sábado, 26 de agosto de 2023

 

El Trienio Liberal (1820-1823)

«Para allanar la resistencia que esta situación [sobre las razones del fracaso del Trienio] y carácter individual oponían al sólido establecimiento del nuevo sistema, hubiera sido necesario un pueblo de otra índole y otra decisión. Pero las pasiones políticas no se inflaman en la muchedumbre tan fácilmente como se piensa; y el español, grave y tranquilo por inclinación, obediente y sumiso por costumbre, no podía ser excitado de repente al amor exclusivo de unas leyes a las cuales faltaba el cimiento de la experiencia y la majestad que da el tiempo».

Manuel José Quintana, «Carta tercera, 25 de diciembre de 1823», en Obras políticas, Cartas a Lord Holland sobre los sucesos políticos de España en la segunda época constitucional, Madrid, Atlas, 1946



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Obras políticas

Cartas a lord Holland sobre los sucesos políticos de España en la segunda época constitucional

Manuel José Quintana

Antonio Ferrer del Río (Pr.)




Prólogo

Estas cartas, como sus mismas fechas lo manifiestan, se escribieron Poco después de la catástrofe política a que se refieren. Al amargo sentimiento que afligía entonces a los españoles por los males sin cuento amontonados sobre su país, se añadía el enojo de verse insultados y calumniados por todos los ecos vendidos al despotismo europeo. Echábase en cara a los vencidos su misma confusión y vergüenza como resultado necesario de su terquedad y de sus extravíos. Decíase a boca llena que los que no habían sabido aprovecharse de la libertad adquirida, y tan mal la defendieron, no merecían ser libres ni eran dignos de lástima o perdón: opinión por cierto bien cómoda a los insolentes agresores y a sus cómplices infames, para no ser propalada con todo aparato y solemnidad, y acogida donde quiera con aprobación y con aplauso.

Deber era de todo español repeler este sistema de difamación y de injusticia. El autor de estas cartas se apresuró por su parte a cumplir con esta obligación, y bosquejó en ellas los sucesos principales que terminaron en aquel deplorable acontecimiento, apuntando las verdaderas causas que lo produjeron. Y como se trataba de rectificar la opinión, tan miserablemente extraviada fuera de España, pareció conveniente dirigirse a un ilustre extranjero, con quien de mucho antes unían al autor relaciones estrechas de aprecio y de amistad. Aficionado a nuestras cosas, defensor perpetuo de los intereses de nuestra libertad, y respetado en toda Europa por su carácter y por sus principios, lord Holland podría autorizar mejor el desengaño, y prestando un fuerte apoyo a la verdad, contribuir poderosamente al propósito de la obra.

Publicarla entonces era de todo punto imposible. Ahora quizá ya es tarde, después de tantos años y de los grandes y diversos acontecimientos que han sobrevenido entre nosotros. Todavía el autor, en la persuasión de que la presente investigación sería útil, se ha decidido a darla a luz. Si desvanece algunas prevenciones sobre cosas y personas, que desgraciadamente se van prolongando en demasía; si contribuye a que se entiendan mejor los sucesos de una época no bastante conocida y apreciada; si, en fin, pudiera servir a evitar aunque no fuese más que uno de los errores que entonces cometimos, habrá llenado el objeto de la publicación, y su resultado político no sería enteramente perdido. Por otra parte, la distancia misma a que están hoy día los objetos que aquí se controvierten, como que los pone a mejor luz para el autor y para los lectores. Consideraránse así más a sangre fría, y por consiguiente podrán ser observados con más tino y apreciados con más imparcialidad. Por manera que lo que la obra haya perdido en oportunidad y en interés, lo habrá ganado en autoridad y confianza.

La cuestión ventilada por los políticos sobre la forma con que se ha de combinar la facultad da mandar con la obligación de obedecer, de modo que el orden social no se perturbe y la libertad esté segura; esta cuestión, repito, no es la que se ventilaba por los españoles en el tiempo de que se trata. Otro era por cierto el objeto de la contienda, menos complicado y profundo, pero mucho más urgente y positivo. Tratábase de determinar si la nación española debía continuar amarrada al yugo político y sacerdotal que de tres siglos la oprimía, o si había de mantenerse la emancipación ensayada en el año 12 y recuperada en el de 20. Esta era la cuestión de entonces, indispensable sin duda y preliminar a la otra: primero era ser libres; el cómo era negocio para después.

Siendo por tanto estas cartas más bien una obra histórica que doctrinal, por demás sería buscar en ellas un sistema de gobierno representativo sobre que argumentar y discurrir. Sin duda el que las ha escrito tiene el suyo propio, que prefiere a los demás, pero sin pretender que en él esté precisamente cifrada la felicidad y el porvenir de la nación española. ¡Lejos de él tan impertinente presunción! Confesará sin embargo, y la obra presente lo da a entender donde quiera, que su inclinación propende a las ideas francamente liberales, a aquellas que como triviales son desdeñadas por los unos, y tachadas por los otros de anárquicas y peligrosas. De ello no me acuso ni me absuelvo. La libertad es para mí un objeto de acción y de instinto, y no de argumentos y de doctrina; y cuando la veo poner en el alambique de la metafísica me temo al instante que va a convertirse en humo.

Podrán en buena hora otras teorías políticas ser más útiles en tiempos ordinarios, estar más bien digeridas, más sabiamente concertadas: yo aquí no se lo disputo. Pero disponer mejor el ánimo para adquirir la libertad cuando se aspira a ella, para defenderla cuando se posee, y para recobrarla cuando se ha perdido, eso es muy dudoso que lo hayan hecho ni que puedan hacerlo jamás.

Y no se engañen los españoles: la cuestión primera, la principal, la de si han de ser libres o no, está por resolver todavía. Verdad es que han adquirido algunos derechos políticos, pero estos derechos son muy nuevos y no han echado raíces. Por consiguiente, han de ser atacados sin cesar, y si no se atiende a su defensa con decisión y constancia, serán al fin miserablemente atropellados. El estado de libertad es un estado continuo de vigilancia, y frecuentemente de combates. Así sus adversarios, considerando aisladamente la agitación de las pasiones y el conflicto de los partidos que acompañan a la libertad, dicen que no es otra cosa que una arena sangrienta de gladiadores encarnizados. Este espectáculo a la verdad no es agradable; pero hay otro mucho más repugnante todavía, y es el de Polifemo en su cueva devorando uno tras otro a los compañeros de Ulises.






Carta primera

20 de noviembre de 1823



Sé bien, milord, que sucede en los infortunios políticos a los pueblos lo mismo que a los particulares en los suyos Si no corresponden a la opinión honrosa que de ellos se ha tenido, encuentran por lo común cerradas las puertas a la compasión, y mucho más al interés. Mas aunque puede recelarse que en la crisis presente sea este el caso de los españoles para con la generalidad de los hombres, y que también estas cartas mías participen del disfavor que su mismo argumento lleva consigo, no debo temer de modo alguno que así suceda con vos. Tantas y tan grandes muestras como habéis dado en todos tiempos de interés y afición a las cosas de España, y de amistad y aprecio al autor de esta correspondencia, me animan a entrar con vos en un examen franco e imparcial de los sucesos que han pasado entro nosotros. Yo me figuro que el raudal de la fortuna me ha llevado a Londres, y que en vuestro gabinete o en vuestra biblioteca, a la manera que en otro tiempo en Madrid hablábamos de letras, de filosofía y de política, echamos una ojeada sobre esta última época de nuestra revolución, y contemplamos el curso que han llevado nuestros negocios políticos hasta el abismo en que acaban de sumergirse. Un español y un amigo conversando con vos sobre los asuntos de su país está seguro de ser escuchado no solo con atención, sino con benevolencia también.

Quizá de este examen, como hecho por una persona a quien tanta parte ha cabido siempre en las oscilaciones de la libertad, no se esperarán aquella imparcialidad y buena fe que son el mejor carácter y la calidad principal de escritos semejantes. Mas yo, milord, he sabido toda mi vida, al tratar de asuntos públicos, prescindir de los intereses y pasiones particulares; y colocado además por la fortuna desde el año de 20 en una posición bastante cercana a los hombres y a los negocios para conocerlos sin tener que manejarlos, puedo hablar de ellos con sinceridad y franqueza, porque no me tocan ni la alabanza ni el vituperio de sus resultas. Procederé pues ahora según he tenido siempre de costumbre: hablaré de las cosas según lo que entiendo de ellas; poco de las personas, porque están vivas, y la mayor parte infelices; y discurriendo por la cima de los acontecimientos, veremos cuáles han sido las verdaderas causas de esta catástrofe inesperada. Por manera que, sin dejar de atribuir a nuestra ignorancia y extravíos la buena parte que les corresponde, veremos también así no solo la que exclusivamente pertenece a la fuerza irremediable de las cosas, sino también la que consiste en las pasiones y dañadas miras de otros hombres que nosotros. Condenemos severamente todo lo que tenga su origen en la terquedad y mala fe; demos a la inexperiencia y a la ignorancia los males de que han sido causa; pero justifiquemos al partido vencido de tantas imputaciones absurdas; y los españoles que amamos la libertad, ya que seamos infelices, no parezcamos a los ojos de la posteridad y de la Europa indignos de la hermosa causa que nos propusimos defender.

Sería inoportuno sin duda, y acaso indecoroso, tratar con un inglés del derecho que tienen las naciones a mejorar sus leyes o su gobierno cuando por él o por ellas son llevadas claramente al precipicio. Esta cuestión, que propuesta con la exactitud y claridad debidas no tiene más que una solución racional, ha sido embrollada por los intereses, corrompida por las pasiones, y hecha peligrosa por los acontecimientos de la fortuna. Prescindamos, milord, de ella por ahora; más aún en la suposición de poderse negar generalmente a los pueblos este precioso derecho, el español, por la posición y circunstancias particulares en que se ha visto en estos últimos tiempos, debería obtener, por consentimiento común de todos los hombres, una excepción favorable.

Volvamos los ojos a lo que ha pasado en nuestros días, sin ir a buscar pruebas para ello en otras épocas lejanas; y tomemos por primer punto de comparación el reinado de Carlos III. Sus ministros, vos lo sabéis, no pasaron jamás de una capacidad mediana; las formas de su gobierno eran absolutas, hubo abusos de poder y errores de administración que en vano sería negar; y sin embargo, el espíritu de orden y de consecuencia que tenía aquel monarca, y una cierta gravedad y seso que preponderaba en sus consejos, iban subiendo el Estado a un grado de prosperidad y de cultura que presentaba las mejores esperanzas para en adelante. Murió Carlos III, y estas esperanzas agradables se enterraron con él en su sepulcro. Los españoles, acostumbrados a ser gobernados con moderación y cordura, a ver en los actos de la autoridad llevar siempre por gula, o a lo menos por pretexto, el bien general, del Estado, debieron escandalizarse considerando la temeridad y la insolencia con que el nuevo gobierno empezó a usar de su poder.

Por despótica y absoluta que la autoridad suprema sea, mientras que en su ejercicio se conforma con el interés general es obedecida con gusto, y al mismo tiempo respetada. No así cuando manda torciéndose hacia el interés personal o al interés de partido; porque entonces, si es fuerte se la aborrece y se la detesta, y si débil ni se la respeta ni se la obedece. Los veinte años del reinado de Carlos IV no fueron más que una serie continúa de desaciertos en gobierno, de desacatos contra la opinión y de usurpaciones contra la justicia. El objeto grande y primario de la autoridad fue elevar un ídolo a la adoración pública, y sacrificarlo todo a este fin desatinado. La nación con efecto se le puso toda de rodillas, las mujeres te sacrificaron su pudor, los hombres su decoro y dignidad, un volver de ojos suyo alzaba, derribaba las personas; disponía de los tesoros, de las provincias; declaraba la guerra, ajustaba la paz. ¡Aun si él con sus talentos y con sus aciertos se hubiera hecho perdonar el escándalo de su elevación! Pero el triste resultado de los grandes negocios que pasaron por sus manos ha dejado grabada en caracteres indelebles su ominosa ineptitud1. A la guerra impolítica con la Francia en el año de 93 sucedió la paz vergonzosa de 95; a ésta, una alianza inconcebible y absurda; después las dos guerras marítimas con la Inglaterra; y en estas operaciones contradictorias y desgraciadas se consumió el ejército, se destruyó la armada, y se aniquilaron el tesoro, el crédito y los recursos. Cien mil hombres de guerra, ciento veinte navíos y cuarenta fragatas de línea, una hacienda floreciente, ponían a cubierto contra toda ambición ajena la majestad e. independencia de la monarquía española. Todo se deshizo en las manos de este privado. Así es que cuando Napoleón atacó la Península con toda la astucia de sus artes maquiavélicas y con todo el peso de su poder colosal, la encontró sin tropas, sin navíos, sin almacenes; sin dinero y sin recursos: en suma, un país perdido, como él decía, que con su mismo abandono se le estaba poniendo en la mano.

A tan alto precio costeamos los españoles las liviandades de María Luisa. Y todavía si Carlos IV hubiera fallecido en su trono y le trasmitiera a su heredero en el orden regular de las sucesiones, lejos de pensar en revolución alguna política, hubiéramos librado en la prudencia del nuevo rey el remedio de nuestros males, y creyéramos atajados y castigados los desórdenes anteriores con las mudanzas de corte que se siguen siempre al fallecimiento de los príncipes. Bien lejanas por cierto estaban de nosotros las máximas revolucionarias de que tanto se nos acusa. El despotismo militar en que después de tantas convulsiones cayeron los franceses había entibiado el calor de los más exaltados y abierto los ojos a los más ilusos. España, habituada a las cadenas del poder absoluto, las hubiera llevado con la misma paciencia y resignación; y en vez de ser escándalo y cuidado a los gabinetes de Europa, como se afecta creer, siguiéramos siendo para ellos un objeto de lástima y desprecio, como lo éramos entonces.

La áspera mano de Napoleón vino, con aquel sacudimiento terrible, a arrancarnos a esta indolencia, y vímonos precisados a mirar al fin por nosotros. Por demás sería recordar aquí la manera alevosa con que fueron introducidas las tropas francesas en España; cómo la familia real proyectó fugarse a la Andalucía; cómo se lo estorbó la revolución de Aranjuez; con qué artificios logró Napoleón llevársela toda a Bayona, y con qué orgullo insolente nos dictó desde allí leyes a su antojo y nos anunció una nueva dinastía. Mas ¿no sería bien, milord, preguntar a los que con tanta confianza se han metido a ser abogados de los desafueros, si la nación, puesta entre la ambición de un usurpador que se la va a devorar, y un gobierno desatinado y cobarde que bulle dejándola atada de pies y manos a merced de su enemigo: no sería bien, repito, preguntar si los españoles entonces tenían o no derecho para pedir cuenta a sus gobernantes del uso que habían hecho de su autoridad, y del empleo de los inmensos medios que habían puesto en sus manos? No sería bien que estos apóstoles de la obediencia pasiva nos dijesen si estaban obligados a cumplir lo que a la sazón nuestros príncipes nos mandaban desde Bayona? Ellos en sus renuncias y en sus proclamas nos imponían como ley que sucumbiéramos al conquistador y nos sujetáramos a su albedrío. Más nosotros denodadamente resistimos a este mandato pusilánime, y les conservamos a pesar suyo el cetro y el trono que ya tenían abandonado. ¿Qué resultó de aquí? Que a la sombra de su autoridad Bonaparte y sus fautores nos acusaban de rebeldes y nos apellidaban jacobinos, mientras que los inventores del dogma de la legitimidad aplaudían a nuestro levantamiento, y cifraban en nuestra resistencia y sacrificios la seguridad de los tronos, el restablecimiento de los Borbones y la independencia de Europa.

Suponer que los españoles trataron de arrostrar los males terribles y la desolación espantosa de aquella guerra cruel sin más objeto que el de asegurar su independencia y rescatar a su rey; creer que no habían de pensar en sacar alguna ventaja interior por tan prodigiosos esfuerzos, ni en remediar los abusos por donde habían venido a tamañas calamidades, es soñar absurdos tan ajenos de la condición humana como del curso que llevan generalmente los negocios del mundo. Por ignorantes y atrasados que estemos, no somos ciertamente tan estúpidos; y el azote funesto que este desdichado país tenía sobre sí le enseñaba en lecciones de dolor y de sangre su deber para lo futuro. Así es que la idea de reformar nuestras instituciones políticas y civiles no fue ni podía ser efecto del acaloramiento de unas pocas cabezas exaltadas, ni tampoco conspiración criminal de un partido de facciosos. Si el grosero descaro de la hipocresía y de la ignorancia, si el sobrecejo de la política afecta tratar así esta generosa idea desde el año de 14 ahí están cuantos monumentos respetables puede presentar la historia, que desmienten a boca llena tan insolente impostura.

No eran facciosos ni jacobinos los sujetos que compusieron generalmente las juntas provinciales, ni los individuos de la Junta Central, ni los de la primera regencia. De todos estos cuerpos hay documentos auténticos en que está solemnemente expresado el deseo, declarada la voluntad y preparados los medios para el restablecimiento de las Cortes. No lo eran tampoco los consejeros de Castilla, que en su competencia con la Junta Central reclamaban aquella institución como el único medio legal de formar un gobierno en aquellas circunstancias. No lo eran, en fin, tantos escritores políticos que a la sazón manifestaron al público con incontrastables razones la misma opinión y el mismo deseo. Nadie dudó entonces que en este restablecimiento iba esencialmente envuelta la idea de reformar los abusos introducidos en la monarquía. Y para citar alguno bastaría recordar la carta impresa de don Juan de Villamil, en que expresamente decía que debla salirse a recibir al Rey con una Constitución en la mano, por la cual, para mandar mejor, mandase menos; y cierto que dar a don Juan de Villamil el dictado de liberal exaltado sería una especie de antífrasis, de que él mismo se reiría y nosotros mucho más.

Al fin la Junta Central, después de muchos debates y de maduras deliberaciones, dio su célebre decreto de 22 de mayo de 1809, por el cual se comprometió a convocar las Cortes, y señaló los objetos de utilidad pública que llevaba consigo esta gran resolución. Estos objetos abarcaban todos los ramos de la administración pública como sujetos de necesidad a las reformas que se preparaban. De manera que, sentando como bases inamovibles del edificio social la monarquía hereditaria en Fernando VII y su familia, y la religión católica como la religión del Estado, todo lo demás debería recibir las variaciones que se tuviesen por convenientes para bien general de la nación. Hacienda, ejército, marina, tribunales, códigos, instrucción pública, nada quedó por señalar, y a todo debía extenderse el dedo reparador que lo había de conseguir. Es muy denotar aquí que este decreto en su parte reformadora parecía tomado a la letra del voto que dio en la materia el bailío don Antonio Valdés. Vos, milord, que conocisteis a este dignísimo sujeto, vos sabéis cuánta era su capacidad como hombre público, cuál la nobleza y elevación de su carácter, cuál la dignidad, y estoy por decir la altura desdeñosa de sus palabras y de sus modales; y vos mejor que nadie sabréis discernir el valor que debía tener la opinión de un hombre como aquel, y cuán lejos estaba de los motivos, o viles o insensatos, que se suponen en un alborotador populachero.

A este voto debería yo unir el de nuestro insigne amigo el inmortal Jovellanos. Pero en sus escritos, que corren por todo el mundo y que vivirán cuanto vivan la lengua castellana y la virtud, se halla consignada la misma opinión con tales caracteres, que parece superfluo referirlos, y sacarlos de allí sería sin duda alguna debilitarlos

En suma, milord, no había hombre ilustrado y sensato en España que no estuviese por esta restauración; y vos sabéis harto mejor que yo cuánto era deseada también por todos los políticos extraños que se interesaban en nuestras cosas. Hasta la diplomacia, tan intratable después con todos nuestros conatos por la libertad, se les mostraba entonces benigna y favorable, y hubo nota pasada a la Junta Central en que se la amagaba con el disgusto del pueblo inglés si no se apresuraba a mostrar a los españoles, en las franquezas políticas y civiles que debían disfrutar en adelante, el premio a que eran acreedores por su prodigiosa constancia y sus esfuerzos.

Yo hablo aquí de la cosa en general, y no del modo de hacerla: en esto se ha variado mucho después por los mismos que al principio concurrían unánimes en la necesidad de aplicar la mano a tales innovaciones. Más de estas diferencias y de sus causas hablaremos más adelante: basta a mi propósito sentar con las indicaciones que llevo hechas, que la opinión española y la opinión europea convenían entonces en la idea de nuestra reforma política; que a la sazón no se dudó de la oportunidad, y mucho menos del derecho que los españoles teníamos para afianzar la monarquía sobre bases constitucionales; y por consiguiente, que ese aire de imprudencia y de desconcierto que se aparenta dar al partido liberal español es un insulto gratuito de la iniquidad triunfante, y no el fallo severo e imparcial de la justicia.

Asimos pues denodadamente la ocasión que nos presentaba la fortuna. Las Cortes fueron convocadas, sus diputados se reunieron, y al año y medio de su instalación se publicó y promulgó la Constitución del año de 12. No es de mi propósito ahora el examen filosófico de esta obra legislativa. Lo han hecho ya tantos, y principalmente para abultar y acriminar sus defectos, que sería ocioso entrar en una discusión al parecer agotada, y tal vez interminable. Defectuosa o no, la Constitución española no es para mí en este lugar más que una cuestión de hecho. De mil diferentes combinaciones que las Cortes pudieron adoptar para dar una forma constitucional al Estado, ésta fue al cabo la que resultó de sus debates y públicas deliberaciones. Pudo ser mejor, pudo también ser peor; pero esta es la que se hizo, porque alguna había de hacerse; y emanada del cuerpo legislativo, aceptada y jurada por nosotros sin oposición ni repugnancia, podrá, si se quiere, tener menos perfección, pero no menos fuerza y autoridad. La Europa la recibió no solo sin escándalo y sin ofensa, pero en muchas partes con aprobación y con aplauso. Los españoles no han olvidado todavía que el príncipe que ahora se le muestra más adverso la reconoció expresamente al tratar con el gobierno que había a la sazón en España. En fin, el orden que ella establecía era el que se iba planteando sin oposición alguna en las provincias, al paso que arrojaba de ellas a los franceses, y el mismo que regía tranquilamente el Estado cuando la guerra acabó. ¡Qué de motivos para el respeto, milord; y si no para el respeto, a lo menos para el aprecio, o al fin siquiera para la indulgencia! La indignación pues es igual a la sorpresa cuando se contempla el trastorno extravagante que los intereses humanos ha producido de repente en las cosas y en las palabras. Pues ¿bajo qué título, o con cuál sombra de pretexto, se da el nombre de atentado a esta acariciada innovación, a sus autores el de sediciosos y rebeldes, y se trata a la nación que acababa de merecer tanto de la Europa, como chusma de galera amotinada, a quien el cómitre pone al instante en razón con la entena o con el rebenque?

No es decir por eso que desconocimos nunca las dificultades que el sistema constitucional debía tener para hacerse lugar en el ánimo de muchos españoles. La máxima antigua de que ninguna ley es bastante cómoda a todos2 tiene su principal aplicación a los estatutos políticos. Mientras más grandes sean los abusos que se intentan corregir, mientras más tiempo hayan durado, más grande es el disgusto, mayor la contradicción. En España al principio, cuando todos se contaban presa de Napoleón y veían abierta delante de sus pies la horrenda sima a que les había conducido el desenfreno del poder arbitrario, tronaban contra él y clamaban por remedio. Mas este celo se resfrió mucho luego que desvanecido el peligro, se entró en la necesidad de sacrificar a la cosa pública las prerrogativas que cada clase disfrutaba. Ni el clero, que en cualquiera orden liberal de cosas ve disminuirse su influjo y sus riquezas; ni los magistrados, que sentían desvanecerse la intervención que han afectado siempre sobre todos los negocios de gobierno y administración; ni los militares, que miraban como exclusivamente suyo el mando político de las provincias; ni los grandes, que iban a perder los privilegios que aún les duraban de la antigua aristocracia; ni los regulares, en fin, a quienes por necesidad se acortaría la ración y se disminuían sus guaridas; ninguna de estas clases, repito, podía acomodarse gustosa a las nuevas leyes, y no podía racionalmente presumirse que dejasen de asestar todos los medios físicos y morales que les proporcionaban su influjo poderoso en la opinión y sus inmensos recursos.

Pero estos esfuerzos hubieran sido en balde sin la concurrencia de la autoridad suprema. La tendencia de la parte más ilustrada de los españoles hacia la reforma, y la costumbre de obedecer que tiene entro nosotros la masa general del pueblo, hubieran, ayudadas del Gobierno, acabado el descontento y sostenido las leyes. La venida del Rey rompió el equilibrio, y la balanza se inclinó toda a favor de los enemigos de la libertad. No lo imaginaron ellos al principio, y la tristeza que ocupó sus ánimos, cuando de repente supieron la libertad del Monarca, manifestó bien claro que esta grande novedad no estaba en armonía con sus maquinaciones. Juzgaban sin duda imposible que el Rey dejase de jurar la Constitución que la nación le presentaba al tiempo de entregarle el cetro conservado a costa de tanta sangre; y su instinto moral, más fuerte que sus pasiones, repugnaba la idea de semejante violencia. Mas cuando llegaron a entender las prevenciones que Fernando VII y sus privados traían contra el partido constitucional, cobraron el aliento perdido, y en un instante prelados, magnates, militares, magistrados, todos se entendieron entre sí para poner en manos del Rey sin reserva alguna el poder y autoridad del Estado, despojando a la nación de cuantos derechos acababa de adquirir.

No ignoro, milord, que aun entre los políticos más amantes de la libertad española hay una prevención general contra las cortes de Cádiz, a quienes se acusa de imprudencia y de ambición excesiva. Se cree que por haber aspirado a más de lo que podrían realizar no consiguieron aquello que la moderación deseaba, y que la libertad subsistiría sin la declaración de la soberanía nacional, sin la unidad de la representación, y sin el ostentoso aparato de una constitución hecha de nuevo. Los políticos españoles, se dice, han cometido el mismo error que los franceses; lo han querido todo a la vez. Era preciso afianzar de nuevo el sistema representativo, interesando para ello a las clases privilegiadas, ya tiempo había enconadas y ofendidas del despotismo ministerial, y dejar a la acción paulatina del sistema mismo ya asegurado el remedio de los otros males y las reformas administrativas. Sobresaltadas las clases con las pocas contemplaciones que se les guardaban, y enconados los ánimos con tantas novedades, la reacción tomó fuerzas de aquí para arrollarlo todo a la venida del Rey, y no dejar rastro alguno de lo que se había hecho en beneficio del pueblo. Yo no trataré de justificar cuanto las Cortes hicieron; sin duda alguna cometieron errores muy trascendentales, y sería por cierto bien difícil que no incurriesen en ellos hombres nuevos por la mayor parte en los negocios públicos, sin ninguna especie de educación para el gran papel que tuvieron que representar en el teatro del mundo, y colocados en una situación tan ardua y extraordinaria. Pero hablaremos, milord, con franqueza y buena fe. ¿Han sido sus yerros y sus excesos los que causaron realmente la ruina de la libertad en aquella época? Yo me atrevo a decir absolutamente que no. La causa verdadera de esta desgracia fue que el partido que no quería ni cortes ni derechos públicos ni reforma ninguna fue a la sazón más poderoso. Los mismos que en el año 14 estuvieron al frente de la reacción liberticida eran los que en el año de 9 se oponían al restablecimiento de las Cortes cuando la Junta Central empezó a pensar en ellas; y entonces aún no sabían cuáles serían las formas de su reunión y qué principios políticos las dirigirían. Demos en buena hora que no se hubiese tratado de constitución al de soberanía, y que no se tocase a la Inquisición ni al consejo de Castilla, etc. Pero a lo menos la seguridad personal, la libertad de imprenta, la celebración periódica de cortes, la responsabilidad de los ministros, el sistema de hacienda, eran puntos de que no podía prescindirse y debían fundamentalmente arreglarse. ¿Se presume acaso que los enemigos de la libertad no hubieran atacado estas innovaciones como usurpadas a los derechos y prerrogativas del Monarca, y que nosotros dejásemos igualmente de ser tratados de rebeldes y de sediciosos?

Error más grande es el de aquellos que acusan a los españoles de no haber restablecido sus antiguas instituciones políticas, las cuales, acreditadas por la experiencia de otro tiempo y por la veneración que les tributan la tradición y la historia, no estuvieran expuestas al peligro y disfavor de la novedad, y fueran respetadas de propios y de extraños. He dicho, milord, error más grande, y debiera haber añadido que el más ridículo también. Porque se ha repetido este cargo con tanta frecuencia y con un aire de satisfacción y de sabiduría tan impertinente, que se ve bien claro que estos pretendidos estadistas no han saludado siquiera ni nuestra historia ni nuestras antigüedades. ¿Quién ignora sino ellos que en otro tiempo había en España tantas constituciones diversas cuantos eran los estados independientes en que entonces se dividía la Península? Yo supongo que los que nos dan el consejo de acudir a ellas para recomponer ahora el Estado, no nos negarían el derecho de elegir las que nos pareciesen más a propósito para el objeto que nos proponíamos de restablecer y asegurar nuestra libertad política y civil. Demos pues que hubiésemos resucitado el privilegio de la unión, el magistrado del justicia, las hermandades de Castilla, ¿es de suponer por un momento siquiera que la legitimidad monárquica mirase estos murallones opuestos a su prerrogativa con menos ceño, que los artículos de la constitución de Cádiz? ¡Oh, cómo entonces los mismos que armados ahora del polvo y las telarañas de la antigüedad hacen la guerra a nuestras teorías, revistiéndose de todo el sobrecejo filosófico y llamándonos a boca llena pedantes, invocarían las teorías contra nosotros! Ellos nos acusarían de ignorar de todo punto los grandes adelantamientos de la ciencia social, de desconocer la diversidad de tiempos y de circunstancias, y de tener la extravagante necedad de querer ajustar a la España del siglo XIX los andrajos antiguos, ya podridos y olvidados. Y esta rechifla serviría solo para el debate de pluma y de palabras; porque en el conflicto político y de espada los príncipes, dejando a un lado estas vanas argucias de historia y antiguallas, y considerando como un ultraje a su majestad la renovación de aquellas libertades, proscriptas ya y condenadas por sus antecesores, sin pararse en razones ni en disputas, las arrollarían del mismo modo que han arrollado la Constitución.

Pero si a lo menos las Cortes se hubieran congregado por estamentos, los males y las recriminaciones que después se han seguido se impidieran del todo, o quizá no fueran tan grandes. No, milord, los males hubieran sido mayores y las consecuencias las mismas. Los estamentos o cámaras hubieran estado en una perpetua contradicción entre sí; la acción del Gobierno para todo cuanto era relativo a la defensa pública se hubiera entorpecido o neutralizado, y al fin de esta lucha el partido aristocrático abusando indignamente de la parte que tenía en la representación vendiera la libertad y el partido popular, al modo que los setenta diputados disidentes lo hicieron con las cortes del año 14. ¿Por qué? Porque la cámara alta o los estamentos privilegiados, compuestos como necesariamente habrían sido de gente opuesta a toda sombra de constitución, no anhelarían a otra cosa que a destruir la institución representativa de que participaban. La prueba perentoria está en lo que sucedió en Valencia. Allí las clases privilegiadas tuvieron el campo abierto para reponerse en el influjo político de que se quejaban desposeídas, y restablecer el equilibrio. El Rey, entregado enteramente a su arbitrio y sus consejos, no les podía oponer ni resistencia ni desagrado. En su mano estuvo remediar los defectos de la reforma política sin sofocar de todo punto las libertades públicas y las suyas, y no lo hicieron: prueba clara de que no lo querían. Es preciso desengañarse: en España en aquel tiempo no había más que dos partidos: uno, de los que querían un gobierno monárquico, pero templado y refrenado por medio de las leyes fundamentales; otro, de los que bien hallados en los vicios del poder arbitrario, repugnaba cualquiera innovación que le moderase y contuviese. Entre estas dos opiniones tan opuestas no había medio ninguno, y cualquiera institución que tirase a conciliarlas hubiera sufrido la misma contradicción y tenido la misma catástrofe.

«El Rey, dice David Hume hablando de vuestro Carlos II, se vio obligado a obrar como cabeza de partido: situación muy desagradable para un príncipe y manantial perenne de mucha injusticia y opresión»3. Si esta máxima, milord, no cuadra enteramente en su primera parte con lo que ha pasado entre nosotros, es preciso confesar que en la segunda tiene una aplicación tan exacta como espantosa. Fernando VII, que en aquella época valía para los españoles todo lo que les había costado, se puso, no obligado, sino gustoso, al frente del partido intolerante por esencia, y por lo mismo intratable. Desde aquel punto toda la fuerza de la opinión constitucional vino al suelo. En vano las Cortes quisieron entenderse con el Rey y saber sus disposiciones acerca del modo con que podían concertarse los derechos de su prerrogativa con los intereses de la libertad pública. Todo fue inútil: sus representaciones se desestimaron, sus comisionados no fueron admitidos, y las órdenes fulminadas en Valencia aboliendo la Constitución, disolviendo las Cortes y proscribiendo al Gobierno, anunciaron a la nación española el yugo de oprobio y servidumbre a que iba a ser amarrada.

Mejor sería tal vez que yo prescindiese aquí de aquel fatal acontecimiento. La parte que me cupo de los infortunios de entonces quitará tal vez crédito a mis palabras, que por templadas que sean, parecerán siempre hijas del resentimiento, y no de la justicia. Mas yo dudo, milord, que historiador ninguno en adelante, si pesa bien todas las circunstancias que mediaron en aquella ocasión deplorable, pueda referirla sin indignación. Suena la hora, dase la señal, y el tropel de esbirros y soldados inunda las calles y empieza a golpear las casas. «Ábrase a la justicia»; «preso por el Rey»; eran los ecos tristes que en medio del silencio y de las tinieblas pasmaban a las familias despavoridas, que por primera vez los escuchaban. Bien pronto las manos no bastaron a prender ni los calabozos a guardar. Regentes, diputados, ministros, empleados subalternos, escritores políticos, todo lo llevaba la avenida, sin que a los unos los defendiese su dignidad, la fe pública a los otros, a toda su inocencia y sus servicios. Esta recompensa reciben, este descanso encuentran después de seis años de sacrificios, de fatigas y de combates. Ellos han sido los más ardientes defensores de la independencia europea contra los atentados de Napoleón; ellos los que han mantenido entero y vivo el ardor de la resistencia nacional; ellos, en fin, los que entregan a su rey un trono exento de peligros y afianzado en la gratitud y alianza de todas las naciones. Unos mismos hombres eran los que los acusaban, los que los prendían, los que los juzgaban; y estos hombres habían sido, o tibios defensores del trono, o compañeros suyos en aquellas mismas opiniones que servían de pretexto a la persecución. Admirable y espantoso concurso de circunstancias atroces, que acumuladas en una novela repugnarían como inverosímiles y absurdas, y consignadas en la historia, la posteridad, horrorizada, se hará violencia en creerlas. Contribuyeron también a este escandaloso acontecimiento sugestiones de extranjeros; y para dorar su indigna connivencia entró también a la parte del agravio y de la impostura, y nos calumniaban a porfía. Quién nos llamaba ilusos, quién temerarios, quién sandios; las fórmulas del desprecio y de la compasión insultante e injuriosa se apuraron con nosotros, y hasta en el seno de una nación libre y en pleno parlamento se oyó a uno de vuestros ministros tratarnos de jacobinos de la peor descripción. ¿A quiénes, milord? A los que procesados por sus enemigos mismos, no se les pudo encontrar ni una sombra de delito; a los que habían hecho su reforma política sin que a nadie costase una gota de sangre, una lágrima siquiera.

A este golpe tan decisivo de autoridad, o de iniquidad más bien, todo quedó en silencio, y el gobierno del Rey no debió encontrar obstáculos ningunos en su marcha imperiosa y absoluta. Una fuerza moral inmensa, los medios físicos creados por la revolución misma, el consentimiento de los gabinetes, todo lo tenía en su mano, y todo le favorecía para procurar y conseguir la prosperidad del Estado, si tales eran su objeto y sus deseos. El pueblo en su primer entusiasmo quería más bien recibirla de su mano que de las Cortes, y si hubiera experimentado algunas ventajas de la nueva administración, y visto la prontitud con que se hace el bien por los déspotas cuando de hecho saben y quieren hacerlo, olvidara para siempre la caída del sistema constitucional y las víctimas sepultadas entre sus ruinas.

Mas hasta ahora, milord, no se ha visto ejemplo alguno en el mundo de que quiera mandar bien el que aspira a mandarlo todo. Los que se habían apoderado de la autoridad tenían otra cosa a que atender, y para mantenerse en ella creyeron necesario sembrar las sospechas, la desconfianza, fomentar las delaciones, sostener la persecución política y religiosa, y valerse de todos los medios que sirven bien al poder violento y usurpado, pero que desdicen y degradan al legítimo y seguro. Curar las heridas y desastres de una guerra tan desoladora, formar un sistema económico y sencillo de Hacienda, arreglar el ejército, reanimar la marina, fomentar la industria y el comercio interior, propagar los conocimientos útiles, eran negocios en que no se pensaba, o se pensaba de paso y sin consecuencia alguna. Yo no os fatigaré aquí con largos pormenores de administración; la serie de sus providencias no sería más que una serie fastidiosa de errores sin concierto y sin medida, condenados tiempo había por la razón y por la experiencia. Pero en hombres que sientan por principio que los años que pasan por una nación no son nada, que las cosas deben retroceder al punto en que ellos desean, ningún desbarro hay que extrañar. Ni el restablecimiento de los jesuitas, ni el de los colegios mayores, ni el de las rentas provinciales, ni el de la Inquisición, ni en fin la resolución absurda de que todo volviese al año de 8, podían servir de modo alguno para darnos crédito, consideración y riquezas. ¡Estábamos por cierto en buen estado en el año de 8 para proponerlo por modelo! Sólo mentecatos pudieran hablar así. Nuestras transacciones con las colonias, después de sacrificios inmensos, no terminaron en otra cosa que en ensanchar más y más el vacío que nos separaba de ellas; nuestras negociaciones con los estados de Europa llevaban el carácter de la pusilanimidad y de imbecilidad, con el cual ganábamos en desprecio y perdíamos en interés. En el interior nos resentíamos de la falta de orden, de tranquilidad y confianza; en plena paz nos veíamos consumir y perecer. Los ministros sucedían a los ministros, las consultas a las consultas; y el Estado, cada vez más miserable, no veía en los actos administrativos de la autoridad más que incertidumbre, inconsecuencia y confusión. Si por casualidad en aquel torbellino aparecía algún sujeto de capacidad y rectitud, como Ibarra, como Garay, al instante se le oponía un adversario que sirviese a entorpecer su actividad y a mortificarle, y después ignominiosamente se le despedía. Nemo in illa aula probitate aut industria certavit: unum ad potentiam iter4. El que mejor sabía pesquisar y perseguir, ése era el que más favor tenía, el que por más tiempo duraba. De este modo, inhábil a gobernar y sólo atenta a oprimir, la autoridad recogía a manos llenas el odio y desprecio que su conducta merecía, y hecho el trastorno en la opinión, no podía menos de seguirse un trastorno en el poder.

Lo peor es que no se veía remedio en lo futuro. El Rey a la verdad había dado aquel célebre decreto ofreciendo a los españoles restituirles sus cortes según la forma que habían tenido en lo antiguo, y afianzar en las leyes que acordase con ellas la seguridad personal, la administración de justicia, la libertad de imprenta y un arreglo económico en la imposición y recaudación de las contribuciones. Pero esta oferta hecha como tantas otras en un tiempo de crisis para fascinar a simples y facilitar la entera destrucción de cuanto habían hecho las cortes de Cádiz, no podía tener efecto ninguno. Jamás en los seis años se trató seriamente de cumplirla, jamás en acto ninguno de la autoridad se dio la menor señal, se hizo la referencia más mínima a este acto político. El Monarca, su corte, sus ministros, la mayor parte de los tribunales, le repugnaron; ninguna acción, ningún derecho, ninguna voz, ningún medio legal se había dejado a la nación para reclamarle.

En tal caso una mediación eficaz de parte de los extranjeros hubiera podido, según el dictamen de algunos, evitar los malos que después sobrevinieron. Pero aunque se prescinda de los inconvenientes funestos que siempre llevan consigo semejantes mediaciones, no era de esperar que los que, atendiendo fríamente a los cálculos de su egoísmo, habían dejado destruir enteramente la libertad española y consentido aquel escandaloso atentado contra la moral pública en el año de 14, quisiesen francamente restablecerla en el de 19, cuando ya los intereses y las miras de los gabinetes preponderantes de la Europa se hallaban en una contradicción más descubierta con la franquía de los pueblos. Dícese, sin embargo, que en diferentes épocas de aquel período mediaron algunas gestiones para que el Rey convocase las Cortes, o mitigase a lo menos la marcha violenta y opresiva de su gobierno. Yo lo ignoro, y nada importa saberlo. Estas notas, si las hubo, eran tan insignificantes para los que las pasaban como para los que las recibían. En verdad que cuando los extranjeros han querido intervenir de hecho en nuestras cosas, y remediar, como ellos dicen, los males de España, otro tono han tenido los consejos que nos han dado, y los efectos que se les han seguido han mostrado otra solemnidad.

No quedaba pues a la nación española más apelación que a sí misma: partido sobremanera violento y peligroso, pero ya necesario y sin duda alguna justo. Yo bien sé, milord, que no convendrán en esto los nuevos políticos, o más bien misioneros, que con argucias pagadas o con ilusiones pueriles tratan de convertir la ciencia de las sociedades en una teología incomprensible. Ellos por ventura nos dirían que tuviésemos paciencia; que la resignación es la virtud del que padece; que los infortunios de los pueblos no se remedian por un camino tan áspero, y que en todo caso debíamos ponernos con entera confianza en las manos de la Providencia, que siempre dispone las cosas para lo mejor. Más si esto a la sazón no era una amarga rechifla, era por lo menos una maravillosa necedad. La voz de la equidad natural habla más alto que estos solistas impíos; ella enseña a los pueblos que en los negocios de su propia conservación la naturaleza les ha dado los mismos derechos que a los individuos. Ella les dice que nadie está obligado a hacer el sacrificio de su bienestar ni de su existencia en las aras del capricho y de la perversidad ajena. Negar estas verdades es negarse a la evidencia de la razón; negar que la España se hallaba en este caso es negarse a la evidencia de los hechos.

No eran pasados veinte meses desde la venida del Rey, cuando ya el entusiasmo por su persona había hecho lugar al desabrimiento y a la inquietud. Era por cierto bien amargo considerar que nada se había adelantado ni con defenderse a tanta costa de Napoleón ni con entregarse tan del todo a la voluntad del Monarca; y los españoles no podían dejar de echar menos aquel orden de cosas que habían permitido destruir, y volvían a él los ojos con vergüenza y con dolor. Brotó la primera señal del descontento en la conspiración de Porlier; y si bien aquel mal concertado movimiento se contuvo en el instante mismo en que nació, no por eso dejó de notarse en los ánimos una general disposición a la novedad. El suplicio afrentoso en que pereció su autor, en vez de servir de escarmiento a los demás, parecía un nuevo incentivo que los estimulaba a tomar sobre sí aquella demanda con mayor ánimo y mejores esperanzas. Sucediéronle Richard en Madrid, Vidal en Valencia, Lacy en Cataluña, los oficiales del ejército destinado a Ultramar en el Puerto de Santa María. Todas estas tentativas fueron descubiertas y reprimidas antes de estallar, y la mayor parte de sus jefes castigados capitalmente también. No se sabe qué maravillar más aquí, si la rapidez con que se sucedían estos esfuerzos infructuosos, a pesar de los ejemplos de vigor dados para aterrar y escarmentar; o la ceguedad del gobierno, que no abría los ojos después de tantos avisos. Por la naturaleza y circunstancias de los sucesos que se estaban tocando, se veía que ya no podía contar con el ejército, porque los militares, como avergonzados y pesarosos de haber atado su país a una coyunda tan ignominiosa y funesta, querían al parecer lavarse de esta mancha, y conciliarse su amor restituyéndole a la libertad.

Una de estas conspiraciones presentaba un carácter harto singular para no llamar altamente la atención. En todos tiempos habían sido sagradas para los españoles las personas de sus príncipes. Esas asechanzas ocultas, esas negras traiciones que enlutan los palacios y desgracian la condición real, frecuentes en la historia de otras naciones, no eran largo tiempo había conocidas en la nuestra. Aún en la época de las mayores revueltas y en medio del furor de las guerras civiles, los reyes de Castilla vivían entre sus vasallos seguros de violencias y alevosías. Jamás Juan el Segundo, jamás Enrique IV, tuvieron que atender ni guarecerse de este peligro, sin embargo de estar sirviendo de juguete a partidos y a guerras enconadas, y de que el uno por su inconsecuencia y el otro por su imbecilidad pudieron dar ocasión a semejante atentado. No le dieron tampoco las frecuentes y sangrientas venganzas del implacable Pedro, aunque levantaron aquel torbellino funesto en que vino a perder el cetro con la vida. Él pereció, pero fue en guerra abierta con su hermano, que también se llamaba rey, y luchando cuerpo a cuerpo con él. Esta catástrofe es el único ejemplar de muerte violenta en nuestros príncipes por la larga sucesión de siete siglos, y ni aun por pensamiento se ha repetido entre nosotros semejante atrocidad, hasta el momento en que Richard la concibió contra el monarca reinante. ¿Por qué fatalidad, pues, este proyecto horrible viene a idearse respecto de un príncipe el más querido, el más deseado, el que ha costado a la nación los sacrificios más insignes y más grandes? Fenómeno es éste a la verdad bien digno de presentarse a la observación de los filósofos, los cuales acaso nos dirían que los sucesos humanos se enlazan unos con otros con una cadena tan indestructible como inevitable, y que si el atentado de Richard no tenía ejemplo en la historia de Castilla, el proceder que Fernando VII aconsejado por sus cortesanos había tenido con su nación, en el año de 14, no le tenía tampoco en los anales del mundo.

Tal era, milord, la disposición de los ánimos en España al entrar en el año de 20. Yo en esta larga carta he procurado señalar las causas de esta disposición y manifestar que la revolución que iba a venir no era hija de los hombres, sino de la fuerza irresistible de las cosas. Todavía, si forzosamente se quieren ver hombres en este negocio para que haya persona a quien echar la culpa, no los busquemos, milord, ni entre los diputados que hicieron la Constitución del año 12, ni entre los militares que la volvieron a proclamar en el año de 20. Los primeros, elegidos por la suerte y convocados por el Gobierno para ocupar las sillas de las Cortes, dijeron y acordaron, bajo la garantía de la fe pública, cuanto según su leal saber y entender convenía al bien del Estado. Los segundos, estimulados y como impelidos de la oleada de la opinión, fueron instrumentos casuales de un poder irresistible, como otros a falta de ellos lo fueran sin duda también. No, milord; no son estos los autores de la grande novedad que ha llamado tan tarde la atención de los monarcas de la Europa. Lo son sí, a no dudarlo, Carlos IV con su indolencia y su abandono, María Luisa con sus caprichos y con sus escándalos, el príncipe de la Paz con su insolencia, con su avaricia y con su nulidad; Napoleón con su invasión extravagante, Fernando VII haciéndose instrumento ciego de un partido fanático, incapaz de gobernar la nación según la época y las circunstancias; todos ellos, en fin, contribuyendo a porfía a romper el resorte antiguo de la autoridad y del poder, sin que hasta ahora haya podido sustituírsele otro alguno.


Carta segunda

12 de diciembre de 1823



Llegadas las cosas al término en que estaban, no era difícil prever cuál sería el éxito de la primera tentativa en que la fortuna no fuese tan adversa al principio como lo había sido a las anteriores. Riego, Quiroga y los demás jefes del último levantamiento no pudieron a la verdad arrastrar consigo más que un pequeño número de soldados, y por todas partes los cercaban fuerzas superiores que no habían querido declararse abiertamente por ellos. Mas en el hecho sólo de apoderarse de la isla de León y ponerse a cubierto de los primeros ataques con las ventajas que presentaba aquel punto, tenían vencida la dificultad principal, y la victoria era suya. Las armas usuales del Gobierno, las pesquisas, procesos, cárceles, patíbulos no eran allí de uso alguno; era preciso pelear y vencer, y derribar aquel estandarte que tremolaba en los baluartes de la Isla y estaba incitando con su ejemplo a igual arrojo en las otras provincias: arduo empeño por cierto, y acaso ya imposible, a una autoridad tan aborrecida y desacreditada.

Y observad bien, milord, el influjo y poder de aquellos primeros momentos ganados por los constitucionales. Todas sus demás tentativas fueron desgraciadas; a pesar de cuantos esfuerzos hicieron no pudieron apoderarse de Cádiz, que los jefes del partido real mantuvieron en la obediencia hasta el desenlace de la crisis; y eso que el espíritu general de los habitantes estaba enteramente decidido a favor de la nueva empresa. Riego salió con una columna volante a reconocer los pueblos de la costa y tentar con ellos algún movimiento favorable a sus proyectos. Más las pueblos se mantuvieron tranquilos, porque la fuerza que aquel general mandaba era muy corta para protegerlos. Seguida, como fue al instante, por otra del ejército real destacada al intento, no pudo fijarse ni establecerse en punto alguno, y se deshizo en su marcha. Pero estos incidentes, aunque adversos, producían una cosa de inestimable valor, que era tiempo. Con él la opinión ganaba campo y los ánimos se abrían a la esperanza. La misma variedad con que se refería n los sucesos a lo lejos, dando pábulo a los debates en la conversación, servía a aumentar el recelo y la duda en los prudentes, el aliento y la confianza en los arrojados. El crédito de la autoridad sólo podía salvarse con un golpe decisivo y favorable. Pero ya nadie o muy pocos querían de buena fe comprometerse por ella. Servíanla con tibieza, y contentos con salvar las apariencias, estaban a ver venir. Indecisa pues y cobarde en sus medidas, incapaz de consejo alguno noble y generoso, la corte perdió la ocasión de dar la ley a las circunstancias, y dejó llegar el momento en que, estallando por todas partes a la vez el descontento y la resolución de la mudanza, tuvo que recibirla vergonzosamente de los mismos a quienes había proscripto y perseguido.

Vos sabéis, milord, el método que tenemos en España para hacer las revoluciones. Luego que el punto central del gobierno falta en su ejercicio o deja de existir, cada provincia toma el partido de formarse una junta que reasume el mando político, civil y militar de su distrito, y toma las providencias necesarias para su gobierno y su defensa. Compuesta, como ordinariamente sucede, de las personas más notables del país, o por saber, o por virtud, o por ascendiente, es escuchada y mirada con respeto, y el mismo espíritu que sirvió a crearla sirve también a hacerla obedecer. Entra después la comunicación entre unas y otras para concertar las medidas de interés general; hecho esto, el Estado, que al parecer estaba disuelto, anda y obra sin tropiezo y sin desorden. Esto no es más, según algunos, que organizar la anarquía. Mas llámese como se quiera, lo cierto es que con esta especie de federación la opinión general se explica de un modo harto solemne, y la necesidad del momento queda satisfecha. Porque no es posible imaginarse que una cosa realizada a la vez en tantos y tan distantes parajes, y por personas de clases y costumbres tan diversas, deje de estar en armonía con lo que generalmente todos piensan y desean. Peligros y dificultades háyanse a la verdad muy graves por este camino, y quedan para después resabios muy perjudiciales. Pero ¿cuál es, milord, el movimiento o reacción política que no tiene los suyos? Y si bien se mira, ¿cuál ofrece menos inconvenientes que el nuestro? A mucha costa le aprendimos los españoles cuando Napoleón nos invadió y el buen éxito que le coroné entonces hará probablemente que no se nos olvide en mucho tiempo.

Esta fue pues la senda que seguimos el año de 20. Luego que con la dilación que produjeron los acontecimientos de Andalucía los ánimos tuvieron lugar de prepararse y resolverse, el estandarte constitucional se levantó también en la Coruña y se formó una junta suprema de Gobierno que atendiese al estado presente de las cosas y a la administración de la provincia. A esta segunda señal se respondió en otras partes con igual aclamación, y Barcelona, Zaragoza y Pamplona se arrojaron como a porfía a manifestar en el mismo sentido su resolución y sus deseos. La corte, estremecida, vio ya acercarse el mismo movimiento a la capital, y considerando bien su situación, se halló sin medios para contenerlo. Los pensamientos, antes encerrados en el claustro de los pechos o en el secreto de las casas, se iban manifestando por plazas y por calles en quejas y clamores. La clase media del vecindario estaba ya inclinada a la novedad, el populacho no se curaba de los sucesos que amenazaban, la tropa en gran parte inclinada también a la mudanza, y el resto tibio o nulo, sea para el ataque, sea para la defensa. Decidióse pues el Gobierno a contemporizar algún tanto con el deseo público, y expidió un decreto en que se prometía juntar las Cortes por estamentos a la usanza antigua, encargándose al consejo de Castilla que consultase sobre el modo y forma de celebrarlas. Pero esta medida, que acompañada de una amnistía franca y generosa, pudiera dos meses antes haber salvado el decoro de la corte, y acaso reconciliarla con la opinión, ya no era suficiente. El ímpetu de la oleada revolucionaria no podía contenerse con promesas, y la Constitución del año 12, proclamada ya y jurada en tantos puntos del imperio, ofrecía, en el concepto común, una garantía mejor a las libertades públicas, que no un orden desusado por tres siglos y creído ya inaplicable a la situación y circunstancias presentes del Estado. Si a esto se añade la poca confianza que debía dar al público la promesa de una autoridad acostumbrada a no cumplir ninguna, se verá clara la causa del mal efecto que produjo aquel medio término, adoptado tan a disgusto y tan tarde. Ya no era tiempo: o ceder del todo, o resistir; esto último era imposible, aquello repugnante y vergonzoso. Más la exasperación de los ánimos, que se aumentaba; las voces, que crecían; el pueblo, derramado por las calles, clamando porque se pusiese ya un término a crisis tan violenta, y las noticias de fuera, cada vez más temerosas y siniestras, acabaron de allanar las dificultades, que ya sólo consistían en la voluntad del Rey. Éste juró al fin la Constitución; a su ejemplo la juraron las autoridades, las tropas de la capital; la juraron las provincias y los pueblos unánimemente, y la reacción consumada de este modo, la libertad se vio universalmente restablecida en todos los ámbitos de la monarquía.

Yo omito de propósito toda la muchedumbre de particularidades por donde se llegó a este gran resultado. Para ponerse los hombres de acuerdo en negocios tan difíciles y peligrosos deben sin duda mediar avisos, tenerse conferencias, emplear unas veces las ocasiones que ofrece la fortuna, o hacerlas nacer en otras, si son necesarias a la consecución del objeto. La manifestación prolija de estos incidentes es más propia de la historia que de esta correspondencia. Sin duda la malignidad los acusa como maniobras ilícitas y criminales a fin de conservarse el derecho de atacar el solemne acto político a que precedieron. Mas para vos, milord, y para mí esto no es más que una impertinencia, bien digna por cierto de gentes que no conocen los hombres ni por su propia experiencia ni por la que manifiesta la historia. Todos los negocios humanos se realizan de este modo, y a ser cierto ese principio, ninguno de los actos por donde los gobiernos y los pueblos han venido al estado en que se hallan tendría valor ni legitimidad alguna. ¿Por ventura para vuestra revolución en 1688 no mediaron las mismas medidas y pasos preliminares? ¿No hubo dos conspiraciones anteriores, que se desgraciaron? No hubo reunión de proscriptos y fugitivos en Holanda; conferencias, pactos y convenios con el Statouder; avisos de una parte y otra para entenderse y concertarse? No hubo, en fin, una fuerza militar considerable, que pasó de un país a otro y se hizo centro y apoyo de los malcontentos, adonde volaron a reunirse los pueblos, los magnates y los soldados ingleses; con lo cual se dio el golpe de gracia a la tiranía de los Stuardos. ¿No sería absurdo, o más bien ridículo, que Luis XIV arguyese de nulas aquellas grandes y majestuosas transacciones de la nación inglesa, porque para llegar a celebrarlas los jefes y cabezas de la revolución se habían concertado y entendido por medios ocultos y callados? Sus armas, por fortuna vuestra, no valieron más que este argumento pueril; y si bien entre nosotros las cosas han sucedido el revés y la suerte nos ha sido contraria, estas y otras razones de nuestros enemigos no son menos impertinentes por su victoria, aun cuando por ella se hayan hecho infinitamente más odiosas. No anticipemos, sin embargo, sobre los hechos y pasemos adelante.

Al juramento constitucional del Rey se siguió la formación de la Junta Provisional. Esta institución fue pedida por el pueblo y acordada por el Príncipe para que le consultase las providencias y medidas que fuesen convenientes a la conservación de la libertad y la Constitución, y a realizar la convocación y reunión de las Cortes. Sin ninguna autoridad para mandar, esta junta tenía toda la amplitud posible para proponer, para consultar, y puede decirse que para impedir. Armada de toda la opinión popular y esforzada con el apoyo de las otras juntas gubernativas, que al instante se pusieron en comunicación con ella, su fuerza era inmensa y la esfera de su acción no tenía límite alguno. De los individuos que la componían no diré yo que todos fuesen igualmente amantes de la libertad ni tampoco igualmente capaces. Talentos había en unos, experiencia de negocios en otros, virtudes cívicas en los más. Es verdad que eran demasiados en número y estaban también a mucha distancia unos de otros por su edad, su profesión, su índole y sus principios, para poder convenirse en las extraordinarias medidas que las circunstancias pedían; pero llenaron, no hay duda, con franqueza y honradez la principal de su instituto, que era conservar ileso el depósito de la libertad pública, confiado a sus manos para entregarlo después en las de las Cortes.

Podría, sin embargo, preguntarse aún: ¿era conveniente, era decorosa la creación de semejante poder político en aquellas circunstancias? Ya a primera vista se manifestaba bien clara la poca confianza que había en las promesas del Rey y lo sospechosa que era su aparente conformidad con la Constitución. Porque ¿qué otra cosa era esta junta que una especie de tutela para dirigir los pasos del Monarca y de su gobierno mientras las Cortes se reunían? Jurada ya la Constitución por él, debía darse fe entera a esta palabra solemne, y no presentar a la Europa ni a la España el espectáculo de una desconfianza indecorosa al Monarca ciertamente, y nada propia para dar crédito al triunfo conseguido. Si los que habían conducido el movimiento popular de Madrid hacían tal aprecio de los sujetos que habían de componer la Junta, tanto valía proponerlos para ministros. Los que a la sazón había no era posible que continuasen, y el Rey aceptara de mejor gana para despachar a su lado a los vocales de la Junta que a los ministros que ésta después le propuso, y él con poco gusto suyo tuvo que nombrar: con los primeros a lo menos no tenía motivos de aversión ningunos.

Éste fue a mí ver otro de los errores que se cometieron entonces. El primer ministerio llevó siempre consigo el defecto capital de estar compuesto en gran parte de hombres en quienes el Rey no podía tener confianza ninguna. Tan altamente agraviados y tan injustamente perseguidos, el cargo que se les daba, si bien correspondiente a sus talentos, a sus virtudes, y sobre todo a la opinión que generalmente disfrutaban, no era de modo alguno conveniente a la situación lastimosa de que a la sazón salían. Ya en primer lugar la larga distancia a que unos y otros se hallaban produjo en su reunión una dilación perjudicial a la uniformidad y presteza que debían llevar los pasos del Gobierno en aquellas circunstancias. Añádese que saliendo la mayor parte de ellos del retiro oscuro donde la tiranía los tenía sepultados seis años seguidos, carecían del conocimiento práctico de los hombres y de los negocios, tan preciso en aquellos momentos; y al tener que tratar con los unos y que dirigir los otros era inevitable que al principio anduviesen como a tientas y cometiesen errores que solo podían enmendarse a fuerza de tiempo y tentativas. Pero estos inconvenientes no eran los mayores: el más grande, el principal, consistía en la poca buena fe, en el ningún concierto que necesariamente había de haber entre el Príncipe y los depositarios de su confianza. Cuán escasa era la que Fernando VII daba a los ministros francamente liberales la experiencia lo manifestó en adelante. Pero aun cuando la disposición de su ánimo fuese más benévola y sincera en aquellos primeros días, era moralmente imposible que procediese de buena fe con hombres a quienes debía suponer tan resentidos. Así es que desconfiados ellos del Rey, y el Rey mucho más de ellos, el curso de los negocios debía padecer infinito de una posición tan falsa, y el bien que sin duda hicieron, otros lo hubieran hecho tan bien y acaso con más ventajas, y sin los desabrimientos y zozobras que ellos estuvieron padeciendo a todas horas en aquella época cruel.

Si la formación del ministerio no fue por estas consideraciones muy acertada, tampoco está exenta de reparo la otra resolución sobre el carácter con que debían convocarse las Cortes. ¿Serían las mismas que fueron disueltas por el Rey en el año de 14, o bien otras ordinarias como aquéllas, o en fin extraordinarias con poderes más amplios, y en algún modo constituyentes? Cualquiera de estos partidos que se tomase ofrecía reparos de alta gravedad, y la Junta prefirió el segundo, por ser en su consideración el que los presentaban menores. Díjose entonces, y después se ha repetido, que el Congreso nacional, encerrado en los estrechos límites que señala la Constitución a las cortes ordinarias, no podía abarcar los objetos que tenían que tocarse después del trastorno del año 14 y los seis de despotismo que le siguieron. Que las atribuciones de las cortes ordinarias, suficientes en un orden regular y continúo de las cosas públicas, no lo eran ya en aquel caso, en que habían de ofrecerse negocios de la más grave consideración, a que no alcanzaban sus facultades. Que si el Congreso se excedía en estos casos imprevistos y extraordinarios, sería acusado de arbitrariedad y de usurpación; y si, por atenerse a la regla, no acudía a la necesidad pública, el Estado se vería expuesto a peligrar o perecer. Los sucesos últimos, milord, han venido a dar una fuerza al parecer incontrastable a estas razones. Hay gentes que suponen que unas cortes extraordinarias convocadas al tiempo en que los gabinetes de Europa nos intimaron que reformásemos nuestra constitución, hubieran podido, sacrificando algunos artículos de ella, salvar las libertades públicas de los españoles y la independencia nacional: cosa que unas cortes ordinarias no podían absolutamente hacer. De esto hablaremos más adelante cuando le llegue su vez, sin dejar de observar ahora que los que así piensan dan a los pretextos de que los gobiernos se valen en sus operaciones públicas harto mayor crédito y fe que la que realmente merecen.

Para vos, milord, y para todos aquellos que juzgan de las cosas no por el resultado final que tienen, sino por los motivos en que se apoyan al tiempo en que se hacen, tendrán a mi ver más preponderancia las razones en que se fundó la Junta para que la convocatoria se hiciese en la forma que salió. Pongámonos en la situación y circunstancias de entonces. El principio del levantamiento se había hecho a nombre y con la voz de la Constitución; ella sola, sin límite ni restricción ninguna, era la que habían jurado las provincias, los pueblos, las, autoridades, el Rey. Unas cortes extraordinarias convocadas con el objeto ya indicado llevaban consigo la posibilidad, y también la probabilidad, de reforma o alteración en aquella misma ley fundamental que nos había servido de áncora en la tempestad y de bandera de reunión en el peligro. ¿Era decoroso por ventura, era sobre todo político minar por los cimientos aquella misma ley y quitarla su fuerza con la esperanza de su variación? ¿Quién la obedecería, quién la cumplirla, quién, la sostendría? El partido entonces imperceptible de los que querían unas formas de libertad más amplias, el infinitamente más grande de los que no querían ninguna, hubieran tomado de aquí punto de apoyo para sus agitaciones y sus intrigas, y ningún orden, ningún asiento de cosas se hubiera podido conseguir. Vos sabéis, milord, que la mejor ley es la más bien observada, y que lo que más destruye cualquiera institución política es el dejar a los particulares la esperanza o la posibilidad de violarla o de abolirla. Tal hubiera sido en esta hipótesis la suerte de la Constitución, y cierto que, según la tendencia de los ánimos, ninguna perspectiva podía, serles más desagradable. Todos deseaban tomar puerto después de tantas zozobras, todos asegurarse contra la posibilidad de nuevas tempestades. ¿Dudaba alguno entonces de la buena voluntad del Rey? El ministerio que acababa de formarse ¿no inspiraba una confianza, universal? ¿Quién, esto supuesto, había de imaginarse que unas cortes ordinarias no fuesen bastantes a establecer sólidamente el gobierno sobre las bases constitucionales? Tales pues debían convocarse, y así lo fueron, milord. Lo demás ¿no hubiera sido empezar de nuevo la revolución?

El pueblo procedió en seguida a las elecciones de los diputados, y en este primer ejercicio legal de su poder se manifestó digno de la libertad que acababa de conseguir. Ningún tumulto, ningún desorden, confusión ninguna. Cualquiera, al ver la gravedad y asiento con que este grande acto se verificó en todas partes, diría que los españoles estaban acostumbrados a él de muchos siglos atrás. Un feliz instinto animaba a generalmente entonces a los electores, y unos por amor a la libertad, otros por escarmiento, otros por sosiego: todos concurrían en el deseo de poner los destinos de su patria en manos de la sabiduría y de la virtud. La alegría y la esperanza, que todo lo concilia y hermosean, les hacían concurrir en un solo pensamiento, y este pensamiento era el del bien. Una gran parte de ellos estaban ausentes al tiempo de ser elegidos; ninguna intriga medió, ningún cohecho, ningún manejo torpe y vergonzoso. No hay duda que el influjo principal, y aun puede decirse que exclusivo, le tuvieron en este negocio los amantes de la libertad; pero no era posible otra cosa en el aturdimiento y anonadación en que había caído el partido opuesto. Pero influyeron noble y generosamente, sacrificando toda mira y toda pasión particular al grande objeto por el que anhelaban. Poned los ojos, milord, en la lista de aquella diputación sobresaliente, y veréis confirmada esta verdad con el mérito y calidades que adornaban a la generalidad de sus individuos. Carácter, principios, buena fe, capacidad, talentos, diversidad de estudios, pruebas de un celo incorruptible por la conservación de la libertad y por el bien de su país, dadas, ya en servicios señalados, ya en padecimientos sufridos con constancia y con honor: todo se encontraba en aquella diputación y se veía reunido a la vez en muchos de aquellos patriotas. Luego veremos las calidades que les faltaban, pero estas eran las que a la sazón podía tener presentes el pueblo que los elegía, y en ello dio una muestra de seso y buena fe correspondiente a sus esperanzas. Dignos eran por cierto, si un destino más fuerte y contrario no se lo estorbara, de asegurar para siempre la felicidad de España. Y cuando, ya reunidos en cortes en el 9 de julio, el Monarca, seguido de su familia, de sus guardias y de toda la pompa de la majestad real, vino a revalidar en manos del Presidente el juramento, ya antes hecho, de guardar y hacer guardar la Constitución, digno era aquel congreso de autorizar esta obligación sagrada, este nuevo pacto que a la vista del cielo y de la tierra hacía entonces Fernando con su pueblo; y a nadie en aquel gran día le vino al pensamiento que semejante solemnidad fuese una farsa, el Monarca un perjuro, y la nación española allí representada un rebaño vil mofado y escarnecido5.

Con el juramento del Rey y la instalación de las Cortes se puso fin a aquella especie de anarquía que medió entre el gobierno absoluto y el régimen constitucional. Comparemos, milord, el aspecto que entonces presentaba la España con el que tuvo en el año 14 después de la reacción de mayo, o más bien con el que presentaba ahora después del suceso que ha tenido la invasión. A vosotros, criados con la leche de la libertad y protegidos tanto tiempo ha por unas leyes cuyo principal objeto es la conservación de la dignidad moral del hombre y la inviolabilidad de sus derechos sociales; a vosotros, repito, es imposible formaros una idea aproximada de lo que son la opresión y la servidumbre. No, milord; sois ahora demasiado felices los ingleses para comprender bien nuestra amarga desventura. Si resucitaran vuestros abuelos, aquellos a quienes hacían temblar los caprichos tiránicos del violento Enrique VIII o las hogueras crueles de la fanática María, ésos solos podrían entender nuestra situación miserable y simpatizar con nuestros males. Es verdad que, gracias a la cultura de las costumbres modernas, no se vierte aquí ahora tanta sangre ni se queman vivos los hombres. Pero ¿qué importa si la persecución es más general, la zozobra mayor y la desolación más funesta? Consideremos esos actos de proscripción fulminados no sólo contra este o aquel individuo, sino que a las veces condenan a la ruina y a la desesperación clases y pueblos enteros. La soledad en los teatros, el silencio de las calles, las casas yermas, las familias privadas de sus padres y de sus hijos, que andan errantes por los pueblos sin dejarlos sosegar en ninguno; la mortífera emigración de los capitales, que se han llevado a otros países, nos mostrarán con caracteres harto expresivos y dolorosos el terror de los ánimos, el desaliento general y el despojo cruel de toda especie de seguridad, de todo linaje de contento. Adiós crédito, confianza, pensamientos útiles, proyectos grandiosos y atrevidos: todo cesa, todo muere. El ceño hostil e inexorable de la autoridad destruye hasta la esperanza, y llevando consigo la conciencia de su tiranía, en las medidas violentas con que se asegura o se venga se acusa involuntariamente de su injusta usurpación.

Y yo prescindo aquí, milord, de los sentimientos alegres o tristes que agitan al partido que exclusivamente se cree o vencedores o vencidos. ¿Quién puede dudar jamás que los parásitos de palacio, los instrumentos de la superstición y fanatismo, las bandas populacheras pagadas para este efecto, los aventureros facciosos que se pusieron entre el patíbulo y la fortuna; quién puede dudar, repito, que todos ellos y sus indignos fautores están a la sazón locos y embriagados con su victoria y su triunfo? Mas estos, milord, no son la porción interesante o inmensa de un estado en quien se reflejan y obran los resultados de estas grandes operaciones. No son estos los que sustentan, los que enriquecen, los que ilustran, los que perfeccionan. El juicio que debe hacerse de tan importantes movimientos, y la mayor o menor analogía con los sentimientos generales de un país, han de graduarse no por el encono o el aplauso de las pasiones victoriosas o vencidas, sino por el objeto que producen en la masa general de una nación y por el ensanche que niegan o procuran a la actividad de las clases útiles y productivas. Los españoles, que tenemos tan larga experiencia de vinos y otros resultados, sabemos bien a qué atenernos. Pero los egoístas políticos, que con tan inhumana indiferencia nos han dejado asesinar bajo el pretexto de que la Constitución no era a nuestro gusto, podrían volver los ojos a contemplar el aspecto alegre y animado que la España presentaba en el año 20, y decir si eran de su gusto o no las cadenas atroces que acababa de romper.

Deshecho estaba el cetro de hierro con que el poder absoluto la atormentaba seis años hacía; el pueblo vuelto de la servidumbre a la libertad, y un partido hasta entonces proscripto y perseguido elevado como por milagro al colmo de la fortuna y de los honores. Tan grande cambio de fortuna, revolución tan completa, era imposible que se hiciese, al parecer, sin correr ríos de sangre, y sin que los vencedores sacrificasen millares de víctimas a su resentimiento y venganza. No fue así, milord; y la Europa toda es testigo de que este gran movimiento costó a la verdad algunas vidas, pero todas de hombres liberales, pero todas sacrificadas por sus viles enemigos, al mismo tiempo en que aquellos mártires de la libertad les presentaban la oliva de la paz y les iban a abrazar. Así fue muerto el heroico y virtuoso Acevedo en los campos de Galicia; así fueron asesinados con la mayor infamia los desdichados habitantes de Cádiz que perecieron en el para siempre abominable 10 de marzo. Y a pesar de tan justos motivos de ira y de rencor, el partido vencedor siguió la senda de moderación y templanza que convenía a la nobleza de su causa, y se ganaba el respeto y admiración de propios y de extraños. Los mismos que, después de haber sufrido tantos años en destierros, en presidios o en calabozos, salieron a la luz y al poder, el primer uso que hicieron del poderoso influjo que tenían, fue interponerse en medio de sus verdugos y de sus defensores, y servir a los unos de escudo, a los otros de freno y consejo. Así coronaban la gloria adquirida en aquella persecución, llevada por ellos con una entereza y una dignidad de que la historia presenta muy pocos ejemplares. Ninguna resolución funesta, ninguna proscripción general. Unos pocos individuos se hicieron justicia a sí mismos ausentándose o escondiéndose; mas pasada la efervescencia de los primeros días, todo volvió al orden acostumbrado y todos se entregaron a sus tareas ordinarias y a entender en sus negocios. Los mismos enemigos de la libertad disfrutaban de una seguridad que no conocían en la época anterior, y a la sombra de las leyes y de las prerrogativas que disfrutaban como los demás ciudadanos, disponían las negras tramas que se fueron viendo después. Los caminos estaban llenos de viajeros que iban y venían, las calles pobladas de gente, los sitios de diversión y recreo concurridos a porfía, los brindis y aplausos de los festines cada vez más regocijados. Una nueva vida parecía que circulaba por los ámbitos de la España, y animando con grandes esperanzas el pecho de cuantos se sentían con actividad y con medios, abría una perspectiva de aumentos y de mejoras en todos los ramos de la riqueza y prosperidad pública. Y en medio de este júbilo y de este movimiento, esperados tan poco y tan desusados antes, ningún desorden, ningún alboroto indecente, ninguna asonada incómoda y peligrosa. La autoridad no echaba menos la fuerza que realmente le faltaba. La alegría sola era la que gobernaba el Estado ¡Qué mucho, milord, si entonces los españoles estaban generalmente animados de los sentimientos más benévolos y apacibles: la seguridad y la confianza para lo presente, la esperanza y la prosperidad para lo futuro!

Y los efectos felices de esta admirable disposición no se limitaron a los términos del reino, sino que se hicieron sentir también y se dilataron a los demás pueblos de Europa. Jamás la España, milord, se había presentado a los ojos de las naciones civilizadas más digna de respeto y de maravilla que entonces. Ni cuando la llenó de envidia con el descubrimiento y adquisición de un nuevo hemisferio, ni cuando las agitaba y aterraba todas con el rigor de su esfuerzo, de sus armas, de sus tesoros y de sus intrigas, ni aun cuando despertando de repente del letargo en que yacía, se hizo el campo de la independencia del continente y les enseñó el modo de arrostrar y de vencer al indómito Napoleón. Otro ejemplo, otro espectáculo era levantarse por sí sola de fango de la servidumbre, sacudir en un momento toda las plagas de la opresión que pesaba sobre ella, y hace una gran revolución sin escándalo y sin desastres; pasa cinco meses de anarquía sin confusión ni desorden, guardar la dignidad de la virtud en medio de la irritación de las pasiones, y establecer el imperio de la ley constitucional, como el más conveniente al bien general del Estado, sin consideración ni miramiento alguno a intereses privados ni a partidos. Este grande fenómeno político, quizá sin ejemplo en los fastos de las grandes naciones, produjo una sorpresa, un sentimiento de admiración y de respeto universal. Los estadistas bien intencionados se pusieron a observarle con la más viva atención, con el más grande interés; los filósofos le señalaron como una insigne lección dada a los pueblos y a los gobiernos; los monarcas no osaron contradecirle ni los malévolos censurarle; mientras que los maquiavelistas políticos, atónitos y confundidos al pronto, se decidieron a ganar tiempo, confiando en que el mismo movimiento les mostraría después los medios de atacarle y destruirle.

Estos, por desgracia, no tardaron en descubrirse, aquel campo magnífico de ricas y alegres esperanzas empezó a marchitarse bien pronto para agostarse y secarse miserablemente después. Las causas de este desastre son muchas y diversas: unas lejanas y necesarias, otras inmediatas y en gran parte voluntarias y evitables. De ellas vamos a tratar; pero es preciso hacer antes una pausa. No es bien, milord, que acibaremos el gusto que producen las gratas y nobles ideas que acaban de ocuparnos con los desapacibles objetos que van a ser el argumento de la carta siguiente.




Carta tercera

25 de diciembre de 1823



No hay duda, milord, en que cuando por el orden político que rige a una nación sus males se han hecho igualmente insufribles que irremediables, no le queda otro recurso que mudar las instituciones que tiene o la autoridad que la manda. Y esto no es precisamente un consejo; es un hecho constante en la experiencia, un resultado necesario de la situación de las cosas. Por más que se esquive pasar por ello, fuerza es que así suceda; y las alteraciones que acontecen en los gobiernos y en las dinastías no tienen por lo común otro origen. Políticos muy resueltos dicen que es preciso hacer las dos cosas a la vez, porque nada se consigue, según ellos, en mudar la autoridad sin mudar la institución, y es sumamente peligroso alterar la institución y conservar la autoridad. Los españoles no fueron tan denodadamente exclusivos; y queriendo ser consecuentes a la fe jurada a sus reyes, les conservaron el trono y reformaron la monarquía. Esto sin duda hacía honor a su lealtad; pero les imponía al mismo tiempo la necesidad de luchar con la mayor de las dificultades, la de conciliar políticamente su constitución con su rey.

Quizá aguardaréis de mí en esta ocasión una descripción moral de Fernando VII, en que, recargados los colores por la pasión del momento, resultase que su carácter era la primera y principal causa del trastorno que acabamos de sufrir. Pero yo, milord, no he tratado a este monarca, ni le conozco bastantemente tampoco para hacer su retrato con imparcialidad y con acierto. Por otra parte, ya os he dicho al principio que íbamos a conferenciar de cosas y no de individuos, y fiel a esta protesta, me abstendré respecto del Rey de toda observación personal que pueda, según su tendencia y tono, atribuirse a detracción o a lisonja: cosas una y otra tan ajenas de mi carácter como del designio que me he propuesto en esta correspondencia.

Lo único, sí, a que llamaré vuestra atención es a que por la naturaleza de su educación y de sus hábitos e impresiones primeras, y aún por casi todas los acontecimientos de su vida, la disposición de su ánimo ha debido ser siempre opuesta a un orden cualquiera liberal, y esto en grado más alto que lo son los demás príncipes por el tenor general de su condición y sus principios. Consideradle desde niño mal querido de sus padres, eclipsado y desairado por el arrogante visir, alejado de todo influjo y representación, contrariado casi siempre en sus gustos y aficiones, observado en su conducta, rodeado de espías, y amagado muchas veces, según se decía en aquel tiempo, de perder alevosamente la vida para que perdiese la corona. Considerad el estado hostil en que las circunstancias le pusieron después, primero con Napoleón, que pérfidamente le cautiva y le despoja; después con los parciales de la libertad, a quienes el espíritu de partido se los pinta como enemigos eternos de su autoridad y su persona; y en fin, con los franceses, que habiéndole libertado de la sujeción constitucional, le imponen el doble yugo de la superioridad de su fuerza y de la obligación de tan inmenso beneficio. Añadid las sugestiones viciosas de las pasiones e intereses que han estado sin cesar combatiéndose alrededor suyo, los consejos contradictorios, las delaciones continuas, las perfidias e inconsecuencias que de cuando en cuando ha experimentado en sus mismos favoritos; y todo junto os dará fácilmente la razón de esta propensión recelosa, de esta falta de confianza que se advierte habitualmente en el rey de España, de este anhelo de mando exclusivo y absoluto, de esta contradicción constante y manifiesta a toda idea o propuesta de régimen constitucional.

Para allanar la resistencia que esta situación y carácter individual oponían al sólido establecimiento del nuevo sistema, hubiera sido necesario un pueblo de otra índole y otra decisión. Pero las pasiones políticas no se inflaman en la muchedumbre tan fácilmente como so piensa; y el español, grave y tranquilo por inclinación, obediente y sumiso por costumbre, no. podía ser excitado de repente al amor exclusivo de unas leyes a las cuales faltaba el cimiento de la experiencia y la majestad que da el tiempo. Es verdad que había visto caer al coloso del poder arbitrario no solo con indiferencia, sino con gusto: la poca equidad de sus procedimientos y el mal resultado de sus operaciones gubernativas no le daban derecho a otro interés. Mas el poder constitucional que se lo sustituía tenía que adquirir crédito y afición por la importancia y muchedumbre de sus beneficios: para esto era necesario tranquilidad y tiempo; cosas una y otra que no están en la mano de los que dan impulso a los sucesos públicos. La pasión viene después con el conocimiento de lo que la libertad vale, con el hábito y costumbre de disfrutarla, con el calor y la indignación que inspira la perversa voluntad de destruirla. Hasta entonces es en vano buscar en los pueblos este fanatismo político que se precipita a todos los peligros y se decide a todos los sacrificios antes que dejarse arrebatar unas leyes en las cuales encuentran su prosperidad y su gloria.

Y no porque deje de haber en los españoles calidades y virtudes propias de los pueblos libres. Yo reconozco en ellos muchas dignas de alabanza; y largo tiempo antes de ahora discurriendo los dos sobre este punto, hallábamos, milord, que de todos los pueblos del continente, éste era acaso el más a propósito para recibir con fruto el germen de la libertad. Templado, frugal, sufridor de trabajo y de fatiga, grave, consecuente y algún tanto altivo, sujeto a un régimen y a unas leyes civiles que, si bien defectuosas por otro aspecto, no favorecen demasiado a las clases altas con degradación y vilipendio de las humildes; acostumbrado por más de un siglo a ver entregada la dirección de los grandes negocios del Estado a ministros sacados de la clase media y aun ínfima de la nación, era preciso esperar que recibiese sin repugnancia y se habituase gustoso a un sistema político análogo y consiguiente a tan bellas disposiciones. No hubiera salido fallida esta esperanza a estar él más adelantado en el conocimiento de sus verdaderos intereses, o a tardar algún tanto las intrigas y la violencia con que han sido arrancadas las nuevas leyes que empezaba a disfrutar. Pero todos los pueblos son ignorantes y preocupados, y el español por desgracia lo es tanto o más que cualquiera otro de Europa.

Y si al fin, ya que no pudiese esperarse entonces una cooperación activa y enérgica de su parte, los constitucionales se hubiesen mantenido unidos, su fuerza pudiera contrapesar la contradicción del Rey y la indiferencia del pueblo, y al cabo sobrepujarlas. Ellos tenían de su parte la fuerza de las armas, la fuerza de la opinión, que no era dudosa en los hombres racionales, y la fuerza que asiste siempre a un gobierno reconocido y de hecho. Mas aquí empiezan, milord, nuestros errores y nuestras pasiones; aquí principia nuestra vergüenza, y la obra halagada por la fortuna, decorada por la generosidad y la virtud, se desdora con el espíritu de partido, con pasiones pueriles y con una ambición insensata. Diose la señal a la división de los ánimos con la disolución del ejército de la Isla, acordada por el Ministerio por razones de conveniencia pública y de economía, y repugnada por los jefes de la insurrección como impolítica y contraria a los intereses de la libertad. Bien considerada la situación de las cosas, la razón estaba de parte del Ministerio, porque debía evitarse la apariencia de tener en tutela a las Cortes con la existencia de aquel ejército reunido, y convenía muy mucho quitar a los extranjeros el pretexto de calumniar tan grande acontecimiento dándolo el aspecto de una insurrección militar. Pero en el modo de realizar esta prudente medida no se tuvo la debida cuenta con el mérito, pasiones y miras de los diferentes interesados que en ella mediaban, y que era entonces muy preciso contemplar. De aquí la emulación, la rivalidad entre los liberales del año 12 y los del año 20, los odios mal disimulados al principio, después las imputaciones, y por último la guerra.

Parte el general Riego de Andalucía con el pretexto desarreglar este asunto con el Gobierno, y apenas llega a Madrid, cuando los síntomas de descontento, de desorden y de sedición empiezan, siguen y crecen de un modo que inquieta y atemoriza. Yo quisiera, milord, poder pasar en silencio a este hombre extravagante más bien que extraordinario, que en la prosperidad y en la desgracia, en la vida y en la muerte, se ha equivocado siempre en las ideas que formaba de las cosas y de los hombres, y mucho más en la de sí mismo. La compasión debida a su desastrada suerte y a su acerbo fin no deja fuerza al espíritu para la severa censura que merecen sus desvaríos. Pero en ellos consiste una gran parte de nuestras desgracias, y ellos caracterizan muchos de nuestros errores. Por lo mismo es fuerza sobreponerse a los sentimientos que excita su lastimero recuerdo, y cumplir con el austero deber que uno se propone cuando escribe la verdad. Él, en vez de corresponder entonces al concepto que generalmente se tenía de su carácter y de sus talentos, en vez de manifestarse digno restaurador de la libertad, y, como tal, apoyo y columna del gobierno que se acababa de establecer con ella, se le ve entrar en una vana contestación de palabras y de política con el Ministerio, afectar una pueril emulación de sabiduría y elocuencia con Argüelles, intentar atraerse la popularidad y la atención por medios, unos extraños a nuestras costumbres, otros ridículos6; y sin ocultar sus miras de echar abajo el Ministerio, descender para lograrlo a los odiosos manejos y oscuras intrigas de un partidario agitador y revoltoso. La mina se cargaba, y ya los indicios de ella traspiraban en las calles, en los cafés, en las sociedades políticas, en los periódicos y en los teatros. En uno de ellos la autoridad del jefe político fue desconocida, su persona ultrajada, y su casa después insultada con violencia y con descaro. Hablábase también de algunos cuerpos de la guarnición ganados, y por momentos se aguardaba una explosión perjudicial y escandalosa. El Gobierno, sobresaltado con tan siniestras señales, después de haber defendido victoriosamente sus procedimientos en las Cortes, se vio en la precisión de desplegar la fuerza armada en la capital para contener los movimientos que se preparaban y poner en respeto a los temerarios y mal intencionados. Creyó además necesario que saliesen de Madrid Riego y sus principales fautores. Fijóles pues sus cuarteles como a militares en diferentes puntos del reino: ellos obedecieron, y restablecidas la tranquilidad y confianza en el público, pareció que aquella incidencia no había sido más que una ligera turbación en la atmósfera, restituida luego al instante a su esplendor y tranquilidad primera. Pero aquel fue el primer día que amaneció sereno a los partidarios del poder absoluto: ellos desde entonces debieron abrigar como seguras las esperanzas de su restauración, mientras que los prudentes y advertidos veían con tanta amargura como dolor en aquellos tristes debates el principio de nuestras divisiones e infortunios.

Éranos entonces tanto más necesaria la cordura, cuanto que en aquel tiempo se estaban verificando en Europa acontecimientos de la mayor importancia, enlazados íntimamente con la revolución que acabábamos de hacer, y de un influjo harto poderoso en nuestra seguridad e independencia. Hablo, milord, de los sucesos de Nápoles, Portugal y Piamonte, que tanta alegría nos causaron de improviso, y que tan caros nos han costado después. Yo no acusaré de temeridad y de imprudencia, como lo he visto hacer tantas veces, a los autores de estos generosos movimientos, los cuales, se dice, debieron aguardar mejor coyuntura para declararse, o bien dando lugar a que la libertad española estuviese perfectamente reconocida y consolidada, o bien esperando a que las grandes potencias de Europa empezasen a discordar en intereses políticos, y se rompiese esa fatal armonía en que se hallan todas ahora para sostener la autoridad absoluta de los príncipes y la servidumbre y anonadación de los pueblos. Ellos me responderían tal vez que las ocasiones en política son extremadamente raras, y es preciso aprovechar denodadamente las que ofrece la fortuna; que la disposición de los ánimos estaba entonces inclinada a este movimiento, y no era seguro que lo estuviese después; en fin, que ningún momento mejor que aquel en que la novedad ocurrida en España, tan digna y gloriosamente ejecutada, tenía sorprendida y maravillada la Europa, y llevaba consigo un prestigio tan poderoso que los pueblos necesariamente anhelaban por imitarla, y no dejaba al parecer a los príncipes pretexto alguno de resistencia. ¿Tenemos nosotros la culpa, añadirían, de que estos movimientos no hayan sido seguidos, como fundadamente esperábamos, de otros pueblos más grandes y más fuertes? ¿Se nos debe acaso echar en cara la inacción en que se han mantenido los amantes que tiene la libertad en Francia y Alemania, o por lo menos la imposibilidad en que se han visto de ayudarnos?

Sea de esto lo que fuere, lo que no tiene duda es que este movimiento eléctrico hacia la libertad, comunicado con tanta rapidez a pueblos tan diversos, sobresaltó a los reyes, ocupó exclusivamente la atención de los gabinetes, y la inmensa fuerza de que desgraciadamente disponen se dirigió toda y preparó a contener y sofocar estas llamaradas peligrosas. Los congresos de Troppau y Laibach decidieron la suerte de Nápoles y del Piamonte, que invadida y ocupada al instante por las tropas alemanas, no sólo vieron destruir las libertades de sus pueblos, sino anonadar también la autoridad de sus reyes. Efecto necesario de este equilibrio general que reina en las cosas del mundo: una vez que estos príncipes no quieren gobernar según las leyes ni mantenerse en buena armonía con sus pueblos, ni tienen fuerza propia para ser tiranos, sufran irremisiblemente la ignominia de depender de extranjeros y de estar sometidos a su insolente tiranía.

Respetóse entonces la independencia española, y los enemigos de su constitución se abstuvieron de declararlo abiertamente la guerra7. El aspecto de unión, y por consiguiente de fuerza, que a la sazón presentábamos; la opinión que se tenía de nuestra repugnancia a toda clase de influjo e intervención extranjera; la ninguna disposición en que aún se hallaban los franceses de consentir pasar por su país a tropas extranjeras, y menos de enviar las suyas a que nos hiciesen guerra para quitarnos la libertad; otras miras, en fin, de ambición de parte de algunas de las potencias deliberantes, nos dieron aquel respiro de dos años, que ojalá hubiéramos sabido o podido aprovechar mejor.

Tal vez para esta buena correspondencia aparente contribuyó más que nada la idea de que con la repugnancia del Rey y con los medios secretos que pensaban poner en obra, sería fácil dar con la Constitución en el suelo sin necesidad de pasar por el escándalo de una guerra tan injusta. Así es que desde aquella época las esperanzas de nuestros enemigos se levantan, las intrigas se multiplican en palacio, y las conspiraciones en la corte se suceden unas a otras sin interrupción ninguna. No bastando ellas, se echa mano de las insurrecciones, y empiezan a saltar chispas de guerra civil en Navarra y en Castilla. Los medios empleados para estos movimientos eran secretos, pero no menos conocidos. Apagóse al instante lo de Navarra, y lo de Castilla tardó algún tanto más, porque la audacia y la actividad de Merino, que dirigía aquellas alteraciones, las dieron alguna consistencia. Mas hubieron de sucumbir también no sólo al valor de las tropas constitucionales, sino a la inercia que los pueblos les oponían, enteramente ajenos a todo aparato de guerra y de discordia. Estas tentativas inútiles produjeron al año siguiente un plan más grande, más combinado, y menos disimulado también. Los medios puestos a disposición de los refugiados fueron inmensos: toda la frontera empezó a hervir en partidas, en toda ella se hacía la guerra con sucesos varios, pero ninguno decisivo, y la agresión tomó toda la forma de una organización completa con la junta formada por algunos jefes refugiados hacia la parte de Guipúzcoa, y con la regencia de Urgel. El cordón sanitario servía de base a estas operaciones, y fomentaba a los facciosos cuando eran vencedores, o les servía de asilo y de escudo cuando eran vencidos.

Excuso insistir más en unos hechos que todo el mundo conoce. Ahora ellos mismos los propalan y los ponderan: se alaban sin pudor alguno de haber estado haciendo la guerra de este modo tan inicuo a un gobierno que habían reconocido, con quien estaban en paz y de quien no tenían la menor queja. Las cantidades enormes invertidas en estos usos atroces se apuntan públicamente como partidas de cargo contra la nación española, para que esta misma las satisfaga a costa de su sudor y de su sangre, y confesándose autores de unos manejos tan villanos como detestables, dan la sentencia de condenación eterna que se merece el objeto a que se dirigían, y que tan odiosamente han conseguido.

Estas intrigas y esta contradicción, aunque tan poderosas, se hubieran al fin superado por la decisión del ejército y por la poca disposición que la nación tenía, según ya he indicado, a comprometerse en una guerra civil. Otro mal cruel nos consumía interiormente, tan grande en sí o mayor que los demás, que unido y agregado a ellos, les daba una fuerza inmensa, y sin remedio nos perdía. Éste era el estado deplorable de nuestra hacienda pública: abismo que nadie ha podido sondear, y laberinto en que todos se han perdido. Yo no os fatigaré, milord, con los pormenores fastidiosos que esta materia lleva necesariamente consigo. Aun cuando la cosa fuera de suya menos importuna en este lugar, mi inclinación particular y la naturaleza de mis estudios no me lo permiten tratar ni con gusto ni con acierto. El hecho es que este ramo, siempre desordenado y confuso entre nosotros, no recibió ningunas mejoras con las providencias de las Cortes, inconsideradas y prematuras en dictamen de muchos, y sin disputa alguna inciertas e inconsecuentes. Ya fue muy grande error suprimir de pronto ciertas contribuciones que rendían gran producto, sin tener a la mano otras preparadas para suplirlas, con menos vejación si se quería, pero con igual efecto. Hacíase esto en gracia del pueblo para interesarle en la revolución, y el pueblo agradece menos lo que le perdonan que siente después lo que le exigen. Formóse en el primer congreso un nuevo plan de rentas para sustituirlo al antiguo, y estoy muy lejos de desestimar un trabajo a que concurrieron sujetos muy hábiles, los cuales se ocuparon de él con toda la aplicación y celo que la importancia del objeto requería. Cualesquiera que fuesen sus defectos y sus errores, que no trato de controvertir ahora, no hay duda que no hubo tiempo suficiente para establecerse y sentarse. Las segundas cortes se propusieron hacer en él algunas modificaciones; pero esto, en vez de remediar el mal, le aumentaba en algún modo por las oscilaciones que producían, perjudiciales mucho a la realización de los ingresos, y más si se les agrega la dificultad y descuido que había en la recaudación. Las Cortes se negaron constantemente a conceder al Gobierno las facultades que pedía para facilitar esta operación a los intendentes, como contrarias a los principios de libertad. Por otra parte las diputaciones provinciales, que debían presentar los medios de una repartición prudente y allanar las dificultades de la cobranza, se creían en la obligación de entorpecerla por cuantos medios podían, como si en ello protegieran a los pueblos de vejaciones fiscales. De este modo era poco lo que se recaudaba, esto poco quedaba filtrado en los canales de la administración, y el tesoro, exánime y exhausto tenía que dejar sus atenciones en el más triste descubierto.

Para suplir algún tanto este vacío se acudió en diferentes tiempos al recurso de los empréstitos. No hay duda que estas operaciones, a pesar del diferente concepto que hayan merecido de unos y otros, y de los debates animados, y por desgracia indecorosos, que han ocasionado, contribuyeron eficazmente a la conservación del Estado y de la libertad, que irremediablemente hubieran perecido mucho antes sin el auxilio que por este medio recibieron. Cuando faltó, faltó todo a un tiempo, y la inesperada inconsecuencia de Bernales hizo a nuestro crédito y a nuestras esperanzas una brecha mayor que los cien mil hombres del duque de Angulema. Mas esta utilidad incontestable que tuvieron los empréstitos hechos durante los tres años constitucionales era contrapesada, y no sé si diga con exceso, por los perjuicios consiguientes al tiempo, modo y forma en que se hicieron. Ya en primer lugar, como buscados en épocas de apuro, su precio debía necesariamente ser exorbitante. Consumíanse al instante que se recibían, y en objetos de administración y de gobierno, no siendo llevados a objetos productivos y de utilidad más directa con el fomento de la prosperidad pública; por último, causaban el mal resultado de adormecer nuestra actividad y descuidar acaso los recursos que había en nosotros, fiados en que siempre tendríamos a la mano este arbitrio tan precario.

Una parte de estos malos efectos pudiera acaso evitarse con haber abierto al principio un grande empréstito mucho mayor todavía que la suma total de todos los que sucesivamente se hicieron. La ilusión que de pronto causó nuestra revolución, y el inmenso capital que ella ponía en nuestras manos, le hubiera facilitado, y el Gobierno, libre de apuros y cuidados que la escasez le acarreaba, hubiera tenido más vigor y rapidez en su acción, pudiera así atender y fomentar los manantiales de la prosperidad, y crear nuevas artes y productos nuevos. Dejo aparte la ventaja de multiplicar y dilatar por toda Europa el número de interesados en el buen éxito de nuestra causa, consecuencia necesaria de una negociación tan extensa. Lo cierto es que el gobierno constitucional, llenando todas las atenciones dentro, creando medios de resistencia para fuera, y sin tropiezos en su camino por escaseces ni apuros, hubiera tenido en España y en Europa el respeto que se tributa al poder, y no se reirían ahora de nuestros males los que tan insolentemente triunfan de ellos.

Con tantas y tales causas de ruina, ¿cómo era posible salvarnos? Ni el valor, ni la prudencia, ni el celo, la todos los talentos y virtudes reunidos, eran bastantes a alejar este cúmulo de males que los hombres y los dioses irritados con nosotros habían agolpado en nuestro daño. Vos veréis, milord, en la serie de los sucesos que vamos a recordar, cómo cada uno de ellos toma su nacimiento y origen de algunas de estas causas primordiales, y viene naturalmente a agruparse y colocarse bajo de ella como para servirla de confirmación y de prueba. Ahora es el Rey el que nos fatiga con su constante contradicción, disimulada a veces, y otras clara y manifiesta; luego es el pueblo, que ignorante y desconocido, mira con indiferencia su daño y el peligro de sus defensores; aquí nuestras divisiones crecen y se multiplican de un modo tan lastimoso como pueril, mientras allá nuestros enemigos se entienden y se reúnen, nos agitan sordamente al principio, después nos amagan, y al fin nos invaden; y para colmar la desgracia, una hacienda desarreglada, una escasez de medios tal, que subsistimos a fuerza de empeños en tiempo de paz, y todo nos falta cuando la guerra comienza. Sin cimientos, sin techumbre, sin trabazón en sus partes, sin ningún arrimo fuera, no es de admirar, no, que el gobierno constitucional haya caído; lo que sí hay que extrañar mucho es que haya durado tanto tiempo.

Carta cuarta

12 de enero de 1824



Los síntomas de estos diferentes males no se dejaron ver al principio ni brotaron todos a la vez. Duraron por algún tiempo los felices auspicios con que la revolución se había hecho, y las Cortes en su primera legislatura correspondieron dignamente a su crédito y a nuestras esperanzas. Vos mismo, milord, en una carta que me escribisteis entonces me dabais el parabién por la feliz prueba que la Constitución había hecho en aquel primer ensayo; añadiendo con la noble ingenuidad que os caracteriza que si nuestra ley política había sido atacada como una teoría impracticable, las objeciones que se le habían hecho eran también teorías, sometidas como ella al examen decisivo de la experiencia.

Los dos únicos incidentes que desgraciaron aquel período, el 7 de setiembre y el retardo que tuvo la sanción de la ley sobre regulares, puede decirse que eran ajenos del Congreso. El uno, por ser una altercación del Gobierno con un partido político, que se terminó al instante, y el otro un uso, o más bien abuso, que el Rey hacía de su prerrogativa, y que se allanó al fin por la constancia y entereza del Ministerio. Ni quiero decir por esto que uno y otro incidente no trajesen tras de sí consecuencias muy trascendentales y de perjuicio gravosísimo8; pero al fin ninguno de ellos tuvo nacimiento en las Cortes, que guardaron respecto de ambos su dignidad y decoro. Ellas cerraron sus sesiones conservando la estimación y respeto de la nación toda, que en el conjunto de luces que allí se combinaban, y en la unión de voluntad y de miras justas y honestas que constantemente mantuvieron, no podía menos de considerarlas como el apoyo seguro de la libertad y la base ni más sólida de la prosperidad del Estado.

Más no bien cesaron las sesiones, cuando el agüero siniestro de la tormenta se dejó ver en los aires, y los ánimos sobresaltados se abrieron a la desconfianza y al temor. El Rey, pretextando una indisposición, no asistió personalmente a la sesión última del Congreso. Con el mismo pretexto se había ido al Escorial, poco frecuentado por la corte en semejante estación. Allí, como separado del fuego de la máquina política, empezó a no disimular su desapego al ministerio que tenía y al gobierno a cuyo frente estaba. Ocultaron los ministros mientras pudieron estas disposiciones poco gratas y que no tardaron en tomar el carácter de hostiles; mas no podía durar mucho tiempo esta especie de política, cuando el despacho de diferentes negocios importantes a la tranquilidad y seguridad del Estado se dilataba o se contradecía. Empezó a susurrarse por los oídos de los más atentos que el Rey meditaba un golpe de estado igual al que años antes había dado en Valencia. Ya se le suponían inteligencias en las provincias, preparativos secretos, tal vez un nuevo y oculto ministerio, postergando el constitucional, que, menos uno de sus individuos, todo permanecía en Madrid. Vino de repente a confirmar estos rumores crueles la comandancia militar de la corte y de la provincia, conferida al general Carvajal sin observarse ninguna de las formalidades prescritas por la ley en semejantes nombramientos. Esta circunstancia, unida al concepto poco ventajoso que se tenía de Carvajal, manifestó desde luego las intenciones que se llevaban, en este paso imprudente. El honrado Vigodet, comandante a la sazón, se negó al cumplimiento de la orden secreta que se le comunicó al efecto, y las contestaciones que esto produjo entre los dos interesados y el Ministerio dio publicidad al desafuero y llenaron de agitación a Madrid.

Era de ver, milord, cómo el pueblo todo se agolpó al instante en las calles para saber el destino de la cosa pública, cómo se reunían en los cafés, cómo se amontonaban en las plazas, cómo iban y venían del Ayuntamiento a la Diputación permanente, y de la Diputación al Ayuntamiento, y con cuántas veras, con cuál vehemencia invocaban la entereza y la dignidad de los municipales y de los diputados, animándoles y pidiéndoles que se mantuviesen firmes y no desamparase a la libertad. La milicia local se puso sobre las armas; las sociedades patrióticas, cerradas desde el 7 de setiembre, se abrieron por sí mismas; las autoridades constitucionales se establecieron en sesión permanente, y el gentío que inundaba las calles por el día no las desamparaba de noche, antes las animaba con músicas y con antorchas. « ¡Cómo, decían a gritos, otro trastorno otra revolución nueva en el Estado! ¿No será ya tiempo de que nos dejen descansar y de fijarse en un orden público que nos mantenga quietos y seguros? Cuando toda la nación reposa en el que se acaba de restablecer y jurar, sin una voz, sin un voto que lo contradiga o se lo oponga, ¿cuál es la voluntad particular que piensa valer más que las otras y echar a rodar por su antojo tantos pactos convenidos, tantos juramentos solemnes? ¿Habremos de pasar otra vez por el círculo infausto de prisiones, procesos, emigraciones, castigos y persecuciones sin fin? “Tales eran las querellas que los unos exhalaban, mientras que otros, más denodados, «ahora veremos, decían, con qué fuerza y apoyo cuentan esos temerarios, y si han de presumir a su salvo jugar con una nación tan indignamente dos veces». Así, llevando unos pintado en su frente el cuidado, otros la congoja, y los más la indignación, Madrid presentaba el aspecto de un pueblo sobresaltado, animado de un solo deseo, preparado a todo evento, y a quien era dificultoso vencer y muy aventurado atacar.

Esta efervescencia peligrosa solo podía calmarse con la pronta vuelta del Rey, y así se lo hicieron presente los ministros, el Ayuntamiento y la Diputación. Él lo esquivaba, o de confusión o de miedo. Mas cuando la Diputación le manifestó la necesidad en que se vería de tomar una medida extraordinaria, y los peligros que amenazaban no sólo a la capital y a las provincias, sino a su autoridad y persona, entonces, vencido de otro miedo mayor, cedió al instante y se preparó a volver. Su entrada en la capital fue ostentosa y brillante, pero melancólica y triste. No hay regocijo ni alegría adonde falta confianza, y ésta ya estaba perdida. Muchos vivas a la Constitución, alguno al Rey, pero sordo y perdido, y tal cual grito o cántico menos prudente, que el cuidado de las autoridades y de los hombres de juicio no pudo evitar. Pero la generalidad del concurso, que era inmenso, se portó cual correspondía a la gravedad nacional: ningún aplauso, porque no tenía motivo alguno de darle; ningún insulto, porque no quería abusar de su triunfo. El Rey y su familia afectaron de industria y por instinto aquella indiferencia que los príncipes manifiestan en estas ocasiones en público, como para hacerse ajenos de los sucesos o superiores a ellos. Llegados a palacio, se asomaron al balcón, sitio en otros días de adoraciones y aplausos, y entonces de confusión y de oprobio, puesto que, aun a los ojos de sus parciales mismos, era como mostrarse atados a la argolla pública de la vergüenza.

El infeliz resultado de la primera tentativa pudo hacer ver a la corte cuál sería el de las demás que intentase por el mismo camino. Cualquiera ataque directo que diese a la Constitución, ya oculto, ya descubierto, había de estrellarse igualmente contra la fuerza de la opinión general, escarmentada de lo pasado y esperanzada todavía en lo porvenir. Así falló en enero siguiente el temerario intento de los guardias de Corps, que tomaron sobre si el empeño de restablecer el poder absoluto del Rey, y bajo el pretexto de vengarles denuestos e insultos que sufría en las calles, se pusieron en insurrección abierta contra el Gobierno, y concluyeron por ser obligados a rendirse y por disolverse el cuerpo. Así falló también la conspiración oculta a cuyo frente estaba el infeliz don Matías Vinuesa, terminado por su prisión, proceso y deplorable catástrofe, de que hablaremos después. Así, en fin, se atajó otra conspiración cuyo principal ramal estaba en Extremadura, que la vigilancia del Ministerio desconcertó con la prisión de sus agentes. Nada se les lograba a nuestros impacientes adversarios, y fue necesario que otros más avisados que ellos viniesen en su auxilio, y les enseñasen que los medios indirectos, aunque más lentos, eran sin comparación más eficaces.

De estas intrigas, la más hábilmente conducida y la más perniciosa por entonces, fue la que se tramó para derribar el primer ministerio. Este se había compuesto, como ya dijimos arriba, de hombres señalados por sus servicios en la causa pública y de una preponderancia notable por su grande popularidad. No todos eran iguales en talentos y en virtudes; pero el nombre solo de Argüelles, tan querido de la libertad y de la rectitud, tan estimado y respetado de la generalidad de los españoles, bastaba para dar un crédito y una confianza inmensa al cuerpo de quien se le suponía alma y el moderador principal. Todos sin excepción eran acreedores a la confianza pública, incapaces de faltar a la causa de la libertad ni de vender el depósito de un gobierno libre que estaba puesto en sus manos. Los más tenían medios sobresalientes de congreso, los más eran versados en los negocios que manejaban, y si a alguno faltaba el despejo y prontitud que proporciona la experiencia, tenía la disposición y capacidad de espíritu que la suple o la apresura. ¡Qué de motivos para que el partido constitucional, contento con tener entregada la dirección de los negocios a manos tan seguras, conspirase todo a sostenerla y conservarla en ellas! Mas no fue así, milord; y un tropel de causas concurrió a pervertir la opinión en esta parte, y a poner la victoria en manos de nuestros enemigos.

Ya en primer lugar el choque que hubo en setiembre entre el Ministerio y los jefes de la Isla, además de debilitar el partido liberal con la división que en él produjo, atrajo al Gobierno el encono de una secta que, como todas las de su clase, no olvida ni perdona. Decretada por ella la disfamación de los ministros, todos sus devotos obedientes se emplearon en esta obra de tinieblas; y en la conversación, en la correspondencia, en los papeles públicos, no se oía otra cosa que quejas, críticas, murmuraciones y desconfianzas. Los ignorantes de estos manejos secretos se sorprendieron, y alguna vez se indignaban de este cambio de opinión cabalmente al tiempo en que los ministros luchaban cuerpo a cuerpo con la corte, y expuestos a todos los insultos y a toda la venganza del Monarca, estaban dando las mayores pruebas de su celo, haciendo los servicios más eminentes a la causa pública. Para conjurar esta nube, o más bien, como yo creo, para excusar el escándalo de que apareciesen como perseguidos los restauradores de la libertad, procuró el Ministerio el buen concierto y armonía primera, reponiendo al general Riego y sus amigos. Mas el río de la opinión no se tuerce tan fácilmente para arriba: el daño estaba el hecho, y siendo por otra parte atribuidos a flaqueza los pasos dados para la conciliación, la insolencia de sus adversarios se acrecentaba a porfía, y con más o menos disimulo los ataques prosiguieron.

Con estos esfuerzos combinaron los suyos ciertos escritores, que aunque al principio favorable a la causa de la libertad, se les vio de pronto cambiar de rumbo y ladearse a las opiniones e intereses de la corte. Su celo había parecido siempre muy equívoco, porque perteneciendo a la clase de los que el vulgo llama afrancesados, sus doctrinas se tenían por sospechosas y sus consejos por poco seguros. Es verdad que los afrancesados se hallaban habilitados por la ley, pero era temprano todavía para estarlo en la opinión. Veíase esto bien claro, y mejor ellos que nadie, en la mala acogida que encontraron algunos al presentarse en las juntas electorales, y en la poca cuenta que se hacía de ellos para la provisión de los empleos. Ya acibarados así, subió de todo punto su resentimiento cuando vieron que dos sujetos muy notables de entre ellos, propuestos para dos cátedras de los estudios de San Isidro de Madrid, fueron postergados a otros que les eran muy inferiores en talentos y en saber. De aquí tomaron pretexto los escritores de su bando para hacer abiertamente la guerra a un gobierno que así los desairaba y desfavorecía. Comenzaron las hostilidades cuando el acontecimiento del Escorial, y no han cesado todavía aun después de abolida la Constitución y proscriptos y perseguidos sus autores. Hoy atacaban los actos del Gobierno y de las Cortes con el rigor de las teorías, y mañana se mofaban de las teorías como de sueños de ilusos contrarios a la realidad de las cosas y al curso que ordinariamente llevan los negocios en el mundo. Su doctrina, varía y flexible, se prestaba a todos los tonos y tomaba todos los aspectos, con tal que sirviesen a desacreditar el orden establecido y las personas que le sostenían. Viniéronse al principio con los bullangueros para derribar al Ministerio, y después se han unido con los invasores para derribar la libertad. Así estos escritores, por cálculo, por error o por destino, se han colocado siempre en una posición contraria a la opinión nacional y a los intereses públicos del Estado. Dejo aparte, milord, las relaciones monstruosamente embusteras que algunos de ellos han trecho de los sucesos de entonces para que circulasen fuera de España, pues sus calumnias, tan absurdas como atroces, no podían tener crédito ni cabida alguna entre nosotros. Omito también las risibles palinodias que hemos visto, en que los discípulos de Locke y Montesquieu se han vuelto de repente en ecos del abate Barruel y del capuchino Vélez. Manejos tan torpes y groseros no arguyen nada en favor de la discreción de sus autores, y conducen por cierto más prontamente a la infamia que a la fortuna. Pero sea de esto lo que fuere, lo que no tiene duda es que, siendo favorecidos tanto por el poder que ha vencido, confirman de lleno ahora las sospechas que de ellos se tuvieron, y está clara y manifiesta la naturaleza y tendencia de la oposición que hacían9.

Con menos odiosidad, pero con igual efecto, y aún mayor, concurrieron al descrédito del Gobierno otra casta de personas que la malicia de entonces designaba con el apodo de los importantes. Esparcidos por los tribunales superiores, por el consejo de Estado, por las secretarias del despacho y por la plana mayor del ejército, el influjo de su opinión en la opinión de los otros era grande y poderoso, y por desgracia nunca favorable. A los primeros ministros no lo fue jamás: tachábanlos de hombres nuevos, sin solidez, sin crédito y sin experiencia, que debían su elevación a la popularidad de un momento. Guardaban un silencio desdeñoso sobre sus aciertos, pero se espaciaban con complacencia sobre sus yerros y sobre el mal resultado de sus operaciones. Ninguna consideración a sus virtudes, muy poca a sus talentos, y aun en tal caso solían decir que era preciso aplicar los mejor, pues era visto que allí no servían. Sonreíanse desdeñosamente si los oían alabar, y al vituperio, si expresamente no le confirmaban, mostraban por lo menos frente de aprobación y satisfecha. Su conservación, para ellos era una cosa indiferente, cuando no perjudicial, y su salida bien poco sensible y fácilmente reparable.

¿Quiénes son pues estos personajes que a tal altura se colocan y de tal sobrecejo se arman? Viéndose en primera línea, o por su nacimiento o por su carrera o por el puesto que ocupan, se creen exclusivamente destinados para aconsejar a los reyes, desempeñar los ministerios y manejar los negocios más altos del gobierno. Nadie sino ellos posee los secretos de la política, nadie conoce mejor los intereses públicos y particulares, nadie puede resolver con más tino los negocios más difíciles, y en nadie sientan al mismo tiempo tan bien las dignidades y las decoraciones. Ellos lo son todo en el Estado, y cualquiera otro mérito, cualquiera distinción debe ceder y eclipsarse delante de la suya. Tan vanos como ambiciosos, el favor le reciben como una deuda, y el olvido le reputa como ultraje. Alaban poco, vituperan mucho, y siempre están en contradicción con el sistema que rige, aunque estén haciendo parte de él; grandes partidarios del poder absoluto en un régimen liberal, grandes propaladores de principios y de derechos en un gobierno absoluto. Ni hablan en público ni escriben para él; su ocupación de oficio es deliberar, su ocupación privada es intrigar y menospreciar. Luces, capacidad y experiencia no les faltan, y así puede esperarse de ellos a las veces un buen consejo, una noticia oportuna, una dirección acertada. Pero calor, celo, consecuencia, abandono, sinceridad, simpatía, eso no: semejantes calidades son propias de muchachos aturdidos o de hombres arrojados que quieren hacer fortuna. Ellos son otra cosa diferente y de un orden superior. Hábiles en mantenerse a distancia de la refriega para no comprometerse en ella, lo son todavía más en acercarse al instante al vencedor, como para dar lustre y consistencia a su partido. Lumbreras necesarias al Estado, de que no es posible prescindir al que le haya de mandar. Fernando VII, sin embargo, ha prescindido de ellos completamente en esta última crisis; y el mayor sentimiento ahora, la queja más amarga de estos egoístas orgullosos, es que el Rey no se valga de ellos para la dirección de sus negocios, como los liberales los pusieron al instante y los han mantenido al frente de los suyos.

Concurrió también a esta guerra la hueste de aquellos que por una ostentación importuna de libertad e independencia, o por formar lo que se llama partido de oposición en los gobiernos representativos, se mostraban siempre en contradicción manifiesta con la opinión y medidas ministeriales. Yo no sé, milord, si todo el celo que los animaba basta a libertarlos de la imputación de necios. Es fácil de comprender que en política, como en mecánica, una fuerza contrapuesta a la fuerza principal, como sea sabiamente combinada, sirve a reglarla y a dirigirla mejor en sus movimientos. Esta teoría, trivial y común, puede tener su aplicación más o menos oportuna, aunque en mi dictamen, siempre insuficiente a vuestra oposición, que tiene tanto de teatral, y a la francesa, tan llaca ahora, o por mejor decir, tan nula. Pero motivar en ella la guerra declarada que los independientes hacían entonces y han hecho siempre después a la estabilidad de los ministerios es un despropósito que no tiene ni defensa ni disculpa. ¿Por ventura la oposición no estaba ya hecha y formada en el partido servil? ¿No tenía este partido una fuerza inmensa en la connivencia del Rey? No tenía este partido un interés directo en desacreditar, en socavar, en destruir lo que se había hecho? ¿Faltábanle acaso recursos para averiguar los desaciertos, los malos pasos, los extravíos de los que mandaban? ¿No sabía tomar cualquier semblante que le convenía para denunciarlos a la opinión? ¿No se veía a las claras que, faltándoles fuerzas para emprenderlo todo a la vez, empezaban por atacar las personas, para después pasar al descrédito y ruina de las cosas mismas? ¿Era ésta la sazón de que entrasen a la parte de la lucha los que se llamaban amigos de la libertad, y ayudasen con tanto empeño a los esfuerzos de sus adversarios? Hombres temerarios por cierto, o más bien hombres ciegos, que no conocían la desigual contradicción que tenían a su frente, y contra la cual apenas bastaba todo el concierto, toda la unión imaginable; y cada vez más encarnizados, no trataban de otra cosa que de debilitar y entorpecer la acción del gobierno que habían logrado crear, y que solo podía salvarse y salvarlos a fuerza de rapidez y energía. Tiempo vendrá en que con lágrimas de sangre lloren este error funesto, y quisieran a costa de todos los sacrificios rescatar a la existencia política cualquiera de los ministerios de entonces, aunque fuese el más odiado, y poner en sus manos los destinos públicos y los suyos.

Tantas y tan diversas causas de descrédito y de ruina debían producir necesariamente su efecto, y le produjeron bien pronto. La fermentación creció, las voces de queja y descontento corrían de labio en labio sin contradicción y sin rebozo: formóse una representación revestida de centenares de firmas, unas de hombres desconocidos, las más supuestas, en que se pedía al Rey la deposición de sus ministros por inhábiles a gobernar el Estado y asegurar la libertad. Los gritos eran más altos, y el escándalo mayor en las sociedades populares, abiertas desde el acontecimiento de noviembre. En alguna de ellas la agitación y efervescencia llegaron al extremo de prorrumpir los concurrentes en gritos frenéticos de « ¡Abajo el Ministerio! ¡Muera Argüelles!» y salir en tropel como concitando a sedición y a tumulto. No lo consiguieron: las autoridades locales pudieron contener el desorden y disipar estas llamaradas. Pero aquello mismo era en daño de los ministros, porque la malevolencia reputaba estas medidas menos como un servicio hecho a la tranquilidad pública, que como un obsequio al poder que prevalecía.

Con tan siniestras disposiciones se abrió la segunda legislatura. Creíase comúnmente que la cuestión sobre la subsistencia del Ministerio sería resuelta por el aspecto que tomase en el Congreso el examen de su administración, el cual se suponía severo y acalorado. Más la corte fue más hábil o más determinada, y sin aguardar al éxito incierto de un debate prolijo y peligroso, se decidió a dar un paso el más extraño y singular que se ha visto en ningún gobierno representativo. En su discurso de apertura el Rey acusó solemnemente a sus ministros de no defender el decoro de su persona y de una culpable indiferencia en la represión y castigo de los desacatos cometidos contra él en las calles de Madrid. Hecho esto, sin aguardar lo que podrían resolver las Cortes ni a que los ministros renunciasen, los despidió al día siguiente con las señales menos equívocas de disfavor y desagrado.

Las Cortes, sorprendidas con aquella imprevista novedad, nada determinó al punto, sea que no queriendo imitar al Rey en el uso violento que había hecho de su prerrogativa, se mantuviesen puntualmente en lo que les prescribía su reglamento para el ceremonial del día; sea que sobrecogidas, no acertasen a tomar la resolución pronta que el caso aconsejaba. Mas cuando el día siguiente quisieron volver sobre sí, ya los ministros no lo eran, y si bien fueron llamados al Congreso y preguntados sobre aquella incidencia extraordinaria, ellos se atuvieron a generalidades vagas o a alusiones demasiado finas, respondiendo menos como estadistas que como caballeros. Sin duda no quisieron dar a su desaire personal la importancia política que realmente tenía, ni ser ocasión manifiesta de un debate entre las Cortes y el Rey. Tampoco los diputados que les eran afectos se atrevieron a llevar el asunto más adelante, desconfiado de que tomase en el Congreso la dirección y aspecto conveniente a sacar con lucimiento a sus amigos. Mas ya que las Cortes no quisieron o no osaron hacer nada en desagravio del Ministerio como tal, a lo menos sus individuos fueron altamente honrados por la Asamblea, que les decretó además una asignación decorosa para la subsistencia en el desamparo en que los dejaba el Monarca, y después se los propuso para consejeros de Estado.

Esto podía ser bastante para la satisfacción personal de ellos, pero no para cerrar el vacío que su caída dejaba en la cosa pública. Y no ciertamente, milord, porque en ellos solos estuviesen cifrados los destinos de la libertad. Yo, que a nadie cedo en el aprecio y respeto que se debe a sus virtudes y talentos eminentes como ciudadanos y hombres públicos, yo estoy lejos de creer que la salvación del Estado debiese consistir en la subsistencia de estos siete hombres al frente del Gobierno, ni que su falta fuese irreparable. Mas lo que causaba el dolor inconsolable de los buenos era la desconfianza de que ya la cabeza del Estado pudiese estar nunca de buena fe ni en una conveniente armonía con el orden establecido. Si los ministros le repugnaban, ¿por qué no los había despedido antes? Por qué aguardar a acusarlos en aquella ceremonia? ¿Por qué acusarlos de una cosa a un tiempo increíble y absurdo? ¿Por qué despedirlos al tiempo de ir a dar cuenta de su administración, y dejar el Estado sin gobierno en la ocasión menos oportuna? ¿Tanto le iba en aguardar el resultado del debate que precisamente habían de ocasionar sus memorias? Estas tristes consideraciones producían otra mucho más melancólica todavía, y era que ya en España no podría haber ministerio que subsistiese: si era de la confianza de la nación, el Rey no le sufriría mucho tiempo; si no lo era, la opinión popular le derribaría al instante. ¿Qué orden, qué consistencia, qué progresos podían esperarse de estas mudanzas continuas e insensatas? Así, a pesar de tantas tristes experiencias y de una revolución emprendida y lograda con tanta fortuna, esta pobre nación veía siempre sobre sí la maldición irrevocable a que la Providencia parece que la ha condenado: a la triste suerte de no tener gobierno jamás.




Carta quinta

24 de enero de 1824



A necesitar de apología el ministerio derribado, ninguna más poderosa, milord, que los recelos concebidos por el partido liberal en el día mismo de su caída. Como si de repente se hubiera roto el escudo que protegía la libertad, todo se creyó perdido, y muchos atendieron a su seguridad individual, durmiendo aquella noche fuera de sus casas en asilos oscuros y desconocidos. Nadie se imaginaba que la corte se hubiese arrojado a un paso tan decisivo sin un apoyo bien fuerte, aunque invisible; y considerada bien la naturaleza destructora de las miras que siempre la han animado, ya se creían con un nuevo ministerio, y nuevos comandantes militares que, nombrados de pronto y dóciles a su voz, hiciesen en un momento lo que antes no había podido ejecutar Carvajal, y se repitiese de este modo con éxito más feliz la tentativa que se malogró en noviembre.

Otros pensamientos había sin embargo en palacio, y quizá no menos temores. El golpe estaba dado, pero con el auxilio que habían prestado las pasiones del partido liberal. Si las Cortes, cuya fuerza moral era entonces muy grande, volvían sobre sí y penetraban en el fondo del suceso, las consecuencias pudieran ser muy perjudiciales, ya que no a la persona del Rey, a lo menos a su autoridad, y sobre todo a sus consejeros. Fue preciso pues disimular algún tiempo la aversión invencible que se tenía al gobierno establecido, y echar la culpa de aquel acontecimiento a la personal repugnancia del Monarca respecto de los ministros separados. Consultóse de su parte a algunos diputados principales del Congreso sobre la elección de sucesores, manifestando al mismo tiempo la mayor confianza y el más grande aprecio hacia los sujetos consultados, y una adhesión sin límites a sus máximas y a sus consejos. Ellos se negaron a dar formalmente su parecer en el particular, como cosa ajena o contraria a sus atribuciones. Dado este paso de comedia, se dio otro, al parecer más efectivo y eficaz, pero igualmente nulo, que fue pasar orden al consejo de Estado para que propusiese a su majestad sujetos constitucionales y dignos de ocupar las sillas del ministerio vacante. El Consejo desempeñó a su modo aquel encargo, proponiendo dos candidatos para cada secretaría del despacho. No hay duda que los más eran hombres de mérito, versados en el manejo de los grandes negocios, y capaces del destino a que se les designaba. Pero el consejo de Estado propuso ministros, y no un ministerio, y el Rey, eligiendo de ellos los que le parecieron más a propósito para sus miras de entonces, salió con más felicidad que pensaba del apuro en que se había puesto, y tuvo secretarios del despacho, pero la nación no tuvo gobierno.

Porque no era posible que tuviese aspecto tal aquella combinación de hombres públicos, sin analogía de caracteres, sin semejanza de servicios, sin igualdad de sistema y sin unidad de miras. Una parte de ellos no estaba señalada en la lista de los campeones o de los mártires de la libertad, y esto, unido a la circunstancia de haber sido elegidos por el Rey, les daba la nota de sospechosos y les quitaba la confianza del partido constitucional: cosa muy perjudicial a la sazón, aunque en mi sentir injusta. El carácter de probidad y honradez que los adornaba alejaba toda idea de superchería y de traición. Descollaban entre todos Valdemoro y Feliu por su capacidad y sus talentos y por los servicios y pruebas que tenían hechas en obsequio de la libertad. Mas el primero, hecho consejero de Estado por el Rey, dejó el puesto muy pronto, y Feliu, que le sucedió en el ministerio, y que por su despejo y los medios de congreso que tenía, ocupó al instante el primer lugar; Feliu, a pesar de las ventajas y calidades que sin disputa poseía, no pudo llegar a vencer la enorme y obstinada oposición que siempre tuvo contra sí.

Componíase esta de todas las opiniones, pasiones e intereses, que había en contra del ministerio anterior, agregándoseles además el partido de todos los que le eran adictos, que eran muchos y altamente considerados en la opinión liberal. El favor y la docilidad del Monarca, de que al principio se lisonjearon los nuevos secretarios, contribuía más y más a disminuir su influjo en las Cortes, y por otra parte, aquél mismo favor, sobremanera incierto y precario, como se manifestó a poco tiempo, no podía serles de mucho provecho ni darles seguridad ni desahogo en sus operaciones. Por manera que este malhadado ministerio, desatendido por el Rey, poco considerado en las Cortes y equívoco en la opinión, se halló muy desde el principio sin punto fijo en que apoyarse, sin pies para moverse y sin manos para obrar.

Vino también a aumentar el desabrimiento de aquellos días un suceso verdaderamente atroz, el primero de su clase que afea los fastos de la libertad española, y que por lo mismo imprimió en ella un carácter odioso que antes no tenía. Hablo, milord, de la muerte dada en su prisión al desventurado Vinuesa. Este eclesiástico, que por su genio inclinado a la actividad y al movimiento había hecho algunos servicios importantes en la guerra de la Independencia, creyó haber hallado en la disposición que los ánimos y las cosas tenían a fines del año 20 un campo propio para contentar su ambición y sus pasiones. El ejemplo de tantos intrigantes de su clase, que por premio de su inconsecuencia y de sus manejos se veían puestos de un salto en la cumbre de las rentas y de las dignidades, le sedujo sin duda y le hizo esperar que a mayores servicios se darían mayores recompensas. Hízose pues agente primero y resorte principal de una conspiración urdida para trastornar el Estado. La autoridad, al sorprenderle en su casa, sorprendió también con él no sólo las minutas y los paquetes de las proclamas, mal impresas y peor escritas, que a la sazón corrían por Madrid y las provincias excitando a la sublevación, sino también los planes y miras de la conspiración escritos de su propia mano. Ganar y corromper la tropa, sublevar el pueblo, sorprender a los principales diputados y a las primeras autoridades, sacrificarlas inmediatamente a la seguridad y a la venganza del partido conspirador, y alzar sobre la sangre de aquellas víctimas el pendón de1a tiranía y de la intolerancia, eran los proyectos contenidos en aquellos papeles atroces. Convicto y aun confeso de ellos el miserable preso, no podía evitar la suerte rigurosa a que se exponen siempre los que traman semejantes atentados contra la existencia de un gobierno establecido. El juez que tenía la causa decía públicamente que cualquiera de los cargos que obraban contra el reo era capital, y que por consecuencia era imposible salvarle. Tal era el estado del negocio, cuando de repente se publica la sentencia dada por el mismo juez, en que le condenaba a la pena de presidio por diez años. Semejante condescendencia llamó justamente la atención pública, y ya no se dudó de que la audiencia, a quien iría la causa en segunda instancia, en vez de agravar la pena, iba a suavizarla más. Díjose entonces que habían mediado presentes, a los cuales la integridad del juez había resistido con nobleza y con honor; pero que después intervinieron ciertos recados imperiosos de palacio, a cuyas fulminantes amenazas no había podido sostenerse el magistrado, y le hicieron blandear desgraciadamente en su fallo. Bramaban de cólera los genios impacientes al contemplar semejante impunidad, y hasta los más templados preveían y lloraban las tristes consecuencias que necesariamente habla de producir. La más deplorable fue sin duda alguna la que inmediatamente se siguió. Unos pocos hombres atroces y furiosos concibieron en las tinieblas, y ejecutaron en pleno día, el proyecto horrible de asesinar a aquel infeliz en el sagrado mismo de la prisión en que se hallaba. ¿Recordaré yo aquí, milord, lo que entonces se alegó, no para cohonestar el hecho, porque esto era imposible, sino para calificar a lo menos su triste necesidad? ¿Me atreveré a repetir la resuelta imputación que hacían a la corte sus adversarios, de que ella era la que tenía la culpa de aquel atentado, por su obstinado empeño en estorbar el curso invariable de las leyes y de la justicia? Mais j'entends la voix de la nature, qui crie contre moi10. Paréceme, milord, que me hago participante de la atrocidad cometida en solo recordar sus pretextos y sus disculpas. Una acción tan villana, que ninguno de sus cómplices se ha atrevido ni entonces ni después a darse por autor de ella delante de hombres de bien, es preciso no mirarla sino para cargarla de maldiciones y entregarla desnuda y sin defensa a la abominación de los siglos. Llegó al instante la infausta nueva a palacio, y en los términos más propios para excitar el sobresalto y el terror. El Rey al oírla no se contempló seguro, y el partido que tomó en aquel aprieto, o que te fue sugerido por los que le rodeaban, no fue ciertamente ni desconcertado ni importuno. Vistiese su grande uniforme de general, y acompañado de sus hermanos y de algunos grandes empleados de su casa, bajó a la plaza de palacio, y arengó a la guardia formada reclamando su celo y adhesión a su persona, y preguntándoles si estaría seguro entre ellos de los puñales de los asesinos. Contestaron el comandante y los oficiales que estaban prontos a sacrificarse en su defensa; los soldados gritaron « ¡Viva el Rey constitucional!» y él volvió a subir más asegurado que satisfecho, si acaso sus miras se extendían en aquel acto a más que sus palabras.

En seguida intimó al príncipe de Anglona, comandante del cuerpo a la sazón, que cesase al instante en aquel mando y fuera a servir su plaza en el consejo de Estado, para la cual las Cortes lo habían propuesto y él le tenía elegido. Después quitó la comandancia militar de la provincia al general Villalba, por reputarle consentidor de la atrocidad cometida, y algunos días más adelante separó del despacho al ministro de la Guerra Moreno Daoiz, o por contemplarle padrino de Villalba, o por otros motivos más graves de que no estoy bien enterado, y por eso los omito.

Para reemplazarle nombró sucesivamente dos militares antiguos, retirados ya mucho antes del servicio, nulos y desconocidos en el nuevo orden de cosas, y también incapaces por su edad y por sus achaques de la aplicación y fatiga que exigen los negocios. Llamó justamente la atención pública semejante nombramiento. ¿Qué significaba este empeño de traer para un ministerio tan vasto y tan importante unos entes tan inútiles? Si no era con el fin de destruir, por lo menos sería con el de entorpecer, y de todos modos parecía más bien una burla y un desprecio del gobierno presente, que un acto prudente y juicioso de la prerrogativa real. Esto, sin embargo, se quedó, como tantas otras tentativas, en una vana muestra de mala voluntad. Los ministros en ejercicio repugnaron semejante compañía, y aun hicieron dimisión de sus empleos si se insistía en aquella elección; la opinión general se declaró abiertamente contra ella, manifestándose descontenta y recelosa, y los mismos sujetos nombrados no se prestaron al despropósito y tuvieron la sensatez de renunciar. El Rey pues tuvo que ceder por entonces, y aviniéndose con lo que el Ministerio deseaba, el despacho de la Guerra se confió a las manos hábiles del desgraciado Salvador.

Pero ni el porte que en este lance tuvieron los ministros ni la entereza respetuosa con que se manejaron cuando se trató si había de haber o no cortes extraordinarias, pudieron conciliarles la confianza y el aprecio de la opinión liberal: su crédito iba cada día a menos; el pecado original de su formación no estaba redimido todavía, y la guerra de muerte que lo declaró el partido exaltado, en la cual los moderados no se atrevieron a defenderlos, acabó de echarlos a pique.

Dos causas principales avivaron este encono, que en las demostraciones insensatas de su desahogo puso el Estado a dos dedos de su ruina. Mandaba el general Riego las armas de Aragón, donde el anterior ministerio le había puesto cuando su reconciliación con los cabos de la Isla. No hay duda que en este hombre desgraciadamente célebre había muchas de las cualidades que constituyen un jefe de partido. Pronto y resuelto en las deliberaciones, audaz y aun temerario en la acción, unía a la honradez o integridad de su carácter una llaneza y facilidad de trato que arrastraba tras de sí los ánimos y conquistaba el corazón de sus parciales. Pero sería por demás buscar en él otras prendas no menos precisas para atraerse el respeto de los hombres y asegurar la fortuna. Sus talentos no eran grandes, su experiencia corta, la confianza en sí mismo excesiva, circunspección poca, reserva ninguna. Equivocaba él, como casi todos sus secuaces, los medios de adquirir con los medios de conservar, y su ocupación más grata y más frecuente era concitar los ánimos de la muchedumbre y halagar las pasiones del vulgo para adquirirse una popularidad más aparente y efímera que sólida y verdadera. Su porte y sus palabras desdecían no solo de un general, sino hasta de los respetos y consideraciones que se debía a sí mismo como jefe de partido, y vulgarizando así su puesto y su persona, desairaba igualmente la causa de la libertad, que presumía sostener, y el bando numeroso que al parecer le idolatraba. Mecíanle sus parciales en un lecho de ilusiones tan extravagantes como imposibles, de cuyos aromas, mortalmente perniciosos, él sin cautela alguna se dejaba atosigar. No diré yo que a los honrados sentimientos que abrigaba en su pecho no repugnase entonces toda idea de tiranía y dominación. Pero su vanidad se alimentaba con el sueño agradable de que llegaría la época de manifestar este desprendimiento; y el que aseguró públicamente una vez que no sería el Cromwell de su país, descubrió por lo menos la confianza en que estaba de que los destinos de su país vendrían a ponerse en sus manos. Medirse con Cromwell era medirse muy alto; más esta torre de vanos pensamientos carecía de base y sus cimientos flaqueaban. Ni el carácter del personaje ni su capacidad ni sus servicios, ni la índole de su nación ni el aspecto y serie de los acontecimientos públicos, daban cabida alguna a esta presunción insensata. ¡Qué de peligros no es preciso arrostrar, milord; cuántos combates vencer, cuántas gentes debelar, cuántos partidos y facciones destruir, cuánta gloria, en fin, y cuánta independencia haber procurado a su país para que los demás consientan en someterse a su igual, y pongan al hombre virtuoso en el caso de ser Washington, al ambicioso en el de Cromwel!11

Hallábase a la sazón en Zaragoza un prófugo francés que traía rodando en su cabeza no sé qué proyectos de movimientos y revoluciones en su país, y aun llegó a imprimir ciertas proclamas y manifiestos en este sentido, tan descabellados como el objeto a que se dirigían. Unos le tenían por un temerario aventurero, otros más sagaces por un espía de la policía francesa entre nosotros para comprometernos o embrollarnos. A pesar de las prevenciones que el Gobierno tenía hechas a las autoridades de Zaragoza sobre el cuidado con que deberían conducirse con aquel extranjero, Riego lo dejó acercar a sí, y se intimó con él lo bastante para producir sospechas y rumores, en que se comprometían no solo su circunspección y reserva como comandante de una provincia limítrofe a la Francia, sino hasta su respeto y adhesión a la ley fundamental del Estado, instaurada y proclamada por él en las Cabezas. Yo no diré, porque lo ignoro, hasta qué punto estos rumores eran ciertos, ni fundados los avisos que se dieron sucesivamente al Gobierno. Más bien me inclinaría a creerlos apasionados, o a atribuirlos a las ligerezas o imprudencias del General y de sus secuaces, que a ningún plan resuelto y positivo. De todos modos, el Gobierno empezó a mirar este negocio con inquietud, dudoso del partido que en él tomaría, cuando el suceso del Jefe político vino a determinar su indecisión.

La buena armonía que reinó al principio entre él y el Capitán general se había descompuesto después y venido a parar en una oposición casi hostil. Esto no era de extrañar, atendida la diversidad de caracteres, de principios y de conducta que mediaba entre los dos. Había salido el segundo de Zaragoza como con el proyecto de visitar la provincia: cosa que llevó muy a mal el Jefe político, porque era introducirse en sus atribuciones. Mas cuando ya trataba de volverse, las disposiciones del vulgo y de los milicianos eran tales, que el Jefe político, recelando cuánto serviría la presencia de Riego para fomentarlas, lo envió a decir que sería conveniente suspendiese por el momento su venida. Precaución inútil, que no estorbó, o tal vez aceleró, el estallido que amenazaba. De repente un día los milicianos se forman, el Ayuntamiento se reúne, y al Jefe político se le intima que deje el mando y aun la ciudad si desea que se conserve el orden y se respete su persona. Él, sobrecogido y creyéndose sin apoyo, cedió con más presteza de la que prometían su opinión y su conducta anterior, y cedió su puesto, saliéndose de Zaragoza. No bien había salido, cuando por una de aquellas mudanzas repentinas, tan comunes en todas las revoluciones populares, los autores y móviles de aquel escándalo perdieron su preponderancia, y él fue vuelto a llamar y restituido a sus funciones. Llegaron las dos noticias sucesivamente a la corte, y los ministros, no teniendo ya respetos ningunos que guardar, separaron al general Riego del mando militar de Aragón, y poco después también al Jefe político del suyo. Zaragoza quedó con esto tranquila por entonces, pero aquel funesto ejemplo de insurrección o independencia fue seguido inmediatamente por otros pueblos, con diverso pretexto a la verdad, pero poseídos del mismo frenesí.

Por desgracia el medio que se meditó para atajar este mal solo sirvió para darle mayor calor y vehemencia. Los que seguían esta opinión exagerada o independiente habían llevado muy a mal el segundo desaire que padecía su ídolo y su adalid. Pero cuando supieron cine en una orden circular se prevenía a los jefes políticos que cuidasen de que en las elecciones para las próximas Cortes fuesen excluidos los de su laya, a quienes allí mismo se mezclaba con los serviles, con los afrancesados y otras clases de esta especie, perdieron todo sufrimiento, y sin rebozo alguno trataron de derribar un ministerio que tan al descubierto les declaraba la guerra. Organizados como estaban en dos sociedades secretas numerosas y extendidas, que, aunque separadas en opiniones y mucho más en designios, se unían perfectamente y gustosísimas para esta clase de ataques, les era fácil presentar una masa de opinión, imponente por su aparato exterior y formidable por su tesón y por su descaro, a la cual era difícil que dejasen de sucumbir hombres que no tenían apoyo ninguno. Empezaron pues a llover representaciones de todas partes contra el Ministerio, y lo más extraordinario era que una gran parte de las firmas que autorizaban estas quejas mostraban ser de empleados y dependientes del gobierno mismo que se acusaba y acriminaba. Por obligación y por decoro debían estos hombres haber representado al Gobierno los abusos de que se quejaban en público, o renunciar sus destinos antes de bajar a ponerse entre los asestadores de los tiros que se lanzaban contra sus superiores. En este inmenso clamoreo el único artículo positivo y determinado que se distinguía era la deposición de Riego, que sonaba como una persecución de la libertad, y hecha injustamente, puesto que el Gobierno no publicaba, aunque había sido excitado a ello, los motivos que mediaron para aquel disfavor; lo demás se reducía a acusaciones vagas, a generalidades o a absurdos. Comenzaron los ministros a manifestar su resentimiento contra algunos empleados, a quienes creían más culpados en estos manejos, separándolos de sus destinos. Los clamores fueron más grandes y la efervescencia mayor, tanto, que Cádiz y Sevilla negaron abiertamente la obediencia al Gobierno mientras siguiesen en el ministerio las personas que a la sazón le componían. El negocio, empeñado hasta este extremo, fue tratado en las Cortes, pero con una indecisión, con una falta de previsión y de política, con tan poca cordura, que se vio bien a las claras cuánto dominaban ya en aquella asamblea los intereses y las pasiones de partido. Entonces fue cuando, al mismo tiempo que desaprobaba la conducta de las ciudades insubordinadas y designaba el castigo a los autores de los desórdenes, hizo la célebre declaración de que el Ministerio había perdido la fuerza moral para gobernar el Estado; lo cual en realidad era quitársela del todo, en caso de que le quedase alguna.

Yo no dudo, milord, que muchos de los que se interesaban antes por nosotros, al considerar estos desaciertos, y viendo la triste suerte que al fin nos ha cabido, habrán dicho más de una vez: «Bien empleado les está; pues que tan mal uso han hecho de la libertad que habían podido conseguir, vuelvan otra vez al yugo que antes sufrían, y no se quejen a nadie de lo que ellos mismos se han fraguado». Con efecto, al contemplar estas miserables ocurrencias, síntomas ciertos y fatales de nuestra disolución futura, no se sabe a quién culpar más en ellas. El partido faccioso y exaltado, que con tanto encono procuraba la caída de los ministros, se olvidaba de que en la forma de gobierno establecida los ministros debían caer por una oposición enérgica y bien dirigida por las Cortes. Este partido era árbitro, como se vio después, de sacar los diputados que quisiese; y estos, con el carácter de que se hallaban revestidos, examinando la conducta de los ministros, y obligándoles a la responsabilidad en su caso, podían legalmente llenar sus miras y satisfacer sus pasiones o su justicia. ¿Tanto les iba en esperar dos meses que tardarían en reunirse las Cortes? Mas buscar esto mismo por medios de intrigas y de desorden, por representaciones que en su uniformidad sustancial mostraban todas partir de un misino centro; por alborotos, en fin, y sediciones que desgarraban el Estado y lo precipitaban a su ruina; todo esto tiene un carácter de delirio tan grande, que no hay voces ni modo de explicarlo, a menos que se diga que los que esto movían estaban ganados para destruir la libertad.

Tampoco se concibe la conducta de las Cortes. ¿Ignoraban por ventura los secretos manejos y las manifiestas violencias con que se habían procurado todas aquellas firmas que tanto se querían hacer valer? ¿Qué venía a ser todo aquel aparato de opiniones, sino la opinión de los centros de las sociedades influyentes, cuyos ecos eran en todas partes repetidos por sus adictos y sus afiliados? Si los ministros eran realmente culpables de lo que se les acusaba, ¿por qué no declararlos responsables a la nación por su conducta, y designarlos a la acusación y a la pena? Si esto no era posible en el carácter de extraordinarias que a la sazón tenían las Cortes, tampoco estaba en el orden que hiciesen aquella declaración ni tratasen nada del asunto. Mas, puesto ya una vez en sus manos, era preciso ventilarle y resolverle con franqueza y energía, y hacer un ejemplar en los ministros o defenderlos de los facciosos agitadores. Entre estos dos extremos no había al parecer otro medio; y el temperamento que las Cortes adoptaron era, sobre insuficiente, pernicioso, pues no contentaba a ninguno de los dos partidos contendientes, animaba a los intrigantes, que al cabo conseguían el objeto, y dejaba desamparada para siempre la libertad a la malicia y a las pasiones de cuatro perturbadores oscuros. No se trataba ya entonces de Feliu, Pelegrín o Salvador, cualesquiera que fuesen las prevenciones o resentimientos que hubiese contra ellos; se trataba del decoro y de la fuerza de la autoridad ejecutiva, y de saber si a cualquiera provincia, ciudad o villorrio de España le correspondía el derecho de negar la obediencia al Gobierno si este no ponía y quitaba los ministros a su antojo12.

No por eso pienso, Milord, que los que a la sazón había se hubiesen conducido en estas ocurrencias con la madurez y pulso convenientes. Sus faltas, si bien menos odiosas, fueron muy trascendentales, porque dieron ocasión a esta revuelta, que no se hubiera verificado ti haber ellos tomado otro rumbo. El Gobierno, por el hecho mismo de serio, está obligado a llevar los negocios con otro tino y otro miramiento que el que resulta a veces de la discusión acalorada de una asamblea pública o de las pasiones irritadas de una turba popular. Era preciso sin duda separar a Riego de Zaragoza; mas, pues que no convenía hacer públicos los motivos de esta separación, ni tampoco era posible anonadar a un hombre que servía de bandera a tantos otros, la prudencia aconsejaba que no se diese a su separación el aire de disfavor ni desgracia, y que se te emplease en otra parte y en otro cargo donde fuese menos aventurado tenerle. Así no hubieran caído ni él ni su frenética hueste con todo el furor de la venganza sobre el Gobierno, que desde aquel instante no tuvo momento alguno de sosiego. No se hubiera visto tampoco en Madrid aquella extravagante procesión, ni aquel retrato llevado en ella, ni aquella refriega de las Platerías, todo tan ridículo, todo tan deplorable, y que parecía fraguado menos en honor del personaje a quien se aparentaba solemnizar, que en odio y ultrajo del ministerio que le tenía arrinconado. Yo bien sé, milord, que estas procesiones y triunfos se celebran frecuentemente en vuestro país sin inconveniente alguno; pero vuestro gobierno tiene otra autoridad y otro poder, y vuestra libertad otras raíces: nuestro orden político, tan tierno y tan reciente, no podía resistir al descrédito y desautorización que resultaban de estos vaivenes, los cuales, si no se contenían, vendrían a dar con él en el suelo.

También era muy útil estorbar el influjo que pudiesen tener en las elecciones los hombres de aquel partido, y Feliu en esta parte supo poner el dedo en la llaga mortal que nos afligía. Mas hacerlo por una circular a los jefes políticos, como si se hallasen conformes con el Gobierno en este punto, fue verdaderamente una temeridad. ¿Qué resultó de aquí? Que unos por imprudencia, y muchos por malicia, publicaron la instrucción que tenían; las sociedades, enconadas, se empeñaron por despique en sacar diputados a los más furiosos y más ciegos de sus adictos, y el mal que se quiso prevenir se hizo infinitamente mayor.

Otra desventaja del Ministerio en esta contienda era la poca energía que se le notaba en contener y castigar las tentativas de los conspiradores. Si al tiempo que se deponía a Riego y se circulaba la instrucción sobre elecciones se hubieran visto demostraciones de vigor y de justicia contra los enemigos de la libertad, no se habría dado ocasión a aquellas recriminaciones de servilismo que por todas partes se les hacían. Yo las tuve entonces por injustas, y las tengo ahora también; pero como el Ministerio, según ya tengo dicho, pecaba desde el principio por falta de unidad y de sistema en su formación; como ni Bardají ni Cano Manuel ni Pelegrín estaban señalados entre los hombres de la libertad, antes bien alguno de ellos tenía crédito de lo contrario; como los jefes de la Isla estaban indispuestos ya de antiguo con Salvador, y todos los del partido de oposición hacían la guerra a Feliu; de todos estos elementos resultaba una opinión poco favorable, una desconfianza, sin fundamento a la verdad para el hombre de juicio y buena fe, pero no desnuda de pretexto y de apariencia para la pasión acalorada que acusa y acrimina.

Con la declaración de las Cortes el Ministerio no podía continuar mucho tiempo; sostúvose sin embargo algunos días adelante, más por decoro que por gusto, y al cesar en sus funciones tuvo la satisfacción de dejar el Estado en apariencia unido y sin disturbios. Las ciudades disidentes habían vuelto al orden y obediencia acostumbrada, sea que, fatigadas de movimientos populares, y no dándoles pábulo la masa de su población, estas llamaradas cesasen por falta de alimento; sea que los agentes principales de ellos habían logrado la preponderancia que deseaban en las elecciones, pues muchos de ellos, viéndose diputados para las próximas cortes, logrado ya su objeto, y teniendo en su mano la calda de los ministros, no tenían motivo para insistir en su contradicción.

De allí a poco cesaron también las cortes del año 20, y hubiera sido muchísimo mejor para la causa pública que no se hubieran prolongado tanto tiempo. La veneración que habían sabido adquirirse en la primera legislatura se disminuyó mucho en la segunda, y llegó a desvanecerse casi del todo en las sesiones extraordinarias13. Esta baja en la opinión no debe parecer extraña, ni es absolutamente injusta. Había ciertamente en la generalidad de los diputados talentos, estudios, virtudes, candor y buena fe, de que la malignidad ni la soberbia orgullosa de los que ahora las insultan les podrán despojar jamás. Pero faltaba a muchos de ellos la práctica y experiencia en los negocios del mundo, y entre tantos y tan grandes estudiantes no había muchos que pudieran llamarse hombres de estado. Pocos eran en aquella numerosa asamblea los que poseían el talento precioso de saber aplicar oportunamente las doctrinas filosóficas a los negocios públicos, y hacer de ellas el uso conveniente a la posición y circunstancias del país y a los intereses y pasiones que a, la sazón preponderaba. Aun estos o no tuvieron nunca el principal influjo, o lo perdieron bien pronto. Es verdad que este talento es más raro de lo que se piensa, así como es superior infinitamente a todos los otros en una revolución política fundada en revolución de opiniones. Este es el que con tanta felicidad desplegasteis vosotros en los primeros tiempos de vuestro largo parlamento, el mismo que a veces, aunque pocas, se descubre en los fastos de la asamblea constituyente francesa, y el que nos ha faltado a nosotros y a los demás que hemos querido imitaros. De aquí nace sin duda la poca fortuna que tuvieron los decretos más importantes que dieron aquellas cortes, unos por falta de oportunidad, otros por falta de temperamento. Díjose, por ejemplo, que el decreto sobre los afrancesados era prematuro, el de los regulares equivocado, el de las sociedades patrióticas insuficiente, el de los señoríos injusto: no pareció bien calculada la supresión de, medio diezmo, ni atinada la aplicación del jurado a la libertad de la imprenta, ni realizable el reglamento sobre instrucción pública, sobradamente magnífico y ambicioso. En las ocasiones arduas, como la separación del primer ministerio y las zozobras y agonías del segundo, desearon algunos que las Cortes hubiesen procedido con más habilidad y vigor; que no pareciese que recibían la ley de los acontecimientos ni desconociesen la altura a que se hallaban y la fuerza real que poseían, y que no se dejasen dominar, como tal vez pudo pensarse, de terrores pánicos, de prevenciones y pasiones particulares, y de teorías y doctrinas frecuentemente estériles y oscuras. Pero sea lo que quiera de estos cargos, y yo estoy muy lejos de creer que todos fuesen fundados, la verdadera causa del vacío que hubo en las esperanzas que las primeras cortes hicieron concebir no estaba por cierto en ellas mismas, que harto dignas y capaces eran de hacer el bien que la nación se prometía. Lo estaba sí en no haber tenido un ministerio de su confianza después de despedido el primero; lo estaba aún más en la contradicción, ya manifiesta, ya oculta, que el Rey hacia a su intención y a sus actos. ¿Qué asamblea, milord, de una monarquía representativa, aun cuando venga del cielo, puede jamás llenar su carrera sin ministerio y sin rey?



Carta sexta

8 de febrero de 1824



No estaban, sin embargo, desacreditados aún los bienes de la libertad, porque las llagas que había hecho en el cuerpo político el azote del poder arbitrario manaban sangre todavía. Cifrábase su remedio en la reforma, y los ánimos, en vez de desmayar, se sentían excitados de un nuevo vigor, dirigido mal si se quiere, pero no por eso insuficiente a proseguir el camino comenzado. Los yerros y faltas de la primera asamblea podrían corregirse en la siguiente; con lo que se pusieran de manifiesto, a los más ciegos las ventajas de la institución, y ésta echaría más hondas raíces en la segunda prueba. Mas para esto eran necesarias unas cortes atinadas y prudentes, y un ministerio vigoroso y de confianza que procediese de acuerdo con ellas. Veamos, milord, cómo se compusieron y combinaron entonces estos elementos de poder.

Cuando empezaron a circular por el público las listas de los nuevos diputados, no dejaban de presentar algunos motivos de congratularse. Todos sin excepción eran amigos de la libertad: muchos había muy recomendables por su capacidad y sus virtudes; otros, en fin, prometían las mejores esperanzas, o por sus antecedentes conocidos, o por su decisión intrépida, su elocuencia vehemente y popular, y sus talentos grandes y precoces. Pero desgraciadamente las pasiones viciaron en muchas partes el grande acto de la elección, y se escucharon sugestiones de encono y de venganza, donde por conveniencia, y aun por necesidad, no debían resaltar más que la mejor buena fe y el más prudente discernimiento. Y al leerse tantos nombres enemigos declarados del Gobierno, y tantos votos de montón que los seguirían a ciegas, no hubo hombre juicioso que no se estremeciese del peligro que iba a correr la causa pública.

Ni para mitigar este doloroso recelo alcanzaba la confianza que no pocos tenían en don Agustín de Argüelles, nombrado diputado por Asturias: figurábanse que él solo era bastante a contener el mal que se temía, y en esto se engañaban. En una asamblea de diputados dispuestos generalmente de buena fe a seguir el mejor camino, Argüelles podía prometerse todos los grandes efectos que producen la elocuencia, el saber y la virtud. Mas con tantos ánimos prevenidos de antemano, artificiosamente preparados y resueltamente dispuestos a desentenderse de las razones de un hombre, la elocuencia es en balde, el saber inútil y la virtud importuna. Hubiera sido preciso para sostener el combate y mantener el campo oponer intrigas a intrigas, pasiones a pasiones, y constituirse realmente en un jefe de partido, con toda la afanosa actividad que necesita y con toda la audacia que le acompaña. Mas este carácter y estos medios han repugnado siempre, milord, a nuestro digno amigo, y no solo los ha desdeñado para su propio influjo y reputación, sino que también ha hecho escrúpulo de emplearlos hasta para objetos de interés público y general.

Las cortes reunidas dieron la presidencia al general Riego, elegido también diputado por Asturias. El honor que entonces se le daba se desdecía del militar intrépido que dos años antes había con tanto arrojo y felicidad proclamado la libertad en las Cabezas; pero este lauro añadido entonces a su frente se marchitó bien pronto, como los otros que la fortuna le había puesto, por no saber hacer uso de él. Ya en la algazara y triunfo de aquel día. Y en las francachelas que por la tarde tuvieron sus parciales con soldados y gente del pueblo, la locuacidad del vino dejó traspirar por plazas y por calles las miras y designios de aquel partido imprudente y temerario. Riego por su parte, sin suficiente fondo de conocimientos y sin práctica alguna de congreso, no podía hablar ni portarse en él de un modo correspondiente a su celebridad, ni aun mostrar el mismo desahogo y confianza que en su predicando por los pueblos. De aquí su nulidad; y nadie hubiera percibido su presencia en el congreso español, a no ser por el lastimoso influjo que como presidente tuvo en sus primeras operaciones.

Carecía él de un talento muy preciso en todo jefe de partido cuando llega a ser hombre público y de estado, que es el de saber contener las inmoderadas pretensiones de los de su bando sin hacérseles sospechoso, y disimular hábilmente su afición en aquello mismo que les concede: a esta altura de discreción y gravedad Riego no podía subir. El manifestó la parcialidad más funesta en el nombramiento de las comisiones, con lo cual dio por el pie a todos los trabajos de las Cortes; él apadrinó el tropel de proposiciones con que cada diputado quiso señalar su fervor en el principio; unas indiscretas, absurdas otras, impertinentes las más; él, en fin, en la manera de conceder o negar la palabra allanó el camino al artificio con que fueron eludidas todas las precauciones del reglamento para asegurar la libertad y el equilibrio de los debates.

Seguros los agitadores de su preponderancia en el bufete, porque el presidente y los secretarios eran suyos; en las comisiones, por la mayoría que en ellas tenían; en la discusión y en las votaciones, por el artificio con que las preparaban; todo se los hizo llano, y empezaron a manifestar el orgullo de hombres nuevos a quienes la fortuna pone en la mano la suerte de los que valen más que ellos; y no ocultando sus miras hostiles contra personas, destinos, institutos y aun contra el orden establecido, nadie se creyó seguro en el lugar que ocupaba, y todos se veían amenazados de una nueva revolución, mucho más impetuosa, y por lo mismo más áspera y aventurada que la primera.

Pero a quien más parte cabía de estos temores, y quien sin duda peligraba más, era la corte. Sin poder contar todavía con la tropa, y sin apoyo alguno en la opinión, su impotencia era entonces tan grande como ruin su voluntad. Los pretextos con que las Cortes podían atacarla eran muchos, la mayor parte justos, todos especiosos, y las consecuencias podían ser tan amargas como irreparables. En tal estrecho acudió para su defensa a los medios que le proporcionaba la Constitución misma que tanto aborrecía; y el Rey, sin duda bien aconsejado aquella vez, creyó que debía ponerse en manos de hombres notoriamente constitucionales y dotados de opinión y talentos parlamentarios, suficientes a defender su inmunidad y su prerrogativa de los audaces asaltos de las Cortes.

Este fue el origen del tercer ministerio, a quien dio su nombre Martínez de la Rosa, por ser él el más distinguido de los sujetos que entraron a componerla. Cuantas calidades buscaba el Monarca en ellos, tantas sin duda tenían, y muchas además de las que eran necesarias para conducir el Estado con actividad y con acierto. El carácter franco y firme de sus operaciones correspondió desde luego a las esperanzas que se habían concebido de su diligencia y de sus talentos. Ellos supieron contener los ímpetus del partido anárquico en el Congreso, dieron vigor a la parte sana y bien intencionada de él, que antes tímida y poco numerosa, se empezó a acrecentar y a prevalecer de día en día, de manera que antes de terminarse la primera legislatura de aquellas cortes al parecer tan indómitas, ya tenían en ellas una preponderancia útil que tranquilizaba los ánimos y les aseguraba la subsistencia del orden y del sosiego para en adelante. Las facciones anárquicas se vieron enfrenadas en Madrid y en las provincias, los escándalos y alborotos fueron desapareciendo, las providencias administrativas de prosperidad y fomento iban produciendo los efectos más saludables, y los ánimos descontentadizos y recelosos se reconciliaban con el nuevo orden de cosas. Un nuevo albor, en fin, de bienes y de felicidad rayó por algunos momentos a los ojos de los desventurados españoles: efecto tan dulce como seguro de aquella buena armonía que se vio reinar entonces entre el Rey y sus ministros, entro el Gobierno y las Cortes.

¡Dichosos nosotros si hubiera durado más tiempo! Pero con elementos tan opuestos y discordes la cosa era imposible, y el daño vino del vicio originario y capital que acompañaba nuestra revolución desde el principio. Quiero decir, milord, de la repugnancia invencible que el Rey tenía al gobierno constitucional, y de su disposición siempre constante a cooperar con cuantos tratasen de destruirle. Creíase comúnmente entonces que el partido antiliberal estaba enteramente abatido y desalentado en el interior, y que sus esfuerzos se limitaban a la guerra que nos hacían en las fronteras los españoles fugitivos, ayudados secretamente por nuestros vecinos. Esto era un error, y error tanto más funesto, cuanto que fascinó por muchos días al Gobierno, el cual vio fracasar con él todos sus servicios, todos sus planes, y puede decirse también, todo su concepto. Los ministros no veían ni temían más peligros que los que podían venir de los desórdenes y pasiones extraviadas de la opinión liberal. Pero entro tanto la opinión contraria, ganando terreno a favor de estos desórdenes, no perdía tiempo, ni escaseaba dádivas, ni perdonaba intrigas para adquirirse amigos y parciales. Por manera que cuando menos se esperaba, y por la parte que menos se temía, reventó la mina abierta cautelosamente a nuestros pies, poniendo en manifiesto peligro los hombres y las cosas, y embrollándolo todo en términos que jamás se pudo volver a concertar.

Era el día de San Fernando, la corte se hallaba en Aranjuez, y sin duda la solemnidad y concurso de aquella fiesta los pareció a los conspiradores ocasión oportuna para su primera tentativa. Los soldados de la guardia real, unos borrachos y otros afectándolo, comenzaron por la tarde a atroparse y remolinarse por las calles y por los jardines gritando: « ¡Viva el Rey absoluto! ¡Fuera la Constitución! ¡Mueran los liberales!» Excitábanlos a este desorden algunas gentes de la servidumbre de palacio, y lo que era peor, se los veía apadrinar disimuladamente por algunos de sus oficiales. El concurso numeroso de los que habían ido a cumplimentar al Monarca, derramado a la sazón por los jardines, se puso todo en movimiento, y quién por escándalo, quién por miedo, apenas hubo uno que no se apresurase a abandonar un punto donde el incendio se manifestaba tan fuerte y tan de golpe. La milicia local corrió a las armas y se formó al instante para estar pronta a cualquiera acontecimiento; el infante don Carlos salió también como para apaciguar el tumulto, y en realidad, según algunos, para darle cuerpo y fomentarle con su presencia. Más la generalidad del pueblo se mantuvo quieta y tranquila: de modo que los soldados, viéndose menos en número y dispersos, contenidos además por algunos oficiales bien intencionados y por otros personajes a quienes debían respeto14, se retrajeron a sus cuarteles, y la agitación se calmó sin suceder desgracia ninguna de momento.

Creyóse de pronto que el mal se remediaría con volver la corte a Madrid: el Rey, que lo rehusó al principio y tuvo sobre ello una contestación larga y viva con sus ministros, cedió al fin, y su presencia en la capital disipó al parecer todos los temores y acalló todas las sospechas. Pero este sentimiento de confianza no podía durar mucho tiempo: el espíritu de la guardia real se iba pervirtiendo más cada día, y sus frecuentes encuentros y quimeras con los milicianos, unidos a las noticias desagradables que entonces vinieron de la insurrección de los carabineros de Andalucía, y de la temeraria tentativa de los artilleros en la ciudad de Valencia, eran otros tantos avisos que anunciaban ya inmediato un combate general y decisivo; y lo peor era que no se veía, en todo el mes que medió entre el acontecimiento de Aranjuez y el segundo rompimiento, tomarse providencia alguna para evitar la crisis que por momentos se veía venir. ¡Qué pensar pues de la indolencia y abandono con que los hombres puestos al frente de los negocios dejaron engrosar la nube para que viniese a estallar sobre nuestras cabezas! ¿Eran acaso tan ciegos, que no lo advertían? Tan incapaces, que no le encontraban remedio? Tan perversos, que no lo querían aplicar? Suposiciones todas que se estrellan en el concepto que se tenía de su capacidad, diligencia y buena fe, al pasa que no se combinan tampoco con su interés personal. Remedio ciertamente le había, como la experiencia lo manifestó después; pero este remedio consistía en una determinación ardua y vigorosa, llena de dificultades y expuesta sin duda a peligros: nuestros hombres de estado no tuvieron ánimo para arrostrarlos, y esta falta de resolución, como suele suceder casi siempre, los envolvía al instante en dificultades y peligros infinitamente mayores.

La lucha se empeñó al fin el día mismo de cerrar las Cortes su primera legislatura y al tiempo que el Rey volvía de asistir a aquella solemnidad. Una alteración entre milicianos, paisanaje y guardias sobre los vivas de estilo fue la ocasión de que los últimos se aprovecharon al instante con todo el encono de que anteriormente estaban poseídos. Dícese que fueron provocados con insultos y pedradas; lo cierto es que muchos de ellos salieron de la formación y emprendieron a cuchilladas y a bayonetazos con sus agresores. Hubo en esta primera refriega heridas, desastres y alguna muerte también, pero pudo sosegarse, aunque con pena, y la tropa se retiró a sus estancias. Por la tarde la desgraciada muerte de Landáburu, asesinado por sus mismos soldados en el recinto de palacio, donde estaba de facción, llenó de consternación los ánimos del pueblo, y de agitación y enojo a todos los oficiales constitucionales y a los milicianos, que se creyeron insultados, vendidos e inseguros. Al día siguiente la misma tropa, al ir a ocupar los puestos que había de guarnecer, no queriendo marchar al sonido de la música patriótica que antes se tocaba hizo que se entonase otra marcha más antigua: las compañías que no estaban de facción tuvieron orden de permanecer en los cuarteles y estar dispuestas y apercibidas. En suma, todo de parte de estos cuerpos presentaba un aspecto hostil, tanto más peligroso e inquietante cuanto más ordenado y misterioso parecía. Ya bien entrada la noche dispusieron su salida de Madrid, que verificaron formados y en silencio, sin causar desorden ni inquietud alguna. Los piquetes dispersos en los diferentes puestos que guarnecían se les fueron reuniendo sin hallar oposición, y solo quedó en la corte el batallón que hacía la guardia a palacio. El día siguiente al amanecer estaban todavía sobre las alturas a media legua de Madrid. Allá los fue a encontrar solo el intrépido Morillo, entonces general de la provincia, y hecho aquella noche comandante de la guardia real, y les exhortó por cuantos medios le sugirieron su crédito y su celo a que volviesen en sí y se redujesen al deber, ofreciéndoles todas las satisfacciones justas que quisiesen. Ellos le oyeron, con atención y con respeto; se quejaron de los desórdenes que se cometían cada día por la facción exaltada, y le ofrecieron obedecerle si quería ponerse a su frente. La conferencia, como era de presumir, se acabó sin producir fruto alguno: el general volvió a Madrid con la gloria de su inútil aunque arrojada tentativa, y ellos, sin retraerse de su propósito, siguieron su marcha hacia el Pardo, donde establecieron tranquilamente sus cuarteles.

Allí, como desde una atalaya, puestos los ojos en Madrid, se dieron a esperar el resultado que podría tener de pronto su improvisa y extraña separación. Más las cosas no llevaron aquel rumbo que ellos se figuraban y sus instigadores les prometieron. Ni el pueblo, en cuyos movimientos acaso confiaban, hizo demostración alguna en su favor, ni personaje alguno de cuenta, ni menos tropa ninguna, se pasó a su bando y se aventuró a seguir su suerte; ni el Rey, aunque lo quiso y pensó, se atrevió nunca a salir de su palacio para reunirse a ellos y darles autoridad con su presencia.

Desde el momento en que asomó el peligro el partido liberal había tomado las disposiciones propias a la situación presente, según los medios que tenía a la mano. Y ninguna de aquellas esperanzas podía fácilmente realizarse. La milicia estaba toda sobre las armas y acampada en la plaza, la tropa de línea en el Parque frente de palacio, y un cuerpo formado de los oficiales dispersos que casualmente se hallaban en Madrid y de los voluntarios que quisieron reunírseles, y se llamó batallón sagrado, se apostó en otra de las avenidas de la casa real para rondar, observar y hacer el servicio de guerra que las circunstancias exigiesen. Las autoridades políticas y municipales se establecieron en sesión permanente con el fin de entenderse entre sí, dar las providencias que fueran necesarias y defender a todo trance la causa de la libertad pública contra aquellos perjuros desertores.

En medio de todo este aparato y disposiciones de rompimiento y de guerra todo seguía el orden acostumbrado en palacio. El Capitán general iba y venía, y recibía la orden del Rey, según la etiqueta; iba y venía el Jefe político, iban y venían los ministros, y despachaban o aparentaban despachar. Hasta las secretarías continuaban sus trabajos a las horas acostumbradas; y así hubieran seguido hasta el desenlace de la crisis, si no fuera por el recelo que infundían los guardias, los cuales empezaron no sólo a mofarse y a escarnecer los empleados que tenían que asistir allí a cumplir con su obligación, sino a atropellarlos y a perseguirlos hasta el sagrado de las secretarías. La insolencia de aquella soldadesca no conocía en aquellos días ni límites ni freno. Necesarios al Monarca, consentidos de sus jefes, regalados de toda la servidumbre, usaron y abusaron de aquella situación con toda la licencia y descaro de hombres groseros sin vergüenza y sin crianza. Manjares delicados, conservas, vinos generosos, helados exquisitos, todo se les prodigaba; y ellos lo repartían todo alegremente con la chusma y con las mujerzuelas que a bandadas acudían a participar del real festín. Los corredores y escaleras de palacio se veían convertidos en tabernas, los rincones en burdeles: allí se comía, se bebía, se cantaba y se gritaba; allí se cometían todos los desórdenes y torpezas que la borrachera y la licencia militar llevan consigo. Por manera que la majestad soberana del Monarca no se vio nunca más ultrajada ni envilecida que por aquellos mismos que afectaban quererla restaurar y defender. Pero ¿qué mucho, milord, que la corte sufriese borrachos a los que había consentido asesinos? Todo se les disimulaba, todo se llevaba en paciencia, o por mejor decir, con agrado: Omnia serviliter pro dominatione. ¡Eran tan necesarios entonces!

El Rey se mostró en toda esta incidencia igual a lo que había sido siempre. Con los ministros disimulado y dócil, prestándose a cuantas órdenes se exigían de él; con su partido irresoluto y tímido si había de hacer algo por sí mismo: después, cuando el negocio parecía irse inclinando a su favor, duro, insensible y sordo a todas las consideraciones que le exponían los ministros y las autoridades; cuando creyó el negocio ganado, soberbio, inconsecuente, negándose a cuantas promesas suyas habían servido de fundamento para formarse la intriga; en fin, viéndolo todo perdido, amilanado, cobarde y entregado a la merced del vencedor sin dignidad ni decencia.

Las cosas no podían durar mucho en un estado tan violento. Los dos partidos al parecer habían estado considerando y midiendo sus fuerzas en silencio para aprovecharse del descuido primero que se observase en alguno, y acometerle con ventaja. Mas luego que se tuvo noticia de que el general Espinosa con las fuerzas que había podido juntar en Castilla venía a largas marchas sobre Madrid, los guardias determinaron ganarle por la mano, y en la noche del 6 al 7 se movieron del Pardo y marcharon a sorprender la capital.

A aquella hora la corte, ya segura de su triunfo, arrojó de sí todo miramiento, y cerrando las puertas de palacio, a nadie se permitió salir de él. Los ministros, el Jefe político y otras personas de cuenta se vieron así detenidos, sin consideración alguna ni a su calidad ni a sus atribuciones. A las reclamaciones que hicieron sobre aquel extraño proceder, ya alegando la necesidad de su descanso, ya la de ir a cumplir con sus deberes, o se les respondía con mofa, o no se les respondía nada. Y considerándolos ya como víctimas destinadas al sacrificio, con ninguno de ellos se tuvo atención alguna, nadie les dio un consuelo, nadie les suministró un vaso de agua. Así abandonados a sus tristes pensamientos, y envueltos en ira, incertidumbre y dolor, estuvieron toda aquella noche cruel esperando lo que la suerte adversa haría de ellos; mientras que arriba la familia real, la servidumbre y las personas de fuera admitidas entonces a su secreto y confianza, se entregaban al regocijo y saboreaban sin recelo alguno los frutos de la victoria.

Entre tanto los guardias del Pardo, divididos en dos trozos, se acercaban a Madrid, donde el más numeroso, forzando un portillo casi sin ser sentido, penetró por las calles y se dirigió a la Plaza. Era la una de la noche: el vecindario estaba sumergido en sueño y en silencio, que solo se interrumpía en la carrera por el ruido sordo y monótono que hacían marchando sus pies, y por algún viva a Fernando VII que de cuando en cuando se les oía, poco animado y menos sostenido. Llegaron así a la Plaza, ocuparon la Puerta del Sol y las calles adyacentes, y dieron la señal de acometer. Creían ellos arrollar fácilmente una gente bisoña, afeminada, que no había oído más tiros que los del ejercicio o los de salva; y acaso esperaban que a su primera arremetida arrojasen armas, fornituras y uniformes, y escapasen despavoridos a sus casas. Más no fue así por su desgracia: el punto estaba bien apercibido, sus defensores animados del mejor espíritu; las descargas se recibieron con serenidad y se devolvieron con brío. « ¡Viva Fernando VII!» decían los unos; « ¡viva la Constitución!» respondían los otros; y al eco de estas aclamaciones, ya eternamente enemigas, se enviaban alternativamente la muerte los mismos que un año antes se abrazaban y se daban el beso de paz invocando aquellos mismos dos nombres Fernando VII y Constitución.

La artillería, que faltaba a los guardias, excelentemente servida por los patriotas, decidió bien pronto el combate en su favor. Las avenidas estrechas, por donde los enemigos querían romper hasta ellos, se llenaron al instante de heridos y de muertos, y embarazado el paso, hecho horrible por el mismo estorbo; derribados los más valientes, que habían sido los primeros, y aun llegado hasta los cañones; el resto escarmentado echó a correr hacia atrás, arrastrando en su pavor y en su fuga a los que no habían entrado todavía en combate, y buscando un asilo en palacio al lado de sus compañeros que allí estaban, y al abrigo del respeto que aún pudiera guardarse al Rey. Rayaba ya entonces el día, y las aclamaciones de los vencedores, dilatándose por plazas, por casas y por calles, anunciaron a los buenos españoles que la libertad y la patria estaban todavía en pie.

La noticia de que los batallones habían entrado en Madrid llegó ya tarde al Parque, y al principio no fue creída. Más luego que la repetición de los avisos y las descargas la hicieron indudable, la acción y energía de los movimientos que se desplegaron fue tan rápida como eficaz. Ocupáronse a viva fuerza los puntos contiguos a palacio, donde los facciosos podían guarecerse y fortificarse; el general Ballesteros con un destacamento fue enviado en socorro de la Plaza, y llegó a tiempo de poder completar aquel triunfo; y con otra parte de la fuerza se contuvo en respeto a la división de los guardias que no había entrado todavía en Madrid y amagaba por el río. De este modo los rebeldes, batidos, ahuyentados, acorralados en la casa real, perdida toda clase de esperanza, y faltos de auxilio y de consejo, no tuvieron otro arbitrio que rendir las armas y someterse a la ley del vencedor.

Una ventaja tan completa y decisiva, y más todavía el modo y las manos por quienes principalmente se consiguió, estaban al parecer fuera de todo cálculo probable, y debía atribuirse más bien a golpe de fortuna que a combinación ninguna prudencial. Más no fue así ciertamente, y las cosas llevaron el camino propio de los elementos que entraron a dirigirlas. Los jefes de la insurrección, faltos de tino y de experiencia, no formaron plan ninguno; en lugar de dominar los acontecimientos, se vieron obligados a recibir la ley de ellos, y siempre iban detrás de la ocasión, tratando de hacer hoy lo que habían tenido en su mano ayer. Ellos tenían al Rey en Aranjuez, y le dejaron venir a Madrid; estaban en posesión de Madrid, y le abandonaron para volver a ocuparle; estuvieron cinco días en el Pardo aguardando tal vez a que el Rey se decidiese y se viniese a ellos, y habían perdido la oportunidad de llevársele consigo cuando salieron; porque entonces nadie se lo hubiera podido impedir. Su plan de ataque podía no ser desacertado, pero careció enteramente de vigor en la ejecución. Una gran parte de oficiales y sargentos, tal vez los mejores del cuerpo, se hablan mantenido fieles a sus juramentos y estaban sirviendo en las filas de la libertad; no pocos también de los que fueron al Pardo se vieron arrastrados por el espíritu de cuerpo a obrar a pesar suyo contra su carácter y sus principios, y gran parte de los soldados marchaban a disgusto en una empresa que solo interesaba a sus instigadores, y a ellos no les podía producir sino peligros, desastres y afrentas. Faltóles a todos un jefe de reputación y denuedo que los guiase al combate y los sostuviese en él con su ejemplo y sus palabras. Los mozuelos que los habían metido en aquel paso perdieron al instante la cabeza, desampararon sus filas, y unos tras otros fueron cayendo vergonzosamente en las manos de sus enemigos. Tan cierto es que el sobrescrito de rebelde y de traidor en la frente infunde miedo en el corazón y no le deja obrar con bizarría.

Todo, por el contrario, era en aquella ocasión favorable al bando opuesto. Mejores jefes, mejor plan, mejor concierto. Es verdad que los milicianos, poco disciplinados y nada aguerridos, no podían inspirar confianza; pero la artillería y caballería, que ellos tenían y faltaba a sus contrarios, compensaba abundantemente aquel vacío. Con ellos militaban entonces los generales más acreditados y valientes del ejército; por ellos estaban las leyes, las autoridades, el buen orden, la justicia; y el convencimiento de la bondad de su causa, dilatándoles el pecho, los llenaba de aliento y confianza. Estos sentimientos generosos los sostuvieron noblemente en el combate, estos los animaban después; y con ninguna especie de venganza ni de bajeza mancharon en aquel día la gloria que acababan de adquirir.




Carta sétima

28 de febrero de 1824



Cuando llegó a oídos del Rey que sus pretorianos flaqueaban empezó a temer por sí mismo y a tratar de buscar consejo y defensa contra el peligro que veía venir. Entonces se acordó de sus ministros, y les mandó subir a su presencia para conferenciar con ellos sobre las disposiciones que convendría tomar en el estado crítico a que habían llegado las cosas. Tener que valerse de los mismos a quienes aquella noche había tratado con tal vilipendio era situación harto dura y paso verdaderamente bochornoso. Mas para nuestro príncipe estaba muy lejos de tener este carácter, y jamás se mostró con menos disimulo esta preeminencia de la condición real a quien no enfrena obligación ninguna y se sobrepone a todo respeto humano. Los ministros, como constitucionales, estaban destinados al castigo en caso de vencer el Rey; y como constitucionales también, debían defender su persona y su autoridad en el caso de ser vencido.

Pero si esta era su cuenta, no así la de los ministros. Ellos subieron y nada aconsejaron, porque nada podían ni debían aconsejar. Vueltos a sus secretarías y creciendo con la derrota y fuga de los guardias la congoja y el terror en la familia real, allí fueron buscados por el infante don Carlos, y consultados otra vez y aun rogados, principalmente Martínez de la Rosa, que salvasen al Rey. De su contestación, que fue a un mismo tiempo firme, respetuosa y sensata, se convenció el Infante de que por parte de ellos la diligencia era inútil, puesto que como ministros nada podían ya ordenar que fuese obedecido, ni como personas privadas tenían influjo con los cabos del partido popular. Decidióse pues la corte a tratar con el general Morillo, el cual, a consecuencia de la invitación que le hizo el Rey, envió a palacio una comisión de militares de distinción para arreglar las condiciones con que habían de cesar las hostilidades y la guardia real deponer las armas y someterse al Gobierno. En aquella conferencia fue donde el general Salvador, uno de los comisionados, dijo al Rey, que se negaba a acceder a algún artículo necesario: «Señor, las tropas de vuestra majestad han sido vencidas, y es fuerza que se resignen a la ley que la nación les imponga».

Esta ley no fue vergonzosa ni dura si se consideran la perfidia y alevosía con que aquella trama se dispuso, y los males que se le hubieran seguido a ser coronada con un éxito feliz. Y aunque los invasores, faltando por la tarde a lo capitulado, se escaparon de Madrid, con intención sin duda de ir a renovar a otra parte la guerra, y fueron seguidos, acuchillados y dispersos en el campo, no por eso las condiciones se hicieron más gravosas y crueles. Las tropas y milicianos vencedores se encargaron de la custodia de palacio con la misma serenidad y asiento que una guardia releva a otra en tiempos tranquilos: el palacio fue respetado, ningún desorden se vio en él, no se oyó ningún insulto. El Rey, tratado con el decoro que correspondía a su dignidad, fue considerado como ajeno a toda aquella agitación. Y este mismo día en que los españoles daban al mundo un ejemplo tan singular de moderación y de juicio, es el día que escogieron algunos embajadores para pasar a nuestros ministros una nota en que nos amenazaban con todo el enojo y el poderío de sus soberanos si osábamos atentar la menor cosa contra las personas del Rey y su familia. Los ministros, a pesar de la incierta y equívoca posición en que se hallaban, contestaron con discreción y decoro, mas no con la energía correspondiente a la solemnidad de la ocasión ni a lo importuno o injurioso de aquella oficiosidad. Nada importaba ciertamente a sus autores la seguridad del Rey ni la de las personas de su familia; pero les importaba mucho presentar aquel aparato de celo ante sus amos, y revestir el expediente diplomático con las formalidades convenientes a sus fines interesados y artificiosos. La nota era inútil para los ministros españoles, que nada podían hacer, y mucho más para el pueblo en el caso de que enfurecido quisiese hacer pedazos el ídolo que en otro tiempo adoraba. Ella y el tono en que estaba puesta eran o un aviso o un insulto, o las dos cosas a un tiempo; y en todo caso antes atraían que disipaban el peligro que se aparentaba temer. Porque a estar poseído el partido victorioso de la rabia y demencia que el oficio diplomático suponía, la contestación hubiera sido enviarles sus pasaportes para que a las cuarenta y ocho horas saliesen de Madrid, y en aquel medio término procesar, juzgar, condenar y ejecutara al Rey, para que fuesen testigos de la catástrofe, y ellos mismos llevasen afuera las noticias de las resultas que había tenido su insolente impertinencia.

Pero los vencedores estaban entonces muy ajenos de estos pensamientos feroces. El común peligro los había unido, el interés y la ambición los dividieron, y apenas habían conseguido aquella ventaja tan inesperada y decisiva, cuando empezaron a hacerse unos a otros una guerra más encarnizada y mortal que la que Fernando VII les había hecho.

Desde la restauración de la libertad en el año 20, el principal influjo y preponderancia en los negocios había estado en las, manos del partido puro constitucional, o llámese moderado. En vano el de la Isla, apoyado en la importancia del servicio que había hecho y en la extraña popularidad que había sabido procurará algunos de sus corifeos, anhelaba este influjo exclusivo y empleaba para ello todos los manejos de la intriga y todos los medios del descrédito, de la vociferación y de la audacia. Estos mismos medios los desopinaban para con la generalidad de los españoles, que graves por carácter y contenidos por educación y costumbre, repugnan y se niegan a todo lo que tiene aire de facción y de desorden. No pudieron pues nunca derrumbar a sus adversarios de la altura en que estaban puestos, y donde los mantenía la reputación que habían adquirido con sus antiguos servicios, con sus padecimientos en los seis años, y el concepto que generalmente se tenía de su mayor saber, de su mayor experiencia en los negocios y de su capacidad para dirigirlos. Cuando llegó la época de julio este partido moderado estaba en su mayor auge, y representado, si así puede decirse, por el Ministerio, que a la sazón conducía las cosas con bastante acierto y fortuna y con una aprobación casi universal. Pero no habiendo sabido o podido evitar aquella crisis antes que llegase, ni contenerla cuando llegó, ni triunfar de ella después de empeñada, el poder se les cayó de las manos, y la preponderancia al partido a cuyo frente se hallaban. De nada sirvió el peligro en que los mismos ministros se hallaron, las prendas que tenían dadas a la causa de la libertad, ni el valor y entereza con que tantos de este partido sirvieron en aquella ocasión. La facción opuesta, valiéndose denodadamente de la oportunidad que les ofrecían los sucesos, envolvió a todos en la red de desconfianzas, sospechas y acusaciones que estaba preparando, y en su boca todos eran tibios defensores de la causa pública, y algunos acusados como traidores a ella. Pena y vergüenza da considerar los nombres que se oían en esta indigna acusación: el general Morillo y los jefes de los cuerpos que habían militado con él debajo del estandarte patrio levantado en el Parque, los ministros, el jefe político Martínez de San Martín, los más de los grandes empleados públicos, y otros personajes, sonaban de boca en boca y de corrillo en corrillo, unos como vendedores de su patria, otros como sospechosos. Decíase que el levantamiento de los guardias tuvo por objeto al principio alterar las bases de la Constitución, introducir las cámaras en nuestro orden político y dar a las clases privilegiadas el influjo y preponderancia de que carecían con la constitución del año 12; que los más de los personajes acusados eran sabedores y aun auxiliadores de este plan; pero que habiendo el Rey manifestado al fin su voluntad de reasumir en si el poder absoluto como lo había tenido en los seis años, muchos de ellos no le quisieron ayudar para ello y se retrajeron de su propósito, y otros, como Morillo y los generales que le asistieron en el Parque, tuvieron que seguir, muy a despecho suyo, el curso de la causa popular.

Quizá en este cúmulo de recriminaciones y de sospechas había algo de verdadero y positivo; pero no en la forma ni en la aplicación que de ello se hacia a tantos sujetos, en quienes el carácter, los principios, la conducta, y sobre todo la conveniencia propia, estaban en oposición con semejante sospecha. Más la malignidad y el encono no miran tan despacio las cosas: el rumor odioso cunde, los simples lo creen, los indiferentes la dejan pasar, y mientras que los buenos se afligen y se retiran, los intrigantes triunfan y consiguen lo que anhelan.

En tal situación de cosas los ministros no podían seguir en sus cargos, ni aunque hubieran podido, lo quisieran. Irritados del modo alevoso e indigno con que habían sido tratados por la corte, rehuyendo lidiar más tiempo con la facción popular, hecha intratable con el suceso mismo, todos se propusieron hacer irrevocablemente dejación de sus sillas, y algunos se retiraron aquella mañana a sus casas jurando no volver a palacio jamás. El Rey, siguiendo el consejo que ellos mismos le dieron, nombró por ministro de Gracia y Justicia a Calatrava, y de la Guerra a López Baños, proponiéndose nombrar los demás con acuerdo de los dos. Llevábase en esto el fin de conciliar en lo posible los intereses y anhelo de la opinión exaltada con la conveniencia pública, esperando que la grande popularidad y la entereza y rectitud de sus principios moderase algún tanto el ímpetu del otro partido. Tal vez esto se hubiera conseguido a estar Calatrava en Madrid y entrar al instante en ejercicio. Mas hallábase ausente en Vizcaya, y no habiendo querido de pronto admitir el ministerio, cuando ya vino a Madrid, dudoso aún de lo que haría, los facciosos se habían dado tal maña, que despopularizado él, y despopularizados y desalentados todos aquellos con quienes podía contar para que le ayudasen, vio que su intervención no podía ser de provecho, y se negó absolutamente a admitir. López Baños llegó después, recibió de su club la lista de los que habían de ser ministros con él, y ellos lo fueron. De esta manera, el partido que desde setiembre del año 20 había pugnado con tanta fuerza y tesón por tener el manejo total y exclusivo de los negocios públicos, logró completamente su objeto; y preponderante en las Cortes, árbitro en el gobierno, se vio con todo el poder en la mano. Si con ventajas de la libertad y del Estado, los sucesos públicos lo manifiestan; pero no deja de ser curioso, milord, que haya sido la corte quien con sus impotentes esfuerzos para arruinar la Constitución les haya abierto el camino para conseguir este triunfo, y que por querer destruir las leyes se entregase a discreción al furor de las pasiones. Mas este ejemplar, que no es el primero ni el único que hemos visto en nuestros días, será tan olvidado como los otros, y no producirá fruto alguno.

Todo hombre público, milord, debe poseer alguna especie de este mérito análogo a las atribuciones que se le confían, y gozar alguna consideración personal: de lo contrario, ni entra en su puesto con honor ni puede ejercerle sin desaire. Faltaba a los nuevos ministros una calidad tan precisa, y bien que yo esté muy lejos de creerlos tan faltos de mérito como la malignidad y el encono han ponderado después, estaban sin embargo muy lejos de tener en la opinión el lugar necesario para verlos sin extrañeza revestidos de aquel alto carácter. Los reyes sólo, milord, pueden impunemente cuando se les antoja hacer de sus ineptos favoritos hoy un ministro, mañana un embajador. Nadie les va a la mano, y todo lo cubre el manto de su omnipotencia. Pero en los gobiernos libres se necesita de más circunspección y reserva, porque resentida la máquina política del descrédito y flaqueza de los brazos que la mueven, hace conocer bien pronto que los hombres de un club no suelen ser los hombres del Estado.

Además de esta nulidad, adolecían los ministros de otra en mi sentir peor. Llevados allí por una facción secreta ansiosa de dominar exclusivamente, y no siendo otra cosa que instrumentos ciegos de ella, el odio y desprecio que inspiraban eran consiguientes a esta falsa posición. El bien, si alguno hicieron, no se les agradecía, como ajeno; todo el mal se les imputaba como suyo, y a los ojos de propios y de extraños eran agentes de una pandilla, y no ministros de una monarquía.

Muy desde luego empezaron a manifestarse sus pasiones y las de sus comitentes con el trasiego de empleados, que entre nosotros, milord, son el objeto primario y el efecto más seguro de toda novedad política o ministerial. Destituyeron a los unos sin más razón que la de haber sido agraciados por los gobiernos anteriores, y emplearon a otros sin más mérito que el de haber contribuido a la elevación en que ellos se hallaban, o a la ruina de sus adversarios. Llenóse de este modo la administración pública de sujetos absolutamente inhábiles o nuevos en los negocios, precisados los más de ellos a hacer el aprendizaje de su oficio, que no sabían mandar, ni menos obedecer. Muchos llevaron a sus destinos la suspicacia y chismosearía de los partidos que los emplearon; otros la temeridad imprudente de su carácter, y fomentada con el triunfo que acababan de conseguir, y a la cual daban rienda suelta, como si nada tuviesen ya que respetar. De manera que al entorpecimiento y errores que sufrían los asuntos públicos por su incapacidad o inexperiencia se añadía el descrédito y la odiosidad que adquirían al sistema político con su orgullosa insolencia, o por mejor decir, con su absurda e insufrible petulancia.

Otro manantial bien fecundo de disgustos y de males fue la causa formada sobre la conspiración de julio. Al principio parecía no amagar más que a los cabos de la sedición cogidos con las armas en la mano. El delito era patente, la ley terminante y positiva, la necesidad y justicia del castigo fuera de toda duda y contestación. Sacrificados al escarmiento público durando todavía las huellas de su atentado, nadie, ni acaso ellos mismos, lo extrañaran, y su catástrofe se hubiera considerado como consecuencia forzosa, aunque funesta, de su misma temeridad, y no como un asesinato político hecho en obsequio del resentimiento y de la venganza. Lejos, milord, de mí el pensamiento de echar de menos la sangre que no se ha vertido. Aun cuando no repugnase tanto a mi carácter esta idea atrozmente cruel, se advendría mal con las lecciones que me han dado la historia y la experiencia. Las cabezas que vosotros derribasteis en vuestra guerra parlamentaria no os salvaron de los males de la restauración; los raudales de sangre vertidos en los cadalsos por el furor revolucionario no han libertado a los franceses de caer primero en las manos de un déspota militar, después en las de los emigrados. Esas víctimas, añadidas a las que nuestra revolución contaba, no hubieran servido a libertarnos del despotismo regio y sacerdotal en que hemos vuelto a caer. ¿A qué afligir la humanidad y ofender acaso la justicia sin provecho ningún o para la política? Yo pues desde la soledad en que esto escribo doy el más cumplido parabién a los que en aquella ocasión escaparon del mortal peligro en que se vieron, y este parabién espontáneo es tanto más sincero de mi parte cuanto se dirige a hombres que no he conocido antes de ahora ni de ellos será sabido jamás. Pero al fin, milord, en la posición en que se hallaban las cosas, y en las pasiones que agitaban los ánimos, no dejó de parecer extraño el aspecto y curso que tuvo este proceso. Encargada su formación a don Evaristo San Miguel, uno de los corifeos del partido exaltado y entonces preponderante, él, o por favor, o por justicia, o por generosidad, o por todo junto, no quiso sustanciarle con la brevedad que el público esperaba, y cuando subió al ministerio lo dejó en un estado de complicación a propósito para dilatarlo cuanto se quisiese y conviniese. Pasó después por diferentes manos, y cayó en fin en las de un hombre sin ciencia, sin vergüenza, sin remordimiento y sin temor: éste, asesorado de otros sin duda más perversos que él, dio a aquella causa una dirección que nadie sospecharía en los que tanto declamaban antes contra la lentitud de los juicios y la impunidad de los delitos. El peligro dejó de amenazar a las cabezas de los revoltosos, a quienes amagaba primero y de quienes ya no se hablaba, para ponerse sobre las de los otros personajes interesantes y célebres por su carácter y sus servicios. El general Morillo, el jefe político Martínez de San Martín, todo el ministerio que había en julio, con otros sujetos de cuenta, fueron envueltos en las redes de aquel proceso, mandados prender, y algunos efectivamente presos. A los justos clamores y reconvenciones que resultaron de estos procedimientos ilegales y escandalosos, respondían sus autores que aquello todavía no era nada para lo que faltaba, y que ni diputados de Cortes ni individuos de la familia real estarían exentos de sus pesquisas y de sus arrestos. Semejante demencia no pudo menos de excitar una indignación universal, y poner al fin al Gobierno y a las Cortes en el caso de atajarla en su camino, amparando a los ministros, según lo prevenido por las leyes, y sacando la causa de las manos que la sustanciaban. Entre tanto los días corrían, los sucesos se agolpaban, y los verdaderos delincuentes, ganando tiempo a favor de estas ocurrencias, fueron sacados de sus prisiones y trasladados a otras cuando la capital se vio amenazada por los enemigos. Después, por diferentes aventuras que no merecen vuestra atención, consiguieron al fin libertarse, refugiarse en país extraño, y poder volver en ocasión de hacer otra vez armas contra su patria, y entrar a la parte del triunfo y los despojos con la facción a quien tan a riesgo suyo habían servido.

Ello no fue tan feliz; y por muy severa que se suponga a la libertad en sus venganzas, la que se tomó de este general, atendido el tiempo y modo en que se hizo, debió ofender por injusta y repugnar por importuna. No hay duda que él había sido en el año de 14 el instrumento principal de la reacción política que entonces se hizo en España; que siempre se manifestó fanático partidario del poder absoluto; que fue su apoyo más firme en aquellos tristes seis años; que en el ejercicio de su poder como comandante de provincia mostró una arrogancia, un orgullo que no se podía sufrir, y que en las diferentes causas de conspiración en que tuvo que entender, las llevó con un atropellamiento y con una violencia tal, que los procesados eran enviados al suplicio más como víctimas de una ejecución militar que como reos de un delito, convictos delante de la ley y castigados capitalmente por ella.

Mas no habiéndose tomado satisfacción de estos agravios en el año de 20, estaban ya casi olvidados en el de 22, y tres años de cárcel y de penas podían servir de alguna compensación por ellos, y templar el rencor de sus encarnizados enemigos. Cuando no, y en el caso de ser preciso para la satisfacción pública y particular que sus desafueros recibiesen su merecida pena en el suplicio a que se anhelaba conducirle, un proceso se le seguía por ellos, y no había necesidad de formarle otro nuevo. El partido dominante desde la crisis de julio quitaría todo pretexto a contemplación y demoras, y la causa se seguiría con la actividad necesaria para terminarse y decidirse con la presteza y severidad que pudieran desear o la venganza o la justicia. Vos no ignoráis, milord, que el general Elio, acusado de instigador y de cómplice en el levantamiento de los artilleros que guarnecían la ciudadela de Valencia el día de San Fernando, fue procesado y condenado a muerte como tal. Las noticias particulares, y aun las probabilidades todas, conspiran a absolverlo de semejante imputación, y a tachar de injusto un fallo que diferentes jefes militares se negaron a confirmar, y por lo mismo no quisieron admitir el mando de las armas que se les dio para ello. Hubo al fin un subalterno, menos circunspecto o más ambicioso, que tomó el mando, confirmó la sentencia, y el reo tuvo que marchar al suplicio.

Tal vez entonces la sangre de los infelices sacrificados por su inhumano orgullo daría voces contra él, dándole a conocer, aunque tarde que el que juega con la vida de los hombres juega también con la suya, y que en esta terrible lotería nadie hace perder a los otros lo que a su vez no pueda perder él mismo. De todos modos, él se resignó a su suerte con dignidad y decencia; y apoyado en los sentimientos religiosos, de que siempre estuvo imbuido, fue a recibir la muerte llevando en su semblante la entereza de un mártir que está bien penetrado de la justicia y bondad de su causa. Digno era sin duda de mejor destino, no considerándose en él más que las prendas que le adornaban como particular; porque era franco, generoso, hombre íntegro y recto, militar intrépido, buen amigo, buen marido, tierno y excelente padre. Es lástima que todo lo desluciese con la arrogancia y la impetuosidad de su genio y con el espíritu de dominación y despotismo que le poseía. Semejantes caracteres en tiempos de revueltas no pueden menos de hacer y recibir mucho mal, y el desdichado Elio, instrumento y cómplice de las injusticias de la tiranía, fue a su vez víctima de otra injusticia y de las pasiones mismas a que él había abierto la puerta con su ejemplo15.

Yo no os fatigaré, milord, con la exposición amarga de los demás incidentes que manifiestan el deplorable estado en que nos hallábamos. Mas no os daría bastante idea de nuestros males si pasara igualmente por alto una de las principales causas de donde proceden; y si, ya que hemos llevado la vista por los efectos visibles de nuestras facciones, no tratásemos algún tanto de su organización y manejo. Estas facciones por su naturaleza dan a nuestra revolución política un aspecto singular, y sólo acaso por ellas se vienen a entender ciertos fenómenos que, atendido el carácter general de los españoles, parecen a primera vista inexplicables.

Querer que se verifique una gran mudanza en un estado sin que al instante salten partidos en él, es querer un imposible. Hubo partidos en vuestra revolución, los hubo en la de América, los hubo en la francesa, los ha habido en la nuestra, y los habrá irremediablemente en todas. Destrucción de intereses antiguos, creación de intereses nuevos, pasiones y opiniones que se agregan a estos intereses: todo forma un torbellino de agitación y movimiento que arrebata a los hombres a pesar suyo, y los hace correr agrupados en diversas direcciones, según la simpatía o semejanza que hay entre sus intereses, sus miras y sus principios. Añádase además el ascendiente que llevan consigo ciertos hombres por la fuerza de su carácter y por el resplandor de sus acciones. Estos parece que en hechizan a los otros y los fuerzan a seguir el rumbo que ellos siguen, formando en el mundo político tantas secciones cuantos son los personajes dotados de este mágico poder. Mas al fin, milord, los independientes y presbiterianos entre vosotros, los jacobinos entre los franceses, eran sectas descubiertas que obrando a la luz pública, estaban al alcance y juicio moral de todos, porque todos las oían y las veían. Mas ¿qué decir de nuestros masones y comuneros, organizados a manera de frailes, obrando como inquisidores, y presumiendo dirigir el movimiento de una revolución y mandar un grande estado desde sus miserables covachas? ¡Cosa increíble, por no decir detestable! ¡La libertad, objeto el más noble y grande de los hombres en sociedad, sostenida por los mismos medios misteriosos y clandestinos con que se meditan los crímenes, y gobernar el mundo del mismo modo con que se conspira! Esto era dar a la revolución un aire constante de delito, y derecho a los detractores del orden constitucional para llamarlo a boca llena una conjuración permanente.

Que cuando la tiranía está sobre el solio, los hombres generosos que aspiran a derribarla se valgan de manejos y símbolos misteriosos para burlar los cien ojos con que acecha y los cien brazos con que oprime, la necesidad lo justifica y el entendimiento lo comprende. Cuando una fortaleza enemiga no puede ser atacada de frente, se la hace volar con minas y es preciso meterse debajo de tierra para abrir las concavidades donde han de prepararse los rayos que deben convertirla en escombros y en ceniza; más que conseguido el triunfo, tomado el alcázar y entronizada la libertad, se la quiera sostener por los mismos medios, y se sigan minando y corroyendo las murallas que la han de defender, esto ni se entiende ni se explica, y los males que ha acumulado sobre nosotros este inconcebible extravío deben escarmentar para siempre a los ilusos que quieran imitarnos.

Precedieron los masones a los comuneros, y tienen el indisputable mérito de haber contribuido en gran manera a la restauración de la libertad en el año de 20. Entonces la asociación contaba entre sus individuos un gran número de hombres apreciables por su sabiduría y sus virtudes, cuyo crédito y opinión estimuló después a otros hombres semejantes a entrar en un cuerpo que había merecido tan bien de la libertad y de la patria, y que en aquella época se limitaba al parecer a ser instrumento útil en las manos del gobierno constitucional, y no su detractor y su enemigo. Más los jefes que le gobernaban, ambiciosos los más y enredadores, no se contentaron con este papel subalterno, y quisieron tener en su mano el supremo arbitrio de las cosas. La disolución del ejército de la Isla fue la ocasión y pretexto de la guerra, y ya hemos visto, milord, cómo el primer ministerio y el segundo fueron víctimas de esta miserable competencia.

El éxito no podía ser dudoso en una especie de lucha donde los unos, defendidos con sus mismas tinieblas, dan los golpes sobre seguro, sin estar contenidos por temor, pudor o decencia ninguna, mientras que los otros tienen que, defenderse a ciegas, dan estocadas al aire, y se sujetan a los límites que les prescriben el respeto de sí mismos y el que deben a la posición en que se hallan. El grande Oriente prescribiendo a los hermanos fe implícita en sus doctrinas y obediencia pasiva a sus mandatos, estaba seguro cuando quería de desacreditar la autoridad, de contrariarla, de combatirla, y al fin, de aniquilarla. ¿Desagradábales un sujeto en un empleo? La imputación, la calumnia, por groseras, por absurdas que fuesen, circulaban al instante en todo el reino contra él, y era disfamado y echado al suelo. ¿Contradecía una medida, una providencia, los intereses o los caprichos de la cofradía, aunque en sí llevase el aspecto y el carácter de utilidad general? Todos se conjuraban para inutilizarla y desobedecerla. ¿Era necesaria una demostración más expresiva para conseguir los fines? El tumulto, la sedición, el cisma, como medios sabidos y dispuestos, al instante se realizaban. Sentado el principio de que para ser buen masón y verdadero hombre libre era preciso tener más ley al grande Oriente que al Gobierno, por el mismo hecho estaba rota la obediencia en la administración, destruida1a disciplina en el ejército, nula la armonía y el concierto en el Estado. Así estos hombres incautos e inconsecuentes, dándose por reformadores de la sociedad y declamando siempre contra los abusos del sistema eclesiástico y monacal, no venían a ser ellos mismos otra cosa que unos frailes, y un estado, como la Iglesia, ingerido en el Estado.

Muchos de los hombres buenos y juiciosos que la hermandad tenía, viéndola tomar esta perniciosa tendencia, procuraron contenerla. Pero su influjo era muy corto para conseguirlo, y cansados de luchar contra el torrente, se fueron poco a poco separando, y la abandonaron al fin. Esto fue causa de la odiosidad que allí se les juró, mucho más grande que la que se tenía a los que no eran de la comunidad o eran sus enemigos declarados: condición propia de toda secta intolerante, ofenderse más de la disidencia que de la contradicción absoluta, a la manera en que los católicos han aborrecido siempre más a los herejes que a los paganos y a los judíos.

Esta separación, por su naturaleza lenta y callada, no tuvo las consecuencias grandes y ruinosas que otro cisma verificado anteriormente. Expelidos de la cofradía masónica, por su carácter díscolo y aleve, algunos individuos que habían hecho figura considerable en ella, trataron al instante de vengar y reparar aquel ultraje, estableciendo orden contra orden y altar contra altar. Habituados a aquella clase de intriga y de manejo, y conociendo la ventaja que les daría la calidad de patriarcas y jefes de una corporación numerosa, fundaron a principios del año de 1821 la que entre nosotros se ha llamado comunería, y que no era otra cosa que una imitación del orden masónico, mudados los signos y símbolos exteriores. Lo que en los unos eran ritos y figuras místicas tomadas del guirigay monacal y del ejercicio y profesión fabril, eran en los otros ceremonias y formas caballerescas y militares. Semejantes en el sigilo, orden jerárquico, subordinación y obediencia, todavía lo eran más en el espíritu de egoísmo, de intolerancia, de ambición y sedición, con la diferencia que hay siempre, del original a la copia, en la cual todo es más exagerado. Así los comuneros fueron más resueltamente facciosos y más groseramente intolerantes que sus modelos. Reclutábanse en los grados inferiores del ejército y en las clases más ínfimas de la sociedad, y llevaron a la corporación toda la codicia y la envidia de su miseria, y toda la indecencia de su educación y costumbres habituales.

Aun cuando las dos sociedades se hacían una guerra mortal, tenían sin embargo centros comunes de acción, y objetos sobre los cuales se entendían y se ayudaban. Las dos se movían al grito de viva Riego, sin embargo de que este general fuese poco estimado en la una y detestado en la otra; las dos se entendieron para derribar al primer ministerio y al segundo; las dos, en fin, se auxiliaban recíprocamente en el descrédito, calumnias, despopularización del partido que ellos llamaban moderado o emplastador. Los masones, sin embargo, como más hábiles, dejaban a sus segundos la parte más odiosa y repugnante del ataque. Esto se veía claramente en sus respectivos periódicos: El Espectador guardaba una apariencia de decencia, moderación y templanza, mientras que El Independiente, El Zurriago, El Indicador y otros folletos comuneros no conocían ni freno ni vergüenza en las injurias, imputaciones y denuestos. Los efectos que esta deplorable táctica producía eran los más perjudiciales al orden y a la libertad: por una parte se adulaba al populacho, se le alentaba a toda clase de excesos, y se le enseñaba a vilipendiar y despreciar a cuantos pudieran dirigirle y gobernarle; y por otra los enemigos que dentro y fuera tenía la constitución española veían ponérseles en la mano el triunfo a que aspiraban, con el descrédito de las cosas y de las personas que estos frenéticos preparaban y conseguían.

El peligro común los unió en la crisis de julio, y conseguida la victoria, también se mantuvieron unidos por el interés común de descartar del poder a todos los que no fuesen de su bando. Esto les fue muy fácil, porque los adversarios que combatían, o por flojedad o por miedo o por conocer el estado deplorable en que ya estaban las cosas, no les disputaron el terreno. Más conseguido este segundo triunfo, y habiendo logrado el partido masónico formar exclusivamente el Ministerio, los comuneros, mal contentos de la desigual posición que les cabía en los despojos de la batalla, comenzaron al fin a asestar sus baterías contra el gobierno reinante, y a desacreditarle y a despopularizarle con las mismas armas que habían usado contra sus antecesores. Entonces, aunque tarde, debieron conocer los jefes de la facción que comenzó en la Isla que todas sus intrigas y agitaciones para derribar los ministerios que les habían precedido y para disminuir la fuerza y acción del poder gubernativo, no habían venido a parar en otra cosa que en abrir una gran sima, donde, empujados de los que venían detrás, se iban precipitando unos a otros, sin ningún consuelo para ellos, sin esperanza alguna para los demás. Yo no sé, milord, por qué los reyes y sus apóstoles tienen tanta ojeriza a nuestras sociedades secretas. Si ellas en España pusieron en pie a la libertad, también son ellas las que muy principalmente han contribuido a derribarla; porque sin sus escándalos, sin su torpeza, sin su odiosidad, no les fuera el triunfo tan barato a los cien mil alguaciles armados que la Santa Alianza envió contra nosotros.


Carta octava

8 de marzo de 1824



Quizá no debiera yo ser tan severo al llevar la pluma por el triste recuento de nuestros errores y extravíos; quizá estoy dando ocasión a los enemigos de mi patria para tomar de aquí armas contra ella, y a que digan que, en esa rigorosa censura están justificados los motivos de su bárbara agresión. Pero al tratar con vos de nuestros sucesos era preciso hablar con la franqueza propia de vuestro carácter y del mío; por consiguiente nada debía disimular, y mucho menos cuando, si bien se mira, en nada puede ayudar a la violencia usada con nosotros la ingenua confesión de nuestros males. Frutos amargos eran de tres siglos de ignorancia, superstición y despotismo, huellas desagradables y reliquias de tan largo y mortal padecer. Y ¿por ventura el exterior repugnante que suele acompañar al convaleciente, el desconcierto que se nota a veces en sus actos y palabras, dan autoridad a nadie para sumergirle otra vez en la enfermedad de que salió? No, milord; y ni su médico ni su familia ni sus vecinos se arrogarían jamás un derecho tan inhumano. Pues ese cabalmente es el que se han atribuido sobre los españoles los gabinetes de la Santa Alianza, aun cuando se tome a la letra el hipócrita lenguaje de sus fementidos manifiestos. A lo que decían confusión anárquica de la Constitución subrogaban el despotismo insensato de Fernando VII; a una anarquía otra especie de anarquía, a un desorden otro desorden, la peste al incendio: a esto llamaban ellos reconciliar a la España con la Europa.

Con la victoria del 7 de julio se pusieron de manifiesto tres cosas que valiera más quedasen envueltas en las nieblas de la duda. Una era que el Rey conspiraba abiertamente contra la Constitución; otra, que ya no era rey más que en el nombre; otra, en fin que todos los medios de intriga y facción interiores eran insuficientes a trastornar el orden político que existía, y que la libertad había echado bastantes raíces para resistir a este género de embates. De esta manera quedó desnuda la Constitución del respeto y apoyo que lo daba el nombre del Monarca, y se incitaba a los malcontentos a desobedecerla y destruirla con la seguridad de que así le servían y agradaban. Al mismo tiempo se comprometía el orgullo de los demás príncipes para venir a sostener en España la autoridad real vilipendiada, dando al Rey socorros más eficaces que hasta entonces. Tales fueron el objeto y los motivos del congreso de Verona, donde reunidos los potentados predominantes de Europa decretaron repetir la tragedia de Laybach y sacrificar otra nación en los altares de su soberbia. La victoria era más grande, y por consiguiente el escarmiento más eficaz y la satisfacción mucho mayor.

Yo no os fatigaré, milord, con un nuevo comentario sobre las operaciones y espíritu de este congreso; se han hecho tantos dentro y fuera de España, que ya cualquiera idea que se presente sobre él no puede ser ni nueva ni oportuna. Sólo sí diré que por una fatalidad bien singular, los gobiernos de dos naciones que se llaman libres han sido los ministros y ejecutores de esta sentencia de muerte dada contra un estado libre, y solamente porque lo era. La España, puesta del lado acá de los Pirineos, y entallada entre la Francia y la Inglaterra no sólo por su situación geográfica, sino por sus conexiones e intereses políticos, no podía ser entregada al azote bárbaro de los cosacos y de los panduros. La Francia había de hacerlo, la Inglaterra consentirlo, y era preciso dorar de algún modo la odiosidad de escándalo tan grande en obsequio de la opinión local de aquellos pueblos. Digo local, milord, porque de la opinión general que hay en el mundo, fundada en las nociones naturales de equidad y de justicia, los monarcas de Europa se han curado ahora tan poco como en otro tiempo Bonaparte cuando nos decía, para justificar su descarado latrocinio, que Dios le había dado el poder y también lo había dado la voluntad.

Yo no sé cómo pintará la posteridad todo este aparato de medios artificiosos, empleado para disimular la conspiración y complicidad de dos gobiernos representativos contra la libertad y la independencia de los españoles. El viejo de lord Wellington a Verona, su indefinible memorandum al general Álava, las oficiosidades de su edecán Sommerset, las intrigas de sir William Acourt para que modificásemos la Constitución, la aserción del ministro Villele a las cámaras francesas de que si ellos no venían a derribar nuestra constitución en España, tendrían que defenderla en el Rin; la correspondencia seguida entre los dos gabinetes como para buscar los medios de evitar la guerra; el lenguaje, en fin, de vuestros ministros acerca de nuestras cosas en el parlamento del año 23, tan diverso del que han tenido en el de 24: ¿todo esto, milord, era otra cosa más que una farsa, y esa mal representada? Los partidarios de la libertad sabían bien a qué atenerse en estas demostraciones, y los partidarios del poder absoluto lo sabían todavía mucho mejor.

Pasáronse en fin las célebres notas diplomáticas, primer resultado de lo que se había convenido en Verona y su extravagante contexto presentaba más bien el aire de un entredicho político que el de una formal declaración de guerra. Tal vez esto era todavía un resto de pudor y de respeto a la decencia pública, o acaso hubo esperanza de que la facción absolutista, a quien se suponía preponderante en España, viéndose apoyada por los poderosos de Europa, alzaría de pronto la cabeza y ejecutaría la reacción por sí sola. Mas sus esperanzas, si tales eran, les salieron fallidas; porque, a excepción de las partidas levantadas a fuerza de dinero, la España civil nunca ha estado más unida que en el tiempo que medió desde la comunicación de las notas a la entrada de los franceses.

Debióse sin duda contestar a ellas con las tergiversaciones y efugios usados en tales casos por la diplomacia: así podía alargarse la cuestión y ganar tiempo, elemento necesario para levantar y organizar la fuerza armada que sólo podía salvarnos. Pero la respuesta de nuestros ministros a la intimación insolente de los gabinetes extraños fue impolítica por lo pronta. El negocio, llevado por ellos al instante a la deliberación de la Cortes, no podía tener allí más que una resolución. Ventilóse en las dos célebres sesiones de 9 y 11 de enero, y sería superfluo añadir aquí nada sobre ellas, vista la manera tan enérgica como profunda con que nuestros diputados trataron y resolvieron los diversos problemas de justicia natural, de derecho de gentes y de derecho público que la cuestión contenía. Allí, milord, cesaron los partidos, los odios se apagaron, las pasiones enmudecieron. No hubo más que una opinión, un voto uniforme, universal, para sostener y salvar a toda costa la libertad y la independencia, tan indignamente ultrajadas. Cualquiera que antes fuese el concepto que tenían en el público las Cortes y el Ministerio, todo fue olvidado en aquel momento, y viéndolo elevados a la altura de los grandes intereses que tenían que defender, apenas hubo español de buena fe que no congeniase con sus sentimientos y sus deseos, y que no los acompañase en los ecos de honor y libertad con que hicieron resonar el santuario de la patria.

Más entes de declararse formalmente la guerra se hizo una tentativa para trastornar el sistema político sin el escándalo de la invasión. El aventurero Bessieres, por medio de una marcha tan atrevida como afortunada, evitando hábilmente el encuentro de los cuerpos constitucionales que podían estorbarle el paso, se vino con los facciosos que mandaba desde los Pirineos a Sigüenza, y pasando a Guadalajara se puso en el caso de amenazar a Madrid. La capital no podía contar para su defensa más que con la milicia local, algunos caballos y dos regimientos de infantería. Ofreciéronse los milicianos a servir a la patria en aquel peligro con un ardor digno de mejor fortuna. Pero el Gobierno, al formar de ellos y de la poca tropa de línea y algunos voluntarios una división con que salir al encuentro a los facciosos lo erró en lo más esencial, que fue en no darles un jefe hábil y de reputación que los supiese conducir y en quien ellos pudiesen tener seguridad y confianza. La ocasión era demasiado importante para aventurar el éxito, y por desgracia el espíritu de cofradía y de partido, obrando también entonces, nos procuró una mengua irreparable, que tuvo un influjo harto funesto en los sucesos posteriores.

Nombróse por jefe al general Odali, uno de los cabos del levantamiento de la isla, y adicto siempre y dócil a la voluntad de los que a la sazón dominaban. Esta fue la causa principal de la preferencia que se le dio para aquella empresa, sin embargo de que, desconfiado de sí mismo, según se dijo entonces, se rehusaba a tomarla a su cargo. Hombre de probidad y de valor sin duda alguna lo era; pero capacidad para mandar, o no tenía ninguna o en aquella ocasión le faltó del todo, puesto que sin plan, sin concierto, sin combinación alguna, llevó por barrizales intransitables su tropa mal instruida y peor ordenada, y encontrándose al caer la tarde con el enemigo cerca de Brihuega, empeñó desacordadamente una acción, a que el nombre de refriega no conviene y mucho menos el de batalla. Los cuerpos de línea se desbandaron al instante, casi todos los cañones cayeron en poder de los facciosos, y los milicianos, desamparados y despavoridos, fueron miserablemente apaleados y dispersos. De este modo Bessieres y su gente se coronaron de una gloria que no esperaban, y los laureles de julio se vieron ajados y marchitos para no reverdecer jamás.

Este descalabro fue tanto más vergonzoso, cuanto que los vencedores, a pesar de la ventaja conseguida, no pudieron, por la poca fuerza que tenían, intentar nada contra Madrid. Todo allí permaneció tranquilo: las puertas se fortificaron, casi todos los empleados y una gran parte del vecindario se armó y se previno para repeler el ataque y conservar el orden: de modo que si los que enviaron a Bessieres a probar fortuna contaban con algún partido que ayudase al intento, por la centésima vez se vieron frustrados en sus designios, y tuvieron necesidad de apelar a mayores impulsos para conseguir el trastorno que anhelaban. Abisbal, que sustituyó inmediatamente a Odali contuvo con las pocas fuerzas que quedaban el ímpetu de los facciosos y los persiguió en su retirada; y ellos, torciendo a la izquierda, salieron por las serranías de Cuenca al campo de sus antiguas correrías, más con el aire de bandidos perseguidos que con el de vencedores.

Más aun cuando realmente ganasen poco para sí mismos y no se lograsen las miras políticas de su expedición, la brecha que hicieron en la opinión de la fuerza constitucional fue muy grande, y el embajador de Francia que se despidió en aquellos días, pudo llevar a su corte la noticia como testigo ocular, y manifestar la facilidad con que cualquiera cuerpo de ejército bien dirigido podía penetrar en España y ocupar el centro del Estado. Otro efecto que produjo aquel acontecimiento fue el descrédito del Ministerio aun para sus parciales, tal y tan grande, que los mismos que le ocupaban pensaban ya dejar el puesto a otros que tuviesen más acierto o mejor fortuna. Esto hubiera sido un bien a saberse sacar partido de ello, y en ningún tiempo convenía mejor la formación de un ministerio que reuniese a la capacidad y a la firmeza un concepto general de todos los buenos españoles sin acepción de color ni de partidos. Más se perdió la ocasión, por no saber o no querer entenderse los que debían aprovecharla, y la continuación de aquel Gobierno en circunstancias tan críticas fue a mí ver una de las causas inmediatas y más eficaces de los desastres que después sobrevinieron.

Visto ya en fin que era indispensable la guerra, Luis XVIII la anunció a la Francia y a la Europa en su discurso a las cámaras del año 23. Cien mil franceses, conducidos por un nieto de san Luis, debían pasar los Pirineos, para dar la libertad al nieto de san Fernando. El rey de España, fuera del cautiverio en que le tenían puesto los facciosos, daría a su pueblo las instituciones que conviniesen a sus circunstancias y a las ideas de la época presente; la guerra se circunscribiría al menor espacio y al menor tiempo posible.

Tales fueron, si bien os acordáis, milord, las ideas sumarias de aquel discurso relativamente a nosotros. Era por cierto bien extraño que el rey de Francia tardase tanto en caer en la cuenta de la falta de libertad del rey de España, habiéndose de contar esta desde que juró la Constitución en el año 20. Tres años habían pasado, y eran por lo menos otros tantos o de consentimiento o de indiferencia y olvido. También se hacía notar que, según el tono con que allí se tocaba este punto y se ha tratado después, cualquiera diría que Fernando VII estaba cautivo en las mazmorras de Morería. El hecho es que lo que faltaba al rey de España era la libertad de trastornar el Estado: cosa que a ningún rey se le concede, por absoluto que se le suponga, mucha menos a un rey constitucional. De toda su libertad civil y de toda su prerrogativa estuvo disfrutando y aun, abusando a su antojo hasta el 7 de julio. Desde allí en adelante, y mucho más desde el 11 de junio del año 23, la sujeción fue mayor, pudiendo decirse de él en la última época lo que el historiador romano dice de Vitelio: Non jam imperator, sed tantum belli causa erat. Más aun después del 7 de julio, y aun después del suceso de Sevilla, exceptuando los tres días de suspensión, siguió recibiendo todos los respetos debidos a su dignidad, teniendo el ejercicio ostensible de su poder y despachando en la misma forma que siempre, tanto, que hasta en Cádiz negó la sanción a una ley de las Cortes porque no se ajustaba a sus principios, y nadie le fue a la mano. Si en los últimos meses constitucionales no salía de su palacio, no era porque nadie se lo impidiese, sino porque lo acomodaba así para representar el papel de violentado y preso. En los primeros dos años sus acciones particulares no encontraron estorbo en su dirección y movimiento, ni las públicas otros límites que los de las leyes: de modo que si hubiera querido de buena fe ser rey constitucional, ni a libre ni a aplaudido ni a ser esencialmente feliz lo hiciera ventaja ningún otro príncipe en Europa.

Pero él juró la Constitución a la fuerza: sea en buena hora así, aunque la expresión no es exacta. Mas también dio a la fuerza vuestro Juan Sin-Tierra la gran Carta, y no por eso se ha tenido nunca por nula; mas también a la fuerza de las cosas tuvo que ceder Luis XVIII al comenzar su reinado, y limitar, con carta que otorgó a los franceses, la autoridad absoluta con que había empezado el suyo su hermano Luis XVI, y no por eso se declararon por nulas las libertades que en virtud de aquella pragmática disfrutan los franceses. Es verdad que a Fernando VII le repugnaba la Constitución, como toda clase de gobierno liberal, cualquiera que sea; mas ni para aceptarla ni para jurarla medió violencia ni coacción personal ningún, de aquellas que dispensan honestamente de todo juramento y promesa. Pudo sin duda como rey, en la agitación que entonces tenían los ánimos y en la crisis peligrosa que amenazaba, elegir como menor mal para sí y para el Estado jurar la Constitución, con lo cual se sosegaban las pasiones y se tranquilizaba el reino. Y en tal caso se pregunta si este juramento era obligatorio. Los moralistas dicen que sí, los políticos que no; pero algo valía el sosiego del reino, su conservación, la exención de los peligros y dificultades que así conseguía, para que el acto en virtud del cual estos bienes le aseguraban fuese firme y valedero. Así, aunque a Fernando VII le faltase la voluntad, en lo cual yo convengo, no le faltó la libertad en la forma que se entiende comúnmente para esta clase de transacciones. ¿Adónde iríamos a parar si se hubiera de calificar así toda postergación del gusto particular a la conveniencia pública? ¿Si llamasen los príncipes coacción y violencia la inferioridad en que a las veces se encuentran, ya en fuerzas, ya en opinión, para resolver sus negocios? Adiós todos los tratados de paz que se han hecho en el mundo, todas las convenciones que las naciones han hecho recíprocamente entre sí, todos los arreglos que los príncipes han acordado con sus pueblos en tiempos de divisiones y de discordias. ¿En cuál de ellos alguna de las partes contratantes no ha recibido la ley o de la superioridad de las armas, o del influjo de la opinión, o de la seducción y el artificio?

Todos los desaires, milord, y todos los insultos, ya reales, ya supuestos, que el período revolucionario ha acumulado sobre Fernando VII, no degradan tanto la majestad de este rey como el papel abyecto y miserable que sus augustos aliados y sus insensatos parciales le han hecho representar en el teatro del mundo. Aquellos denuestos, en fin, provienen del delirio ajeno, y no pueden empecer a quien no los merezca; pero la otra mengua nace del sujeto mismo, y esta ni se dora ni se limpia. ¡Reinar y no tener voluntad suya jamás! ¡Reinar y aparecer siempre en tutela y en cautiverio! ¡Reinar y llamar a cada paso a la nulidad, a la timidez, para disfrazar la inconsecuencia, la falsedad y el perjurio! Reinar, en fin, y verse reducido en todos los vuelcos que dan las cosas en su país a decir a la Europa: Me han forzado, me han preso, me han engañado, me han pervertido! ¿Y una voluntad como ésta es la que el poder de los monarcas coligados venía a poner en franquía? ¡Ah milord! El alma que no tiene consejo propio, el corazón pusilánime que de todo tiembla y se aterra, no puede ser libre jamás.

Lo que menos se comprendo es qué significan los nombres de san Luis y san Fernando introducidos aquí con tanta imprudencia, por no decir sacrilegio. El menor inconveniente que tiene esta jerigonza mística es el de ser una charlatanería impertinente sin gracia ni valor alguno. Ni san Luis ni san Fernando tenían nada que ver en el asunto que se trataba. Sus nombres, con ser tan grandes, no podían cubrir la iniquidad de una agresión no provocada ni el asesinato de una nación. ¿Qué digo cubrir? Ellos lo hacían más patente. Nosotros sabemos bien lo que el conquistador de Sevilla diría al sucesor de su trono y de su nombre sobre los pasos por donde había llegado al estado en que se hallaba; y en cuanto a san Luis, estamos bien seguros de que aquel hombre justo, aquel preux chevalier, se avergonzaría de la doblez y mala fe, de los viles manejos y arterías con que el rey su nieto había preparado el camino a tan ominosa expedición. ¿Qué efecto pues producen en el asunto presente la mención de aquellos dos príncipes insignes? Manifestar más y más la distancia a que está de ellos su degenerada progenie.

La amenaza, convertida en amago, no dejaba al Gobierno español lugar alguno para la duda, ni momentos que perder. Faltábanle fuerzas regulares y medios efectivos para repeler de pronto la agresión, y no tenía otro arbitrio que hacer nacional la guerra y ver si empeñada la lucha, ella misma presentaba los medios de resistencia que de pronto no estaban en su mano. Quizá la Francia se cansaría de suministrar hombres y dinero para una empresa tan inicua y tan ominosa; quizá la opinión de la nación inglesa obligaría a sus ministros a tomar otro rumbo más generoso y más favorable a los intereses de la libertad; quizá, en fin saltarían algunas chispas de insurrección en Alemania que causasen alguna diversión favorable a nuestra causa. Todo esto lo había de hacer el tiempo, y para eso era preciso ganarle. El corto ejército que había, empleado casi todo en contener a los facciosos de las fronteras, no podía de modo alguno contrarestar a los cien mil hombres que entraban. Pero estos cien mil hombres no eran nada si la nación quería defenderse de ellos. Bajo este plan se tomaron las disposiciones convenientes al intento, y pospuesta toda idea de pasión y de partido, se nombró por generales a los que la opinión pública designaba como más a propósito en la ocasión. Los nombres de Mina, de Abisbal, de Ballesteros y de Morillo daban aliento a los más tímidos, y aseguraban a los más recelosos. Todos ellos tenían empeñadas las prendas más preciosas en la causa de la libertad; a todos por aquel camino les reía la ambición, la gloria y la fortuna; todos sabían eminentemente la clase de guerra que les aguardaba, y no era posible suponer que se dejasen intimidar y humillar por las tropas inexpertas y mal animadas del duque de Angulema los mismos que con tanto esfuerzo y destreza habían sabido resistir, fatigar y al fin vencer a las legiones aguerridas y triunfantes de Napoleón.

Pero aun cuando los preparativos y medidas adoptadas entonces se realizasen a medida del deseo, era preciso antes de todo poner en salvo las Cortes y el Gobierno, expuestos al mayor riesgo si la capital llegaba a ser amenazada. Decretóse pues su traslación a Sevilla, dejando al Ministerio el tiempo y modo de hacerlo, según conviniese a la seguridad del Estado. La cosa sin duda alguna era tan difícil como indispensable, porque además de los grandes obstáculos que una operación de esta importancia lleva siempre consigo, se aumentaban entonces hasta el infinito con la oposición de todos aquellos que o no querían conocer la extremidad a que estaba ya expuesto todo, o que conociéndola deseaban que la crisis se terminase cuanto antes con la sorpresa de Madrid y la disolución del Gobierno. Alegábase para ello lo largo del camino, lo costoso de la expedición, los peligros del viaje, el embarazo de una comparsa tan inmensa como la corte tenía que llevar; en fin, la poca necesidad que había de ello por el pronto, no habiendo apariencia de que los franceses penetrasen tan en breve hasta Madrid.

La dificultad mayor estaba en la voluntad del Rey, a quien menos que a nadie convenía aquella medida, y que padeciendo entonces de sus ataques de gota, tenía en ellos un pretexto aparente, si no cierto, para negarse a marchar, o por lo menos para entorpecerlo de modo que al fin se hiciese imposible. Ni dejó e1 de recurrir a este efugio cuando se vio estrechado a decidirse; pero el informe de los facultativos que le reconocieron de oficio, principalmente el del intrépido y candoroso Aréjula, no dejó duda en el caso, y se hizo público que el viaje, lejos de ser perjudicial a la salud del Monarca en el estado que su indisposición tenía entonces le sería al contrario conveniente y provechoso. El éxito confirmó plenamente esta declaración del arte, pues el Rey se fue mejorando notablemente en el camino, y llegó a Sevilla enteramente bueno; y por esta parte el asunto quedaba resuelto a favor de la opinión general y sin escándalo alguno.

No fue así con el otro arbitrio que la corte, como casi siempre, mal aconsejada, adoptó en la misma época para estorbar el proyecto y no dar lugar a la guerra. El Rey, que siete meses seguidos se había mantenido malo y pasivo a todo, sin mostrar en los negocios públicos otra voluntad que la de las Cortes y sus ministros, se acordó de repente de su prerrogativa constitucional, y nombró otro ministerio. Hubiéralo hecho cuando Bessieres estaba a las puertas de Madrid, y nadie lo hubiera extrañado, y quizá todos agradecido. Más la ocasión, el modo y principalmente la calidad de los sujetos nombrados, todo llamó entonces la atención. Es verdad que aquella vez no se le podía reconvenir de ir a poner su confianza en los enemigos de la libertad o en los indiferentes; la mayoría de ellos pertenecía al partido liberal exaltado, y tenían, no sé con qué verdad, la opinión de comuneros. Pero a pesar de este concepto y de la fisonomía que ellos presentaban, la intención con que se procedía a semejante novedad traspiraba demasiado para que no se conociese por todos. Mudar los ministros al tiempo de estarse dando las disposiciones generales para la defensa y haciéndose los preparativos de la marcha; traer junto a sí sujetos la mayor parte nuevos en los negocios de estado, y alguno absolutamente incapaz, era tanto como decir abiertamente voy a entorpecerlo todo. Aun cuando a los más de ellos les cogió su nombramiento de improviso, como se mostró por los efectos, a otros no se les consideraba en este caso, y se creía que eran llamados para un plan concertado de entrega y transacción con los enemigos. Hablábase de una diputación enviada por la comunería al Rey, ofreciéndole su asistencia contra la opresión en que le tenían el partido puro constitucional y la masonería; se susurraba de una conferencia tenida por él con Romero Alpuente; y como la guerra de pluma que se hacían las dos hermandades seguía con la rabia más insensata, se dejó conocer bien a las claras con la mudanza del Ministerio que los comuneros a toda costa querían apoderarse del mando y tener de su parte al Rey, y que el Rey a su vez tiraba con la fuerza de un partido a salir del apuro en que se hallaba, para después a su salvo burlarlos a los dos.

Semejante manejo en circunstancias tales conmovió justamente a indignación a todos los buenos españoles, y el bando masónico, aprovechándose hábilmente de esta disposición de ánimos, tomó sus medidas para inutilizar el nombramiento en el día mismo que se comunicó a las Cortes. No bien se tendió la noche, cuando por las calles más públicas y por las plazas del centro empezaron a verse grupos de gente que iban y venían de una parte a otra, gritando a voces: «¡Viva el Rey!» Pero más « ¡vivan los ministros!» ¡Qué se mantenga el Ministerio!» Engrosados muy pronto con algunos que se les agregaron y con los muchos que por curiosidad los seguían, se dirigieron en gran tropel a palacio repitiendo los mismos clamores. Como el partido opuesto no estaba preparado para esta especie de ataque, no pudo tomar medida alguna de resistencia o de contradicción. El Rey, por otra parte, que manteniéndose firme algún tanto podía haberles dado tiempo para volver sobre sí y volar a sostenerle, se portó con la misma pusilanimidad que siempre, y no escuchó consejo ninguno de entereza y de decoro, aunque no faltó quien fue a ponerse a su lado y se los diese convenientes a su dignidad y situación. Importábanle sin duda tan poco los ministros que acababa de nombrar como los que despedía, y lo esencial para él era salir cuanto antes de la zozobra y temor en que los tumultuados le ponían. El nombramiento se había hecho con la más insigne mala fe, y esta una vez conocida y contrariada de aquel modo, no le quedaba otro partido que el usual suyo en semejantes ocasiones. Cedió pues sin mucha repugnancia, y con acuerdo de los mismos ministros exonerados decretó la suspensión de los efectos del nombramiento hasta su llegada a Sevilla, y que entre tanto siguiese el mismo ministerio en calidad de interino. Con esto cesó el tumulto con tanta facilidad como había empezado, y a las once de la noche no había en las calles señal ninguna de la agitación que acababa de suceder. Así un escándalo tuvo que corregirse con otro escándalo igual, y todo anunciaba a los ojos de propios y de extraños la descomposición de un estado donde el Rey, el pueblo, el Gobierno y las Cortes, todos iban por su lado, sin plan, sin concierto, sin interés real alguno que fuese recíproco y común.

Contribuyó en gran manera a este funesto resultado una nueva opinión y un partido nuevo que se vio aparecer entre nosotros desde la comunicación de las notas. Luego que se resfrió aquel primer calor producido por la indignidad del intento y por los nobles efectos excitados con tanta energía en las dos célebres sesiones, los pareceres no se mantuvieron tan unánimes ni la exaltación tan igual. La idea de que contemporizando algún tanto y alterando los artículos más ofensivos de la Constitución se conjuraría la nube y se conservaría alguna parte de la libertad empezó a estar muy válida y a correr de boca en boca como el recurso más racional y prudente que en aquella crisis nos quedaba. Esto dio lugar al partido que se llamó de los modificadores, medio entre el constitucional y el servil, y entonces sobremanera pernicioso, porque enflaqueciéndose con esta inoportuna división el partido constitucional, ya no muy fuerte, se aumentaba en otro tanto el poder de sus enemigos. Eran de este nuevo bando casi todos los altos empleados, los grandes, los generales de mayor nota, los descontentos y agraviados del gobierno existente, los que por algún título o conexión pertenecían al partido afrancesado, todos aquellos en fin que tenían miedo de comprometer en la lucha que se preparaba su crédito, su fortuna o su sosiego. Seducidos por las artificiosas razones de vuestro embajador Acourt y del coronel Sommerset, venido a la sazón a Madrid con este objeto, nada era a su parecer más fácil que establecer de pronto una cámara alta, aumentar la prerrogativa real, y reformar las bases de la Constitución. Con esto, según ellos, se ponía silencio a nuestros detractores, y se quitaba todo pretexto de encono y de ataque a los extranjeros. Partiendo de aquí, y de lo imposible que les parecía la resistencia por nuestra parte, trataban de insensatos, cuando no de perversos, a cuantos desdeñando estos caminos de transacción consideraban la guerra como inevitable y necesaria. Sus continuas ponderaciones sobre la fuerza de los enemigos y la poquedad de las nuestras enfriaban a los tibios, desalentaban a los animosos y justificaban a los indiferentes. Las Cortes y los ministros eran objeto continuo de su crítica y de su rechifla, y no contentos con el descrédito que esto producía en las medidas del Gobierno, confundieron vergonzosamente los respetos de la causa pública con el disfavor de la autoridad, y se negaron a seguir el pendón de la libertad y de la patria, en odio de las manos que le enarbolaban.

Y ¿quién, milord, a ser decoroso y posible, no hubiera comprado con el sacrificio de algunos artículos constitucionales la tranquilidad y la paz? Quién, con tal que se asegurasen de un modo firme y constante los elementos esenciales de la libertad civil, no hubiera prescindido de tal o cual forma exterior? Más en el extremo a que ya estaban reducidas las cosas, la modificación de la ley fundamental ofrecía riesgos inmensos y dificultades invencibles. Oyérase a los que estaban en contra, y se viera la razón victoriosa que los asistía. ¡Qué ocasión, decían, para tratar de corregir el sistema político de un estado, aquella en que la Europa lo amenaza, el enemigo está a las puertas, la guerra civil en la frontera, los partidos expuestos a estallar en el interior! Demos en buena hora que convenga hacerlo; mas ¿en qué forma se hará? Sin poderes legítimos y expresos para ello, cuanto se haga será tenido por nulo y no será reconocido de nadie. Si los poderes se piden, el tiempo se pasa, los enemigos instan, el Gobierno está sin acción, y la ocasión se pierde. Mas concedamos también que nos da tiempo bastante, que los poderes vienen, y que se aplica la mano a la reforma, ¿quién nos asegura que esto mismo no sea un nuevo motivo de discordia y desunión añadido a los muchos que ya nos dividen? Quién nos asegura además, aun cuando nos convengamos nosotros en lo que ha de reformarse, que esto baste a sacarnos de la extremidad en que nos hallamos? ¿Qué prendas nos tienen dadas ni nuestros enemigos ni nuestros falsos amigos, de que se contentarán con las modificaciones que hagan por sí mismos los españoles? En ninguna de sus comunicaciones de oficio está fijado el punto de sus quejas de una manera precisa, ni se nos ofrece la menor garantía para la parte de libertad que nos quede, sacrificado que sea el resto a sus respetos y a sus recelos. Y ¿podríamos nosotros, encargados de custodiar una ley fundamental, aventuramos a entrar en su reforma con tan grave peligro y tan poca seguridad? ¿Qué responderemos a la nación cuando, de resultas de esta operación imprudente, se vea de pronto sin defensa, sin gobierno, sin libertad y sin independencia?

No nos engañemos, añadían: los que nos han dejado gemir seis años seguidos bajo el despotismo monárquico y sacerdotal, sin moverse a mediar ni intervenir para mitigar nuestros males, no nos quieren ver libres ni mucho ni poco. Los que sin provocación, sin injuria, sin el menor agravio de nuestra parte, después de reconocido por tres años nuestro actual sistema político, se levantan de repente contra él, han decretado irrevocablemente su ruina en los consejos de su iniquidad. Ni penséis que este ataque se hace a nuestra constitución porque es defectuosa; lo que les ofende verdaderamente son sus aciertos, y no sus defectos: la atacan porque es constitución, y esto les basta a los que no pueden sufrir ninguna; la atacan, y cualquiera que ella fuese tendría el mismo destino y la misma odiosidad. Mientras el Rey esté con nosotros, a todo dirá que sí; cuando esté con ellos, a todo dirá que no: ¿Quién de los santos aliados pensáis que se comprometa a doblarle entonces la voluntad para que acceda de buena fe a lo que hayamos hecho ahora? Acaso fiais en el gobierno inglés, cuyo embajador y agentes son tan pródigos de consejos y tan avaros de seguridades. ¡Simples, que no veis el golpe que se prepara en las ilusiones con que os fascinan! ¿Qué les importa vuestra libertad a esos maquiavelistas orgullosos? Lo que les importa, sí, es asegurar la independencia de nuestras colonias con estas agitaciones y oscilaciones continuas de la metrópoli. Ese es el objeto exclusivo de su anhelo y de sus deseos. En cuanto a vosotros, claro está el camino: mostraros un alevoso interés con consejos importunos o imposibles de seguirse, adormecer vuestra actividad, entorpecer vuestros preparativos, haceros perder el tiempo en vanas tentativas de reforma, y después de enredaros por vuestras manos mismas en un laberinto, de donde no salgáis sino confundidos y esclavizados, jactarse ante su parlamento de que han acabado con la anarquía de España y cortado la guerra en Europa.

Fuerza nos es, concluían, someternos a la ley imperiosa de la necesidad: ella nos manda negarnos a todo paso que no se ajuste con la honra; ella nos manda resistir con valor a esta agresión inicua y escandalosa. Resistamos pues, y no pongamos la consideración ni en lo arduo de la empresa ni en la desigualdad de nuestras fuerzas; cerremos sobre todo los ojos a los males y miserias que van a llover sobre todos los adictos a la libertad; porque no sois solos vosotros, hombres pusilánimes y egoístas, los que vais a aventurar y a padecer en esta áspera contienda. ¿Nosotros, por ventura, empezada la guerra, y aun después de acabada, vamos a dormir sobre rosas? No sin duda alguna, y harto bien sabemos la desgraciada suerte que nos espera en el caso de sucumbir. Pero nuestro deber es corresponder lealmente a la confianza que de nosotros ha hecho un pueblo libre. Si él está resuelto a mantenerse tal, tiempo es ahora de que lo manifieste con la energía y denuedo que corresponden a su dignidad y poder. Si no, ríndase en buen hora; que nosotros en haberle dado consejos dignos del nombre español, y perdiéndonos cuando se pierda el estandarte de la independencia, habremos llenado nuestras obligaciones, y ni la patria ni el mundo tendrán jamás que reconvenirnos.

¿Cuál de las opiniones era la más sana, milord? No hay para qué expresarlo, cuando los sucesos posteriores y nuestra deplorable situación presente están diciendo a voces que toda confianza en la generosidad y buena fe extranjera era una ilusión vana, una simplicidad sin disculpa y sin perdón.


Carta novena

24 de marzo de 1824



A pesar, milord, de los siniestros presentimientos que este estado de cosas infundía, el espectáculo que presentó la traslación del gobierno no pareció tan infausto. Esta operación, tan importante como difícil y complicada, se efectuó no sólo con decencia y desahogo, sino hasta con una especie de majestad. El Rey salió de la capital a vista de un gentío inmenso, que sin dolor, sin ira, sin aplauso y sin insulto, le vio marchar adonde la necesidad de las cosas le llamaba. Las Cortes le siguieron. Y así el Monarca como ellas recibieron en todos los pueblos del tránsito aquellos obsequios y demostraciones de adhesión, de respeto y aun de regocijo que la ocasión requería. Ni la turbulencia de la facción, ni el mal espíritu de algunos parajes, ni el descuido ni la casualidad, dieron lugar en aquel largo viaje a confusión, a desgracia alguna, al más mínimo disgusto. Todo se hizo bien, porque todos los que intervinieron en ello fuertemente lo querían. ¡Ojalá hubiera sido así en todo lo demás! Pero al fin este primer paso estaba felizmente conseguido, y antes de que los enemigos tocasen en las orillas del Bidasoa, ya los penates de la libertad estaban fuera de sus alcances en las del Guadalquivir. Nuevo triunfo ganado por la buena causa sobre la flojedad, la malevolencia y la intriga. Es verdad que fue el último; pero no por eso deja de ser una prueba añadida a tantas otras, de que el espíritu de servidumbre, reducido a sus propias fuerzas, no debía ni podía prevalecer en España.

Apenas llegaron a Sevilla nuestras autoridades políticas, cuando los franceses verificaron su entrada en el territorio español. Estas fueron las dos operaciones ostensibles con que se dio principio a la guerra; pero a considerar las cosas como ellas realmente han sido, de la una porte al menos el rompimiento se había hecho mucho antes. El cordón sanitario pretextado al principio con las epidemias, y después extendido hasta donde no había peligro de contagio, y reforzado más cada día; los auxilios suministrados a nuestros facciosos en armas, vestuario y dinero, con los cuales se reponían al instante de sus derrotas continuas, la guerra civil introducida a fuerza de dinero en Cataluña, y las sumas inmensas que se empleaban en excitarla en el interior, no eran, milord, otra cosa que una serie no interrumpida de agravios y hostilidades, tanto más fatales cuanto más ocultas, tanto más viles cuanto más aleves.

Diose fuego a estos medios con una maravillosa actividad poco antes de la invasión. Las partidas de facciosos, antes contenidas al derredor de la frontera, ya en aquel tiempo se multiplicaban con exceso, y en todas partes brotaban. Muchas de ellas luego que el ejército francés penetró en España fueron a incorporarse con él y a tomar parte en sus operaciones: de modo que los primeros que se agregaron a aquellos restauradores de la tiranía fueron estos bandidos, que en su traza, en su hablar, en sus modales, mostraban desde luego haber sido sacados de la gente más ínfima y baladí de la sociedad. Digno era por cierto de semejante expedición aquel tropel auxiliar compuesto de presidarios, de presos y de malhechores: ellos formaban la vanguardia y las alas del ejército restaurador; ellos te servían de exploradores, de guías y de aposentadores; ellos entraban en los pueblos, se ponían al frente de la reacción política que había de hacerse en ellos, imponían contribuciones y multas a su antojo, encarcelaban, ahuyentaban, saqueaban, y excepto matar, hacían cuantas vejaciones podían sugerirles su condición propia o el resentimiento ajeno.

Uno de vuestros ministros, no atreviéndose a defender ni el objeto ni la justicia de la expedición del duque de Angulema, recomendó por lo menos, como en compensación, el porte moderado y humano del ejército francés y de su general. Faltaba sin duda a la extrañeza de todo lo ocurrido con los españoles en esta época singular la circunstancia curiosa de ver a los ministros ingleses aduladores de un príncipe francés delante del Parlamento. Y ¿qué era lo que podía hacer el Duque ni su ejército en una marcha sin oposición y en pueblos abiertos y sin defensa? ¿Los había de haber llevado a sangre y fuego a la manera de Tamerlan? Pero esto ni Tamerlan lo hacía con las ciudades que de su grado se le entregaban, ni es probable que en la situación que estaban los franceses les fuese útil tampoco. ¡Objeto por cierto bien digno de alabanza que el duque de Angulema no fuese un Atila porque no le convenía serlo! Y esto aún dado por cierto todo el fundamento del aplauso; porque la muchedumbre de familias atropelladas, despojadas y desoladas por nuestros inmundos bandoleros, no le concederían fácilmente la generosidad de los extranjeros que los apoyaban, y sus lágrimas, que no están secas aún, responderían harto bien a la impertinencia de vuestro estadista.

A caber duda alguna en las instancias y plan de los franceses, se disipara del todo con la regencia que formaron en Madrid al instante que le ocuparon. Ya en el hecho mismo de crear sin necesidad una autoridad de esta clase manifestaban el designio de dar un centro a la guerra civil y organizarla de una manera sólida y permanente. Pero componerla además de sujetos señalados por conspiradores aleves o fanáticos contra todo sistema liberal, fue una señal clara y funesta de que, en vez de tomar un temperamento prudente entre los dos partidos que dividían la nación, no se trataba de otra cosa que de sobreponer el uno al otro, de crear intereses nuevos cruzados con los antiguos, y entregarnos a todo el encono y confusión de las pasiones. Los actos extravagantes y furiosos con que aquella autoridad manifestó su existencia correspondieron al objeto de su creación, y justificaron plenamente los recelos y desconfianzas de los constitucionales antes que se empezase la guerra y en todo el curso de las tristes negociaciones que la terminaron.

Pasemos por alto la borrachera frenética en que por largos días estuvo sumergida la canalla de Madrid, excitada a todos los excesos por las autoridades españolas y consentida por los franceses, que sólo en uno o en otro caso particular trataron de contenerla y apenas lo pudieron conseguir. Todo esto, común donde quiera en semejantes revueltas, y resultado natural y forzoso del carácter que habían dado a la reacción los mismos invasores, se concibe con facilidad y se describe con sentimiento. Mas no es tan fácil de concebir, y mucho menos de disculpar, el paso poco honroso dado por diferentes individuos de otra clase que no debía estar agitada por el mismo frenesí y tenía que guardar otros respetos. Hablo, milord, de aquella indefinible representación hecha por un crecido número de nuestros grandes al duque de Angulema, en que le daban el parabién de su venida, le tributaban gracias por haberlos libertado de la tiranía popular, se disculpaban de no estar al lado del Rey y ofrecían sus haciendas y vidas para libertarle. Da pena ciertamente ver unas cuantas firmas que no debían figurar allí; y que arrancadas sin duda por la violencia de la situación y de las circunstancias, no hay para qué insistir ahora sobre ellas. Pero a los promovedores principales de semejante escrito podía muy bien preguntar el Duque en qué consistía haber aguardado a dar esta demostración de lealtad al tiempo en que había cien mil bayonetas extranjeras dentro de España, a que su cuartel general estuviese en Madrid, y cuando el gobierno constitucional empezaba a agonizar en la Andalucía. Prestarse a tal cual intriguilla miserable sin peligro y sin honor, como alguno lo había hecho, no era bastante en caso tan arduo y tan solemne. ¡Quién de ellos había levantado al descubierto la frente en defensa de su rey! ¡Quién se había expuesto a las fatigas y a los combates o a la prueba de la persecución! ¡Quién cuando menos había dejado el país para no autorizar con su presencia y sufrimiento los crímenes de la facción y del poder popular que ahora llamaban tiranía! Y ejemplos tenían que imitar y abiertos los caminos por dónde ir, y sin embargo ninguno lo había hecho.

Entre tanto el gobierno constitucional, llegado a Sevilla y establecido allí, se dio a esperar los resultados que tendrían las disposiciones tomadas antes del viaje. Lo peor era que no podía hacer otra cosa que esperar. Faltábale un ministerio, porque el que allá llegó no podía ni quería continuar; faltábale un general que reuniese en sí la actividad, el talento, la intrepidez y el don de gentes necesario para poner en movimiento los grandes recursos que podía dar de sí la Andalucía; faltábanle sobre todo los medios de sostener la guerra en la absoluta falta de caudales en que a la sazón se hallaba. De estos tres vacíos el uno podía absolutamente llenarse, como de hecho se llenó con el nombramiento de Calatrava y de sus compañeros; el segundo tampoco era muy difícil, y cualquiera general hubiera sido mejor que el que había; mas ¿cómo ni dónde encontrar medios pecuniarios, sin los cuales no se podía dar un paso? Crearlos era imposible, pedirlos inútil, arrancarlos peligroso. Todo esto se hace o con el crédito o con la fuerza, y uno y otro faltan a los gobiernos cuando son nuevos y se les ve de vencida.

En este estado incierto y precario vinieron las nuevas de la deserción de Abisbal, del desconcierto y trastorno que esto había causado en la división que él mandaba, y de la entrada de los enemigos en la capital. Con esto último ya se contaba, pero la otra novedad pedía urgentísimamente remedio, y avisaba al mismo tiempo al Gobierno de su crítica posición. La división venía retirándose por Extremadura y deshaciéndose en el camino por la desconfianza, la desunión y el desaliento. Debió el Gobierno darla por jefe un militar intrépido, de concepto y de experiencia, que le inspirase aliento y confianza. Pero el general López Baños, que fue quien allá se envió, no acertó, por su falta o por la ajena, a dar esta confianza a sus tropas. No es mi propósito, milord, hablaros de los movimientos y operaciones de esta guerra, si tal puede llamarse, sino en cuanto influyeron al trastorno del orden político. Por eso no me detendré en describiros la marcha de aquella división, levantada en Madrid a tanta costa y con tantas esperanzas. Baste decir que por falta de un jefe hábil o afortunado que la supiese conducir y adestrar, sin haber tenido una acción, sin haber casi disparado un tiro, retirándose siempre, o más bien huyendo del enemigo, vinieron sus miserables restos a acabar de desmoronarse en Cádiz con mucha afrenta para ella y sin utilidad ninguna para el Estado.

Los franceses, que con esta prueba vieron el desconcierto y poca resolución de los españoles, seguros ya de la connivencia de los pueblos a sus intentos, o por lo menos de su estado pacífico y pasivo, se precipitaron sobre la Andalucía para acabar la guerra de un golpe, sorprendiendo o disolviendo el Gobierno. Cayeron entonces los constitucionales en la cuenta del doble error cometido en no haberse venido de una vez a Cádiz desde Madrid, o en no haberlo hecho luego que se supo la felonía de Abisbal. Los enemigos volaban, el camino estaba llano y sin defensa, y una conspiración tramada en Sevilla para levantar la cabeza luego que ellos se acercasen, y trastornar el gobierno constitucional, arrestando sus autoridades y proclamando al Rey absoluto. En tal estado sólo podía ganarse el tiempo perdido con una resolución pronta y vigorosa: las mismas razones que mediaron para la traslación de Madrid a Sevilla, mediaban, y con mayor fuerza, para la de Sevilla a Cádiz, y era preciso decretarlo o resolverse a perecer.

Las Cortes pues la acordaron. Comunicase al Rey con las formalidades de costumbre, y él se niega resueltamente a marchar. Nueva invitación, nueva repulsa «Mi conciencia, dijo desabridamente a los diputados, no me consiente acceder a una cosa tan perjudicial a mis pueblos»; y esto dicho, volvió las espaldas, sin saludarlos siquiera con la urbanidad que solía. Esta respuesta, y más el tono con que la dio, hicieron ver a las Cortes el peligro en que la libertad y ellas estaban. Mas sin desconcertarse ni desmayar por semejante contratiempo, viendo la necesidad de no perder momento ninguno y de ganar por la mano a sus contrarios, tomaron de pronto su partido y saltaron denodadamente por el valladar que se les oponía. Entonces fue cuando se dio la resolución famosa de suspender momentáneamente al Rey de sus funciones, ya que con aquella negativa se mostraba por entonces inhábil a ejercerlas. Nombróse una regencia de tres, encargada especialmente de tomar las disposiciones perentorias para trasladar al instante al Rey y su familia a la isla de León, y en la cual estuviese depositado el poder ejecutivo durante el viaje, y las Cortes se declararon en sesión permanente hasta que el Rey estuviese puesto en camino. Los regentes nombrados aceptaron con magnanimidad y respeto la peligrosa y delicada comisión que se les daba, y correspondieron dignamente a la confianza de los representantes de la nación. La conspiración se atajó con la prisión de sus cabos principales; Sevilla se mantuvo quieta, y a las dos de la tarde del día siguiente la Regencia salía de la ciudad con el Rey, que se prestó a todo lo que se le insinuó sin resistencia ninguna y aun sin visible desagrado. Las Cortes inmediatamente le siguieron, tomando la mayor parte de los diputados su rumbo por el río, de modo que a los tres días de haberse decretado la traslación, el Monarca y las Cortes se hallaban en Cádiz, burlados segunda vez los perversos intentos de los enemigos de la libertad, como antes habían sido burlados en Madrid.

Yo bien sé, milord, cuánto se ha disfamado en España y en Europa este paso de las Cortes, con qué negros colores se le pinta, con qué implacable rencor se le condena. Quién le desprecia como un escándalo inútil y superfluo, quién lo califica de temeridad insensata, quién lo detesta, en fin, como un sacrilegio abominable; pero sería bien que estos malévolos detractores nos dijesen qué habían de hacer las Cortes en la extremidad en que se veían. ¿Se arrodillarían a los pies del Rey implorando su clemencia, y abandonando en sus manos el depósito de la libertad o independencia española que habían recibido de la confianza nacional? ¿O se dejarían arrastrar por el populacho sevillano, procesar y ajusticiar después por los satélites de la tiranía? Y si esto no era compatible ni con sus principios ni con sus deberes, y mucho menos con los derechos de su defensa propia, mírese la cuestión por el otro extremo, pregúntese qué es lo que habían de hacer con el Rey que no fuese lo que hicieron. ¿Habían de declarar a la faz del mundo que quería entregarse a sí y al Estado en poder del enemigo? ¿Le acusarían de perjuro? ¿Le destronarían como traidor? O le dejarían hacer pedazos por el inmenso concurso de gentes que viéndose así vendidas a la venganza y al cuchillo de sus contrarios, ya inundaban armadas las avenidas del alcázar, y descompuestas en ademanes y en gritos, podían en su rabia abandonarse al último atentado?

Yo diré pues a los grandes políticos que por considerarlo ya todo perdido tratan de superflua esta medida, que su supuesto es falso, que nada había perdido sino el general Abisbal, que las Cortes no debían ser las primeras a imitar su ejemplo, ni rendir el pendón de la libertad cuando en tantas partes estaba todavía en pie, y por consiguiente, que lejos de ser superfluo aquel paso, era absolutamente necesario, pues que la libertad ni el Estado no podían conservarse sin él. Yo diré a los que le tachan de temerario, que no midan la grandeza del corazón ajeno por la estrechez y poquedad del suyo, y que cuando el objeto es noble y grande, la utilidad clara y evidente, y la obligación y el honor están por medio, el arrojo de los peligros y el sacrificio no se llama temeridad insensata, sino resolución y bizarría. Yo diré en fin a los mentecatos, o más bien a los hipócritas que le acusan de criminal y de sacrílego, que nunca se reputó así el acto de quitar la espada y contener el brazo de un furioso que nos viene a atravesar, sea hombre privado, sea rey sea emperador o pontífice; que la determinación que así culpan, lejos de llevar consigo la menor mira de interés personal, de ambición, de usurpación, de traición o villanía, no tenía ni podía tener otro objeto que la seguridad y salvación del orden político y de la independencia nacional, amenazados de muerte; que pongan por último los ojos en el carácter modesto y prendas estimables de muchos de los diputados que le votaron, y sobre todo que contemplen quiénes eran los tres hombres que se encargaron de cumplirle, y llámenlo después crimen, sacrilegio o como quieran, si es que se atreven16.

Más ¿para qué me canso? Las lenguas y las plumas vendidas al orgullo y soberbia de los reyes no son las que pueden ni deben calificar aquella sesión, o más bien convulsión de treinta horas, que produjo un resultado tan imprevisto y tan atrevido. Tampoco los tribunales encargados ahora de hacer servirla justicia al rencor y a la venganza, y menos los egoístas que en esta suspensión y en su descrédito han hallado la ocasión y el pretexto de faltar a los deberes que tenían contraídos con su patria y dorar su deserción. Solo a la posteridad toca juzgar a las cortes españolas, porque ella sola es quien puede hacerlo con equidad y justicia. Mas o yo me engaño, milord, o para que se cuente desde ahora entre los esfuerzos más heroicos del patriotismo sólo ha faltado a aquella resolución verdaderamente singular que el congreso donde se tomó tuviese más opinión, y sobre todo ser seguida de mejor fortuna.

No bien había el Gobierno pasado el puente de Suazo, cuando la Regencia cesó en su autoridad, y el Rey fue restablecido en la suya. A consultar con el decoro que debía a su dignidad y con el que se debía a sí mismo, se negara sin duda a tomar el mando que se lo volvía. Muchos temieron que lo hiciese así, y que con esto solo pusiese a los constitucionales en un laberinto de dificultades y embarazos que no les fuesen posible salir de ellos. Más no lo conocían bien los que esto recelaron: Fernando VII, con el carácter que ha recibido del cielo, no era posible que reparase en esta especie de miramientos; las resultas de la nueva repulsa podían ser desagradables, y por otra parte, de aquel modo, a todo torcerse el dado, siempre se quedaba rey constitucional cuando no pudiera ser absoluto. El miedo pues y la política pudieron más que el orgullo: él volvió a encargarse del gobierno del mismo modo que se había dejado suspender en él, sin repugnancia y sin protesta; y este punto importante arreglado en esta forma, las cosas al parecer volvieron a estar en la situación que tenían antes.

Digo al parecer, milord, porque si bien los dos resortes principales del Estado, las Cortes y el Gobierno, se hallaban en Cádiz a salvo de cualquier correría y sorpresa, el aspecto, sin embargo, que allí presentaba era muy diferente del que tuvo dos meses antes al llegar a Andalucía. Entonces fue una marcha, ahora una fuga; antes venía entero, seguido de todas las grandes oficinas e instituciones; ahora llegaba disperso, desunido y puede decirse que desgarrado. Como el Gobierno no pudo, por la premura, tomar las medidas convenientes y obligar con órdenes perentorias y precisas, cada uno fue dejado a su discreción propia; y muchos, creyendo ya que los vínculos sociales estaban disueltos, tomaron el rumbo que les pareció mejor para su seguridad o su fortuna. Gran parte de los altos empleados se quedaron en Sevilla o se retiraron a diferentes puntos para guarecerse en la tormenta, y por este camino puede decirse que el gobierno constitucional se encontró sin consejo de Estado, sin tribunal supremo de Justicia, sin muchos oficiales de las secretarías del Despacho, sin audiencia territorial, y lo que es más extraño, sin algunos diputados a Cortes. Yo no trato ahora de acriminar su falta, y mucho menos de justificarla17; pero cualquiera que sea el nombre que merezca, ella se dejaba conocer, y quitaba dignidad y majestad al Gobierno tan tristemente abandonado.

También permaneció en Sevilla vuestro embajador Acourt, dando por pretexto que sus credenciales eran para el Rey, y no para una regencia. Ni mudó de propósito cuando fue invitado por nuestro ministerio a venir a Cádiz cerca del Rey luego que fue repuesto en su autoridad. Situóse en Gibraltar, desde donde estuvo como a ver venir, manteniendo una correspondencia con nuestro Gobierno, que hará tal vez honor a su talento, pero que no le hace de modo alguno a su buena fe ni a la del gabinete que le empleaba. Sir William Acourt no pudo obrar entonces según instrucciones precisas, pues el caso era imprevisto y repentino; pero obraría sin duda según el espíritu de las instrucciones generales que tuviese; y el embajador británico, que había acompañado desde Madrid a Sevilla al gobierno constitucional, y que sin motivo y sin razón alguna18 se niega a seguirle a Cádiz, daba a entender bien claro cuál era el partido a que estaban inclinados mucho tiempo había los ministros ingleses, y con cuánto gusto se abrazaba la primera ocasión que se ofrecía de dejar solos a los españoles.

Todos estos males eran consecuencia inmediata de la convulsión de Sevilla, pero no carecían absolutamente de remedio. Cádiz, por su posición y por la reputación adquirida en la otra guerra, exigía para ser embestido con ventaja muchos y diversos medios de ataque, que no podían ser reunidos sino a fuerza de tiempo y de dinero. Entre tanto el partido constitucional dentro de España podía combinarse y concertarse para sus operaciones; los generales tener ya hechos, cuando menos en parte, sus armamentos y llamar la atención de los franceses, fatigándolos con marchas y movimientos, ya que no pudiesen atacarlos; los pueblos volver en sí y conocer que el interés de su independencia estaba íntimamente unido al de la libertad; los amigos que nuestra causa tenía en los países extraños, acudir con remedios prontos y eficaces; en fin, a poco que ayudase la fortuna, un descalabro, una desgracia en alguna de las divisiones enemigas bastar para trastornar su plan, quitarles la superioridad que por el pronto tenían, y dar otro aspecto a la guerra. Todo estaba en el curso de las probabilidades; y el tiempo, condición tan precisa para irlas verificando, estaba ganado por nuestra parte con sólo el hecho de haberse colocado las Cortes y el Gobierno en un punto como Cádiz.

Mas para que esta perspectiva favorable pudiese realizarse era necesaria, además del tiempo, una voluntad firme y fuerte de parte de los hombres, y esta no la hubo, milord. Lo más extraño es que donde primero y principalmente faltó fue en los personajes que puestos al frente de las armas nacionales, debían servir de ejemplo a los demás en la carrera de la constancia y de la intrepidez. Yo no quisiera hablar de hombres en particular; pero ¿cómo es posible prescindir de los tres generales cuya deserción inconcebible allanó a los franceses el camino para el triunfo, y en tanto grado, que ellos mismos se indignan de haberle alcanzado con tan poca gloria?

De esta mala disposición de los caudillos del ejército se hablaba ya en Sevilla, a poco de haber llegado el Gobierno. El susurro había salido del partido antiliberal, que no podía contener su gozo con semejante adquisición. Mas el partido contrario no lo creía, atribuyéndolo o a la siniestra intención de chismosear y dividir los ánimos, o a necedad de gentes que piensan hacer prueba de celo dando abrigo y cuerpo a esta clase de sospechas. ¿Quién lo había de creer? Cuantos respetos hay en el honor, cuantos vínculos tiene la fe pública, cuantos estímulos animan la ambición, tantos mediaban de parte de la confianza que en estos hombres se tenía. Todos tres, sin embargo, faltaron y transigieron con los enemigos de su país y con los de la libertad. Abisbal. primero en Madrid al acercarse los franceses; después Morillo en Galicia cuando el nombramiento de la Regencia, pretextando que con él estaba destruida la constitución; Ballesteros, en fin, cerca de Granada, sin más motivo, al parecer, que ser desigual en fuerzas al general enemigo que tenía delante de sí.

Es verdad que la empresa que se les confió era bien ardua; pero ya se habían encargado de ella, y era preciso llevarla adelante a toda costa y peligro, o mostrarse poco dignos del lugar que ocupaban en el orden político y militar, y mucho menos del que gozaban en la opinión. Si después, ya puestos en la prueba, se conocieron desiguales para la carga que tenían sobre si, podían eximirse de ella en buena hora, y dejarla para otros hombres más denodados. Pero ¿quién los obligaba a desertar, y sobre todo, quién los había autorizado a transigir?

¡Miserable transacción por cierto, que no procuraba la menor ventaja pública a su patria, y que a ellos mismos les ha aprovechado tan poco. Creyeron probablemente que así conservarían sus puestos y sus honores, y se mantendrían a la misma altura en uno y otro sistema. Ya el resultado de la experiencia les habrá amargamente demostrado cuan imposible esto era, cuando repelidos por el absolutismo triunfante en su país, han tenido que abandonarle e ir a recoger en una tierra extraña los disgustos y desaires propios de su falsa y desabrida posición.

Es repugnante por cierto atribuir este torpe cálculo de egoísmo al general Ballesteros, que aunque no muy franco y abierto, ha conseguido generalmente el concepto de un aragonés firme y leal; y repugna más todavía suponerle en el general Morillo, que lleva escrita en su semblante la intrépida audacia de un soldado de fortuna, y no ha perdido en la elevación la llaneza de sus hábitos primeros ni el candor que va unido casi siempre con la honradez. Como quiera que sea, estos hombres, en quienes el Estado había puesto, y con razón, tan grandes esperanzas, revestidos de una confianza y de un poder tan sin límites, que manteniéndose consecuentes a las obligaciones que habían contraído podían conservar su honor siendo vencidos, y vencedores ponerse a la cima del poder, por no haber sabido elevarse a la altura de sus deberes ni tender la mano a las palmas con que les convidaba la fortuna, han dejado caer a su patria en el abismo de desgracias en que ella y ellos están sumergidos ahora19.

Llegados a la isla gaditana los constitucionales, se dieron a poner en actividad y movimiento todas las medias de defensa y resistencia que ofrecía la plaza en sí misma, y que pudieron reunirse por el pronto de otras partes. Se organizó y arregló en una división regular toda la tropa que se fue retirando a aquel punto, se trabajó con indecible actividad en las líneas de fortificación, y se armó y se equipó a toda priesa una escuadrilla de fuerzas sutiles para la defensa por mar. Seguían entre tanto las Cortes sus sesiones con el mismo espíritu que si estuviesen en paz, y a veces dejándose dominar, a pesar de la extremidad de su peligro, de las pasiones mismas y de los mismos extravíos que al principio. Nada ocurrió en el resto de aquella legislatura que merezca llamar la atención, pero sí es muy notable que el Rey, luego que se acercó el período en que debían terminar, manifestase el deseo y la voluntad de irlas a cerrar personalmente. Causó alguna inquietud, y justamente, esta novedad imprevista. Había tantos meses que se mantenía encerrado en su palacio, sin salir de él sino rarísima vez; se había dispensado ya tantas de asistir a aquella ceremonia; y en fin, estaba representando el papel de violentado y preso con tan grande esmero, que al verle de repente tratar de dar aquel obsequio al sistema constitucional y aquella muestra de consideración a las Cortes, nadie lo tuvo a buen agüero, y se temía que quisiese comprometer la cosa pública con alguna proposición o protesta, a la manera con que lo hizo en la legislatura del año 21. Quisieron los ministros quitarle aquella idea del pensamiento, bajo el pretexto de no haber disposición en el local de las Cortes para la magnificencia que requería la solemnidad asistiendo él a ella. No lo pudieron conseguir, y aun se dice que él se chanceaba con los recelos que ellos y las Cortes concibieron, y que les aseguró que nada tenían que temer. Con efecto, él asistió acompañado de su familia y de todo el aparato y séquito que siempre: leyó un discurso bien hecho acomodado a las circunstancias, y en él pidió a los diputados que no se separasen, para poderlos consultar según la urgencia de 1os negocios públicos lo exigiese. De este modo, ya fuese por la política y disimulo que sus parciales le tenían aconsejado, ya por cualquiera otro motivo que no se percibió entonces, él, en vez de desgraciar aquella ceremonia, como se había temido, contribuyó en gran manera a su lucimiento, y la legislatura se cerró con todo el lleno de su dignidad y decoro. En esta sesión puede decirse que acabaron su carrera pública las Cortes españolas; y fue ciertamente una condescendencia de la fortuna, en todo lo demás tan adversa; porque según el extremo a que habían llegado las pasiones, en gran peligro estaban de ser disueltas a denuestos e improperios, como lo fue por Cromwell vuestro largo parlamento; o a bayonetazos, como el consejo de los Quinientos por Bonaparte.

Luego que los franceses, con la deserción de los generales y la desunión y disolución de nuestras cortas fuerzas, tuvieron allanado el camino y quitados los estorbos que se les podían oponer, dieron toda actividad a los preparativos de ataque contra la plaza, y se dispusieron a embestirla. Entonces el duque de Angulema se presentó en las líneas, para que la guerra se terminase bajo sus inmediatos auspicios. Mas antes de formalizar el ataque quiso probar el camino de la negociación, y enviar una carta al Rey, en que le advertía de las intenciones de Luis XVIII. Estas eran que restituido Fernando VII a la libertad, concediese una amnistía general a sus vasallos; que acabase los rencores y restituyese la paz y tranquilidad a sus estados, y además convocase las Cortes según las formas que habían tenido en lo antiguo, para dar a su gobierno las bases necesarias de orden, de confianza y de justicia. En seguridad de esta oferta ponía, además de su palabra, la garantía de toda la Europa; y concluía intimando que si en el término de cinco días no recibía una respuesta satisfactoria, se valdría de los grandes medios de ataque que tenía en su mano, y serían responsables de los males que sucediesen los que por atender a sus pasiones se olvidaban del bien público.

A esta intimación el gobierno español contestó de un modo que no podía satisfacer al Duque, ni continuarse la negociación a que parecía abrirse la puerta con ella. Lo que había de positivo en la propuesta era que el Rey había de ponerse en libertad; lo demás quedaba sujeto a las resultas de una mediación, y nulo en el caso de que el Rey se negase a ello, como efectivamente lo haría luego que estuviese el poder de otro partido. ¿Qué confianza tener, por otra parte, en la sinceridad de las intenciones del Duque ni del rey de Francia su tío, cuando la institución de la Regencia y el retorno legal de todos los abusos, de todos los privilegios, de todos los intereses antiliberales, no dejaba arbitrio a dudar de que su verdadero proyecto y su firme voluntad era el restablecerlos y consolidarlos? ¿A qué dejar restaurar un estado de cosas que no había de tener duración? El decreto de Andújar podía prometer alguna mayor seguridad respecto de la amnistía; mas prescindiendo de las dificultades y estorbos que habría seguramente después para su perfecto cumplimiento, esta sola razón no bastaba para capitular con decoro, mayormente no habiéndose probado todavía la suerte de las armas. Inútil era haber apurado los medios que presentaba Cádiz y que había reunido el Gobierno para los preparativos de defensa, inútil la formación del cuerpo de tropas que allí estaba, inútil el armamento de fuerzas sutiles; inútil, en fin, cuanto se había hecho y podía hacerse aún, si a la primera insinuación el Gobierno rendía las armas y se entregaba a partido. Por último, aunque él se inclinase a ello, restaba saber si se lo permitía la opinión, que entonces debía tener una preponderancia tan grande en las operaciones del Gobierno. Pero ni el pueblo de Cádiz, todavía ufano en el crédito de invencible, adquirido por la plaza en la otra guerra; ni las tropas que a la sazón la guarnecían, no probadas aún, y confiadas en la fuerza de su posición; ni el inmenso concurso de liberales refugiados en Cádiz, la mayor parte exaltados y altamente comprometidos; ni, en fin, el concepto público de los amantes que tenía la libertad dentro y fuera de España, estaban preparados para una transacción repentina. ¿Se expondría el Gobierno, apresurándose a tomarla antes de tiempo, a ser tachado por todos como traidor a la causa pública y malograda de tan buenas disposiciones? ¿Daría lugar a que la temeridad y miras siempre desatinadas del bando exaltado preparasen con este motivo una reacción intestina, cuyas funestas consecuencias serían tan difíciles de calcular como imposibles de contenerse?

Estas razones, con otras que sería fácil añadir, hicieron interrumpir la negociación por entonces, y la decisión de las cosas se dejó al arbitrio de la fuerza. Mas ya en aquel tiempo, milord, el conflicto no podía durar mucho ni la victoria estar en duda. La facilidad con que los franceses atacaron y tomaron el Trocadero, se hicieron después dueños del fuerte de Santipetri, y bombardearon por fin a Cádiz, hizo caer de ánimo a los más valientes y desengañó a los más ilusos. Viose entonces a no poderse dudar que los medios de ataque eran infinitamente mayores que los de defensa, y que la resistencia era imposible20. En los intervalos de estas diferentes operaciones se volvió a parlamentar. Mas el duque de Angulema ponía siempre por condición primera y absoluta que el Rey fuese puesto en libertad, y dejaba lo demás como objeto de mediación o intercesión posterior. Esto no contentaba a los constitucionales, que anhelaban una promesa positiva y expresa de hacerse inmediatamente un arreglo político en el reino, que conciliase en algún modo los intereses de los dos partidos y dejase a la nación alguna apariencia de libertad. A cada paso que se daba y a cada respuesta que venía, el Ministerio consultaba a las Cortes, y las Cortes de ordinario dejaban el negocio al arbitrio y prudencia del Gobierno. Unos y otros repugnaban cargar con el desaire y con la mengua de autorizar con su voto y con su firma la abolición de la libertad y la esclavitud de su país.

La repugnancia era mayor y más firme de parte del Ministerio: estaba a su frente el impávido Calatrava, a quien más que a nadie amargaba aquella transacción dolorosa. Cierto de los sinsabores y dificultades que le aguardaban en el puesto peligroso a que te llamó su patria, se había encargado del ministerio en Sevilla, y se había mantenido en él con la entereza y tesón propios de su carácter firme y decidido. Sin duda se propuso acompañar y asiste a la agonizante libertad, al modo que un hombre virtuoso acompaña y asiste en el último trance a su amigo, y aunque despedazado con el sentimiento y penetrado de horror, le consuela y le sostiene animosamente hasta el momento en que espira.

Jamás puse la vista entonces sobre este hombre magnánimo y resuelto, y sobre tantos otros sujetos de su misma categoría, que no me llenase de dolor, de admiración y de respeto. Sus miras, sus pasos todos en la carrera política habían sido dirigidos por el amor a la justicia, por la pasión de la libertad, por el celo hacia el bien y el honor de su país: la causa que defendían era la causa general de las naciones de Europa, interesadas todas en no consentir este bárbaro y brutal derecho de intervención, que amenaza esencialmente su independencia y prosperidad; y los hombres y la fortuna se mostraban conjurados a porfía en derribar todos los cálculos de su prudencia y todas las esperanzas de su buen deseo. Veían a su patria abandonada del mundo, sin probabilidad la más mínima de socorro alguno, ni siquiera de una mediación útil y honrosa; veíanse a sí mismos acusados de los unos porque habían hecho la guerra, de otros porque hacían la paz; censurados y vilipendiados de todos, y nadie poniéndose en su ardua y extraordinaria situación. Y sin embargo, olvidados de su peligro propio, puesta la imaginación sólo en las desgracias públicas, se los encontraba con semblante sereno y con frente resuelta en aquella larga agonía. ¡Ah milord! los oligarcas de Europa, rebosando en riquezas, nadando en delicias y agobiados de honores, pueden pavonearse y ostentar su insolente triunfo delante de los reyes que los pagan y de la muchedumbre estúpida que los admira; pero mostrarse ni tan grandes ni tan nobles a los ojos de la razón y de la virtud, eso no.

Entre tanto el aprieto iba creciendo por momentos: faltaba en las tropas el valor, y ya flaqueaba su fidelidad; los bastimentos se apuraban, y aquel grande vecindario sobrecogido de terror con los preparativos de un ataque general por tierra y mar que estaban haciéndose a su vista, y con los de otro bombardeo más destructor y enconado que el primero. Viéndose pues ya en aquel estrecho, y conociendo que prolongar la resistencia era una temeridad insensata, expuesta a los males más horribles, y sin esperanza y sin objeto, los constitucionales determinaron ceder, y lo que aparecerá más singular es que cedieron abandonándose a la discreción y voluntad del Rey, al cual manifestaron que dispusiese su salida como y cuando lo tuviese a bien. Él lo arregló tranquilamente con los ministros constitucionales, y todo estuvo preparado para la mañana del día 30 de setiembre.

Jamás Fernando VII tuvo un trato más afable, más confiado, y hasta más afectuoso con ellos, que desde que la fortuna empezó a inclinar la balanza en su favor. Sea que amaestrado por la adversidad, no quisiese enojar a aquellos en cuyo poder se hallaba todavía, sea que el gusto de irse a ver libre y a mandar absolutamente le adobase la voluntad y le conciliase aquel buen humor, él se chanceaba al hablarlos, los consultaba, accedía fácilmente a lo que le pedían, los aseguraba y les hacía promesas para en adelante. Diríase, según sus demostraciones, que se iba de Cádiz a pesar suyo y que se separaba de sus ministros contra su voluntad. Al recelo que ellos le mostraban de que diese oídos al partido contrario y volviesen las tempestades y persecuciones de los seis años, mostraba impacientarse y afligirse de que le tuviesen por tan inhumano y tan sandio que no estuviese ya desengañado de lo que eran los partidos, y de las dificultades, pesadumbres y desgracias que había acarreado, tanto a la nación como a él mismo, el espíritu de persecución y de encono que le habían hecho seguir desde el año de 14. Tanto hizo en fin, tanto dijo, que él los persuadió de su sinceridad y buena fe; y cuando le vieron firmar el manifiesto que le presentaron para anunciar a los españoles su salida de Cádiz, dándoles palabras de conciliación, de olvido y de consuelo, no entró en ellos la menor duda de que cumpliese a la letra lo que allí les prometía; con tanta más razón, cuanto él se había quedado con la minuta, había hecho en ella las enmiendas que le parecieron, y habiendo tachado la cláusula entera sobre instituciones liberales, dio por razón que aquella no estaba en su mano, y que no quería que se prometiese allí más de lo que él podía y quería cumplir por sí mismo. El disimulo no puede ser más profundo ni llevarse más allá. ¿Quién, milord, les enseña tanto a los que todo lo demás ignoran? ¿Da por ventura la naturaleza a los reyes, como a los otros seres vivientes, un instinto propio para la conservación de su poder, el cual se compone de dos elementos esenciales, violencia y artificio?

Llegó en fin la mañana del 30, y a la hora designada el Rey, por entre las filas de los milicianos tendidos en el palo, salió del palacio que ocupaba al embarcadero, donde le esperaba la falúa. Seguíale su familia, su pequeña corte y los militares de graduación que había en la plaza, que fueron a despedirse de él y a acompañarlo hasta el mar: el general. Valdés era quien mandaba la falúa, teniendo entonces que conducirle al Puerto corno comandante de la bahía, del mismo modo que antes en calidad de regente le había conducido a Cádiz; y en una ocasión y en otra su imperturbable frente no dejó de mostrar por un momento siquiera la entereza y resolución de su generoso carácter. El mar estaba sereno, el viento en calma, el sol escondido entre celajes, y el color del día pardo y oscuro, como disponiendo los ánimos a la gravedad y a la melancolía. Un numeroso gentío coronaba la muralla, atento al espectáculo que presentaba aquel extraño desenlace. Embarcado el Rey, la chusma antes de zarpar dio las vivas de ordenanza, a los cuales ni el muelle ni la muralla respondió. Los concurrentes se habían ya vestido el luto de los bienes que perdían, y no quisieron degradar su duelo con unos aplausos y unas vivas falsas, inconsecuentes, y por lo mismo viles. Quien leyera en sus ojos y oyera entonces sus palabras hallaría más sorpresa que congoja, más indignación que pena. Veíanle ir, y no se acordaban de los males que les podía hacer después; veíanle ir, y no perdían la memoria de la constante superioridad que siempre habían tenido sobre él; veíanle ir, y le contemplaban más como mísero tránsfuga que como poderoso monarca. La libertad, milord, al desamparar entonces el horizonte español, dejaba todavía algunos rayos tras de sí, y con sus débiles reflejos daba algún lustre y nobleza a esta última escena de nuestra triste revolución.




Carta décima

12 de abril de 1824



Vuestro Príncipe Negro, milord, pudo en las alas de la guerra y de la victoria traer al rey don Pedro a Castilla; pero al reponerle en su trono ¿pudo por ventura reponerle en el corazón de sus vasallos? Esto no estaba en su mano. El monarca restablecido, sordo a los prudentes consejos de su generoso defensor, se entregó todo a la ferocidad de su carácter implacable, y siguiendo el curso de sus venganzas atroces, vino a dar bien pronto en el despeñadero donde perdió el cetro con la vida.

Yo no pretendo con esto comparar al rey Fernando VII con el rey don Pedro, y mucho menos al duque de Angulema con vuestro magnánimo Eduardo. Comparo las situaciones, y al ver los mismos procedimientos y el mismo desconcierto, no será extraño que, en las cosas a lo menos, ya que no en las personas, se sigan los mismos resultados y una catástrofe igual.

Las ofertas de Luis XVIII sobre instituciones liberales, igualmente que las de su general, eran sin duda alguna vanas e ilusorias: medios empleados para vencer, que a nada obligan después de haber vencido. Pero a lo menos suponían una cosa, y es que en España y Europa la opinión contra la restauración completa del absolutismo era bastante fuerte para obligará estas apariencias de contemplación y de respeto. ¿Es de suponer, milord, que esta opinión haya ido a menos con la victoria del duque de Angulema y con la conducta que el gobierno del rey de España ha tenido después de la restauración? Si en vez de ir a menos ha ido a más, como es tan probable, ¿vale tan poco en la balanza, que no merezca ser algún tanto considerada? El Rey, salido apenas de Cádiz, da por nulo cuanto él mismo había hecho desde el año 20, y confirma cuanto había hecho la regencia de Madrid, manifestando así que se pone otra vez al frente de un partido, y que se entrega del todo al arbitrio y dirección de la facción servil más grosera, como antes había estado sirviendo de instrumento a la más exaltada facción liberal. De un extremo a otro extremo; y la disolución del ejército en términos tan duros y desconsolados, la proscripción más absoluta de todos los que habían procedido según el orden anterior, la expatriación de tantos sujetos notables por su habilidad, sus virtudes o sus riquezas; el decreto de purificaciones, cuyo tenor no deja medio alguno entro el envilecimiento y la miseria; el tono hostil y enconado de cuantas providencias se expiden, todo descubre más bien un espíritu de monopolio y de venganza que de orden y de gobierno, y hace ver a los ojos de la Europa que lo que acaba de suceder en España es una vicisitud de revolución que continúa, más bien que el período de una revolución que se termina.

Así, milord, la Constitución, que abandonada a sus propias fuerzas tal vez hubiera perecido en el conflicto de nuestras pasiones y partidos, y fuera olvidada como un instrumento inútil, ha tomado la importancia de los cien mil extranjeros que han venido a destruirla y de los cincuenta mil que han quedado a sostener el poder arbitrario. Los españoles, mal gobernados, descontentos, divididos, volverán sin cesar los ojos al sistema que acaban de perder, como el único remedio de sus males; el resorte violentado, adquiriendo más fuerza con la misma compresión, saltará con doble ímpetu, y por no quererles conceder nada, volverán a aspirar al todo. Yo prescindo de si lo conseguirán o no; pero no por eso es menos cierto que el estado presente sólo es a propósito para producir agitaciones sin término y desgracias incalculables.

No es mi ánimo, milord, insistir en las consecuencias de este funesto acontecimiento. Yo he querido bosquejar la marcha de los sucesos y la serie de las causas por donde el sistema constitucional, desde su restauración en el año 20, ha venido a caer en el de 23. Este ha sido el argumento de mis cartas anteriores, y si todavía os llamo la atención en esta última, es para terminar nuestra discusión con algunas consideraciones generales que arrojan de sí los mismos hechos, y que he dejado para este lugar como más oportuno que en otra parte.

No hay duda que en una contienda donde se trataba de un interés tan trascendental los españoles no hemos manifestado al parecer todo el carácter y valor que convenía. Pero vos sabéis, milord, que el carácter le forman la educación y las instituciones, y que una y otra cosa nos faltaban, pues la Constitución, tan recientemente planteada y tan prontamente destruida, no podía en tan poco tiempo producir estos frutos saludables. En cuanto al valor, hay menos disculpa a la verdad; y los franceses, que según la experiencia de la otra guerra, debieron temer tras de cada cerro una partida y tras de cada mata un tiro, se habrán maravillado sin duda de haber atravesado las doscientas leguas que hay desde el Bidasoa hasta Cádiz sin tener un tropiezo, sin hallar un obstáculo, sin haber, por decirlo así, disparado un fusil. En esto, si no hay mucha gloria para ellos, hay ciertamente infinito oprobio para nosotros. Mas no creo que deba todo atribuirse a esta calidad vil que se llama cobardía.

De parte del pueblo, aun de aquel que se llamaba adicto a la libertad, era en vano esperar mayor ahínco en la defensa. Primero, porque, como ya os he dicho, no podía haber tomado todavía hacia una institución, cualquiera que ella fuese, aquella adhesión fuerte que se necesita para resolverse a los grandes sacrificios consiguientes a una guerra nacional. Segundo, porque, descontento y disgustado del rumbo que las cosas siguieron desde el segundo año, se retrajo de empeñarse en una causa que tenía más el aire de interés de partido que de interés público y nacional. Tercero, porque se confió en las palabras y promesas que al principio se propalaron, y creyó que mientras menos durase la dicha, más pronto se verificaría su cumplimiento, y no quiso obstinarse en sostener a tanta costa un orden político que iba a ser sustituido por otro, con bases igualmente liberales, aunque bajo otras formas menos ofensivas.

En las tropas es más de extrañar esta falta de resolución y decaimiento de ánimo. Mas el valor que arrastra los peligros se funda muy principalmente en la confianza de salir con el intento que se propone; sin esta confianza desmaya naturalmente y se anonada del todo. Yo quisiera preguntar a nuestros detractores, ¿qué valor podía esperarse de tropas recién levantadas y conducidas por jefes que antes de irlas a mandar estaban ya rendidos, y que no hicieron más que destruir la esperanza y seguridad en el corazón de soldados y oficiales?

Era muy difícil también, y lo será por mucho tiempo todavía, organizar en España un ejército que merezca el nombre de tal, no precisamente por los requisitos materiales que exige, ni por la instrucción y ejercicios, sino por el espíritu y la disciplina. Desde que el príncipe de la Paz quiso atraer a sí mismo el respeto y la veneración profunda debidos al Monarca ya la monarquía; desde que se hizo generalísimo sin haber sido más que un guardia de Corps, y almirante sin haber visto navíos más que en las pinturas o en los puertos; desde entonces, milord, falta a nuestros militares un centro común, un resorte moral que los domine o los dirija, sea hombre a quien temer y respetar, sea cosa que conservar o adquirir. No hay que buscar en ellos ni patria, ni disciplina, ni subordinación, ni ambición política, ni aun espíritu de codicia y de rapiña, que a las veces suple por las demás virtudes marciales. La manera con que se hizo la guerra de la Independencia generalizó este desorden, y los seis años de tiranía con los tres de constitución no han hecho después más que aumentarle y darle consistencia. Animados pues de miras y motivos enteramente diversos y a veces encontrados, ¿qué extraño es que generales, oficiales y soldados no se hayan entendido entre sí, no hayan tenido la confianza recíproca necesaria para la actividad y seguridad de los planes y operaciones, y que hayan faltado muelles a la defensa pública, no por falta de valor, sino de buena inteligencia, de combinación y de orden?

Un hombre extraordinario, superior excesivamente a los demás, y que con la fuerza de su carácter, con la grandeza de sus talentos y con la fortuna de sus primeras empresas subyugase el respeto y la admiración universal, era el solo que podía en las circunstancias dadas crear un ejército de estos elementos diversos y remediar tan grave mal. Vosotros tuvisteis vuestro Cromwell, los americanos su Washington, los franceses su Napoleón. Nuestro país, milord, no produce esta clase de hombres: nosotros somos más iguales; nadie descuella entre los demás. Fenómeno singular quizá en la historia de los pueblos, llevar diez y siete años de revolución, de agitación y de pasiones, y no haber aparecido ni uno siquiera de estos grandes caracteres. ¿Es esto un bien? ¿Es un mal? Yo no me atrevo a decirlo; pero si la falta de estos personajes extraordinarios nos libertaba del peligro de ser subyugados por ellos, también es cierto que no ha dado heroísmo a nuestros esfuerzos, y que hemos vuelto a caer en el fango de que habíamos intentado libertarnos.

No han dejado sin embargo en esta época misma de saltar ya aquí ya allá algunas centellas del valor antiguo: otra prueba de que lo que ha faltado principalmente a los constitucionales para hacer una defensa digna del objeto y digna del nombre español, han sido jefes resueltos y capaces, y mayor confianza en el éxito final de los acontecimientos. Con valor, con audacia y con, actividad, al paso que con una ventaja notoria, estábamos sosteniendo año y medio había la guerra que nos hacían los facciosos, auxiliados y reparados siempre en sus pérdidas por la alevosía francesa. La defensa de Pamplona, la de San Sebastián fueron llevadas al punto que prescribe el más delicado pundonor, y serían contadas con aplauso en los fastos de cualquier ilustre guerra. Las plazas de Cartagena y Alicante, aunque abandonadas por el ejército del distrito y por su general Ballesteros, que luego por uno de los artículos de su capitulación concertó se entregasen a los franceses, desobedecieron este pacto pusilánime, se mantuvieron firmes contra todas las amenazas y sugestiones del enemigo. Su rendición no se verificó hasta noviembre cuando, ya todo estaba allanado, y sus bizarros gobernadores, al ceder unos puntos que ya era imposible sostener, fieles a sus principios de libertad y de honor, dejaron el patrio suelo por no rendir vasallaje a la tiranía21.

Por último, aunque no tuviéramos otra cosa que oponer a este descrédito que la memorable campaña del general Mina en Cataluña, bastaría para salvarnos de ese concepto de cobardía y de incapacidad militar con que se nos arguye. Vos sabéis, milord, cómo este hombre, verdaderamente insigne, fue enviado el año anterior a aquella provincia, cuyos ámbitos recorrían sobre cincuenta mil facciosos, y donde las fuerzas militares opuestas a ellos estaban desorganizadas, mal animadas, y se puede decir que abatidas. Él llegó: organizó y disciplinó su ejército, pacificó la provincia, parte por las armas, parte por negociación; tomó las plazas de Castellfullit y de Urgel, dolido los facciosos se habían fortalecido, y lanzó del territorio español la ignominia de aquella intrusa y ridícula regencia. Entraron después los enemigos con fuerzas muy superiores a las suyas, y él mantuvo el campo con el corto ejército que le quedaba después de guarnecidas las plazas, sin que los franceses pudiesen comprometerle a dar acción ninguna, que ya no podía empeñarse con ventaja. Al fin se encerró en Barcelona, y allí mantuvo su estandarte levantado hasta que rendido Cádiz y destruido el gobierno constitucional, supo hacer una capitulación honrosa, en que pareció más bien dar la ley que recibirla. Único general acaso que ha acrecentado su gloria en una guerra en que no ha vencido; respetado dentro y fuera de su país, y viendo que ya no había ni patria ni libertad, ha dejado nuestro suelo, llevándose en depósito consigo una gran parte del honor español. Él, milord, está ahora entre vosotros, y en los aplausos y aclamaciones, que recibió al llegar, y en el aprecio y estimación que no dudo conserve mientras viva, recibirá la recompensa debida al valor y a la constancia, siendo ejemplo a tantos otros del camino que debieron seguir para conservar su honor sin tacha, aun cuando tuviesen la desgracia de ser vencidos. Virtutem videant, intabescantque relicia.

Más no porque la defensa de la Constitución haya sido inadecuada al grande interés que estaba por medio, debe deducirse que la nación no quería aquel régimen u otro cualquiera fundado sobre bases liberales. Esta consecuencia, milord, suponiéndola hecha de buena fe y sin malicia, es hija de la ignorancia en que generalmente se está sobre nuestra posición y nuestro carácter. Los extranjeros, que no se quieren tomar el trabajo de estudiarnos y conocernos bien, nos juzgan necesariamente mal. Hoy nos tienen por más que hombres, y mañana nos degradan más allá de la condición de bestias. Si tienen por voto nacional los gritos de la canalla de los pueblos, que al son de los panderos y sonajas de las ramerillas pagadas para ello salían a recibir al Rey pidiéndole cadenas, inquisición y castigos, en tal caso merecen muy bien entrar en la comparsa y gritar también con aquel torbellino de energúmenos atroces. La nación no ha querido ni quiere ni puede querer nunca semejante brutalidad. En ninguna provincia: ¿qué digo, provincia? En ninguna ciudad se ha organizado por sí misma la desobediencia al gobierno constitucional; ninguna puede decirse que se ha levantado contra él hasta que era ocupada por las divisiones francesas o por las tandas de los facciosos. Mientras no llegaba este auxilio los realistas no podían contar con aquel conjunto y reunión de voluntades que forman la opinión general, y no eran más que una facción, un partido. Los franceses en esta parte saben mejor lo que se hacen: con cien mil hombres entraron en España; fuerza doble mayor que la que el gobierno español en las circunstancias de entonces, por bienquisto y establecido que fuese, podía levantar para su defensa; y después de deshecho el gobierno, deshecho el ejército y arrojados de España cuantos hombres pudieran ser capaces de formar un partido y hacerse centros de acción; después de repuesto el Rey en todo el lleno de su voluntad absoluta; renovada enteramente la administración, y dueños de la fuerza los jefes del bando realista, todavía permanecen en la Península cincuenta mil extranjeros para no dejar resollar la voluntad española. ¿Qué es esto sino confesar paladinamente que lo que se ha hecho y lo que se está haciendo con nosotros es contra nuestro voto y tendencia general?

Busquen pues esos hábiles políticos otras razones mejores para excusar su cooperación indirecta en la violencia que padecemos. El dicho enfático de vuestros ministros, que si los españoles querían la Constitución, ellos la defenderían, y si no, no había para qué sostenerla a la fuerza, es un sofisma tan grosero como cruel, que no tiene apoyo en lo que ha sucedido antes, y está contradicho con lo que pasa ahora. El caso es que nosotros éramos bastante fuertes para asegurar nuestra libertad contra todas las intrigas y embates de dentro, y no lo hemos sido para sostenerla contra los de fuera y dentro reunidos. ¿Hay en esto por ventura un motivo tan grande de desprecio y de sarcasmos? ¿Qué hubiera sido de vosotros si aun después de llegar y vencer el Stathouder, saltaran en vuestra isla cien mil alguaciles enviados por Luis XIV, y se hubieran puesto al lado del destronado Jacobo II?

Perdonad, milord, mi temeridad; pero me parece que hubiera sido más decoroso para el parlamento inglés que no se tratara en él de los acontecimientos de España. Si nada importaba a los intereses generales de la Inglaterra que sucumbiese o no la libertad española, excusada era la discusión por inútil, y odiosa por importuna. Pero si algo importaba, y yo creo que mucho, la cuestión no ha sido ventilada con la detención y miramiento que correspondía, y nuestra causa debió excitar allí mayor interés o no excitar absolutamente ninguno. Vos a la verdad y vuestros amigos la habéis sostenido con vuestros excelentes principios y con la franca ingenuidad que corresponde a vuestro carácter y tenéis siempre de costumbre. Los ministros al contrario, no queriendo manifestar los verdaderos motivos de su conducta, acaso por poco honestos22, a cuantas razones habéis alegado vosotros, tornadas de la equidad natural, de la justicia pública y de la más sana política, han contestado con sofismas, con efugios y con dicterios. Uno de ellos se olvidó hasta decir «que el gobierno inglés no había de ser el don Quijote de la libertad de los otros pueblos». Chiste ciertamente bien insulso, y que no parecía tener lugar en una deliberación de esta naturaleza. Los españoles nos hubiéramos contentado con menos: bastábanos por entonces que aquel gabinete no entrase a cooperar con la injusticia de los demás, según lo hizo en la manera que pudo; bastábanos que tuviese suspensa siquiera aquella positiva declaración de neutralidad, que fue la señal fatal de la agresión. Con esto, ya que no evitase la guerra, nuestros enemigos al menos no entraran en ella con tanta presteza y confianza, ni nosotros con tanto desaliento.

Por lo demás, en defender el derecho que todo pueblo tiene a ser libre, en no consentir que se establezca en Europa este injusto y bárbaro derecho de la intervención armada, en defender la independencia general de los estados, tiranizada y amenazada por esa coligación de déspotas, no era en el gobierno de un pueblo libre ser impertinente y ridículo campeón de la libertad ajena; era ser el defensor de los derechos de la nación inglesa, atacados indirectamente en los de la nación española; y no sé yo en qué objeto más grande ni más noble, ni cuál ocasión era más digna y oportuna de mediar eficazmente para impedir, y de emplear su poderío en amparar y auxiliar. Los ministros ingleses no han hecho ni una cosa ni otra; y aunque aparentaron ocuparse de la primera con las gestiones anteriores a la guerra, nadie las ha creído sinceras, y yo supongo que en el Parlamento menos. Pero el mal estaba ya hecho: las cosas no podían volver atrás; otros intereses más urgentes e inmediatos llamaban la atención; y la catástrofe de un estado libre injustamente sacrificado con tan manifiesta complicidad del ministerio, ha sido mirada por los legisladores británicos con indiferencia y menosprecio.

Este funesto ejemplar no deja ya duda en el extremo a que los monarcas coligados contra la libertad de las naciones quieren llevar las pretensiones orgullosas de su prerrogativa; porque no sólo han prescindido de toda contemplación hacia un pueblo que tantas merecía, sino que no han reparado ni aun en lo grosero de la iniquidad. Cuando los ministros franceses decían a los vuestros, en su famosa, o más bien infame, correspondencia, que los españoles no habían dado a la Francia ningún motivo justo de agresión, se han puesto francamente en la categoría de facinerosos insignes23 , y declarado que en Europa ya el derecho de gentes ni aun en apariencia se respeta. Que un orden político esté reconocido por todos los gabinetes; que se halle jurado y se observe en el interior por el príncipe que gobierna; que a nadie ataque, en suma, y a nadie ofenda, esto no basta ya a nación ninguna para ponerse a cubierto de semejante vandalismo. Con decir que el Monarca no se halla en libertad, con corromper los ánimos con oro y promesas falsas, con introducir en ellos la división y el desaliento, y con enviar triple o cuádruple fuerza de la que la nación amagada puede levantar para su defensa, todo está llano, la voluntad de los déspotas se cumple, y su dominación absoluta es restituida a su inatacable majestad.

Así, después de cincuenta años de disputas tan acaloradas y de combates tan sangrientos, la orgullosa doctrina de los privilegios se sobrepone a la de los derechos, que no basta a resistir el poder enorme que la combate. Sus partidarios tienen que devorar la afrenta, los desaires y el disfavor cruel que se encarniza sobre toda cosa vencida, mientras que sus enemigos insolentes no hay error que no la atribuyan, no hay crimen que no la imputen, no hay desgracia de que no la hagan responsable. Al considerar por una parte la arrogancia de sus palabras y el desconcierto de su conducta, se creería que no temían ya las veces de la fortuna ni el efecto de esta continua oscilación en que están las cosas del mundo, principalmente las que dependen de opiniones y pasiones exaltadas. Si por otra se considera su intolerancia absoluta, sus manejos viles, sus pueriles recelos y sus pesquisas odiosas aparecen como una facción usurpadora que a cada paso tiembla perder lo que se le ha venido a la mano. El descrédito, el sarcasmo, las calumnias, y sobre todo la persecución, son los medios de que se valen para extirpar unas ideas a que tienen jurado un aborrecimiento irreconciliable. Mas por ventura, milord, ¿llegarán a conseguirlo? Yo no lo creo: el árbol cultivado por manos tan activas y diligentes, y ya vigoroso tanto, podrá perder en estos embates sus hojas y sus ramas, pero no será arrancado de raíz.

Guarda este sistema un concierto tan grande con la razón, lleva una armonía tan apacible con todos los sentimientos nobles y generosos del corazón humano, que no es dado a sus contrarios, por más esfuerzos que hagan, ni anonadarle ni envilecerle. Los más templados afectan mirarle como una agradable teoría propia para seducir a incautos, pero incapaz de uso alguno en los negocios de la vida. Así procuran paliar en algún modo la contradicción que se nota entre sus luces y su conducta. Mas si hay, milord, alguna teoría a un tiempo impracticable y absurda es la que supone el perfecto gobierno de las sociedades políticas en un rey que sin limitación lo mande todo; que este rey, siendo hombre, pueda, sepa y quiera ordenarlo todo como conviene al bien de la sociedad, y que esto sea siempre así, de padre a hijo, de dinastía a dinastía, sin intermisión y por los siglos de los siglos. Semejante despropósito, tan repugnante a lo que da de sí la observación de la naturaleza humana como opuesto a lo que enseñan la historia y el aspecto del mundo, sólo puede ser parto de cabezas delirantes con el frenesí de la disputa o con la degradación de la lisonja. Al fin las doctrinas liberales llevan consigo mismas el remedio de los abusos que pueden introducirse en su aplicación. Al gobierno que tiene por base de su conducta la equidad y la ley, con ellas se le contiene cuando las desconoce o atropella. Mas ¿cómo contenerlos excesos de una autoridad suprema que se supone con derecho de hacer todo cuanto quiere? Mientras más se desboque en el ejercicio de su poder, más acorde irá con su principio. Impune quae libet faoere, id est regem esse, decían los antiguos: sentencia áspera de oírse, que después se intentó suavizar convirtiéndola en sistema con la doctrina mística de obediencia pasiva y de derecho divino. Pero como este derecho, ya tan bien caracterizado en aquel verso de vuestro poeta:


The rigth divine of kings to govern wrong,24


Es otro insulto a la razón humana, se ha tenido que buscar una nueva abstracción que sirva de bandera al poder arbitrario, y se ha inventado el principio de la legitimidad, que parece suena otra cosa, y significa rigurosamente lo mismo. Véase, si no, la aplicación que de él se ha hecho a los negocios públicos de España, y se deduce bien claro que nada obliga a los reyes de lo que ofrecen o pactan con sus súbditos, y lo que es todavía más duro, se niega a los pueblos el derecho indisputable que tienen a que los gobiernen bien.

Tal es el principio: veamos las consecuencias. Una vez que sólo son válidas las instituciones que los monarcas den de su libre y espontánea voluntad, cuando ellos absolutamente no quieran o no acierten a gobernar bien, ¿cuál es el arbitrio que queda a los pueblos para remediar este mal y mirar por su felicidad y su conservación? La insurrección es un crimen, las representaciones ofenden, las mediaciones se niegan o no sirven; si se hace un arreglo político, o llámese constitución, no obliga aunque se jure. No les queda ciertamente otro arbitrio que el que toman los turcos con sus sultanes. Destronarlos, degollarlos, y buscar en su sucesor el arbitrio que el anterior les negaba. Yo dudo que contente a los príncipes esta consecuencia precisa del axioma de la legitimidad, a menos que el instinto irresistible que tienen por mandar despóticamente les haga preferir el peligro de ser asesinados en sediciones y en tumultos, al desabrimiento de ser contenidos por leyes conservadoras.

Más dejemos, milord, estos delirios atroces, a que conducen esas doctrinas repugnantes, y volvamos a nosotros. La España, sin colonias, sin marina, sin comercio, sin influjo, debiera ser indiferente a la Europa, y prescindirse ya de ella en las combinaciones políticas de los gabinetes, como se prescinde de las regencias berberiscas o del imperio de Marruecos. ¡Pluguiese al cielo que se realizase lo que tantas veces se ha dicho por escarnio, y que el África empezase en los Pirineos! Seríamos sin duda rudos, groseros, bárbaros, feroces; pero tendríamos como nación una voluntad propia así en el bien como en el mal; pero no nos veríamos conducidos por nuestras alianzas y conexiones al envilecimiento, a la servidumbre y a la miseria. Yo bien sé, milord, que esta voluntad y esta independencia no se mantienen y aseguran sino con el apoyo de la fuerza; pero no valía la pena de contarse en el número de las naciones de Europa si ha de ser la fuerza al fin la que haga la ley y constituya el derecho público entre gentes que se llaman civilizadas. No sucede otra cosa entre salvajes.

Lo peor es que ni aun este deseo, exhalado menos por la reflexión que por la ira, puede verse satisfecho entre nosotros. La causa del rey de España está enlazada con la de los demás reyes de Europa, y la de nuestros liberales con la de todos los liberales del mundo. Por manera que esta triste nación, sin que puedan protegerla ni su nulidad propia ni el olvido ajeno, tiene que estar siendo mucho tiempo todavía objeto y medio de esperanzas y agitación a los unos, y pretexto a los otros de iniquidades y violencias.

Bien será, milord, que terminemos aquí esta discusión melancólica y prolija. Un filósofo nos diría tal vez que es preciso subir más alto para mirar estos acontecimientos desde su verdadero punto de vista, y prescindiendo de mezquinos intereses y de opiniones locales y momentáneas, no ver en todo esto más que las formas de una vicisitud necesaria y común en las cosas humanas. La España de Carlos V hace ya mucho tiempo que acabó; la de Fernando VI y Carlos III también es imposible que subsista; y estas oscilaciones de esclava a libre y de libre a esclava, estas revueltas, esta agitación no son otra cosa que las agonías y convulsiones de un estado que fenece. No hay en él fuerza bastante para que el partido que venza, cualquiera que sea, pueda conservarse por sí mismo. Superfluo sería buscar en este cuerpo moral ningún resorte de acción, ningún elemento de vida. Por consiguiente, está muerto. ¿Qué vendrá a ser en adelante? ¿Cuál será la forma en que debe organizarse de nuevo para existir en lo futuro? Yo lo ignoro, milord, y dudo mucho que en la actualidad ningún profeta político, por mucha que sea su confianza, se atreva a pronosticarlo.

Fin de las obras de don Manuel José Quintana


https://www.cervantesvirtual.com/portales/trienio_liberal/obra-visor/obras-politicas--0/html/fee5a394-82b1-11df-acc7-002185ce6064.html


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