viernes, 25 de agosto de 2023

 

Presentación

 

«Miguel Hernández es un poeta que exigía y sigue exigiendo la mirada limpia del lector»

Siempre hay un tiempo para volver.

Los poetas pasan por el mundo, sobre el mundo, con el mundo… y dejan su palabra, su testimonio o su trozo de carne escrita para que alguien la curta, la devore o la acaricie. Al poco de morir como todo mortal, sufren homenajes pero también ofensivos desdenes. A veces caen en un transitorio descrédito, los devora el silencio o se ven desterrados, incomprensiblemente, a los reinos del olvido. Mucho de todo esto acaeció y ha venido sucediendo con Miguel Hernández desde su muerte en la cárcel de Alicante aquel 28 de marzo de 1942, tanto que hoy, en las proximidades de su centenario, se puede afirmar que todavía no ha encontrado el lugar que le corresponde en la Historia de nuestra literatura. Y el motivo esencial es el exceso de prejuicios que aún envuelve al lector y al crítico a la hora de valorar a un autor como él, vapuleado por las circunstancias y por intereses de origen diverso, rodeado de mitos y miserias, de simplezas y tópicos.


Miguel Hernández, posando junto a su maestro y compañeros –arriba al centro-.



Dibujos de Miguel



Miguel Hernández en Orihuela, en abril de 1936.

Pero, en verdad, ¿quién fue Miguel Hernández? Para aquéllos que poco conocen de su vida y de su obra convendría saber ciertas cuestiones esenciales. Su nacimiento, por ejemplo, en 1910, en la alicantina población de Orihuela, tiene en él una importancia que rebasa la anécdota geográfica. Sin duda, su origen rural y la exuberante naturaleza de la Vega oriolana marcarán su formación literaria y su estilo poético. El poderoso ambiente religioso de su ciudad natal cobrará asimismo un papel determinante en su primera etapa, generando una obra de fuerte catolicismo que debe mucho a la influencia de Ramón Sijé, compañero de Hernández a quien éste inmortalizó con una bellísima elegía. Tras un periodo bucólico y provinciano, su primer libro (Perito en lunas, 1933) responde al gusto por una poesía de acento culterano y hermético. El auto sacramental Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras (1934) comienza a proyectarlo a las altas esferas literarias, pero será con los poemas de El rayo que no cesa (1936), conjunto de sonetos amorosos, cuando alcance el reconocimiento de sus coetáneos. Su traslado a Madrid en momentos de gran efervescencia social y política, así como su amistad con Neruda y Vicente Aleixandre, producirán en él un gran cambio ideológico y estético que desembocará, cuando las circunstancias lo exijan, en un firme compromiso político y literario y en una activa participación en la Guerra Civil (1936-1939) a través de misiones culturales que se materializan en dos libros: Viento del pueblo (1937) y El hombre acecha (1939), muy difundidos en el frente. Su producción dramática, compuesta de obras como El torero más valienteLos hijos de la piedra o El labrador de más aire, culmina en los años de contienda civil con el volumen Teatro en la guerra, que integra tres piezas breves. Al acabar el conflicto bélico es encarcelado, juzgado y condenado finalmente a 30 años de prisión, aunque muere de tuberculosis en el reformatorio de Alicante en 1942, dejando un libro póstumo, Cancionero y romancero de ausencias, en el que se advierte una simplificación del lenguaje y un regreso a la canción popular y a la poesía esencial e íntima.

Podríamos decir que Miguel Hernández es un poeta que exigía y sigue exigiendo la mirada limpia del lector y el laborioso esfuerzo de quienes tratan de devolverle la dimensión artística y humana que siempre tuvo: un ser inteligentemente apasionado que vivió y amó hasta el límite de sus posibilidades y que dejó un testimonio íntimo y literario difícilmente pagable tras su paso por el mundo y por un momento esencial y cenagoso de nuestra propia Historia.

Siempre hay un tiempo para volver, incluso a poetas como Miguel Hernández, porque, en cierto modo, volver a sus versos, a su obra y a su vida es regresar un poco a nosotros mismos, al lugar exacto de nuestra conciencia y nuestra memoria.


Miguel Hernández evocando a Ramón Sijé durante la inauguración de la plaza que llevaba su nombre en Orihuela. Abril de 1936.

Cronología 1910 - 1942

1910

Miguel Hernández Gilabert nació en Orihuela (Alicante) el 30 de octubre de 1910 en el seno de una familia de origen campesino. El padre del poeta, Miguel Hernández Sánchez, se dedicaba a la crianza y pastoreo de ganado. Su madre, Concepción Gilabert Giner, era ama de casa. Debido a la mala situación económica de la familia, Miguel tuvo que pasar buena parte de su infancia y adolescencia pastoreando el ganado de su padre.

1919 - 1925


Miguel Hernández con sus hermanos, Vicente, Elvira y Encarnación.

A los nueve años, Miguel Hernández inicia su formación escolar en las Escuelas del Ave María. En el curso 1924-1925, entra en el colegio Santo Domingo donde también estudiaba Ramón Sijé.

En marzo de 1925 tiene que abandonar los estudios debido a la crisis económica por la que atravesaba su familia. Aun así, Miguel sigue estudiando por su cuenta durante las largas horas de pastoreo que pasaba en la sierra alicantina. Aconsejado en sus lecturas por Sijé, Miguel Hernández descubre en esos años a los escritores clásicos españoles, así como a los griegos y latinos. En Orihuela frecuenta la tertulia literaria que se celebraba en la panadería propiedad del padre de los hermanos Fenoll y a la que también asistía Ramón Sijé.

1930

Publica sus primeros versos en el periódico El Día de Alicante y en El Pueblo de Orihuela.

1931 - 1932

El 30 de noviembre, Miguel Hernández realiza su primer viaje a Madrid.

En enero de 1932 aparece un artículo de Ernesto Giménez Caballero sobre Miguel Hernández en La Gaceta Literaria y, en febrero, una entrevista hecha al poeta oriolano por Francisco Martínez Corbalán en Estampa.

Conoce a Carmen Conde y a Raimundo de los Reyes, a través del cual conocerá a Federico García Lorca.

De vuelta en su ciudad natal, participa en el homenaje a Gabriel Miró organizado, entre otros, por Ramón Sijé.


Miguel Hernández en la revista Estampa, Madrid 22 de febrero de 1932.

1933

Se publica en Murcia su primer libro, Perito en lunas.

1934

En marzo, viaja nuevamente a Madrid.

Aparece el primer número de la revista El Gallo Crisis, dirigida por Sijé. Miguel Hernández publica en ese número dos poemas: «Eclipse celestial» y «Profecía sobre el campesino».

José Bergamín publica en la revista Cruz y Raya el auto sacramental Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras.

Comienza a escribir El silbo vulnerado e Imagen de tu huella, versiones previas de El rayo que no cesa, así como el drama Los hijos de la piedra, sobre la revolución de los mineros asturianos.

A finales de julio conoce a Pablo Neruda, que será uno de sus mejores mentores en los círculos literarios madrileños.

Regresa a Orihuela y, en septiembre, formaliza su noviazgo con Josefina Manresa, con la que se casaría años más tarde.

En noviembre, después de comenzar a escribir el drama El torero más valiente, vuelve a Madrid.

1935

Animado por Pablo Neruda, se instala en Madrid en febrero de 1935.

Entre los meses de febrero y mayo colabora con las Misiones Pedagógicas y con ellas viaja por Castilla la Vieja, La Mancha y Andalucía.

Conoce a José María de Cossío, para el que trabajará como asistente en la redacción de la monumental enciclopedia Los toros, recopilando datos y escribiendo la biografía de varios toreros.

En abril conoce a Vicente Aleixandre con el que mantendrá una amistad entrañable.

Mantiene una breve relación sentimental con la pintora Maruja Mallo, destinataria de varios de los poemas incluidos en El rayo que no cesa.

Termina de escribir Los hijos de la piedra.

En octubre publica el poema «Vecino de la muerte» en la revista dirigida por Neruda, Caballo Verde para la Poesía.

El 24 de diciembre fallece Ramón Sijé en Orihuela, en recuerdo del cual escribe su famosa «Elegía», que se publicará en Revista de Occidente.



Miguel Hernández en Cartagena, en 1935.

1936

En enero aparece El rayo que no cesa, libro que marca la madurez poética de Miguel Hernández y en el que incluye la «Elegía a Ramón Sijé».

Escribe El labrador de más aire.

Se publican dos nuevos poemas suyos en la Revista de Occidente, «Égloga a Garcilaso» y «Sino sangriento».

Cuando estalla la guerra civil, ingresa como miliciano voluntario en el Ejército Popular de la República. Integrado en el batallón de El Campesino, participa en la defensa de Madrid y es nombrado comisario de Cultura.

1937

Concluida su misión en la campaña de Madrid, se traslada a Jaén a principios de marzo. Allí colabora en la revista Frente Sur, órgano divulgativo del Altavoz del Frente, escribiendo para su publicación en esa revista numerosos artículos y poemas.

El 9 de marzo regresa a Orihuela para casarse con Josefina Manresa.


Miguel Hernández con Josefina Manresa en Jaén, en marzo de 1937.

En el mes de julio, participa en el II Congreso Internacional de Intelectuales en Defensa de la Cultura, celebrado en Valencia y en Madrid.

Realiza un viaje a la URSS, como parte de una delegación española enviada por el Ministerio de Instrucción Pública, para asistir al V Festival de Teatro Soviético.

Publica los libros Viento del PuebloEl labrador de más aire y Teatro en la guerra, este último compuesto por cuatro piezas en prosa en cuyo prólogo Hernández traza las líneas esenciales del teatro republicano.

Escribe el drama Pastor de la muerte.

En diciembre nace su primer hijo, Manuel Ramón.

1938

El 19 de octubre fallece su hijo, cuya muerte impregnará de un tono elegíaco muchos de sus futuros poemas.

Inicia la escritura del Cancionero y romancero de ausencias.

1939


Miguel Hernández en la cárcel, en 1939.

Nace su segundo hijo, Manuel Miguel.

Se imprime en Valencia, en la Tipografía Moderna, El hombre acecha, libro que queda sin encuadernar por la entrada de las tropas nacionales en la ciudad.

El 1 de abril Franco declara concluida la guerra.

El 29 de mayo, Miguel Hernández cruza a Portugal por un paso clandestino pero es detenido por la policía portuguesa en Rosal de la Frontera y entregado a las autoridades españolas.

Tras su paso por las prisiones de Huelva y de Sevilla, es trasladado a la prisión de Torrijos, en Madrid, donde compone las famosas «Nanas de la cebolla».

El 17 de septiembre es puesto en libertad y regresa a Orihuela, donde se le vuelve a detener el 29 de ese mes.

Es trasladado nuevamente a Madrid, a la prisión de la plaza del Conde de Toreno.

1940

Tras un juicio sumarísimo celebrado a mediados de enero, es condenado a la pena de muerte. El 9 de julio se le conmuta la pena de muerte por 30 años de prisión.


Documento en el que se le conmuta a Miguel Hernández la pena de muerte por la de 30 años de prisión, el 25 de junio de 1940.

En septiembre es trasladado a la prisión provincial de Palencia y, más tarde, al penal de Ocaña.

1941

Su última etapa carcelaria será en el Reformatorio de Adultos de Alicante. Allí enferma de tifus, que degenera en tuberculosis.

1942

Muere en Alicante el 28 de marzo a consecuencia de la enfermedad contraída. Será enterrado al día siguiente en el Cementerio de Nuestra Señora del Remedio de esa ciudad.


Certificado de defunción de Miguel Hernández, el 28 de marzo de 1942.

Bibliografía


Primeras ediciones (publicadas en vida del poeta)

1.   Perito en lunas, La Verdad, Murcia, 1933.

2.  Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras, Cruz y Raya, Madrid, 1934.

3.  El torero más valiente (sólo se publican dos escenas), El Gallo Crisis, Orihuela, 1934.

4.  El rayo que no cesa, Héroe, Madrid, 1936.

1.   Viento del pueblo: poesía en la guerra, Socorro Rojo, Valencia, 1937.

2.  El labrador de más aire, Nuestro Pueblo, Valencia, 1937.

3.  Teatro en la guerra: La cola. El hombrecito. El refugiado. Los sentados, Nuestro Pueblo, Valencia, 1937.

4.  El hombre acecha (impreso pero no encuadernado), Subsecretaría de Propaganda, Valencia, 1939.

Otras ediciones de la obra de Miguel Hernández

1.   Antología (selección y prólogo de María de Gracia Ifach), Losada, Buenos Aires, 1973.

2.  Antología (edición de Jesús García Sánchez), Visor, Madrid, 2005.

3.  Antología poética (con cuadros cronológicos; introducción de Antonio A. Gómez Yebra), Castalia, Madrid, 1998.

4.  Antología poética (edición de José Luis Ferris), Espasa Calpe, Madrid, 2007.

5.  Cancionero y romancero de ausencias (1938-1941), 1.ª edición, Lautaro, Buenos Aires, 1958.

6.  El hombre acecha (estudio previo y notas de Leopoldo de Luis y Jorge Urrutia), Institución Cultural de Cantabria, Diputación Provincial, Santander, 1981.

7.  El rayo que no cesa y otros poemas (1934-1936) (Miguel de tierra y Raíz, por Rafael Alberti), Buenos Aires, 1942.

8. El rayo que no cesa, Espasa Calpe Argentina, Buenos Aires, 1949.

9.  El rayo que no cesa (ed. de José María Balcells), SIAL, Madrid, 2002.

10.                    El rayo que no cesa (ed. de Juan Cano Ballesta), Espasa Calpe, Madrid, 2007.

11.                      El torero más valiente; La tragedia de Calisto; Otras prosas (edición e introducción de Agustín Sánchez Vidal), Alianza Editorial, Madrid, 1986.

12.                     Imagen de tu huella; El silbo vulnerado; El rayo que no cesa; Otros poemas; Viento del pueblo (ed. de José María Balcells), Océano, Barcelona, 1998.

13.                     Los hijos de la piedra, 1.ª edición, Quetzal, Buenos Aires, 1959.

14.                     Miguel Hernández (ed. de María de Gracia Ifach), Taurus, Madrid, 1989.

15.                     Miguel Hernández para niños y niñas – y otros seres curiosos (ilustraciones de Dinah Salama), Ediciones de la Torre, Madrid, 2008.

16.                     Obra completa (edición crítica de Agustín Sánchez Vidal y José Carlos Rovira, con la colaboración de Carmen Alemany), Espasa Calpe, Madrid, 1992.

17.                     Obra escogida (prólogo de Arturo del Hoyo), Aguilar, Madrid, 1952.

18.                    Obra poética completa (introducción, estudios y notas de Leopoldo de Luis y Jorge de Urrutia), Alianza Editorial, Madrid, 1982.

19.                     Obras: poesía, prosa y teatro (edición ordenada por Elvio Romero y prólogo de María de Gracia Ifach), Losada, Buenos Aires, 1997.

20.                   Obras completas (edición ordenada por Elvio Romero y cuidada por Andrés Ramón Vázquez; prólogo de María de Gracia Ifach) (1.ª edición de Pastor de la muerte), Losada, Buenos Aires, 1960.

21.                     Poemas de adolescencia; Perito en lunas; Otros poemas, Losada, Buenos Aires, 1963.

22.                    Poemas de amor: antología (estudio previo, selección y notas de Leopoldo de Luis), Alianza Editorial, Madrid, 2000.

23.                    Poemas de amor y de guerra, El País, Madrid, 2003.

24.                    Poemas sociales de guerra y muerte (introducción, selección y notas de Leopoldo de Luis), Alianza Editorial, Madrid, 2001.

25.                    Poesías completas (edición, introducción y notas de Agustín Sánchez Vidal), Aguilar, Madrid, 1979.

26.                    Poesías completas: 1937-1941, RBA, Barcelona, 2002.

27.                    Poesía y prosa de guerra y otros textos olvidados (recogidos por Juan Cano Ballesta y Robert Marrast), Peralta, Pamplona, 1977.

28.                   Prosas líricas y aforismos (ed. preparada por María de Gracia Ifach; dibujos de José Caballero), Ediciones de la Torre, Madrid, 1986.

 1.   Seis poemas inéditos y nueve más, Gráficas Gutenberg, Alicante, 1951.

2.  Sino sangriento y otros poemas de Miguel Hernández, La Habana, 1939.

3.  Teatro, Arte y Literatura, La Habana, 1976.

4.  Teatro completo (liminar, prólogo y notas introductorias de Vicente Pastor Ibáñez, Manuel Rodríguez Macia y José Oliva), Ayuso, Madrid, 1978.

5.  Viento del pueblo: poesía en la guerra (prólogo de Elvio Romero), Lautaro, Buenos Aires, 1956.

6.  Viento del pueblo: poesía en la guerra (edición de Juan Cano Ballesta), Cátedra, Madrid, 1989.

7.  Viento del pueblo, Lumen, Barcelona, 2000.

8. Viento del pueblo, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Córdoba, Diputación de Córdoba, Córdoba, 2008.

Bibliografía sobre Miguel Hernández

1.   Balcells, José María, Miguel Hernández, corazón desmesurado, Dirosa, Barcelona, 1975.

2.  Balcells, José María, Miguel Hernández, Teide, Barcelona, 1990.

3.  Cano Ballesta, Juan, La poesía de Miguel Hernández, Gredos, Madrid, 1962.

4.  Couffon, Claudio, Orihuela y Miguel Hernández, Losada, Buenos Aires, 1967.

5.  Ferris, José Luis, Miguel Hernández. Pasiones, cárcel y muerte de un poeta, Temas de Hoy, Madrid, 2002.

6.  Guerrero Zamora, Juan, Miguel Hernández, poeta (1910-1942), Colección El Grifón, vol. XXX, Madrid, 1955.

7.  Guerrero Zamora, Juan, Proceso a Miguel Hernández. El sumario 21.001, Dossat, Madrid, 1990.

8. Ifach, María de Gracia, Miguel Hernández, rayo que no cesa, Plaza & Janés, Barcelona, 1975.

9.  Miguel Hernández (edición de María de Gracia Ifach), Taurus, Madrid, 1975.

10.                    Ifach, María de Gracia, Vida de Miguel Hernández, Plaza & Janés, Barcelona, 1982.

11.                      Luis, Leopoldo de, Claves de Miguel Hernández, Bancaixa, Valencia, 1993.

12.                     Luis, Leopoldo de Luis, Aproximaciones a la obra de Miguel Hernández, Libertarias-Prodhufi, Madrid, 1994.

13.                     Manresa, Josefina, Recuerdos de la viuda de Miguel Hernández, Edición de la Torre, Madrid, 1980.

14.                     Martínez Marín, Francisco, Yo, Miguel. Biografía y testimonios de Miguel Hernández, Félix, Orihuela, 1972.

15.                     Molina, Manuel, Amistad con Miguel Hernández, Silbo, Alicante, 1971.

16.                     Puccini, Darío, Miguel Hernández. Vida y poesía, Losada, Buenos Aires, 1970.

17.                     Ramos, Vicente, Miguel Hernández, Gredos, Madrid, 1973.

18.                    Ramos, Vicente y Molina, Manuel, Miguel Hernández en Alicante, Colección Ijach, Alicante, 1976.

19.                     Riquelme-Pomares, Jesucristo, El teatro de Miguel Hernández: (las tragedias de patrono entre el drama alegórico y las piezas bélicas), Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, Alicante, 1990.

20.                   Romero, Elvio, Miguel Hernández. Destino y poesía, Losada, Buenos Aires, 1958.

21.                     Zardoya, Concha, Miguel Hernández (1910-1942): vida y obra, bibliografía, antología, Hispanic Institute, Nueva York, 1955.

Páginas sobre Miguel Hernández en Internet

1.   Fundación Cultural Miguel Hernándezhttp://www.miguelhernandezvirtual.com/xml/

2.  Asociación Amigos de Miguel Hernándezhttp://www.amigosmiguelhernandez.org/

3.  Una biblioteca, un autor: Miguel Hernández (Instituto Cervantes) http://www.cervantes.es/bibliotecas_documentacion_espanol/
biografias/manila_miguel_hernandez.htm

 

Miguel Hernández. La sombra vencida

Por Andrés Ibáñez

Se dice (no sé si es una leyenda) que cuando murió Miguel Hernández, resultaba imposible cerrarle los ojos. Son esos mismos ojos grandes, brillantes como esferas de vidrio, que hemos visto representados en tantos retratos. En uno de sus últimos poemas, escrito en la cárcel y no recogido en ningún libro, escribe: «Yo que creí que la luz era mía / precipitado en la sombra me veo». Pero el poema (y con él, la Obra poética completa del poeta) termina con estos versos: «Pero hay un rayo de sol en la lucha / que siempre deja la sombra vencida».




https://www.orihuelaturistica.es/orihuela/web_php/index.php?contenido=fichaPoi&idPoi=15&idNivel=4086&mode=folder&order=asc

 



Casa de Miguel Hernández, Orihuela





La salita con la mesilla

El propio Miguel Hernández se describió a sí mismo a menudo como «cabrero poeta» (en un artículo publicado en la revista Destellos, editada por el gran amigo Ramón Sijé) o bien como «poeta pastor» o incluso «pastor poeta» («este pastor un poquito poeta», le escribe en una carta a Juan Ramón Jiménez). El padre de Miguel era cabrero, y el propio poeta fue iniciado en el oficio de pastor por su hermano Vicente cuando era un niño. Las montañas comenzaban justo detrás de la casita en la que nació Miguel en Orihuela, secas y desabridas laderas de ese paisaje levantino que tanto se parece al de Tierra Santa. Más tarde, la familia se traslada a otra casa en la Calle de Arriba, una vivienda amplia y cómoda con un jardín trasero en la que había un corral y algunos frutales.

Miguel Hernández estudió durante bastante más tiempo del que sería esperable en un muchacho tan modesto. En el colegio de jesuitas de Santo Domingo llegó a alcanzar los grados de «príncipe», «edil» y «emperador», títulos con los que los jesuitas distinguen a los buenos alumnos. Y enseguida comenzó a leer, primero en la biblioteca del canónigo Almarcha, que le introduce en los clásicos españoles y los grecolatinos traducidos, y luego bajo el influjo de Ramón Sijé, su gran amigo, un estudiante de derecho de orientación conservadora y católica que tenía grandes inquietudes literarias. Sus sucesivos viajes a Madrid, hasta el tercero, que es el definitivo, suponen un gran salto hacia adelante y una ruptura con el mundo provinciano y limitado de Orihuela. Sobre todo por influencia de Pablo Neruda, las ideas religiosas y políticas de Miguel Hernández comienzan a cambiar. El poema «Sonreídme», escrito en el período que va entre El rayo que no cesa y Viento del pueblo, uno de los pocos que escribiera sin rima, y que por esa razón tiene un tono más libre y moderno del que solemos asociar con su arte, es un buen indicador de esta crisis: «Vengo muy satisfecho de librarme / de la serpiente de las múltiples cúpulas / la serpiente escamada de casullas y cálices». Ramón Sijé le visita en Madrid y ambos amigos discuten de política, de poesía, de religión. Se sienten un poco distanciados, pero a los pocos meses el amigo muere, y Miguel se siente devastado. Escribe entonces la «Elegía a Ramón Sijé» que se ha hecho tan famosa y que entusiasmó al propio Juan Ramón Jiménez. El poema, hermoso y algo superficial, contiene un pequeño misterio: porque la elegía por la muerte del amigo parece, en realidad, una declaración de amor de encendida sensualidad.



Manuscrito de la «Elegía a Ramón Sijé».

Hay siempre algo seráfico alrededor de Miguel Hernández. Tenía un rostro de niño ingenuo, marcado de cicatrices por una explosión de carburo que sufrió en la infancia. En seguida se hizo amigo de los poetas de la generación del 27, pero en Madrid no todo fueron aladas almas de rosas de almendro. García Lorca no sentía simpatía por él e intentaba evitarle, y es conocida la anécdota de Miguel llamándole «hijo de puta» a Alberti y recibiendo un bofetón de María Teresa León.

Fascina lo rápido que suceden las cosas en la vida literaria de Miguel Hernández. Perito en lunas, un experimento en octavas gongorinas, es de 1933. Su obra mayor, El rayo que no cesa, poemario de amor y de angustia, del 36. Ese mismo año comienza la guerra, y Miguel salta a una poesía de tipo social y político. Viento del pueblo (1937) es el libro optimista de la guerra, y del viaje a la Unión Soviética. El hombre acecha (1937-39) es el libro pesimista de la guerra. Los dos libros son desiguales, aunque contienen poemas de agonizante intensidad. Viento del pueblo se convertiría en el modelo de la poesía social de la posguerra, y se abre con unos versos célebres donde cada palabra vibra como un terremoto y trae una imagen inolvidable: «Atraviesa la muerte con herrumbrosas lanzas / y en traje de cañón, las parameras / donde cultiva el hombre raíces y esperanzas, / y llueve sal y esparce calaveras». Todo Miguel Hernández está aquí: la maravillosa perfección formal, el uso implacable del ritmo y de la rima, la asombrosa imaginación verbal, el tono a un tiempo moderno, casi surrealista, pero con una resonancia clásica, la lentitud poderosa en que la lengua se demora, como embrujada, para decir una por una la sucesión de palabras que son todas esenciales.



Miguel Hernández en Jaén, en la primavera de 1937.

 

 

El Cancionero y romancero de ausencias (1938-1941) es un nuevo experimento donde Miguel explora los metros breves y la asonancia, en unos poemas que a menudo resultan intemporales y que suenan tanto a la «poesía desnuda» de cierta vanguardia como a la lírica popular del siglo xv. Este libro contiene las célebres «Nanas de la cebolla» pero también poesía infantil («El pez más viejo del río») y una curiosa reflexión, el poema 72 que comienza «El mundo es como aparece / ante mis cinco sentidos», donde el poeta parece buscar un nuevo camino hacia una lírica filosófica. Pero a Miguel Hernández ya no le queda tiempo. Tras la intercesión de varios intelectuales, Franco le conmuta la pena capital por la de treinta años. Antiguos amigos intentan ayudarle: José María de Cossío, Dionisio Ridruejo y otros falangistas le piden que reniegue de su pasado político para poder así aliviar su situación o incluso librarle de la cárcel. Pero Miguel se niega a abandonar «sus ideales». Su esposa se enfada con él y le dice que por su obstinación su hijo y ella están prácticamente en la miseria. Miguel Hernández Gilabert y Josefina Manresa celebran ahora el matrimonio religioso para que las autoridades permitan las visitas de Josefina. Poco después, Miguel muere.

 

El rayo que no cesa está dedicado «A ti sola en cumplimiento de una promesa que habrás olvidado como si fuera tuya». La misteriosa destinataria que se esconde tras estas palabras son, probablemente, tres mujeres. Una de ellas sería María Cegarra, poetisa que tuvo además el honor de ser la primera mujer perito químico en España. Miguel la conoció en el año 32, un año antes que a Josefina, en un homenaje a Gabriel Miró y le escribió varias cartas de amor, un sentimiento al que ella no correspondía. Es posible que el soneto «Yo sé que ver y oír a un triste enfada» esté dedicado a ella. Más corpóreo resultó su encuentro con la pintora surrealista gallega Maruja Mallo, en un momento en que su relación con Josefina estaba estancada. En esta pasión turbulenta y desquiciante encontramos la clave de uno de los poemas más complejos y extraños de Miguel Hernández, «Me llamo barro aunque Miguel me llame». «Me llamo barro» es el poema de la humillación sexual a los pies de una mujer dominante, una mujer a quien el poeta «idolatra» y que le «injuria» y le pisotea (los pies de la mujer, sus zapatos, el suelo, el barro, el polvo, son los temas obsesivos del poema) y que se comporta, en fin, como una «liebre libre y loca», un animal que tradicionalmente representa la lubricidad.



Miguel Hernández con Josefina en Jaén, en marzo de 1937.

Muchos otros de los sonetos van dirigidos, claro está, a la que sin duda es la mujer que se esconde en la dedicatoria, la esposa Josefina Manresa, que sería el gran amor de Miguel Hernández. Por ejemplo «Me tiraste un limón, y tan amargo», que rememora una anécdota real, cuando Josefina le tira un limón a la cara y le hace una herida. Todos los sonetos de este libro son magistrales, y resisten cómodamente la comparación con los más grandes sonetistas del idioma, Góngora, Quevedo y Lope.

Más allá de su sino trágico, de su condición de símbolo de la represión franquista y del mito moderno del «poeta del pueblo», la poesía de Miguel Hernández resplandece como una de las grandes aventuras de las palabras, de la emoción y de las imágenes de la literatura española. En su poesía se unen la experiencia trágica y directa de la muerte y de la cárcel con una visión exaltada de la naturaleza y del amor, en una combinación única de rusticidad campesina y exaltación casi mística de la carne y de la vida. Miguel Hernández es, junto con Rubén Darío, uno de los grandes maestros de la forma poética de la lengua española, de la estrofa, del ritmo, de la rima. Sólo en Rubén Darío encontramos un virtuosismo similar en el arte de colocar las palabras en una estrofa y las sílabas en un alejandrino, de buscar rimas sorprendentes y vibrantes y de construir artefactos tan perfectos en el lenguaje que una vez escuchados no es posible olvidarlos.

 

Miguel Hernández en guerra

Por Ian Gibson

«No quiere ser un intelectual de retaguardia, dar recitales y arengas en el frente y volver por la noche a casa. Quiere luchar, con el fusil y con la pluma, al lado de su pueblo»

La valentía, la hombría de bien y el ejemplo moral de Miguel Hernández durante la guerra, y luego en las infectas cárceles franquistas, adquieren con el paso de los años categoría de auténtica heroicidad.


Miguel Hernández con sus compañeros milicianos republicanos

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Recordemos que el acercamiento del poeta al comunismo se había producido en 1935, cuando tenía veinticinco años, bajo la influencia de Rafael Alberti, María Teresa León, el argentino Raúl González Tuñón, Pablo Neruda y la amante de éste, Delia del Carril. Supuso para su vida y para su obra un cambio de dirección decisivo.

El 23 de septiembre de 1936 Hernández se alista en el Quinto Regimiento. No quiere ser un intelectual de retaguardia, dar recitales y arengas en el frente y volver por la noche a casa. Quiere luchar, con el fusil y con la pluma, al lado de su pueblo. Será fiel al compromiso a lo largo de toda la guerra, primero defendiendo a Madrid, luego combatiendo en otros escenarios de la contienda. A aquel Hernández habría que considerarlo sobre todo agitador y animador. Así lo demuestran sus prosas de urgencia, dirigidas a sus compañeros en armas. En ellas su compromiso político quedaba explícito. En «Para ganar la guerra», por ejemplo, donde pide castigo para los que, «faltos de austeridad, pretenden establecer una nueva burguesía, viciar y deshonrar con preferencias y halagos la moral de sencillez y hombría que impone el comunismo». A veces firma con seudónimo, para no herir la sensibilidad de los suyos. Es el caso de «Compañeras de nuestros días», donde evoca los sufrimientos de su humilde madre campesina, víctima toda la vida «del régimen esclavizador de la criatura femenina».


Miguel Hernández arengando a las tropas en el frente sur, en marzo de 1937.

En 1937 asiste en Valencia al II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura. Allí saluda con emoción a un Antonio Machado ya muy envejecido y conoce a Nicolás Guillén, que le evocó así unos meses después: «La voz cortante y recia; la piel tostada por el férreo sol levantino. Todo ello sepultado en unos pantalones de pana ya muy trabajada y unas esparteñas de flamante soga […] Este cantor de las trincheras, este hombre salido de la más profunda entraña popular, produce, en efecto, una impresión enérgica y simple».

Aquel septiembre estuvo invitado en Moscú. Cuando volvió a España sus amigos notaron que algo había cambiado. Y es que lo visto y oído en Rusia le había hecho reflexionar críticamente sobre la realidad del sistema soviético, al margen de idealismos y buenas intenciones. Parece que ya intuía que el estalinismo tenía un lado oscuro.

Por estas fechas está en la calle —y en las trincheras— Viento del pueblo. Poesía en la guerra, testimonio irrefutable de su compromiso político.

Cuando llegan los últimos meses de la guerra se está imprimiendo en Valencia un nuevo poemario, El hombre acecha, violenta condena de los vesánicos responsables de la ola de sangre que inunda España, en primer lugar Franco y Queipo de Llano. La edición fue destruida por los nacionales al tomar la ciudad, pero por suerte el original estaba a salvo.

Hernández está en Madrid cuando se produce el golpe de Casado. Algunos amigos le aconsejan que huya del país, para ponerse a resguardo tanto de los anticomunistas como, si triunfan, de los fascistas. Pero la única e ingenua preocupación del poeta es volver al lado de su mujer y su hijo, allí en Alicante. Y así lo hace.


Miguel Hernández hablando en la emisora del 5 Regimiento, el 4 de diciembre de 1936

 

El resto se puede contar en pocas palabras. La huida a Portugal, donde, detenido por la policía, es devuelto en la frontera, donde le muelen a palos. La conmuta de la pena de muerte por la de treinta años (Franco no quería otro Lorca). Los terribles tres años en distintas cárceles, sin una sola visita de su padre. La tuberculosis no tratada que se lo lleva el 28 de marzo de 1942.

Fue uno de los grandes de la lírica española contemporánea. Y un estoico de extraordinaria entereza que, para conseguir su liberación, se negó tercamente a entonar la palinodia. Estamos en vísperas del centenario de su nacimiento. Como poeta y como ser humano es hora ya de honrarle como se merece.


Miguel Hernández con Antonio Aparicio y Juan Arroyo, en Barcelona. Enero del 37.

 

Miguel Hernández

Por Luis Alberto de Cuenca

«El monumental corazón, abierto por igual a exigentes estetas y a desheredados analfabetos, de Miguel»

Se llamaba Soledad, era muy rubia y muy blanca, y se apellidaba Gasset. Vivía en el número 50 de la calle de Goya, en Madrid. La conocí siguiéndola por el parque del Retiro. Seguir a las chicas, a una distancia respetuosa, por el Retiro era un deporte que practicábamos con frecuencia los miembros de mi generación. Era, también, una forma de iniciar el proceso de abordarlas, de la manera más cortés posible, después de la inocente persecución, y de invitarlas a tomar un helado a la calle de Alcalá o un perrito caliente a la calle del General Mola, que había locales especializados en ese tipo de manjares a tiro de piedra del parque, siempre que se saliera por la puerta del Paseo de Coches, que era lo más habitual. Eso hicimos mi amigo Federico y yo con Soledad y con la niña que la acompañaba —de cuyo nombre no logro acordarme—, y acabamos saliéndonos con la nuestra, pues aceptaron muy gustosas la invitación a merendar. En el curso de la merienda, Soledad, que no tendría más de catorce años —yo tendría, a lo sumo, quince—, empezó a hablar de literatura. En seguida pasó a recomendarnos muy vivamente la lectura de Miguel Hernández, cuya producción poética íntegra sólo podía leerse por aquel entonces en las ediciones argentinas de Losada, ya que la censura vigente no simpatizaba con sus poemas más encendidos y beligerantes desde el punto de vista ideológico, y esos poemas eran, por supuesto, los que más ponderaba Soledad.


Miguel Hernández y Josefina Manresa en Cox (Alicante) en 1936.


Miguel Hernández, en la Gran Vía de Madrid, con su hermana Elvira y su sobrina


Qué tiempos aquellos. Una adolescente de catorce años le podía descubrir a un muchachito imberbe de su edad los versos de un poeta de la talla de Miguel Hernández, sin que por ello temblaran las esferas, ni se resquebrajara el firmamento, ni concurrieran esos signos que, según Berceo, aparecerán antes del Juicio Universal. Al día siguiente, me hice con una Antología de Hernández, trenzada y prologada por María de Gracia Ifach, que figuraba en el catálogo de la «Biblioteca Contemporánea» de Losada (Buenos Aires, 1960). Los libros prohibidos lo estaban hasta cierto punto en aquella época, dado que uno podía comprarlos en cualquier parte y sin ningún problema, con tal que no fuesen piezas bibliográficas abiertamente peligrosas para la subsistencia del régimen franquista —y de cualquier persona inteligente, añadiría yo—, como las obras completas de Lenin, los novelones pornográficos del Marqués de Sade o el Libro Rojo de Mao. Cuando me senté en un sillón de la casa paterna con aquel libro de cubiertas grises en las manos, empecé a leerlo como si fuese Soledad, travistiéndome de ella, impregnándome de la colonia que llevaba, viajando por las páginas del tomo con los ojos azules de ella, que me lo había recomendado, con los ojos intensamente azules de aquella jovencita que, con catorce años, abrió los míos a la gloria del pastiche juvenil de Perito en lunas, a la música vigorosa de El rayo que no cesa, al fervor revolucionario de Vientos del pueblo, a la magia desolada de Cancionero y romancero de ausencias, a tantos mundos confluentes en uno solo: el monumental corazón, abierto por igual a exigentes estetas y a desheredados analfabetos, de Miguel.

 

Fui Soledad Gasset leyendo a Miguel Hernández. Y disfruté muchísimo fundiéndome con los dos. A ella no la volví a ver, a pesar de que estuve escudriñando su portal de la calle Goya durante décadas. Pero sí sigo viendo todos los días aquel ejemplar de la Antología hernandiana de Losada en un estante de mi biblioteca, y lo conservo entre algodones, como si se tratase de una edición aldina de Sófocles o de Valerio Máximo, el Amadís impreso por Jorge Coci en Zaragoza o el Epitalamio de Valle de la colección «Flirt». Miro la fecha en que lo compré: 1966. Hoy, cuarenta y tres años después, vencido y desarmado el ejército de mi esperanza, «ya no quiero más luz que tu sombra dorada / donde brotan anillos de una hierba sombría», Soledad.



Monumento a Miguel Hernández en el Parque del Oeste, en Madrid.

Los cantautores

Por Luis Suñén

«Para muchos, Miguel Hernández o Antonio Machado […] son sólo la letra de una canción. Tras ella está, sin embargo, un poema…»


Ramón Sijé por Jesús Alda Tesán, en Orihuela.

Miguel Hernández ha sido uno de los poetas puestos en música por eso que se ha dado en llamar cantautores como suavizando —dice Wikipedia— el significado de lo que se llamaba «canción protesta». Los tales cantautores encontraron un filón en la poesía de épocas diversas con resultados bien distintos y que, a la hora del juicio, suelen verse atemperados por los recuerdos íntimos que provocan en quienes se enfrentan a su análisis. Joan Manuel Serrat ya había musicado, antes de dedicarse a Miguel Hernández, versos de Antonio Machado con diferente suerte aunque una de las mejores canciones de su disco dedicado al autor de Campos de Castilla —«Las moscas»— pertenezca al astro de Alberto Cortez, de mucha peor fama entre los asiduos al género. Hilario Camacho —imprescindible en los recitales de los colegios mayores durante el franquismo— trató muy bien la poesía de Machado en «El agua en tus cabellos», título que le da a «Desgarrada la nube» y canción en la que se ve superado por el texto al sustituir «los mágicos cristales de» por un simple «ya». Pero el resultado es hermoso. Antes que todos, Paco Ibáñez hizo lo propio con clásicos del barroco como don Luis de Góngora y Argote y más modernos como Rafael Alberti o José Agustín Goytisolo —su poema «Palabras para Julia», que alcanzó así una fama inesperada—. A veces la relación entre música y letra fracasa gloriosamente. Por ejemplo en «Mañana de ayer, de hoy», de Jaime Gil de Biedma, cantado por Rosa León, donde la excelente música de Luis Eduardo Aute escande los versos un poco a la pata la llana, como ese «de la noche desnudo» en que los acentos se anulan. El gallego Luis Emilio Batallán cumple con absoluta solvencia a la hora de enfrentarse a la poesía de Celso Emilio Ferreiro y Álvaro Cunqueiro y se atreve nada menos que con Fenollosa. Lo propio hace María Dolores Pradera con un gran poema de Pedro Salinas, «Fe mía» —«No me fío de la rosa de papel…»—, al que pone música muy dignamente Antoni Parera Fons. Dos de los cantantes más socialmente comprometidos —es difícil encontrar una definición adecuada— como Adolfo Cedrán y Luis Pastor muestran los extremos de hasta dónde se ha llegado en el género: el primero con poemas de Jesús López Pacheco —«Canción de la novia del pescador»— y el segundo nada menos que con «Piedra de Sol» de Octavio Paz y en versión no carente de emoción canora.



Retrato de Miguel Hernández por Antonio Buero Vallejo, 1940.

Hoy, por una u otra razón, todo eso se ve como el fruto de una época por la que ha pasado el tiempo y las músicas aparecen, ante quien ha ido más allá, como vicarias de los versos de que se sirven. El entonces adolescente, si verdaderamente ha prosperado como lector, no olvidará el momento evocado por esas canciones pero acudirá sin duda a los versos ya libre de esa andadera que inevitablemente desvirtúa su contenido, lo hace más ligero en el fondo, lo transforma en otra cosa quizá sentimentalmente amable pero inevitablemente distinta. En el arte no basta con las buenas intenciones. El problema es que la música engrandece —Schubert al mismísimo Goethe— pero también trivializa sin piedad —ese «Himno a la alegría» de Miguel Ríos, que sobrevuela, implacable, cualquier escucha de la Novena de Beethoven. Los cantautores intentaron dar fe de lo que vivía por su cuenta y la cosa estaría en saber cuánta gente leyó a Miguel Hernández —ésta es su página— gracias a Serrat. Y ahí las dudas, probablemente, se diluirían en el mar de la ignorancia bienintencionada. Para muchos, Miguel Hernández o Antonio Machado o Jaime Gil de Biedma son sólo la letra de una canción. Tras ella está, sin embargo, un poema que aspira a eso que Paul Éluard llamara «el duro deseo de durar».

 


Cantando, con José Herrera Petere al acordeón, en mayo de 1937.

 

 

EL AMOR ASCENDÍA ENTRE NOSOTROS 

El amor ascendía entre nosotros
como la luna entre las dos palmeras
que nunca se abrazaron.

El íntimo rumor de los dos cuerpos
hacia el arrullo un oleaje trajo,
pero la ronca voz fue atenazada,
fueron pétreos los labios.

El ansia de ceñir movió la carne,
esclareció los huesos inflamados,
pero los brazos al querer tenderse murieron en los brazos.

Pasó el amor, la luna, entre nosotros
y devoró los cuerpos solitarios.
Y somos dos fantasmas que se buscan
y se encuentran lejanos.

 

LLAMO A LA JUVENTUD 

Los quince y los dieciocho,
los dieciocho y los veinte...
Me voy a cumplir los años
al fuego que me requiere,
y si resuena mi hora
antes de los doce meses,
los cumpliré bajo tierra.
Yo trato que de mí queden
una memoria de sol
y un sonido de valiente.

Si cada boca de España,
de su juventud, pusiese
estas palabras, mordiéndolas,
en lo mejor de sus dientes:
si la juventud de España,
de un impulso solo y verde,
alzara su gallardía,
sus músculos extendiese
contra los desenfrenados
que apropiarse España quieren,
sería el mar arrojando
a la arena muda siempre
varios caballos de estiércol
de sus pueblos transparentes,
con un brazo inacabable
de perpetua espuma fuerte.

Si el Cid volviera a clavar
aquellos huesos que aún hieren
el polvo y el pensamiento,
aquel cerro de su frente,
aquel trueno de su alma
y aquella espada indeleble,
sin rival, sobre su sombra
de entrelazados laureles:
al mirar lo que de España
los alemanes pretenden,
los italianos procuran,
los moros, los portugueses,
que han grabado en nuestro cielo
constelaciones crueles
de crímenes empapados
en una sangre inocente,
subiera en su airado potro
y en su cólera celeste
a derribar trimotores
como quien derriba mieses.

Bajo una zarpa de lluvia,
y un racimo de relente,
y un ejército de sol,
campan los cuerpos rebeldes
de los españoles dignos
que al yugo no se someten,
y la claridad los sigue,
y los robles los refieren.
Entre graves camilleros
hay heridos que se mueren
con el rostro rodeado
de tan diáfanos ponientes,
que son auroras sembradas
alrededor de sus sienes.
Parecen plata dormida
y oro en reposo parecen.

Llegaron a las trincheras
y dijeron firmemente:
¡Aquí echaremos raíces
antes que nadie nos eche!
Y la muerte se sintió
orgullosa de tenerles.

Pero en los negros rincones,
en los más negros, se tienden
a llorar por los caídos
madres que les dieron leche,
hermanas que los lavaron,
novias que han sido de nieve
y que se han vuelto de luto
y que se han vuelto de fiebre;
desconcertadas viudas,
desparramadas mujeres,
cartas y fotografías
que los expresan fielmente,
donde los ojos se rompen
de tanto ver y no verles,
de tanta lágrima muda,
de tanta hermosura ausente.


Juventud solar de España:
que pase el tiempo y se quede
con un murmullo de huesos
heroicos en su corriente.
Echa tus huesos al campo,
echar las fuerzas que tienes
a las cordilleras foscas
y al olivo del aceite.
Reluce por los collados,
y apaga la mala gente,
y atrévete con el plomo,
y el hombro y la pierna extienden.

Sangre que no se desborda,
juventud que no se atreve,
ni es sangre, ni es juventud,
ni relucen, ni florecen.
Cuerpos que nacen vencidos,
vencidos y grises mueren:
vienen con la edad de un siglo,
y son viejos cuando vienen.

La juventud siempre empuja
la juventud siempre vence,
y la salvación de España
de su juventud depende.

La muerte junto al fusil,
antes que se nos destierre,
antes que se nos escupa,
antes que se nos afrente
y antes que entre las cenizas
que de nuestro pueblo queden,
arrastrados sin remedio
gritemos amargamente:
¡Ay España de mi vida,
ay España de mi muerte!

 

BESARSE, MUJER 

Besarse, mujer,
al sol, es besarnos
en toda la vida.

Ascienden los labios
eléctricamente
vibrantes los rayos,
con todo el fulgor
de un sol entre cuatro.

Besarse a la luna,
mujer, es besarnos
en toda la muerte.

Descienden los labios
con toda la luna
pidiendo su ocaso,
gastada y helada
y en cuatro pedazos.


NANA DE LA CEBOLLA

La cebolla es escarcha
Cerrada y pobre
Escarcha de tus días
Y de mis noches
Hambre y cebolla
Hielo negro y escarcha
Grande y redonda
En la cuna del hambre
Mi niño estaba
Con sangre de cebolla
Se amamantaba
Pero tu sangre
Escarchada de azúcar
Cebolla y hambre
Una mujer morena
Resuelta en luna
Se derrama hilo a hilo
Sobre la cuna
Ríete niño
Que te traigo la luna
Cuando es preciso
Tu risa me hace libre
Me pone alas
Soledades me quita
Cárcel me arranca
Boca que vuela
Corazón que en tus labios
Relampaguea
Es tu risa la espada
Más victoriosa
Vencedor de las flores
Y las alondras
Rival del sol

Porvenir de mis huesos
Y de mi amor
Desperté de ser niño
Nunca despiertes
Triste llevo la boca
Ríete siempre
Siempre en la cuna
Defendiendo la risa
Pluma por pluma
Al octavo mes ríes
Con cinco azahares
Con cinco diminutas
Ferocidades
Con cinco dientes
Como cinco jazmines
Adolescentes
Frontera de los besos
Serán mañana
Cuando en la dentadura
Sientas un arma
Sientas un fuego
Correr dientes abajo
Buscando el centro
Vuela niño en la doble
Luna del pecho
El, triste de cebolla
Tú satisfecho
No te derrumbes
No sepas lo que pasa
Ni lo que ocurre

 

PARA LA LIBERTAD

Para la libertad, sangro, lucho, pervivo
Para la libertad, mis ojos y mis manos
Como un árbol carnal, generoso y cautivo
Doy a los cirujanos
Para la libertad siento más corazones
Que arenas en mi pecho, dan espumas mis venas
Y entro en los hospitales, y entro en los algodones
Como en las azucenas

Porque donde unas cuencas vacías amanezcan
Ella pondrá dos piedras de futura mirada
Y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan
En la carne talada

Retoñarán aladas de savia sin otoño
Reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida
Porque soy como el árbol talado que retoño
Aún tengo la vida

Para la libertad, sangro, lucho, pervivo
Para la libertad, mis ojos y mis manos
Como un árbol carnal, generoso y cautivo
Doy a los cirujanos

Porque donde unas cuencas vacías amanezcan
Ella pondrá dos piedras de futura mirada
Y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan
En la carne talada

Retoñarán aladas de savia sin otoño
Reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida
Porque soy como el árbol talado que retoño
Aún tengo la vida, aún tengo la vida

 

Fuente: LyricFind

ELEGIA A RAMÓN SIJÉ

(En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha
muerto como del rayo Ramón Sijé, con quien
tanto quería.)

Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.

Alimentando lluvias, caracoles
y órganos mi dolor sin instrumento,
a las desalentadas amapolas

daré tu corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento.

Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.

No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.

Ando sobre rastrojos de difuntos,
y sin calor de nadie y sin consuelo
voy de mi corazón a mis asuntos.

Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.

No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.

En mis manos levanto una tormenta
de piedras, rayos y hachas estridentes
sedienta de catástrofe y hambrienta.

Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte
a parte a dentelladas secas y calientes.

Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.

Volverás a mi huerto y a mi higuera:
por los altos andamios de mis flores
pajareará tu alma colmenera

de angelicales ceras y labores.
Volverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores.

Alegrarás la sombra de mis cejas,
y tu sangre se irá a cada lado
disputando tu novia y las abejas.

Tu corazón, ya terciopelo ajado,
llama a un campo de almendras espumosas
mi avariciosa voz de enamorado.

A las aladas almas de las rosas…
de almendro de nata te requiero,:
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.
(10 de enero de 1936)

VIENTOS DEL PUEBLO ME LLEVAN

Vientos del pueblo me llevan,
vientos del pueblo me arrastran,
me esparcen el corazón
y me aventan la garganta.

Los bueyes doblan la frente,
impotentemente mansa,
delante de los castigos:
los leones la levantan
y al mismo tiempo castigan
con su clamorosa zarpa.

No soy de un pueblo de bueyes,
que soy de un pueblo que embargan
yacimientos de leones,
desfiladeros de águilas
y cordilleras de toros
con el orgullo en el asta.
Nunca medraron los bueyes
en los páramos de España.

¿Quién habló de echar un yugo
sobre el cuello de esta raza?
¿Quién ha puesto al huracán
jamás ni yugos ni trabas,
ni quién al rayo detuvo
prisionero en una jaula?

Asturianos de braveza,
vascos de piedra blindada,
valencianos de alegría
y castellanos de alma,
labrados como la tierra
y airosos como las alas;
andaluces de relámpagos,
nacidos entre guitarras
y forjados en los yunques
torrenciales de las lágrimas;
extremeños de centeno,
gallegos de lluvia y calma,
catalanes de firmeza,
aragoneses de casta,
murcianos de dinamita
frutalmente propagada,
leoneses, navarros, dueños
del hambre, el sudor y el hacha,
reyes de la minería,
señores de la labranza,
hombres que entre las raíces,
como raíces gallardas,
vais de la vida a la muerte,
vais de la nada a la nada:
yugos os quieren poner
gentes de la hierba mala,
yugos que habéis de dejar
rotos sobre sus espaldas.
Crepúsculo de los bueyes
está despuntando el alba.

Los bueyes mueren vestidos
de humildad y olor de cuadra;
las águilas, los leones
y los toros de arrogancia,
y detrás de ellos, el cielo
ni se enturbia ni se acaba.
La agonía de los bueyes
tiene pequeña la cara,
la del animal varón
toda la creación agranda.

Si me muero, que me muera
con la cabeza muy alta.
Muerto y veinte veces muerto,
la boca contra la grama,
tendré apretados los dientes
y decidida la barba.

Cantando espero a la muerte,
que hay ruiseñores que cantan
encima de los fusiles
y en medio de las batallas.

RECOGED ESTA VOZ

I

Naciones de la tierra, patrias del mar, hermanos
del mundo y de la nada:
habitantes perdidos y lejanos
más que del corazón, de la mirada.

Aquí tengo una voz enardecida,
aquí tengo un vida combatida y airada,
aquí tengo un rumor, aquí tengo una vida.

Abierto estoy, mirad, como una herida.
Hundido estoy, mirad, estoy hundido
en medio de mi pueblo y de sus males.
Herido voy, herido y malherido,
sangrando por trincheras y hospitales.

Hombres, mundos, naciones,
atended, escuchad mi sangrante sonido,
recoged mis latidos de quebranto
en vuestros espaciosos corazones,
porque yo empuño el alma cuando canto.

Cantando me defiendo
y defiendo mi pueblo cuando en mi pueblo imprimen
su herradura de pólvora y estruendo
los bárbaros del crimen.

Esta es su obra, ésta:
pasan, arrasan como torbellinos,
y son ante su cólera funesta
armas los horizontes y muerte los caminos.

El llanto que por valles y balcones se vierte,
en las piedras diluvia y en las piedras trabaja,
y no hay espacio para tanta muerte,
y no hay madera para tanta caja.

Caravanas de cuerpos abatidos.
Todo vendajes, penas y pañuelos:
todo camillas donde a los heridos
se les quiebran las fuerzas y los vuelos.

Sangre, sangre por árboles y suelos,
sangre por aguas, sangre por paredes.
Y un temor de que España se desplome
del peso de la sangre que moja entre sus redes
hasta el pan que se come.

Recoged este viento,
naciones, hombres, mundos,
que parte de las bocas de conmovido aliento
y de los hospitales moribundos.

Aplicad las orejas
a mi clamor de pueblo atropellado,
al ¡ay! de tantas madres, a las quejas
de tanto ser luciente que el luto ha devorado.

Los pechos que empujaban y herían las montañas,
vedlos desfallecidos sin leche ni hermosura,
y ved las blancas novias y las negras pestañas
caídas y sumidas en una siesta oscura.

Aplicad la pasión de las entrañas
a este pueblo que muere con un gesto invencible
sembrado por los labios y la frente,
bajo los implacables aeroplanos
que arrebatan terrible,
terrible, ignominiosa, diariamente,
a las madres los hijos de las manos.

Ciudades de trabajo y de inocencia,
juventudes que brotan de la encina,
troncos de bronce, cuerpos de potencia
yacen precipitados en la ruina.

Un porvenir de polvo se avecina,
se avecina un suceso
en que no quedará ninguna cosa:
ni piedra sobre piedra ni hueso sobre hueso.

España no es España, que es una inmensa fosa,
que es un gran cementerio rojo y bombardeado:
los bárbaros la quieren de este modo.

Será la tierra un denso corazón desolado,
si vosotros, naciones, hombres, mundos,
con mi pueblo del todo
y vuestro pueblo encima del costado,
no quebráis los colmillos iracundos.

 

 

https://cvc.cervantes.es/literatura/escritores/m_hernandez/presentacion.htm

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https://cvc.cervantes.es/literatura/escritores/m_hernandez/bibliografia.htm

https://cvc.cervantes.es/literatura/escritores/m_hernandez/ibanez.htm

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