El
Trienio Liberal (1820-1823)
«Para allanar la resistencia que esta situación [sobre las razones del
fracaso del Trienio] y carácter individual oponían al sólido establecimiento
del nuevo sistema, hubiera sido necesario un pueblo de otra índole y otra
decisión. Pero las pasiones políticas no se inflaman en la muchedumbre tan
fácilmente como se piensa; y el español, grave y tranquilo por inclinación,
obediente y sumiso por costumbre, no podía ser excitado de repente al amor
exclusivo de unas leyes a las cuales faltaba el cimiento de la experiencia y la
majestad que da el tiempo».
Manuel José Quintana, «Carta tercera, 25 de diciembre de 1823», en Obras políticas, Cartas a Lord Holland sobre los sucesos políticos de España en la segunda época constitucional, Madrid, Atlas, 1946
https://www.calameo.com/books/0010780820167498d8f82
Obras políticas
Cartas a lord Holland sobre los sucesos políticos de España en la
segunda época constitucional
Manuel José
Quintana
Antonio Ferrer del
Río (Pr.)
Prólogo
Estas cartas, como
sus mismas fechas lo manifiestan, se escribieron Poco después de la catástrofe
política a que se refieren. Al amargo sentimiento que afligía entonces a los
españoles por los males sin cuento amontonados sobre su país, se añadía el
enojo de verse insultados y calumniados por todos los ecos vendidos al
despotismo europeo. Echábase en cara a los vencidos su misma confusión y
vergüenza como resultado necesario de su terquedad y de sus extravíos. Decíase
a boca llena que los que no habían sabido aprovecharse de la libertad
adquirida, y tan mal la defendieron, no merecían ser libres ni eran dignos de
lástima o perdón: opinión por cierto bien cómoda a los insolentes agresores y a
sus cómplices infames, para no ser propalada con todo aparato y solemnidad, y
acogida donde quiera con aprobación y con aplauso.
Deber
era de todo español repeler este sistema de difamación y de injusticia. El
autor de estas cartas se apresuró por su parte a cumplir con esta obligación, y
bosquejó en ellas los sucesos principales que terminaron en aquel deplorable
acontecimiento, apuntando las verdaderas causas que lo produjeron. Y como se
trataba de rectificar la opinión, tan miserablemente extraviada fuera de
España, pareció conveniente dirigirse a un ilustre extranjero, con quien de
mucho antes unían al autor relaciones estrechas de aprecio y de amistad.
Aficionado a nuestras cosas, defensor perpetuo de los intereses de nuestra
libertad, y respetado en toda Europa por su carácter y por sus principios, lord
Holland podría autorizar mejor el desengaño, y prestando un fuerte apoyo a la
verdad, contribuir poderosamente al propósito de la obra.
Publicarla
entonces era de todo punto imposible. Ahora quizá ya es tarde, después de
tantos años y de los grandes y diversos acontecimientos que han sobrevenido
entre nosotros. Todavía el autor, en la persuasión de que la presente
investigación sería útil, se ha decidido a darla a luz. Si desvanece algunas
prevenciones sobre cosas y personas, que desgraciadamente se van prolongando en
demasía; si contribuye a que se entiendan mejor los sucesos de una época no
bastante conocida y apreciada; si, en fin, pudiera servir a evitar aunque no
fuese más que uno de los errores que entonces cometimos, habrá llenado el
objeto de la publicación, y su resultado político no sería enteramente perdido.
Por otra parte, la distancia misma a que están hoy día los objetos que aquí se
controvierten, como que los pone a mejor luz para el autor y para los lectores.
Consideraránse así más a sangre fría, y por consiguiente podrán ser observados
con más tino y apreciados con más imparcialidad. Por manera que lo que la obra
haya perdido en oportunidad y en interés, lo habrá ganado en autoridad y
confianza.
La
cuestión ventilada por los políticos sobre la forma con que se ha de combinar
la facultad da mandar con la obligación de obedecer, de modo que el orden
social no se perturbe y la libertad esté segura; esta cuestión, repito, no es
la que se ventilaba por los españoles en el tiempo de que se trata. Otro era
por cierto el objeto de la contienda, menos complicado y profundo, pero mucho
más urgente y positivo. Tratábase de determinar si la nación española debía
continuar amarrada al yugo político y sacerdotal que de tres siglos la oprimía,
o si había de mantenerse la emancipación ensayada en el año 12 y recuperada en
el de 20. Esta era la cuestión de entonces, indispensable sin duda y preliminar
a la otra: primero era ser libres; el cómo era negocio para después.
Siendo
por tanto estas cartas más bien una obra histórica que doctrinal, por demás
sería buscar en ellas un sistema de gobierno representativo sobre que
argumentar y discurrir. Sin duda el que las ha escrito tiene el suyo propio,
que prefiere a los demás, pero sin pretender que en él esté precisamente
cifrada la felicidad y el porvenir de la nación española. ¡Lejos de él tan
impertinente presunción! Confesará sin embargo, y la obra presente lo da a
entender donde quiera, que su inclinación propende a las ideas francamente
liberales, a aquellas que como triviales son desdeñadas por los unos, y
tachadas por los otros de anárquicas y peligrosas. De ello no me acuso ni me
absuelvo. La libertad es para mí un objeto de acción y de instinto, y no de
argumentos y de doctrina; y cuando la veo poner en el alambique de la
metafísica me temo al instante que va a convertirse en humo.
Podrán
en buena hora otras teorías políticas ser más útiles en tiempos ordinarios,
estar más bien digeridas, más sabiamente concertadas: yo aquí no se lo disputo.
Pero disponer mejor el ánimo para adquirir la libertad cuando se aspira a ella,
para defenderla cuando se posee, y para recobrarla cuando se ha perdido, eso es
muy dudoso que lo hayan hecho ni que puedan hacerlo jamás.
Y no
se engañen los españoles: la cuestión primera, la principal, la de si han de
ser libres o no, está por resolver todavía. Verdad es que han adquirido algunos
derechos políticos, pero estos derechos son muy nuevos y no han echado raíces.
Por consiguiente, han de ser atacados sin cesar, y si no se atiende a su
defensa con decisión y constancia, serán al fin miserablemente atropellados. El
estado de libertad es un estado continuo de vigilancia, y frecuentemente de
combates. Así sus adversarios, considerando aisladamente la agitación de las
pasiones y el conflicto de los partidos que acompañan a la libertad, dicen que
no es otra cosa que una arena sangrienta de gladiadores encarnizados. Este
espectáculo a la verdad no es agradable; pero hay otro mucho más repugnante
todavía, y es el de Polifemo en su cueva devorando uno tras otro a los
compañeros de Ulises.
Carta primera
20 de noviembre de 1823
Sé bien, milord,
que sucede en los infortunios políticos a los pueblos lo mismo que a los
particulares en los suyos Si no corresponden a la opinión honrosa que de ellos
se ha tenido, encuentran por lo común cerradas las puertas a la compasión, y
mucho más al interés. Mas aunque puede recelarse que en la crisis presente sea
este el caso de los españoles para con la generalidad de los hombres, y que
también estas cartas mías participen del disfavor que su mismo argumento lleva
consigo, no debo temer de modo alguno que así suceda con vos. Tantas y tan
grandes muestras como habéis dado en todos tiempos de interés y afición a las
cosas de España, y de amistad y aprecio al autor de esta correspondencia, me
animan a entrar con vos en un examen franco e imparcial de los sucesos que han
pasado entro nosotros. Yo me figuro que el raudal de la fortuna me ha llevado a
Londres, y que en vuestro gabinete o en vuestra biblioteca, a la manera que en
otro tiempo en Madrid hablábamos de letras, de filosofía y de política, echamos
una ojeada sobre esta última época de nuestra revolución, y contemplamos el
curso que han llevado nuestros negocios políticos hasta el abismo en que acaban
de sumergirse. Un español y un amigo conversando con vos sobre los asuntos de
su país está seguro de ser escuchado no solo con atención, sino con
benevolencia también.
Quizá
de este examen, como hecho por una persona a quien tanta parte ha cabido
siempre en las oscilaciones de la libertad, no se esperarán aquella
imparcialidad y buena fe que son el mejor carácter y la calidad principal de
escritos semejantes. Mas yo, milord, he sabido toda mi vida, al tratar de
asuntos públicos, prescindir de los intereses y pasiones particulares; y
colocado además por la fortuna desde el año de 20 en una posición bastante
cercana a los hombres y a los negocios para conocerlos sin tener que
manejarlos, puedo hablar de ellos con sinceridad y franqueza, porque no me
tocan ni la alabanza ni el vituperio de sus resultas. Procederé pues ahora
según he tenido siempre de costumbre: hablaré de las cosas según lo que
entiendo de ellas; poco de las personas, porque están vivas, y la mayor parte
infelices; y discurriendo por la cima de los acontecimientos, veremos cuáles
han sido las verdaderas causas de esta catástrofe inesperada. Por manera que,
sin dejar de atribuir a nuestra ignorancia y extravíos la buena parte que les
corresponde, veremos también así no solo la que exclusivamente pertenece a la
fuerza irremediable de las cosas, sino también la que consiste en las pasiones
y dañadas miras de otros hombres que nosotros. Condenemos severamente todo lo
que tenga su origen en la terquedad y mala fe; demos a la inexperiencia y a la
ignorancia los males de que han sido causa; pero justifiquemos al partido
vencido de tantas imputaciones absurdas; y los españoles que amamos la
libertad, ya que seamos infelices, no parezcamos a los ojos de la posteridad y
de la Europa indignos de la hermosa causa que nos propusimos defender.
Sería
inoportuno sin duda, y acaso indecoroso, tratar con un inglés del derecho que
tienen las naciones a mejorar sus leyes o su gobierno cuando por él o por ellas
son llevadas claramente al precipicio. Esta cuestión, que propuesta con la
exactitud y claridad debidas no tiene más que una solución racional, ha sido
embrollada por los intereses, corrompida por las pasiones, y hecha peligrosa
por los acontecimientos de la fortuna. Prescindamos, milord, de ella por ahora;
más aún en la suposición de poderse negar generalmente a los pueblos este
precioso derecho, el español, por la posición y circunstancias particulares en
que se ha visto en estos últimos tiempos, debería obtener, por consentimiento
común de todos los hombres, una excepción favorable.
Volvamos
los ojos a lo que ha pasado en nuestros días, sin ir a buscar pruebas para ello
en otras épocas lejanas; y tomemos por primer punto de comparación el reinado
de Carlos III. Sus ministros, vos lo sabéis, no pasaron jamás de una capacidad
mediana; las formas de su gobierno eran absolutas, hubo abusos de poder y
errores de administración que en vano sería negar; y sin embargo, el espíritu
de orden y de consecuencia que tenía aquel monarca, y una cierta gravedad y
seso que preponderaba en sus consejos, iban subiendo el Estado a un grado de
prosperidad y de cultura que presentaba las mejores esperanzas para en
adelante. Murió Carlos III, y estas esperanzas agradables se enterraron con él
en su sepulcro. Los españoles, acostumbrados a ser gobernados con moderación y
cordura, a ver en los actos de la autoridad llevar siempre por gula, o a lo
menos por pretexto, el bien general, del Estado, debieron escandalizarse
considerando la temeridad y la insolencia con que el nuevo gobierno empezó a
usar de su poder.
Por
despótica y absoluta que la autoridad suprema sea, mientras que en su ejercicio
se conforma con el interés general es obedecida con gusto, y al mismo tiempo
respetada. No así cuando manda torciéndose hacia el interés personal o al
interés de partido; porque entonces, si es fuerte se la aborrece y se la
detesta, y si débil ni se la respeta ni se la obedece. Los veinte años del
reinado de Carlos IV no fueron más que una serie continúa de desaciertos en
gobierno, de desacatos contra la opinión y de usurpaciones contra la justicia.
El objeto grande y primario de la autoridad fue elevar un ídolo a la adoración
pública, y sacrificarlo todo a este fin desatinado. La nación con efecto se le
puso toda de rodillas, las mujeres te sacrificaron su pudor, los hombres su
decoro y dignidad, un volver de ojos suyo alzaba, derribaba las personas;
disponía de los tesoros, de las provincias; declaraba la guerra, ajustaba la
paz. ¡Aun si él con sus talentos y con sus aciertos se hubiera hecho perdonar
el escándalo de su elevación! Pero el triste resultado de los grandes negocios
que pasaron por sus manos ha dejado grabada en caracteres indelebles su ominosa
ineptitud1. A la guerra impolítica con la Francia en
el año de 93 sucedió la paz vergonzosa de 95; a ésta, una alianza inconcebible
y absurda; después las dos guerras marítimas con la Inglaterra; y en estas
operaciones contradictorias y desgraciadas se consumió el ejército, se destruyó
la armada, y se aniquilaron el tesoro, el crédito y los recursos. Cien mil
hombres de guerra, ciento veinte navíos y cuarenta fragatas de línea, una
hacienda floreciente, ponían a cubierto contra toda ambición ajena la majestad
e. independencia de la monarquía española. Todo se deshizo en las manos de este
privado. Así es que cuando Napoleón atacó la Península con toda la astucia de
sus artes maquiavélicas y con todo el peso de su poder colosal, la encontró sin
tropas, sin navíos, sin almacenes; sin dinero y sin recursos: en suma, un país
perdido, como él decía, que con su mismo abandono se le estaba poniendo en la
mano.
A
tan alto precio costeamos los españoles las liviandades de María Luisa. Y
todavía si Carlos IV hubiera fallecido en su trono y le trasmitiera a su
heredero en el orden regular de las sucesiones, lejos de pensar en revolución
alguna política, hubiéramos librado en la prudencia del nuevo rey el remedio de
nuestros males, y creyéramos atajados y castigados los desórdenes anteriores
con las mudanzas de corte que se siguen siempre al fallecimiento de los
príncipes. Bien lejanas por cierto estaban de nosotros las máximas
revolucionarias de que tanto se nos acusa. El despotismo militar en que después
de tantas convulsiones cayeron los franceses había entibiado el calor de los
más exaltados y abierto los ojos a los más ilusos. España, habituada a las
cadenas del poder absoluto, las hubiera llevado con la misma paciencia y
resignación; y en vez de ser escándalo y cuidado a los gabinetes de Europa,
como se afecta creer, siguiéramos siendo para ellos un objeto de lástima y
desprecio, como lo éramos entonces.
La
áspera mano de Napoleón vino, con aquel sacudimiento terrible, a arrancarnos a
esta indolencia, y vímonos precisados a mirar al fin por nosotros. Por demás
sería recordar aquí la manera alevosa con que fueron introducidas las tropas
francesas en España; cómo la familia real proyectó fugarse a la Andalucía; cómo
se lo estorbó la revolución de Aranjuez; con qué artificios logró Napoleón
llevársela toda a Bayona, y con qué orgullo insolente nos dictó desde allí
leyes a su antojo y nos anunció una nueva dinastía. Mas ¿no sería bien, milord,
preguntar a los que con tanta confianza se han metido a ser abogados de los
desafueros, si la nación, puesta entre la ambición de un usurpador que se la va
a devorar, y un gobierno desatinado y cobarde que bulle dejándola atada de pies
y manos a merced de su enemigo: no sería bien, repito, preguntar si los
españoles entonces tenían o no derecho para pedir cuenta a sus gobernantes del
uso que habían hecho de su autoridad, y del empleo de los inmensos medios que
habían puesto en sus manos? No sería bien que estos apóstoles de la obediencia
pasiva nos dijesen si estaban obligados a cumplir lo que a la sazón nuestros
príncipes nos mandaban desde Bayona? Ellos en sus renuncias y en sus proclamas
nos imponían como ley que sucumbiéramos al conquistador y nos sujetáramos a su
albedrío. Más nosotros denodadamente resistimos a este mandato pusilánime, y
les conservamos a pesar suyo el cetro y el trono que ya tenían abandonado. ¿Qué
resultó de aquí? Que a la sombra de su autoridad Bonaparte y sus fautores nos
acusaban de rebeldes y nos apellidaban jacobinos, mientras que los inventores
del dogma de la legitimidad aplaudían a nuestro levantamiento, y cifraban en
nuestra resistencia y sacrificios la seguridad de los tronos, el
restablecimiento de los Borbones y la independencia de Europa.
Suponer
que los españoles trataron de arrostrar los males terribles y la desolación
espantosa de aquella guerra cruel sin más objeto que el de asegurar su
independencia y rescatar a su rey; creer que no habían de pensar en sacar
alguna ventaja interior por tan prodigiosos esfuerzos, ni en remediar los
abusos por donde habían venido a tamañas calamidades, es soñar absurdos tan
ajenos de la condición humana como del curso que llevan generalmente los
negocios del mundo. Por ignorantes y atrasados que estemos, no somos
ciertamente tan estúpidos; y el azote funesto que este desdichado país tenía
sobre sí le enseñaba en lecciones de dolor y de sangre su deber para lo futuro.
Así es que la idea de reformar nuestras instituciones políticas y civiles no
fue ni podía ser efecto del acaloramiento de unas pocas cabezas exaltadas, ni
tampoco conspiración criminal de un partido de facciosos. Si el grosero descaro
de la hipocresía y de la ignorancia, si el sobrecejo de la política afecta
tratar así esta generosa idea desde el año de 14 ahí están cuantos monumentos
respetables puede presentar la historia, que desmienten a boca llena tan
insolente impostura.
No
eran facciosos ni jacobinos los sujetos que compusieron generalmente las juntas
provinciales, ni los individuos de la Junta Central, ni los de la primera
regencia. De todos estos cuerpos hay documentos auténticos en que está
solemnemente expresado el deseo, declarada la voluntad y preparados los medios
para el restablecimiento de las Cortes. No lo eran tampoco los consejeros de
Castilla, que en su competencia con la Junta Central reclamaban aquella
institución como el único medio legal de formar un gobierno en aquellas
circunstancias. No lo eran, en fin, tantos escritores políticos que a la sazón
manifestaron al público con incontrastables razones la misma opinión y el mismo
deseo. Nadie dudó entonces que en este restablecimiento iba esencialmente
envuelta la idea de reformar los abusos introducidos en la monarquía. Y para
citar alguno bastaría recordar la carta impresa de don Juan de Villamil, en que
expresamente decía que debla salirse a recibir al Rey con una Constitución en
la mano, por la cual, para mandar mejor, mandase menos; y cierto que dar a don
Juan de Villamil el dictado de liberal exaltado sería una especie de
antífrasis, de que él mismo se reiría y nosotros mucho más.
Al
fin la Junta Central, después de muchos debates y de maduras deliberaciones,
dio su célebre decreto de 22 de mayo de 1809, por el cual se comprometió a
convocar las Cortes, y señaló los objetos de utilidad pública que llevaba
consigo esta gran resolución. Estos objetos abarcaban todos los ramos de la
administración pública como sujetos de necesidad a las reformas que se
preparaban. De manera que, sentando como bases inamovibles del edificio social
la monarquía hereditaria en Fernando VII y su familia, y la religión católica
como la religión del Estado, todo lo demás debería recibir las variaciones que
se tuviesen por convenientes para bien general de la nación. Hacienda,
ejército, marina, tribunales, códigos, instrucción pública, nada quedó por
señalar, y a todo debía extenderse el dedo reparador que lo había de conseguir.
Es muy denotar aquí que este decreto en su parte reformadora parecía tomado a
la letra del voto que dio en la materia el bailío don Antonio Valdés. Vos,
milord, que conocisteis a este dignísimo sujeto, vos sabéis cuánta era su
capacidad como hombre público, cuál la nobleza y elevación de su carácter, cuál
la dignidad, y estoy por decir la altura desdeñosa de sus palabras y de sus
modales; y vos mejor que nadie sabréis discernir el valor que debía tener la
opinión de un hombre como aquel, y cuán lejos estaba de los motivos, o viles o
insensatos, que se suponen en un alborotador populachero.
A
este voto debería yo unir el de nuestro insigne amigo el inmortal Jovellanos.
Pero en sus escritos, que corren por todo el mundo y que vivirán cuanto vivan
la lengua castellana y la virtud, se halla consignada la misma opinión con
tales caracteres, que parece superfluo referirlos, y sacarlos de allí sería sin
duda alguna debilitarlos
En
suma, milord, no había hombre ilustrado y sensato en España que no estuviese
por esta restauración; y vos sabéis harto mejor que yo cuánto era deseada
también por todos los políticos extraños que se interesaban en nuestras cosas.
Hasta la diplomacia, tan intratable después con todos nuestros conatos por la
libertad, se les mostraba entonces benigna y favorable, y hubo nota pasada a la
Junta Central en que se la amagaba con el disgusto del pueblo inglés si no se apresuraba
a mostrar a los españoles, en las franquezas políticas y civiles que debían
disfrutar en adelante, el premio a que eran acreedores por su prodigiosa
constancia y sus esfuerzos.
Yo
hablo aquí de la cosa en general, y no del modo de hacerla: en esto se ha
variado mucho después por los mismos que al principio concurrían unánimes en la
necesidad de aplicar la mano a tales innovaciones. Más de estas diferencias y
de sus causas hablaremos más adelante: basta a mi propósito sentar con las
indicaciones que llevo hechas, que la opinión española y la opinión europea
convenían entonces en la idea de nuestra reforma política; que a la sazón no se
dudó de la oportunidad, y mucho menos del derecho que los españoles teníamos
para afianzar la monarquía sobre bases constitucionales; y por consiguiente,
que ese aire de imprudencia y de desconcierto que se aparenta dar al partido
liberal español es un insulto gratuito de la iniquidad triunfante, y no el
fallo severo e imparcial de la justicia.
Asimos
pues denodadamente la ocasión que nos presentaba la fortuna. Las Cortes fueron
convocadas, sus diputados se reunieron, y al año y medio de su instalación se
publicó y promulgó la Constitución del año de 12. No es de mi propósito ahora
el examen filosófico de esta obra legislativa. Lo han hecho ya tantos, y
principalmente para abultar y acriminar sus defectos, que sería ocioso entrar
en una discusión al parecer agotada, y tal vez interminable. Defectuosa o no,
la Constitución española no es para mí en este lugar más que una cuestión de
hecho. De mil diferentes combinaciones que las Cortes pudieron adoptar para dar
una forma constitucional al Estado, ésta fue al cabo la que resultó de sus
debates y públicas deliberaciones. Pudo ser mejor, pudo también ser peor; pero
esta es la que se hizo, porque alguna había de hacerse; y emanada del cuerpo
legislativo, aceptada y jurada por nosotros sin oposición ni repugnancia,
podrá, si se quiere, tener menos perfección, pero no menos fuerza y autoridad.
La Europa la recibió no solo sin escándalo y sin ofensa, pero en muchas partes
con aprobación y con aplauso. Los españoles no han olvidado todavía que el
príncipe que ahora se le muestra más adverso la reconoció expresamente al
tratar con el gobierno que había a la sazón en España. En fin, el orden que
ella establecía era el que se iba planteando sin oposición alguna en las
provincias, al paso que arrojaba de ellas a los franceses, y el mismo que regía
tranquilamente el Estado cuando la guerra acabó. ¡Qué de motivos para el
respeto, milord; y si no para el respeto, a lo menos para el aprecio, o al fin
siquiera para la indulgencia! La indignación pues es igual a la sorpresa cuando
se contempla el trastorno extravagante que los intereses humanos ha producido
de repente en las cosas y en las palabras. Pues ¿bajo qué título, o con cuál
sombra de pretexto, se da el nombre de atentado a esta acariciada innovación, a
sus autores el de sediciosos y rebeldes, y se trata a la nación que acababa de
merecer tanto de la Europa, como chusma de galera amotinada, a quien el cómitre
pone al instante en razón con la entena o con el rebenque?
No
es decir por eso que desconocimos nunca las dificultades que el sistema
constitucional debía tener para hacerse lugar en el ánimo de muchos españoles.
La máxima antigua de que ninguna ley es bastante cómoda a todos2 tiene
su principal aplicación a los estatutos políticos. Mientras más grandes sean
los abusos que se intentan corregir, mientras más tiempo hayan durado, más
grande es el disgusto, mayor la contradicción. En España al principio, cuando
todos se contaban presa de Napoleón y veían abierta delante de sus pies la
horrenda sima a que les había conducido el desenfreno del poder arbitrario,
tronaban contra él y clamaban por remedio. Mas este celo se resfrió mucho luego
que desvanecido el peligro, se entró en la necesidad de sacrificar a la cosa
pública las prerrogativas que cada clase disfrutaba. Ni el clero, que en
cualquiera orden liberal de cosas ve disminuirse su influjo y sus riquezas; ni
los magistrados, que sentían desvanecerse la intervención que han afectado
siempre sobre todos los negocios de gobierno y administración; ni los
militares, que miraban como exclusivamente suyo el mando político de las
provincias; ni los grandes, que iban a perder los privilegios que aún les
duraban de la antigua aristocracia; ni los regulares, en fin, a quienes por
necesidad se acortaría la ración y se disminuían sus guaridas; ninguna de estas
clases, repito, podía acomodarse gustosa a las nuevas leyes, y no podía
racionalmente presumirse que dejasen de asestar todos los medios físicos y
morales que les proporcionaban su influjo poderoso en la opinión y sus inmensos
recursos.
Pero
estos esfuerzos hubieran sido en balde sin la concurrencia de la autoridad
suprema. La tendencia de la parte más ilustrada de los españoles hacia la
reforma, y la costumbre de obedecer que tiene entro nosotros la masa general
del pueblo, hubieran, ayudadas del Gobierno, acabado el descontento y sostenido
las leyes. La venida del Rey rompió el equilibrio, y la balanza se inclinó toda
a favor de los enemigos de la libertad. No lo imaginaron ellos al principio, y
la tristeza que ocupó sus ánimos, cuando de repente supieron la libertad del Monarca, manifestó bien claro que esta grande novedad
no estaba en armonía con sus maquinaciones. Juzgaban sin duda imposible que el
Rey dejase de jurar la Constitución que la nación le presentaba al tiempo de
entregarle el cetro conservado a costa de tanta sangre; y su instinto moral, más
fuerte que sus pasiones, repugnaba la idea de semejante violencia. Mas cuando
llegaron a entender las prevenciones que Fernando VII y sus privados traían
contra el partido constitucional, cobraron el aliento perdido, y en un instante
prelados, magnates, militares, magistrados, todos se entendieron entre sí para
poner en manos del Rey sin reserva alguna el poder y autoridad del Estado,
despojando a la nación de cuantos derechos acababa de adquirir.
No
ignoro, milord, que aun entre los políticos más amantes de la libertad española
hay una prevención general contra las cortes de Cádiz, a quienes se acusa de
imprudencia y de ambición excesiva. Se cree que por haber aspirado a más de lo
que podrían realizar no consiguieron aquello que la moderación deseaba, y que
la libertad subsistiría sin la declaración de la soberanía nacional, sin la
unidad de la representación, y sin el ostentoso aparato de una constitución
hecha de nuevo. Los políticos españoles, se dice, han cometido el mismo error
que los franceses; lo han querido todo a la vez. Era preciso afianzar de nuevo
el sistema representativo, interesando para ello a las clases privilegiadas, ya
tiempo había enconadas y ofendidas del despotismo ministerial, y dejar a la
acción paulatina del sistema mismo ya asegurado el remedio de los otros males y
las reformas administrativas. Sobresaltadas las clases con las pocas
contemplaciones que se les guardaban, y enconados los ánimos con tantas
novedades, la reacción tomó fuerzas de aquí para arrollarlo todo a la venida del
Rey, y no dejar rastro alguno de lo que se había hecho en beneficio del pueblo.
Yo no trataré de justificar cuanto las Cortes hicieron; sin duda alguna
cometieron errores muy trascendentales, y sería por cierto bien difícil que no
incurriesen en ellos hombres nuevos por la mayor parte en los negocios
públicos, sin ninguna especie de educación para el gran papel que tuvieron que
representar en el teatro del mundo, y colocados en una situación tan ardua y
extraordinaria. Pero hablaremos, milord, con franqueza y buena fe. ¿Han sido
sus yerros y sus excesos los que causaron realmente la ruina de la libertad en
aquella época? Yo me atrevo a decir absolutamente que no. La causa verdadera de
esta desgracia fue que el partido que no quería ni cortes ni derechos públicos
ni reforma ninguna fue a la sazón más poderoso. Los mismos que en el año 14
estuvieron al frente de la reacción liberticida eran los que en el año de 9 se
oponían al restablecimiento de las Cortes cuando la Junta Central empezó a
pensar en ellas; y entonces aún no sabían cuáles serían las formas de su
reunión y qué principios políticos las dirigirían. Demos en buena hora que no
se hubiese tratado de constitución al de soberanía, y que no se tocase a la
Inquisición ni al consejo de Castilla, etc. Pero a lo menos la seguridad
personal, la libertad de imprenta, la celebración periódica de cortes, la
responsabilidad de los ministros, el sistema de hacienda, eran puntos de que no
podía prescindirse y debían fundamentalmente arreglarse. ¿Se presume acaso que los
enemigos de la libertad no hubieran atacado estas innovaciones como usurpadas a
los derechos y prerrogativas del Monarca, y que nosotros dejásemos igualmente
de ser tratados de rebeldes y de sediciosos?
Error
más grande es el de aquellos que acusan a los españoles de no haber
restablecido sus antiguas instituciones políticas, las cuales, acreditadas por
la experiencia de otro tiempo y por la veneración que les tributan la tradición
y la historia, no estuvieran expuestas al peligro y disfavor de la novedad, y
fueran respetadas de propios y de extraños. He dicho, milord, error más grande,
y debiera haber añadido que el más ridículo también. Porque se ha repetido este
cargo con tanta frecuencia y con un aire de satisfacción y de sabiduría tan
impertinente, que se ve bien claro que estos pretendidos estadistas no han
saludado siquiera ni nuestra historia ni nuestras antigüedades. ¿Quién ignora
sino ellos que en otro tiempo había en España tantas constituciones diversas
cuantos eran los estados independientes en que entonces se dividía la
Península? Yo supongo que los que nos dan el consejo de acudir a ellas para
recomponer ahora el Estado, no nos negarían el derecho de elegir las que nos
pareciesen más a propósito para el objeto que nos proponíamos de restablecer y
asegurar nuestra libertad política y civil. Demos pues que hubiésemos
resucitado el privilegio de la unión, el magistrado del justicia, las
hermandades de Castilla, ¿es de suponer por un momento siquiera que la
legitimidad monárquica mirase estos murallones opuestos a su prerrogativa con
menos ceño, que los artículos de la constitución de Cádiz? ¡Oh, cómo entonces
los mismos que armados ahora del polvo y las telarañas de la antigüedad hacen
la guerra a nuestras teorías, revistiéndose de todo el sobrecejo filosófico y
llamándonos a boca llena pedantes, invocarían las teorías contra nosotros!
Ellos nos acusarían de ignorar de todo punto los grandes adelantamientos de la
ciencia social, de desconocer la diversidad de tiempos y de circunstancias, y
de tener la extravagante necedad de querer ajustar a la España del siglo XIX
los andrajos antiguos, ya podridos y olvidados. Y esta rechifla serviría solo
para el debate de pluma y de palabras; porque en el conflicto político y de
espada los príncipes, dejando a un lado estas vanas argucias de historia y
antiguallas, y considerando como un ultraje a su majestad la renovación de
aquellas libertades, proscriptas ya y condenadas por sus antecesores, sin
pararse en razones ni en disputas, las arrollarían del mismo modo que han
arrollado la Constitución.
Pero
si a lo menos las Cortes se hubieran congregado por estamentos, los males y las
recriminaciones que después se han seguido se impidieran del todo, o quizá no
fueran tan grandes. No, milord, los males hubieran sido mayores y las
consecuencias las mismas. Los estamentos o cámaras hubieran estado en una
perpetua contradicción entre sí; la acción del Gobierno para todo cuanto era
relativo a la defensa pública se hubiera entorpecido o neutralizado, y al fin
de esta lucha el partido aristocrático abusando indignamente de la parte que
tenía en la representación vendiera la libertad y el partido popular, al modo
que los setenta diputados disidentes lo hicieron con las cortes del año 14.
¿Por qué? Porque la cámara alta o los estamentos privilegiados, compuestos como
necesariamente habrían sido de gente opuesta a toda sombra de constitución, no
anhelarían a otra cosa que a destruir la institución representativa de que
participaban. La prueba perentoria está en lo que sucedió en Valencia. Allí las
clases privilegiadas tuvieron el campo abierto para reponerse en el influjo
político de que se quejaban desposeídas, y restablecer el equilibrio. El Rey,
entregado enteramente a su arbitrio y sus consejos, no les podía oponer ni
resistencia ni desagrado. En su mano estuvo remediar los defectos de la reforma
política sin sofocar de todo punto las libertades públicas y las suyas, y no lo
hicieron: prueba clara de que no lo querían. Es preciso desengañarse: en España
en aquel tiempo no había más que dos partidos: uno, de los que querían un
gobierno monárquico, pero templado y refrenado por medio de las leyes
fundamentales; otro, de los que bien hallados en los vicios del poder
arbitrario, repugnaba cualquiera innovación que le moderase y contuviese. Entre
estas dos opiniones tan opuestas no había medio ninguno, y cualquiera
institución que tirase a conciliarlas hubiera sufrido la misma contradicción y
tenido la misma catástrofe.
«El
Rey, dice David Hume hablando de vuestro Carlos II, se vio obligado a obrar
como cabeza de partido: situación muy desagradable para un príncipe y manantial
perenne de mucha injusticia y opresión»3. Si esta máxima, milord, no cuadra
enteramente en su primera parte con lo que ha pasado entre nosotros, es preciso
confesar que en la segunda tiene una aplicación tan exacta como espantosa.
Fernando VII, que en aquella época valía para los españoles todo lo que les
había costado, se puso, no obligado, sino gustoso, al frente del partido
intolerante por esencia, y por lo mismo intratable. Desde aquel punto toda la
fuerza de la opinión constitucional vino al suelo. En vano las Cortes quisieron
entenderse con el Rey y saber sus disposiciones acerca del modo con que podían
concertarse los derechos de su prerrogativa con los intereses de la libertad
pública. Todo fue inútil: sus representaciones se desestimaron, sus
comisionados no fueron admitidos, y las órdenes fulminadas en Valencia
aboliendo la Constitución, disolviendo las Cortes y proscribiendo al Gobierno,
anunciaron a la nación española el yugo de oprobio y servidumbre a que iba a
ser amarrada.
Mejor
sería tal vez que yo prescindiese aquí de aquel fatal acontecimiento. La parte
que me cupo de los infortunios de entonces quitará tal vez crédito a mis
palabras, que por templadas que sean, parecerán siempre hijas del
resentimiento, y no de la justicia. Mas yo dudo, milord, que historiador
ninguno en adelante, si pesa bien todas las circunstancias que mediaron en
aquella ocasión deplorable, pueda referirla sin indignación. Suena la hora,
dase la señal, y el tropel de esbirros y soldados inunda las calles y empieza a
golpear las casas. «Ábrase a la justicia»; «preso por el Rey»; eran los ecos
tristes que en medio del silencio y de las tinieblas pasmaban a las familias
despavoridas, que por primera vez los escuchaban. Bien pronto las manos no
bastaron a prender ni los calabozos a guardar. Regentes, diputados, ministros,
empleados subalternos, escritores políticos, todo lo llevaba la avenida, sin
que a los unos los defendiese su dignidad, la fe pública a los otros, a toda su
inocencia y sus servicios. Esta recompensa reciben, este descanso encuentran
después de seis años de sacrificios, de fatigas y de combates. Ellos han sido
los más ardientes defensores de la independencia europea contra los atentados
de Napoleón; ellos los que han mantenido entero y vivo el ardor de la
resistencia nacional; ellos, en fin, los que entregan a su rey un trono exento
de peligros y afianzado en la gratitud y alianza de todas las naciones. Unos
mismos hombres eran los que los acusaban, los que los prendían, los que los
juzgaban; y estos hombres habían sido, o tibios defensores del trono, o
compañeros suyos en aquellas mismas opiniones que servían de pretexto a la persecución.
Admirable y espantoso concurso de circunstancias atroces, que acumuladas en una
novela repugnarían como inverosímiles y absurdas, y consignadas en la historia,
la posteridad, horrorizada, se hará violencia en creerlas. Contribuyeron
también a este escandaloso acontecimiento sugestiones de extranjeros; y para
dorar su indigna connivencia entró también a la parte del agravio y de la
impostura, y nos calumniaban a porfía. Quién nos llamaba ilusos, quién
temerarios, quién sandios; las fórmulas del desprecio y de la compasión
insultante e injuriosa se apuraron con nosotros, y hasta en el seno de una
nación libre y en pleno parlamento se oyó a uno de vuestros ministros tratarnos
de jacobinos de la peor descripción. ¿A quiénes, milord? A los que procesados
por sus enemigos mismos, no se les pudo encontrar ni una sombra de delito; a
los que habían hecho su reforma política sin que a nadie costase una gota de
sangre, una lágrima siquiera.
A
este golpe tan decisivo de autoridad, o de iniquidad más bien, todo quedó en
silencio, y el gobierno del Rey no debió encontrar obstáculos ningunos en su
marcha imperiosa y absoluta. Una fuerza moral inmensa, los medios físicos
creados por la revolución misma, el consentimiento de los gabinetes, todo lo
tenía en su mano, y todo le favorecía para procurar y conseguir la prosperidad
del Estado, si tales eran su objeto y sus deseos. El pueblo en su primer
entusiasmo quería más bien recibirla de su mano que de las Cortes, y si hubiera
experimentado algunas ventajas de la nueva administración, y visto la prontitud
con que se hace el bien por los déspotas cuando de hecho saben y quieren
hacerlo, olvidara para siempre la caída del sistema constitucional y las
víctimas sepultadas entre sus ruinas.
Mas
hasta ahora, milord, no se ha visto ejemplo alguno en el mundo de que quiera
mandar bien el que aspira a mandarlo todo. Los que se habían apoderado de la
autoridad tenían otra cosa a que atender, y para mantenerse en ella creyeron
necesario sembrar las sospechas, la desconfianza, fomentar las delaciones,
sostener la persecución política y religiosa, y valerse de todos los medios que
sirven bien al poder violento y usurpado, pero que desdicen y degradan al
legítimo y seguro. Curar las heridas y desastres de una guerra tan desoladora,
formar un sistema económico y sencillo de Hacienda, arreglar el ejército,
reanimar la marina, fomentar la industria y el comercio interior, propagar los
conocimientos útiles, eran negocios en que no se pensaba, o se pensaba de paso
y sin consecuencia alguna. Yo no os fatigaré aquí con largos pormenores de
administración; la serie de sus providencias no sería más que una serie
fastidiosa de errores sin concierto y sin medida, condenados tiempo había por
la razón y por la experiencia. Pero en hombres que sientan por principio que
los años que pasan por una nación no son nada, que las cosas deben retroceder
al punto en que ellos desean, ningún desbarro hay que extrañar. Ni el
restablecimiento de los jesuitas, ni el de los colegios mayores, ni el de las
rentas provinciales, ni el de la Inquisición, ni en fin la resolución absurda
de que todo volviese al año de 8, podían servir de modo alguno para darnos
crédito, consideración y riquezas. ¡Estábamos por cierto en buen estado en el
año de 8 para proponerlo por modelo! Sólo mentecatos pudieran hablar así.
Nuestras transacciones con las colonias, después de sacrificios inmensos, no
terminaron en otra cosa que en ensanchar más y más el vacío que nos separaba de
ellas; nuestras negociaciones con los estados de Europa llevaban el carácter de
la pusilanimidad y de imbecilidad, con el cual ganábamos en desprecio y
perdíamos en interés. En el interior nos resentíamos de la falta de orden, de
tranquilidad y confianza; en plena paz nos veíamos consumir y perecer. Los
ministros sucedían a los ministros, las consultas a las consultas; y el Estado,
cada vez más miserable, no veía en los actos administrativos de la autoridad
más que incertidumbre, inconsecuencia y confusión. Si por casualidad en aquel
torbellino aparecía algún sujeto de capacidad y rectitud, como Ibarra, como
Garay, al instante se le oponía un adversario que sirviese a entorpecer su
actividad y a mortificarle, y después ignominiosamente se le despedía. Nemo in illa aula probitate aut industria certavit: unum ad potentiam iter4. El que mejor sabía pesquisar y perseguir, ése era el que más
favor tenía, el que por más tiempo duraba. De este modo, inhábil a gobernar y
sólo atenta a oprimir, la autoridad recogía a manos llenas el odio y desprecio
que su conducta merecía, y hecho el trastorno en la opinión, no podía menos de
seguirse un trastorno en el poder.
Lo
peor es que no se veía remedio en lo futuro. El Rey a la verdad había dado
aquel célebre decreto ofreciendo a los españoles restituirles sus cortes según
la forma que habían tenido en lo antiguo, y afianzar en las leyes que acordase
con ellas la seguridad personal, la administración de justicia, la libertad de
imprenta y un arreglo económico en la imposición y recaudación de las contribuciones.
Pero esta oferta hecha como tantas otras en un tiempo de crisis para fascinar a
simples y facilitar la entera destrucción de cuanto habían hecho las cortes de
Cádiz, no podía tener efecto ninguno. Jamás en los seis años se trató
seriamente de cumplirla, jamás en acto ninguno de la autoridad se dio la menor
señal, se hizo la referencia más mínima a este acto político. El Monarca, su
corte, sus ministros, la mayor parte de los tribunales, le repugnaron; ninguna
acción, ningún derecho, ninguna voz, ningún medio legal se había dejado a la
nación para reclamarle.
En
tal caso una mediación eficaz de parte de los extranjeros hubiera podido, según
el dictamen de algunos, evitar los malos que después sobrevinieron. Pero aunque
se prescinda de los inconvenientes funestos que siempre llevan consigo
semejantes mediaciones, no era de esperar que los que, atendiendo fríamente a
los cálculos de su egoísmo, habían dejado destruir enteramente la libertad
española y consentido aquel escandaloso atentado contra la moral pública en el
año de 14, quisiesen francamente restablecerla en el de 19, cuando ya los
intereses y las miras de los gabinetes preponderantes de la Europa se hallaban
en una contradicción más descubierta con la franquía de los pueblos. Dícese,
sin embargo, que en diferentes épocas de aquel período mediaron algunas
gestiones para que el Rey convocase las Cortes, o mitigase a lo menos la marcha
violenta y opresiva de su gobierno. Yo lo ignoro, y nada importa saberlo. Estas
notas, si las hubo, eran tan insignificantes para los que las pasaban como para
los que las recibían. En verdad que cuando los extranjeros han querido
intervenir de hecho en nuestras cosas, y remediar, como ellos dicen, los males
de España, otro tono han tenido los consejos que nos han dado, y los efectos
que se les han seguido han mostrado otra solemnidad.
No
quedaba pues a la nación española más apelación que a sí misma: partido
sobremanera violento y peligroso, pero ya necesario y sin duda alguna justo. Yo
bien sé, milord, que no convendrán en esto los nuevos políticos, o más bien
misioneros, que con argucias pagadas o con ilusiones pueriles tratan de
convertir la ciencia de las sociedades en una teología incomprensible. Ellos
por ventura nos dirían que tuviésemos paciencia; que la resignación es la
virtud del que padece; que los infortunios de los pueblos no se remedian por un
camino tan áspero, y que en todo caso debíamos ponernos con entera confianza en
las manos de la Providencia, que siempre dispone las cosas para lo mejor. Más
si esto a la sazón no era una amarga rechifla, era por lo menos una maravillosa
necedad. La voz de la equidad natural habla más alto que estos solistas impíos;
ella enseña a los pueblos que en los negocios de su propia conservación la
naturaleza les ha dado los mismos derechos que a los individuos. Ella les dice
que nadie está obligado a hacer el sacrificio de su bienestar ni de su
existencia en las aras del capricho y de la perversidad ajena. Negar estas
verdades es negarse a la evidencia de la razón; negar que la España se hallaba
en este caso es negarse a la evidencia de los hechos.
No
eran pasados veinte meses desde la venida del Rey, cuando ya el entusiasmo por
su persona había hecho lugar al desabrimiento y a la inquietud. Era por cierto
bien amargo considerar que nada se había adelantado ni con defenderse a tanta
costa de Napoleón ni con entregarse tan del todo a la voluntad del Monarca; y
los españoles no podían dejar de echar menos aquel orden de cosas que habían
permitido destruir, y volvían a él los ojos con vergüenza y con dolor. Brotó la
primera señal del descontento en la conspiración de Porlier; y si bien aquel
mal concertado movimiento se contuvo en el instante mismo en que nació, no por
eso dejó de notarse en los ánimos una general disposición a la novedad. El
suplicio afrentoso en que pereció su autor, en vez de servir de escarmiento a
los demás, parecía un nuevo incentivo que los estimulaba a tomar sobre sí
aquella demanda con mayor ánimo y mejores esperanzas. Sucediéronle Richard en
Madrid, Vidal en Valencia, Lacy en Cataluña, los oficiales del ejército
destinado a Ultramar en el Puerto de Santa María. Todas estas tentativas fueron
descubiertas y reprimidas antes de estallar, y la mayor parte de sus jefes
castigados capitalmente también. No se sabe qué maravillar más aquí, si la
rapidez con que se sucedían estos esfuerzos infructuosos, a pesar de los
ejemplos de vigor dados para aterrar y escarmentar; o la ceguedad del gobierno,
que no abría los ojos después de tantos avisos. Por la naturaleza y
circunstancias de los sucesos que se estaban tocando, se veía que ya no podía
contar con el ejército, porque los militares, como avergonzados y pesarosos de
haber atado su país a una coyunda tan ignominiosa y funesta, querían al parecer
lavarse de esta mancha, y conciliarse su amor restituyéndole a la libertad.
Una
de estas conspiraciones presentaba un carácter harto singular para no llamar
altamente la atención. En todos tiempos habían sido sagradas para los españoles
las personas de sus príncipes. Esas asechanzas ocultas, esas negras traiciones
que enlutan los palacios y desgracian la condición real, frecuentes en la
historia de otras naciones, no eran largo tiempo había conocidas en la nuestra.
Aún en la época de las mayores revueltas y en medio del furor de las guerras
civiles, los reyes de Castilla vivían entre sus vasallos seguros de violencias
y alevosías. Jamás Juan el Segundo, jamás Enrique IV, tuvieron que atender ni
guarecerse de este peligro, sin embargo de estar sirviendo de juguete a
partidos y a guerras enconadas, y de que el uno por su inconsecuencia y el otro
por su imbecilidad pudieron dar ocasión a semejante atentado. No le dieron
tampoco las frecuentes y sangrientas venganzas del implacable Pedro, aunque
levantaron aquel torbellino funesto en que vino a perder el cetro con la vida.
Él pereció, pero fue en guerra abierta con su hermano, que también se llamaba
rey, y luchando cuerpo a cuerpo con él. Esta catástrofe es el único ejemplar de
muerte violenta en nuestros príncipes por la larga sucesión de siete siglos, y
ni aun por pensamiento se ha repetido entre nosotros semejante atrocidad, hasta
el momento en que Richard la concibió contra el monarca reinante. ¿Por qué
fatalidad, pues, este proyecto horrible viene a idearse respecto de un príncipe
el más querido, el más deseado, el que ha costado a la nación los sacrificios
más insignes y más grandes? Fenómeno es éste a la verdad bien digno de
presentarse a la observación de los filósofos, los cuales acaso nos dirían que
los sucesos humanos se enlazan unos con otros con una cadena tan indestructible
como inevitable, y que si el atentado de Richard no tenía ejemplo en la
historia de Castilla, el proceder que Fernando VII aconsejado por sus
cortesanos había tenido con su nación, en el año de 14, no le tenía tampoco en
los anales del mundo.
Tal
era, milord, la disposición de los ánimos en España al entrar en el año de 20.
Yo en esta larga carta he procurado señalar las causas de esta disposición y
manifestar que la revolución que iba a venir no era hija de los hombres, sino
de la fuerza irresistible de las cosas. Todavía, si forzosamente se quieren ver
hombres en este negocio para que haya persona a quien echar la culpa, no los
busquemos, milord, ni entre los diputados que hicieron la Constitución del año
12, ni entre los militares que la volvieron a proclamar en el año de 20. Los
primeros, elegidos por la suerte y convocados por el Gobierno para ocupar las
sillas de las Cortes, dijeron y acordaron, bajo la garantía de la fe pública,
cuanto según su leal saber y entender convenía al bien del Estado. Los
segundos, estimulados y como impelidos de la oleada de la opinión, fueron
instrumentos casuales de un poder irresistible, como otros a falta de ellos lo
fueran sin duda también. No, milord; no son estos los autores de la grande
novedad que ha llamado tan tarde la atención de los monarcas de la Europa. Lo
son sí, a no dudarlo, Carlos IV con su indolencia y su abandono, María Luisa
con sus caprichos y con sus escándalos, el príncipe de la Paz con su insolencia,
con su avaricia y con su nulidad; Napoleón con su invasión extravagante,
Fernando VII haciéndose instrumento ciego de un partido fanático, incapaz de
gobernar la nación según la época y las circunstancias; todos ellos, en fin,
contribuyendo a porfía a romper el resorte antiguo de la autoridad y del poder,
sin que hasta ahora haya podido sustituírsele otro alguno.
Carta segunda
12 de diciembre de 1823
Llegadas las cosas
al término en que estaban, no era difícil prever cuál sería el éxito de la
primera tentativa en que la fortuna no fuese tan adversa al principio como lo
había sido a las anteriores. Riego, Quiroga y los demás jefes del último
levantamiento no pudieron a la verdad arrastrar consigo más que un pequeño
número de soldados, y por todas partes los cercaban fuerzas superiores que no
habían querido declararse abiertamente por ellos. Mas en el hecho sólo de
apoderarse de la isla de León y ponerse a cubierto de los primeros ataques con
las ventajas que presentaba aquel punto, tenían vencida la dificultad
principal, y la victoria era suya. Las armas usuales del Gobierno, las
pesquisas, procesos, cárceles, patíbulos no eran allí de uso alguno; era
preciso pelear y vencer, y derribar aquel estandarte que tremolaba en los
baluartes de la Isla y estaba incitando con su ejemplo a igual arrojo en las
otras provincias: arduo empeño por cierto, y acaso ya imposible, a una
autoridad tan aborrecida y desacreditada.
Y
observad bien, milord, el influjo y poder de aquellos primeros momentos ganados
por los constitucionales. Todas sus demás tentativas fueron desgraciadas; a
pesar de cuantos esfuerzos hicieron no pudieron apoderarse de Cádiz, que los
jefes del partido real mantuvieron en la obediencia hasta el desenlace de la
crisis; y eso que el espíritu general de los habitantes estaba enteramente
decidido a favor de la nueva empresa. Riego salió con una columna volante a
reconocer los pueblos de la costa y tentar con ellos algún movimiento favorable
a sus proyectos. Más las pueblos se mantuvieron tranquilos, porque la fuerza
que aquel general mandaba era muy corta para protegerlos. Seguida, como fue al
instante, por otra del ejército real destacada al intento, no pudo fijarse ni
establecerse en punto alguno, y se deshizo en su marcha. Pero estos incidentes,
aunque adversos, producían una cosa de inestimable valor, que era tiempo. Con
él la opinión ganaba campo y los ánimos se abrían a la esperanza. La misma
variedad con que se refería n los sucesos a lo lejos, dando pábulo a los
debates en la conversación, servía a aumentar el recelo y la duda en los
prudentes, el aliento y la confianza en los arrojados. El crédito de la
autoridad sólo podía salvarse con un golpe decisivo y favorable. Pero ya nadie
o muy pocos querían de buena fe comprometerse por ella. Servíanla con tibieza,
y contentos con salvar las apariencias, estaban a ver venir. Indecisa pues y
cobarde en sus medidas, incapaz de consejo alguno noble y generoso, la corte
perdió la ocasión de dar la ley a las circunstancias, y dejó llegar el momento
en que, estallando por todas partes a la vez el descontento y la resolución de
la mudanza, tuvo que recibirla vergonzosamente de los mismos a quienes había
proscripto y perseguido.
Vos
sabéis, milord, el método que tenemos en España para hacer las revoluciones.
Luego que el punto central del gobierno falta en su ejercicio o deja de
existir, cada provincia toma el partido de formarse una junta que reasume el
mando político, civil y militar de su distrito, y toma las providencias
necesarias para su gobierno y su defensa. Compuesta, como ordinariamente
sucede, de las personas más notables del país, o por saber, o por virtud, o por
ascendiente, es escuchada y mirada con respeto, y el mismo espíritu que sirvió
a crearla sirve también a hacerla obedecer. Entra después la comunicación entre
unas y otras para concertar las medidas de interés general; hecho esto, el
Estado, que al parecer estaba disuelto, anda y obra sin tropiezo y sin
desorden. Esto no es más, según algunos, que organizar la anarquía. Mas llámese
como se quiera, lo cierto es que con esta especie de federación la opinión
general se explica de un modo harto solemne, y la necesidad del momento queda
satisfecha. Porque no es posible imaginarse que una cosa realizada a la vez en
tantos y tan distantes parajes, y por personas de clases y costumbres tan
diversas, deje de estar en armonía con lo que generalmente todos piensan y
desean. Peligros y dificultades háyanse a la verdad muy graves por este camino,
y quedan para después resabios muy perjudiciales. Pero ¿cuál es, milord, el
movimiento o reacción política que no tiene los suyos? Y si bien se mira, ¿cuál
ofrece menos inconvenientes que el nuestro? A mucha costa le aprendimos los
españoles cuando Napoleón nos invadió y el buen éxito que le coroné entonces
hará probablemente que no se nos olvide en mucho tiempo.
Esta
fue pues la senda que seguimos el año de 20. Luego que con la dilación que
produjeron los acontecimientos de Andalucía los ánimos tuvieron lugar de
prepararse y resolverse, el estandarte constitucional se levantó también en la
Coruña y se formó una junta suprema de Gobierno que atendiese al estado
presente de las cosas y a la administración de la provincia. A esta segunda
señal se respondió en otras partes con igual aclamación, y Barcelona, Zaragoza
y Pamplona se arrojaron como a porfía a manifestar en el mismo sentido su
resolución y sus deseos. La corte, estremecida, vio ya acercarse el mismo
movimiento a la capital, y considerando bien su situación, se halló sin medios
para contenerlo. Los pensamientos, antes encerrados en el claustro de los
pechos o en el secreto de las casas, se iban manifestando por plazas y por
calles en quejas y clamores. La clase media del vecindario estaba ya inclinada
a la novedad, el populacho no se curaba de los sucesos que amenazaban, la tropa
en gran parte inclinada también a la mudanza, y el resto tibio o nulo, sea para
el ataque, sea para la defensa. Decidióse pues el Gobierno a contemporizar
algún tanto con el deseo público, y expidió un decreto en que se prometía
juntar las Cortes por estamentos a la usanza antigua, encargándose al consejo
de Castilla que consultase sobre el modo y forma de celebrarlas. Pero esta
medida, que acompañada de una amnistía franca y generosa, pudiera dos meses
antes haber salvado el decoro de la corte, y acaso reconciliarla con la
opinión, ya no era suficiente. El ímpetu de la oleada revolucionaria no podía
contenerse con promesas, y la Constitución del año 12, proclamada ya y jurada
en tantos puntos del imperio, ofrecía, en el concepto común, una garantía mejor
a las libertades públicas, que no un orden desusado por tres siglos y creído ya
inaplicable a la situación y circunstancias presentes del Estado. Si a esto se
añade la poca confianza que debía dar al público la promesa de una autoridad
acostumbrada a no cumplir ninguna, se verá clara la causa del mal efecto que
produjo aquel medio término, adoptado tan a disgusto y tan tarde. Ya no era
tiempo: o ceder del todo, o resistir; esto último era imposible, aquello
repugnante y vergonzoso. Más la exasperación de los ánimos, que se aumentaba;
las voces, que crecían; el pueblo, derramado por las calles, clamando porque se
pusiese ya un término a crisis tan violenta, y las noticias de fuera, cada vez
más temerosas y siniestras, acabaron de allanar las dificultades, que ya sólo
consistían en la voluntad del Rey. Éste juró al fin la Constitución; a su
ejemplo la juraron las autoridades, las tropas de la capital; la juraron las
provincias y los pueblos unánimemente, y la reacción consumada de este modo, la
libertad se vio universalmente restablecida en todos los ámbitos de la
monarquía.
Yo
omito de propósito toda la muchedumbre de particularidades por donde se llegó a
este gran resultado. Para ponerse los hombres de acuerdo en negocios tan
difíciles y peligrosos deben sin duda mediar avisos, tenerse conferencias,
emplear unas veces las ocasiones que ofrece la fortuna, o hacerlas nacer en
otras, si son necesarias a la consecución del objeto. La manifestación prolija
de estos incidentes es más propia de la historia que de esta correspondencia.
Sin duda la malignidad los acusa como maniobras ilícitas y criminales a fin de
conservarse el derecho de atacar el solemne acto político a que precedieron.
Mas para vos, milord, y para mí esto no es más que una impertinencia, bien
digna por cierto de gentes que no conocen los hombres ni por su propia
experiencia ni por la que manifiesta la historia. Todos los negocios humanos se
realizan de este modo, y a ser cierto ese principio, ninguno de los actos por
donde los gobiernos y los pueblos han venido al estado en que se hallan tendría
valor ni legitimidad alguna. ¿Por ventura para vuestra revolución en 1688 no
mediaron las mismas medidas y pasos preliminares? ¿No hubo dos conspiraciones
anteriores, que se desgraciaron? No hubo reunión de proscriptos y fugitivos en
Holanda; conferencias, pactos y convenios con el Statouder; avisos de una parte
y otra para entenderse y concertarse? No hubo, en fin, una fuerza militar
considerable, que pasó de un país a otro y se hizo centro y apoyo de los
malcontentos, adonde volaron a reunirse los pueblos, los magnates y los
soldados ingleses; con lo cual se dio el golpe de gracia a la tiranía de los
Stuardos. ¿No sería absurdo, o más bien ridículo, que Luis XIV arguyese de
nulas aquellas grandes y majestuosas transacciones de la nación inglesa, porque
para llegar a celebrarlas los jefes y cabezas de la revolución se habían
concertado y entendido por medios ocultos y callados? Sus armas, por fortuna
vuestra, no valieron más que este argumento pueril; y si bien entre nosotros
las cosas han sucedido el revés y la suerte nos ha sido contraria, estas y
otras razones de nuestros enemigos no son menos impertinentes por su victoria,
aun cuando por ella se hayan hecho infinitamente más odiosas. No anticipemos,
sin embargo, sobre los hechos y pasemos adelante.
Al
juramento constitucional del Rey se siguió la formación de la Junta
Provisional. Esta institución fue pedida por el pueblo y acordada por el
Príncipe para que le consultase las providencias y medidas que fuesen
convenientes a la conservación de la libertad y la Constitución, y a realizar
la convocación y reunión de las Cortes. Sin ninguna autoridad para mandar, esta
junta tenía toda la amplitud posible para proponer, para consultar, y puede
decirse que para impedir. Armada de toda la opinión popular y esforzada con el
apoyo de las otras juntas gubernativas, que al instante se pusieron en
comunicación con ella, su fuerza era inmensa y la esfera de su acción no tenía
límite alguno. De los individuos que la componían no diré yo que todos fuesen
igualmente amantes de la libertad ni tampoco igualmente capaces. Talentos había
en unos, experiencia de negocios en otros, virtudes cívicas en los más. Es
verdad que eran demasiados en número y estaban también a mucha distancia unos
de otros por su edad, su profesión, su índole y sus principios, para poder
convenirse en las extraordinarias medidas que las circunstancias pedían; pero
llenaron, no hay duda, con franqueza y honradez la principal de su instituto,
que era conservar ileso el depósito de la libertad pública, confiado a sus
manos para entregarlo después en las de las Cortes.
Podría,
sin embargo, preguntarse aún: ¿era conveniente, era decorosa la creación de
semejante poder político en aquellas circunstancias? Ya a primera vista se
manifestaba bien clara la poca confianza que había en las promesas del Rey y lo
sospechosa que era su aparente conformidad con la Constitución. Porque ¿qué
otra cosa era esta junta que una especie de tutela para dirigir los pasos del
Monarca y de su gobierno mientras las Cortes se reunían? Jurada ya la
Constitución por él, debía darse fe entera a esta palabra solemne, y no
presentar a la Europa ni a la España el espectáculo de una desconfianza
indecorosa al Monarca ciertamente, y nada propia para dar crédito al triunfo
conseguido. Si los que habían conducido el movimiento popular de Madrid hacían
tal aprecio de los sujetos que habían de componer la Junta, tanto valía
proponerlos para ministros. Los que a la sazón había no era posible que
continuasen, y el Rey aceptara de mejor gana para despachar a su lado a los
vocales de la Junta que a los ministros que ésta después le propuso, y él con
poco gusto suyo tuvo que nombrar: con los primeros a lo menos no tenía motivos
de aversión ningunos.
Éste
fue a mí ver otro de los errores que se cometieron entonces. El primer
ministerio llevó siempre consigo el defecto capital de estar compuesto en gran
parte de hombres en quienes el Rey no podía tener confianza ninguna. Tan
altamente agraviados y tan injustamente perseguidos, el cargo que se les daba,
si bien correspondiente a sus talentos, a sus virtudes, y sobre todo a la
opinión que generalmente disfrutaban, no era de modo alguno conveniente a la
situación lastimosa de que a la sazón salían. Ya en primer lugar la larga
distancia a que unos y otros se hallaban produjo en su reunión una dilación
perjudicial a la uniformidad y presteza que debían llevar los pasos del
Gobierno en aquellas circunstancias. Añádese que saliendo la mayor parte de
ellos del retiro oscuro donde la tiranía los tenía sepultados seis años
seguidos, carecían del conocimiento práctico de los hombres y de los negocios,
tan preciso en aquellos momentos; y al tener que tratar con los unos y que
dirigir los otros era inevitable que al principio anduviesen como a tientas y
cometiesen errores que solo podían enmendarse a fuerza de tiempo y tentativas.
Pero estos inconvenientes no eran los mayores: el más grande, el principal,
consistía en la poca buena fe, en el ningún concierto que necesariamente había
de haber entre el Príncipe y los depositarios de su confianza. Cuán escasa era
la que Fernando VII daba a los ministros francamente liberales la experiencia
lo manifestó en adelante. Pero aun cuando la disposición de su ánimo fuese más
benévola y sincera en aquellos primeros días, era moralmente imposible que
procediese de buena fe con hombres a quienes debía suponer tan resentidos. Así
es que desconfiados ellos del Rey, y el Rey mucho más de ellos, el curso de los
negocios debía padecer infinito de una posición tan falsa, y el bien que sin
duda hicieron, otros lo hubieran hecho tan bien y acaso con más ventajas, y sin
los desabrimientos y zozobras que ellos estuvieron padeciendo a todas horas en
aquella época cruel.
Si
la formación del ministerio no fue por estas consideraciones muy acertada,
tampoco está exenta de reparo la otra resolución sobre el carácter con que
debían convocarse las Cortes. ¿Serían las mismas que fueron disueltas por el
Rey en el año de 14, o bien otras ordinarias como aquéllas, o en fin
extraordinarias con poderes más amplios, y en algún modo constituyentes?
Cualquiera de estos partidos que se tomase ofrecía reparos de alta gravedad, y
la Junta prefirió el segundo, por ser en su consideración el que los presentaban
menores. Díjose entonces, y después se ha repetido, que el Congreso nacional,
encerrado en los estrechos límites que señala la Constitución a las cortes
ordinarias, no podía abarcar los objetos que tenían que tocarse después del
trastorno del año 14 y los seis de despotismo que le siguieron. Que las
atribuciones de las cortes ordinarias, suficientes en un orden regular y continúo
de las cosas públicas, no lo eran ya en aquel caso, en que habían de ofrecerse
negocios de la más grave consideración, a que no alcanzaban sus facultades. Que
si el Congreso se excedía en estos casos imprevistos y extraordinarios, sería
acusado de arbitrariedad y de usurpación; y si, por atenerse a la regla, no
acudía a la necesidad pública, el Estado se vería expuesto a peligrar o
perecer. Los sucesos últimos, milord, han venido a dar una fuerza al parecer
incontrastable a estas razones. Hay gentes que suponen que unas cortes
extraordinarias convocadas al tiempo en que los gabinetes de Europa nos
intimaron que reformásemos nuestra constitución, hubieran podido, sacrificando
algunos artículos de ella, salvar las libertades públicas de los españoles y la
independencia nacional: cosa que unas cortes ordinarias no podían absolutamente
hacer. De esto hablaremos más adelante cuando le llegue su vez, sin dejar de
observar ahora que los que así piensan dan a los pretextos de que los gobiernos
se valen en sus operaciones públicas harto mayor crédito y fe que la que
realmente merecen.
Para
vos, milord, y para todos aquellos que juzgan de las cosas no por el resultado
final que tienen, sino por los motivos en que se apoyan al tiempo en que se
hacen, tendrán a mi ver más preponderancia las razones en que se fundó la Junta
para que la convocatoria se hiciese en la forma que salió. Pongámonos en la
situación y circunstancias de entonces. El principio del levantamiento se había
hecho a nombre y con la voz de la Constitución; ella sola, sin límite ni
restricción ninguna, era la que habían jurado las provincias, los pueblos, las,
autoridades, el Rey. Unas cortes extraordinarias convocadas con el objeto ya
indicado llevaban consigo la posibilidad, y también la probabilidad, de reforma
o alteración en aquella misma ley fundamental que nos había servido de áncora
en la tempestad y de bandera de reunión en el peligro. ¿Era decoroso por
ventura, era sobre todo político minar por los cimientos aquella misma ley y
quitarla su fuerza con la esperanza de su variación? ¿Quién la obedecería,
quién la cumplirla, quién, la sostendría? El partido entonces imperceptible de
los que querían unas formas de libertad más amplias, el infinitamente más
grande de los que no querían ninguna, hubieran tomado de aquí punto de apoyo
para sus agitaciones y sus intrigas, y ningún orden, ningún asiento de cosas se
hubiera podido conseguir. Vos sabéis, milord, que la mejor ley es la más bien
observada, y que lo que más destruye cualquiera institución política es el
dejar a los particulares la esperanza o la posibilidad de violarla o de
abolirla. Tal hubiera sido en esta hipótesis la suerte de la Constitución, y
cierto que, según la tendencia de los ánimos, ninguna perspectiva podía, serles
más desagradable. Todos deseaban tomar puerto después de tantas zozobras, todos
asegurarse contra la posibilidad de nuevas tempestades. ¿Dudaba alguno entonces
de la buena voluntad del Rey? El ministerio que acababa de formarse ¿no
inspiraba una confianza, universal? ¿Quién, esto supuesto, había de imaginarse
que unas cortes ordinarias no fuesen bastantes a establecer sólidamente el
gobierno sobre las bases constitucionales? Tales pues debían convocarse, y así
lo fueron, milord. Lo demás ¿no hubiera sido empezar de nuevo la revolución?
El
pueblo procedió en seguida a las elecciones de los diputados, y en este primer
ejercicio legal de su poder se manifestó digno de la libertad que acababa de
conseguir. Ningún tumulto, ningún desorden, confusión ninguna. Cualquiera, al
ver la gravedad y asiento con que este grande acto se verificó en todas partes,
diría que los españoles estaban acostumbrados a él de muchos siglos atrás. Un
feliz instinto animaba a generalmente entonces a los electores, y unos por amor
a la libertad, otros por escarmiento, otros por sosiego: todos concurrían en el
deseo de poner los destinos de su patria en manos de la sabiduría y de la
virtud. La alegría y la esperanza, que todo lo concilia y hermosean, les hacían
concurrir en un solo pensamiento, y este pensamiento era el del bien. Una gran
parte de ellos estaban ausentes al tiempo de ser elegidos; ninguna intriga
medió, ningún cohecho, ningún manejo torpe y vergonzoso. No hay duda que el
influjo principal, y aun puede decirse que exclusivo, le tuvieron en este
negocio los amantes de la libertad; pero no era posible otra cosa en el
aturdimiento y anonadación en que había caído el partido opuesto. Pero
influyeron noble y generosamente, sacrificando toda mira y toda pasión
particular al grande objeto por el que anhelaban. Poned los ojos, milord, en la
lista de aquella diputación sobresaliente, y veréis confirmada esta verdad con
el mérito y calidades que adornaban a la generalidad de sus individuos.
Carácter, principios, buena fe, capacidad, talentos, diversidad de estudios,
pruebas de un celo incorruptible por la conservación de la libertad y por el
bien de su país, dadas, ya en servicios señalados, ya en padecimientos sufridos
con constancia y con honor: todo se encontraba en aquella diputación y se veía
reunido a la vez en muchos de aquellos patriotas. Luego veremos las calidades
que les faltaban, pero estas eran las que a la sazón podía tener presentes el
pueblo que los elegía, y en ello dio una muestra de seso y buena fe
correspondiente a sus esperanzas. Dignos eran por cierto, si un destino más
fuerte y contrario no se lo estorbara, de asegurar para siempre la felicidad de
España. Y cuando, ya reunidos en cortes en el 9 de julio, el Monarca, seguido
de su familia, de sus guardias y de toda la pompa de la majestad real, vino a
revalidar en manos del Presidente el juramento, ya antes hecho, de guardar y
hacer guardar la Constitución, digno era aquel congreso de autorizar esta
obligación sagrada, este nuevo pacto que a la vista del cielo y de la tierra
hacía entonces Fernando con su pueblo; y a nadie en aquel gran día le vino al pensamiento
que semejante solemnidad fuese una farsa, el Monarca un perjuro, y la nación
española allí representada un rebaño vil mofado y escarnecido5.
Con
el juramento del Rey y la instalación de las Cortes se puso fin a aquella
especie de anarquía que medió entre el gobierno absoluto y el régimen
constitucional. Comparemos, milord, el aspecto que entonces presentaba la
España con el que tuvo en el año 14 después de la reacción de mayo, o más bien
con el que presentaba ahora después del suceso que ha tenido la invasión. A
vosotros, criados con la leche de la libertad y protegidos tanto tiempo ha por
unas leyes cuyo principal objeto es la conservación de la dignidad moral del
hombre y la inviolabilidad de sus derechos sociales; a vosotros, repito, es
imposible formaros una idea aproximada de lo que son la opresión y la
servidumbre. No, milord; sois ahora demasiado felices los ingleses para
comprender bien nuestra amarga desventura. Si resucitaran vuestros abuelos,
aquellos a quienes hacían temblar los caprichos tiránicos del violento Enrique
VIII o las hogueras crueles de la fanática María, ésos solos podrían entender
nuestra situación miserable y simpatizar con nuestros males. Es verdad que,
gracias a la cultura de las costumbres modernas, no se vierte aquí ahora tanta
sangre ni se queman vivos los hombres. Pero ¿qué importa si la persecución es
más general, la zozobra mayor y la desolación más funesta? Consideremos esos
actos de proscripción fulminados no sólo contra este o aquel individuo, sino
que a las veces condenan a la ruina y a la desesperación clases y pueblos
enteros. La soledad en los teatros, el silencio de las calles, las casas
yermas, las familias privadas de sus padres y de sus hijos, que andan errantes
por los pueblos sin dejarlos sosegar en ninguno; la mortífera emigración de los
capitales, que se han llevado a otros países, nos mostrarán con caracteres
harto expresivos y dolorosos el terror de los ánimos, el desaliento general y
el despojo cruel de toda especie de seguridad, de todo linaje de contento.
Adiós crédito, confianza, pensamientos útiles, proyectos grandiosos y
atrevidos: todo cesa, todo muere. El ceño hostil e inexorable de la autoridad
destruye hasta la esperanza, y llevando consigo la conciencia de su tiranía, en
las medidas violentas con que se asegura o se venga se acusa involuntariamente
de su injusta usurpación.
Y
yo prescindo aquí, milord, de los sentimientos alegres o tristes que agitan al
partido que exclusivamente se cree o vencedores o vencidos. ¿Quién puede dudar
jamás que los parásitos de palacio, los instrumentos de la superstición y
fanatismo, las bandas populacheras pagadas para este efecto, los aventureros
facciosos que se pusieron entre el patíbulo y la fortuna; quién puede dudar, repito,
que todos ellos y sus indignos fautores están a la sazón locos y embriagados
con su victoria y su triunfo? Mas estos, milord, no son la porción interesante
o inmensa de un estado en quien se reflejan y obran los resultados de estas
grandes operaciones. No son estos los que sustentan, los que enriquecen, los
que ilustran, los que perfeccionan. El juicio que debe hacerse de tan
importantes movimientos, y la mayor o menor analogía con los sentimientos
generales de un país, han de graduarse no por el encono o el aplauso de las
pasiones victoriosas o vencidas, sino por el objeto que producen en la masa
general de una nación y por el ensanche que niegan o procuran a la actividad de
las clases útiles y productivas. Los españoles, que tenemos tan larga experiencia
de vinos y otros resultados, sabemos bien a qué atenernos. Pero los egoístas
políticos, que con tan inhumana indiferencia nos han dejado asesinar bajo el
pretexto de que la Constitución no era a nuestro gusto, podrían volver los ojos
a contemplar el aspecto alegre y animado que la España presentaba en el año 20,
y decir si eran de su gusto o no las cadenas atroces que acababa de romper.
Deshecho
estaba el cetro de hierro con que el poder absoluto la atormentaba seis años
hacía; el pueblo vuelto de la servidumbre a la libertad, y un partido hasta
entonces proscripto y perseguido elevado como por milagro al colmo de la
fortuna y de los honores. Tan grande cambio de fortuna, revolución tan
completa, era imposible que se hiciese, al parecer, sin correr ríos de sangre,
y sin que los vencedores sacrificasen millares de víctimas a su resentimiento y
venganza. No fue así, milord; y la Europa toda es testigo de que este gran
movimiento costó a la verdad algunas vidas, pero todas de hombres liberales,
pero todas sacrificadas por sus viles enemigos, al mismo tiempo en que aquellos
mártires de la libertad les presentaban la oliva de la paz y les iban a
abrazar. Así fue muerto el heroico y virtuoso Acevedo en los campos de Galicia;
así fueron asesinados con la mayor infamia los desdichados habitantes de Cádiz
que perecieron en el para siempre abominable 10 de marzo. Y a pesar de tan
justos motivos de ira y de rencor, el partido vencedor siguió la senda de
moderación y templanza que convenía a la nobleza de su causa, y se ganaba el
respeto y admiración de propios y de extraños. Los mismos que, después de haber
sufrido tantos años en destierros, en presidios o en calabozos, salieron a la
luz y al poder, el primer uso que hicieron del poderoso influjo que tenían, fue
interponerse en medio de sus verdugos y de sus defensores, y servir a los unos
de escudo, a los otros de freno y consejo. Así coronaban la gloria adquirida en
aquella persecución, llevada por ellos con una entereza y una dignidad de que
la historia presenta muy pocos ejemplares. Ninguna resolución funesta, ninguna
proscripción general. Unos pocos individuos se hicieron justicia a sí mismos
ausentándose o escondiéndose; mas pasada la efervescencia de los primeros días,
todo volvió al orden acostumbrado y todos se entregaron a sus tareas ordinarias
y a entender en sus negocios. Los mismos enemigos de la libertad disfrutaban de
una seguridad que no conocían en la época anterior, y a la sombra de las leyes
y de las prerrogativas que disfrutaban como los demás ciudadanos, disponían las
negras tramas que se fueron viendo después. Los caminos estaban llenos de
viajeros que iban y venían, las calles pobladas de gente, los sitios de
diversión y recreo concurridos a porfía, los brindis y aplausos de los festines
cada vez más regocijados. Una nueva vida parecía que circulaba por los ámbitos
de la España, y animando con grandes esperanzas el pecho de cuantos se sentían
con actividad y con medios, abría una perspectiva de aumentos y de mejoras en
todos los ramos de la riqueza y prosperidad pública. Y en medio de este júbilo
y de este movimiento, esperados tan poco y tan desusados antes, ningún
desorden, ningún alboroto indecente, ninguna asonada incómoda y peligrosa. La
autoridad no echaba menos la fuerza que realmente le faltaba. La alegría sola
era la que gobernaba el Estado ¡Qué mucho, milord, si entonces los españoles
estaban generalmente animados de los sentimientos más benévolos y apacibles: la
seguridad y la confianza para lo presente, la esperanza y la prosperidad para lo
futuro!
Y
los efectos felices de esta admirable disposición no se limitaron a los
términos del reino, sino que se hicieron sentir también y se dilataron a los
demás pueblos de Europa. Jamás la España, milord, se había presentado a los
ojos de las naciones civilizadas más digna de respeto y de maravilla que
entonces. Ni cuando la llenó de envidia con el descubrimiento y adquisición de
un nuevo hemisferio, ni cuando las agitaba y aterraba todas con el rigor de su
esfuerzo, de sus armas, de sus tesoros y de sus intrigas, ni aun cuando
despertando de repente del letargo en que yacía, se hizo el campo de la
independencia del continente y les enseñó el modo de arrostrar y de vencer al
indómito Napoleón. Otro ejemplo, otro espectáculo era levantarse por sí sola de
fango de la servidumbre, sacudir en un momento toda las plagas de la opresión
que pesaba sobre ella, y hace una gran revolución sin escándalo y sin
desastres; pasa cinco meses de anarquía sin confusión ni desorden, guardar la
dignidad de la virtud en medio de la irritación de las pasiones, y establecer
el imperio de la ley constitucional, como el más conveniente al bien general
del Estado, sin consideración ni miramiento alguno a intereses privados ni a
partidos. Este grande fenómeno político, quizá sin ejemplo en los fastos de las
grandes naciones, produjo una sorpresa, un sentimiento de admiración y de
respeto universal. Los estadistas bien intencionados se pusieron a observarle
con la más viva atención, con el más grande interés; los filósofos le señalaron
como una insigne lección dada a los pueblos y a los gobiernos; los monarcas no
osaron contradecirle ni los malévolos censurarle; mientras que los
maquiavelistas políticos, atónitos y confundidos al pronto, se decidieron a
ganar tiempo, confiando en que el mismo movimiento les mostraría después los
medios de atacarle y destruirle.
Estos,
por desgracia, no tardaron en descubrirse, aquel campo magnífico de ricas y
alegres esperanzas empezó a marchitarse bien pronto para agostarse y secarse
miserablemente después. Las causas de este desastre son muchas y diversas: unas
lejanas y necesarias, otras inmediatas y en gran parte voluntarias y evitables.
De ellas vamos a tratar; pero es preciso hacer antes una pausa. No es bien,
milord, que acibaremos el gusto que producen las gratas y nobles ideas que
acaban de ocuparnos con los desapacibles objetos que van a ser el argumento de
la carta siguiente.
Carta tercera
25 de diciembre de 1823
No hay duda,
milord, en que cuando por el orden político que rige a una nación sus males se
han hecho igualmente insufribles que irremediables, no le queda otro recurso
que mudar las instituciones que tiene o la autoridad que la manda. Y esto no es
precisamente un consejo; es un hecho constante en la experiencia, un resultado
necesario de la situación de las cosas. Por más que se esquive pasar por ello,
fuerza es que así suceda; y las alteraciones que acontecen en los gobiernos y
en las dinastías no tienen por lo común otro origen. Políticos muy resueltos
dicen que es preciso hacer las dos cosas a la vez, porque nada se consigue,
según ellos, en mudar la autoridad sin mudar la institución, y es sumamente
peligroso alterar la institución y conservar la autoridad. Los españoles no
fueron tan denodadamente exclusivos; y queriendo ser consecuentes a la fe
jurada a sus reyes, les conservaron el trono y reformaron la monarquía. Esto
sin duda hacía honor a su lealtad; pero les imponía al mismo tiempo la
necesidad de luchar con la mayor de las dificultades, la de conciliar
políticamente su constitución con su rey.
Quizá
aguardaréis de mí en esta ocasión una descripción moral de Fernando VII, en
que, recargados los colores por la pasión del momento, resultase que su carácter
era la primera y principal causa del trastorno que acabamos de sufrir. Pero yo,
milord, no he tratado a este monarca, ni le conozco bastantemente tampoco para
hacer su retrato con imparcialidad y con acierto. Por otra parte, ya os he
dicho al principio que íbamos a conferenciar de cosas y no de individuos, y
fiel a esta protesta, me abstendré respecto del Rey de toda observación
personal que pueda, según su tendencia y tono, atribuirse a detracción o a
lisonja: cosas una y otra tan ajenas de mi carácter como del designio que me he
propuesto en esta correspondencia.
Lo
único, sí, a que llamaré vuestra atención es a que por la naturaleza de su
educación y de sus hábitos e impresiones primeras, y aún por casi todas los
acontecimientos de su vida, la disposición de su ánimo ha debido ser siempre
opuesta a un orden cualquiera liberal, y esto en grado más alto que lo son los
demás príncipes por el tenor general de su condición y sus principios.
Consideradle desde niño mal querido de sus padres, eclipsado y desairado por el
arrogante visir, alejado de todo influjo y representación, contrariado casi
siempre en sus gustos y aficiones, observado en su conducta, rodeado de espías,
y amagado muchas veces, según se decía en aquel tiempo, de perder alevosamente
la vida para que perdiese la corona. Considerad el estado hostil en que las
circunstancias le pusieron después, primero con Napoleón, que pérfidamente le
cautiva y le despoja; después con los parciales de la libertad, a quienes el
espíritu de partido se los pinta como enemigos eternos de su autoridad y su
persona; y en fin, con los franceses, que habiéndole libertado de la sujeción
constitucional, le imponen el doble yugo de la superioridad de su fuerza y de
la obligación de tan inmenso beneficio. Añadid las sugestiones viciosas de las
pasiones e intereses que han estado sin cesar combatiéndose alrededor suyo, los
consejos contradictorios, las delaciones continuas, las perfidias e
inconsecuencias que de cuando en cuando ha experimentado en sus mismos
favoritos; y todo junto os dará fácilmente la razón de esta propensión
recelosa, de esta falta de confianza que se advierte habitualmente en el rey de
España, de este anhelo de mando exclusivo y absoluto, de esta contradicción
constante y manifiesta a toda idea o propuesta de régimen constitucional.
Para
allanar la resistencia que esta situación y carácter individual oponían al
sólido establecimiento del nuevo sistema, hubiera sido necesario un pueblo de
otra índole y otra decisión. Pero las pasiones políticas no se inflaman en la
muchedumbre tan fácilmente como so piensa; y el español, grave y tranquilo por
inclinación, obediente y sumiso por costumbre, no. podía ser excitado de
repente al amor exclusivo de unas leyes a las cuales faltaba el cimiento de la
experiencia y la majestad que da el tiempo. Es verdad que había visto caer al
coloso del poder arbitrario no solo con indiferencia, sino con gusto: la poca
equidad de sus procedimientos y el mal resultado de sus operaciones
gubernativas no le daban derecho a otro interés. Mas el poder constitucional
que se lo sustituía tenía que adquirir crédito y afición por la importancia y
muchedumbre de sus beneficios: para esto era necesario tranquilidad y tiempo;
cosas una y otra que no están en la mano de los que dan impulso a los sucesos
públicos. La pasión viene después con el conocimiento de lo que la libertad
vale, con el hábito y costumbre de disfrutarla, con el calor y la indignación
que inspira la perversa voluntad de destruirla. Hasta entonces es en vano
buscar en los pueblos este fanatismo político que se precipita a todos los
peligros y se decide a todos los sacrificios antes que dejarse arrebatar unas
leyes en las cuales encuentran su prosperidad y su gloria.
Y
no porque deje de haber en los españoles calidades y virtudes propias de los
pueblos libres. Yo reconozco en ellos muchas dignas de alabanza; y largo tiempo
antes de ahora discurriendo los dos sobre este punto, hallábamos, milord, que
de todos los pueblos del continente, éste era acaso el más a propósito para recibir
con fruto el germen de la libertad. Templado, frugal, sufridor de trabajo y de
fatiga, grave, consecuente y algún tanto altivo, sujeto a un régimen y a unas
leyes civiles que, si bien defectuosas por otro aspecto, no favorecen demasiado
a las clases altas con degradación y vilipendio de las humildes; acostumbrado
por más de un siglo a ver entregada la dirección de los grandes negocios del
Estado a ministros sacados de la clase media y aun ínfima de la nación, era
preciso esperar que recibiese sin repugnancia y se habituase gustoso a un
sistema político análogo y consiguiente a tan bellas disposiciones. No hubiera
salido fallida esta esperanza a estar él más adelantado en el conocimiento de
sus verdaderos intereses, o a tardar algún tanto las intrigas y la violencia
con que han sido arrancadas las nuevas leyes que empezaba a disfrutar. Pero
todos los pueblos son ignorantes y preocupados, y el español por desgracia lo
es tanto o más que cualquiera otro de Europa.
Y
si al fin, ya que no pudiese esperarse entonces una cooperación activa y
enérgica de su parte, los constitucionales se hubiesen mantenido unidos, su
fuerza pudiera contrapesar la contradicción del Rey y la indiferencia del
pueblo, y al cabo sobrepujarlas. Ellos tenían de su parte la fuerza de las armas,
la fuerza de la opinión, que no era dudosa en los hombres racionales, y la
fuerza que asiste siempre a un gobierno reconocido y de hecho. Mas aquí
empiezan, milord, nuestros errores y nuestras pasiones; aquí principia nuestra
vergüenza, y la obra halagada por la fortuna, decorada por la generosidad y la
virtud, se desdora con el espíritu de partido, con pasiones pueriles y con una
ambición insensata. Diose la señal a la división de los ánimos con la
disolución del ejército de la Isla, acordada por el Ministerio por razones de
conveniencia pública y de economía, y repugnada por los jefes de la
insurrección como impolítica y contraria a los intereses de la libertad. Bien
considerada la situación de las cosas, la razón estaba de parte del Ministerio,
porque debía evitarse la apariencia de tener en tutela a las Cortes con la
existencia de aquel ejército reunido, y convenía muy mucho quitar a los
extranjeros el pretexto de calumniar tan grande acontecimiento dándolo el
aspecto de una insurrección militar. Pero en el modo de realizar esta prudente
medida no se tuvo la debida cuenta con el mérito, pasiones y miras de los
diferentes interesados que en ella mediaban, y que era entonces muy preciso
contemplar. De aquí la emulación, la rivalidad entre los liberales del año 12 y
los del año 20, los odios mal disimulados al principio, después las
imputaciones, y por último la guerra.
Parte
el general Riego de Andalucía con el pretexto desarreglar este asunto con el
Gobierno, y apenas llega a Madrid, cuando los síntomas de descontento, de
desorden y de sedición empiezan, siguen y crecen de un modo que inquieta y
atemoriza. Yo quisiera, milord, poder pasar en silencio a este hombre
extravagante más bien que extraordinario, que en la prosperidad y en la
desgracia, en la vida y en la muerte, se ha equivocado siempre en las ideas que
formaba de las cosas y de los hombres, y mucho más en la de sí mismo. La
compasión debida a su desastrada suerte y a su acerbo fin no deja fuerza al
espíritu para la severa censura que merecen sus desvaríos. Pero en ellos
consiste una gran parte de nuestras desgracias, y ellos caracterizan muchos de
nuestros errores. Por lo mismo es fuerza sobreponerse a los sentimientos que
excita su lastimero recuerdo, y cumplir con el austero deber que uno se propone
cuando escribe la verdad. Él, en vez de corresponder entonces al concepto que
generalmente se tenía de su carácter y de sus talentos, en vez de manifestarse
digno restaurador de la libertad, y, como tal, apoyo y columna del gobierno que
se acababa de establecer con ella, se le ve entrar en una vana contestación de
palabras y de política con el Ministerio, afectar una pueril emulación de
sabiduría y elocuencia con Argüelles, intentar atraerse la popularidad y la
atención por medios, unos extraños a nuestras costumbres, otros ridículos6; y sin ocultar sus miras de echar abajo el Ministerio, descender
para lograrlo a los odiosos manejos y oscuras intrigas de un partidario
agitador y revoltoso. La mina se cargaba, y ya los indicios de ella traspiraban
en las calles, en los cafés, en las sociedades políticas, en los periódicos y
en los teatros. En uno de ellos la autoridad del jefe político fue desconocida,
su persona ultrajada, y su casa después insultada con violencia y con descaro.
Hablábase también de algunos cuerpos de la guarnición ganados, y por momentos
se aguardaba una explosión perjudicial y escandalosa. El Gobierno, sobresaltado
con tan siniestras señales, después de haber defendido victoriosamente sus procedimientos
en las Cortes, se vio en la precisión de desplegar la fuerza armada en la
capital para contener los movimientos que se preparaban y poner en respeto a
los temerarios y mal intencionados. Creyó además necesario que saliesen de
Madrid Riego y sus principales fautores. Fijóles pues sus cuarteles como a
militares en diferentes puntos del reino: ellos obedecieron, y restablecidas la
tranquilidad y confianza en el público, pareció que aquella incidencia no había
sido más que una ligera turbación en la atmósfera, restituida luego al instante
a su esplendor y tranquilidad primera. Pero aquel fue el primer día que
amaneció sereno a los partidarios del poder absoluto: ellos desde entonces
debieron abrigar como seguras las esperanzas de su restauración, mientras que
los prudentes y advertidos veían con tanta amargura como dolor en aquellos
tristes debates el principio de nuestras divisiones e infortunios.
Éranos
entonces tanto más necesaria la cordura, cuanto que en aquel tiempo se estaban
verificando en Europa acontecimientos de la mayor importancia, enlazados
íntimamente con la revolución que acabábamos de hacer, y de un influjo harto
poderoso en nuestra seguridad e independencia. Hablo, milord, de los sucesos de
Nápoles, Portugal y Piamonte, que tanta alegría nos causaron de improviso, y
que tan caros nos han costado después. Yo no acusaré de temeridad y de
imprudencia, como lo he visto hacer tantas veces, a los autores de estos
generosos movimientos, los cuales, se dice, debieron aguardar mejor coyuntura para
declararse, o bien dando lugar a que la libertad española estuviese
perfectamente reconocida y consolidada, o bien esperando a que las grandes
potencias de Europa empezasen a discordar en intereses políticos, y se rompiese
esa fatal armonía en que se hallan todas ahora para sostener la autoridad
absoluta de los príncipes y la servidumbre y anonadación de los pueblos. Ellos
me responderían tal vez que las ocasiones en política son extremadamente raras,
y es preciso aprovechar denodadamente las que ofrece la fortuna; que la
disposición de los ánimos estaba entonces inclinada a este movimiento, y no era
seguro que lo estuviese después; en fin, que ningún momento mejor que aquel en
que la novedad ocurrida en España, tan digna y gloriosamente ejecutada, tenía sorprendida
y maravillada la Europa, y llevaba consigo un prestigio tan poderoso que los
pueblos necesariamente anhelaban por imitarla, y no dejaba al parecer a los
príncipes pretexto alguno de resistencia. ¿Tenemos nosotros la culpa,
añadirían, de que estos movimientos no hayan sido seguidos, como fundadamente
esperábamos, de otros pueblos más grandes y más fuertes? ¿Se nos debe acaso
echar en cara la inacción en que se han mantenido los amantes que tiene la
libertad en Francia y Alemania, o por lo menos la imposibilidad en que se han
visto de ayudarnos?
Sea
de esto lo que fuere, lo que no tiene duda es que este movimiento eléctrico
hacia la libertad, comunicado con tanta rapidez a pueblos tan diversos,
sobresaltó a los reyes, ocupó exclusivamente la atención de los gabinetes, y la
inmensa fuerza de que desgraciadamente disponen se dirigió toda y preparó a
contener y sofocar estas llamaradas peligrosas. Los congresos de Troppau y
Laibach decidieron la suerte de Nápoles y del Piamonte, que invadida y ocupada
al instante por las tropas alemanas, no sólo vieron destruir las libertades de
sus pueblos, sino anonadar también la autoridad de sus reyes. Efecto necesario
de este equilibrio general que reina en las cosas del mundo: una vez que estos
príncipes no quieren gobernar según las leyes ni mantenerse en buena armonía
con sus pueblos, ni tienen fuerza propia para ser tiranos, sufran
irremisiblemente la ignominia de depender de extranjeros y de estar sometidos a
su insolente tiranía.
Respetóse
entonces la independencia española, y los enemigos de su constitución se
abstuvieron de declararlo abiertamente la guerra7. El aspecto de unión, y por consiguiente de fuerza, que a la
sazón presentábamos; la opinión que se tenía de nuestra repugnancia a toda
clase de influjo e intervención extranjera; la ninguna disposición en que aún
se hallaban los franceses de consentir pasar por su país a tropas extranjeras,
y menos de enviar las suyas a que nos hiciesen guerra para quitarnos la libertad;
otras miras, en fin, de ambición de parte de algunas de las potencias
deliberantes, nos dieron aquel respiro de dos años, que ojalá hubiéramos sabido
o podido aprovechar mejor.
Tal
vez para esta buena correspondencia aparente contribuyó más que nada la idea de
que con la repugnancia del Rey y con los medios secretos que pensaban poner en
obra, sería fácil dar con la Constitución en el suelo sin necesidad de pasar
por el escándalo de una guerra tan injusta. Así es que desde aquella época las
esperanzas de nuestros enemigos se levantan, las intrigas se multiplican en
palacio, y las conspiraciones en la corte se suceden unas a otras sin
interrupción ninguna. No bastando ellas, se echa mano de las insurrecciones, y
empiezan a saltar chispas de guerra civil en Navarra y en Castilla. Los medios
empleados para estos movimientos eran secretos, pero no menos conocidos.
Apagóse al instante lo de Navarra, y lo de Castilla tardó algún tanto más,
porque la audacia y la actividad de Merino, que dirigía aquellas alteraciones,
las dieron alguna consistencia. Mas hubieron de sucumbir también no sólo al
valor de las tropas constitucionales, sino a la inercia que los pueblos les
oponían, enteramente ajenos a todo aparato de guerra y de discordia. Estas
tentativas inútiles produjeron al año siguiente un plan más grande, más
combinado, y menos disimulado también. Los medios puestos a disposición de los
refugiados fueron inmensos: toda la frontera empezó a hervir en partidas, en
toda ella se hacía la guerra con sucesos varios, pero ninguno decisivo, y la
agresión tomó toda la forma de una organización completa con la junta formada
por algunos jefes refugiados hacia la parte de Guipúzcoa, y con la regencia de
Urgel. El cordón sanitario servía de base a estas operaciones, y fomentaba a
los facciosos cuando eran vencedores, o les servía de asilo y de escudo cuando
eran vencidos.
Excuso
insistir más en unos hechos que todo el mundo conoce. Ahora ellos mismos los
propalan y los ponderan: se alaban sin pudor alguno de haber estado haciendo la
guerra de este modo tan inicuo a un gobierno que habían reconocido, con quien
estaban en paz y de quien no tenían la menor queja. Las cantidades enormes
invertidas en estos usos atroces se apuntan públicamente como partidas de cargo
contra la nación española, para que esta misma las satisfaga a costa de su
sudor y de su sangre, y confesándose autores de unos manejos tan villanos como
detestables, dan la sentencia de condenación eterna que se merece el objeto a
que se dirigían, y que tan odiosamente han conseguido.
Estas
intrigas y esta contradicción, aunque tan poderosas, se hubieran al fin
superado por la decisión del ejército y por la poca disposición que la nación
tenía, según ya he indicado, a comprometerse en una guerra civil. Otro mal
cruel nos consumía interiormente, tan grande en sí o mayor que los demás, que
unido y agregado a ellos, les daba una fuerza inmensa, y sin remedio nos
perdía. Éste era el estado deplorable de nuestra hacienda pública: abismo que
nadie ha podido sondear, y laberinto en que todos se han perdido. Yo no os
fatigaré, milord, con los pormenores fastidiosos que esta materia lleva
necesariamente consigo. Aun cuando la cosa fuera de suya menos importuna en
este lugar, mi inclinación particular y la naturaleza de mis estudios no me lo
permiten tratar ni con gusto ni con acierto. El hecho es que este ramo, siempre
desordenado y confuso entre nosotros, no recibió ningunas mejoras con las
providencias de las Cortes, inconsideradas y prematuras en dictamen de muchos,
y sin disputa alguna inciertas e inconsecuentes. Ya fue muy grande error
suprimir de pronto ciertas contribuciones que rendían gran producto, sin tener
a la mano otras preparadas para suplirlas, con menos vejación si se quería,
pero con igual efecto. Hacíase esto en gracia del pueblo para interesarle en la
revolución, y el pueblo agradece menos lo que le perdonan que siente después lo
que le exigen. Formóse en el primer congreso un nuevo plan de rentas para
sustituirlo al antiguo, y estoy muy lejos de desestimar un trabajo a que
concurrieron sujetos muy hábiles, los cuales se ocuparon de él con toda la
aplicación y celo que la importancia del objeto requería. Cualesquiera que
fuesen sus defectos y sus errores, que no trato de controvertir ahora, no hay
duda que no hubo tiempo suficiente para establecerse y sentarse. Las segundas
cortes se propusieron hacer en él algunas modificaciones; pero esto, en vez de
remediar el mal, le aumentaba en algún modo por las oscilaciones que producían,
perjudiciales mucho a la realización de los ingresos, y más si se les agrega la
dificultad y descuido que había en la recaudación. Las Cortes se negaron
constantemente a conceder al Gobierno las facultades que pedía para facilitar
esta operación a los intendentes, como contrarias a los principios de libertad.
Por otra parte las diputaciones provinciales, que debían presentar los medios
de una repartición prudente y allanar las dificultades de la cobranza, se
creían en la obligación de entorpecerla por cuantos medios podían, como si en
ello protegieran a los pueblos de vejaciones fiscales. De este modo era poco lo
que se recaudaba, esto poco quedaba filtrado en los canales de la
administración, y el tesoro, exánime y exhausto tenía que dejar sus atenciones
en el más triste descubierto.
Para
suplir algún tanto este vacío se acudió en diferentes tiempos al recurso de los
empréstitos. No hay duda que estas operaciones, a pesar del diferente concepto
que hayan merecido de unos y otros, y de los debates animados, y por desgracia
indecorosos, que han ocasionado, contribuyeron eficazmente a la conservación
del Estado y de la libertad, que irremediablemente hubieran perecido mucho
antes sin el auxilio que por este medio recibieron. Cuando faltó, faltó todo a
un tiempo, y la inesperada inconsecuencia de Bernales hizo a nuestro crédito y
a nuestras esperanzas una brecha mayor que los cien mil hombres del duque de
Angulema. Mas esta utilidad incontestable que tuvieron los empréstitos hechos
durante los tres años constitucionales era contrapesada, y no sé si diga con
exceso, por los perjuicios consiguientes al tiempo, modo y forma en que se
hicieron. Ya en primer lugar, como buscados en épocas de apuro, su precio debía
necesariamente ser exorbitante. Consumíanse al instante que se recibían, y en
objetos de administración y de gobierno, no siendo llevados a objetos
productivos y de utilidad más directa con el fomento de la prosperidad pública;
por último, causaban el mal resultado de adormecer nuestra actividad y
descuidar acaso los recursos que había en nosotros, fiados en que siempre
tendríamos a la mano este arbitrio tan precario.
Una parte de estos
malos efectos pudiera acaso evitarse con haber abierto al principio un grande
empréstito mucho mayor todavía que la suma total de todos los que sucesivamente
se hicieron. La ilusión que de pronto causó nuestra revolución, y el inmenso
capital que ella ponía en nuestras manos, le hubiera facilitado, y el Gobierno,
libre de apuros y cuidados que la escasez le acarreaba, hubiera tenido más
vigor y rapidez en su acción, pudiera así atender y fomentar los manantiales de
la prosperidad, y crear nuevas artes y productos nuevos. Dejo aparte la ventaja
de multiplicar y dilatar por toda Europa el número de interesados en el buen
éxito de nuestra causa, consecuencia necesaria de una negociación tan extensa.
Lo cierto es que el gobierno constitucional, llenando todas las atenciones
dentro, creando medios de resistencia para fuera, y sin tropiezos en su camino
por escaseces ni apuros, hubiera tenido en España y en Europa el respeto que se
tributa al poder, y no se reirían ahora de nuestros males los que tan
insolentemente triunfan de ellos.
Con tantas y tales
causas de ruina, ¿cómo era posible salvarnos? Ni el valor, ni la prudencia, ni
el celo, la todos los talentos y virtudes reunidos, eran bastantes a alejar
este cúmulo de males que los hombres y los dioses irritados con nosotros habían
agolpado en nuestro daño. Vos veréis, milord, en la serie de los sucesos que
vamos a recordar, cómo cada uno de ellos toma su nacimiento y origen de algunas
de estas causas primordiales, y viene naturalmente a agruparse y colocarse bajo
de ella como para servirla de confirmación y de prueba. Ahora es el Rey el que
nos fatiga con su constante contradicción, disimulada a veces, y otras clara y
manifiesta; luego es el pueblo, que ignorante y desconocido, mira con
indiferencia su daño y el peligro de sus defensores; aquí nuestras divisiones
crecen y se multiplican de un modo tan lastimoso como pueril, mientras allá
nuestros enemigos se entienden y se reúnen, nos agitan sordamente al principio,
después nos amagan, y al fin nos invaden; y para colmar la desgracia, una
hacienda desarreglada, una escasez de medios tal, que subsistimos a fuerza de
empeños en tiempo de paz, y todo nos falta cuando la guerra comienza. Sin
cimientos, sin techumbre, sin trabazón en sus partes, sin ningún arrimo fuera,
no es de admirar, no, que el gobierno constitucional haya caído; lo que sí hay
que extrañar mucho es que haya durado tanto tiempo.
Carta cuarta
12 de enero de
1824
Los
síntomas de estos diferentes males no se dejaron ver al principio ni brotaron
todos a la vez. Duraron por algún tiempo los felices auspicios con que la
revolución se había hecho, y las Cortes en su primera legislatura
correspondieron dignamente a su crédito y a nuestras esperanzas. Vos mismo,
milord, en una carta que me escribisteis entonces me dabais el parabién por la
feliz prueba que la Constitución había hecho en aquel primer ensayo; añadiendo
con la noble ingenuidad que os caracteriza que si nuestra ley política había
sido atacada como una teoría impracticable, las objeciones que se le habían
hecho eran también teorías, sometidas como ella al examen decisivo de la
experiencia.
Los
dos únicos incidentes que desgraciaron aquel período, el 7 de setiembre y el
retardo que tuvo la sanción de la ley sobre regulares, puede decirse que eran
ajenos del Congreso. El uno, por ser una altercación del Gobierno con un
partido político, que se terminó al instante, y el otro un uso, o más bien
abuso, que el Rey hacía de su prerrogativa, y que se allanó al fin por la
constancia y entereza del Ministerio. Ni quiero decir por esto que uno y otro
incidente no trajesen tras de sí consecuencias muy trascendentales y de
perjuicio gravosísimo8; pero al fin ninguno de ellos tuvo
nacimiento en las Cortes, que guardaron respecto de ambos su dignidad y decoro.
Ellas cerraron sus sesiones conservando la estimación y respeto de la nación
toda, que en el conjunto de luces que allí se combinaban, y en la unión de
voluntad y de miras justas y honestas que constantemente mantuvieron, no podía
menos de considerarlas como el apoyo seguro de la libertad y la base ni más
sólida de la prosperidad del Estado.
Más
no bien cesaron las sesiones, cuando el agüero siniestro de la tormenta se dejó
ver en los aires, y los ánimos sobresaltados se abrieron a la desconfianza y al
temor. El Rey, pretextando una indisposición, no asistió personalmente a la
sesión última del Congreso. Con el mismo pretexto se había ido al Escorial,
poco frecuentado por la corte en semejante estación. Allí, como separado del
fuego de la máquina política, empezó a no disimular su desapego al ministerio
que tenía y al gobierno a cuyo frente estaba. Ocultaron los ministros mientras
pudieron estas disposiciones poco gratas y que no tardaron en tomar el carácter
de hostiles; mas no podía durar mucho tiempo esta especie de política, cuando
el despacho de diferentes negocios importantes a la tranquilidad y seguridad
del Estado se dilataba o se contradecía. Empezó a susurrarse por los oídos de
los más atentos que el Rey meditaba un golpe de estado igual al que años antes
había dado en Valencia. Ya se le suponían inteligencias en las provincias,
preparativos secretos, tal vez un nuevo y oculto ministerio, postergando el
constitucional, que, menos uno de sus individuos, todo permanecía en Madrid.
Vino de repente a confirmar estos rumores crueles la comandancia militar de la
corte y de la provincia, conferida al general Carvajal sin observarse ninguna
de las formalidades prescritas por la ley en semejantes nombramientos. Esta
circunstancia, unida al concepto poco ventajoso que se tenía de Carvajal,
manifestó desde luego las intenciones que se llevaban, en este paso imprudente.
El honrado Vigodet, comandante a la sazón, se negó al cumplimiento de la orden
secreta que se le comunicó al efecto, y las contestaciones que esto produjo
entre los dos interesados y el Ministerio dio publicidad al desafuero y
llenaron de agitación a Madrid.
Era
de ver, milord, cómo el pueblo todo se agolpó al instante en las calles para
saber el destino de la cosa pública, cómo se reunían en los cafés, cómo se
amontonaban en las plazas, cómo iban y venían del Ayuntamiento a la Diputación
permanente, y de la Diputación al Ayuntamiento, y con cuántas veras, con cuál
vehemencia invocaban la entereza y la dignidad de los municipales y de los
diputados, animándoles y pidiéndoles que se mantuviesen firmes y no desamparase
a la libertad. La milicia local se puso sobre las armas; las sociedades
patrióticas, cerradas desde el 7 de setiembre, se abrieron por sí mismas; las
autoridades constitucionales se establecieron en sesión permanente, y el gentío
que inundaba las calles por el día no las desamparaba de noche, antes las
animaba con músicas y con antorchas. « ¡Cómo, decían a gritos, otro trastorno
otra revolución nueva en el Estado! ¿No será ya tiempo de que nos dejen
descansar y de fijarse en un orden público que nos mantenga quietos y seguros?
Cuando toda la nación reposa en el que se acaba de restablecer y jurar, sin una
voz, sin un voto que lo contradiga o se lo oponga, ¿cuál es la voluntad
particular que piensa valer más que las otras y echar a rodar por su antojo
tantos pactos convenidos, tantos juramentos solemnes? ¿Habremos de pasar otra
vez por el círculo infausto de prisiones, procesos, emigraciones, castigos y
persecuciones sin fin? “Tales eran las querellas que los unos exhalaban,
mientras que otros, más denodados, «ahora veremos, decían, con qué fuerza y
apoyo cuentan esos temerarios, y si han de presumir a su salvo jugar con una
nación tan indignamente dos veces». Así, llevando unos pintado en su frente el
cuidado, otros la congoja, y los más la indignación, Madrid presentaba el
aspecto de un pueblo sobresaltado, animado de un solo deseo, preparado a todo
evento, y a quien era dificultoso vencer y muy aventurado atacar.
Esta
efervescencia peligrosa solo podía calmarse con la pronta vuelta del Rey, y así
se lo hicieron presente los ministros, el Ayuntamiento y la Diputación. Él lo
esquivaba, o de confusión o de miedo. Mas cuando la Diputación le manifestó la
necesidad en que se vería de tomar una medida extraordinaria, y los peligros
que amenazaban no sólo a la capital y a las provincias, sino a su autoridad y
persona, entonces, vencido de otro miedo mayor, cedió al instante y se preparó
a volver. Su entrada en la capital fue ostentosa y brillante, pero melancólica
y triste. No hay regocijo ni alegría adonde falta confianza, y ésta ya estaba
perdida. Muchos vivas a la Constitución, alguno al Rey, pero sordo y perdido, y
tal cual grito o cántico menos prudente, que el cuidado de las autoridades y de
los hombres de juicio no pudo evitar. Pero la generalidad del concurso, que era
inmenso, se portó cual correspondía a la gravedad nacional: ningún aplauso,
porque no tenía motivo alguno de darle; ningún insulto, porque no quería abusar
de su triunfo. El Rey y su familia afectaron de industria y por instinto
aquella indiferencia que los príncipes manifiestan en estas ocasiones en
público, como para hacerse ajenos de los sucesos o superiores a ellos. Llegados
a palacio, se asomaron al balcón, sitio en otros días de adoraciones y
aplausos, y entonces de confusión y de oprobio, puesto que, aun a los ojos de
sus parciales mismos, era como mostrarse atados a la argolla pública de la
vergüenza.
El
infeliz resultado de la primera tentativa pudo hacer ver a la corte cuál sería
el de las demás que intentase por el mismo camino. Cualquiera ataque directo
que diese a la Constitución, ya oculto, ya descubierto, había de estrellarse
igualmente contra la fuerza de la opinión general, escarmentada de lo pasado y
esperanzada todavía en lo porvenir. Así falló en enero siguiente el temerario
intento de los guardias de Corps, que tomaron sobre si el empeño de restablecer
el poder absoluto del Rey, y bajo el pretexto de vengarles denuestos e insultos
que sufría en las calles, se pusieron en insurrección abierta contra el
Gobierno, y concluyeron por ser obligados a rendirse y por disolverse el
cuerpo. Así falló también la conspiración oculta a cuyo frente estaba el
infeliz don Matías Vinuesa, terminado por su prisión, proceso y deplorable
catástrofe, de que hablaremos después. Así, en fin, se atajó otra conspiración
cuyo principal ramal estaba en Extremadura, que la vigilancia del Ministerio
desconcertó con la prisión de sus agentes. Nada se les lograba a nuestros
impacientes adversarios, y fue necesario que otros más avisados que ellos
viniesen en su auxilio, y les enseñasen que los medios indirectos, aunque más lentos,
eran sin comparación más eficaces.
De
estas intrigas, la más hábilmente conducida y la más perniciosa por entonces,
fue la que se tramó para derribar el primer ministerio. Este se había
compuesto, como ya dijimos arriba, de hombres señalados por sus servicios en la
causa pública y de una preponderancia notable por su grande popularidad. No
todos eran iguales en talentos y en virtudes; pero el nombre solo de Argüelles,
tan querido de la libertad y de la rectitud, tan estimado y respetado de la
generalidad de los españoles, bastaba para dar un crédito y una confianza
inmensa al cuerpo de quien se le suponía alma y el moderador principal. Todos
sin excepción eran acreedores a la confianza pública, incapaces de faltar a la
causa de la libertad ni de vender el depósito de un gobierno libre que estaba
puesto en sus manos. Los más tenían medios sobresalientes de congreso, los más
eran versados en los negocios que manejaban, y si a alguno faltaba el despejo y
prontitud que proporciona la experiencia, tenía la disposición y capacidad de
espíritu que la suple o la apresura. ¡Qué de motivos para que el partido
constitucional, contento con tener entregada la dirección de los negocios a
manos tan seguras, conspirase todo a sostenerla y conservarla en ellas! Mas no
fue así, milord; y un tropel de causas concurrió a pervertir la opinión en esta
parte, y a poner la victoria en manos de nuestros enemigos.
Ya
en primer lugar el choque que hubo en setiembre entre el Ministerio y los jefes
de la Isla, además de debilitar el partido liberal con la división que en él
produjo, atrajo al Gobierno el encono de una secta que, como todas las de su
clase, no olvida ni perdona. Decretada por ella la disfamación de los
ministros, todos sus devotos obedientes se emplearon en esta obra de tinieblas;
y en la conversación, en la correspondencia, en los papeles públicos, no se oía
otra cosa que quejas, críticas, murmuraciones y desconfianzas. Los ignorantes
de estos manejos secretos se sorprendieron, y alguna vez se indignaban de este
cambio de opinión cabalmente al tiempo en que los ministros luchaban cuerpo a
cuerpo con la corte, y expuestos a todos los insultos y a toda la venganza del
Monarca, estaban dando las mayores pruebas de su celo, haciendo los servicios
más eminentes a la causa pública. Para conjurar esta nube, o más bien, como yo
creo, para excusar el escándalo de que apareciesen como perseguidos los
restauradores de la libertad, procuró el Ministerio el buen concierto y armonía
primera, reponiendo al general Riego y sus amigos. Mas el río de la opinión no
se tuerce tan fácilmente para arriba: el daño estaba el hecho, y siendo por
otra parte atribuidos a flaqueza los pasos dados para la conciliación, la
insolencia de sus adversarios se acrecentaba a porfía, y con más o menos
disimulo los ataques prosiguieron.
Con
estos esfuerzos combinaron los suyos ciertos escritores, que aunque al
principio favorable a la causa de la libertad, se les vio de pronto cambiar de
rumbo y ladearse a las opiniones e intereses de la corte. Su celo había parecido
siempre muy equívoco, porque perteneciendo a la clase de los que el vulgo
llama afrancesados, sus doctrinas se tenían por sospechosas y sus
consejos por poco seguros. Es verdad que los afrancesados se hallaban
habilitados por la ley, pero era temprano todavía para estarlo en la opinión.
Veíase esto bien claro, y mejor ellos que nadie, en la mala acogida que
encontraron algunos al presentarse en las juntas electorales, y en la poca
cuenta que se hacía de ellos para la provisión de los empleos. Ya acibarados
así, subió de todo punto su resentimiento cuando vieron que dos sujetos muy
notables de entre ellos, propuestos para dos cátedras de los estudios de San
Isidro de Madrid, fueron postergados a otros que les eran muy inferiores en
talentos y en saber. De aquí tomaron pretexto los escritores de su bando para
hacer abiertamente la guerra a un gobierno que así los desairaba y
desfavorecía. Comenzaron las hostilidades cuando el acontecimiento del
Escorial, y no han cesado todavía aun después de abolida la Constitución y
proscriptos y perseguidos sus autores. Hoy atacaban los actos del Gobierno y de
las Cortes con el rigor de las teorías, y mañana se mofaban de las teorías como
de sueños de ilusos contrarios a la realidad de las cosas y al curso que ordinariamente
llevan los negocios en el mundo. Su doctrina, varía y flexible, se prestaba a
todos los tonos y tomaba todos los aspectos, con tal que sirviesen a
desacreditar el orden establecido y las personas que le sostenían. Viniéronse
al principio con los bullangueros para derribar al Ministerio, y después se han
unido con los invasores para derribar la libertad. Así estos escritores, por
cálculo, por error o por destino, se han colocado siempre en una posición
contraria a la opinión nacional y a los intereses públicos del Estado. Dejo
aparte, milord, las relaciones monstruosamente embusteras que algunos de ellos
han trecho de los sucesos de entonces para que circulasen fuera de España, pues
sus calumnias, tan absurdas como atroces, no podían tener crédito ni cabida
alguna entre nosotros. Omito también las risibles palinodias que hemos visto,
en que los discípulos de Locke y Montesquieu se han vuelto de repente en ecos
del abate Barruel y del capuchino Vélez. Manejos tan torpes y groseros no
arguyen nada en favor de la discreción de sus autores, y conducen por cierto
más prontamente a la infamia que a la fortuna. Pero sea de esto lo que fuere,
lo que no tiene duda es que, siendo favorecidos tanto por el poder que ha
vencido, confirman de lleno ahora las sospechas que de ellos se tuvieron, y
está clara y manifiesta la naturaleza y tendencia de la oposición que hacían9.
Con
menos odiosidad, pero con igual efecto, y aún mayor, concurrieron al descrédito
del Gobierno otra casta de personas que la malicia de entonces designaba con el
apodo de los importantes. Esparcidos por los tribunales
superiores, por el consejo de Estado, por las secretarias del despacho y por la
plana mayor del ejército, el influjo de su opinión en la opinión de los otros
era grande y poderoso, y por desgracia nunca favorable. A los primeros
ministros no lo fue jamás: tachábanlos de hombres nuevos, sin solidez, sin
crédito y sin experiencia, que debían su elevación a la popularidad de un
momento. Guardaban un silencio desdeñoso sobre sus aciertos, pero se espaciaban
con complacencia sobre sus yerros y sobre el mal resultado de sus operaciones.
Ninguna consideración a sus virtudes, muy poca a sus talentos, y aun en tal
caso solían decir que era preciso aplicar los mejor, pues era visto que allí no
servían. Sonreíanse desdeñosamente si los oían alabar, y al vituperio, si
expresamente no le confirmaban, mostraban por lo menos frente de aprobación y
satisfecha. Su conservación, para ellos era una cosa indiferente, cuando no
perjudicial, y su salida bien poco sensible y fácilmente reparable.
¿Quiénes
son pues estos personajes que a tal altura se colocan y de tal sobrecejo se
arman? Viéndose en primera línea, o por su nacimiento o por su carrera o por el
puesto que ocupan, se creen exclusivamente destinados para aconsejar a los
reyes, desempeñar los ministerios y manejar los negocios más altos del
gobierno. Nadie sino ellos posee los secretos de la política, nadie conoce
mejor los intereses públicos y particulares, nadie puede resolver con más tino
los negocios más difíciles, y en nadie sientan al mismo tiempo tan bien las
dignidades y las decoraciones. Ellos lo son todo en el Estado, y cualquiera
otro mérito, cualquiera distinción debe ceder y eclipsarse delante de la suya.
Tan vanos como ambiciosos, el favor le reciben como una deuda, y el olvido le reputa
como ultraje. Alaban poco, vituperan mucho, y siempre están en contradicción
con el sistema que rige, aunque estén haciendo parte de él; grandes partidarios
del poder absoluto en un régimen liberal, grandes propaladores de principios y
de derechos en un gobierno absoluto. Ni hablan en público ni escriben para él;
su ocupación de oficio es deliberar, su ocupación privada es intrigar y
menospreciar. Luces, capacidad y experiencia no les faltan, y así puede
esperarse de ellos a las veces un buen consejo, una noticia oportuna, una
dirección acertada. Pero calor, celo, consecuencia, abandono, sinceridad,
simpatía, eso no: semejantes calidades son propias de muchachos aturdidos o de
hombres arrojados que quieren hacer fortuna. Ellos son otra cosa diferente y de
un orden superior. Hábiles en mantenerse a distancia de la refriega para no
comprometerse en ella, lo son todavía más en acercarse al instante al vencedor,
como para dar lustre y consistencia a su partido. Lumbreras necesarias al
Estado, de que no es posible prescindir al que le haya de mandar. Fernando VII,
sin embargo, ha prescindido de ellos completamente en esta última crisis; y el
mayor sentimiento ahora, la queja más amarga de estos egoístas orgullosos, es
que el Rey no se valga de ellos para la dirección de sus negocios, como los
liberales los pusieron al instante y los han mantenido al frente de los suyos.
Concurrió
también a esta guerra la hueste de aquellos que por una ostentación importuna
de libertad e independencia, o por formar lo que se llama partido de oposición
en los gobiernos representativos, se mostraban siempre en contradicción
manifiesta con la opinión y medidas ministeriales. Yo no sé, milord, si todo el
celo que los animaba basta a libertarlos de la imputación de necios. Es fácil
de comprender que en política, como en mecánica, una fuerza contrapuesta a la
fuerza principal, como sea sabiamente combinada, sirve a reglarla y a dirigirla
mejor en sus movimientos. Esta teoría, trivial y común, puede tener su
aplicación más o menos oportuna, aunque en mi dictamen, siempre insuficiente a
vuestra oposición, que tiene tanto de teatral, y a la francesa, tan llaca
ahora, o por mejor decir, tan nula. Pero motivar en ella la guerra declarada
que los independientes hacían entonces y han hecho siempre después a la
estabilidad de los ministerios es un despropósito que no tiene ni defensa ni
disculpa. ¿Por ventura la oposición no estaba ya hecha y formada en el partido
servil? ¿No tenía este partido una fuerza inmensa en la connivencia del Rey? No
tenía este partido un interés directo en desacreditar, en socavar, en destruir
lo que se había hecho? ¿Faltábanle acaso recursos para averiguar los
desaciertos, los malos pasos, los extravíos de los que mandaban? ¿No sabía
tomar cualquier semblante que le convenía para denunciarlos a la opinión? ¿No
se veía a las claras que, faltándoles fuerzas para emprenderlo todo a la vez,
empezaban por atacar las personas, para después pasar al descrédito y ruina de
las cosas mismas? ¿Era ésta la sazón de que entrasen a la parte de la lucha los
que se llamaban amigos de la libertad, y ayudasen con tanto empeño a los
esfuerzos de sus adversarios? Hombres temerarios por cierto, o más bien hombres
ciegos, que no conocían la desigual contradicción que tenían a su frente, y
contra la cual apenas bastaba todo el concierto, toda la unión imaginable; y
cada vez más encarnizados, no trataban de otra cosa que de debilitar y
entorpecer la acción del gobierno que habían logrado crear, y que solo podía
salvarse y salvarlos a fuerza de rapidez y energía. Tiempo vendrá en que con
lágrimas de sangre lloren este error funesto, y quisieran a costa de todos los
sacrificios rescatar a la existencia política cualquiera de los ministerios de
entonces, aunque fuese el más odiado, y poner en sus manos los destinos
públicos y los suyos.
Tantas
y tan diversas causas de descrédito y de ruina debían producir necesariamente
su efecto, y le produjeron bien pronto. La fermentación creció, las voces de
queja y descontento corrían de labio en labio sin contradicción y sin rebozo:
formóse una representación revestida de centenares de firmas, unas de hombres
desconocidos, las más supuestas, en que se pedía al Rey la deposición de sus
ministros por inhábiles a gobernar el Estado y asegurar la libertad. Los gritos
eran más altos, y el escándalo mayor en las sociedades populares, abiertas
desde el acontecimiento de noviembre. En alguna de ellas la agitación y
efervescencia llegaron al extremo de prorrumpir los concurrentes en gritos
frenéticos de « ¡Abajo el Ministerio! ¡Muera Argüelles!» y salir en tropel como
concitando a sedición y a tumulto. No lo consiguieron: las autoridades locales
pudieron contener el desorden y disipar estas llamaradas. Pero aquello mismo
era en daño de los ministros, porque la malevolencia reputaba estas medidas
menos como un servicio hecho a la tranquilidad pública, que como un obsequio al
poder que prevalecía.
Con
tan siniestras disposiciones se abrió la segunda legislatura. Creíase
comúnmente que la cuestión sobre la subsistencia del Ministerio sería resuelta
por el aspecto que tomase en el Congreso el examen de su administración, el
cual se suponía severo y acalorado. Más la corte fue más hábil o más determinada,
y sin aguardar al éxito incierto de un debate prolijo y peligroso, se decidió a
dar un paso el más extraño y singular que se ha visto en ningún gobierno
representativo. En su discurso de apertura el Rey acusó solemnemente a sus
ministros de no defender el decoro de su persona y de una culpable indiferencia
en la represión y castigo de los desacatos cometidos contra él en las calles de
Madrid. Hecho esto, sin aguardar lo que podrían resolver las Cortes ni a que
los ministros renunciasen, los despidió al día siguiente con las señales menos
equívocas de disfavor y desagrado.
Las
Cortes, sorprendidas con aquella imprevista novedad, nada determinó al punto,
sea que no queriendo imitar al Rey en el uso violento que había hecho de su
prerrogativa, se mantuviesen puntualmente en lo que les prescribía su
reglamento para el ceremonial del día; sea que sobrecogidas, no acertasen a
tomar la resolución pronta que el caso aconsejaba. Mas cuando el día siguiente
quisieron volver sobre sí, ya los ministros no lo eran, y si bien fueron
llamados al Congreso y preguntados sobre aquella incidencia extraordinaria,
ellos se atuvieron a generalidades vagas o a alusiones demasiado finas,
respondiendo menos como estadistas que como caballeros. Sin duda no quisieron
dar a su desaire personal la importancia política que realmente tenía, ni ser
ocasión manifiesta de un debate entre las Cortes y el Rey. Tampoco los
diputados que les eran afectos se atrevieron a llevar el asunto más adelante,
desconfiado de que tomase en el Congreso la dirección y aspecto conveniente a
sacar con lucimiento a sus amigos. Mas ya que las Cortes no quisieron o no
osaron hacer nada en desagravio del Ministerio como tal, a lo menos sus
individuos fueron altamente honrados por la Asamblea, que les decretó además
una asignación decorosa para la subsistencia en el desamparo en que los dejaba
el Monarca, y después se los propuso para consejeros de Estado.
Esto
podía ser bastante para la satisfacción personal de ellos, pero no para cerrar
el vacío que su caída dejaba en la cosa pública. Y no ciertamente, milord,
porque en ellos solos estuviesen cifrados los destinos de la libertad. Yo, que
a nadie cedo en el aprecio y respeto que se debe a sus virtudes y talentos
eminentes como ciudadanos y hombres públicos, yo estoy lejos de creer que la
salvación del Estado debiese consistir en la subsistencia de estos siete
hombres al frente del Gobierno, ni que su falta fuese irreparable. Mas lo que
causaba el dolor inconsolable de los buenos era la desconfianza de que ya la cabeza
del Estado pudiese estar nunca de buena fe ni en una conveniente armonía con el
orden establecido. Si los ministros le repugnaban, ¿por qué no los había
despedido antes? Por qué aguardar a acusarlos en aquella ceremonia? ¿Por qué
acusarlos de una cosa a un tiempo increíble y absurdo? ¿Por qué despedirlos al
tiempo de ir a dar cuenta de su administración, y dejar el Estado sin gobierno
en la ocasión menos oportuna? ¿Tanto le iba en aguardar el resultado del debate
que precisamente habían de ocasionar sus memorias? Estas tristes
consideraciones producían otra mucho más melancólica todavía, y era que ya en
España no podría haber ministerio que subsistiese: si era de la confianza de la
nación, el Rey no le sufriría mucho tiempo; si no lo era, la opinión popular le
derribaría al instante. ¿Qué orden, qué consistencia, qué progresos podían
esperarse de estas mudanzas continuas e insensatas? Así, a pesar de tantas
tristes experiencias y de una revolución emprendida y lograda con tanta
fortuna, esta pobre nación veía siempre sobre sí la maldición irrevocable a que
la Providencia parece que la ha condenado: a la triste suerte de no tener
gobierno jamás.
Carta quinta
24 de enero de
1824
A
necesitar de apología el ministerio derribado, ninguna más poderosa, milord,
que los recelos concebidos por el partido liberal en el día mismo de su caída.
Como si de repente se hubiera roto el escudo que protegía la libertad, todo se
creyó perdido, y muchos atendieron a su seguridad individual, durmiendo aquella
noche fuera de sus casas en asilos oscuros y desconocidos. Nadie se imaginaba
que la corte se hubiese arrojado a un paso tan decisivo sin un apoyo bien
fuerte, aunque invisible; y considerada bien la naturaleza destructora de las
miras que siempre la han animado, ya se creían con un nuevo ministerio, y
nuevos comandantes militares que, nombrados de pronto y dóciles a su voz,
hiciesen en un momento lo que antes no había podido ejecutar Carvajal, y se
repitiese de este modo con éxito más feliz la tentativa que se malogró en
noviembre.
Otros
pensamientos había sin embargo en palacio, y quizá no menos temores. El golpe
estaba dado, pero con el auxilio que habían prestado las pasiones del partido
liberal. Si las Cortes, cuya fuerza moral era entonces muy grande, volvían
sobre sí y penetraban en el fondo del suceso, las consecuencias pudieran ser
muy perjudiciales, ya que no a la persona del Rey, a lo menos a su autoridad, y
sobre todo a sus consejeros. Fue preciso pues disimular algún tiempo la
aversión invencible que se tenía al gobierno establecido, y echar la culpa de
aquel acontecimiento a la personal repugnancia del Monarca respecto de los
ministros separados. Consultóse de su parte a algunos diputados principales del
Congreso sobre la elección de sucesores, manifestando al mismo tiempo la mayor
confianza y el más grande aprecio hacia los sujetos consultados, y una adhesión
sin límites a sus máximas y a sus consejos. Ellos se negaron a dar formalmente
su parecer en el particular, como cosa ajena o contraria a sus atribuciones.
Dado este paso de comedia, se dio otro, al parecer más efectivo y eficaz, pero
igualmente nulo, que fue pasar orden al consejo de Estado para que propusiese a
su majestad sujetos constitucionales y dignos de ocupar las sillas del
ministerio vacante. El Consejo desempeñó a su modo aquel encargo, proponiendo
dos candidatos para cada secretaría del despacho. No hay duda que los más eran
hombres de mérito, versados en el manejo de los grandes negocios, y capaces del
destino a que se les designaba. Pero el consejo de Estado propuso ministros, y
no un ministerio, y el Rey, eligiendo de ellos los que le parecieron más a
propósito para sus miras de entonces, salió con más felicidad que pensaba del
apuro en que se había puesto, y tuvo secretarios del despacho, pero la nación
no tuvo gobierno.
Porque
no era posible que tuviese aspecto tal aquella combinación de hombres públicos,
sin analogía de caracteres, sin semejanza de servicios, sin igualdad de sistema
y sin unidad de miras. Una parte de ellos no estaba señalada en la lista de los
campeones o de los mártires de la libertad, y esto, unido a la circunstancia de
haber sido elegidos por el Rey, les daba la nota de sospechosos y les quitaba
la confianza del partido constitucional: cosa muy perjudicial a la sazón,
aunque en mi sentir injusta. El carácter de probidad y honradez que los
adornaba alejaba toda idea de superchería y de traición. Descollaban entre
todos Valdemoro y Feliu por su capacidad y sus talentos y por los servicios y
pruebas que tenían hechas en obsequio de la libertad. Mas el primero, hecho
consejero de Estado por el Rey, dejó el puesto muy pronto, y Feliu, que le
sucedió en el ministerio, y que por su despejo y los medios de congreso que
tenía, ocupó al instante el primer lugar; Feliu, a pesar de las ventajas y
calidades que sin disputa poseía, no pudo llegar a vencer la enorme y obstinada
oposición que siempre tuvo contra sí.
Componíase
esta de todas las opiniones, pasiones e intereses, que había en contra del
ministerio anterior, agregándoseles además el partido de todos los que le eran
adictos, que eran muchos y altamente considerados en la opinión liberal. El
favor y la docilidad del Monarca, de que al principio se lisonjearon los nuevos
secretarios, contribuía más y más a disminuir su influjo en las Cortes, y por
otra parte, aquél mismo favor, sobremanera incierto y precario, como se
manifestó a poco tiempo, no podía serles de mucho provecho ni darles seguridad
ni desahogo en sus operaciones. Por manera que este malhadado ministerio,
desatendido por el Rey, poco considerado en las Cortes y equívoco en la
opinión, se halló muy desde el principio sin punto fijo en que apoyarse, sin
pies para moverse y sin manos para obrar.
Vino
también a aumentar el desabrimiento de aquellos días un suceso verdaderamente
atroz, el primero de su clase que afea los fastos de la libertad española, y
que por lo mismo imprimió en ella un carácter odioso que antes no tenía. Hablo,
milord, de la muerte dada en su prisión al desventurado Vinuesa. Este
eclesiástico, que por su genio inclinado a la actividad y al movimiento había
hecho algunos servicios importantes en la guerra de la Independencia, creyó
haber hallado en la disposición que los ánimos y las cosas tenían a fines del
año 20 un campo propio para contentar su ambición y sus pasiones. El ejemplo de
tantos intrigantes de su clase, que por premio de su inconsecuencia y de sus
manejos se veían puestos de un salto en la cumbre de las rentas y de las dignidades,
le sedujo sin duda y le hizo esperar que a mayores servicios se darían mayores
recompensas. Hízose pues agente primero y resorte principal de una conspiración
urdida para trastornar el Estado. La autoridad, al sorprenderle en su casa,
sorprendió también con él no sólo las minutas y los paquetes de las proclamas,
mal impresas y peor escritas, que a la sazón corrían por Madrid y las
provincias excitando a la sublevación, sino también los planes y miras de la
conspiración escritos de su propia mano. Ganar y corromper la tropa, sublevar
el pueblo, sorprender a los principales diputados y a las primeras autoridades,
sacrificarlas inmediatamente a la seguridad y a la venganza del partido
conspirador, y alzar sobre la sangre de aquellas víctimas el pendón de1a
tiranía y de la intolerancia, eran los proyectos contenidos en aquellos papeles
atroces. Convicto y aun confeso de ellos el miserable preso, no podía evitar la
suerte rigurosa a que se exponen siempre los que traman semejantes atentados
contra la existencia de un gobierno establecido. El juez que tenía la causa
decía públicamente que cualquiera de los cargos que obraban contra el reo era
capital, y que por consecuencia era imposible salvarle. Tal era el estado del
negocio, cuando de repente se publica la sentencia dada por el mismo juez, en
que le condenaba a la pena de presidio por diez años. Semejante condescendencia
llamó justamente la atención pública, y ya no se dudó de que la audiencia, a
quien iría la causa en segunda instancia, en vez de agravar la pena, iba a
suavizarla más. Díjose entonces que habían mediado presentes, a los cuales la
integridad del juez había resistido con nobleza y con honor; pero que después
intervinieron ciertos recados imperiosos de palacio, a cuyas fulminantes
amenazas no había podido sostenerse el magistrado, y le hicieron blandear
desgraciadamente en su fallo. Bramaban de cólera los genios impacientes al
contemplar semejante impunidad, y hasta los más templados preveían y lloraban
las tristes consecuencias que necesariamente habla de producir. La más
deplorable fue sin duda alguna la que inmediatamente se siguió. Unos pocos
hombres atroces y furiosos concibieron en las tinieblas, y ejecutaron en pleno
día, el proyecto horrible de asesinar a aquel infeliz en el sagrado mismo de la
prisión en que se hallaba. ¿Recordaré yo aquí, milord, lo que entonces se
alegó, no para cohonestar el hecho, porque esto era imposible, sino para
calificar a lo menos su triste necesidad? ¿Me atreveré a repetir la resuelta
imputación que hacían a la corte sus adversarios, de que ella era la que tenía
la culpa de aquel atentado, por su obstinado empeño en estorbar el curso
invariable de las leyes y de la justicia? Mais
j'entends la voix de la nature, qui crie contre moi10. Paréceme, milord, que me hago
participante de la atrocidad cometida en solo recordar sus pretextos y sus
disculpas. Una acción tan villana, que ninguno de sus cómplices se ha atrevido
ni entonces ni después a darse por autor de ella delante de hombres de bien, es
preciso no mirarla sino para cargarla de maldiciones y entregarla desnuda y sin
defensa a la abominación de los siglos. Llegó al instante la infausta nueva a
palacio, y en los términos más propios para excitar el sobresalto y el terror.
El Rey al oírla no se contempló seguro, y el partido que tomó en aquel aprieto,
o que te fue sugerido por los que le rodeaban, no fue ciertamente ni
desconcertado ni importuno. Vistiese su grande uniforme de general, y
acompañado de sus hermanos y de algunos grandes empleados de su casa, bajó a la
plaza de palacio, y arengó a la guardia formada reclamando su celo y adhesión a
su persona, y preguntándoles si estaría seguro entre ellos de los puñales de
los asesinos. Contestaron el comandante y los oficiales que estaban prontos a
sacrificarse en su defensa; los soldados gritaron « ¡Viva el Rey
constitucional!» y él volvió a subir más asegurado que satisfecho, si acaso sus
miras se extendían en aquel acto a más que sus palabras.
En
seguida intimó al príncipe de Anglona, comandante del cuerpo a la sazón, que
cesase al instante en aquel mando y fuera a servir su plaza en el consejo de
Estado, para la cual las Cortes lo habían propuesto y él le tenía elegido.
Después quitó la comandancia militar de la provincia al general Villalba, por
reputarle consentidor de la atrocidad cometida, y algunos días más adelante
separó del despacho al ministro de la Guerra Moreno Daoiz, o por contemplarle
padrino de Villalba, o por otros motivos más graves de que no estoy bien enterado,
y por eso los omito.
Para
reemplazarle nombró sucesivamente dos militares antiguos, retirados ya mucho
antes del servicio, nulos y desconocidos en el nuevo orden de cosas, y también
incapaces por su edad y por sus achaques de la aplicación y fatiga que exigen
los negocios. Llamó justamente la atención pública semejante nombramiento. ¿Qué
significaba este empeño de traer para un ministerio tan vasto y tan importante
unos entes tan inútiles? Si no era con el fin de destruir, por lo menos sería
con el de entorpecer, y de todos modos parecía más bien una burla y un
desprecio del gobierno presente, que un acto prudente y juicioso de la prerrogativa
real. Esto, sin embargo, se quedó, como tantas otras tentativas, en una vana
muestra de mala voluntad. Los ministros en ejercicio repugnaron semejante
compañía, y aun hicieron dimisión de sus empleos si se insistía en aquella
elección; la opinión general se declaró abiertamente contra ella,
manifestándose descontenta y recelosa, y los mismos sujetos nombrados no se
prestaron al despropósito y tuvieron la sensatez de renunciar. El Rey pues tuvo
que ceder por entonces, y aviniéndose con lo que el Ministerio deseaba, el
despacho de la Guerra se confió a las manos hábiles del desgraciado Salvador.
Pero
ni el porte que en este lance tuvieron los ministros ni la entereza respetuosa
con que se manejaron cuando se trató si había de haber o no cortes
extraordinarias, pudieron conciliarles la confianza y el aprecio de la opinión
liberal: su crédito iba cada día a menos; el pecado original de su formación no
estaba redimido todavía, y la guerra de muerte que lo declaró el partido
exaltado, en la cual los moderados no se atrevieron a defenderlos, acabó de
echarlos a pique.
Dos
causas principales avivaron este encono, que en las demostraciones insensatas
de su desahogo puso el Estado a dos dedos de su ruina. Mandaba el general Riego
las armas de Aragón, donde el anterior ministerio le había puesto cuando su
reconciliación con los cabos de la Isla. No hay duda que en este hombre desgraciadamente
célebre había muchas de las cualidades que constituyen un jefe de partido.
Pronto y resuelto en las deliberaciones, audaz y aun temerario en la acción,
unía a la honradez o integridad de su carácter una llaneza y facilidad de trato
que arrastraba tras de sí los ánimos y conquistaba el corazón de sus parciales.
Pero sería por demás buscar en él otras prendas no menos precisas para atraerse
el respeto de los hombres y asegurar la fortuna. Sus talentos no eran grandes,
su experiencia corta, la confianza en sí mismo excesiva, circunspección poca,
reserva ninguna. Equivocaba él, como casi todos sus secuaces, los medios de
adquirir con los medios de conservar, y su ocupación más grata y más frecuente
era concitar los ánimos de la muchedumbre y halagar las pasiones del vulgo para
adquirirse una popularidad más aparente y efímera que sólida y verdadera. Su
porte y sus palabras desdecían no solo de un general, sino hasta de los
respetos y consideraciones que se debía a sí mismo como jefe de partido, y vulgarizando
así su puesto y su persona, desairaba igualmente la causa de la libertad, que
presumía sostener, y el bando numeroso que al parecer le idolatraba. Mecíanle
sus parciales en un lecho de ilusiones tan extravagantes como imposibles, de
cuyos aromas, mortalmente perniciosos, él sin cautela alguna se dejaba
atosigar. No diré yo que a los honrados sentimientos que abrigaba en su pecho
no repugnase entonces toda idea de tiranía y dominación. Pero su vanidad se
alimentaba con el sueño agradable de que llegaría la época de manifestar este
desprendimiento; y el que aseguró públicamente una vez que no sería el Cromwell
de su país, descubrió por lo menos la confianza en que estaba de que los
destinos de su país vendrían a ponerse en sus manos. Medirse con Cromwell era
medirse muy alto; más esta torre de vanos pensamientos carecía de base y sus
cimientos flaqueaban. Ni el carácter del personaje ni su capacidad ni sus
servicios, ni la índole de su nación ni el aspecto y serie de los
acontecimientos públicos, daban cabida alguna a esta presunción insensata. ¡Qué
de peligros no es preciso arrostrar, milord; cuántos combates vencer, cuántas
gentes debelar, cuántos partidos y facciones destruir, cuánta gloria, en fin, y
cuánta independencia haber procurado a su país para que los demás consientan en
someterse a su igual, y pongan al hombre virtuoso en el caso de ser Washington,
al ambicioso en el de Cromwel!11
Hallábase
a la sazón en Zaragoza un prófugo francés que traía rodando en su cabeza no sé
qué proyectos de movimientos y revoluciones en su país, y aun llegó a imprimir
ciertas proclamas y manifiestos en este sentido, tan descabellados como el
objeto a que se dirigían. Unos le tenían por un temerario aventurero, otros más
sagaces por un espía de la policía francesa entre nosotros para comprometernos
o embrollarnos. A pesar de las prevenciones que el Gobierno tenía hechas a las
autoridades de Zaragoza sobre el cuidado con que deberían conducirse con aquel
extranjero, Riego lo dejó acercar a sí, y se intimó con él lo bastante para
producir sospechas y rumores, en que se comprometían no solo su circunspección
y reserva como comandante de una provincia limítrofe a la Francia, sino hasta
su respeto y adhesión a la ley fundamental del Estado, instaurada y proclamada
por él en las Cabezas. Yo no diré, porque lo ignoro, hasta qué punto estos
rumores eran ciertos, ni fundados los avisos que se dieron sucesivamente al
Gobierno. Más bien me inclinaría a creerlos apasionados, o a atribuirlos a las
ligerezas o imprudencias del General y de sus secuaces, que a ningún plan
resuelto y positivo. De todos modos, el Gobierno empezó a mirar este negocio
con inquietud, dudoso del partido que en él tomaría, cuando el suceso del Jefe
político vino a determinar su indecisión.
La
buena armonía que reinó al principio entre él y el Capitán general se había
descompuesto después y venido a parar en una oposición casi hostil. Esto no era
de extrañar, atendida la diversidad de caracteres, de principios y de conducta
que mediaba entre los dos. Había salido el segundo de Zaragoza como con el
proyecto de visitar la provincia: cosa que llevó muy a mal el Jefe político,
porque era introducirse en sus atribuciones. Mas cuando ya trataba de volverse,
las disposiciones del vulgo y de los milicianos eran tales, que el Jefe
político, recelando cuánto serviría la presencia de Riego para fomentarlas, lo
envió a decir que sería conveniente suspendiese por el momento su venida.
Precaución inútil, que no estorbó, o tal vez aceleró, el estallido que
amenazaba. De repente un día los milicianos se forman, el Ayuntamiento se
reúne, y al Jefe político se le intima que deje el mando y aun la ciudad si
desea que se conserve el orden y se respete su persona. Él, sobrecogido y
creyéndose sin apoyo, cedió con más presteza de la que prometían su opinión y
su conducta anterior, y cedió su puesto, saliéndose de Zaragoza. No bien había
salido, cuando por una de aquellas mudanzas repentinas, tan comunes en todas
las revoluciones populares, los autores y móviles de aquel escándalo perdieron
su preponderancia, y él fue vuelto a llamar y restituido a sus funciones.
Llegaron las dos noticias sucesivamente a la corte, y los ministros, no
teniendo ya respetos ningunos que guardar, separaron al general Riego del mando
militar de Aragón, y poco después también al Jefe político del suyo. Zaragoza
quedó con esto tranquila por entonces, pero aquel funesto ejemplo de
insurrección o independencia fue seguido inmediatamente por otros pueblos, con
diverso pretexto a la verdad, pero poseídos del mismo frenesí.
Por
desgracia el medio que se meditó para atajar este mal solo sirvió para darle
mayor calor y vehemencia. Los que seguían esta opinión exagerada o
independiente habían llevado muy a mal el segundo desaire que padecía su ídolo
y su adalid. Pero cuando supieron cine en una orden circular se prevenía a los
jefes políticos que cuidasen de que en las elecciones para las próximas Cortes
fuesen excluidos los de su laya, a quienes allí mismo se mezclaba con los serviles,
con los afrancesados y otras clases de esta especie, perdieron todo
sufrimiento, y sin rebozo alguno trataron de derribar un ministerio que tan al
descubierto les declaraba la guerra. Organizados como estaban en dos sociedades
secretas numerosas y extendidas, que, aunque separadas en opiniones y mucho más
en designios, se unían perfectamente y gustosísimas para esta clase de ataques,
les era fácil presentar una masa de opinión, imponente por su aparato exterior
y formidable por su tesón y por su descaro, a la cual era difícil que dejasen
de sucumbir hombres que no tenían apoyo ninguno. Empezaron pues a llover
representaciones de todas partes contra el Ministerio, y lo más extraordinario
era que una gran parte de las firmas que autorizaban estas quejas mostraban ser
de empleados y dependientes del gobierno mismo que se acusaba y acriminaba. Por
obligación y por decoro debían estos hombres haber representado al Gobierno los
abusos de que se quejaban en público, o renunciar sus destinos antes de bajar a
ponerse entre los asestadores de los tiros que se lanzaban contra sus
superiores. En este inmenso clamoreo el único artículo positivo y determinado
que se distinguía era la deposición de Riego, que sonaba como una persecución
de la libertad, y hecha injustamente, puesto que el Gobierno no publicaba,
aunque había sido excitado a ello, los motivos que mediaron para aquel
disfavor; lo demás se reducía a acusaciones vagas, a generalidades o a
absurdos. Comenzaron los ministros a manifestar su resentimiento contra algunos
empleados, a quienes creían más culpados en estos manejos, separándolos de sus
destinos. Los clamores fueron más grandes y la efervescencia mayor, tanto, que
Cádiz y Sevilla negaron abiertamente la obediencia al Gobierno mientras
siguiesen en el ministerio las personas que a la sazón le componían. El
negocio, empeñado hasta este extremo, fue tratado en las Cortes, pero con una
indecisión, con una falta de previsión y de política, con tan poca cordura, que
se vio bien a las claras cuánto dominaban ya en aquella asamblea los intereses
y las pasiones de partido. Entonces fue cuando, al mismo tiempo que desaprobaba
la conducta de las ciudades insubordinadas y designaba el castigo a los autores
de los desórdenes, hizo la célebre declaración de que el Ministerio había
perdido la fuerza moral para gobernar el Estado; lo cual en realidad era
quitársela del todo, en caso de que le quedase alguna.
Yo
no dudo, milord, que muchos de los que se interesaban antes por nosotros, al
considerar estos desaciertos, y viendo la triste suerte que al fin nos ha
cabido, habrán dicho más de una vez: «Bien empleado les está; pues que tan mal
uso han hecho de la libertad que habían podido conseguir, vuelvan otra vez al
yugo que antes sufrían, y no se quejen a nadie de lo que ellos mismos se han
fraguado». Con efecto, al contemplar estas miserables ocurrencias, síntomas
ciertos y fatales de nuestra disolución futura, no se sabe a quién culpar más
en ellas. El partido faccioso y exaltado, que con tanto encono procuraba la
caída de los ministros, se olvidaba de que en la forma de gobierno establecida
los ministros debían caer por una oposición enérgica y bien dirigida por las
Cortes. Este partido era árbitro, como se vio después, de sacar los diputados
que quisiese; y estos, con el carácter de que se hallaban revestidos,
examinando la conducta de los ministros, y obligándoles a la responsabilidad en
su caso, podían legalmente llenar sus miras y satisfacer sus pasiones o su
justicia. ¿Tanto les iba en esperar dos meses que tardarían en reunirse las
Cortes? Mas buscar esto mismo por medios de intrigas y de desorden, por
representaciones que en su uniformidad sustancial mostraban todas partir de un
misino centro; por alborotos, en fin, y sediciones que desgarraban el Estado y
lo precipitaban a su ruina; todo esto tiene un carácter de delirio tan grande,
que no hay voces ni modo de explicarlo, a menos que se diga que los que esto
movían estaban ganados para destruir la libertad.
Tampoco
se concibe la conducta de las Cortes. ¿Ignoraban por ventura los secretos
manejos y las manifiestas violencias con que se habían procurado todas aquellas
firmas que tanto se querían hacer valer? ¿Qué venía a ser todo aquel aparato de
opiniones, sino la opinión de los centros de las sociedades influyentes, cuyos
ecos eran en todas partes repetidos por sus adictos y sus afiliados? Si los
ministros eran realmente culpables de lo que se les acusaba, ¿por qué no
declararlos responsables a la nación por su conducta, y designarlos a la
acusación y a la pena? Si esto no era posible en el carácter de extraordinarias
que a la sazón tenían las Cortes, tampoco estaba en el orden que hiciesen
aquella declaración ni tratasen nada del asunto. Mas, puesto ya una vez en sus
manos, era preciso ventilarle y resolverle con franqueza y energía, y hacer un
ejemplar en los ministros o defenderlos de los facciosos agitadores. Entre
estos dos extremos no había al parecer otro medio; y el temperamento que las
Cortes adoptaron era, sobre insuficiente, pernicioso, pues no contentaba a ninguno
de los dos partidos contendientes, animaba a los intrigantes, que al cabo
conseguían el objeto, y dejaba desamparada para siempre la libertad a la
malicia y a las pasiones de cuatro perturbadores oscuros. No se trataba ya
entonces de Feliu, Pelegrín o Salvador, cualesquiera que fuesen las
prevenciones o resentimientos que hubiese contra ellos; se trataba del decoro y
de la fuerza de la autoridad ejecutiva, y de saber si a cualquiera provincia,
ciudad o villorrio de España le correspondía el derecho de negar la obediencia
al Gobierno si este no ponía y quitaba los ministros a su antojo12.
No
por eso pienso, Milord, que los que a la sazón había se hubiesen conducido en
estas ocurrencias con la madurez y pulso convenientes. Sus faltas, si bien
menos odiosas, fueron muy trascendentales, porque dieron ocasión a esta
revuelta, que no se hubiera verificado ti haber ellos tomado otro rumbo. El
Gobierno, por el hecho mismo de serio, está obligado a llevar los negocios con
otro tino y otro miramiento que el que resulta a veces de la discusión
acalorada de una asamblea pública o de las pasiones irritadas de una turba
popular. Era preciso sin duda separar a Riego de Zaragoza; mas, pues que no
convenía hacer públicos los motivos de esta separación, ni tampoco era posible
anonadar a un hombre que servía de bandera a tantos otros, la prudencia
aconsejaba que no se diese a su separación el aire de disfavor ni desgracia, y
que se te emplease en otra parte y en otro cargo donde fuese menos aventurado
tenerle. Así no hubieran caído ni él ni su frenética hueste con todo el furor
de la venganza sobre el Gobierno, que desde aquel instante no tuvo momento
alguno de sosiego. No se hubiera visto tampoco en Madrid aquella extravagante
procesión, ni aquel retrato llevado en ella, ni aquella refriega de las
Platerías, todo tan ridículo, todo tan deplorable, y que parecía fraguado menos
en honor del personaje a quien se aparentaba solemnizar, que en odio y ultrajo
del ministerio que le tenía arrinconado. Yo bien sé, milord, que estas
procesiones y triunfos se celebran frecuentemente en vuestro país sin
inconveniente alguno; pero vuestro gobierno tiene otra autoridad y otro poder,
y vuestra libertad otras raíces: nuestro orden político, tan tierno y tan
reciente, no podía resistir al descrédito y desautorización que resultaban de
estos vaivenes, los cuales, si no se contenían, vendrían a dar con él en el
suelo.
También
era muy útil estorbar el influjo que pudiesen tener en las elecciones los
hombres de aquel partido, y Feliu en esta parte supo poner el dedo en la llaga
mortal que nos afligía. Mas hacerlo por una circular a los jefes políticos,
como si se hallasen conformes con el Gobierno en este punto, fue verdaderamente
una temeridad. ¿Qué resultó de aquí? Que unos por imprudencia, y muchos por
malicia, publicaron la instrucción que tenían; las sociedades, enconadas, se
empeñaron por despique en sacar diputados a los más furiosos y más ciegos de
sus adictos, y el mal que se quiso prevenir se hizo infinitamente mayor.
Otra
desventaja del Ministerio en esta contienda era la poca energía que se le
notaba en contener y castigar las tentativas de los conspiradores. Si al tiempo
que se deponía a Riego y se circulaba la instrucción sobre elecciones se
hubieran visto demostraciones de vigor y de justicia contra los enemigos de la
libertad, no se habría dado ocasión a aquellas recriminaciones de servilismo
que por todas partes se les hacían. Yo las tuve entonces por injustas, y las
tengo ahora también; pero como el Ministerio, según ya tengo dicho, pecaba
desde el principio por falta de unidad y de sistema en su formación; como ni
Bardají ni Cano Manuel ni Pelegrín estaban señalados entre los hombres de la
libertad, antes bien alguno de ellos tenía crédito de lo contrario; como los
jefes de la Isla estaban indispuestos ya de antiguo con Salvador, y todos los
del partido de oposición hacían la guerra a Feliu; de todos estos elementos
resultaba una opinión poco favorable, una desconfianza, sin fundamento a la
verdad para el hombre de juicio y buena fe, pero no desnuda de pretexto y de
apariencia para la pasión acalorada que acusa y acrimina.
Con
la declaración de las Cortes el Ministerio no podía continuar mucho tiempo;
sostúvose sin embargo algunos días adelante, más por decoro que por gusto, y al
cesar en sus funciones tuvo la satisfacción de dejar el Estado en apariencia
unido y sin disturbios. Las ciudades disidentes habían vuelto al orden y
obediencia acostumbrada, sea que, fatigadas de movimientos populares, y no
dándoles pábulo la masa de su población, estas llamaradas cesasen por falta de
alimento; sea que los agentes principales de ellos habían logrado la
preponderancia que deseaban en las elecciones, pues muchos de ellos, viéndose
diputados para las próximas cortes, logrado ya su objeto, y teniendo en su mano
la calda de los ministros, no tenían motivo para insistir en su contradicción.
De
allí a poco cesaron también las cortes del año 20, y hubiera sido muchísimo
mejor para la causa pública que no se hubieran prolongado tanto tiempo. La
veneración que habían sabido adquirirse en la primera legislatura se disminuyó
mucho en la segunda, y llegó a desvanecerse casi del todo en las sesiones
extraordinarias13. Esta baja en la opinión no debe parecer
extraña, ni es absolutamente injusta. Había ciertamente en la generalidad de
los diputados talentos, estudios, virtudes, candor y buena fe, de que la
malignidad ni la soberbia orgullosa de los que ahora las insultan les podrán
despojar jamás. Pero faltaba a muchos de ellos la práctica y experiencia en los
negocios del mundo, y entre tantos y tan grandes estudiantes no había muchos
que pudieran llamarse hombres de estado. Pocos eran en aquella numerosa
asamblea los que poseían el talento precioso de saber aplicar oportunamente las
doctrinas filosóficas a los negocios públicos, y hacer de ellas el uso
conveniente a la posición y circunstancias del país y a los intereses y
pasiones que a, la sazón preponderaba. Aun estos o no tuvieron nunca el
principal influjo, o lo perdieron bien pronto. Es verdad que este talento es
más raro de lo que se piensa, así como es superior infinitamente a todos los
otros en una revolución política fundada en revolución de opiniones. Este es el
que con tanta felicidad desplegasteis vosotros en los primeros tiempos de
vuestro largo parlamento, el mismo que a veces, aunque pocas, se descubre en
los fastos de la asamblea constituyente francesa, y el que nos ha faltado a
nosotros y a los demás que hemos querido imitaros. De aquí nace sin duda la
poca fortuna que tuvieron los decretos más importantes que dieron aquellas
cortes, unos por falta de oportunidad, otros por falta de temperamento. Díjose,
por ejemplo, que el decreto sobre los afrancesados era prematuro, el de los
regulares equivocado, el de las sociedades patrióticas insuficiente, el de los
señoríos injusto: no pareció bien calculada la supresión de, medio diezmo, ni
atinada la aplicación del jurado a la libertad de la imprenta, ni realizable el
reglamento sobre instrucción pública, sobradamente magnífico y ambicioso. En
las ocasiones arduas, como la separación del primer ministerio y las zozobras y
agonías del segundo, desearon algunos que las Cortes hubiesen procedido con más
habilidad y vigor; que no pareciese que recibían la ley de los acontecimientos
ni desconociesen la altura a que se hallaban y la fuerza real que poseían, y
que no se dejasen dominar, como tal vez pudo pensarse, de terrores pánicos, de
prevenciones y pasiones particulares, y de teorías y doctrinas frecuentemente
estériles y oscuras. Pero sea lo que quiera de estos cargos, y yo estoy muy
lejos de creer que todos fuesen fundados, la verdadera causa del vacío que hubo
en las esperanzas que las primeras cortes hicieron concebir no estaba por cierto
en ellas mismas, que harto dignas y capaces eran de hacer el bien que la nación
se prometía. Lo estaba sí en no haber tenido un ministerio de su confianza
después de despedido el primero; lo estaba aún más en la contradicción, ya
manifiesta, ya oculta, que el Rey hacia a su intención y a sus actos. ¿Qué
asamblea, milord, de una monarquía representativa, aun cuando venga del cielo,
puede jamás llenar su carrera sin ministerio y sin rey?
Carta sexta
8 de febrero de
1824
No
estaban, sin embargo, desacreditados aún los bienes de la libertad, porque las
llagas que había hecho en el cuerpo político el azote del poder arbitrario
manaban sangre todavía. Cifrábase su remedio en la reforma, y los ánimos, en
vez de desmayar, se sentían excitados de un nuevo vigor, dirigido mal si se
quiere, pero no por eso insuficiente a proseguir el camino comenzado. Los
yerros y faltas de la primera asamblea podrían corregirse en la siguiente; con
lo que se pusieran de manifiesto, a los más ciegos las ventajas de la
institución, y ésta echaría más hondas raíces en la segunda prueba. Mas para
esto eran necesarias unas cortes atinadas y prudentes, y un ministerio vigoroso
y de confianza que procediese de acuerdo con ellas. Veamos, milord, cómo se
compusieron y combinaron entonces estos elementos de poder.
Cuando
empezaron a circular por el público las listas de los nuevos diputados, no
dejaban de presentar algunos motivos de congratularse. Todos sin excepción eran
amigos de la libertad: muchos había muy recomendables por su capacidad y sus
virtudes; otros, en fin, prometían las mejores esperanzas, o por sus
antecedentes conocidos, o por su decisión intrépida, su elocuencia vehemente y
popular, y sus talentos grandes y precoces. Pero desgraciadamente las pasiones
viciaron en muchas partes el grande acto de la elección, y se escucharon
sugestiones de encono y de venganza, donde por conveniencia, y aun por
necesidad, no debían resaltar más que la mejor buena fe y el más prudente
discernimiento. Y al leerse tantos nombres enemigos declarados del Gobierno, y
tantos votos de montón que los seguirían a ciegas, no hubo hombre juicioso que
no se estremeciese del peligro que iba a correr la causa pública.
Ni
para mitigar este doloroso recelo alcanzaba la confianza que no pocos tenían en
don Agustín de Argüelles, nombrado diputado por Asturias: figurábanse que él
solo era bastante a contener el mal que se temía, y en esto se engañaban. En
una asamblea de diputados dispuestos generalmente de buena fe a seguir el mejor
camino, Argüelles podía prometerse todos los grandes efectos que producen la
elocuencia, el saber y la virtud. Mas con tantos ánimos prevenidos de antemano,
artificiosamente preparados y resueltamente dispuestos a desentenderse de las
razones de un hombre, la elocuencia es en balde, el saber inútil y la virtud
importuna. Hubiera sido preciso para sostener el combate y mantener el campo
oponer intrigas a intrigas, pasiones a pasiones, y constituirse realmente en un
jefe de partido, con toda la afanosa actividad que necesita y con toda la
audacia que le acompaña. Mas este carácter y estos medios han repugnado
siempre, milord, a nuestro digno amigo, y no solo los ha desdeñado para su
propio influjo y reputación, sino que también ha hecho escrúpulo de emplearlos
hasta para objetos de interés público y general.
Las
cortes reunidas dieron la presidencia al general Riego, elegido también
diputado por Asturias. El honor que entonces se le daba se desdecía del militar
intrépido que dos años antes había con tanto arrojo y felicidad proclamado la
libertad en las Cabezas; pero este lauro añadido entonces a su frente se
marchitó bien pronto, como los otros que la fortuna le había puesto, por no
saber hacer uso de él. Ya en la algazara y triunfo de aquel día. Y en las
francachelas que por la tarde tuvieron sus parciales con soldados y gente del
pueblo, la locuacidad del vino dejó traspirar por plazas y por calles las miras
y designios de aquel partido imprudente y temerario. Riego por su parte, sin
suficiente fondo de conocimientos y sin práctica alguna de congreso, no podía
hablar ni portarse en él de un modo correspondiente a su celebridad, ni aun
mostrar el mismo desahogo y confianza que en su predicando por los pueblos. De
aquí su nulidad; y nadie hubiera percibido su presencia en el congreso español,
a no ser por el lastimoso influjo que como presidente tuvo en sus primeras
operaciones.
Carecía
él de un talento muy preciso en todo jefe de partido cuando llega a ser hombre
público y de estado, que es el de saber contener las inmoderadas pretensiones
de los de su bando sin hacérseles sospechoso, y disimular hábilmente su afición
en aquello mismo que les concede: a esta altura de discreción y gravedad Riego
no podía subir. El manifestó la parcialidad más funesta en el nombramiento de
las comisiones, con lo cual dio por el pie a todos los trabajos de las Cortes;
él apadrinó el tropel de proposiciones con que cada diputado quiso señalar su
fervor en el principio; unas indiscretas, absurdas otras, impertinentes las
más; él, en fin, en la manera de conceder o negar la palabra allanó el camino
al artificio con que fueron eludidas todas las precauciones del reglamento para
asegurar la libertad y el equilibrio de los debates.
Seguros
los agitadores de su preponderancia en el bufete, porque el presidente y los
secretarios eran suyos; en las comisiones, por la mayoría que en ellas tenían;
en la discusión y en las votaciones, por el artificio con que las preparaban;
todo se los hizo llano, y empezaron a manifestar el orgullo de hombres nuevos a
quienes la fortuna pone en la mano la suerte de los que valen más que ellos; y
no ocultando sus miras hostiles contra personas, destinos, institutos y aun
contra el orden establecido, nadie se creyó seguro en el lugar que ocupaba, y
todos se veían amenazados de una nueva revolución, mucho más impetuosa, y por
lo mismo más áspera y aventurada que la primera.
Pero
a quien más parte cabía de estos temores, y quien sin duda peligraba más, era
la corte. Sin poder contar todavía con la tropa, y sin apoyo alguno en la
opinión, su impotencia era entonces tan grande como ruin su voluntad. Los
pretextos con que las Cortes podían atacarla eran muchos, la mayor parte
justos, todos especiosos, y las consecuencias podían ser tan amargas como
irreparables. En tal estrecho acudió para su defensa a los medios que le
proporcionaba la Constitución misma que tanto aborrecía; y el Rey, sin duda
bien aconsejado aquella vez, creyó que debía ponerse en manos de hombres
notoriamente constitucionales y dotados de opinión y talentos parlamentarios,
suficientes a defender su inmunidad y su prerrogativa de los audaces asaltos de
las Cortes.
Este
fue el origen del tercer ministerio, a quien dio su nombre Martínez de la Rosa,
por ser él el más distinguido de los sujetos que entraron a componerla. Cuantas
calidades buscaba el Monarca en ellos, tantas sin duda tenían, y muchas además
de las que eran necesarias para conducir el Estado con actividad y con acierto.
El carácter franco y firme de sus operaciones correspondió desde luego a las
esperanzas que se habían concebido de su diligencia y de sus talentos. Ellos
supieron contener los ímpetus del partido anárquico en el Congreso, dieron
vigor a la parte sana y bien intencionada de él, que antes tímida y poco
numerosa, se empezó a acrecentar y a prevalecer de día en día, de manera que
antes de terminarse la primera legislatura de aquellas cortes al parecer tan
indómitas, ya tenían en ellas una preponderancia útil que tranquilizaba los
ánimos y les aseguraba la subsistencia del orden y del sosiego para en
adelante. Las facciones anárquicas se vieron enfrenadas en Madrid y en las
provincias, los escándalos y alborotos fueron desapareciendo, las providencias
administrativas de prosperidad y fomento iban produciendo los efectos más
saludables, y los ánimos descontentadizos y recelosos se reconciliaban con el
nuevo orden de cosas. Un nuevo albor, en fin, de bienes y de felicidad rayó por
algunos momentos a los ojos de los desventurados españoles: efecto tan dulce
como seguro de aquella buena armonía que se vio reinar entonces entre el Rey y
sus ministros, entro el Gobierno y las Cortes.
¡Dichosos
nosotros si hubiera durado más tiempo! Pero con elementos tan opuestos y
discordes la cosa era imposible, y el daño vino del vicio originario y capital
que acompañaba nuestra revolución desde el principio. Quiero decir, milord, de
la repugnancia invencible que el Rey tenía al gobierno constitucional, y de su
disposición siempre constante a cooperar con cuantos tratasen de destruirle.
Creíase comúnmente entonces que el partido antiliberal estaba enteramente
abatido y desalentado en el interior, y que sus esfuerzos se limitaban a la
guerra que nos hacían en las fronteras los españoles fugitivos, ayudados
secretamente por nuestros vecinos. Esto era un error, y error tanto más
funesto, cuanto que fascinó por muchos días al Gobierno, el cual vio fracasar
con él todos sus servicios, todos sus planes, y puede decirse también, todo su
concepto. Los ministros no veían ni temían más peligros que los que podían
venir de los desórdenes y pasiones extraviadas de la opinión liberal. Pero
entro tanto la opinión contraria, ganando terreno a favor de estos desórdenes,
no perdía tiempo, ni escaseaba dádivas, ni perdonaba intrigas para adquirirse
amigos y parciales. Por manera que cuando menos se esperaba, y por la parte que
menos se temía, reventó la mina abierta cautelosamente a nuestros pies,
poniendo en manifiesto peligro los hombres y las cosas, y embrollándolo todo en
términos que jamás se pudo volver a concertar.
Era
el día de San Fernando, la corte se hallaba en Aranjuez, y sin duda la
solemnidad y concurso de aquella fiesta los pareció a los conspiradores ocasión
oportuna para su primera tentativa. Los soldados de la guardia real, unos
borrachos y otros afectándolo, comenzaron por la tarde a atroparse y
remolinarse por las calles y por los jardines gritando: « ¡Viva el Rey
absoluto! ¡Fuera la Constitución! ¡Mueran los liberales!» Excitábanlos a este
desorden algunas gentes de la servidumbre de palacio, y lo que era peor, se los
veía apadrinar disimuladamente por algunos de sus oficiales. El concurso
numeroso de los que habían ido a cumplimentar al Monarca, derramado a la sazón
por los jardines, se puso todo en movimiento, y quién por escándalo, quién por
miedo, apenas hubo uno que no se apresurase a abandonar un punto donde el
incendio se manifestaba tan fuerte y tan de golpe. La milicia local corrió a
las armas y se formó al instante para estar pronta a cualquiera acontecimiento;
el infante don Carlos salió también como para apaciguar el tumulto, y en
realidad, según algunos, para darle cuerpo y fomentarle con su presencia. Más
la generalidad del pueblo se mantuvo quieta y tranquila: de modo que los
soldados, viéndose menos en número y dispersos, contenidos además por algunos
oficiales bien intencionados y por otros personajes a quienes debían respeto14, se retrajeron a sus cuarteles, y la
agitación se calmó sin suceder desgracia ninguna de momento.
Creyóse
de pronto que el mal se remediaría con volver la corte a Madrid: el Rey, que lo
rehusó al principio y tuvo sobre ello una contestación larga y viva con sus
ministros, cedió al fin, y su presencia en la capital disipó al parecer todos
los temores y acalló todas las sospechas. Pero este sentimiento de confianza no
podía durar mucho tiempo: el espíritu de la guardia real se iba pervirtiendo
más cada día, y sus frecuentes encuentros y quimeras con los milicianos, unidos
a las noticias desagradables que entonces vinieron de la insurrección de los
carabineros de Andalucía, y de la temeraria tentativa de los artilleros en la
ciudad de Valencia, eran otros tantos avisos que anunciaban ya inmediato un
combate general y decisivo; y lo peor era que no se veía, en todo el mes que
medió entre el acontecimiento de Aranjuez y el segundo rompimiento, tomarse
providencia alguna para evitar la crisis que por momentos se veía venir. ¡Qué
pensar pues de la indolencia y abandono con que los hombres puestos al frente de
los negocios dejaron engrosar la nube para que viniese a estallar sobre
nuestras cabezas! ¿Eran acaso tan ciegos, que no lo advertían? Tan incapaces,
que no le encontraban remedio? Tan perversos, que no lo querían aplicar?
Suposiciones todas que se estrellan en el concepto que se tenía de su
capacidad, diligencia y buena fe, al pasa que no se combinan tampoco con su
interés personal. Remedio ciertamente le había, como la experiencia lo
manifestó después; pero este remedio consistía en una determinación ardua y
vigorosa, llena de dificultades y expuesta sin duda a peligros: nuestros
hombres de estado no tuvieron ánimo para arrostrarlos, y esta falta de
resolución, como suele suceder casi siempre, los envolvía al instante en
dificultades y peligros infinitamente mayores.
La
lucha se empeñó al fin el día mismo de cerrar las Cortes su primera legislatura
y al tiempo que el Rey volvía de asistir a aquella solemnidad. Una alteración
entre milicianos, paisanaje y guardias sobre los vivas de
estilo fue la ocasión de que los últimos se aprovecharon al instante con todo
el encono de que anteriormente estaban poseídos. Dícese que fueron provocados
con insultos y pedradas; lo cierto es que muchos de ellos salieron de la
formación y emprendieron a cuchilladas y a bayonetazos con sus agresores. Hubo
en esta primera refriega heridas, desastres y alguna muerte también, pero pudo
sosegarse, aunque con pena, y la tropa se retiró a sus estancias. Por la tarde
la desgraciada muerte de Landáburu, asesinado por sus mismos soldados en el
recinto de palacio, donde estaba de facción, llenó de consternación los ánimos
del pueblo, y de agitación y enojo a todos los oficiales constitucionales y a
los milicianos, que se creyeron insultados, vendidos e inseguros. Al día
siguiente la misma tropa, al ir a ocupar los puestos que había de guarnecer, no
queriendo marchar al sonido de la música patriótica que antes se tocaba hizo
que se entonase otra marcha más antigua: las compañías que no estaban de
facción tuvieron orden de permanecer en los cuarteles y estar dispuestas y
apercibidas. En suma, todo de parte de estos cuerpos presentaba un aspecto
hostil, tanto más peligroso e inquietante cuanto más ordenado y misterioso
parecía. Ya bien entrada la noche dispusieron su salida de Madrid, que verificaron
formados y en silencio, sin causar desorden ni inquietud alguna. Los piquetes
dispersos en los diferentes puestos que guarnecían se les fueron reuniendo sin
hallar oposición, y solo quedó en la corte el batallón que hacía la guardia a
palacio. El día siguiente al amanecer estaban todavía sobre las alturas a media
legua de Madrid. Allá los fue a encontrar solo el intrépido Morillo, entonces
general de la provincia, y hecho aquella noche comandante de la guardia real, y
les exhortó por cuantos medios le sugirieron su crédito y su celo a que
volviesen en sí y se redujesen al deber, ofreciéndoles todas las satisfacciones
justas que quisiesen. Ellos le oyeron, con atención y con respeto; se quejaron
de los desórdenes que se cometían cada día por la facción exaltada, y le
ofrecieron obedecerle si quería ponerse a su frente. La conferencia, como era
de presumir, se acabó sin producir fruto alguno: el general volvió a Madrid con
la gloria de su inútil aunque arrojada tentativa, y ellos, sin retraerse de su propósito,
siguieron su marcha hacia el Pardo, donde establecieron tranquilamente sus
cuarteles.
Allí,
como desde una atalaya, puestos los ojos en Madrid, se dieron a esperar el
resultado que podría tener de pronto su improvisa y extraña separación. Más las
cosas no llevaron aquel rumbo que ellos se figuraban y sus instigadores les
prometieron. Ni el pueblo, en cuyos movimientos acaso confiaban, hizo
demostración alguna en su favor, ni personaje alguno de cuenta, ni menos tropa
ninguna, se pasó a su bando y se aventuró a seguir su suerte; ni el Rey, aunque
lo quiso y pensó, se atrevió nunca a salir de su palacio para reunirse a ellos
y darles autoridad con su presencia.
Desde
el momento en que asomó el peligro el partido liberal había tomado las
disposiciones propias a la situación presente, según los medios que tenía a la
mano. Y ninguna de aquellas esperanzas podía fácilmente realizarse. La milicia
estaba toda sobre las armas y acampada en la plaza, la tropa de línea en el
Parque frente de palacio, y un cuerpo formado de los oficiales dispersos que
casualmente se hallaban en Madrid y de los voluntarios que quisieron
reunírseles, y se llamó batallón sagrado, se apostó en otra de las avenidas de
la casa real para rondar, observar y hacer el servicio de guerra que las
circunstancias exigiesen. Las autoridades políticas y municipales se
establecieron en sesión permanente con el fin de entenderse entre sí, dar las
providencias que fueran necesarias y defender a todo trance la causa de la
libertad pública contra aquellos perjuros desertores.
En
medio de todo este aparato y disposiciones de rompimiento y de guerra todo
seguía el orden acostumbrado en palacio. El Capitán general iba y venía, y
recibía la orden del Rey, según la etiqueta; iba y venía el Jefe político, iban
y venían los ministros, y despachaban o aparentaban despachar. Hasta las
secretarías continuaban sus trabajos a las horas acostumbradas; y así hubieran
seguido hasta el desenlace de la crisis, si no fuera por el recelo que
infundían los guardias, los cuales empezaron no sólo a mofarse y a escarnecer
los empleados que tenían que asistir allí a cumplir con su obligación, sino a
atropellarlos y a perseguirlos hasta el sagrado de las secretarías. La
insolencia de aquella soldadesca no conocía en aquellos días ni límites ni
freno. Necesarios al Monarca, consentidos de sus jefes, regalados de toda la
servidumbre, usaron y abusaron de aquella situación con toda la licencia y
descaro de hombres groseros sin vergüenza y sin crianza. Manjares delicados,
conservas, vinos generosos, helados exquisitos, todo se les prodigaba; y ellos
lo repartían todo alegremente con la chusma y con las mujerzuelas que a
bandadas acudían a participar del real festín. Los corredores y escaleras de
palacio se veían convertidos en tabernas, los rincones en burdeles: allí se
comía, se bebía, se cantaba y se gritaba; allí se cometían todos los desórdenes
y torpezas que la borrachera y la licencia militar llevan consigo. Por manera
que la majestad soberana del Monarca no se vio nunca más ultrajada ni
envilecida que por aquellos mismos que afectaban quererla restaurar y defender.
Pero ¿qué mucho, milord, que la corte sufriese borrachos a los que había
consentido asesinos? Todo se les disimulaba, todo se llevaba en paciencia, o
por mejor decir, con agrado: Omnia serviliter pro
dominatione. ¡Eran
tan necesarios entonces!
El
Rey se mostró en toda esta incidencia igual a lo que había sido siempre. Con
los ministros disimulado y dócil, prestándose a cuantas órdenes se exigían de
él; con su partido irresoluto y tímido si había de hacer algo por sí mismo:
después, cuando el negocio parecía irse inclinando a su favor, duro, insensible
y sordo a todas las consideraciones que le exponían los ministros y las
autoridades; cuando creyó el negocio ganado, soberbio, inconsecuente, negándose
a cuantas promesas suyas habían servido de fundamento para formarse la intriga;
en fin, viéndolo todo perdido, amilanado, cobarde y entregado a la merced del
vencedor sin dignidad ni decencia.
Las
cosas no podían durar mucho en un estado tan violento. Los dos partidos al
parecer habían estado considerando y midiendo sus fuerzas en silencio para
aprovecharse del descuido primero que se observase en alguno, y acometerle con
ventaja. Mas luego que se tuvo noticia de que el general Espinosa con las
fuerzas que había podido juntar en Castilla venía a largas marchas sobre
Madrid, los guardias determinaron ganarle por la mano, y en la noche del 6 al 7
se movieron del Pardo y marcharon a sorprender la capital.
A
aquella hora la corte, ya segura de su triunfo, arrojó de sí todo miramiento, y
cerrando las puertas de palacio, a nadie se permitió salir de él. Los
ministros, el Jefe político y otras personas de cuenta se vieron así detenidos,
sin consideración alguna ni a su calidad ni a sus atribuciones. A las
reclamaciones que hicieron sobre aquel extraño proceder, ya alegando la
necesidad de su descanso, ya la de ir a cumplir con sus deberes, o se les
respondía con mofa, o no se les respondía nada. Y considerándolos ya como
víctimas destinadas al sacrificio, con ninguno de ellos se tuvo atención
alguna, nadie les dio un consuelo, nadie les suministró un vaso de agua. Así
abandonados a sus tristes pensamientos, y envueltos en ira, incertidumbre y
dolor, estuvieron toda aquella noche cruel esperando lo que la suerte adversa
haría de ellos; mientras que arriba la familia real, la servidumbre y las
personas de fuera admitidas entonces a su secreto y confianza, se entregaban al
regocijo y saboreaban sin recelo alguno los frutos de la victoria.
Entre
tanto los guardias del Pardo, divididos en dos trozos, se acercaban a Madrid,
donde el más numeroso, forzando un portillo casi sin ser sentido, penetró por
las calles y se dirigió a la Plaza. Era la una de la noche: el vecindario
estaba sumergido en sueño y en silencio, que solo se interrumpía en la carrera
por el ruido sordo y monótono que hacían marchando sus pies, y por algún viva a
Fernando VII que de cuando en cuando se les oía, poco animado y menos
sostenido. Llegaron así a la Plaza, ocuparon la Puerta del Sol y las calles
adyacentes, y dieron la señal de acometer. Creían ellos arrollar fácilmente una
gente bisoña, afeminada, que no había oído más tiros que los del ejercicio o
los de salva; y acaso esperaban que a su primera arremetida arrojasen armas,
fornituras y uniformes, y escapasen despavoridos a sus casas. Más no fue así
por su desgracia: el punto estaba bien apercibido, sus defensores animados del
mejor espíritu; las descargas se recibieron con serenidad y se devolvieron con
brío. « ¡Viva Fernando VII!» decían los unos; « ¡viva la Constitución!»
respondían los otros; y al eco de estas aclamaciones, ya eternamente enemigas,
se enviaban alternativamente la muerte los mismos que un año antes se abrazaban
y se daban el beso de paz invocando aquellos mismos dos nombres Fernando
VII y Constitución.
La
artillería, que faltaba a los guardias, excelentemente servida por los
patriotas, decidió bien pronto el combate en su favor. Las avenidas estrechas,
por donde los enemigos querían romper hasta ellos, se llenaron al instante de
heridos y de muertos, y embarazado el paso, hecho horrible por el mismo
estorbo; derribados los más valientes, que habían sido los primeros, y aun
llegado hasta los cañones; el resto escarmentado echó a correr hacia atrás,
arrastrando en su pavor y en su fuga a los que no habían entrado todavía en
combate, y buscando un asilo en palacio al lado de sus compañeros que allí
estaban, y al abrigo del respeto que aún pudiera guardarse al Rey. Rayaba ya
entonces el día, y las aclamaciones de los vencedores, dilatándose por plazas,
por casas y por calles, anunciaron a los buenos españoles que la libertad y la
patria estaban todavía en pie.
La
noticia de que los batallones habían entrado en Madrid llegó ya tarde al
Parque, y al principio no fue creída. Más luego que la repetición de los avisos
y las descargas la hicieron indudable, la acción y energía de los movimientos
que se desplegaron fue tan rápida como eficaz. Ocupáronse a viva fuerza los
puntos contiguos a palacio, donde los facciosos podían guarecerse y
fortificarse; el general Ballesteros con un destacamento fue enviado en socorro
de la Plaza, y llegó a tiempo de poder completar aquel triunfo; y con otra
parte de la fuerza se contuvo en respeto a la división de los guardias que no
había entrado todavía en Madrid y amagaba por el río. De este modo los
rebeldes, batidos, ahuyentados, acorralados en la casa real, perdida toda clase
de esperanza, y faltos de auxilio y de consejo, no tuvieron otro arbitrio que
rendir las armas y someterse a la ley del vencedor.
Una
ventaja tan completa y decisiva, y más todavía el modo y las manos por quienes
principalmente se consiguió, estaban al parecer fuera de todo cálculo probable,
y debía atribuirse más bien a golpe de fortuna que a combinación ninguna
prudencial. Más no fue así ciertamente, y las cosas llevaron el camino propio
de los elementos que entraron a dirigirlas. Los jefes de la insurrección,
faltos de tino y de experiencia, no formaron plan ninguno; en lugar de dominar
los acontecimientos, se vieron obligados a recibir la ley de ellos, y siempre
iban detrás de la ocasión, tratando de hacer hoy lo que habían tenido en su
mano ayer. Ellos tenían al Rey en Aranjuez, y le dejaron venir a Madrid;
estaban en posesión de Madrid, y le abandonaron para volver a ocuparle;
estuvieron cinco días en el Pardo aguardando tal vez a que el Rey se decidiese
y se viniese a ellos, y habían perdido la oportunidad de llevársele consigo
cuando salieron; porque entonces nadie se lo hubiera podido impedir. Su plan de
ataque podía no ser desacertado, pero careció enteramente de vigor en la
ejecución. Una gran parte de oficiales y sargentos, tal vez los mejores del
cuerpo, se hablan mantenido fieles a sus juramentos y estaban sirviendo en las
filas de la libertad; no pocos también de los que fueron al Pardo se vieron
arrastrados por el espíritu de cuerpo a obrar a pesar suyo contra su carácter y
sus principios, y gran parte de los soldados marchaban a disgusto en una
empresa que solo interesaba a sus instigadores, y a ellos no les podía producir
sino peligros, desastres y afrentas. Faltóles a todos un jefe de reputación y
denuedo que los guiase al combate y los sostuviese en él con su ejemplo y sus
palabras. Los mozuelos que los habían metido en aquel paso perdieron al instante
la cabeza, desampararon sus filas, y unos tras otros fueron cayendo
vergonzosamente en las manos de sus enemigos. Tan cierto es que el sobrescrito
de rebelde y de traidor en la frente infunde miedo en el corazón y no le deja
obrar con bizarría.
Todo,
por el contrario, era en aquella ocasión favorable al bando opuesto. Mejores
jefes, mejor plan, mejor concierto. Es verdad que los milicianos, poco
disciplinados y nada aguerridos, no podían inspirar confianza; pero la
artillería y caballería, que ellos tenían y faltaba a sus contrarios,
compensaba abundantemente aquel vacío. Con ellos militaban entonces los
generales más acreditados y valientes del ejército; por ellos estaban las
leyes, las autoridades, el buen orden, la justicia; y el convencimiento de la bondad
de su causa, dilatándoles el pecho, los llenaba de aliento y confianza. Estos
sentimientos generosos los sostuvieron noblemente en el combate, estos los
animaban después; y con ninguna especie de venganza ni de bajeza mancharon en
aquel día la gloria que acababan de adquirir.
Carta sétima
28 de febrero de
1824
Cuando
llegó a oídos del Rey que sus pretorianos flaqueaban empezó a temer por sí
mismo y a tratar de buscar consejo y defensa contra el peligro que veía venir.
Entonces se acordó de sus ministros, y les mandó subir a su presencia para
conferenciar con ellos sobre las disposiciones que convendría tomar en el
estado crítico a que habían llegado las cosas. Tener que valerse de los mismos
a quienes aquella noche había tratado con tal vilipendio era situación harto
dura y paso verdaderamente bochornoso. Mas para nuestro príncipe estaba muy
lejos de tener este carácter, y jamás se mostró con menos disimulo esta
preeminencia de la condición real a quien no enfrena obligación ninguna y se
sobrepone a todo respeto humano. Los ministros, como constitucionales, estaban
destinados al castigo en caso de vencer el Rey; y como constitucionales
también, debían defender su persona y su autoridad en el caso de ser vencido.
Pero
si esta era su cuenta, no así la de los ministros. Ellos subieron y nada
aconsejaron, porque nada podían ni debían aconsejar. Vueltos a sus secretarías
y creciendo con la derrota y fuga de los guardias la congoja y el terror en la
familia real, allí fueron buscados por el infante don Carlos, y consultados
otra vez y aun rogados, principalmente Martínez de la Rosa, que salvasen al
Rey. De su contestación, que fue a un mismo tiempo firme, respetuosa y sensata,
se convenció el Infante de que por parte de ellos la diligencia era inútil,
puesto que como ministros nada podían ya ordenar que fuese obedecido, ni como
personas privadas tenían influjo con los cabos del partido popular. Decidióse
pues la corte a tratar con el general Morillo, el cual, a consecuencia de la
invitación que le hizo el Rey, envió a palacio una comisión de militares de
distinción para arreglar las condiciones con que habían de cesar las
hostilidades y la guardia real deponer las armas y someterse al Gobierno. En
aquella conferencia fue donde el general Salvador, uno de los comisionados,
dijo al Rey, que se negaba a acceder a algún artículo necesario: «Señor, las
tropas de vuestra majestad han sido vencidas, y es fuerza que se resignen a la
ley que la nación les imponga».
Esta
ley no fue vergonzosa ni dura si se consideran la perfidia y alevosía con que
aquella trama se dispuso, y los males que se le hubieran seguido a ser coronada
con un éxito feliz. Y aunque los invasores, faltando por la tarde a lo capitulado,
se escaparon de Madrid, con intención sin duda de ir a renovar a otra parte la
guerra, y fueron seguidos, acuchillados y dispersos en el campo, no por eso las
condiciones se hicieron más gravosas y crueles. Las tropas y milicianos
vencedores se encargaron de la custodia de palacio con la misma serenidad y
asiento que una guardia releva a otra en tiempos tranquilos: el palacio fue
respetado, ningún desorden se vio en él, no se oyó ningún insulto. El Rey,
tratado con el decoro que correspondía a su dignidad, fue considerado como
ajeno a toda aquella agitación. Y este mismo día en que los españoles daban al
mundo un ejemplo tan singular de moderación y de juicio, es el día que
escogieron algunos embajadores para pasar a nuestros ministros una nota en que
nos amenazaban con todo el enojo y el poderío de sus soberanos si osábamos
atentar la menor cosa contra las personas del Rey y su familia. Los ministros,
a pesar de la incierta y equívoca posición en que se hallaban, contestaron con
discreción y decoro, mas no con la energía correspondiente a la solemnidad de
la ocasión ni a lo importuno o injurioso de aquella oficiosidad. Nada importaba
ciertamente a sus autores la seguridad del Rey ni la de las personas de su
familia; pero les importaba mucho presentar aquel aparato de celo ante sus
amos, y revestir el expediente diplomático con las formalidades convenientes a
sus fines interesados y artificiosos. La nota era inútil para los ministros
españoles, que nada podían hacer, y mucho más para el pueblo en el caso de que
enfurecido quisiese hacer pedazos el ídolo que en otro tiempo adoraba. Ella y
el tono en que estaba puesta eran o un aviso o un insulto, o las dos cosas a un
tiempo; y en todo caso antes atraían que disipaban el peligro que se aparentaba
temer. Porque a estar poseído el partido victorioso de la rabia y demencia que
el oficio diplomático suponía, la contestación hubiera sido enviarles sus
pasaportes para que a las cuarenta y ocho horas saliesen de Madrid, y en aquel
medio término procesar, juzgar, condenar y ejecutara al Rey, para que fuesen
testigos de la catástrofe, y ellos mismos llevasen afuera las noticias de las
resultas que había tenido su insolente impertinencia.
Pero
los vencedores estaban entonces muy ajenos de estos pensamientos feroces. El
común peligro los había unido, el interés y la ambición los dividieron, y
apenas habían conseguido aquella ventaja tan inesperada y decisiva, cuando
empezaron a hacerse unos a otros una guerra más encarnizada y mortal que la que
Fernando VII les había hecho.
Desde
la restauración de la libertad en el año 20, el principal influjo y
preponderancia en los negocios había estado en las, manos del partido puro
constitucional, o llámese moderado. En vano el de la Isla, apoyado en la
importancia del servicio que había hecho y en la extraña popularidad que había
sabido procurará algunos de sus corifeos, anhelaba este influjo exclusivo y
empleaba para ello todos los manejos de la intriga y todos los medios del
descrédito, de la vociferación y de la audacia. Estos mismos medios los
desopinaban para con la generalidad de los españoles, que graves por carácter y
contenidos por educación y costumbre, repugnan y se niegan a todo lo que tiene
aire de facción y de desorden. No pudieron pues nunca derrumbar a sus adversarios
de la altura en que estaban puestos, y donde los mantenía la reputación que
habían adquirido con sus antiguos servicios, con sus padecimientos en los seis
años, y el concepto que generalmente se tenía de su mayor saber, de su mayor
experiencia en los negocios y de su capacidad para dirigirlos. Cuando llegó la
época de julio este partido moderado estaba en su mayor auge, y representado,
si así puede decirse, por el Ministerio, que a la sazón conducía las cosas con
bastante acierto y fortuna y con una aprobación casi universal. Pero no
habiendo sabido o podido evitar aquella crisis antes que llegase, ni contenerla
cuando llegó, ni triunfar de ella después de empeñada, el poder se les cayó de
las manos, y la preponderancia al partido a cuyo frente se hallaban. De nada
sirvió el peligro en que los mismos ministros se hallaron, las prendas que
tenían dadas a la causa de la libertad, ni el valor y entereza con que tantos
de este partido sirvieron en aquella ocasión. La facción opuesta, valiéndose
denodadamente de la oportunidad que les ofrecían los sucesos, envolvió a todos
en la red de desconfianzas, sospechas y acusaciones que estaba preparando, y en
su boca todos eran tibios defensores de la causa pública, y algunos acusados
como traidores a ella. Pena y vergüenza da considerar los nombres que se oían
en esta indigna acusación: el general Morillo y los jefes de los cuerpos que
habían militado con él debajo del estandarte patrio levantado en el Parque, los
ministros, el jefe político Martínez de San Martín, los más de los grandes
empleados públicos, y otros personajes, sonaban de boca en boca y de corrillo
en corrillo, unos como vendedores de su patria, otros como sospechosos. Decíase
que el levantamiento de los guardias tuvo por objeto al principio alterar las bases
de la Constitución, introducir las cámaras en nuestro orden político y dar a
las clases privilegiadas el influjo y preponderancia de que carecían con la
constitución del año 12; que los más de los personajes acusados eran sabedores
y aun auxiliadores de este plan; pero que habiendo el Rey manifestado al fin su
voluntad de reasumir en si el poder absoluto como lo había tenido en los seis
años, muchos de ellos no le quisieron ayudar para ello y se retrajeron de su
propósito, y otros, como Morillo y los generales que le asistieron en el
Parque, tuvieron que seguir, muy a despecho suyo, el curso de la causa popular.
Quizá
en este cúmulo de recriminaciones y de sospechas había algo de verdadero y
positivo; pero no en la forma ni en la aplicación que de ello se hacia a tantos
sujetos, en quienes el carácter, los principios, la conducta, y sobre todo la
conveniencia propia, estaban en oposición con semejante sospecha. Más la
malignidad y el encono no miran tan despacio las cosas: el rumor odioso cunde,
los simples lo creen, los indiferentes la dejan pasar, y mientras que los
buenos se afligen y se retiran, los intrigantes triunfan y consiguen lo que
anhelan.
En
tal situación de cosas los ministros no podían seguir en sus cargos, ni aunque
hubieran podido, lo quisieran. Irritados del modo alevoso e indigno con que
habían sido tratados por la corte, rehuyendo lidiar más tiempo con la facción
popular, hecha intratable con el suceso mismo, todos se propusieron hacer
irrevocablemente dejación de sus sillas, y algunos se retiraron aquella mañana
a sus casas jurando no volver a palacio jamás. El Rey, siguiendo el consejo que
ellos mismos le dieron, nombró por ministro de Gracia y Justicia a Calatrava, y
de la Guerra a López Baños, proponiéndose nombrar los demás con acuerdo de los
dos. Llevábase en esto el fin de conciliar en lo posible los intereses y anhelo
de la opinión exaltada con la conveniencia pública, esperando que la grande
popularidad y la entereza y rectitud de sus principios moderase algún tanto el
ímpetu del otro partido. Tal vez esto se hubiera conseguido a estar Calatrava
en Madrid y entrar al instante en ejercicio. Mas hallábase ausente en Vizcaya,
y no habiendo querido de pronto admitir el ministerio, cuando ya vino a Madrid,
dudoso aún de lo que haría, los facciosos se habían dado tal maña, que
despopularizado él, y despopularizados y desalentados todos aquellos con
quienes podía contar para que le ayudasen, vio que su intervención no podía ser
de provecho, y se negó absolutamente a admitir. López Baños llegó después,
recibió de su club la lista de los que habían de ser ministros con él, y ellos
lo fueron. De esta manera, el partido que desde setiembre del año 20 había
pugnado con tanta fuerza y tesón por tener el manejo total y exclusivo de los
negocios públicos, logró completamente su objeto; y preponderante en las
Cortes, árbitro en el gobierno, se vio con todo el poder en la mano. Si con
ventajas de la libertad y del Estado, los sucesos públicos lo manifiestan; pero
no deja de ser curioso, milord, que haya sido la corte quien con sus impotentes
esfuerzos para arruinar la Constitución les haya abierto el camino para
conseguir este triunfo, y que por querer destruir las leyes se entregase a
discreción al furor de las pasiones. Mas este ejemplar, que no es el primero ni
el único que hemos visto en nuestros días, será tan olvidado como los otros, y
no producirá fruto alguno.
Todo
hombre público, milord, debe poseer alguna especie de este mérito análogo a las
atribuciones que se le confían, y gozar alguna consideración personal: de lo
contrario, ni entra en su puesto con honor ni puede ejercerle sin desaire.
Faltaba a los nuevos ministros una calidad tan precisa, y bien que yo esté muy
lejos de creerlos tan faltos de mérito como la malignidad y el encono han ponderado
después, estaban sin embargo muy lejos de tener en la opinión el lugar
necesario para verlos sin extrañeza revestidos de aquel alto carácter. Los
reyes sólo, milord, pueden impunemente cuando se les antoja hacer de sus
ineptos favoritos hoy un ministro, mañana un embajador. Nadie les va a la mano,
y todo lo cubre el manto de su omnipotencia. Pero en los gobiernos libres se
necesita de más circunspección y reserva, porque resentida la máquina política
del descrédito y flaqueza de los brazos que la mueven, hace conocer bien pronto
que los hombres de un club no suelen ser los hombres del Estado.
Además
de esta nulidad, adolecían los ministros de otra en mi sentir peor. Llevados
allí por una facción secreta ansiosa de dominar exclusivamente, y no siendo otra
cosa que instrumentos ciegos de ella, el odio y desprecio que inspiraban eran
consiguientes a esta falsa posición. El bien, si alguno hicieron, no se les
agradecía, como ajeno; todo el mal se les imputaba como suyo, y a los ojos de
propios y de extraños eran agentes de una pandilla, y no ministros de una
monarquía.
Muy
desde luego empezaron a manifestarse sus pasiones y las de sus comitentes con
el trasiego de empleados, que entre nosotros, milord, son el objeto primario y
el efecto más seguro de toda novedad política o ministerial. Destituyeron a los
unos sin más razón que la de haber sido agraciados por los gobiernos
anteriores, y emplearon a otros sin más mérito que el de haber contribuido a la
elevación en que ellos se hallaban, o a la ruina de sus adversarios. Llenóse de
este modo la administración pública de sujetos absolutamente inhábiles o nuevos
en los negocios, precisados los más de ellos a hacer el aprendizaje de su
oficio, que no sabían mandar, ni menos obedecer. Muchos llevaron a sus destinos
la suspicacia y chismosearía de los partidos que los emplearon; otros la
temeridad imprudente de su carácter, y fomentada con el triunfo que acababan de
conseguir, y a la cual daban rienda suelta, como si nada tuviesen ya que
respetar. De manera que al entorpecimiento y errores que sufrían los asuntos
públicos por su incapacidad o inexperiencia se añadía el descrédito y la
odiosidad que adquirían al sistema político con su orgullosa insolencia, o por
mejor decir, con su absurda e insufrible petulancia.
Otro
manantial bien fecundo de disgustos y de males fue la causa formada sobre la
conspiración de julio. Al principio parecía no amagar más que a los cabos de la
sedición cogidos con las armas en la mano. El delito era patente, la ley
terminante y positiva, la necesidad y justicia del castigo fuera de toda duda y
contestación. Sacrificados al escarmiento público durando todavía las huellas
de su atentado, nadie, ni acaso ellos mismos, lo extrañaran, y su catástrofe se
hubiera considerado como consecuencia forzosa, aunque funesta, de su misma
temeridad, y no como un asesinato político hecho en obsequio del resentimiento
y de la venganza. Lejos, milord, de mí el pensamiento de echar de menos la
sangre que no se ha vertido. Aun cuando no repugnase tanto a mi carácter esta
idea atrozmente cruel, se advendría mal con las lecciones que me han dado la
historia y la experiencia. Las cabezas que vosotros derribasteis en vuestra
guerra parlamentaria no os salvaron de los males de la restauración; los
raudales de sangre vertidos en los cadalsos por el furor revolucionario no han
libertado a los franceses de caer primero en las manos de un déspota militar,
después en las de los emigrados. Esas víctimas, añadidas a las que nuestra
revolución contaba, no hubieran servido a libertarnos del despotismo regio y
sacerdotal en que hemos vuelto a caer. ¿A qué afligir la humanidad y ofender
acaso la justicia sin provecho ningún o para la política? Yo pues desde la
soledad en que esto escribo doy el más cumplido parabién a los que en aquella
ocasión escaparon del mortal peligro en que se vieron, y este parabién
espontáneo es tanto más sincero de mi parte cuanto se dirige a hombres que no
he conocido antes de ahora ni de ellos será sabido jamás. Pero al fin, milord,
en la posición en que se hallaban las cosas, y en las pasiones que agitaban los
ánimos, no dejó de parecer extraño el aspecto y curso que tuvo este proceso.
Encargada su formación a don Evaristo San Miguel, uno de los corifeos del
partido exaltado y entonces preponderante, él, o por favor, o por justicia, o
por generosidad, o por todo junto, no quiso sustanciarle con la brevedad que el
público esperaba, y cuando subió al ministerio lo dejó en un estado de
complicación a propósito para dilatarlo cuanto se quisiese y conviniese. Pasó
después por diferentes manos, y cayó en fin en las de un hombre sin ciencia,
sin vergüenza, sin remordimiento y sin temor: éste, asesorado de otros sin duda
más perversos que él, dio a aquella causa una dirección que nadie sospecharía
en los que tanto declamaban antes contra la lentitud de los juicios y la
impunidad de los delitos. El peligro dejó de amenazar a las cabezas de los
revoltosos, a quienes amagaba primero y de quienes ya no se hablaba, para
ponerse sobre las de los otros personajes interesantes y célebres por su
carácter y sus servicios. El general Morillo, el jefe político Martínez de San
Martín, todo el ministerio que había en julio, con otros sujetos de cuenta,
fueron envueltos en las redes de aquel proceso, mandados prender, y algunos efectivamente
presos. A los justos clamores y reconvenciones que resultaron de estos
procedimientos ilegales y escandalosos, respondían sus autores que aquello
todavía no era nada para lo que faltaba, y que ni diputados de Cortes ni
individuos de la familia real estarían exentos de sus pesquisas y de sus
arrestos. Semejante demencia no pudo menos de excitar una indignación
universal, y poner al fin al Gobierno y a las Cortes en el caso de atajarla en
su camino, amparando a los ministros, según lo prevenido por las leyes, y
sacando la causa de las manos que la sustanciaban. Entre tanto los días
corrían, los sucesos se agolpaban, y los verdaderos delincuentes, ganando
tiempo a favor de estas ocurrencias, fueron sacados de sus prisiones y
trasladados a otras cuando la capital se vio amenazada por los enemigos.
Después, por diferentes aventuras que no merecen vuestra atención, consiguieron
al fin libertarse, refugiarse en país extraño, y poder volver en ocasión de
hacer otra vez armas contra su patria, y entrar a la parte del triunfo y los
despojos con la facción a quien tan a riesgo suyo habían servido.
Ello
no fue tan feliz; y por muy severa que se suponga a la libertad en sus
venganzas, la que se tomó de este general, atendido el tiempo y modo en que se
hizo, debió ofender por injusta y repugnar por importuna. No hay duda que él
había sido en el año de 14 el instrumento principal de la reacción política que
entonces se hizo en España; que siempre se manifestó fanático partidario del
poder absoluto; que fue su apoyo más firme en aquellos tristes seis años; que
en el ejercicio de su poder como comandante de provincia mostró una arrogancia,
un orgullo que no se podía sufrir, y que en las diferentes causas de
conspiración en que tuvo que entender, las llevó con un atropellamiento y con
una violencia tal, que los procesados eran enviados al suplicio más como
víctimas de una ejecución militar que como reos de un delito, convictos delante
de la ley y castigados capitalmente por ella.
Mas
no habiéndose tomado satisfacción de estos agravios en el año de 20, estaban ya
casi olvidados en el de 22, y tres años de cárcel y de penas podían servir de
alguna compensación por ellos, y templar el rencor de sus encarnizados
enemigos. Cuando no, y en el caso de ser preciso para la satisfacción pública y
particular que sus desafueros recibiesen su merecida pena en el suplicio a que
se anhelaba conducirle, un proceso se le seguía por ellos, y no había necesidad
de formarle otro nuevo. El partido dominante desde la crisis de julio quitaría
todo pretexto a contemplación y demoras, y la causa se seguiría con la
actividad necesaria para terminarse y decidirse con la presteza y severidad que
pudieran desear o la venganza o la justicia. Vos no ignoráis, milord, que el
general Elio, acusado de instigador y de cómplice en el levantamiento de los
artilleros que guarnecían la ciudadela de Valencia el día de San Fernando, fue
procesado y condenado a muerte como tal. Las noticias particulares, y aun las
probabilidades todas, conspiran a absolverlo de semejante imputación, y a
tachar de injusto un fallo que diferentes jefes militares se negaron a
confirmar, y por lo mismo no quisieron admitir el mando de las armas que se les
dio para ello. Hubo al fin un subalterno, menos circunspecto o más ambicioso,
que tomó el mando, confirmó la sentencia, y el reo tuvo que marchar al
suplicio.
Tal
vez entonces la sangre de los infelices sacrificados por su inhumano orgullo
daría voces contra él, dándole a conocer, aunque tarde que el que juega con la
vida de los hombres juega también con la suya, y que en esta terrible lotería
nadie hace perder a los otros lo que a su vez no pueda perder él mismo. De
todos modos, él se resignó a su suerte con dignidad y decencia; y apoyado en
los sentimientos religiosos, de que siempre estuvo imbuido, fue a recibir la
muerte llevando en su semblante la entereza de un mártir que está bien
penetrado de la justicia y bondad de su causa. Digno era sin duda de mejor
destino, no considerándose en él más que las prendas que le adornaban como particular;
porque era franco, generoso, hombre íntegro y recto, militar intrépido, buen
amigo, buen marido, tierno y excelente padre. Es lástima que todo lo desluciese
con la arrogancia y la impetuosidad de su genio y con el espíritu de dominación
y despotismo que le poseía. Semejantes caracteres en tiempos de revueltas no
pueden menos de hacer y recibir mucho mal, y el desdichado Elio, instrumento y
cómplice de las injusticias de la tiranía, fue a su vez víctima de otra
injusticia y de las pasiones mismas a que él había abierto la puerta con su
ejemplo15.
Yo
no os fatigaré, milord, con la exposición amarga de los demás incidentes que
manifiestan el deplorable estado en que nos hallábamos. Mas no os daría
bastante idea de nuestros males si pasara igualmente por alto una de las
principales causas de donde proceden; y si, ya que hemos llevado la vista por
los efectos visibles de nuestras facciones, no tratásemos algún tanto de su
organización y manejo. Estas facciones por su naturaleza dan a nuestra
revolución política un aspecto singular, y sólo acaso por ellas se vienen a
entender ciertos fenómenos que, atendido el carácter general de los españoles,
parecen a primera vista inexplicables.
Querer
que se verifique una gran mudanza en un estado sin que al instante salten
partidos en él, es querer un imposible. Hubo partidos en vuestra revolución,
los hubo en la de América, los hubo en la francesa, los ha habido en la
nuestra, y los habrá irremediablemente en todas. Destrucción de intereses
antiguos, creación de intereses nuevos, pasiones y opiniones que se agregan a
estos intereses: todo forma un torbellino de agitación y movimiento que
arrebata a los hombres a pesar suyo, y los hace correr agrupados en diversas
direcciones, según la simpatía o semejanza que hay entre sus intereses, sus
miras y sus principios. Añádase además el ascendiente que llevan consigo
ciertos hombres por la fuerza de su carácter y por el resplandor de sus
acciones. Estos parece que en hechizan a los otros y los fuerzan a seguir el
rumbo que ellos siguen, formando en el mundo político tantas secciones cuantos
son los personajes dotados de este mágico poder. Mas al fin, milord, los
independientes y presbiterianos entre vosotros, los jacobinos entre los
franceses, eran sectas descubiertas que obrando a la luz pública, estaban al
alcance y juicio moral de todos, porque todos las oían y las veían. Mas ¿qué
decir de nuestros masones y comuneros, organizados a manera de frailes, obrando
como inquisidores, y presumiendo dirigir el movimiento de una revolución y
mandar un grande estado desde sus miserables covachas? ¡Cosa increíble, por no
decir detestable! ¡La libertad, objeto el más noble y grande de los hombres en
sociedad, sostenida por los mismos medios misteriosos y clandestinos con que se
meditan los crímenes, y gobernar el mundo del mismo modo con que se conspira!
Esto era dar a la revolución un aire constante de delito, y derecho a los
detractores del orden constitucional para llamarlo a boca llena una conjuración
permanente.
Que
cuando la tiranía está sobre el solio, los hombres generosos que aspiran a
derribarla se valgan de manejos y símbolos misteriosos para burlar los cien
ojos con que acecha y los cien brazos con que oprime, la necesidad lo justifica
y el entendimiento lo comprende. Cuando una fortaleza enemiga no puede ser
atacada de frente, se la hace volar con minas y es preciso meterse debajo de
tierra para abrir las concavidades donde han de prepararse los rayos que deben
convertirla en escombros y en ceniza; más que conseguido el triunfo, tomado el
alcázar y entronizada la libertad, se la quiera sostener por los mismos medios,
y se sigan minando y corroyendo las murallas que la han de defender, esto ni se
entiende ni se explica, y los males que ha acumulado sobre nosotros este
inconcebible extravío deben escarmentar para siempre a los ilusos que quieran
imitarnos.
Precedieron
los masones a los comuneros, y tienen el indisputable mérito de haber
contribuido en gran manera a la restauración de la libertad en el año de 20.
Entonces la asociación contaba entre sus individuos un gran número de hombres
apreciables por su sabiduría y sus virtudes, cuyo crédito y opinión estimuló
después a otros hombres semejantes a entrar en un cuerpo que había merecido tan
bien de la libertad y de la patria, y que en aquella época se limitaba al
parecer a ser instrumento útil en las manos del gobierno constitucional, y no
su detractor y su enemigo. Más los jefes que le gobernaban, ambiciosos los más
y enredadores, no se contentaron con este papel subalterno, y quisieron tener
en su mano el supremo arbitrio de las cosas. La disolución del ejército de la
Isla fue la ocasión y pretexto de la guerra, y ya hemos visto, milord, cómo el
primer ministerio y el segundo fueron víctimas de esta miserable competencia.
El
éxito no podía ser dudoso en una especie de lucha donde los unos, defendidos
con sus mismas tinieblas, dan los golpes sobre seguro, sin estar contenidos por
temor, pudor o decencia ninguna, mientras que los otros tienen que, defenderse
a ciegas, dan estocadas al aire, y se sujetan a los límites que les prescriben
el respeto de sí mismos y el que deben a la posición en que se hallan. El
grande Oriente prescribiendo a los hermanos fe implícita en sus doctrinas y
obediencia pasiva a sus mandatos, estaba seguro cuando quería de desacreditar
la autoridad, de contrariarla, de combatirla, y al fin, de aniquilarla.
¿Desagradábales un sujeto en un empleo? La imputación, la calumnia, por
groseras, por absurdas que fuesen, circulaban al instante en todo el reino
contra él, y era disfamado y echado al suelo. ¿Contradecía una medida, una
providencia, los intereses o los caprichos de la cofradía, aunque en sí llevase
el aspecto y el carácter de utilidad general? Todos se conjuraban para inutilizarla
y desobedecerla. ¿Era necesaria una demostración más expresiva para conseguir
los fines? El tumulto, la sedición, el cisma, como medios sabidos y dispuestos,
al instante se realizaban. Sentado el principio de que para ser buen masón y
verdadero hombre libre era preciso tener más ley al grande Oriente que al
Gobierno, por el mismo hecho estaba rota la obediencia en la administración,
destruida1a disciplina en el ejército, nula la armonía y el concierto en el
Estado. Así estos hombres incautos e inconsecuentes, dándose por reformadores
de la sociedad y declamando siempre contra los abusos del sistema eclesiástico
y monacal, no venían a ser ellos mismos otra cosa que unos frailes, y un
estado, como la Iglesia, ingerido en el Estado.
Muchos
de los hombres buenos y juiciosos que la hermandad tenía, viéndola tomar esta
perniciosa tendencia, procuraron contenerla. Pero su influjo era muy corto para
conseguirlo, y cansados de luchar contra el torrente, se fueron poco a poco
separando, y la abandonaron al fin. Esto fue causa de la odiosidad que allí se
les juró, mucho más grande que la que se tenía a los que no eran de la
comunidad o eran sus enemigos declarados: condición propia de toda secta
intolerante, ofenderse más de la disidencia que de la contradicción absoluta, a
la manera en que los católicos han aborrecido siempre más a los herejes que a
los paganos y a los judíos.
Esta
separación, por su naturaleza lenta y callada, no tuvo las consecuencias
grandes y ruinosas que otro cisma verificado anteriormente. Expelidos de la
cofradía masónica, por su carácter díscolo y aleve, algunos individuos que
habían hecho figura considerable en ella, trataron al instante de vengar y
reparar aquel ultraje, estableciendo orden contra orden y altar contra altar.
Habituados a aquella clase de intriga y de manejo, y conociendo la ventaja que
les daría la calidad de patriarcas y jefes de una corporación numerosa,
fundaron a principios del año de 1821 la que entre nosotros se ha llamado
comunería, y que no era otra cosa que una imitación del orden masónico, mudados
los signos y símbolos exteriores. Lo que en los unos eran ritos y figuras
místicas tomadas del guirigay monacal y del ejercicio y profesión fabril, eran
en los otros ceremonias y formas caballerescas y militares. Semejantes en el
sigilo, orden jerárquico, subordinación y obediencia, todavía lo eran más en el
espíritu de egoísmo, de intolerancia, de ambición y sedición, con la diferencia
que hay siempre, del original a la copia, en la cual todo es más exagerado. Así
los comuneros fueron más resueltamente facciosos y más groseramente
intolerantes que sus modelos. Reclutábanse en los grados inferiores del
ejército y en las clases más ínfimas de la sociedad, y llevaron a la
corporación toda la codicia y la envidia de su miseria, y toda la indecencia de
su educación y costumbres habituales.
Aun
cuando las dos sociedades se hacían una guerra mortal, tenían sin embargo
centros comunes de acción, y objetos sobre los cuales se entendían y se
ayudaban. Las dos se movían al grito de viva Riego, sin embargo de que este
general fuese poco estimado en la una y detestado en la otra; las dos se
entendieron para derribar al primer ministerio y al segundo; las dos, en fin,
se auxiliaban recíprocamente en el descrédito, calumnias, despopularización del
partido que ellos llamaban moderado o emplastador. Los masones, sin embargo,
como más hábiles, dejaban a sus segundos la parte más odiosa y repugnante del
ataque. Esto se veía claramente en sus respectivos periódicos: El
Espectador guardaba una apariencia de decencia, moderación y
templanza, mientras que El Independiente, El Zurriago, El Indicador y
otros folletos comuneros no conocían ni freno ni vergüenza en las injurias,
imputaciones y denuestos. Los efectos que esta deplorable táctica producía eran
los más perjudiciales al orden y a la libertad: por una parte se adulaba al
populacho, se le alentaba a toda clase de excesos, y se le enseñaba a
vilipendiar y despreciar a cuantos pudieran dirigirle y gobernarle; y por otra
los enemigos que dentro y fuera tenía la constitución española veían ponérseles
en la mano el triunfo a que aspiraban, con el descrédito de las cosas y de las
personas que estos frenéticos preparaban y conseguían.
El
peligro común los unió en la crisis de julio, y conseguida la victoria, también
se mantuvieron unidos por el interés común de descartar del poder a todos los
que no fuesen de su bando. Esto les fue muy fácil, porque los adversarios que
combatían, o por flojedad o por miedo o por conocer el estado deplorable en que
ya estaban las cosas, no les disputaron el terreno. Más conseguido este segundo
triunfo, y habiendo logrado el partido masónico formar exclusivamente el
Ministerio, los comuneros, mal contentos de la desigual posición que les cabía
en los despojos de la batalla, comenzaron al fin a asestar sus baterías contra
el gobierno reinante, y a desacreditarle y a despopularizarle con las mismas
armas que habían usado contra sus antecesores. Entonces, aunque tarde, debieron
conocer los jefes de la facción que comenzó en la Isla que todas sus intrigas y
agitaciones para derribar los ministerios que les habían precedido y para
disminuir la fuerza y acción del poder gubernativo, no habían venido a parar en
otra cosa que en abrir una gran sima, donde, empujados de los que venían
detrás, se iban precipitando unos a otros, sin ningún consuelo para ellos, sin
esperanza alguna para los demás. Yo no sé, milord, por qué los reyes y sus
apóstoles tienen tanta ojeriza a nuestras sociedades secretas. Si ellas en
España pusieron en pie a la libertad, también son ellas las que muy
principalmente han contribuido a derribarla; porque sin sus escándalos, sin su
torpeza, sin su odiosidad, no les fuera el triunfo tan barato a los cien mil
alguaciles armados que la Santa Alianza envió contra nosotros.
Carta octava
8 de marzo de 1824
Quizá no debiera
yo ser tan severo al llevar la pluma por el triste recuento de nuestros errores
y extravíos; quizá estoy dando ocasión a los enemigos de mi patria para tomar
de aquí armas contra ella, y a que digan que, en esa rigorosa censura están
justificados los motivos de su bárbara agresión. Pero al tratar con vos de
nuestros sucesos era preciso hablar con la franqueza propia de vuestro carácter
y del mío; por consiguiente nada debía disimular, y mucho menos cuando, si bien
se mira, en nada puede ayudar a la violencia usada con nosotros la ingenua
confesión de nuestros males. Frutos amargos eran de tres siglos de ignorancia,
superstición y despotismo, huellas desagradables y reliquias de tan largo y
mortal padecer. Y ¿por ventura el exterior repugnante que suele acompañar al
convaleciente, el desconcierto que se nota a veces en sus actos y palabras, dan
autoridad a nadie para sumergirle otra vez en la enfermedad de que salió? No,
milord; y ni su médico ni su familia ni sus vecinos se arrogarían jamás un
derecho tan inhumano. Pues ese cabalmente es el que se han atribuido sobre los
españoles los gabinetes de la Santa Alianza, aun cuando se tome a la letra el
hipócrita lenguaje de sus fementidos manifiestos. A lo que decían confusión
anárquica de la Constitución subrogaban el despotismo insensato de Fernando
VII; a una anarquía otra especie de anarquía, a un desorden otro desorden, la
peste al incendio: a esto llamaban ellos reconciliar a la España con la Europa.
Con la victoria
del 7 de julio se pusieron de manifiesto tres cosas que valiera más quedasen
envueltas en las nieblas de la duda. Una era que el Rey conspiraba abiertamente
contra la Constitución; otra, que ya no era rey más que en el nombre; otra, en
fin que todos los medios de intriga y facción interiores eran insuficientes a
trastornar el orden político que existía, y que la libertad había echado
bastantes raíces para resistir a este género de embates. De esta manera quedó
desnuda la Constitución del respeto y apoyo que lo daba el nombre del Monarca,
y se incitaba a los malcontentos a desobedecerla y destruirla con la seguridad
de que así le servían y agradaban. Al mismo tiempo se comprometía el orgullo de
los demás príncipes para venir a sostener en España la autoridad real
vilipendiada, dando al Rey socorros más eficaces que hasta entonces. Tales
fueron el objeto y los motivos del congreso de Verona, donde reunidos los
potentados predominantes de Europa decretaron repetir la tragedia de Laybach y
sacrificar otra nación en los altares de su soberbia. La victoria era más
grande, y por consiguiente el escarmiento más eficaz y la satisfacción mucho
mayor.
Yo no os fatigaré,
milord, con un nuevo comentario sobre las operaciones y espíritu de este
congreso; se han hecho tantos dentro y fuera de España, que ya cualquiera idea
que se presente sobre él no puede ser ni nueva ni oportuna. Sólo sí diré que
por una fatalidad bien singular, los gobiernos de dos naciones que se llaman
libres han sido los ministros y ejecutores de esta sentencia de muerte dada
contra un estado libre, y solamente porque lo era. La España, puesta del lado
acá de los Pirineos, y entallada entre la Francia y la Inglaterra no sólo por
su situación geográfica, sino por sus conexiones e intereses políticos, no
podía ser entregada al azote bárbaro de los cosacos y de los panduros. La
Francia había de hacerlo, la Inglaterra consentirlo, y era preciso dorar de
algún modo la odiosidad de escándalo tan grande en obsequio de la opinión local
de aquellos pueblos. Digo local, milord, porque de la opinión general que hay
en el mundo, fundada en las nociones naturales de equidad y de justicia, los
monarcas de Europa se han curado ahora tan poco como en otro tiempo Bonaparte
cuando nos decía, para justificar su descarado latrocinio, que Dios le había
dado el poder y también lo había dado la voluntad.
Yo no sé cómo
pintará la posteridad todo este aparato de medios artificiosos, empleado para
disimular la conspiración y complicidad de dos gobiernos representativos contra
la libertad y la independencia de los españoles. El viejo de lord Wellington a
Verona, su indefinible memorandum al general Álava, las oficiosidades
de su edecán Sommerset, las intrigas de sir William Acourt para que
modificásemos la Constitución, la aserción del ministro Villele a las cámaras
francesas de que si ellos no venían a derribar nuestra constitución en España,
tendrían que defenderla en el Rin; la correspondencia seguida entre los dos
gabinetes como para buscar los medios de evitar la guerra; el lenguaje, en fin,
de vuestros ministros acerca de nuestras cosas en el parlamento del año 23, tan
diverso del que han tenido en el de 24: ¿todo esto, milord, era otra cosa más
que una farsa, y esa mal representada? Los partidarios de la libertad sabían
bien a qué atenerse en estas demostraciones, y los partidarios del poder
absoluto lo sabían todavía mucho mejor.
Pasáronse en fin
las célebres notas diplomáticas, primer resultado de lo que se había convenido
en Verona y su extravagante contexto presentaba más bien el aire de un
entredicho político que el de una formal declaración de guerra. Tal vez esto
era todavía un resto de pudor y de respeto a la decencia pública, o acaso hubo
esperanza de que la facción absolutista, a quien se suponía preponderante en
España, viéndose apoyada por los poderosos de Europa, alzaría de pronto la
cabeza y ejecutaría la reacción por sí sola. Mas sus esperanzas, si tales eran,
les salieron fallidas; porque, a excepción de las partidas levantadas a fuerza
de dinero, la España civil nunca ha estado más unida que en el tiempo que medió
desde la comunicación de las notas a la entrada de los franceses.
Debióse sin duda
contestar a ellas con las tergiversaciones y efugios usados en tales casos por
la diplomacia: así podía alargarse la cuestión y ganar tiempo, elemento
necesario para levantar y organizar la fuerza armada que sólo podía salvarnos.
Pero la respuesta de nuestros ministros a la intimación insolente de los
gabinetes extraños fue impolítica por lo pronta. El negocio, llevado por ellos
al instante a la deliberación de la Cortes, no podía tener allí más que una
resolución. Ventilóse en las dos célebres sesiones de 9 y 11 de enero, y sería
superfluo añadir aquí nada sobre ellas, vista la manera tan enérgica como
profunda con que nuestros diputados trataron y resolvieron los diversos
problemas de justicia natural, de derecho de gentes y de derecho público que la
cuestión contenía. Allí, milord, cesaron los partidos, los odios se apagaron,
las pasiones enmudecieron. No hubo más que una opinión, un voto uniforme,
universal, para sostener y salvar a toda costa la libertad y la independencia,
tan indignamente ultrajadas. Cualquiera que antes fuese el concepto que tenían
en el público las Cortes y el Ministerio, todo fue olvidado en aquel momento, y
viéndolo elevados a la altura de los grandes intereses que tenían que defender,
apenas hubo español de buena fe que no congeniase con sus sentimientos y sus
deseos, y que no los acompañase en los ecos de honor y libertad con que hicieron
resonar el santuario de la patria.
Más entes de
declararse formalmente la guerra se hizo una tentativa para trastornar el
sistema político sin el escándalo de la invasión. El aventurero Bessieres, por
medio de una marcha tan atrevida como afortunada, evitando hábilmente el
encuentro de los cuerpos constitucionales que podían estorbarle el paso, se
vino con los facciosos que mandaba desde los Pirineos a Sigüenza, y pasando a
Guadalajara se puso en el caso de amenazar a Madrid. La capital no podía contar
para su defensa más que con la milicia local, algunos caballos y dos
regimientos de infantería. Ofreciéronse los milicianos a servir a la patria en
aquel peligro con un ardor digno de mejor fortuna. Pero el Gobierno, al formar
de ellos y de la poca tropa de línea y algunos voluntarios una división con que
salir al encuentro a los facciosos lo erró en lo más esencial, que fue en no
darles un jefe hábil y de reputación que los supiese conducir y en quien ellos
pudiesen tener seguridad y confianza. La ocasión era demasiado importante para
aventurar el éxito, y por desgracia el espíritu de cofradía y de partido,
obrando también entonces, nos procuró una mengua irreparable, que tuvo un
influjo harto funesto en los sucesos posteriores.
Nombróse por jefe
al general Odali, uno de los cabos del levantamiento de la isla, y adicto
siempre y dócil a la voluntad de los que a la sazón dominaban. Esta fue la
causa principal de la preferencia que se le dio para aquella empresa, sin
embargo de que, desconfiado de sí mismo, según se dijo entonces, se rehusaba a
tomarla a su cargo. Hombre de probidad y de valor sin duda alguna lo era; pero
capacidad para mandar, o no tenía ninguna o en aquella ocasión le faltó del
todo, puesto que sin plan, sin concierto, sin combinación alguna, llevó por
barrizales intransitables su tropa mal instruida y peor ordenada, y
encontrándose al caer la tarde con el enemigo cerca de Brihuega, empeñó
desacordadamente una acción, a que el nombre de refriega no conviene y mucho
menos el de batalla. Los cuerpos de línea se desbandaron al instante, casi
todos los cañones cayeron en poder de los facciosos, y los milicianos,
desamparados y despavoridos, fueron miserablemente apaleados y dispersos. De
este modo Bessieres y su gente se coronaron de una gloria que no esperaban, y
los laureles de julio se vieron ajados y marchitos para no reverdecer jamás.
Este descalabro
fue tanto más vergonzoso, cuanto que los vencedores, a pesar de la ventaja
conseguida, no pudieron, por la poca fuerza que tenían, intentar nada contra
Madrid. Todo allí permaneció tranquilo: las puertas se fortificaron, casi todos
los empleados y una gran parte del vecindario se armó y se previno para repeler
el ataque y conservar el orden: de modo que si los que enviaron a Bessieres a
probar fortuna contaban con algún partido que ayudase al intento, por la
centésima vez se vieron frustrados en sus designios, y tuvieron necesidad de
apelar a mayores impulsos para conseguir el trastorno que anhelaban. Abisbal,
que sustituyó inmediatamente a Odali contuvo con las pocas fuerzas que quedaban
el ímpetu de los facciosos y los persiguió en su retirada; y ellos, torciendo a
la izquierda, salieron por las serranías de Cuenca al campo de sus antiguas
correrías, más con el aire de bandidos perseguidos que con el de vencedores.
Más aun cuando
realmente ganasen poco para sí mismos y no se lograsen las miras políticas de
su expedición, la brecha que hicieron en la opinión de la fuerza constitucional
fue muy grande, y el embajador de Francia que se despidió en aquellos días,
pudo llevar a su corte la noticia como testigo ocular, y manifestar la
facilidad con que cualquiera cuerpo de ejército bien dirigido podía penetrar en
España y ocupar el centro del Estado. Otro efecto que produjo aquel
acontecimiento fue el descrédito del Ministerio aun para sus parciales, tal y
tan grande, que los mismos que le ocupaban pensaban ya dejar el puesto a otros
que tuviesen más acierto o mejor fortuna. Esto hubiera sido un bien a saberse
sacar partido de ello, y en ningún tiempo convenía mejor la formación de un
ministerio que reuniese a la capacidad y a la firmeza un concepto general de
todos los buenos españoles sin acepción de color ni de partidos. Más se perdió
la ocasión, por no saber o no querer entenderse los que debían aprovecharla, y
la continuación de aquel Gobierno en circunstancias tan críticas fue a mí ver
una de las causas inmediatas y más eficaces de los desastres que después
sobrevinieron.
Visto ya en fin
que era indispensable la guerra, Luis XVIII la anunció a la Francia y a la
Europa en su discurso a las cámaras del año 23. Cien mil franceses, conducidos
por un nieto de san Luis, debían pasar los Pirineos, para dar la libertad al
nieto de san Fernando. El rey de España, fuera del cautiverio en que le tenían
puesto los facciosos, daría a su pueblo las instituciones que conviniesen a sus
circunstancias y a las ideas de la época presente; la guerra se circunscribiría
al menor espacio y al menor tiempo posible.
Tales fueron, si
bien os acordáis, milord, las ideas sumarias de aquel discurso relativamente a
nosotros. Era por cierto bien extraño que el rey de Francia tardase tanto en
caer en la cuenta de la falta de libertad del rey de España, habiéndose de
contar esta desde que juró la Constitución en el año 20. Tres años habían pasado,
y eran por lo menos otros tantos o de consentimiento o de indiferencia y
olvido. También se hacía notar que, según el tono con que allí se tocaba este
punto y se ha tratado después, cualquiera diría que Fernando VII estaba cautivo
en las mazmorras de Morería. El hecho es que lo que faltaba al rey de España
era la libertad de trastornar el Estado: cosa que a ningún rey se le concede,
por absoluto que se le suponga, mucha menos a un rey constitucional. De toda su
libertad civil y de toda su prerrogativa estuvo disfrutando y aun, abusando a
su antojo hasta el 7 de julio. Desde allí en adelante, y mucho más desde el 11
de junio del año 23, la sujeción fue mayor, pudiendo decirse de él en la última
época lo que el historiador romano dice de Vitelio: Non jam imperator, sed tantum belli causa erat. Más aun después del 7 de julio, y aun
después del suceso de Sevilla, exceptuando los tres días de suspensión, siguió
recibiendo todos los respetos debidos a su dignidad, teniendo el ejercicio
ostensible de su poder y despachando en la misma forma que siempre, tanto, que
hasta en Cádiz negó la sanción a una ley de las Cortes porque no se ajustaba a
sus principios, y nadie le fue a la mano. Si en los últimos meses
constitucionales no salía de su palacio, no era porque nadie se lo impidiese,
sino porque lo acomodaba así para representar el papel de violentado y preso.
En los primeros dos años sus acciones particulares no encontraron estorbo en su
dirección y movimiento, ni las públicas otros límites que los de las leyes: de
modo que si hubiera querido de buena fe ser rey constitucional, ni a libre ni a
aplaudido ni a ser esencialmente feliz lo hiciera ventaja ningún otro príncipe
en Europa.
Pero él juró la
Constitución a la fuerza: sea en buena hora así, aunque la expresión no es
exacta. Mas también dio a la fuerza vuestro Juan Sin-Tierra la gran Carta, y no
por eso se ha tenido nunca por nula; mas también a la fuerza de las cosas tuvo
que ceder Luis XVIII al comenzar su reinado, y limitar, con carta que otorgó a
los franceses, la autoridad absoluta con que había empezado el suyo su hermano
Luis XVI, y no por eso se declararon por nulas las libertades que en virtud de
aquella pragmática disfrutan los franceses. Es verdad que a Fernando VII le
repugnaba la Constitución, como toda clase de gobierno liberal, cualquiera que
sea; mas ni para aceptarla ni para jurarla medió violencia ni coacción personal
ningún, de aquellas que dispensan honestamente de todo juramento y promesa.
Pudo sin duda como rey, en la agitación que entonces tenían los ánimos y en la
crisis peligrosa que amenazaba, elegir como menor mal para sí y para el Estado
jurar la Constitución, con lo cual se sosegaban las pasiones y se tranquilizaba
el reino. Y en tal caso se pregunta si este juramento era obligatorio. Los
moralistas dicen que sí, los políticos que no; pero algo valía el sosiego del
reino, su conservación, la exención de los peligros y dificultades que así
conseguía, para que el acto en virtud del cual estos bienes le aseguraban fuese
firme y valedero. Así, aunque a Fernando VII le faltase la voluntad, en lo cual
yo convengo, no le faltó la libertad en la forma que se entiende comúnmente
para esta clase de transacciones. ¿Adónde iríamos a parar si se hubiera de
calificar así toda postergación del gusto particular a la conveniencia pública?
¿Si llamasen los príncipes coacción y violencia la inferioridad en que a las
veces se encuentran, ya en fuerzas, ya en opinión, para resolver sus negocios?
Adiós todos los tratados de paz que se han hecho en el mundo, todas las
convenciones que las naciones han hecho recíprocamente entre sí, todos los
arreglos que los príncipes han acordado con sus pueblos en tiempos de
divisiones y de discordias. ¿En cuál de ellos alguna de las partes contratantes
no ha recibido la ley o de la superioridad de las armas, o del influjo de la
opinión, o de la seducción y el artificio?
Todos los
desaires, milord, y todos los insultos, ya reales, ya supuestos, que el período
revolucionario ha acumulado sobre Fernando VII, no degradan tanto la majestad
de este rey como el papel abyecto y miserable que sus augustos aliados y sus
insensatos parciales le han hecho representar en el teatro del mundo. Aquellos
denuestos, en fin, provienen del delirio ajeno, y no pueden empecer a quien no
los merezca; pero la otra mengua nace del sujeto mismo, y esta ni se dora ni se
limpia. ¡Reinar y no tener voluntad suya jamás! ¡Reinar y aparecer siempre en
tutela y en cautiverio! ¡Reinar y llamar a cada paso a la nulidad, a la
timidez, para disfrazar la inconsecuencia, la falsedad y el perjurio! Reinar,
en fin, y verse reducido en todos los vuelcos que dan las cosas en su país a
decir a la Europa: Me han forzado, me han preso, me han engañado, me han
pervertido! ¿Y una voluntad como ésta es la que el poder de los monarcas
coligados venía a poner en franquía? ¡Ah milord! El alma que no tiene consejo
propio, el corazón pusilánime que de todo tiembla y se aterra, no puede ser
libre jamás.
Lo que menos se
comprendo es qué significan los nombres de san Luis y san Fernando introducidos
aquí con tanta imprudencia, por no decir sacrilegio. El menor inconveniente que
tiene esta jerigonza mística es el de ser una charlatanería impertinente sin
gracia ni valor alguno. Ni san Luis ni san Fernando tenían nada que ver en el
asunto que se trataba. Sus nombres, con ser tan grandes, no podían cubrir la
iniquidad de una agresión no provocada ni el asesinato de una nación. ¿Qué digo
cubrir? Ellos lo hacían más patente. Nosotros sabemos bien lo que el
conquistador de Sevilla diría al sucesor de su trono y de su nombre sobre los
pasos por donde había llegado al estado en que se hallaba; y en cuanto a san
Luis, estamos bien seguros de que aquel hombre justo, aquel preux chevalier,
se avergonzaría de la doblez y mala fe, de los viles manejos y arterías con que
el rey su nieto había preparado el camino a tan ominosa expedición. ¿Qué efecto
pues producen en el asunto presente la mención de aquellos dos príncipes
insignes? Manifestar más y más la distancia a que está de ellos su degenerada
progenie.
La amenaza,
convertida en amago, no dejaba al Gobierno español lugar alguno para la duda,
ni momentos que perder. Faltábanle fuerzas regulares y medios efectivos para
repeler de pronto la agresión, y no tenía otro arbitrio que hacer nacional la
guerra y ver si empeñada la lucha, ella misma presentaba los medios de
resistencia que de pronto no estaban en su mano. Quizá la Francia se cansaría
de suministrar hombres y dinero para una empresa tan inicua y tan ominosa;
quizá la opinión de la nación inglesa obligaría a sus ministros a tomar otro
rumbo más generoso y más favorable a los intereses de la libertad; quizá, en
fin saltarían algunas chispas de insurrección en Alemania que causasen alguna
diversión favorable a nuestra causa. Todo esto lo había de hacer el tiempo, y
para eso era preciso ganarle. El corto ejército que había, empleado casi todo
en contener a los facciosos de las fronteras, no podía de modo alguno
contrarestar a los cien mil hombres que entraban. Pero estos cien mil hombres
no eran nada si la nación quería defenderse de ellos. Bajo este plan se tomaron
las disposiciones convenientes al intento, y pospuesta toda idea de pasión y de
partido, se nombró por generales a los que la opinión pública designaba como
más a propósito en la ocasión. Los nombres de Mina, de Abisbal, de Ballesteros
y de Morillo daban aliento a los más tímidos, y aseguraban a los más recelosos.
Todos ellos tenían empeñadas las prendas más preciosas en la causa de la
libertad; a todos por aquel camino les reía la ambición, la gloria y la
fortuna; todos sabían eminentemente la clase de guerra que les aguardaba, y no
era posible suponer que se dejasen intimidar y humillar por las tropas
inexpertas y mal animadas del duque de Angulema los mismos que con tanto
esfuerzo y destreza habían sabido resistir, fatigar y al fin vencer a las
legiones aguerridas y triunfantes de Napoleón.
Pero aun cuando
los preparativos y medidas adoptadas entonces se realizasen a medida del deseo,
era preciso antes de todo poner en salvo las Cortes y el Gobierno, expuestos al
mayor riesgo si la capital llegaba a ser amenazada. Decretóse pues su
traslación a Sevilla, dejando al Ministerio el tiempo y modo de hacerlo, según
conviniese a la seguridad del Estado. La cosa sin duda alguna era tan difícil
como indispensable, porque además de los grandes obstáculos que una operación
de esta importancia lleva siempre consigo, se aumentaban entonces hasta el
infinito con la oposición de todos aquellos que o no querían conocer la
extremidad a que estaba ya expuesto todo, o que conociéndola deseaban que la
crisis se terminase cuanto antes con la sorpresa de Madrid y la disolución del
Gobierno. Alegábase para ello lo largo del camino, lo costoso de la expedición,
los peligros del viaje, el embarazo de una comparsa tan inmensa como la corte
tenía que llevar; en fin, la poca necesidad que había de ello por el pronto, no
habiendo apariencia de que los franceses penetrasen tan en breve hasta Madrid.
La dificultad
mayor estaba en la voluntad del Rey, a quien menos que a nadie convenía aquella
medida, y que padeciendo entonces de sus ataques de gota, tenía en ellos un
pretexto aparente, si no cierto, para negarse a marchar, o por lo menos para
entorpecerlo de modo que al fin se hiciese imposible. Ni dejó e1 de recurrir a
este efugio cuando se vio estrechado a decidirse; pero el informe de los
facultativos que le reconocieron de oficio, principalmente el del intrépido y
candoroso Aréjula, no dejó duda en el caso, y se hizo público que el viaje,
lejos de ser perjudicial a la salud del Monarca en el estado que su
indisposición tenía entonces le sería al contrario conveniente y provechoso. El
éxito confirmó plenamente esta declaración del arte, pues el Rey se fue
mejorando notablemente en el camino, y llegó a Sevilla enteramente bueno; y por
esta parte el asunto quedaba resuelto a favor de la opinión general y sin
escándalo alguno.
No fue así con el
otro arbitrio que la corte, como casi siempre, mal aconsejada, adoptó en la
misma época para estorbar el proyecto y no dar lugar a la guerra. El Rey, que
siete meses seguidos se había mantenido malo y pasivo a todo, sin mostrar en
los negocios públicos otra voluntad que la de las Cortes y sus ministros, se
acordó de repente de su prerrogativa constitucional, y nombró otro ministerio.
Hubiéralo hecho cuando Bessieres estaba a las puertas de Madrid, y nadie lo
hubiera extrañado, y quizá todos agradecido. Más la ocasión, el modo y
principalmente la calidad de los sujetos nombrados, todo llamó entonces la
atención. Es verdad que aquella vez no se le podía reconvenir de ir a poner su
confianza en los enemigos de la libertad o en los indiferentes; la mayoría de
ellos pertenecía al partido liberal exaltado, y tenían, no sé con qué verdad,
la opinión de comuneros. Pero a pesar de este concepto y de la fisonomía que
ellos presentaban, la intención con que se procedía a semejante novedad
traspiraba demasiado para que no se conociese por todos. Mudar los ministros al
tiempo de estarse dando las disposiciones generales para la defensa y
haciéndose los preparativos de la marcha; traer junto a sí sujetos la mayor
parte nuevos en los negocios de estado, y alguno absolutamente incapaz, era
tanto como decir abiertamente voy a entorpecerlo todo. Aun cuando a los más de
ellos les cogió su nombramiento de improviso, como se mostró por los efectos, a
otros no se les consideraba en este caso, y se creía que eran llamados para un
plan concertado de entrega y transacción con los enemigos. Hablábase de una
diputación enviada por la comunería al Rey, ofreciéndole su asistencia contra
la opresión en que le tenían el partido puro constitucional y la masonería; se
susurraba de una conferencia tenida por él con Romero Alpuente; y como la
guerra de pluma que se hacían las dos hermandades seguía con la rabia más
insensata, se dejó conocer bien a las claras con la mudanza del Ministerio que
los comuneros a toda costa querían apoderarse del mando y tener de su parte al
Rey, y que el Rey a su vez tiraba con la fuerza de un partido a salir del apuro
en que se hallaba, para después a su salvo burlarlos a los dos.
Semejante manejo
en circunstancias tales conmovió justamente a indignación a todos los buenos
españoles, y el bando masónico, aprovechándose hábilmente de esta disposición
de ánimos, tomó sus medidas para inutilizar el nombramiento en el día mismo que
se comunicó a las Cortes. No bien se tendió la noche, cuando por las calles más
públicas y por las plazas del centro empezaron a verse grupos de gente que iban
y venían de una parte a otra, gritando a voces: «¡Viva el Rey!» Pero más « ¡vivan
los ministros!» ¡Qué se mantenga el Ministerio!» Engrosados muy pronto con
algunos que se les agregaron y con los muchos que por curiosidad los seguían,
se dirigieron en gran tropel a palacio repitiendo los mismos clamores. Como el
partido opuesto no estaba preparado para esta especie de ataque, no pudo tomar
medida alguna de resistencia o de contradicción. El Rey, por otra parte, que
manteniéndose firme algún tanto podía haberles dado tiempo para volver sobre sí
y volar a sostenerle, se portó con la misma pusilanimidad que siempre, y no
escuchó consejo ninguno de entereza y de decoro, aunque no faltó quien fue a
ponerse a su lado y se los diese convenientes a su dignidad y situación.
Importábanle sin duda tan poco los ministros que acababa de nombrar como los
que despedía, y lo esencial para él era salir cuanto antes de la zozobra y
temor en que los tumultuados le ponían. El nombramiento se había hecho con la
más insigne mala fe, y esta una vez conocida y contrariada de aquel modo, no le
quedaba otro partido que el usual suyo en semejantes ocasiones. Cedió pues sin
mucha repugnancia, y con acuerdo de los mismos ministros exonerados decretó la
suspensión de los efectos del nombramiento hasta su llegada a Sevilla, y que
entre tanto siguiese el mismo ministerio en calidad de interino. Con esto cesó
el tumulto con tanta facilidad como había empezado, y a las once de la noche no
había en las calles señal ninguna de la agitación que acababa de suceder. Así
un escándalo tuvo que corregirse con otro escándalo igual, y todo anunciaba a
los ojos de propios y de extraños la descomposición de un estado donde el Rey,
el pueblo, el Gobierno y las Cortes, todos iban por su lado, sin plan, sin
concierto, sin interés real alguno que fuese recíproco y común.
Contribuyó en gran
manera a este funesto resultado una nueva opinión y un partido nuevo que se vio
aparecer entre nosotros desde la comunicación de las notas. Luego que se
resfrió aquel primer calor producido por la indignidad del intento y por los
nobles efectos excitados con tanta energía en las dos célebres sesiones, los
pareceres no se mantuvieron tan unánimes ni la exaltación tan igual. La idea de
que contemporizando algún tanto y alterando los artículos más ofensivos de la
Constitución se conjuraría la nube y se conservaría alguna parte de la libertad
empezó a estar muy válida y a correr de boca en boca como el recurso más
racional y prudente que en aquella crisis nos quedaba. Esto dio lugar al
partido que se llamó de los modificadores,
medio entre el constitucional y el servil, y entonces sobremanera pernicioso,
porque enflaqueciéndose con esta inoportuna división el partido constitucional,
ya no muy fuerte, se aumentaba en otro tanto el poder de sus enemigos. Eran de
este nuevo bando casi todos los altos empleados, los grandes, los generales de
mayor nota, los descontentos y agraviados del gobierno existente, los que por
algún título o conexión pertenecían al partido afrancesado, todos aquellos en
fin que tenían miedo de comprometer en la lucha que se preparaba su crédito, su
fortuna o su sosiego. Seducidos por las artificiosas razones de vuestro
embajador Acourt y del coronel Sommerset, venido a la sazón a Madrid con este
objeto, nada era a su parecer más fácil que establecer de pronto una cámara
alta, aumentar la prerrogativa real, y reformar las bases de la Constitución.
Con esto, según ellos, se ponía silencio a nuestros detractores, y se quitaba
todo pretexto de encono y de ataque a los extranjeros. Partiendo de aquí, y de
lo imposible que les parecía la resistencia por nuestra parte, trataban de
insensatos, cuando no de perversos, a cuantos desdeñando estos caminos de
transacción consideraban la guerra como inevitable y necesaria. Sus continuas
ponderaciones sobre la fuerza de los enemigos y la poquedad de las nuestras
enfriaban a los tibios, desalentaban a los animosos y justificaban a los
indiferentes. Las Cortes y los ministros eran objeto continuo de su crítica y
de su rechifla, y no contentos con el descrédito que esto producía en las
medidas del Gobierno, confundieron vergonzosamente los respetos de la causa
pública con el disfavor de la autoridad, y se negaron a seguir el pendón de la
libertad y de la patria, en odio de las manos que le enarbolaban.
Y ¿quién, milord,
a ser decoroso y posible, no hubiera comprado con el sacrificio de algunos
artículos constitucionales la tranquilidad y la paz? Quién, con tal que se
asegurasen de un modo firme y constante los elementos esenciales de la libertad
civil, no hubiera prescindido de tal o cual forma exterior? Más en el extremo a
que ya estaban reducidas las cosas, la modificación de la ley fundamental
ofrecía riesgos inmensos y dificultades invencibles. Oyérase a los que estaban
en contra, y se viera la razón victoriosa que los asistía. ¡Qué ocasión,
decían, para tratar de corregir el sistema político de un estado, aquella en
que la Europa lo amenaza, el enemigo está a las puertas, la guerra civil en la
frontera, los partidos expuestos a estallar en el interior! Demos en buena hora
que convenga hacerlo; mas ¿en qué forma se hará? Sin poderes legítimos y
expresos para ello, cuanto se haga será tenido por nulo y no será reconocido de
nadie. Si los poderes se piden, el tiempo se pasa, los enemigos instan, el
Gobierno está sin acción, y la ocasión se pierde. Mas concedamos también que
nos da tiempo bastante, que los poderes vienen, y que se aplica la mano a la
reforma, ¿quién nos asegura que esto mismo no sea un nuevo motivo de discordia
y desunión añadido a los muchos que ya nos dividen? Quién nos asegura además,
aun cuando nos convengamos nosotros en lo que ha de reformarse, que esto baste
a sacarnos de la extremidad en que nos hallamos? ¿Qué prendas nos tienen dadas
ni nuestros enemigos ni nuestros falsos amigos, de que se contentarán con las
modificaciones que hagan por sí mismos los españoles? En ninguna de sus
comunicaciones de oficio está fijado el punto de sus quejas de una manera
precisa, ni se nos ofrece la menor garantía para la parte de libertad que nos
quede, sacrificado que sea el resto a sus respetos y a sus recelos. Y
¿podríamos nosotros, encargados de custodiar una ley fundamental, aventuramos a
entrar en su reforma con tan grave peligro y tan poca seguridad? ¿Qué
responderemos a la nación cuando, de resultas de esta operación imprudente, se
vea de pronto sin defensa, sin gobierno, sin libertad y sin independencia?
No nos engañemos,
añadían: los que nos han dejado gemir seis años seguidos bajo el despotismo
monárquico y sacerdotal, sin moverse a mediar ni intervenir para mitigar
nuestros males, no nos quieren ver libres ni mucho ni poco. Los que sin
provocación, sin injuria, sin el menor agravio de nuestra parte, después de
reconocido por tres años nuestro actual sistema político, se levantan de
repente contra él, han decretado irrevocablemente su ruina en los consejos de
su iniquidad. Ni penséis que este ataque se hace a nuestra constitución porque
es defectuosa; lo que les ofende verdaderamente son sus aciertos, y no sus
defectos: la atacan porque es constitución, y esto les basta a los que no
pueden sufrir ninguna; la atacan, y cualquiera que ella fuese tendría el mismo
destino y la misma odiosidad. Mientras el Rey esté con nosotros, a todo dirá
que sí; cuando esté con ellos, a todo dirá que no: ¿Quién de los santos aliados
pensáis que se comprometa a doblarle entonces la voluntad para que acceda de
buena fe a lo que hayamos hecho ahora? Acaso fiais en el gobierno inglés, cuyo
embajador y agentes son tan pródigos de consejos y tan avaros de seguridades.
¡Simples, que no veis el golpe que se prepara en las ilusiones con que os
fascinan! ¿Qué les importa vuestra libertad a esos maquiavelistas orgullosos?
Lo que les importa, sí, es asegurar la independencia de nuestras colonias con
estas agitaciones y oscilaciones continuas de la metrópoli. Ese es el objeto
exclusivo de su anhelo y de sus deseos. En cuanto a vosotros, claro está el
camino: mostraros un alevoso interés con consejos importunos o imposibles de
seguirse, adormecer vuestra actividad, entorpecer vuestros preparativos,
haceros perder el tiempo en vanas tentativas de reforma, y después de enredaros
por vuestras manos mismas en un laberinto, de donde no salgáis sino confundidos
y esclavizados, jactarse ante su parlamento de que han acabado con la anarquía
de España y cortado la guerra en Europa.
Fuerza nos es,
concluían, someternos a la ley imperiosa de la necesidad: ella nos manda
negarnos a todo paso que no se ajuste con la honra; ella nos manda resistir con
valor a esta agresión inicua y escandalosa. Resistamos pues, y no pongamos la
consideración ni en lo arduo de la empresa ni en la desigualdad de nuestras
fuerzas; cerremos sobre todo los ojos a los males y miserias que van a llover
sobre todos los adictos a la libertad; porque no sois solos vosotros, hombres
pusilánimes y egoístas, los que vais a aventurar y a padecer en esta áspera
contienda. ¿Nosotros, por ventura, empezada la guerra, y aun después de
acabada, vamos a dormir sobre rosas? No sin duda alguna, y harto bien sabemos
la desgraciada suerte que nos espera en el caso de sucumbir. Pero nuestro deber
es corresponder lealmente a la confianza que de nosotros ha hecho un pueblo
libre. Si él está resuelto a mantenerse tal, tiempo es ahora de que lo
manifieste con la energía y denuedo que corresponden a su dignidad y poder. Si
no, ríndase en buen hora; que nosotros en haberle dado consejos dignos del
nombre español, y perdiéndonos cuando se pierda el estandarte de la
independencia, habremos llenado nuestras obligaciones, y ni la patria ni el
mundo tendrán jamás que reconvenirnos.
¿Cuál de las
opiniones era la más sana, milord? No hay para qué expresarlo, cuando los
sucesos posteriores y nuestra deplorable situación presente están diciendo a
voces que toda confianza en la generosidad y buena fe extranjera era una
ilusión vana, una simplicidad sin disculpa y sin perdón.
Carta novena
24 de marzo de 1824
A pesar, milord,
de los siniestros presentimientos que este estado de cosas infundía, el
espectáculo que presentó la traslación del gobierno no pareció tan infausto.
Esta operación, tan importante como difícil y complicada, se efectuó no sólo
con decencia y desahogo, sino hasta con una especie de majestad. El Rey salió
de la capital a vista de un gentío inmenso, que sin dolor, sin ira, sin aplauso
y sin insulto, le vio marchar adonde la necesidad de las cosas le llamaba. Las
Cortes le siguieron. Y así el Monarca como ellas recibieron en todos los
pueblos del tránsito aquellos obsequios y demostraciones de adhesión, de
respeto y aun de regocijo que la ocasión requería. Ni la turbulencia de la
facción, ni el mal espíritu de algunos parajes, ni el descuido ni la
casualidad, dieron lugar en aquel largo viaje a confusión, a desgracia alguna,
al más mínimo disgusto. Todo se hizo bien, porque todos los que intervinieron
en ello fuertemente lo querían. ¡Ojalá hubiera sido así en todo lo demás! Pero
al fin este primer paso estaba felizmente conseguido, y antes de que los
enemigos tocasen en las orillas del Bidasoa, ya los penates de la libertad estaban
fuera de sus alcances en las del Guadalquivir. Nuevo triunfo ganado por la
buena causa sobre la flojedad, la malevolencia y la intriga. Es verdad que fue
el último; pero no por eso deja de ser una prueba añadida a tantas otras, de
que el espíritu de servidumbre, reducido a sus propias fuerzas, no debía ni podía prevalecer en España.
Apenas llegaron a
Sevilla nuestras autoridades políticas, cuando los franceses verificaron su
entrada en el territorio español. Estas fueron las dos operaciones ostensibles
con que se dio principio a la guerra; pero a considerar las cosas como ellas
realmente han sido, de la una porte al menos el rompimiento se había hecho
mucho antes. El cordón sanitario pretextado al principio con las epidemias, y
después extendido hasta donde no había peligro de contagio, y reforzado más
cada día; los auxilios suministrados a nuestros facciosos en armas, vestuario y
dinero, con los cuales se reponían al instante de sus derrotas continuas, la
guerra civil introducida a fuerza de dinero en Cataluña, y las sumas inmensas
que se empleaban en excitarla en el interior, no eran, milord, otra cosa que
una serie no interrumpida de agravios y hostilidades, tanto más fatales cuanto
más ocultas, tanto más viles cuanto más aleves.
Diose fuego a
estos medios con una maravillosa actividad poco antes de la invasión. Las
partidas de facciosos, antes contenidas al derredor de la frontera, ya en aquel
tiempo se multiplicaban con exceso, y en todas partes brotaban. Muchas de ellas
luego que el ejército francés penetró en España fueron a incorporarse con él y
a tomar parte en sus operaciones: de modo que los primeros que se agregaron a
aquellos restauradores de la tiranía fueron estos bandidos, que en su traza, en
su hablar, en sus modales, mostraban desde luego haber sido sacados de la gente
más ínfima y baladí de la sociedad. Digno era por cierto de semejante
expedición aquel tropel auxiliar compuesto de presidarios, de presos y de
malhechores: ellos formaban la vanguardia y las alas del ejército restaurador; ellos
te servían de exploradores, de guías y de aposentadores; ellos entraban en los
pueblos, se ponían al frente de la reacción política que había de hacerse en
ellos, imponían contribuciones y multas a su antojo, encarcelaban, ahuyentaban,
saqueaban, y excepto matar, hacían cuantas vejaciones podían sugerirles su
condición propia o el resentimiento ajeno.
Uno de vuestros
ministros, no atreviéndose a defender ni el objeto ni la justicia de la
expedición del duque de Angulema, recomendó por lo menos, como en compensación,
el porte moderado y humano del ejército francés y de su general. Faltaba sin
duda a la extrañeza de todo lo ocurrido con los españoles en esta época
singular la circunstancia curiosa de ver a los ministros ingleses aduladores de
un príncipe francés delante del Parlamento. Y ¿qué era lo que podía hacer el
Duque ni su ejército en una marcha sin oposición y en pueblos abiertos y sin
defensa? ¿Los había de haber llevado a sangre y fuego a la manera de Tamerlan?
Pero esto ni Tamerlan lo hacía con las ciudades que de su grado se le
entregaban, ni es probable que en la situación que estaban los franceses les
fuese útil tampoco. ¡Objeto por cierto bien digno de alabanza que el duque de
Angulema no fuese un Atila porque no le convenía serlo! Y esto aún dado por
cierto todo el fundamento del aplauso; porque la muchedumbre de familias
atropelladas, despojadas y desoladas por nuestros inmundos bandoleros, no le
concederían fácilmente la generosidad de los extranjeros que los apoyaban, y
sus lágrimas, que no están secas aún, responderían harto bien a la
impertinencia de vuestro estadista.
A caber duda
alguna en las instancias y plan de los franceses, se disipara del todo con la
regencia que formaron en Madrid al instante que le ocuparon. Ya en el hecho
mismo de crear sin necesidad una autoridad de esta clase manifestaban el
designio de dar un centro a la guerra civil y organizarla de una manera sólida
y permanente. Pero componerla además de sujetos señalados por conspiradores
aleves o fanáticos contra todo sistema liberal, fue una señal clara y funesta
de que, en vez de tomar un temperamento prudente entre los dos partidos que
dividían la nación, no se trataba de otra cosa que de sobreponer el uno al
otro, de crear intereses nuevos cruzados con los antiguos, y entregarnos a todo
el encono y confusión de las pasiones. Los actos extravagantes y furiosos con
que aquella autoridad manifestó su existencia correspondieron al objeto de su
creación, y justificaron plenamente los recelos y desconfianzas de los constitucionales
antes que se empezase la guerra y en todo el curso de las tristes negociaciones
que la terminaron.
Pasemos por alto
la borrachera frenética en que por largos días estuvo sumergida la canalla de
Madrid, excitada a todos los excesos por las autoridades españolas y consentida
por los franceses, que sólo en uno o en otro caso particular trataron de
contenerla y apenas lo pudieron conseguir. Todo esto, común donde quiera en
semejantes revueltas, y resultado natural y forzoso del carácter que habían dado
a la reacción los mismos invasores, se concibe con facilidad y se describe con
sentimiento. Mas no es tan fácil de concebir, y mucho menos de disculpar, el
paso poco honroso dado por diferentes individuos de otra clase que no debía
estar agitada por el mismo frenesí y tenía que guardar otros respetos. Hablo,
milord, de aquella indefinible representación hecha por un crecido número de
nuestros grandes al duque de Angulema, en que le daban el parabién de su
venida, le tributaban gracias por haberlos libertado de la tiranía popular, se
disculpaban de no estar al lado del Rey y ofrecían sus haciendas y vidas para
libertarle. Da pena ciertamente ver unas cuantas firmas que no debían figurar
allí; y que arrancadas sin duda por la violencia de la situación y de las
circunstancias, no hay para qué insistir ahora sobre ellas. Pero a los
promovedores principales de semejante escrito podía muy bien preguntar el Duque
en qué consistía haber aguardado a dar esta demostración de lealtad al tiempo
en que había cien mil bayonetas extranjeras dentro de España, a que su cuartel
general estuviese en Madrid, y cuando el gobierno constitucional empezaba a
agonizar en la Andalucía. Prestarse a tal cual intriguilla miserable sin
peligro y sin honor, como alguno lo había hecho, no era bastante en caso tan
arduo y tan solemne. ¡Quién de ellos había levantado al descubierto la frente
en defensa de su rey! ¡Quién se había expuesto a las fatigas y a los combates o
a la prueba de la persecución! ¡Quién cuando menos había dejado el país para no
autorizar con su presencia y sufrimiento los crímenes de la facción y del poder
popular que ahora llamaban tiranía! Y ejemplos tenían que imitar y abiertos los
caminos por dónde ir, y sin embargo ninguno lo había hecho.
Entre tanto el
gobierno constitucional, llegado a Sevilla y establecido allí, se dio a esperar
los resultados que tendrían las disposiciones tomadas antes del viaje. Lo peor
era que no podía hacer otra cosa que esperar. Faltábale un ministerio, porque
el que allá llegó no podía ni quería continuar; faltábale un general que
reuniese en sí la actividad, el talento, la intrepidez y el don de gentes
necesario para poner en movimiento los grandes recursos que podía dar de sí la
Andalucía; faltábanle sobre todo los medios de sostener la guerra en la
absoluta falta de caudales en que a la sazón se hallaba. De estos tres vacíos
el uno podía absolutamente llenarse, como de hecho se llenó con el nombramiento
de Calatrava y de sus compañeros; el segundo tampoco era muy difícil, y
cualquiera general hubiera sido mejor que el que había; mas ¿cómo ni dónde
encontrar medios pecuniarios, sin los cuales no se podía dar un paso? Crearlos
era imposible, pedirlos inútil, arrancarlos peligroso. Todo esto se hace o con
el crédito o con la fuerza, y uno y otro faltan a los gobiernos cuando son
nuevos y se les ve de vencida.
En este estado
incierto y precario vinieron las nuevas de la deserción de Abisbal, del
desconcierto y trastorno que esto había causado en la división que él mandaba,
y de la entrada de los enemigos en la capital. Con esto último ya se contaba,
pero la otra novedad pedía urgentísimamente remedio, y avisaba al mismo tiempo
al Gobierno de su crítica posición. La división venía retirándose por
Extremadura y deshaciéndose en el camino por la desconfianza, la desunión y el
desaliento. Debió el Gobierno darla por jefe un militar intrépido, de concepto
y de experiencia, que le inspirase aliento y confianza. Pero el general López
Baños, que fue quien allá se envió, no acertó, por su falta o por la ajena, a
dar esta confianza a sus tropas. No es mi propósito, milord, hablaros de los
movimientos y operaciones de esta guerra, si tal puede llamarse, sino en cuanto
influyeron al trastorno del orden político. Por eso no me detendré en
describiros la marcha de aquella división, levantada en Madrid a tanta costa y
con tantas esperanzas. Baste decir que por falta de un jefe hábil o afortunado
que la supiese conducir y adestrar, sin haber tenido una acción, sin haber casi
disparado un tiro, retirándose siempre, o más bien huyendo del enemigo,
vinieron sus miserables restos a acabar de desmoronarse en Cádiz con mucha
afrenta para ella y sin utilidad ninguna para el Estado.
Los franceses, que
con esta prueba vieron el desconcierto y poca resolución de los españoles, seguros
ya de la connivencia de los pueblos a sus intentos, o por lo menos de su estado
pacífico y pasivo, se precipitaron sobre la Andalucía para acabar la guerra de
un golpe, sorprendiendo o disolviendo el Gobierno. Cayeron entonces los
constitucionales en la cuenta del doble error cometido en no haberse venido de
una vez a Cádiz desde Madrid, o en no haberlo hecho luego que se supo la
felonía de Abisbal. Los enemigos volaban, el camino estaba llano y sin defensa,
y una conspiración tramada en Sevilla para levantar la cabeza luego que ellos
se acercasen, y trastornar el gobierno constitucional, arrestando sus
autoridades y proclamando al Rey absoluto. En tal estado sólo podía ganarse el
tiempo perdido con una resolución pronta y vigorosa: las mismas razones que
mediaron para la traslación de Madrid a Sevilla, mediaban, y con mayor fuerza,
para la de Sevilla a Cádiz, y era preciso decretarlo o resolverse a perecer.
Las Cortes pues la
acordaron. Comunicase al Rey con las formalidades de costumbre, y él se niega
resueltamente a marchar. Nueva invitación, nueva repulsa «Mi conciencia, dijo
desabridamente a los diputados, no me consiente acceder a una cosa tan
perjudicial a mis pueblos»; y esto dicho, volvió las espaldas, sin saludarlos
siquiera con la urbanidad que solía. Esta respuesta, y más el tono con que la
dio, hicieron ver a las Cortes el peligro en que la libertad y ellas estaban.
Mas sin desconcertarse ni desmayar por semejante contratiempo, viendo la
necesidad de no perder momento ninguno y de ganar por la mano a sus contrarios,
tomaron de pronto su partido y saltaron denodadamente por el valladar que se
les oponía. Entonces fue cuando se dio la resolución famosa de suspender
momentáneamente al Rey de sus funciones, ya que con aquella negativa se mostraba
por entonces inhábil a ejercerlas. Nombróse una regencia de tres, encargada
especialmente de tomar las disposiciones perentorias para trasladar al instante
al Rey y su familia a la isla de León, y en la cual estuviese depositado el
poder ejecutivo durante el viaje, y las Cortes se declararon en sesión
permanente hasta que el Rey estuviese puesto en camino. Los regentes nombrados
aceptaron con magnanimidad y respeto la peligrosa y delicada comisión que se
les daba, y correspondieron dignamente a la confianza de los representantes de
la nación. La conspiración se atajó con la prisión de sus cabos principales;
Sevilla se mantuvo quieta, y a las dos de la tarde del día siguiente la
Regencia salía de la ciudad con el Rey, que se prestó a todo lo que se le insinuó
sin resistencia ninguna y aun sin visible desagrado. Las Cortes inmediatamente
le siguieron, tomando la mayor parte de los diputados su rumbo por el río, de
modo que a los tres días de haberse decretado la traslación, el Monarca y las
Cortes se hallaban en Cádiz, burlados segunda vez los perversos intentos de los
enemigos de la libertad, como antes habían sido burlados en Madrid.
Yo bien sé,
milord, cuánto se ha disfamado en España y en Europa este paso de las Cortes,
con qué negros colores se le pinta, con qué implacable rencor se le condena.
Quién le desprecia como un escándalo inútil y superfluo, quién lo califica de
temeridad insensata, quién lo detesta, en fin, como un sacrilegio abominable;
pero sería bien que estos malévolos detractores nos dijesen qué habían de hacer
las Cortes en la extremidad en que se veían. ¿Se arrodillarían a los pies del
Rey implorando su clemencia, y abandonando en sus manos el depósito de la
libertad o independencia española que habían recibido de la confianza nacional?
¿O se dejarían arrastrar por el populacho sevillano, procesar y ajusticiar
después por los satélites de la tiranía? Y si esto no era compatible ni con sus
principios ni con sus deberes, y mucho menos con los derechos de su defensa
propia, mírese la cuestión por el otro extremo, pregúntese qué es lo que habían
de hacer con el Rey que no fuese lo que hicieron. ¿Habían de declarar a la faz
del mundo que quería entregarse a sí y al Estado en poder del enemigo? ¿Le
acusarían de perjuro? ¿Le destronarían como traidor? O le dejarían hacer
pedazos por el inmenso concurso de gentes que viéndose así vendidas a la
venganza y al cuchillo de sus contrarios, ya inundaban armadas las avenidas del
alcázar, y descompuestas en ademanes y en gritos, podían en su rabia abandonarse
al último atentado?
Yo diré pues a los
grandes políticos que por considerarlo ya todo perdido tratan de superflua esta
medida, que su supuesto es falso, que nada había perdido sino el general
Abisbal, que las Cortes no debían ser las primeras a imitar su ejemplo, ni
rendir el pendón de la libertad cuando en tantas partes estaba todavía en pie,
y por consiguiente, que lejos de ser superfluo aquel paso, era absolutamente
necesario, pues que la libertad ni el Estado no podían conservarse sin él. Yo
diré a los que le tachan de temerario, que no midan la grandeza del corazón
ajeno por la estrechez y poquedad del suyo, y que cuando el objeto es noble y
grande, la utilidad clara y evidente, y la obligación y el honor están por
medio, el arrojo de los peligros y el sacrificio no se llama temeridad
insensata, sino resolución y bizarría. Yo diré en fin a los mentecatos, o más
bien a los hipócritas que le acusan de criminal y de sacrílego, que nunca se
reputó así el acto de quitar la espada y contener el brazo de un furioso que
nos viene a atravesar, sea hombre privado, sea rey sea emperador o pontífice;
que la determinación que así culpan, lejos de llevar consigo la menor mira de
interés personal, de ambición, de usurpación, de traición o villanía, no tenía
ni podía tener otro objeto que la seguridad y salvación del orden político y de
la independencia nacional, amenazados de muerte; que pongan por último los ojos
en el carácter modesto y prendas estimables de muchos de los diputados que le
votaron, y sobre todo que contemplen quiénes eran los tres hombres que se
encargaron de cumplirle, y llámenlo después crimen, sacrilegio o como quieran,
si es que se atreven16.
Más ¿para qué me
canso? Las lenguas y las plumas vendidas al orgullo y soberbia de los reyes no
son las que pueden ni deben calificar aquella sesión, o más bien convulsión de
treinta horas, que produjo un resultado tan imprevisto y tan atrevido. Tampoco
los tribunales encargados ahora de hacer servirla justicia al rencor y a la
venganza, y menos los egoístas que en esta suspensión y en su descrédito han
hallado la ocasión y el pretexto de faltar a los deberes que tenían contraídos
con su patria y dorar su deserción. Solo a la posteridad toca juzgar a las
cortes españolas, porque ella sola es quien puede hacerlo con equidad y
justicia. Mas o yo me engaño, milord, o para que se cuente desde ahora entre
los esfuerzos más heroicos del patriotismo sólo ha faltado a aquella resolución
verdaderamente singular que el congreso donde se tomó tuviese más opinión, y
sobre todo ser seguida de mejor fortuna.
No bien había el
Gobierno pasado el puente de Suazo, cuando la Regencia cesó en su autoridad, y
el Rey fue restablecido en la suya. A consultar con el decoro que debía a su
dignidad y con el que se debía a sí mismo, se negara sin duda a tomar el mando
que se lo volvía. Muchos temieron que lo hiciese así, y que con esto solo
pusiese a los constitucionales en un laberinto de dificultades y embarazos que
no les fuesen posible salir de ellos. Más no lo conocían bien los que esto
recelaron: Fernando VII, con el carácter que ha recibido del cielo, no era
posible que reparase en esta especie de miramientos; las resultas de la nueva
repulsa podían ser desagradables, y por otra parte, de aquel modo, a todo
torcerse el dado, siempre se quedaba rey constitucional cuando no pudiera ser
absoluto. El miedo pues y la política pudieron más que el orgullo: él volvió a
encargarse del gobierno del mismo modo que se había dejado suspender en él, sin
repugnancia y sin protesta; y este punto importante arreglado en esta forma,
las cosas al parecer volvieron a estar en la situación que tenían antes.
Digo al parecer,
milord, porque si bien los dos resortes principales del Estado, las Cortes y el
Gobierno, se hallaban en Cádiz a salvo de cualquier correría y sorpresa, el
aspecto, sin embargo, que allí presentaba era muy diferente del que tuvo dos
meses antes al llegar a Andalucía. Entonces fue una marcha, ahora una fuga;
antes venía entero, seguido de todas las grandes oficinas e instituciones;
ahora llegaba disperso, desunido y puede decirse que desgarrado. Como el
Gobierno no pudo, por la premura, tomar las medidas convenientes y obligar con
órdenes perentorias y precisas, cada uno fue dejado a su discreción propia; y
muchos, creyendo ya que los vínculos sociales estaban disueltos, tomaron el
rumbo que les pareció mejor para su seguridad o su fortuna. Gran parte de los
altos empleados se quedaron en Sevilla o se retiraron a diferentes puntos para
guarecerse en la tormenta, y por este camino puede decirse que el gobierno
constitucional se encontró sin consejo de Estado, sin tribunal supremo de
Justicia, sin muchos oficiales de las secretarías del Despacho, sin audiencia
territorial, y lo que es más extraño, sin algunos diputados a Cortes. Yo no
trato ahora de acriminar su falta, y mucho menos de justificarla17; pero cualquiera que sea el nombre que merezca, ella se dejaba
conocer, y quitaba dignidad y majestad al Gobierno tan tristemente abandonado.
También permaneció
en Sevilla vuestro embajador Acourt, dando por pretexto que sus credenciales
eran para el Rey, y no para una regencia. Ni mudó de propósito cuando fue
invitado por nuestro ministerio a venir a Cádiz cerca del Rey luego que fue
repuesto en su autoridad. Situóse en Gibraltar, desde donde estuvo como a ver
venir, manteniendo una correspondencia con nuestro Gobierno, que hará tal vez
honor a su talento, pero que no le hace de modo alguno a su buena fe ni a la
del gabinete que le empleaba. Sir William Acourt no pudo obrar entonces según
instrucciones precisas, pues el caso era imprevisto y repentino; pero obraría
sin duda según el espíritu de las instrucciones generales que tuviese; y el
embajador británico, que había acompañado desde Madrid a Sevilla al gobierno
constitucional, y que sin motivo y sin razón alguna18 se niega a seguirle a Cádiz, daba a entender bien claro cuál
era el partido a que estaban inclinados mucho tiempo había los ministros
ingleses, y con cuánto gusto se abrazaba la primera ocasión que se ofrecía de
dejar solos a los españoles.
Todos estos males
eran consecuencia inmediata de la convulsión de Sevilla, pero no carecían
absolutamente de remedio. Cádiz, por su posición y por la reputación adquirida
en la otra guerra, exigía para ser embestido con ventaja muchos y diversos
medios de ataque, que no podían ser reunidos sino a fuerza de tiempo y de
dinero. Entre tanto el partido constitucional dentro de España podía combinarse
y concertarse para sus operaciones; los generales tener ya hechos, cuando menos
en parte, sus armamentos y llamar la atención de los franceses, fatigándolos
con marchas y movimientos, ya que no pudiesen atacarlos; los pueblos volver en
sí y conocer que el interés de su independencia estaba íntimamente unido al de
la libertad; los amigos que nuestra causa tenía en los países extraños, acudir
con remedios prontos y eficaces; en fin, a poco que ayudase la fortuna, un
descalabro, una desgracia en alguna de las divisiones enemigas bastar para
trastornar su plan, quitarles la superioridad que por el pronto tenían, y dar
otro aspecto a la guerra. Todo estaba en el curso de las probabilidades; y el
tiempo, condición tan precisa para irlas verificando, estaba ganado por nuestra
parte con sólo el hecho de haberse colocado las Cortes y el Gobierno en un
punto como Cádiz.
Mas para que esta
perspectiva favorable pudiese realizarse era necesaria, además del tiempo, una
voluntad firme y fuerte de parte de los hombres, y esta no la hubo, milord. Lo
más extraño es que donde primero y principalmente faltó fue en los personajes
que puestos al frente de las armas nacionales, debían servir de ejemplo a los
demás en la carrera de la constancia y de la intrepidez. Yo no quisiera hablar
de hombres en particular; pero ¿cómo es posible prescindir de los tres
generales cuya deserción inconcebible allanó a los franceses el camino para el
triunfo, y en tanto grado, que ellos mismos se indignan de haberle alcanzado
con tan poca gloria?
De esta mala
disposición de los caudillos del ejército se hablaba ya en Sevilla, a poco de
haber llegado el Gobierno. El susurro había salido del partido antiliberal, que
no podía contener su gozo con semejante adquisición. Mas el partido contrario
no lo creía, atribuyéndolo o a la siniestra intención de chismosear y dividir
los ánimos, o a necedad de gentes que piensan hacer prueba de celo dando abrigo
y cuerpo a esta clase de sospechas. ¿Quién lo había de creer? Cuantos respetos
hay en el honor, cuantos vínculos tiene la fe pública, cuantos estímulos animan
la ambición, tantos mediaban de parte de la confianza que en estos hombres se
tenía. Todos tres, sin embargo, faltaron y transigieron con los enemigos de su
país y con los de la libertad. Abisbal. primero en Madrid al acercarse los
franceses; después Morillo en Galicia cuando el nombramiento de la Regencia,
pretextando que con él estaba destruida la constitución; Ballesteros, en fin,
cerca de Granada, sin más motivo, al parecer, que ser desigual en fuerzas al
general enemigo que tenía delante de sí.
Es verdad que la
empresa que se les confió era bien ardua; pero ya se habían encargado de ella,
y era preciso llevarla adelante a toda costa y peligro, o mostrarse poco dignos
del lugar que ocupaban en el orden político y militar, y mucho menos del que
gozaban en la opinión. Si después, ya puestos en la prueba, se conocieron
desiguales para la carga que tenían sobre si, podían eximirse de ella en buena
hora, y dejarla para otros hombres más denodados. Pero ¿quién los obligaba a
desertar, y sobre todo, quién los había autorizado a transigir?
¡Miserable
transacción por cierto, que no procuraba la menor ventaja pública a su patria,
y que a ellos mismos les ha aprovechado tan poco. Creyeron probablemente que
así conservarían sus puestos y sus honores, y se mantendrían a la misma altura
en uno y otro sistema. Ya el resultado de la experiencia les habrá amargamente
demostrado cuan imposible esto era, cuando repelidos por el absolutismo
triunfante en su país, han tenido que abandonarle e ir a recoger en una tierra
extraña los disgustos y desaires propios de su falsa y desabrida posición.
Es repugnante por
cierto atribuir este torpe cálculo de egoísmo al general Ballesteros, que
aunque no muy franco y abierto, ha conseguido generalmente el concepto de un
aragonés firme y leal; y repugna más todavía suponerle en el general Morillo,
que lleva escrita en su semblante la intrépida audacia de un soldado de
fortuna, y no ha perdido en la elevación la llaneza de sus hábitos primeros ni
el candor que va unido casi siempre con la honradez. Como quiera que sea, estos
hombres, en quienes el Estado había puesto, y con razón, tan grandes
esperanzas, revestidos de una confianza y de un poder tan sin límites, que
manteniéndose consecuentes a las obligaciones que habían contraído podían
conservar su honor siendo vencidos, y vencedores ponerse a la cima del poder,
por no haber sabido elevarse a la altura de sus deberes ni tender la mano a las
palmas con que les convidaba la fortuna, han dejado caer a su patria en el
abismo de desgracias en que ella y ellos están sumergidos ahora19.
Llegados a la isla
gaditana los constitucionales, se dieron a poner en actividad y movimiento todas
las medias de defensa y resistencia que ofrecía la plaza en sí misma, y que
pudieron reunirse por el pronto de otras partes. Se organizó y arregló en una
división regular toda la tropa que se fue retirando a aquel punto, se trabajó
con indecible actividad en las líneas de fortificación, y se armó y se equipó a
toda priesa una escuadrilla de fuerzas sutiles para la defensa por mar. Seguían
entre tanto las Cortes sus sesiones con el mismo espíritu que si estuviesen en
paz, y a veces dejándose dominar, a pesar de la extremidad de su peligro, de
las pasiones mismas y de los mismos extravíos que al principio. Nada ocurrió en
el resto de aquella legislatura que merezca llamar la atención, pero sí es muy
notable que el Rey, luego que se acercó el período en que debían terminar,
manifestase el deseo y la voluntad de irlas a cerrar personalmente. Causó
alguna inquietud, y justamente, esta novedad imprevista. Había tantos meses que
se mantenía encerrado en su palacio, sin salir de él sino rarísima vez; se
había dispensado ya tantas de asistir a aquella ceremonia; y en fin, estaba
representando el papel de violentado y preso con tan grande esmero, que al
verle de repente tratar de dar aquel obsequio al sistema constitucional y
aquella muestra de consideración a las Cortes, nadie lo tuvo a buen agüero, y
se temía que quisiese comprometer la cosa pública con alguna proposición o
protesta, a la manera con que lo hizo en la legislatura del año 21. Quisieron
los ministros quitarle aquella idea del pensamiento, bajo el pretexto de no
haber disposición en el local de las Cortes para la magnificencia que requería
la solemnidad asistiendo él a ella. No lo pudieron conseguir, y aun se dice que
él se chanceaba con los recelos que ellos y las Cortes concibieron, y que les
aseguró que nada tenían que temer. Con efecto, él asistió acompañado de su
familia y de todo el aparato y séquito que siempre: leyó un discurso bien hecho
acomodado a las circunstancias, y en él pidió a los diputados que no se
separasen, para poderlos consultar según la urgencia de 1os negocios públicos
lo exigiese. De este modo, ya fuese por la política y disimulo que sus
parciales le tenían aconsejado, ya por cualquiera otro motivo que no se
percibió entonces, él, en vez de desgraciar aquella ceremonia, como se había
temido, contribuyó en gran manera a su lucimiento, y la legislatura se cerró
con todo el lleno de su dignidad y decoro. En esta sesión puede decirse que
acabaron su carrera pública las Cortes españolas; y fue ciertamente una
condescendencia de la fortuna, en todo lo demás tan adversa; porque según el
extremo a que habían llegado las pasiones, en gran peligro estaban de ser
disueltas a denuestos e improperios, como lo fue por Cromwell vuestro largo
parlamento; o a bayonetazos, como el consejo de los Quinientos por Bonaparte.
Luego que los
franceses, con la deserción de los generales y la desunión y disolución de
nuestras cortas fuerzas, tuvieron allanado el camino y quitados los estorbos
que se les podían oponer, dieron toda actividad a los preparativos de ataque
contra la plaza, y se dispusieron a embestirla. Entonces el duque de Angulema
se presentó en las líneas, para que la guerra se terminase bajo sus inmediatos
auspicios. Mas antes de formalizar el ataque quiso probar el camino de la
negociación, y enviar una carta al Rey, en que le advertía de las intenciones
de Luis XVIII. Estas eran que restituido Fernando VII a la libertad, concediese
una amnistía general a sus vasallos; que acabase los rencores y restituyese la
paz y tranquilidad a sus estados, y además convocase las Cortes según las
formas que habían tenido en lo antiguo, para dar a su gobierno las bases
necesarias de orden, de confianza y de justicia. En seguridad de esta oferta
ponía, además de su palabra, la garantía de toda la Europa; y concluía
intimando que si en el término de cinco días no recibía una respuesta
satisfactoria, se valdría de los grandes medios de ataque que tenía en su mano,
y serían responsables de los males que sucediesen los que por atender a sus
pasiones se olvidaban del bien público.
A esta intimación
el gobierno español contestó de un modo que no podía satisfacer al Duque, ni
continuarse la negociación a que parecía abrirse la puerta con ella. Lo que
había de positivo en la propuesta era que el Rey había de ponerse en libertad;
lo demás quedaba sujeto a las resultas de una mediación, y nulo en el caso de
que el Rey se negase a ello, como efectivamente lo haría luego que estuviese el
poder de otro partido. ¿Qué confianza tener, por otra parte, en la sinceridad
de las intenciones del Duque ni del rey de Francia su tío, cuando la
institución de la Regencia y el retorno legal de todos los abusos, de todos los
privilegios, de todos los intereses antiliberales, no dejaba arbitrio a dudar
de que su verdadero proyecto y su firme voluntad era el restablecerlos y
consolidarlos? ¿A qué dejar restaurar un estado de cosas que no había de tener
duración? El decreto de Andújar podía prometer alguna mayor seguridad respecto
de la amnistía; mas prescindiendo de las dificultades y estorbos que habría
seguramente después para su perfecto cumplimiento, esta sola razón no bastaba
para capitular con decoro, mayormente no habiéndose probado todavía la suerte
de las armas. Inútil era haber apurado los medios que presentaba Cádiz y que
había reunido el Gobierno para los preparativos de defensa, inútil la formación
del cuerpo de tropas que allí estaba, inútil el armamento de fuerzas sutiles;
inútil, en fin, cuanto se había hecho y podía hacerse aún, si a la primera
insinuación el Gobierno rendía las armas y se entregaba a partido. Por último,
aunque él se inclinase a ello, restaba saber si se lo permitía la opinión, que
entonces debía tener una preponderancia tan grande en las operaciones del
Gobierno. Pero ni el pueblo de Cádiz, todavía ufano en el crédito de
invencible, adquirido por la plaza en la otra guerra; ni las tropas que a la
sazón la guarnecían, no probadas aún, y confiadas en la fuerza de su posición;
ni el inmenso concurso de liberales refugiados en Cádiz, la mayor parte
exaltados y altamente comprometidos; ni, en fin, el concepto público de los
amantes que tenía la libertad dentro y fuera de España, estaban preparados para
una transacción repentina. ¿Se expondría el Gobierno, apresurándose a tomarla
antes de tiempo, a ser tachado por todos como traidor a la causa pública y malograda
de tan buenas disposiciones? ¿Daría lugar a que la temeridad y miras siempre
desatinadas del bando exaltado preparasen con este motivo una reacción
intestina, cuyas funestas consecuencias serían tan difíciles de calcular como
imposibles de contenerse?
Estas razones, con
otras que sería fácil añadir, hicieron interrumpir la negociación por entonces,
y la decisión de las cosas se dejó al arbitrio de la fuerza. Mas ya en aquel
tiempo, milord, el conflicto no podía durar mucho ni la victoria estar en duda.
La facilidad con que los franceses atacaron y tomaron el Trocadero, se hicieron
después dueños del fuerte de Santipetri, y bombardearon por fin a Cádiz, hizo
caer de ánimo a los más valientes y desengañó a los más ilusos. Viose entonces
a no poderse dudar que los medios de ataque eran infinitamente mayores que los
de defensa, y que la resistencia era imposible20. En los intervalos de estas diferentes operaciones se volvió a
parlamentar. Mas el duque de Angulema ponía siempre por condición primera y
absoluta que el Rey fuese puesto en libertad, y dejaba lo demás como objeto de
mediación o intercesión posterior. Esto no contentaba a los constitucionales,
que anhelaban una promesa positiva y expresa de hacerse inmediatamente un
arreglo político en el reino, que conciliase en algún modo los intereses de los
dos partidos y dejase a la nación alguna apariencia de libertad. A cada paso
que se daba y a cada respuesta que venía, el Ministerio consultaba a las Cortes,
y las Cortes de ordinario dejaban el negocio al arbitrio y prudencia del
Gobierno. Unos y otros repugnaban cargar con el desaire y con la mengua de
autorizar con su voto y con su firma la abolición de la libertad y la
esclavitud de su país.
La repugnancia era
mayor y más firme de parte del Ministerio: estaba a su frente el impávido
Calatrava, a quien más que a nadie amargaba aquella transacción dolorosa.
Cierto de los sinsabores y dificultades que le aguardaban en el puesto
peligroso a que te llamó su patria, se había encargado del ministerio en
Sevilla, y se había mantenido en él con la entereza y tesón propios de su
carácter firme y decidido. Sin duda se propuso acompañar y asiste a la
agonizante libertad, al modo que un hombre virtuoso acompaña y asiste en el
último trance a su amigo, y aunque despedazado con el sentimiento y penetrado
de horror, le consuela y le sostiene animosamente hasta el momento en que
espira.
Jamás puse la
vista entonces sobre este hombre magnánimo y resuelto, y sobre tantos otros sujetos
de su misma categoría, que no me llenase de dolor, de admiración y de respeto.
Sus miras, sus pasos todos en la carrera política habían sido dirigidos por el
amor a la justicia, por la pasión de la libertad, por el celo hacia el bien y
el honor de su país: la causa que defendían era la causa general de las
naciones de Europa, interesadas todas en no consentir este bárbaro y brutal
derecho de intervención, que amenaza esencialmente su independencia y
prosperidad; y los hombres y la fortuna se mostraban conjurados a porfía en
derribar todos los cálculos de su prudencia y todas las esperanzas de su buen
deseo. Veían a su patria abandonada del mundo, sin probabilidad la más mínima
de socorro alguno, ni siquiera de una mediación útil y honrosa; veíanse a sí
mismos acusados de los unos porque habían hecho la guerra, de otros porque
hacían la paz; censurados y vilipendiados de todos, y nadie poniéndose en su
ardua y extraordinaria situación. Y sin embargo, olvidados de su peligro
propio, puesta la imaginación sólo en las desgracias públicas, se los
encontraba con semblante sereno y con frente resuelta en aquella larga agonía.
¡Ah milord! los oligarcas de Europa, rebosando en riquezas, nadando en delicias
y agobiados de honores, pueden pavonearse y ostentar su insolente triunfo
delante de los reyes que los pagan y de la muchedumbre estúpida que los admira;
pero mostrarse ni tan grandes ni tan nobles a los ojos de la razón y de la
virtud, eso no.
Entre tanto el
aprieto iba creciendo por momentos: faltaba en las tropas el valor, y ya
flaqueaba su fidelidad; los bastimentos se apuraban, y aquel grande vecindario
sobrecogido de terror con los preparativos de un ataque general por tierra y
mar que estaban haciéndose a su vista, y con los de otro bombardeo más destructor
y enconado que el primero. Viéndose pues ya en aquel estrecho, y conociendo que
prolongar la resistencia era una temeridad insensata, expuesta a los males más
horribles, y sin esperanza y sin objeto, los constitucionales determinaron
ceder, y lo que aparecerá más singular es que cedieron abandonándose a la
discreción y voluntad del Rey, al cual manifestaron que dispusiese su salida
como y cuando lo tuviese a bien. Él lo arregló tranquilamente con los ministros
constitucionales, y todo estuvo preparado para la mañana del día 30 de
setiembre.
Jamás Fernando VII
tuvo un trato más afable, más confiado, y hasta más afectuoso con ellos, que
desde que la fortuna empezó a inclinar la balanza en su favor. Sea que
amaestrado por la adversidad, no quisiese enojar a aquellos en cuyo poder se
hallaba todavía, sea que el gusto de irse a ver libre y a mandar absolutamente
le adobase la voluntad y le conciliase aquel buen humor, él se chanceaba al
hablarlos, los consultaba, accedía fácilmente a lo que le pedían, los aseguraba
y les hacía promesas para en adelante. Diríase, según sus demostraciones, que
se iba de Cádiz a pesar suyo y que se separaba de sus ministros contra su
voluntad. Al recelo que ellos le mostraban de que diese oídos al partido
contrario y volviesen las tempestades y persecuciones de los seis años,
mostraba impacientarse y afligirse de que le tuviesen por tan inhumano y tan
sandio que no estuviese ya desengañado de lo que eran los partidos, y de las
dificultades, pesadumbres y desgracias que había acarreado, tanto a la nación
como a él mismo, el espíritu de persecución y de encono que le habían hecho
seguir desde el año de 14. Tanto hizo en fin, tanto dijo, que él los persuadió
de su sinceridad y buena fe; y cuando le vieron firmar el manifiesto que le presentaron
para anunciar a los españoles su salida de Cádiz, dándoles palabras de
conciliación, de olvido y de consuelo, no entró en ellos la menor duda de que
cumpliese a la letra lo que allí les prometía; con tanta más razón, cuanto él
se había quedado con la minuta, había hecho en ella las enmiendas que le
parecieron, y habiendo tachado la cláusula entera sobre instituciones
liberales, dio por razón que aquella no estaba en su mano, y que no quería que
se prometiese allí más de lo que él podía y quería cumplir por sí mismo. El
disimulo no puede ser más profundo ni llevarse más allá. ¿Quién, milord, les
enseña tanto a los que todo lo demás ignoran? ¿Da por ventura la naturaleza a
los reyes, como a los otros seres vivientes, un instinto propio para la conservación
de su poder, el cual se compone de dos elementos esenciales, violencia y
artificio?
Llegó en fin la
mañana del 30, y a la hora designada el Rey, por entre las filas de los
milicianos tendidos en el palo, salió del palacio que ocupaba al embarcadero,
donde le esperaba la falúa. Seguíale su familia, su pequeña corte y los
militares de graduación que había en la plaza, que fueron a despedirse de él y
a acompañarlo hasta el mar: el general. Valdés era quien mandaba la falúa,
teniendo entonces que conducirle al Puerto corno comandante de la bahía, del
mismo modo que antes en calidad de regente le había conducido a Cádiz; y en una
ocasión y en otra su imperturbable frente no dejó de mostrar por un momento
siquiera la entereza y resolución de su generoso carácter. El mar estaba
sereno, el viento en calma, el sol escondido entre celajes, y el color del día
pardo y oscuro, como disponiendo los ánimos a la gravedad y a la melancolía. Un
numeroso gentío coronaba la muralla, atento al espectáculo que presentaba aquel
extraño desenlace. Embarcado el Rey, la chusma antes de zarpar dio las vivas de
ordenanza, a los cuales ni el muelle ni la muralla respondió. Los concurrentes
se habían ya vestido el luto de los bienes que perdían, y no quisieron degradar
su duelo con unos aplausos y unas vivas falsas, inconsecuentes, y por lo mismo
viles. Quien leyera en sus ojos y oyera entonces sus palabras hallaría más
sorpresa que congoja, más indignación que pena. Veíanle ir, y no se acordaban
de los males que les podía hacer después; veíanle ir, y no perdían la memoria
de la constante superioridad que siempre habían tenido sobre él; veíanle ir, y
le contemplaban más como mísero tránsfuga que como poderoso monarca. La
libertad, milord, al desamparar entonces el horizonte español, dejaba todavía
algunos rayos tras de sí, y con sus débiles reflejos daba algún lustre y
nobleza a esta última escena de nuestra triste revolución.
Carta décima
12 de abril de 1824
Vuestro Príncipe
Negro, milord, pudo en las alas de la guerra y de la victoria traer al rey don
Pedro a Castilla; pero al reponerle en su trono ¿pudo por ventura reponerle en
el corazón de sus vasallos? Esto no estaba en su mano. El monarca restablecido,
sordo a los prudentes consejos de su generoso defensor, se entregó todo a la
ferocidad de su carácter implacable, y siguiendo el curso de sus venganzas
atroces, vino a dar bien pronto en el despeñadero donde perdió el cetro con la
vida.
Yo no pretendo con
esto comparar al rey Fernando VII con el rey don Pedro, y mucho menos al duque
de Angulema con vuestro magnánimo Eduardo. Comparo las situaciones, y al ver
los mismos procedimientos y el mismo desconcierto, no será extraño que, en las
cosas a lo menos, ya que no en las personas, se sigan los mismos resultados y
una catástrofe igual.
Las ofertas de
Luis XVIII sobre instituciones liberales, igualmente que las de su general,
eran sin duda alguna vanas e ilusorias: medios empleados para vencer, que a
nada obligan después de haber vencido. Pero a lo menos suponían una cosa, y es
que en España y Europa la opinión contra la restauración completa del
absolutismo era bastante fuerte para obligará estas apariencias de
contemplación y de respeto. ¿Es de suponer, milord, que esta opinión haya ido a
menos con la victoria del duque de Angulema y con la conducta que el gobierno
del rey de España ha tenido después de la restauración? Si en vez de ir a menos
ha ido a más, como es tan probable, ¿vale tan poco en la balanza, que no
merezca ser algún tanto considerada? El Rey, salido apenas de Cádiz, da por
nulo cuanto él mismo había hecho desde el año 20, y confirma cuanto había hecho
la regencia de Madrid, manifestando así que se pone otra vez al frente de un
partido, y que se entrega del todo al arbitrio y dirección de la facción servil
más grosera, como antes había estado sirviendo de instrumento a la más exaltada
facción liberal. De un extremo a otro extremo; y la disolución del ejército en
términos tan duros y desconsolados, la proscripción más absoluta de todos los
que habían procedido según el orden anterior, la expatriación de tantos sujetos
notables por su habilidad, sus virtudes o sus riquezas; el decreto de
purificaciones, cuyo tenor no deja medio alguno entro el envilecimiento y la
miseria; el tono hostil y enconado de cuantas providencias se expiden, todo
descubre más bien un espíritu de monopolio y de venganza que de orden y de
gobierno, y hace ver a los ojos de la Europa que lo que acaba de suceder en
España es una vicisitud de revolución que continúa, más bien que el período de
una revolución que se termina.
Así, milord, la
Constitución, que abandonada a sus propias fuerzas tal vez hubiera perecido en
el conflicto de nuestras pasiones y partidos, y fuera olvidada como un
instrumento inútil, ha tomado la importancia de los cien mil extranjeros que
han venido a destruirla y de los cincuenta mil que han quedado a sostener el poder
arbitrario. Los españoles, mal gobernados, descontentos, divididos, volverán
sin cesar los ojos al sistema que acaban de perder, como el único remedio de
sus males; el resorte violentado, adquiriendo más fuerza con la misma
compresión, saltará con doble ímpetu, y por no quererles conceder nada,
volverán a aspirar al todo. Yo prescindo de si lo conseguirán o no; pero no por
eso es menos cierto que el estado presente sólo es a propósito para producir
agitaciones sin término y desgracias incalculables.
No es mi ánimo,
milord, insistir en las consecuencias de este funesto acontecimiento. Yo he
querido bosquejar la marcha de los sucesos y la serie de las causas por donde
el sistema constitucional, desde su restauración en el año 20, ha venido a caer
en el de 23. Este ha sido el argumento de mis cartas anteriores, y si todavía
os llamo la atención en esta última, es para terminar nuestra discusión con
algunas consideraciones generales que arrojan de sí los mismos hechos, y que he
dejado para este lugar como más oportuno que en otra parte.
No hay duda que en
una contienda donde se trataba de un interés tan trascendental los españoles no
hemos manifestado al parecer todo el carácter y valor que convenía. Pero vos
sabéis, milord, que el carácter le forman la educación y las instituciones, y
que una y otra cosa nos faltaban, pues la Constitución, tan recientemente
planteada y tan prontamente destruida, no podía en tan poco tiempo producir
estos frutos saludables. En cuanto al valor, hay menos disculpa a la verdad; y los
franceses, que según la experiencia de la otra guerra, debieron temer tras de
cada cerro una partida y tras de cada mata un tiro, se habrán maravillado sin
duda de haber atravesado las doscientas leguas que hay desde el Bidasoa hasta
Cádiz sin tener un tropiezo, sin hallar un obstáculo, sin haber, por decirlo
así, disparado un fusil. En esto, si no hay mucha gloria para ellos, hay
ciertamente infinito oprobio para nosotros. Mas no creo que deba todo
atribuirse a esta calidad vil que se llama cobardía.
De parte del
pueblo, aun de aquel que se llamaba adicto a la libertad, era en vano esperar
mayor ahínco en la defensa. Primero, porque, como ya os he dicho, no podía
haber tomado todavía hacia una institución, cualquiera que ella fuese, aquella
adhesión fuerte que se necesita para resolverse a los grandes sacrificios
consiguientes a una guerra nacional. Segundo, porque, descontento y disgustado
del rumbo que las cosas siguieron desde el segundo año, se retrajo de empeñarse
en una causa que tenía más el aire de interés de partido que de interés público
y nacional. Tercero, porque se confió en las palabras y promesas que al
principio se propalaron, y creyó que mientras menos durase la dicha, más pronto
se verificaría su cumplimiento, y no quiso obstinarse en sostener a tanta costa
un orden político que iba a ser sustituido por otro, con bases igualmente
liberales, aunque bajo otras formas menos ofensivas.
En las tropas es
más de extrañar esta falta de resolución y decaimiento de ánimo. Mas el valor
que arrastra los peligros se funda muy principalmente en la confianza de salir
con el intento que se propone; sin esta confianza desmaya naturalmente y se
anonada del todo. Yo quisiera preguntar a nuestros detractores, ¿qué valor
podía esperarse de tropas recién levantadas y conducidas por jefes que antes de
irlas a mandar estaban ya rendidos, y que no hicieron más que destruir la
esperanza y seguridad en el corazón de soldados y oficiales?
Era muy difícil
también, y lo será por mucho tiempo todavía, organizar en España un ejército
que merezca el nombre de tal, no precisamente por los requisitos materiales que
exige, ni por la instrucción y ejercicios, sino por el espíritu y la
disciplina. Desde que el príncipe de la Paz quiso atraer a sí mismo el respeto
y la veneración profunda debidos al Monarca ya la monarquía; desde que se hizo
generalísimo sin haber sido más que un guardia de Corps, y almirante sin haber
visto navíos más que en las pinturas o en los puertos; desde entonces, milord,
falta a nuestros militares un centro común, un resorte moral que los domine o
los dirija, sea hombre a quien temer y respetar, sea cosa que conservar o
adquirir. No hay que buscar en ellos ni patria, ni disciplina, ni
subordinación, ni ambición política, ni aun espíritu de codicia y de rapiña,
que a las veces suple por las demás virtudes marciales. La manera con que se
hizo la guerra de la Independencia generalizó este desorden, y los seis años de
tiranía con los tres de constitución no han hecho después más que aumentarle y
darle consistencia. Animados pues de miras y motivos enteramente diversos y a
veces encontrados, ¿qué extraño es que generales, oficiales y soldados no se
hayan entendido entre sí, no hayan tenido la confianza recíproca necesaria para
la actividad y seguridad de los planes y operaciones, y que hayan faltado
muelles a la defensa pública, no por falta de valor, sino de buena
inteligencia, de combinación y de orden?
Un hombre
extraordinario, superior excesivamente a los demás, y que con la fuerza de su
carácter, con la grandeza de sus talentos y con la fortuna de sus primeras
empresas subyugase el respeto y la admiración universal, era el solo que podía
en las circunstancias dadas crear un ejército de estos elementos diversos y
remediar tan grave mal. Vosotros tuvisteis vuestro Cromwell, los americanos su
Washington, los franceses su Napoleón. Nuestro país, milord, no produce esta
clase de hombres: nosotros somos más iguales; nadie descuella entre los demás.
Fenómeno singular quizá en la historia de los pueblos, llevar diez y siete años
de revolución, de agitación y de pasiones, y no haber aparecido ni uno siquiera
de estos grandes caracteres. ¿Es esto un bien? ¿Es un mal? Yo no me atrevo a
decirlo; pero si la falta de estos personajes extraordinarios nos libertaba del
peligro de ser subyugados por ellos, también es cierto que no ha dado heroísmo
a nuestros esfuerzos, y que hemos vuelto a caer en el fango de que habíamos
intentado libertarnos.
No han dejado sin
embargo en esta época misma de saltar ya aquí ya allá algunas centellas del
valor antiguo: otra prueba de que lo que ha faltado principalmente a los
constitucionales para hacer una defensa digna del objeto y digna del nombre
español, han sido jefes resueltos y capaces, y mayor confianza en el éxito
final de los acontecimientos. Con valor, con audacia y con, actividad, al paso
que con una ventaja notoria, estábamos sosteniendo año y medio había la guerra
que nos hacían los facciosos, auxiliados y reparados siempre en sus pérdidas
por la alevosía francesa. La defensa de Pamplona, la de San Sebastián fueron
llevadas al punto que prescribe el más delicado pundonor, y serían contadas con
aplauso en los fastos de cualquier ilustre guerra. Las plazas de Cartagena y
Alicante, aunque abandonadas por el ejército del distrito y por su general
Ballesteros, que luego por uno de los artículos de su capitulación concertó se
entregasen a los franceses, desobedecieron este pacto pusilánime, se
mantuvieron firmes contra todas las amenazas y sugestiones del enemigo. Su
rendición no se verificó hasta noviembre cuando, ya todo estaba allanado, y sus
bizarros gobernadores, al ceder unos puntos que ya era imposible sostener,
fieles a sus principios de libertad y de honor, dejaron el patrio suelo por no
rendir vasallaje a la tiranía21.
Por último, aunque
no tuviéramos otra cosa que oponer a este descrédito que la memorable campaña
del general Mina en Cataluña, bastaría para salvarnos de ese concepto de
cobardía y de incapacidad militar con que se nos arguye. Vos sabéis, milord,
cómo este hombre, verdaderamente insigne, fue enviado el año anterior a aquella
provincia, cuyos ámbitos recorrían sobre cincuenta mil facciosos, y donde las
fuerzas militares opuestas a ellos estaban desorganizadas, mal animadas, y se
puede decir que abatidas. Él llegó: organizó y disciplinó su ejército, pacificó
la provincia, parte por las armas, parte por negociación; tomó las plazas de
Castellfullit y de Urgel, dolido los facciosos se habían fortalecido, y lanzó
del territorio español la ignominia de aquella intrusa y ridícula regencia.
Entraron después los enemigos con fuerzas muy superiores a las suyas, y él
mantuvo el campo con el corto ejército que le quedaba después de guarnecidas
las plazas, sin que los franceses pudiesen comprometerle a dar acción ninguna,
que ya no podía empeñarse con ventaja. Al fin se encerró en Barcelona, y allí
mantuvo su estandarte levantado hasta que rendido Cádiz y destruido el gobierno
constitucional, supo hacer una capitulación honrosa, en que pareció más bien
dar la ley que recibirla. Único general acaso que ha acrecentado su gloria en
una guerra en que no ha vencido; respetado dentro y fuera de su país, y viendo
que ya no había ni patria ni libertad, ha dejado nuestro suelo, llevándose en
depósito consigo una gran parte del honor español. Él, milord, está ahora entre
vosotros, y en los aplausos y aclamaciones, que recibió al llegar, y en el
aprecio y estimación que no dudo conserve mientras viva, recibirá la recompensa
debida al valor y a la constancia, siendo ejemplo a tantos otros del camino que
debieron seguir para conservar su honor sin tacha, aun cuando tuviesen la
desgracia de ser vencidos. Virtutem videant,
intabescantque relicia.
Más no porque la
defensa de la Constitución haya sido inadecuada al grande interés que estaba
por medio, debe deducirse que la nación no quería aquel régimen u otro
cualquiera fundado sobre bases liberales. Esta consecuencia, milord,
suponiéndola hecha de buena fe y sin malicia, es hija de la ignorancia en que
generalmente se está sobre nuestra posición y nuestro carácter. Los
extranjeros, que no se quieren tomar el trabajo de estudiarnos y conocernos
bien, nos juzgan necesariamente mal. Hoy nos tienen por más que hombres, y
mañana nos degradan más allá de la condición de bestias. Si tienen por voto
nacional los gritos de la canalla de los pueblos, que al son de los panderos y
sonajas de las ramerillas pagadas para ello salían a recibir al Rey pidiéndole
cadenas, inquisición y castigos, en tal caso merecen muy bien entrar en la
comparsa y gritar también con aquel torbellino de energúmenos atroces. La
nación no ha querido ni quiere ni puede querer nunca semejante brutalidad. En
ninguna provincia: ¿qué digo, provincia? En ninguna ciudad se ha organizado por
sí misma la desobediencia al gobierno constitucional; ninguna puede decirse que
se ha levantado contra él hasta que era ocupada por las divisiones francesas o
por las tandas de los facciosos. Mientras no llegaba este auxilio los realistas
no podían contar con aquel conjunto y reunión de voluntades que forman la
opinión general, y no eran más que una facción, un partido. Los franceses en
esta parte saben mejor lo que se hacen: con cien mil hombres entraron en
España; fuerza doble mayor que la que el gobierno español en las circunstancias
de entonces, por bienquisto y establecido que fuese, podía levantar para su
defensa; y después de deshecho el gobierno, deshecho el ejército y arrojados de
España cuantos hombres pudieran ser capaces de formar un partido y hacerse
centros de acción; después de repuesto el Rey en todo el lleno de su voluntad
absoluta; renovada enteramente la administración, y dueños de la fuerza los
jefes del bando realista, todavía permanecen en la Península cincuenta mil
extranjeros para no dejar resollar la voluntad española. ¿Qué es esto sino
confesar paladinamente que lo que se ha hecho y lo que se está haciendo con
nosotros es contra nuestro voto y tendencia general?
Busquen pues esos
hábiles políticos otras razones mejores para excusar su cooperación indirecta en
la violencia que padecemos. El dicho enfático de vuestros ministros, que si los
españoles querían la Constitución, ellos la defenderían, y si no, no había para
qué sostenerla a la fuerza, es un sofisma tan grosero como cruel, que no tiene
apoyo en lo que ha sucedido antes, y está contradicho con lo que pasa ahora. El
caso es que nosotros éramos bastante fuertes para asegurar nuestra libertad
contra todas las intrigas y embates de dentro, y no lo hemos sido para
sostenerla contra los de fuera y dentro reunidos. ¿Hay en esto por ventura un
motivo tan grande de desprecio y de sarcasmos? ¿Qué hubiera sido de vosotros si
aun después de llegar y vencer el Stathouder, saltaran en vuestra isla cien mil
alguaciles enviados por Luis XIV, y se hubieran puesto al lado del destronado
Jacobo II?
Perdonad, milord,
mi temeridad; pero me parece que hubiera sido más decoroso para el parlamento
inglés que no se tratara en él de los acontecimientos de España. Si nada
importaba a los intereses generales de la Inglaterra que sucumbiese o no la
libertad española, excusada era la discusión por inútil, y odiosa por
importuna. Pero si algo importaba, y yo creo que mucho, la cuestión no ha sido
ventilada con la detención y miramiento que correspondía, y nuestra causa debió
excitar allí mayor interés o no excitar absolutamente ninguno. Vos a la verdad
y vuestros amigos la habéis sostenido con vuestros excelentes principios y con
la franca ingenuidad que corresponde a vuestro carácter y tenéis siempre de
costumbre. Los ministros al contrario, no queriendo manifestar los verdaderos
motivos de su conducta, acaso por poco honestos22, a cuantas razones habéis alegado vosotros, tornadas de la
equidad natural, de la justicia pública y de la más sana política, han
contestado con sofismas, con efugios y con dicterios. Uno de ellos se olvidó
hasta decir «que el gobierno inglés no había de ser el don Quijote de la
libertad de los otros pueblos». Chiste ciertamente bien insulso, y que no
parecía tener lugar en una deliberación de esta naturaleza. Los españoles nos
hubiéramos contentado con menos: bastábanos por entonces que aquel gabinete no
entrase a cooperar con la injusticia de los demás, según lo hizo en la manera
que pudo; bastábanos que tuviese suspensa siquiera aquella positiva declaración
de neutralidad, que fue la señal fatal de la agresión. Con esto, ya que no
evitase la guerra, nuestros enemigos al menos no entraran en ella con tanta
presteza y confianza, ni nosotros con tanto desaliento.
Por lo demás, en
defender el derecho que todo pueblo tiene a ser libre, en no consentir que se
establezca en Europa este injusto y bárbaro derecho de la intervención armada,
en defender la independencia general de los estados, tiranizada y amenazada por
esa coligación de déspotas, no era en el gobierno de un pueblo libre ser
impertinente y ridículo campeón de la libertad ajena; era ser el defensor de
los derechos de la nación inglesa, atacados indirectamente en los de la nación
española; y no sé yo en qué objeto más grande ni más noble, ni cuál ocasión era
más digna y oportuna de mediar eficazmente para impedir, y de emplear su
poderío en amparar y auxiliar. Los ministros ingleses no han hecho ni una cosa
ni otra; y aunque aparentaron ocuparse de la primera con las gestiones
anteriores a la guerra, nadie las ha creído sinceras, y yo supongo que en el
Parlamento menos. Pero el mal estaba ya hecho: las cosas no podían volver
atrás; otros intereses más urgentes e inmediatos llamaban la atención; y la
catástrofe de un estado libre injustamente sacrificado con tan manifiesta
complicidad del ministerio, ha sido mirada por los legisladores británicos con
indiferencia y menosprecio.
Este funesto
ejemplar no deja ya duda en el extremo a que los monarcas coligados contra la
libertad de las naciones quieren llevar las pretensiones orgullosas de su prerrogativa;
porque no sólo han prescindido de toda contemplación hacia un pueblo que tantas
merecía, sino que no han reparado ni aun en lo grosero de la iniquidad. Cuando
los ministros franceses decían a los vuestros, en su famosa, o más bien infame,
correspondencia, que los españoles no habían dado a la Francia ningún motivo
justo de agresión, se han puesto francamente en la categoría de facinerosos
insignes23 , y declarado que en Europa ya el
derecho de gentes ni aun en apariencia se respeta. Que un orden político esté
reconocido por todos los gabinetes; que se halle jurado y se observe en el
interior por el príncipe que gobierna; que a nadie ataque, en suma, y a nadie
ofenda, esto no basta ya a nación ninguna para ponerse a cubierto de semejante
vandalismo. Con decir que el Monarca no se halla en libertad, con corromper los
ánimos con oro y promesas falsas, con introducir en ellos la división y el desaliento,
y con enviar triple o cuádruple fuerza de la que la nación amagada puede
levantar para su defensa, todo está llano, la voluntad de los déspotas se
cumple, y su dominación absoluta es restituida a su inatacable majestad.
Así, después de
cincuenta años de disputas tan acaloradas y de combates tan sangrientos, la
orgullosa doctrina de los privilegios se sobrepone a la de los derechos, que no
basta a resistir el poder enorme que la combate. Sus partidarios tienen que
devorar la afrenta, los desaires y el disfavor cruel que se encarniza sobre
toda cosa vencida, mientras que sus enemigos insolentes no hay error que no la
atribuyan, no hay crimen que no la imputen, no hay desgracia de que no la hagan
responsable. Al considerar por una parte la arrogancia de sus palabras y el
desconcierto de su conducta, se creería que no temían ya las veces de la
fortuna ni el efecto de esta continua oscilación en que están las cosas del
mundo, principalmente las que dependen de opiniones y pasiones exaltadas. Si
por otra se considera su intolerancia absoluta, sus manejos viles, sus pueriles
recelos y sus pesquisas odiosas aparecen como una facción usurpadora que a cada
paso tiembla perder lo que se le ha venido a la mano. El descrédito, el
sarcasmo, las calumnias, y sobre todo la persecución, son los medios de que se
valen para extirpar unas ideas a que tienen jurado un aborrecimiento
irreconciliable. Mas por ventura, milord, ¿llegarán a conseguirlo? Yo no lo
creo: el árbol cultivado por manos tan activas y diligentes, y ya vigoroso
tanto, podrá perder en estos embates sus hojas y sus ramas, pero no será
arrancado de raíz.
Guarda este
sistema un concierto tan grande con la razón, lleva una armonía tan apacible
con todos los sentimientos nobles y generosos del corazón humano, que no es
dado a sus contrarios, por más esfuerzos que hagan, ni anonadarle ni
envilecerle. Los más templados afectan mirarle como una agradable teoría propia
para seducir a incautos, pero incapaz de uso alguno en los negocios de la vida.
Así procuran paliar en algún modo la contradicción que se nota entre sus luces
y su conducta. Mas si hay, milord, alguna teoría a un tiempo impracticable y
absurda es la que supone el perfecto gobierno de las sociedades políticas en un
rey que sin limitación lo mande todo; que este rey, siendo hombre, pueda, sepa
y quiera ordenarlo todo como conviene al bien de la sociedad, y que esto sea
siempre así, de padre a hijo, de dinastía a dinastía, sin intermisión y por los
siglos de los siglos. Semejante despropósito, tan repugnante a lo que da de sí
la observación de la naturaleza humana como opuesto a lo que enseñan la
historia y el aspecto del mundo, sólo puede ser parto de cabezas delirantes con
el frenesí de la disputa o con la degradación de la lisonja. Al fin las
doctrinas liberales llevan consigo mismas el remedio de los abusos que pueden
introducirse en su aplicación. Al gobierno que tiene por base de su conducta la
equidad y la ley, con ellas se le contiene cuando las desconoce o atropella.
Mas ¿cómo contenerlos excesos de una autoridad suprema que se supone con
derecho de hacer todo cuanto quiere? Mientras más se desboque en el ejercicio
de su poder, más acorde irá con su principio. Impune quae libet faoere, id est regem esse, decían los antiguos: sentencia áspera de
oírse, que después se intentó suavizar convirtiéndola en sistema con la
doctrina mística de obediencia pasiva y de derecho divino. Pero como este
derecho, ya tan bien caracterizado en aquel verso de vuestro poeta:
The rigth divine of
kings to govern wrong,24 |
Es otro insulto a la razón humana, se ha
tenido que buscar una nueva abstracción que sirva de bandera al poder
arbitrario, y se ha inventado el principio de la legitimidad, que parece suena
otra cosa, y significa rigurosamente lo mismo. Véase, si no, la aplicación que
de él se ha hecho a los negocios públicos de España, y se deduce bien claro que
nada obliga a los reyes de lo que ofrecen o pactan con sus súbditos, y lo que
es todavía más duro, se niega a los pueblos el derecho indisputable que tienen
a que los gobiernen bien.
Tal es el
principio: veamos las consecuencias. Una vez que sólo son válidas las
instituciones que los monarcas den de su libre y espontánea voluntad, cuando
ellos absolutamente no quieran o no acierten a gobernar bien, ¿cuál es el
arbitrio que queda a los pueblos para remediar este mal y mirar por su
felicidad y su conservación? La insurrección es un crimen, las representaciones
ofenden, las mediaciones se niegan o no sirven; si se hace un arreglo político,
o llámese constitución, no obliga aunque se jure. No les queda ciertamente otro
arbitrio que el que toman los turcos con sus sultanes. Destronarlos,
degollarlos, y buscar en su sucesor el arbitrio que el anterior les negaba. Yo
dudo que contente a los príncipes esta consecuencia precisa del axioma de la
legitimidad, a menos que el instinto irresistible que tienen por mandar
despóticamente les haga preferir el peligro de ser asesinados en sediciones y
en tumultos, al desabrimiento de ser contenidos por leyes conservadoras.
Más dejemos,
milord, estos delirios atroces, a que conducen esas doctrinas repugnantes, y
volvamos a nosotros. La España, sin colonias, sin marina, sin comercio, sin
influjo, debiera ser indiferente a la Europa, y prescindirse ya de ella en las
combinaciones políticas de los gabinetes, como se prescinde de las regencias
berberiscas o del imperio de Marruecos. ¡Pluguiese al cielo que se realizase lo
que tantas veces se ha dicho por escarnio, y que el África empezase en los Pirineos!
Seríamos sin duda rudos, groseros, bárbaros, feroces; pero tendríamos como
nación una voluntad propia así en el bien como en el mal; pero no nos veríamos
conducidos por nuestras alianzas y conexiones al envilecimiento, a la
servidumbre y a la miseria. Yo bien sé, milord, que esta voluntad y esta
independencia no se mantienen y aseguran sino con el apoyo de la fuerza; pero
no valía la pena de contarse en el número de las naciones de Europa si ha de
ser la fuerza al fin la que haga la ley y constituya el derecho público entre
gentes que se llaman civilizadas. No sucede otra cosa entre salvajes.
Lo peor es que ni
aun este deseo, exhalado menos por la reflexión que por la ira, puede verse
satisfecho entre nosotros. La causa del rey de España está enlazada con la de
los demás reyes de Europa, y la de nuestros liberales con la de todos los
liberales del mundo. Por manera que esta triste nación, sin que puedan
protegerla ni su nulidad propia ni el olvido ajeno, tiene que estar siendo
mucho tiempo todavía objeto y medio de esperanzas y agitación a los unos, y
pretexto a los otros de iniquidades y violencias.
Bien será, milord,
que terminemos aquí esta discusión melancólica y prolija. Un filósofo nos diría
tal vez que es preciso subir más alto para mirar estos acontecimientos desde su
verdadero punto de vista, y prescindiendo de mezquinos intereses y de opiniones
locales y momentáneas, no ver en todo esto más que las formas de una vicisitud
necesaria y común en las cosas humanas. La España de Carlos V hace ya mucho
tiempo que acabó; la de Fernando VI y Carlos III también es imposible que
subsista; y estas oscilaciones de esclava a libre y de libre a esclava, estas
revueltas, esta agitación no son otra cosa que las agonías y convulsiones de un
estado que fenece. No hay en él fuerza bastante para que el partido que venza,
cualquiera que sea, pueda conservarse por sí mismo. Superfluo sería buscar en
este cuerpo moral ningún resorte de acción, ningún elemento de vida. Por
consiguiente, está muerto. ¿Qué vendrá a ser en adelante? ¿Cuál será la forma
en que debe organizarse de nuevo para existir en lo futuro? Yo lo ignoro,
milord, y dudo mucho que en la actualidad ningún profeta político, por mucha
que sea su confianza, se atreva a pronosticarlo.
Fin
de las obras de don Manuel José Quintana
https://www.cervantesvirtual.com/portales/trienio_liberal/obra-visor/obras-politicas--0/html/fee5a394-82b1-11df-acc7-002185ce6064.html
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