y Obregón. En los números
211 y 218 del Diario, para aumentar el número de concursantes,
los jueces definieron qué entendían por una buena comedia, poniendo como
ejemplo los preceptos de Ramón de la Cruz que era una de las autoridades
sobresalientes en la península española. Otra forma en que los editores
promovieron el teatro fue con la reimpresión de críticas procedentes de Madrid,
algunas de piezas ya representadas en la ciudad de México, tal es el caso
de El Rábula, Misantropía y arrepentimiento, Los pages de Federico II,
Augusto y Teodora, El abate de L'Épée y Un loco hace ciento,
por mencionar algunas.
El Diario alude
que era tan frecuente la repetición de las obras que muchas veces la gente sólo
asistía para hacer relaciones sociales. El platicar en voz alta y saludarse
efusivamente, aunado al tamaño del teatro y su mala acústica hacía
ininteligibles los parlamentos de las obras:
El primer defecto se advierte en
el Coliseo de aquí; bien que no tanto se pierde lo más de lo que se dicen los
actores por lo grande del teatro quanto por el murmullo, que regularmente hay
durante la representación, que es una de las mayores incivilidades, es falta
de decoro, y de consideración. Paseante: No amigo, eso hasta en el gran teatro de San
Carlos de Nápoles lo verá. Viajante: Hay lo que a mí me incomoda, y ralla las tripas.
Esos monos, esas jentes insulsas, que son como el perro del ortelano; ellos
no disfrutan, ni son capaces de disfrutar la comedia, ni la dejan gozar a los
que van a ella, y no a tertulia y han pagado dinero25. |
A pesar de los inconvenientes
mencionados el teatro mexicano antecedió al del país vecino del norte. Además
del concurso de teatro, descrito líneas arriba, hubo otro que promovió la
Universidad de México en honor a Fernando VII (para «limpiar su imagen» dados
los acontecimientos políticos vividos por el monarca). Sus características
fueron hacer un:
Heroico testimonio de amor y
lealtad al rey [...] esforzado en resumid el brío, y avivad el ardor para
alabar lo que su mérito exige. Una oración latina y otra castellana, cuya
lectura no pase de media hora ni dure menos de un cuarto. Un poema heroico
latino que no exceda de cien hexámetros, ni tenga menos de cincuenta. Otro
castellano en octavas reales, y un romance endecasílabo. Así mismo serán
atendidas para el premio las composiciones cortas, como epigramas, sonetos,
odas, décimas y cualquier otra que se haga acreedora a él. [...] El término
perentorio es de tres meses contados desde la publicación de ésta, que es a 6
de enero de 180926. |
Los ganadores de este certamen
fueron Carlos María de Bustamante, Manuel Sánchez de Tagle, Ramón Quintana del
Azebo, Bruno Larrañaga, Francisco Conejares, Mariano Barazábal, Josef Ignacio
Franco y Manuel Gómez, la mayoría de ellos colaboradores de nuestro cotidiano.
Cabe mencionar que uno de los galardones lo ganó fray Manuel Martínez de
Navarrete, sin embargo el mayoral de la Arcadia no pudo recoger su premio, pues
la muerte lo sorprendió unos meses antes.
Cuadros
de costumbres
Dentro de los
variados temas que el Diario trató se encuentra el de
costumbres y tipos sociales de la primera década del siglo XIX. Se escribía
sobre los avaros, los jugadores, los holgazanes, o sobre diversas profesiones.
El médico fue un tema polémico porque mucha gente no creía en su capacidad para
sanar a los enfermos. Además se pensaba que la medicina herbolaria era la mejor
alternativa para la salud, al decir de los colaboradores. De los boticarios
también se decía que era gente de la que se debía desconfiar. Los abogados eran
los hombres ricos y cultos de la época, pero existían los abogados ignorantes a
los que se satirizaba cuando perdían el caso más sencillo. Por ello, los malos
abogados eran los que no sabían latín y desconocían los muchos textos que
estaban escritos en esa lengua. El principal autor prescrito para obtener una
buena formación era Juan Sala y la lectura obligada era su Vinnius
castigatus e Institutiones
romano hispaniae.
Por su parte,
al sastre, al panadero, al arquitecto y a los aprendices de artesanos, se les
atribuían también defectos característicos en su desempeño laboral. Los ricos
eran desalmados o avaros, se obsesionaban por comprar títulos de nobleza. Los
currutacos o petimetres, con su extravagante forma de ser y vestir, también
contribuían a la incomodidad de la sociedad y para colmo, de la misma manera
existía la versión femenina expresada en las currutacas que eran «mujeres
volubles, vanas y caprichudas, enamoradas de su figura y que tenían todos los
caracteres de la corrupción de las costumbres»27.
Los jugadores embusteros provocaron tales problemas que hicieron surgir leyes
para prohibir ciertos juegos como «albures, banca, quincem, envidias, cacho,
flor, dados, taba, bolillo y tablas»28. Por tales leyes, a la gente que era sorprendida
jugándolos se le multaba, encarcelaba o exiliaba. Es decir que se escribía del
lado malo de los profesionistas y tipos populares, donde siempre contaba el
hecho de sus faltas morales, de las cuales se hacía escarnio y con ello se
pretendía educar y dar ejemplo a la sociedad novohispana, dictando normas de
conducta que se creía estaban relajando. Este carácter pedagógico es una de las
marcas del pensamiento dieciochesco que creía en la perfectibilidad moral y
política del hombre, así como en su natural espíritu crítico. Toda esta crítica
estaba inmersa dentro de un costumbrismo ilustrado deudor del mundo cultural
del siglo XVIII, muy diferente al que se desarrollaría hacia el segundo tercio
del siglo XIX29.
Por otro lado,
el Diario también dio cuenta de la influencia francesa en
universidades, en casas de préstamos y en la manera de vestir y comportarse de
hombres y mujeres (cerca de ciento cincuenta artículos), lo cual era una
paradoja social porque al mismo tiempo se rechazaba a los franceses porque se
estaba en guerra con ellos, aunque se decía que el enemigo real sólo era
Napoleón.
La
política en el cotidiano
Inicialmente,
por ser el virrey el censor del Diario y prohibir las
noticias políticas, los editores se conformaron con dar esporádicamente una que
otra información sobre los sucesos de guerra que acontecieron entre 1805 y
1808, o con referirse de manera atenuada a los hechos que sucedían en la
sociedad novohispana. Pero a partir de 1808 el Diario cambió
de giro y se detuvo más en los temas políticos, publicando sucesos de la política
española en Europa y América. El Diario, al estar restringido a
las leyes de la Corona, publicaba constantemente insultos contra Napoleón y su
hermano José (Pepe Botella), al primero ya no se le veía como el héroe
libertador de Europa sino como maligno invasor. Por otro lado, Fernando VII era
ensalzado y visto como ejemplo de gallardía y emblema de unión.
|
Se ha dicho con insistencia
que en las páginas del Diario estaban de forma velada las
ideas que habían de dar paso a la guerra de Independencia; pero resulta difícil
descubrirlas de manera evidente, ya que los editores eran muy cuidadosos y sólo
publicaban decretos, bandos o notas oficiales, listas de reclutamientos,
relatos de batallas, declaraciones de lealtad y peticiones de donativos, pues
era claro que la supervivencia del Diario dependía de ello;
sin embargo, la publicación de este tipo de textos nos da la pauta para especular
que simbólicamente se quería mostrar que la península se encontraba en crisis
debido a la invasión napoleónica y su difícil situación, sin duda, repercutiría
en la Nueva España.
Parece
oportuno mencionar que si no son patentes en el propio periódico las
filiaciones independentistas o insurgentes de los editores y colaboradores, los
nombres de varios de ellos aparecen en la nómina que Ernesto de la Torre Villar
hace de la sociedad independentista de Los Guadalupes. En Los
guadalupes y la independencia, nos dice que, ésta era una
sociedad que los partidarios no
beligerantes del movimiento de Independencia organizaron en varias ciudades
de Nueva España, para prestar a los combatientes toda índole de auxilios
[...] la idea de constituir una organización bien tramada, activa y secreta
que sirviera de medio eficaz para unir a los simpatizantes dispersos de la
insurgencia, que los conectara con los jefes y que diera a los grupos
rebeldes el auxilio material y moral que requerían en una guerra que era
desigual31. |
Los editores Carlos María de
Bustamante, Jacobo de Villaurrutia y Wenceslao Sánchez de la Barquera al
parecer fueron Guadalupes, lo mismo que los colaboradores Francisco Manuel
Sánchez de Tagle, José Manuel Sartorio y Antonio López Matoso, entre otros.
En los
primeros años el Diario de México tuvo un carácter
antiinglés, profrancés, pronapoleón, actitud que años más tarde habría de
cambiar. El propio Bustamante escribió algunos artículos en favor de Napoleón
(«Resumen histórico-político de la toma de Ulm»). Y en algunas ocasiones no
sólo se dieron noticias escuetas sino opiniones favorables, por ejemplo los
días 3 de enero y 8 de febrero de 1807, en las que se habló, airadamente, sobre
las constituciones francesas.
La derrota de
los ingleses en Buenos Aires fue un tema que ocupó las páginas del Diario y
se hizo un eco de alegría por la actitud de los combatientes. Carlos María de
Bustamante se dedicó el 7 de diciembre de 1807 a alabar a Santiago Liniers, y
en números posteriores se siguió dando cabida al triunfo de Buenos Aires.
El Diario también
dio espacio a la abdicación de Carlos IV en favor de Fernando VII, y a la caída
del general Manuel Godoy. Ante los sucesos de la toma de España por los
franceses se creó una repentina confusión en la Nueva España, que más tarde se
tornaría en apoyo incondicional hacia Fernando VII. Tal actitud jamás hizo
pensar en una insurrección contra la península.
A pesar de que
uno de los editores del Diario, Jacobo de Villaurrutia, participó
activamente en las asambleas para desconocer a la Junta de Sevilla, el
periódico no dio cuenta de estos sucesos, salvo en un suplemento que publicó el
16 de septiembre de 1808, en el que se comunicaba que el virrey Iturrigaray
había sido hecho prisionero y que su sucesor era Pedro de Garibay.
Garibay,
aunque no reconoció públicamente a la Junta de Sevilla, ordenó que se
publicaran los decretos de ésta en el Diario, lo cual le dio un
carácter político al periódico. Los editores en este periodo evitaron dar sus
opiniones y tomar partido, ya que cualquier vestigio de simpatía por la
revolución hubiera provocado la suspensión del cotidiano.
Al enterarse
la población de la declaración de guerra contra Napoleón, comenzó a surgir el
regocijo general del pueblo, que organizó festejos en gran parte de México y
cuyas convocatorias fueron publicadas en el Diario. A Fernando
VII se le vio como a un gran héroe, aunque en realidad se estuviera humillando
ante Napoleón. Al caer prisionero Fernando VII, y publicarse que las cosas no
iban tan bien en España, los insultos contra Napoleón aumentaron de manera
considerable. Se le comparó con Luzbel, se le llamó «monstruo horrible» y demás
calificativos ofensivos. Carlos María de Bustamante y Wenceslao Sánchez de la
Barquera mostraron una actitud «patriótica» e hicieron llamados a la unidad. El
primero, con permiso del virrey, promovió la venta de una medalla con la imagen
de Fernando VII. Las mujeres fueron las principales convocadas: «Convite a las
personas del bello sexo. Invitación por su valentía y heroísmo y su papel en la
historia. Españolas americanas adquirir una medalla con el busto de Fernando
VII, al reverso a Judith, $65 en oro, plata $7»32.
Para apoyar a
la Corona española el virrey convocó a una colecta cuyo fin era enviar fondos
para la guerra; aquélla dio tan buen resultado que se enviaron once millones al
Tesoro Real Español. En el Diario se publicaron la
convocatoria y las listas de los contribuyentes, lo mismo que la de los
candidatos a la Suprema Junta Central.
Las noticias
de las derrotas españolas eran generalmente minimizadas, pero el Diario comenzó
a darles poco a poco, si no especial importancia, sí la que en realidad tenían
los hechos. Se escribía sobre los «lastimosos sucesos» y las «tristes
noticias», todo lo cual alegraba a los partidarios de la independencia.
Un antecedente
de los sucesos que vendrían a suceder en la Nueva España se puede ver en una
carta que publicó el periódico el 4 de noviembre de 1809:
En América hay una clase de
personas respetables, a quienes toca privativamente por razón de las
circunstancias, el instruirse a fondo en todos estos artículos de política,
siempre que se intente la felicidad de una nación, que no carece de
disposiciones para todo. Los curas párrocos de los pueblos y provincias, con
el singular ascendiente que tienen sobre sus feligreses, son estas personas
respetables, que podrían enriquecer con su influxo [...], yo conozco varios
señores curas que no nombro por no ofender su modestia, y porque son bastante
conocidos, cuando siguen el exemplo de un Hidalgo y un San Martín párrocos
sabios que cuidan de las ventajas morales, tanto como en las políticas, en
adelantar la industria de los indios, instruyéndoles en sus deberes, e inspirándoles
las mejores ideas de civilización33. |
Esta quizá fue la referencia
más clara y obvia a las ideas emancipadoras. El 5 de octubre de 1810 el Diario publicó
las primeras noticias sobre el inicio de la guerra. Se trató, en general, de
bandos, órdenes de quemar públicamente las proclamas rebeldes por considerar
que actuaban en favor de José Bonaparte. A esta clase de textos se le dio un
amplio espacio, al grado que hicieron a un lado muchos otros temas, en especial
los literarios.
Lectura
y libros
Otra clase de
artículos que publicó el Diario fueron los referentes a la
historia del México antiguo y de la conquista. Allí se ensalzó a Cuauhtémoc y
otros héroes indígenas, a Nezahualcóyotl se le asemejó con Píndaro, y también
aparecieron publicados diálogos donde Cortés hablaba con Moctezuma, al mismo
tiempo que se destacaba la arquitectura del periodo en que reinó el emperador
azteca. Por darse importancia a estos temas, no tardaron en llegar cartas de
rechazo para el Diario, donde algún hombre escribió: « ¿a quién
le interesa la historia azteca?». Lo mismo hubo reacciones por parte de algunos
lectores del Diario que criticaron el tono en cómo estaba
escrita la Historia antigua de México del jesuita Francisco
Xavier Clavijero.
Se puede
pensar que el público que leía el Diario de México era el
mismo que consumía libros, ya que a principios del siglo XIX en nuestro país
existía un índice muy alto de analfabetismo. En general, los libros que se
anunciaban en el Diario eran sobre «profesiones, gobierno,
religión, filosofía y ciencias. Muchas de las obras estaban en latín, sobre
todo las de derecho y religión, y es sorprendente el predominio de la
influencia francesa»34. También eran frecuentes los libros de cocina,
viajes, música, arte, gramática, física, educación infantil, etc. Se
traducían obras del inglés, italiano, francés y alemán, y aunque poco se conoce
acerca de los libros, su comercio y sus lectores35,
por el Diario podemos enterarnos de las obras que estaban
prohibidas por la Inquisición, que generalmente eran las de ficción, las de
caballería o las que promovían la insurrección de los esclavos, como El
negro sensible. Entre algunos de los títulos que fueron prohibidos se
encuentran Jacques le fataliste, Zadig o el destino, Les nuits de
Paris, El Ángel lego y pastor, La muerte de Abel, Perfecto diario del
cristiano, Novena de la esclarecida virgen Sta. Gertrudis la grande o Falso
nuncio de Portugal, etc.
Los anuncios o
la lista de consignación de libros que el Diario publicaba
en la parte final, del mismo modo brindan información valiosa acerca de cuáles
eran las lecturas favoritas del público de la época. Se sabe, además, que era
relativamente fácil tener acceso a libros recién editados de otros países.
A pesar de que
en este periodo no se escriben novelas en México, sí existe un buen número de
lectores de este género. Por ejemplo, El Quijote fue una
lectura muy socorrida, y las novelas que más aceptación tuvieron se
caracterizaban por presentar una relación epistolar entre los personajes, sobre
todo las francesas. Como ya se mencionó, los escritores españoles del XVIII
ocupaban un lugar importante; se leía a Benito Jerónimo Feijoo, Juan Meléndez
Valdés, Manuel Quintana, Diego González, Tomás de Iriarte y Juan Arriaza; pero
al parecer el escritor más popular era el francés Fenelón con Las
aventuras de Telémaco, hijo de Ulises. Por supuesto, no hay que olvidar,
las constantes referencias a las obras de autores grecolatinos como
Quintiliano, Virgilio, Plutarco, Cicerón, Sócrates, Platón y Aristóteles. En
teatro se leía a Leandro Fernández de Moratín, Ramón de la Cruz, Prévost y Jean
Batiste Poquelín Molière. Las fábulas de Iriarte eran muy comentadas, lo mismo
que los manuales de retórica y preceptiva literaria. Los libros de derecho
también resultaban de mucho interés; de los de economía se tienen pocos datos,
mientras que los de religión eran muy mencionados, sobre todo los Sermones de
Massillon o los de fray Neuville, lo mismo que los devocionarios, las obras de
santos, las novenas o la Biblia. De la misma manera El ensayo de una
biblioteca española de los mejores escritores del reinado de Carlos III de
Sempere y Guarinos fue muy leído entre nuestros letrados. Por su parte los
temas históricos eran fuente de consulta en autores como Edward Gibbon, Antonio
Solís, Lorenzo Boturini o Cortés. Paradójicamente muchos autores importantes de
esta época hoy están olvidados o son prácticamente desconocidos.
La lectura de
periódicos de otras latitudes que circulaban en México también es digna de
destacar como por ejemplo, el Diario Mercantil de Cádiz, Diario de
Filadelfia, La Gaceta de la Regencia de Francia, Diario de Tarragona, Diario
político, económico y literario de la Habana, Correo de las Damas (tanto
el de Cádiz como el de la Habana). La reproducción de artículos y noticias de estos
mismos periódicos extranjeros en las páginas del Diario fue
una práctica común sobre todo en la segunda época. Finalmente, a esto habría
que agregar que en el Diario se publicaron artículos que
promovían e invitaban a la lectura, por ejemplo, «El que quiera saber que lea»
o «La carta a una señorita sobre el modo de aprovechar la lectura de los
libros» y sus respectivas polémicas y sus consabidas respuestas, en un afán por
fomentar la lectura dentro del discurso ilustrado novohispano.
Decretada la
libertad de imprenta (1812), las páginas de Diario se vieron
beneficiadas, pero sólo por un par de meses, ya que el gobierno ordenó la
suspensión del cotidiano al considerar que se había excedido, como muchos otros
periódicos, con sus críticas sociales. Los censores hacían referencia, en
especial, a un artículo de José Ruiz Costa, quien dirigía en esos momentos el
cotidiano36. Este incidente sirvió de pretexto para que la
primera época del Diario de México llegara a su fin el 19 de
diciembre de 1812. Así, el 20 de diciembre, se anunciaba que el Diario tendría
nuevos editores e iniciaría su segunda época, convirtiéndose en una publicación
con un carácter más político, dados los acontecimientos por los que atravesaba el
país, pero sobre todo, se convertiría en un periódico más cercano y dependiente
del gobierno, no obstante, que en algunos momentos álgidos del movimiento
insurgente el editor Juan Sánchez de la Barquera mostrará su simpatía por los
rebeldes. Nuestro cotidiano además coexistiría con otras muchas publicaciones
importantes de la época (como la prensa insurgente), de tal manera que su lugar
de privilegio dentro del incipiente periodismo se vería modificado como era
natural.
El Diario
de México es, sin duda, referencia obligada, los testimonios de
nuestro horizonte cultural, político y científico están en sus páginas. Su
aparición resultó todo un acontecimiento en la sociedad virreinal por su
carácter abierto e innovador. La forma de hacer periodismo mostró que los
hombres importaban a nivel individual y que podían expresarse fuera de los
canales oficiales. De este modo, los debates públicos, en las páginas del Diario,
jugaron un papel fundamental en la construcción de una nueva sociedad que
buscaba explicarse a sí misma.
La
Arcadia en las páginas del Diario
de México
Los
primeros días de la Arcadia
De la Arcadia
de México se ha escrito poco y con poca fortuna. Para comprender el origen de
la primera asociación literaria mexicana es preciso conocer las páginas de la
primera época del Diario de México (1805-1812), ya que ahí
se encuentran los datos primarios para establecer las características
principales de esta asociación. Es por todos conocida la idea de que la Arcadia
de México se fundó tratando de emular a la de Roma (1690), creada a principios
del siglo XVIII, y que del mismo modo que los árcades romanos, los poetas
mexicanos recurrieron a nombres pastoriles, anagramas, seudónimos o a sus
iniciales para encubrir su identidad, pero también señalemos que las máscaras tras
las que se ocultaron respondían a que el desempeño de su actividad creadora no
privilegiaba la idea de autor o una individualidad, es decir, lo que importaba
era la obra en sí. De acuerdo con estos conocimientos comunes, la Arcadia sólo
habría venido a representar, en nuestro país, una zona propia para los juegos
literarios más o menos eruditos de unos hombres aficionados a la tradición
clásica, pero muy poco inclinados a contemplar los avatares de la vida pública.
Sin embargo, resulta necesario someter a una revisión crítica esta imagen de la
Arcadia como un lugar de evasión y de juego.
Se puede decir
que la Arcadia de México surgió casi a la par que nuestro primer cotidiano;
pues, a pesar de no existir un manifiesto o estatuto de esta asociación, nos enteramos,
por medio de las páginas del Diario, que los árcades ya firmaban
algunos poemas publicados en esas páginas, en el primer lustro del siglo XIX, y
que tales poemas a veces se dedicaban a la Arcadia Mexicana y a sus miembros.
En consecuencia, el fenómeno social representado por la Arcadia va
estrechamente ligado al espacio público que la prensa del periodo va perfilando
en la sociedad mexicana. De este modo, no podríamos comprender las prácticas
sociales (no sólo las referidas al discurso literario, sino también al
político, el escolar, el académico, etcétera) de los árcades sino como parte de
la constitución del campo social de la opinión pública.
El primer
soneto que atestigua la existencia de la Arcadia pertenece al poeta y militar
veracruzano Juan José de Güido (El pastor Guindo), quien el 10 de noviembre de
1805 dedicó su poema titulado «Cantinela» a esta asociación: «El Pastor Guindo
desde Veracruz, a los de la Arcadia mexicana».
|
Semanas más tarde no sólo él,
sino también otros árcades, como Agustín Pomposo Fernández de San Salvador (Mopso
Mexicano) o Mariano Barazábal38 (Bárbara Lazo Manai), hacían también
referencias a la Arcadia y a sus integrantes, o firmaban traducciones y poemas
como Flagrasto Cisné (Francisco Manuel Sánchez de Tagle),
e Iknaant (Ramón Quintana del Azebo).
Pero no es
sino hasta el 16 de abril de 1808 cuando se hizo pública -en las páginas
del Diario- la formal constitución de la Arcadia Mexicana, y se
invitó a los poetas interesados a sumarse a este grupo. El poeta José Mariano
Rodríguez del Castillo fue el fundador y principal promotor, junto con Juan
María Lacunza, de esta empresa. El primero escribe el artículo «Mis deseos.
Rasgo poético, dedicado a Atanasio de Achoso»; al final de su texto, añade esta
nota:
Con motivo de haber formado
nuestra Arcadia los señores J. V. V., bajo el nombre de Delio; Atanasio de
Achoso, bajo el nombre de Damón; el Inglés Can-Azul, bajo el de Batilo, M. B.
o El Aplicado, bajo el de Anfriso, y yo que soy el inventor, bajo el de
Amintas, hemos tratado de enlazarnos en público por la dedicación mutua de
nuestras composiciones, como se ha visto en el Diario de
esta capital. ¡Ojalá y los ilustres poetas que brillan en el periódico,
tuvieran la bondad de asociarse a nuestra pequeña Arcadia, para darnos honor
como lo ha hecho el caballero Marón Iknaant con el nombre de Dametas39. |
Esta breve nota dio a conocer
públicamente la existencia de la primera asociación literaria de nuestro país,
la Arcadia de México. También, en ese mismo espacio, Carlos María de
Bustamante, editor del Diario y promotor activo de nuestras
letras, escribió: «El diarista aprueba desde luego esta especie de academia,
como estímulo poderoso para adelantar en todo género de composiciones». Al
mismo tiempo, Bustamante aprovechó la oportunidad para exhortar a los poetas a
Sostener el nombre de la Arcadia,
puliendo con gran cuidado todo lo que presentaren, lo que no es difícil,
consultando recíprocamente por medio de la crítica y examen privado. Los
señores que componen esta Arcadia nueva, suponemos que no nos mandarán sus
composiciones sin haber pasado un serio examen proporcionado a las fuerzas,
que se deben suponer al principio. La fábula, el epigrama, la sátira, la
sentencia, y otros objetos interesantes, deben ser sus materias: el amor, la
más común, tan trillada y tan variada, debe tocarse en sus composiciones, sólo
por incidencia para adorno, o para avivar algún cuadro. Las descripciones
exactas y sentenciosas, cuidando de la propiedad de sus voces, y del giro de
expresión, defecto en que incurre a cada paso, debe ser principal cuidado de
los socios, de quienes esperamos un adelanto honroso40. |
El diarista además exigía a
los colaboradores calidad, crítica y autocrítica en sus composiciones,
condición necesaria para poder tener un espacio en las páginas del cotidiano41.
A todo lo anterior, Bustamante solicitaba composiciones breves para hacer más
fácil su publicación, «porque no cabe con tanta facilidad una poesía larga como
una corta»; quizá por ello, los sonetos y otras composiciones en verso de arte
menor tuvieron tan buena recepción en los primeros años de vida del Diario.
Apenas fray
Manuel Martínez de Navarrete había dado a conocer algunos de sus poemas en
el Diario de México cuando ya se le preguntaba a los
editores, según consta en una de las entregas de esta publicación, «por el
nombre de este autor, pues al fin de ellos [los poemas] sólo se leían las
iniciales FMN». De igual manera, había interés en «saber a qué lugar de nuestro
continente había tocado la dicha de servirle de patria»42.
En el Diario se especuló que el poeta era de Celaya, de
Guanajuato; finalmente, el propio Martínez de Navarrete escribió un mensaje
para informar que había nacido en Villa de Zamora, y que a él, sólo a él, pertenecían
las iniciales FMN.
De acuerdo con
la opinión de los árcades, fray Manuel Martínez de Navarrete era «por su divino
talento» el ejemplo a seguir; lectores y colaboradores se preguntaban en
el Diario: « ¿Quién tiene su gusto, su imaginación, su fluidez y
belleza, su dulzura, su erudición copiosa, su inteligencia en el idioma?»43.
En consecuencia, fue una decisión natural que lo designara mayoral de la
Arcadia. El 23 de abril de 1808 hicieron público el nombramiento. La admiración
del árcade Lacunza por Martínez de Navarrete lo llevó a dedicarle su poema («un
romance endecasílabo») «La mañana de otoño»44, en el cual muestra la admiración que sentía por el
fraile, a tal grado que son obvias las referencias poéticas al estilo de
Martínez de Navarrete. Pero Lacunza no fue el único poeta que le dedicaría sus
composiciones, también lo hicieron Juan Wenceslao Sánchez de la Barquera, José
Mariano Rodríguez del Castillo, Ramírez (Arezi), Mariano Barazábal, Joaquín
Conde, Simón Bergaño y Villegas, Antonio Pérez Velasco, por mencionar sólo a
algunos de los árcades.
El papel que
desempeñó Martínez de Navarrete como mayoral de la Arcadia, al parecer, fue
sólo honorífico, pues hasta el momento no se conoce ningún documento que
permita certificar la presencia del poeta en México hacia ese periodo,
cumpliendo con las tareas de dirección de una sociedad literaria que, por lo
demás, parece sólo haber tenido las páginas del Diario como
tribuna. Todo hace suponer que fray Manuel Martínez de Navarrete se atuvo a los
límites de la zona cultural de la vieja Valladolid. Sin embargo, sí es
importante señalar que por medio del empeño de Carlos María de Bustamante,
editor y amigo de Martínez de Navarrete, el fraile seguramente conoció la
producción de sus colegas árcades y los elogios que le fueron dispensados.
En la entrega
del Diario de México correspondiente al 16 de febrero de
1808, se inició la publicación de un largo poema titulado «La Inocencia», compuesto
de diez odas y una dedicatoria dividida en 16 cuartetas, en el cual fray Manuel
Martínez de Navarrete hacía referencia a la Arcadia, y agradecía a sus miembros
el buen trato con que lo habían distinguido.
|
A pesar de la distancia
geográfica que lo separaba -Villa de Tula-ciudad de México- de estos poetas,
Martínez de Navarrete conocía la obra de ellos gracias a las páginas del Diario.
En el referido poema «La Inocencia», Martínez de Navarrete menciona a algunos
de los más destacados árcades, describiéndolos con algún epíteto que a su modo
de ver caracterizaba su poesía. Además de la destreza de
Can-Azul, hace encomio del amable Quebrara, del delicado Mopso,
el fogoso Arezi y del travieso Aplicado.
Este poema tuvo que pasar por los ojos del censor y poeta José Manuel Sartorio
quien dictaminó: « ¿Quién puede negar su aprobación a estas bellezas tan dignas
de salir al público?»45.
En este poema
queda manifiesto que el fraile de Zamora, convertido en mayoral,
como conviene a la retórica pastoril del movimiento arcádico, veía en los
árcades a sus interlocutores, a sus iguales: comunidad de pastores que vigilan
los rebaños del territorio literario. Mediante sus versos se dirige a un grupo
de colegas con los cuales comparte su patrimonio cultural, el gusto por leer y
escribir, y a quienes les reconoce su particular talento, a pesar de no
conocerlos personalmente46. Se trata de una comunidad simbólica de pastores
reunidos en torno a un capital cultural común, y a una publicación periódica en
la cual se pone en juego dicho capital.
Pero no todo
fue simpatía, cordialidad y aceptación entre los árcades: Martínez de Navarrete
fungió como maestro-censor, llamando al orden al pastor descarriado. Nuestro
fraile parece haber asumido con el mismo celo tanto la bondad como la energía
correspondiente a su mayorazgo literario. En algunas de sus composiciones
criticó a los poetas que consideraba no tenían ningún talento, llamándolos
pseudopoetas o poetastros, y les censuró su forma de hacer poesía:
|
Martínez de Navarrete era
partidario de la correcta versificación; en sus composiciones, invitaba a
guiarse por el «buen gusto», expresado en la claridad y la dulce sonoridad del
poema. Se trata de un «buen gusto» que proclamaba la sencillez en los recursos
de la dicción, y que apreciaba el dominio de la versificación tradicional. A
pesar de que no lograría del todo adecuar su obra al «buen gusto», como hubiera
querido, su espíritu crítico lo llevó a hacer escarnio de los «sonetos de pies
libres», de las «décimas prosaicas» y de las coplas que iban «acompañadas de
muletas». También puso en evidencia a los deshonestos plagiarios, que a su
decir, menudeaban en el Diario de México. En el «Himno a Minerva»
-composición hecha por encargo del poeta Zeobá (Ramón Quintana del Azebo)-,
Martínez de Navarrete agradece a la diosa de la sabiduría el haberlo iluminado
para descubrir al «ladrón literario» Castro Duvepi
|
El poema se publicó acompañado
de la siguiente nota: «Uno que se firmó en nuestro Diario Castro
Duvepi, dio en él a luz una producción, que después resultó ser ajena, por lo
que se le encargó al P. Navarrete que compusiese este himno, dando gracias a
Minerva por el descubrimiento de este ladrón literario».
A pesar del
despertar de la conciencia de originalidad y de autoría que se advierte en esta
censura del plagio, no todos los árcades vieron con malos ojos este tipo de
prácticas. Por ejemplo, el poeta Mariano Barazábal, en su fábula «El
cenzontle», publicada el 23 de agosto de 1809, escribió:
|
Sin duda, esta fábula era una
crítica abierta a la calidad de la poesía que se publicaba en el Diario,
como lo veremos más adelante. Incluso el mismo editor del periódico hacía
referencia a que, «como tenemos espías en el parnaso, nos denunciaron [...] que
algunas producciones son copiadas», pero es preferible publicar mientras la
cosa sea buena o útil, y no común, no reparemos en eso, cediendo gustosos el
crédito o lauro de escritores originales»50. De acuerdo con el punto de vista de Carlos María de
Bustamante, resultaba benéfico para la comunidad publicar textos ya conocidos
aunque no fueran de «actualidad» ni de algún escritor que se estuviera abriendo
camino en la república de las letras mexicanas. La originalidad del «creador»
literario todavía no era tan apreciada para esta comunidad letrada como la
capacidad para conocer, atesorar y reproducir los valores culturales de la
tradición sobre los cuales descansaba su identidad como grupo social. En
consecuencia, resultaba más convincente parafrasear o adaptar un texto de un
autor consagrado y destacar la utilidad que reportaba a la sociedad la
recreación del texto recuperado.
El
debate de los árcades
La Arcadia de
México aglutinó a poetas cuya obra se caracterizaba por intentar alejarse del
lenguaje oscuro, deliberadamente complicado en todos sus niveles, en el cual, a
su decir, habían caído los poetas barrocos. Los árcades buscaban un lenguaje
claro, sencillo y diáfano que expresara de forma natural las emociones humanas,
sin importar el género que se cultivara; en este sentido proclamaron el respeto
de las reglas asentadas por los preceptistas clásicos y, por consecuencia lo
que para ellos era el «buen gusto». A fuerza de repetirse, se ha vuelto una
«falsa verdad» creer que la Arcadia tuvo un carácter evasionista, que sus
poetas sólo se ocupaban de escribir acerca de pastores y ovejas, y que éstos
consideraban a la poesía como mero «divertimento». Esta idea ha terminado por
convencer a más de uno. Sin embargo, se olvida que tanto la Arcadia de Roma,
como la española, la francesa y la portuguesa -en mayor o menor medida-
tuvieron un programa restaurador en lo literario y en lo lingüístico. Este
programa tuvo claras conexiones con el mundo político y social. En la historia
de la cultura occidental, todo proyecto arcádico ha sido la expresión de
profundas recomposiciones del ámbito público que afecta a la producción
literaria y a los autores51. Por ejemplo, el intelectual renacentista construye
de sí mismo una imagen pastoril cuando cobra conciencia de sí mismo como factor
político y agente social de la cultura de su tiempo, y se aparta de la norma
del intelectual escolástico. Otro caso que viene a nuestro recuerdo es el de
los árcades lusitanos cuando vieron la posibilidad de ascender socialmente por
medio de la apropiación de la cultura del periodo. Esta clase de asociaciones
literarias que cruzan toda la historia de Occidente no quisieron ser lugares de
evasión o un simple locus amoenus, por el contrario, abrieron mediante la discusión y
el imaginario arcádico espacios simbólicos donde ejercer la crítica. La Arcadia
de México es descendiente de esta línea de desarrollo de los intelectuales en
Occidente. Nada más lejano al papel decorativo que se le ha asignado en nuestra
historia literaria. El simple hecho de que nuestra Arcadia surgiera sin el
cobijo de la institución y autoridad de la Corona, le confiere un carácter
autónomo e innovador en el contexto de las prácticas literarias de su tiempo.
Los miembros
de nuestra Arcadia utilizaron las páginas del Diario como
arena para la discusión de las ideas acerca del gusto y de la estética propia
de la época (neoclasicismo). Tal era su confianza en el poder de la palabra
impresa y en la lectura para contribuir al mejoramiento de los hombres. Las
polémicas sobre cómo debía escribirse la poesía poblaron las páginas del Diario en
su afán por normar los hábitos intelectuales de los ingenios ilustrados52.
Además de Martínez de Navarrete -como ya se ha señalado-, y de los otros miembros
distinguidos de esta institución literaria, también polemizaron los lectores
cultos de la época que buscaban difundir sus opiniones críticas en la plaza
pública, y no restringirlas, únicamente, a la tertulia doméstica amparada bajo
el eco de los amigos. Nada más alejado de la realidad resulta la idea que nos
hemos hecho de las élites ilustradas del periodo como una pequeña -exclusiva y
excluyente-, amanerada reunión de hombres afectados que hacen gala de su sprit en salones donde se sirven tazas de chocolate
espumoso. En vez de ello, el primer cotidiano en la historia de nuestro país
nos permite atisbar el murmullo incesante de una comunidad mucho más extendida,
que confía plenamente en los dictados del tribunal de la opinión
pública, en los impresos, en la circulación abierta de las ideas. Los
árcades se encuentran, en virtud de sus hábitos y de los instrumentos de
su taller intelectual, mucho más cerca de la figura del
intelectual moderno que lo que habíamos venido pensando.
La abundancia
de polémicas centradas en la lengua poética no debe llamar a engaño a nadie: no
se trata de torneos intelectuales entre eruditos ni de meros juegos de ingenio.
Todas ellas hacen hincapié en diversos aspectos de la teoría poética o retórica
del momento. De modo que se discute sobre las condiciones de un sistema
literario en trance de ser reformado. Estamos ante las bases del proceso
ideológico que fundará en pocos años lo que algunos críticos llaman
nuestra expresión nacional. Es así que los lectores-polemistas
dirigieron su inconformidad sobre todo a la poesía que se publicaba en el Diario.
El argumento más recurrente consistía en sostener que había «una peste de
poetas». De entre las innumerables cartas dirigidas al diarista para quejarse,
sobresale ésta, que fue enviada por «Clarita la preciosa» y en la cual se
planteaba las siguientes preguntas:
¿Qué es lo que dice usted de
tanto poeta roñento como se ha soltado? R. Para lograr un poeta bueno es menester que
cultiven muchos la poesía: lo precioso siempre es raro. Así se perfeccionan
unos y adelantan otros. ¿Por qué se inclinarán tantos a la poesía? R. Tiempo a que lo dijo el refrán: de médico, poeta
y loco todos tenemos un poco. ¿Para qué tantos versos en el diario? R. Porque a muchos les agrada53. |
Otra queja más hacía
referencia a que la poesía que se publicaba por lo regular se caracterizaba por
estar cargada de imperfecciones, ya fuera en virtud del uso excesivo de
arcaísmos54, la mala versificación, la utilización de un lenguaje
oscuro, obsceno, altisonante, y la pedantería al citar frases en latín o hacer
alusiones mitológicas; también la frivolidad en la mayoría de los temas que se
trataban era objeto de crítica. La respuesta de los poetas aludidos no se hizo
esperar. Éstos argumentaron que la poesía no era resultado del «mero artificio
de la versificación» ni que solamente se debía considerar y definir a la
«poesía [como] peste, enfermedad y frenesí». Bárbara Laso Manai (Mariano Barazábal)
abundó:
¿Cómo yo he de creer que sea tan
mala la poesía, y que pueda llamársele frenesí, enfermedad y peste?
Esos sabios antiguos que oigo mentar a mis hermanos [...] Homero, Virgilio,
Horacio, Ovidio y otros innumerables hombres, que por insignes poetas parece
que no han muerto, y que aun comen, y beben con nosotros, ¿fueron por ventura
locos o enfermos? Señor Antipoeta [...] sin duda tropezó en el camino del
Parnaso: le cobró miedo a la jornada y por eso blasfema...55. |
Apenas seis meses tenía
el Diario de México de aparecer cuando se publicó una carta
firmada por «El Pasante», en la cual el autor anónimo criticaba duramente la
forma de hacer poesía de Juan Wenceslao Sánchez de la Barquera (Barueq)56.
Su crítica de carácter formal giraba en torno al empleo de algunas palabras
usadas inadecuadamente que provocaban que las composiciones de Barueq perdieran
sentido poético y se volvieran vulgares prosas. Como resultado de sus
objeciones, «El Pasante» invitaba a Barueq a leer La poética de
Luzán para que así pudiera entender y saber cómo se hacen versos menos malos.
El árcade Barueq, en contraataque, dio una larga respuesta publicada en dos
números del Diario:
Señor mío, el buen gusto
abomina toda esclavitud, y aprecia la libertad de producirse, con tal
que sea con aquella moderación que forma el verdadero carácter del poeta,
pero la crítica del rigorismo luzánico, impone leyes sin saber lo que pesca.
Se quieren destruir los acrósticos, los laberintos, y otros metros, porque
son una tortura de la imaginación: y quieren imponemos una esclavitud en las
consonantes, cuyo caudal debe ser el más copioso, parla viveza de la
imaginación acalorada. Por lo común los acabados en ante son
participios, y estos como suelen significar acción lo mismo que cualidades,
son el lenguaje de la libertad poética57. |
Para Barueq el «buen gusto»
estaba dado en la libertad del poeta para experimentar nuevas formas y nuevos
usos de palabras; usos y formas que abrieran el camino a «la viveza de la
imaginación acalorada». No obstante, el árcade no desconocía los códigos por
los que se regía la preceptiva, era un poeta consciente del nuevo camino que
buscaba transitar. Tan consciente como algunos de los miembros de la Arcadia
que habían elegido flexibilizar las formas, en busca de un lenguaje más
natural, más cercano a lo que eran o buscaban ser. Barueq continúa su discusión
con «El Pasante» explicando por qué decidió el uso de una palabra y no otra,
por qué a sus composiciones conviene una rima consonante y no una asonante, por
qué opta por una terminación y no otra. En beneficio de sus argumentos, se
refiere a fray Luis de León, Fernando Herrera, Juan Bautista Arriaza, Juan
Meléndez como poetas que no escaparon al uso de terminaciones en ante y anto.
En pocas palabras, Sánchez de la Barquera afirma tajantemente que las
terminaciones en anto y ente
Para concluir con su clase de
preceptiva, Sánchez de la Barquera le recomienda al «Pasante» que estudie ya no
el rigorismo luzánico sino que, «cuando usted quiera estudiar algo de poesía
con fundamentos, lea al Rollin, en su Tratado de estudios (t. I),
al Barthelemy, en su Viaje de Anacharsis, al Blair, en su Tratado
de poesía y versificación, y finalmente, para medir sus versos al Masdeu
en su Arte poética»58.
Es digno de
señalar que entre los miembros de la Arcadia de México también hubo desacuerdos
al respecto de la preceptiva literaria. Tiempo después de las desavenencias
entre Barueq y el lector embozado tras el seudónimo de «El Pasante», dos
árcades, José Mariano Rodríguez del Castillo y Mariano Barazábal, utilizaron
sus composiciones poéticas para descalificarse entre sí en la más pura
tradición de la sátira; de manera contundente exhibieron los defectos que
padecían sus poemas. El primero en abrir fuego bajo las iniciales JMRC fue
Rodríguez del Castillo con su anacreóntica «A la Alameda». En ese poema acusa
al «Aplicado», seudónimo de Barazábal, de dedicarse a «morder vidas ajenas» en
vez de ocuparse en escribir poesía. Por ello, lo excluía de la invitación que
hacía a sus otros colegas para componer un himno a «nuestra hermosa Alameda».
El «Aplicado» siguió publicando algunos poemas sin hacer referencia alguna a
esa ofensa, pero el 27 de abril de 1807 publicó una oda en «Respuesta a la
anacreóntica del n. 558». A partir de este momento, los disparos comenzaron,
iban en un sentido y volvían cargados de más pólvora. Del mismo modo, en esta
tradición ilustrada del gusto por la discusión, donde la crítica era la sal y
la pimienta, «El Pensador Mexicano» también contribuyó con su granito de sal y
ocupó las páginas de nuestro cotidiano para entablar acres discusiones sobre la
sátira o el uso de los «espacios públicos» con algunos cognotados miembros de
la Arcadia de México.
En general,
gran parte de las discusiones que se suscitaron se abocaba a criticar la forma
y el lenguaje empleados en la construcción de los poemas. Por un lado, estaban
los poetas que buscaban únicamente expresarse de manera sentida, clara y
concisa; por el otro, los poetas que pedían someterse al mando de la métrica y
la versificación, para ello citaban a las autoridades en boga, como Luzán,
Boileau, Blair, etcétera, cuando eran censurados por su pretendido
acartonamiento. Incluso, algunos fueron más allá en sus preocupaciones y
discutieron sobre reglas ortográficas59, porque «nunca escribirás bien si no escribes con sus
reglas», y la «mala pronunciación» americana que dislocaba los acentos.
Problemas que, a su decir, también sufrían los habitantes de varias provincias
de España, y de quienes se había heredado. Así, en un despliegue de
participación para evidenciar su postura -que justificaba el camino que habían
elegido-, los árcades publicaron un gran número de composiciones que bien
podríamos definir como «arte poética». «El Africano» (Ángel Ruiz) publicó un
largo poema del que transcribo sólo la parte de su defensa:
|
Por otro lado, los partidarios
de someterse a las reglas parecieran responder a «El Africano» en este soneto:
|
León de Parma61 |
|
Recordemos que el soneto
gozaba de tanto prestigio en estos años que a la muerte de fray Manuel Martínez
de Navarrete se sugirió que para elegir nuevo mayoral se seleccionara al poeta
que más y mejores sonetos hubiera escrito y publicado en el Diario,
porque, a su decir
En la poesía española la
composición, por decirlo así, más brava es el soneto. Los antiguos y modernos
inteligentes la llaman el potro de los poetas. Ella es una composición seria,
digna, bella y respetable cuando sale perfecta que es lo más difícil.
Ninguno puramente versista puede travesear con esta
majestuosa composición, sin dar a conocer de luego a luego, la limitación de
sus alcances62. |
La discusión sobre la
preceptiva era uno de los vehículos más poderosos para dar expresión al interés
de los miembros de la Arcadia en demostrar que en América se escribían obras de
calidad a la altura de las de Europa. Su propósito era buscar el reconocimiento
y respeto pero no sólo por parte de sus connacionales sino en el extranjero, y
propagar así una imagen de los talentos que poseía toda América, reivindicando
a la cultura novohispana63. De acuerdo con sus convicciones, el tener una
literatura bien cuidada nos refrendaría como nación culta y civilizada. Por
ejemplo, Juan María Lacunza, el infatigable promotor de la Arcadia, pedía que
la poesía -seguramente Martínez de Navarrete coincidía con él- se sujetara
conscientemente a reglas fundadas en la poética y la preceptiva clásicas con el
propósito de lograr el reconocimiento del exterior; así, el buen dominio de la
versificación era, a su decir, la prenda más cara en un poeta. El árcade Lacunza
valoraba públicamente los atributos que como poeta tenía Meléndez Valdés a
quien, a su juicio, había que emular, a pesar de que «en su epístola al
canónigo Cándamo (p. 330 de sus poesías) nos trató nada menos que de
bárbaros, rudos, salvajes, etc. Error que sólo es disculpable en el ningún
conocimiento que tenía de los sublimes Tagles, Sartorios, Barqueras y otros
mil»64.
El mismo Lacunza en su romance «A la Arcadia Mexicana» instaba a los árcades,
después de la muerte de Martínez de Navarrete (Nemoroso), de José Victoriano
Villaseñor (Delio) y de Juan José de Güido (Guindo), todos ellos destacados
representantes de esta asociación
|
Es más que clara la postura
reivindicadora y militante del árcade Lacunza, su intención va más allá de
escribir sobre pastores, corderitos u ovejitas heridas como comúnmente se
identifica a los poetas que pertenecieron a la Arcadia.
Hay que
insistir en esto, porque se sigue repitiendo en nuestros círculos que en la
Arcadia Mexicana no hubo espacio para la discusión, sino que fue una asociación
donde prevaleció un ambiente de espíritus sosegados y acríticos, nada más
alejado de la verdad.
Los
cimientos mexicanos de la ciudad letrada
La lectura de
la poesía de fray Manuel Martínez de Navarrete publicada en las páginas
del Diario de México permite entender cuál era la intención
de la poesía de esos años. Sabemos que además de cultivar la poesía bucólica,
el fraile y sus colegas árcades practicaron la poesía amorosa, religiosa,
satírica y política, esta última sobre todo tuvo su «esplendor» cuando se
suscitó la invasión napoleónica en España (1808). Hay que destacar que la
poesía religiosa estaba dedicada, fundamentalmente, a la virgen de Guadalupe o
a san Felipe de Jesús, personajes íntimamente ligados a la historia cultural de
México.
Sin duda, fray
Manuel Martínez de Navarrete y sus colegas árcades buscaron consolidar el
carácter propio de la poesía mexicana, para ir gestando una identidad que se
convirtiera en orgullo nacional. Así, con la conciencia de comenzar a definir
una identidad propia, los poetas del Diario utilizaron
palabras como jacal, manta, ixtle, tilma, petate, ayate, pulque, o hicieron
amplias referencias a la fauna mexicana; así, zopilotes, guajolotes,
cenzontles, loros y chichicuilotes, poblaron sus textos65.
Ya Jorge Ruedas de la Serna ha expresado atinadamente que
La modesta Arcadia Mexicana se
aproximaba ya a esa idea de consolidación de una cultura nacional, que
partiese de valores oriundos, y en tanto que era el resultado de una
asociación libre y espontánea, y por ello mismo inédita, implicaba la cultura
del pasado como algo ajeno y desnaturalizador. La operación poética más
característica de la Arcadia Mexicana consistió en una forma de apropiación
de las convenciones europeas, para traducirlas a un código vernáculo: el
paisaje se pobló de especies y seres mexicanos, o mestizos: magueyes, jarros,
chinampas, mayates, indios, etcétera. Las ninfas se mudaron en «la indita
Xúchil que a recoger verdura, anda de madrugada», «el vino de Lesbos», en el
preciado pulque, «que es también don del gran padre Liéo» y la patrona de la
Arcadia en la Virgen de Guadalupe66. |
La poesía de los árcades sobre
todo dio cabida a la discusión, porque se le veía como un ejercicio de ensayo y
error, nada estaba dictado de manera definitiva y todo se iba conformando por
aproximación. Lo publicado en el Diario de México era una
lección, un aprendizaje que se iba afinando poco a poco. Al lado del desarrollo
del proceso ideológico de la Independencia de México, la comunidad letrada
reunida en torno a las páginas del Diario desarrollaba un
proceso complementario, no menos delicado para la construcción de una cultura
nacional que la rebelión armada: me refiero a la articulación de un sistema
lingüístico-literario, espacio simbólico de la ciudad letrada de México, a
punto de nacer como entidad política.
Ruth Wold
señala que la mayoría de los poetas que hicieron su incursión literaria en las
páginas del Diario de México eran hombres jóvenes, de veinte
a treinta años. Por nuestra parte, agreguemos que Manuel Martínez de Navarrete
fue el ejemplo para esos jóvenes que comenzaban a incursionar en la literatura
y que más tarde se comprometerían con la lucha por la Independencia de México.
Mencionemos que los miembros de la Arcadia fue un grupo heterodoxo de
hombres que tuvo distintas posiciones tanto en su quehacer literario como en su
actitud respecto a la guerra de Independencia; baste recordar los nombres de
Francisco Sánchez de Tagle (quien ocuparía el lugar del fraile michoacano a su
muerte y se le nombraría el nuevo mayoral de la Arcadia), Anastasio de Ochoa y
Acuña, Juan María Wenceslao Sánchez de la Barquera, Mariano Barazábal y José
Manuel Sartorio como simpatizantes de la guerra insurgente, y a Juan María
Lacunza, José Mariano Rodríguez del Castillo, Francisco Estrada y Agustín
Pomposo Fernández de San Salvador como fieles servidores de la Corona. De la
misma manera no todos los integrantes de la Arcadia habían nacido en suelo
mexicano, por ejemplo, Simón Bergaño y Villegas, Pelayo Suárez, Ramón Roca,
Antonio José de Irisarri y Francisco María Colombini y Camayori habían visto la
luz por vez primera en otras tierras. Mariano Rodríguez del Castillo así nos lo
hace saber:
Entre los árcades mexicanos hay
algunos que nacieron más allá de los mares, tal es mi amadísimo Dametas
[Ramón Quintana del Azebo], aquel Dametas que ha encantado mi alma con su
noble trato, con su carácter sincero y amoroso y con todo género de prendas,
que lo han hecho entre nosotros, uno de nuestros amigos de los más fieles y
uno de nuestros hermanos más queridos. Las célebres montañas de Asturias lo
produjeron, como también a nuestros Lepoay [Pelayo Suárez] y SB y Villegas
[Simón Bergaño]. Árcade del Dauro y ahora en México, nosotros no amamos a los
pastores porque hayan nacido en nuestras cabañas, ni los aborrecemos porque
hayan venido de lejanas tierras. La virtud es la que caracteriza al hombre y
la tierra, es patria del hombre de bien67. |
Fray Manuel Martínez de
Navarrete no viviría para ser testigo de los cambios, pero fue sin duda el
«agitador», que con su forma de hacer poesía motivó a sus colegas árcades. Tan
claro fue esto que a su muerte -y por supuesto por los sucesos políticos y
sociales por los que atravesaba el país- la producción poética en las páginas
del Diario decayó significativamente. Sin embargo, los
incansables Mariano Rodríguez del Castillo y Juan María Lacunza no se dieron
por vencidos y continuaron escribiendo poemas en donde invitaban a revivir la
experiencia social de la Arcadia.
|
La invitación no tuvo el eco
esperado y todo se resumió a esporádicas colaboraciones pero sin la esencia de
los primeros años del Diario de México. Los «¡Pastores que
habitáis en las riberas / del opulento valle mexicano», a que se refería
Rodríguez del Castillo, ya se habían marchado de los campos y habían puesto a
buen recaudo sus rebaños.
Consideraciones
finales
Como hemos
podido corroborar a lo largo de estas páginas la importancia del Diario
de México, en tanto que fuente de valiosísima información científica,
literaria, social, cultural, histórica y política, es fundamental para todos
los campos del conocimiento.
El innovador
fenómeno que para la comunicación de la sociedad novohispana representó contar
con un periódico diario independiente de la Corona es digno de destacarse, aún
más el hecho de que la publicación invitara desde un inicio a los lectores a
colaborar espontáneamente, utilizando los buzones colocados para ese fin en la
ciudad.
Respecto de la
literatura novohispana, a principios del XIX ésta había comenzado a agotar sus
excesos de barroquismo. Los poetas habían decidido mudar sus temas pastoriles
por los épicos de las luchas nacionales. El Diario de México se
convierte así en el vehículo que aviva el surgimiento del tardío neoclasicismo
local, y podría aventurarse que apoyado en él, la Arcadia Mexicana alcanzó su
expresión más alta, ya que convivió con los aspectos finales del barroco, con
los aspectos del neoclasicismo y con la alborada del romanticismo, e impuso así
la coexistencia ecléctica de estilos antagónicos. Por ejemplo, en la literatura
los nombres de los neoclásicos españoles (Fernández de Moratín, Luzán, Cadalso,
Cienfuegos, Quintana, etc.) y los de sus epígonos mexicanos (Martínez de
Navarrete, Sánchez de Tagle, Ochoa y Acuña) se mezclaban en el Diario
de México con los grandes escritores barrocos de los Siglos de Oro
(Lope, Quevedo, Garcilaso, Calderón, los Argensola, Torres Villarroel).
También
el Diario en sí y su afán didáctico y popular encarnaron el
sentido moderno de la sociedad novohispana. Los muy diversos temas tratados
muestran la pluralidad de intereses de los letrados de la época. Desde temas
científicos, religiosos, educativos, literarios y culturales hasta consejos
prácticos, anuncios, y otras minucias cotidianas tuvieron expresión en sus
páginas como resultado de la herencia de la Ilustración. El Diario,
por ejemplo, permitió que el debate de múltiples temas saliera de los salones y
tertulias para ser ventilados públicamente en la prensa e interesar a un número
inusitado de personas y dar cuenta de las posturas de diversos sectores
sociales y abrir así un espacio para la naciente opinión pública.
Por otro lado,
el registro de la actividad teatral en los primeros lustros del siglo XIX está
ampliamente documentado en el Diario; lo mismo pueden rastrearse
para su estudio los libros que se leían y cuáles estaban prohibidos por la
Inquisición, así como el lugar donde habían sido impresos. De la cultura popular
y de las costumbres de la época hay mucho por descubrir. Las estampas
costumbristas y los retratos de tipos de la sociedad que fueron tan del gusto
de nuestros escritores del siglo pasado hallan en el Diario ejemplos
singulares.
En cuanto a
lengua, léxico y ortografía (esta última muy irregular entonces), el Diario ofrece
interesantes posibilidades de estudio, ya que su interés por emplear un
lenguaje accesible, frecuentemente popular, lo convierte en vivo testimonio de
cómo se hablaba y escribía el español en México a principios del siglo XIX.
Para la
historia del periodo, el Diario encierra mucha información,
si bien es preciso indicar que la mayor parte de ella está encubierta, y sólo
queda sugerida, a causa de la difícil circunstancia de censura política bajo la
que tenían que trabajar sus editores. Las ideas liberales heredadas de algunos
jesuitas, las lecturas de los ilustrados franceses y españoles y la incipiente
conformación de una identidad mexicana, diferenciada de la española, son todos elementos
ideológicos precursores de la guerra de Independencia que pueden advertirse en
el Diario de México. Como sabemos el antecedente cultural de la
guerra de Independencia más importante se remonta a 1767, cuando los jesuitas,
por orden del rey Carlos III, fueron expulsados de tierras americanas, y con
ello se vio mermada la vida cultural moderna de la Nueva España, pero no el
germen de las ideas de libertad que aquéllos habían sembrado. Con su expulsión,
se puso de manifiesto la ortodoxia religiosa, cuestión que mantuvo su vigencia
mucho más allá de los albores del siglo XIX. Es por ello que la frecuente
alusión a los jesuitas mexicanos más notables en las páginas del Diario
de México no resulta sorprendente, sino destacable. Asimismo la
presencia de las ideas de los futuros integrantes de la secreta sociedad
independentista de los Guadalupes halla lugar en las páginas de nuestro primer
cotidiano.
Otro punto que
es digno de destacar es la participación activa y constante del público-lector
de nuestro cotidiano, ya que con sus colaboraciones censuró o sancionó los
temas a los que se debía dar prioridad.
Podríamos
continuar señalando un sin fin de temas que se abordaron en el Diario
de México, baste decir en términos generales que nuestro primer cotidiano
todavía encierra información muy valiosa en sus páginas y que está a la espera
de que nuevos estudiosos transiten por sus páginas.
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