martes, 22 de agosto de 2023

 

La Constitución de Cádiz y el Liberalismo español del Siglo XIX1

Joaquín Varela Suanzes-Carpegna



Oviedo, febrero de 1987.

 


Portada de la edición original de la Constitución de 1812.

https://www.cervantesvirtual.com/portales/constitucion_1812/imagen_documentos/imagen/imagen_documentos_constitucion_portada/

 

El liberalismo español no nace en las Cortes de Cádiz. Antes de que estas Cortes se convocasen había en España no ya liberales, sino incluso grupos liberales. Ahora bien, no es menos cierto que nunca el liberalismo se había expresado en España de una forma tan clara y contundente como en Cádiz lo hizo. Las Cortes de Cádiz proporcionaron una magnífica ocasión para que los liberales españoles manifestasen sus anhelos de innovación y diesen una respuesta global a los problemas políticos, constitucionales, económicos y sociales de España.

En la obra ingente de las Cortes, plasmada en centenares y centenares de Decretos y Órdenes y en una extensísima Constitución, se organizaba una sociedad cimentada en la igualdad jurídica, una economía de mercado y un Estado de Derecho. Al menos en el papel, pues, desaparecían la sociedad estamental, las trabas al desarrollo económico y la Monarquía absoluta.

Este ambicioso proyecto transformador lo defendieron los Diputados liberales con un apasionado sosiego, que todavía hoy, ciento setenta y cinco años después asombra. Este proyecto se desarrollaría a lo largo de nuestra historia contemporánea, cuyo comienzo suele fecharse, con razón, en el período en que se gesta la opera magna gaditana. Pero este desarrollo estuvo sujeto a no pocos retrocesos y a profundas rectificaciones. El proyecto doceañista, en efecto, se archiva durante la Monarquía fernandina, salvo el breve paréntesis del trienio. Y cuando se exhuma, a partir de 1833, el liberalismo mayoritario, tanto en su versión progresista como sobre todo moderada, elimina buena parte de su contenido radical, y entre ella algunos principios claves de la Constitución de 1812. Sólo durante el sexenio que se abre con la Revolución de 1868 el proyecto doceañista, incluidos esos principios claves del código gaditano, recobra toda su pureza en manos de los demócratas, legítimos herederos de los doceañistas liberales. Pero esta recuperación y puesta al día del proyecto doceañista se saldó con un estrepitoso fracaso.

En este trabajo nos vamos a ocupar, primeramente, de establecer el perfil ideológico del liberalismo doceañista y de examinar los principios básicos de la Constitución de Cádiz. Nos detendremos, a continuación, a analizar las causas que poco a poco fueron apartando de esta Constitución al grueso del liberalismo. Finalmente, reflexionaremos sobre la influencia que ejercieron los principios liberales del doce y la propia constitución gaditana en el liberalismo democrático del pasado siglo.






I.- El liberalismo doceañista y la Constitución de Cádiz

En las Cortes de Cádiz había tres tendencias constitucionales: una, la que formaban los Diputados realistas; otra, los americanos, y una tercera, los liberales. Estas tres tendencias presentaban entre sí una común y esencial contextura doctrinal, que permitía diferenciarlas con nitidez, sin perjuicio de las disensiones individuales que se manifestaron en su seno a la hora de discutirse determinadas cuestiones constitucionales. Estas tendencias eran versátiles y hábiles, en gran parte porque no estaban organizadas en verdaderos partidos políticos, inexistentes en aquel entonces, al faltar unas estructuras organizativas suficientemente estables que encuadrasen a los Diputados y unos programas doctrinales completamente perfilados que los apiñasen. Ello no quiere decir, desde luego, que no hubiese una rudimentaria plataforma organizativa y doctrinal: ciertos dirigentes, ciertas tertulias, ciertos periódicos. Precisamente, los Diputados liberales, que formaban la única tendencia constitucional que aquí interesa examinar, pese a no estar agrupados en un partido político, presentan una básica identidad doctrinal y además una evidente cohesión política. Una identidad y una cohesión mucho mayores, desde luego, que las de las otras dos tendencias constitucionales.

Este es un factor que explica en parte el éxito que tuvieron en las Cortes, al conseguir casi siempre que sus propuestas consiguiesen aprobarse. Un éxito que extraña, ciertamente, si se tiene en cuenta que en su conjunto representaban una minoría. Pero una minoría desde luego muy activa, la más activa de todas. Y la más joven. Cohesión política, unidad doctrinal, actividad, juventud (y, por tanto, una buena dosis de arrojo y osadía) son factores que explican el éxito de esta tendencia. A lo que debe añadirse el no desdeñable apoyo que recibían en Cádiz, la ciudad más liberal de España en aquel entonces.

De los quince miembros de la Comisión Constitucional, cinco eran destacados liberales: Diego Muñoz Torrero, que fue su Presidente; Antonio Oliveros, Agustín Argüelles, José Espiga y Evaristo Pérez de Castro. Muñoz Torrero fue el redactor del Proyecto articulado de Constitución, así como del importante Decreto de 24 de septiembre de 1810, en el que se proclamaban los principios básicos que habían de inspirar a la Constitución. Argüelles fue el redactor del no menos importante Discurso Preliminar, que es un documento básico para conocer la teoría constitucional del liberalismo doceañista.

Entre los liberales abundaban los clérigos (en realidad un tercio de las Cortes lo era). Los ya citados Muñoz Torrero, Oliveros y Espiga, así como Nicasio Gallego y Luján eran de clerical condición. No escaseaban, además los juristas y los profesores de Universidad. Los más destacados liberales procedían de Extremadura, como Muñoz Torrero y Oliveros, y de Asturias, como Argüelles y el jovencísimo Conde de Toreno.

En la teoría constitucional del liberalismo doceañista influyó de un modo muy significativo la crítica circunstancia histórica en la que este liberalismo hubo de expresarse. No debe perderse nunca de vista que el liberalismo español sale a la palestra pública en medio de una conmoción nacional sin precedentes. La invasión francesa y la subsiguiente acefalia de la Monarquía tras los sucesos de Bayona; la generosa y aún heroica insurrección popular; el levantamiento independentista en América; las Juntas de Defensa, la formación de la Regencia y de la Junta Central, son las principales secuencias de esta circunstancia histórica. Las Cortes de Cádiz son el corolario de esta dramática situación, que concluye con una increíble victoria militar -o, mejor dicho, guerrillera- y con una derrota civil tras el regreso del «Deseado» Fernando, preludio de la represión y del exilio.

Como no podía ser menos, esta excepcional circunstancia histórica influyó de forma decisiva en la teoría constitucional del liberalismo doceañista. Sus premisas revolucionarias, encastilladas en la tradición iusracionalista y en el pensamiento constitucional de cuño principalmente francés, se impregnaron de populismo y también de nacionalismo patriótico. Dicho de otro modo: sus premisas dieciochescas se mixturaron con unos tintes claramente decimonónicos e incluso románticos. La Constitución de 1812 fue en realidad la respuesta civil de unos liberales profundamente nacionalistas que se erigieron en representantes de todo un pueblo en armas. Una respuesta que creó la moderna conciencia nacional y patriótica española.

Sus anhelos de independencia les obligaron a coaligarse con las fuerzas del Antiguo Régimen. A pactar en cierto modo y en ciertas cosas con ellas o, al menos, a tenerlas en cuenta. Pero sus anhelos de cambio, de modernización revolucionaria y no meramente reformista, les impulsaron a abrazar, con ciertos matices, las ideas que el invasor encarnaba. Los liberales no querían la guerra sin revolución, corno pretendían los realistas, pero tampoco la revolución sin guerra, como pretendían los «afrancesados»,o al menos una minoría de ellos, pues la mayor parte de los que se doblegaron ante el Rey Intruso más que revolucionarios eran reformistas ilustrados. Los liberales querían resistir a las tropas enemigas, pero, a la vez, defender sus ideas. Guerra y Revolución. Revolución y Guerra. He ahí su grande y espinosísima tarea.

Esta doble y contradictoria tarea explica en buena medida que los dos más importantes veneros del liberalismo alboreal español fuesen el iusracionalismo y el historicismo nacionalista. Una mixtura doctrinal ciertamente difícil de cohonestar. El liberalismo revolucionario se había manifestado en la Francia de 1789 como una ideología abstracta y con franco desdén hacia el pasado. El nacionalismo historicista y romántico se había manifestado en Europa como un movimiento antiliberal, conservador, cuando no reaccionario. En España, en cambio, el liberalismo pretendió conjugar la defensa de la libertad con el nacionalismo, las doctrinas revolucionarias con la apelación a la tradición histórica nacional. Una pretensión que en gran parte era fruto de esa doble y contradictoria tarea a la que antes aludíamos: la de defender a España frente a la invasión francesa y a las ideas francesas frente a buena parte de España.

Esta situación dificulta sobremanera la comprensión cabal de la teoría constitucional del liberalismo doceañista. Los Diputados liberales en las Cortes de Cádiz hablan mucho, ciertamente, pero tanto o más que habla, calla. Omiten. No dicen lo que verdaderamente sienten. A su pesar, desde luego. Pero el hecho es que tiene ante sí a un país que saben no es partidario en su mayoría de sus ideas ni de sus proyectos. Y en las Cortes a un gran número de Diputados, los realistas y algunos americanos, que no comparten en absoluto sus ideas. De ahí que las disfracen, las enmascaren o las oculten.

 

1. El iusnaturalismo racionalista y el pensamiento constitucional: soberanía nacional y división de poderes

En rigor, las principales ideas que el liberalismo doceañista sostuvo en las Cortes de Cádiz hundían sus raíces en el iusnaturalismo racionalista y en el pensamiento constitucional anglo francés, una línea de pensamiento que era conocida en España décadas antes de la invasión francesa.

La recepción del iusnaturalismo racionalista en la España del siglo XVIII es algo fuera de duda, aunque se discuta su cuantía y alcance. Los cauces más importantes que permitieron conocer en España la literatura iusracionalista germánica y anglofrancesa fueron las Universidades, las Sociedades de Amigos del País, la Prensa y los, cada vez más frecuentes, viajes al extranjero por parte de la élite culta de entonces. En las Universidades y los Colegios fueron hitos decisivos para la difusión del iusnaturalismo racionalista germánico (Puffendorf, Heinnecio, Grocio, Almicus, Vattel), el proyecto de Mayans, de 1769, las reformas de Olavide, de ese mismo año, y la creación, una vez que se expulsaron a los jesuitas, de los Reales Estudios de San Isidro, en 1771, en donde se introdujeron las primeras Cátedras de Derecho Natural y de Gentes, disciplina a la que su primer Catedrático, Joaquín Marín y Mendoza, dedicaría una historia en 1776. Mención especial merece la Universidad de Salamanca, foco cultural muy inquieto, animado por Menéndez Valdés, Ramón de Salas, Toribio Núñez y por dos destacados doceañistas: Muñoz Torrero y Juan Nicasio Gallego.

Todo este trasiego ideológico sufrió un notable retroceso en la época de Carlos IV, tras los acontecimientos de 1789, en la que se suprimen las Cátedras de Derecho Natural, pero ni los controles del Gobierno ni los de la Inquisición lograron cortar la entrada y la difusión de la literatura iusracionalista y enciclopédica, incluso en los más recónditos lugares de España.

En lo que concierne al iusracionalismo anglofrancés, que es el más directamente conectado con el pensamiento constitucional, es preciso destacar la influencia de Locke. Una influencia que fue tanto indirecta, a través de DiderotMontesquieuTurgot y Rousseau, como directa, y que se percibe en Campomanes, Cabarrús, Jovellanos y Martínez Marino. Durante el siglo XVIII se difundieron también en España los escritos de Sidney y los comentarios constitucionales de Blanckstone, así como el libro del suizo De Lolme, «Constitución de Inglaterra», del que hubo una versión castellana, a cargo de Juan de la Dehesa, publicada en Oviedo en el año 1812. En la divulgación del constitucionalismo británico tuvo la Prensa un papel destacado y muy particularmente el «Espíritu de los mejores diarios literarios de la Europa», editado por Cladera.

Una de las obras que más -aunque no mejor- contribuyeron al conocimiento del constitucionalismo inglés fue «El Espíritu de las Leyes». El libro de Montesquieu, escrito en 1748, fue uno de los que más resonancia tuvo en la literatura política española del siglo XVIII. El publicista francés era conocido y apreciado no sólo por autores liberales e ilustrados, como Ibáñez de la Rentería, Enrique Ramón, León Arroyal, Alonso Ortiz, Alcalá Galiano, Cadalso, Foronda y Jovellanos, sino también por los pensadores opuestos a la ilustración y al liberalismo, como Antonio Xavier Pérez y López, Forner y Peñalosa.

El conocimiento de Rousseau en la España de la segunda mitad del siglo XVIII está también fuera de toda duda, aunque su influencia sea muy distintamente valorada. En todo caso las obras de Rousseau se difunden tempranamente en España, a pesar de su prohibición, y aunque el «Contrato Social» no se traduce hasta 1799, y en Londres circulaba la versión de Antonio Arango Sierra y desde luego el original.

En lo que concierne a Sieyès, no hay noticia de ninguna traducción o reimpresión de España, antes de 1812, de su obra más importante e influyente. No obstante, es probable que su opúsculo sobre el tercer Estado circulase por España en su idioma original, en el aluvión de literatura revolucionaria que penetró en España tras la Revolución francesa, o quizás más tarde, al abrigo de las tropas napoleónicas. En cualquier caso, el conocimiento de las principales tesis de su panfleto es evidente en las Cortes de Cádiz.

En general, debe señalarse que el tráfico cultural y muy particularmente el de la literatura revolucionaria francesa cobraron un espectacular auge a partir de los sucesos de 1808, jugando en ello un papel de primer orden las tropas invasoras. La proliferación de diarios, periódicos y revistas de carácter liberal, y no sólo liberal, en la España de 1808 a 1814 fue notable.

En las Cortes de Cádiz, el iusnaturalismo racionalista, en especial el anglofrancés, así como el pensamiento constitucional a él vinculado (LockeRousseauSieyès) y sobre todo las tesis expuestas en la Francia de 1791, inspiraron de una manera crucial y determinante a todos los componentes del grupo liberal. Esta fue la fuente doctrinal que más influencia tuvo en la teoría constitucional del liberalismo doceañista. Entre los principios informadores de la Declaración de derechos de 1789 y de la Constitución francesa de 1791, de una parte, y los que defendieron los Diputados liberales en las Cortes de Cádiz, de otra -que en su mayor parte se plasmaron en la Constitución de 1812- hubo una sustancial similitud, cuando no identidad.

Interesa precisar, no obstante, que una cosa fue el influjo de las doctrinas revolucionarias sobre el hilo argumental de los liberales doceañistas y otra diferente el influjo de estas doctrinas y del texto de 1791 sobre la Constitución de 1812. Ambos extremos a veces se identifican o no se distinguen con nitidez. Y ciertamente son cuestiones muy unidas. Si los Diputados liberales fueron los principales artífices de este código es lógico pensar, hasta cierto punto, que en él se plasmaron sus ideas constitucionales. No obstante, conviene diferenciar ambos supuestos, ya que en la Constitución de 1812 no se plasmó enteramente el ideario constitucional del liberalismo doceañista, aunque sí, desde luego, la parte más esencial del mismo. Del mismo modo, en esta Constitución se recogieron algunos preceptos que desencajaban completamente con las ideas constitucionales de los liberales, como más adelante veremos al hablar del problema religioso.

La influencia del pensamiento constitucional revolucionario, de cuño iusnaturalista, se manifiesta ya en el lenguaje que emplean los liberales doceañistas, en el que abundan las referencias a los «derechos naturales e inalienables”, a la «voluntad general”, a la «Razón» y a la «igualdad natural”, sin que falten alusiones al «estado de Naturaleza « y al «Pacto social».

Pero, sobre todo, esta influencia se puso de relieve en las más importantes premisas que sustentaron los liberales en las Cortes, como la teoría de la soberanía, los conceptos de Nación y Representación, la teoría de la división de poderes y las ideas de Constitución y Monarquía. Unas premisas, además, que cristalizaron en la Constitución de 1812, confiriéndole un inequívoco carácter revolucionario.

Esta Constitución se inspiró en dos grandes principios: el de soberanía nacional y el de división de poderes. Dos principios que habían sido solemnemente proclamados ya en el Decreto de 24 de septiembre de 1810. El primero se recogió en el artículo tercero del texto constitucional, sin duda el más polémico y subversivo de todos: «la soberanía -decía este artículo- reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo le pertenece exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales». El segundo principio se recogía en los artículos 15, 16 y 17, que conformaban el gozne sobre el que giraría la estructura organizativa de todo su texto: «la potestad de hacer las leyes -decía el 15 - reside en las Cortes con el Rey». «La potestad de hacer ejecutar las leyes -sancionaba el 16- reside en el Rey». Y, en fin, el 17 prescribía: «la potestad de aplicar las leyes en las causas civiles y criminales reside en los tribunales establecidos por la ley». Preceptos todos ellos que convertían al «Gobierno» (esto es, al Estado) de la Nación española en una «Monarquía moderada» o constitucional, según disponía el artículo 14.

El principio de soberanía nacional no se defendió en las Cortes de Cádiz recurriendo a las tesis iusnaturalistas del «estado de Naturaleza» y del «Pacto Social». Aunque algún Diputado trajese a colación tales ideas, el hecho es que la mayoría de los liberales defendieron este principio a partir de dos tesis: su carácter tradicional en la historia de España y su función legitimadora de la insurrección patriótica contra el francés. No obstante, las consecuencias que extrajeron del principio de soberanía fueron muy similares a las que años antes habían extraído los liberales del vecino país.

La soberanía se definió como una potestad originaria, perpetua e ilimitada, que recaía única y exclusivamente en la Nación. Esto es, en un «cuerpo moral» formado por los españoles de ambos hemisferios, con independencia de su extracción social y de su procedencia territorial, aunque distinto de la mera suma o agregado de ellas.

La facultad más importante de la soberanía consistía, a juicio de los liberales, en el ejercicio del poder constituyente, es decir, en la facultad de dar o reformar la norma jurídica suprema del estado: la Constitución. Esta facultad debía recaer en unas Cortes especiales sin participación alguna del Monarca. De este modo se distinguía, siguiendo a Sieyès, entre las leyes constitucionales y las leyes ordinarias. Una distinción que recogía el título X de la Constitución.

La idea de Nación defendida por los Diputados liberales requería distinguir, como habían hecho ya los liberales del 91, entre la titularidad de la soberanía y su ejercicio: la primera recaía en la Nación; la segunda en los órganos que actuaban en su nombre. La Nación ante todo estaba representada por las Cortes. Estas se compondrían de una sola Cámara y se elegirían en virtud de unos criterios exclusivamente individualistas y no estamentales. Debían ser, pues, unas Cortes auténticamente nacionales, como disponía el artículo 27 de la Constitución.

El principio de división de poderes transformaba también radicalmente la organización institucional de la Monarquía absoluta. El Rey ya no ejercería en adelante todas las funciones del Estado. Es verdad que la Constitución le seguía atribuyendo en exclusiva el ejercicio del poder ejecutivo, le confería una participación en la función legislativa a través de la sanción de las leyes y proclamaba que la Justicia se administraba en su nombre. No obstante, en adelante serían las Cortes el órgano supremo del Estado. Ellas desempeñarían la función legislativa, pues el Monarca sólo podría interponer un veto suspensivo a las leyes aprobadas en Cortes. Además, en las Cortes recaía de forma primordial, aunque no exclusiva, la dirección de la política en el nuevo Estado por ellas diseñado.

Los liberales doceañistas quisieron cambiar asimismo de forma radical la organización de la vieja monarquía en lo relativo al ejercicio de la función jurisdiccional. La Administración de Justicia se encargaba, así, a unos Jueces y Magistrados independientes, según unos esquemas del poder judicial, si bien se dirigía fundamentalmente contra el Rey y sus ministros, se afirmaba también con vigor frente a las Cortes. Era ésta una básica premisa liberal cuya defensa se hacía en el Discurso Preliminar, conectándola con la salvaguardia de la libertad y la seguridad personales, de acuerdo con lo dicho por Locke y Montesquieu.

Con todo ello, el Rey pasaba a ser un órgano puramente constituido, con notables facultades en el orden ejecutivo, pero subordinado a las Cortes y, desde luego, a la Constitución, en cuya reforma no tenía participación alguna.

La división de poderes se organizó en la Constitución de una forma muy rígida, de acuerdo no sólo con los postulados de Montesquieu, sino también con el profundo recelo hacia el Rey y sus ministros, provocado en gran parte por la más reciente historia de España. Las Cortes y el Rey se articularon como dos instancias casi independientes, sin apenas vínculos de unión entre uno y otro, según unos esquemas opuestos al sistema parlamentario del gobierno.

La Constitución de Cádiz no recogió una Declaración de derechos, al estilo de la francesa de 1789. No fue un olvido involuntario. Se rechazó expresamente una declaración de esta índole para no dar lugar a las acusaciones -por otra parte muy frecuentes- de «francesismo». No obstante, de una forma dispersa y desordenada, el Código gaditano reconocía los derechos individuales consustanciales al primer liberalismo, excepto uno muy importante: el de la libertad religiosa, que se rechazó, por las razones que muy luego veremos.




 2. El historicismo nacionalista y el ideal restaurador

Pero si bien en lo esencial las ideas que los liberales doceañistas defendieron, y las que en la Constitución de Cádiz se plasmaron, eran muy similares a las del liberalismo europeo, particularmente al francés, variaba, y mucho, el ropaje con que estas ideas se recubrían (o, más exactamente, se encubrían). Los liberales doceañistas, en efecto, pretendían extraer de los códigos medievales españoles los principios y las instituciones básicas del moderno constitucionalismo. Los liberales se aferraron, así, a un singular historicismo nacionalista, que consistía en inventar una tradición liberal que ellos decían restaurar.

Para ellos, en efecto, la Constitución de Cádiz no era sino la restauración de las leyes fundamentales de la Edad Media. Esta idea se recogía ya en el Discurso Preliminar: »... Nada ofrece la comisión en su proyecto -se decía allí- que no se halle del modo más auténtico y solemne en los diferentes cuerpos de la legislación española... La ignorancia, el error y la malicia alzarán el grito contra este proyecto. Lo calificarán de novador o peligroso, de contrario a los intereses de la Nación y derechos del Rey. Más sus esfuerzos serán inútiles y sus impostores argumentos se desvanecerán como el humo, demostrado hasta la evidencia que las bases de este proyecto han sido para nuestros mayores verdaderas prácticas, axiomas reconocidos y santificados por las costumbres de muchos siglos».

Esta misma idea, que había llevado a los liberales a defender que el principio de soberanía nacional estaba reconocido «del modo más auténtico y solemne» en el Fuero Juzgo, se repetía en el Preámbulo del texto constitucional: «... Las Cortes Generales y Extraordinarias de la Nación española, bien convencidas, después del más detenido examen y madura deliberación, de que las antiguas leyes fundamentales de esta Monarquía, acompañadas de las oportunas providencias y precauciones que aseguren de un modo estable y permanente su entero cumplimiento, podrán llenar debidamente el grande objeto de promover la gloria, la prosperidad y el bienestar de la Nación, decretan la siguiente Constitución Política para el buen gobierno y la recta administración del Estado...».

En virtud de la particular situación histórica en que se hallaban, necesitaban defender unas premisas doctrinales foráneas, en su mayor parte francesas, presentándolas como premisas enraizadas en la tradición nacional española. El iusnaturalismo racionalista y el pensamiento constitucional a él vinculado sirvieron en Cádiz, como en otras latitudes, de eficaz ariete contra el caduco orden de cosas, contra el Antiguo Régimen. El historicismo nacionalista se utilizaba, en cambio, como una especie de silenciador o sordina en esta obra de derribo.

Ahora bien, este historicismo no era fruto tan sólo de una necesidad coyuntural. Se había manifestado también bastante antes de la invasión francesa. En realidad, como diversos autores han mostrado, la conciencia histórica y nacional surge en Occidente, al igual que el racionalismo renovado, del fecundo movimiento de la Ilustración, que así evidencia su bifronte y contradictorio carácter. Algo similar puede decirse de la España dieciochesca. El interés por la historia de España se percibe ya desde el reinado de Felipe V y a medida que el siglo avanza este despertar de la conciencia histórica y nacional -fenómenos ambos siempre imbricados- no dejaría de crecer. Debe destacarse a este respecto la buena acogida dispensada a la «Historia General de España”, del jesuita Mariana, entre otras muchas obras de Historia que circulaban con profusión, así como la renovación que se produce en los estudios de Historia del Derecho, a cargo de una larga lista de autores: Macanaz, Asso de Manuel, Sempere y Guarinos, Sotelo, Burrier, Jovellanos y Martínez Marina. En el ámbito universitario, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo, el derecho nacional fue abriéndose paso, con el subsiguiente decaimiento del Derecho Romano. Al lado de la Instituta del Código o del Digesto, se difunde el conocimiento de las Partidas, del Fuero Real y del Fuero Juzgo, de las Leyes de Toro y de la Nueva Recopilación. A ello debe agregarse la creación de las Reales Academias, especialmente la de la Historia y la de la Lengua.

Al socaire de este movimiento de autorreflexión colectiva del pasado nacional, nacerán las ideas y los tópicos que en las Cortes de Cádiz se manejaron a diestro y siniestro: la acuciante pesquisa y el un tanto vano desbrizne de la Constitución histórica o de las leyes fundamentales de la Monarquía española, la reivindicación y exaltación de Padilla y la gesta comunera o, en fin, ese querer engarzar con la Monarquía «templada» o «moderada» de los siglos góticos, superando el largo y denostado despotismo de Austrias y Borbones.

La invocación a la historia en apoyo de medidas objetivamente revolucionarias obedecía, pues, a una creencia sincera, consecuencia tanto del peculiar carácter de la Ilustración española, nada hostil a la Edad Media, como del romanticismo naciente. Pero obedecía también a una inequívoca táctica exculpatoria.

Pero más que las causas del historicismo de los liberales doceañistas interesa perfilar su significado y alcance. A este respecto es preciso tener en cuenta que en las Cortes de Cádiz, si se exceptúa a los Diputados americanos, el remitirse a la historia nacional y el exhumar los viejos documentos y códigos para probar tal o cual interpretación del pasado, se convirtió en un manido expediente tanto para justificar las reformas como para evitarlas. Realistas y liberales coincidían así en la necesidad de trazar las bases del edificio constitucional sin hacer tabla rasa del pasado, sin romper con la historia.

No obstante, el significado y alcance del historicismo nacionalista, común a realistas y liberales, cobraba unos perfiles bien distintos en uno y otro caso. El historicismo de los realistas se situaba en unas coordenadas de franca inspiración jovellanista, mientras que el de los liberales se acercaba al de Martínez Marina, sin confundirse del todo con él. De este modo, los primeros identificaban la historia con la tradición. Con una de las muchas tradiciones posibles, aunque ciertamente con una más auténtica históricamente que la inventada por los liberales. Y a esta tradición le asignaban una misión no sólo condicionante, sino normativa. Los Diputados realistas sustraían así de la crítica racional la «esencia» de lo que entendían por tradición histórica única de España y ante el conflicto entre lo histórico y lo racional se decantaron siempre por lo histórico.

Para los Diputados liberales, en cambio, la historia debía condicionar, pero no determinar; debía tenerse en cuenta y partir de ella; pero no aceptarse de forma indiscriminada. Los Diputados liberales, al igual que Martínez Marina, concebían la historia como algo dinámico, como un proceso que debía discernirse con ayuda de la razón. Se trataba, pues, de un historicismo racionalista, que pretendía reivindicar una supuesta tradición liberal. Una tradición distinta y más falsa que la reivindicada por Jovellanos y los realistas. La clave del historicismo liberal estribaba en establecer un hilo de continuidad entre la Monarquía estamental española y la Monarquía constitucional y en ver en esta última -al identificarla con la primera- la forma tradicional de gobierno en España.

En virtud del común, aunque no igual, historicismo nacionalista, realistas y liberales coincidían en afirmar que la Nación española no estaba realmente constituyéndose y que, por tanto, no era misión de las Cortes elaborar una nueva Constitución. Ahora bien, las coincidencias acababan ahí, pues para los primeros ello quería decir que la Nación española estaba constituida, que sus leyes fundamentales tenían pleno vigor y que, en consecuencia, sólo era preciso fijarlas y mejorarlas para evitar en lo sucesivo cualquier suerte de excesos y abusos por parte del Monarca y de sus ministros. Es más: el historicismo de los realistas, mixturado con sus concepciones preliberales, ancladas en la tradición escolástica, conducía en rigor, y de hecho condujo, a negar la existencia misma del poder constituyente, esto es, a negar su licitud, no sólo en la España de 1812, sino en cualquier circunstancia.

Para los Diputados liberales, en cambio, el que no hubiese que constituir a la Nación no implicaba que estuviese realmente constituida. Había que reconstituirla y para ello el Proyecto de Constitución debía acomodarse a las antiguas leyes fundamentales, «holladas y en desuso», tras tres siglos de despotismo. Por ello, los Diputados liberales aceptaban el «restablecimiento» de las leyes fundamentales, pero no su simple «mejora», pues ello implicaría aceptar su vigencia. Es decir, aceptaban una supuesta, y a todas luces falsa, continuidad jurídico-material entre estas leyes y el Proyecto de Constitución, pero negaban cualquier vínculo jurídico-formal entre ambos. Aunque no se expusiese con estos mismos términos, lo cierto es que esta distinción era de vital importancia para los Diputados liberales, por una razón muy sencilla: el aceptar este último nexo jurídico-formal implicaba reconocer que las leyes fundamentales y el pacto que éstas formalizaban constituían el fundamento y el límite de la soberanía nacional. Por eso venían a decir que desde un punto de vista adjetivo o jurídico-formal, la Constitución de 1812 era nueva, era otra, al ser fruto del ilimitado poder constituyente de la Nación, ejercido a través de unas Cortes revestidas de este carácter. Su punto de partida eran ellas mismas, y no la legalidad monárquico-absolutista anterior ni, desde luego, la impuesta por el Rey intruso. Pero desde un punto de vista jurídico-material, desde un criterio sustantivo o de contenido, la Constitución de 1812 era la misma en esencia -tan sólo con «algunas oportunas providencias»- que la antigua Constitución tradicional de la Monarquía, que decían restaurar tras el largo interregno absolutista.

Además se aceptaba el «restablecimiento» de las leyes fundamentales porque la Nación quería que se restableciesen, pero no porque ésta tuviese que avenirse necesariamente a este restablecimiento. El respeto y acatamiento de las leyes fundamentales era para los Diputados liberales un límite moral a los poderes de las Cortes, pero no era un límite jurídico. Obligaba moralmente a los Diputados en tanto que la Nación que representaban había manifestado voluntariamente querer vincular el proyecto de Constitución a la antigua legislación histórica. Y lo había hecho así, simplemente, por juzgarlo conveniente. Pero la misma Nación -como expresaba el artículo tercero- podía modificar estas leyes fundamentales cuando, por mudar la conveniencia, lo estimase pertinente. Y podía hacerlo ella sola, única y exclusivamente.

La vaguedad de las leyes fundamentales y el nacionalismo historicista de los Diputados liberales se aunaban, además, para hacer que el límite moral que se atribuía a esta legislación fuese muy lato. Lo suficiente, al menos, para dejar expedita la acción reiterante de las Cortes en un sentido inequívocamente liberal. Se trataba más bien, como en alguna ocasión dijo Argüelles, de restablecer su «espíritu» y no tanto su tenor literal. Y en todo caso, el acatamiento de las leyes fundamentales no podía sobreponerse a la voluntad y el interés nacionales (al de las Cortes, en definitiva, al ser éstas el supremo intérprete de ambos). Y esta voluntad y este interés no siempre coincidían con el respeto de lo antiguo. Para los liberales doceañistas, la antigüedad, lo histórico, podía no ser justo ni conveniente.

A juicio de los Diputados liberales, la restauración del orden tradicional debía hacerse desde un poder constituyente muy especial, sui generis, por cuanto intentaba, en la medida de lo posible y deseable, «reconstruir» y no «constituir», aunque tampoco debía limitarse a «mejorar» lo constituido. Era poder constituyente porque no partía formalmente de una legalidad preexistente y porque era también materialmente ilimitado, no circunscrito necesariamente a ninguna legalidad precedente, inmediata o remota. Con ello, los liberales intentaban aclarar dos cosas: que la proclamación de la soberanía y del poder constituyente de la Nación no se entendiese que implicaba a fortiori una ruptura con la historia y que no se coligiese tampoco que la sujeción a la historia suponía negar la soberanía y el poder constituyente de la Nación. La historia y la razón debían equilibrarse mutuamente. El ligamen con la historia debía ser voluntario y racional. No tenía que ser, por tanto, ni necesario ni indiscriminado.

Para los Diputados liberales, en definitiva, se trataba de ejercer el poder constituyente para llevar a cabo la restauración constitucional. El revestir al dogma de soberanía nacional de una aureola de tradicionalidad coadyuvaba a este cometido por cuanto conllevaba reclamar como rancio y añejo lo que, en puridad, era radicalmente novedoso. Si se quiere expresar con pocas palabras este planteamiento diríase que los Diputados liberales abogaban en las Cortes por el ejercicio de un poder reconstituyente o restaurador. Denominación que bien puede recoger la idea de una actual y racional decisión soberana, como punto de partida, y la de un restablecimiento de un inventado pretérito, como punto de llegada.

Hemos dicho que el historicismo nacionalista de los Diputados liberales se asemejaba mucho al de Martínez Marina. Sin embargo, no conviene confundirlos. El historiador español, al insistir en la continuidad histórica entre la Monarquía medieval y la constitucional incurría en una serie ingente de extrapolaciones, que le condujeron a deformar -a medievalizar- las modernas instituciones representativas y sus principios rectores. Se trataba, pues, de un error de apreciación no sólo histórico, sino fundamentalmente ideológico, que se percibe cuando reflexiona sobre los más importantes conceptos del constitucionalismo. Los Diputados liberales, al intentar hilvanar históricamente la Monarquía medieval y la constitucional, así como sus principios inspiradores, se veían abocados también a un sinfín de extrapolaciones. Pero con un alcance inverso: en este caso lo que se deformaba y malinterpretaba no eran las instituciones representativas modernas ni sus principios axiomáticos, sino las premisas e instituciones medievales. Se trataba, pues, de un error histórico, pero que no comportaba una incorrecta apreciación de los dogmas configuradores del Estado liberal.

Dicho con otras palabras, Marina, conocedor de los códigos medievales, se empeñaba en ver sus principios plasmados en las modernas constituciones. Los liberales doceañistas, en cambio, conocedores sólo de éstas, o fundamentalmente de éstas, se obstinaban en retrotraer sus principios a aquéllos. Por ello, aunque Martínez Marina pretenda ser liberal e invoque repetidamente a paradigmáticos tratadistas de esta corriente, no puede incluirse, en rigor, dentro del movimiento de ideas que esta corriente encarna. Y ello no sólo por su peculiar historicismo, sino también por la gran influencia que sobre su pensamiento ejerció el escolasticismo. Los liberales doceañistas, al contrario, aunque intenten ocultar al máximo su liberalismo y se cuiden, arropándose en una coraza supuestamente tradicionalizante, de no citar a los teóricos del liberalismo, sí deben considerarse adscritos a esta corriente de pensamiento.




 3. Ilustración y liberalismo

En los Diputados liberales es también perceptible el pensamiento de la Ilustración. No es extraño que así fuera. Debe tenerse en cuenta que en la obra de las Cortes de Cádiz, y en la misma Constitución, cristalizan y se articulan buena parte de las aspiraciones de los grandes reformadores del siglo XVIII, como Feijoo, Macanaz, Campomanes, Aranda, Floridablanca y Jovellanos. La Constitución de Cádiz, también desde este punto de vista, es más una constitución del siglo de las luces que del siglo XIX, como se encargaría de poner de relieve la mayor parte de los liberales españoles a partir de 1834.

Sin embargo, conviene precisar que la aceptación del ideario ilustrado por parte de los Diputados liberales era parcial: se aceptaba la mayor parte de su programa económico-social y educativo, pero no sus premisas políticas y constitucionales. En este campo la diferencia entre ilustrados y liberales era bastante radical. Y la clave para distinguir sus respectivos puntos de vista residía en el sujeto a quienes unos y otros imputaban la soberanía y, a partir de ahí, en el modo de concebir el problema constitucional.

El pensamiento político de la Ilustración pretendió dar al poder absoluto del Rey una fundamentación contractual y racionalista, recurriendo para ello a la idea del pacto de sujeción, a través del cual el pueblo, concebido de un modo orgánico y estamental, enajenaba todos sus derechos al Monarca, quien debería ejercer el poder de forma exclusiva. A estas tesis contractuales, tomadas sobre todo de Samuel Puffendorf, se acogieran, por ejemplo, Campomanes, Aranda y Floridablanca. Por otra parte, numerosos ilustrados hablaban de Constitución como norma limitadora del poder regio y como criterio básico de actuación y organización del Estado, pero tal concepto no se correspondía al moderno concepto de Constitución, acuñado por el liberalismo, sino a un término idéntico al de las leyes fundamentales, a la estructura normativa que resultaba de esta legislación básica y tradicional. Una concepción dieciochesca que había sustentado ya Campomanes y a la que se sumarían Jovellanos, Martínez Marina y los Diputados realistas en las Cortes de Cádiz. La Constitución era el conjunto de normas que delimitaban un orden político básico. Nada más. Se trataba de un concepto puramente material de constitución, que no conllevaba -como acontece con el concepto moderno- ninguna connotación axiológica ni tampoco la exigencia de unos requisitos formales específicos.

Esta concepción se había plasmado en el Estatuto de Bayona, dado en 1809. Este texto era una indudable manifestación de la teoría constitucional de los «afrancesados», afectos casi todos ellos a los principios políticos del Despotismo ilustrado. El Estatuto o Carta constitucional de Bayona -pues Carta era y no Constitución, en el sentido liberal del término- se concebía como una «Ley Fundamental», como la base de un pacto dualista que unía a los «pueblos» con el Rey y a éste con aquéllos, como su mismo preámbulo señalaba. En coherencia con este punto de partida, el Estatuto de Bayona, que hacía del Monarca el centro del Estado y que articulaba a las Cortes como mero órgano representativo-estamental, no contemplaba la posibilidad de su ulterior «alteración», sino que tan sólo permitía introducir «adiciones, modificaciones y mejoras», que el Rey debía sancionar tras la deliberación y aprobación de las Cortes, como se desprendía de los artículos 85 y 146.

Por eso, la Constitución de Cádiz no sólo era la réplica patriótica del Estatuto de Bayona, sino también su réplica liberal. Una doble réplica, pues, que aunaba la independencia de la Nación con su soberanía, y, por tanto, con la posibilidad de que unas Cortes constituyentes, sin el concurso del Monarca, pudiesen «alterar» y no sólo «mejorar», la propia constitución por ellas elaborada. Frente a un «Estatuto» «afrancesado» y todo lo más «reformista”, la «Constitución» de Cádiz suponía una auténtica constitución «nacional» y, a la vez, «liberal» y revolucionaria.

Al liberalismo doceañista, en efecto, ya no le interesaba convertir al Monarca en el eje de las reformas, sino que la Nación habría de ser el único sujeto que legitimase el nuevo entramado político establecido. Por otra parte, habría de ser la Constitución, y no las leyes fundamentales, la norma sobre la que habrían de bascular todos los límites del poder. Y aunque los liberales doceañistas utilizasen también indistintamente el concepto de Constitución y el de leyes fundamentales, en vez de aplicar a aquéllas las notas de éstas, como acontecía con los ilustrados y con Marina, aplicaban a éstas las características de aquélla. Esto es, también aquí, su peculiar historicismo no consistía en deformar los conceptos modernos, sino en deformar el pasado histórico, al empeñarse en «constitucionalizarlo». La Constitución para estos Diputados se concebía como una norma jurídica suprema, fruto de la voluntad nacional constituyente, rodeada de unos requisitos formales distintos y superiores al del resto de las normas jurídicas y sancionadora de unos principios y valores propios del Estado de Derecho: renacimiento de unos derechos y libertades individuales, sistema representativo nacional y división de poderes.

Por todo cuanto se acaba de decir, los liberales doceañistas coincidían con los partidarios de la Ilustración, a la hora de abordar la abolición de la Inquisición, la extinción de los señoríos jurisdiccionales, la proclamación de la libertad de imprenta e industria, la disolución de los gremios y la abolición de los mayorazgos -medidas todas ellas que las Cortes adoptaron- pero cuando se trataba de apuntalar el sistema político las diferencias eran notorias.

Desde luego, la soberanía nacional y la defensa de una Constitución, concebida en su moderno sentido, eran dos premisas que habían defendido ya distintos autores a lo largo del siglo XVIII, incluso bastantes años antes de la Revolución francesa. Así, por ejemplo, Foronda, Cabarrús, Arroyal, Cañuelo, Quintana e Ibáñez de la Rentería.

Sin embargo, este hecho más que relativizar las diferencias entre el ideario de la Ilustración y el del liberalismo evidencian que en el Siglo de las Luces hubo significados intelectuales que, por ser liberales, y, por tanto, revolucionarios, sobrepasaban los esquemas ideológicos, únicamente reformistas, de la Ilustración. De este modo, puede hablarse en España de un liberalismo pre-doceañista, es decir, de un liberalismo que se aceptaba antes de su eclosión histórica, de la misma manera que se puede hablar de un doceañismo pre-liberal, esto es, de unas corrientes de pensamiento que, en plena eclosión histórica del liberalismo en España, se parapetaron filosóficamente en un conjunto de premisas anteriores a él, tal como hicieron los Diputados realistas en las Cortes de Cádiz.

El pensamiento de la Ilustración no influyó, pues, en el liberalismo doceañista más que en aquellos planteamientos extrapolíticos y extraconstitucionales. No obstante, la filosofía de la Ilustración, su concepción del mundo, se percibe indirectamente en teoría constitucional de los liberales doceañistas. Así, por ejemplo, común era a ilustrados y liberales la creencia de un orden natural puramente inmanente como supremo regulador e inspirador de la legislación positiva, el sustrato racionalista, apriorístico y abstracto; el optimismo antropológico a la hora de valorar la relación entre el hombre y la naturaleza; la dimensión utópica a la hora de concebir la acción del Derecho y del Estado sobre el hombre y la sociedad; el historicismo medievalizante era también común a la Ilustración española (distinta en esto de la del resto de Europa) y al liberalismo doceañista. La propia terminología y el lenguaje de los Diputados eran típicamente ilustrados.

Muchos de los artículos de la Constitución de Cádiz reflejan ese talante ilustrado del liberalismo doceañista. La dimensión moral de este talante se ponen de manifiesto en artículos tales como el cuarto: «la nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen»; el sexto: «el amor a la patria es una de las principales obligaciones de todos los españoles, y asimismo, el ser justos y benéficos»; el séptimo: «todo español está obligado a ser fiel a la Constitución, obedecer las leyes y respetar las autoridades establecidas»; el decimotercero: «el objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otra que el bienestar de los individuos que la componen».

El humanismo y el filantropismo, típicamente ilustrados, y en este caso concreto la influencia de Beccaria y Filangieri se manifestaban en artículos como el 287, que obligaba a disponer las cárceles de manera que sirviese «para asegurar y no para molestar a los presos», o el 303, que prohibía el uso del tormento y de los apremios.

La preocupación por el desarrollo económico y técnico, típicamente ilustrada, se recogía, por ejemplo, en el apartado vigésimo primero del artículo 131, que confería a las Cortes la competencia para «promover y fomentar toda especie de industria, y remover los obstáculos que la entorpezcan». Pero acaso fuese en el título IX de la Constitución, dedicado enteramente a la Instrucción Pública, en donde más y mejor se detectase el talante ilustrado de los liberales doceañistas, caracterizado por su confianza en la cultura y en la educación, como mecanismos de regeneración moral del hombre y como elemento capital del progreso social, económico y político. En este título, entre otras disposiciones, se ordenaba el establecimiento «en todos los pueblos de la Monarquía» de «escuelas de primeras letras», en las que debía enseñarse a los niños a leer, escribir y contar, así como -típica característica de la Ilustración española, católica y conservadora- «el catecismo de la religión católica, que comprenderá también una breve exposición de las obligaciones civiles». Se ordenaba también la creación de «universidades y otros establecimientos de instrucción» para la enseñanza de «todas las ciencias, literatura y bellas artes». Asimismo, se creaba una «Dirección General de Estudios» a la que se encomendaba la inspección de la enseñanza pública. Una enseñanza, cuyo «plan general» debían establecer las Cortes, conforme al artículo 131, apartado vigésimo segundo. A las Cortes correspondía también, «por medio de planes y estatutos especiales», el arreglo de cuanto perteneciese «al importante objeto de la instrucción pública».




 4. El influjo escolástico y el tratamiento constitucional de la religión

Una cuarta y última influencia doctrinal se detecta en el liberalismo doceañista y en la misma Constitución de Cádiz: la del iusnaturalismo tradicional, aristotélico-tomista, y muy particularmente, la de la Neoescolástica Española de los siglos XVI y XVII y, dentro de ella, la de su representante más destacado: Francisco Suárez.

Tal influencia en las Cortes de Cádiz tampoco debe resultar extraña si se tiene en cuenta que durante todo el siglo XVIII el escolasticismo siguió gozando de predicamento. Desde luego, las reformas universitarias carloterceristas, la expulsión de los jesuitas, la penetración de las ideas enciclopedistas y la reconversión teocrática, en la línea de Bossuet, de muchos teóricos del absolutismo, fueron factores que contribuyeron a debilitar el influjo de la escolástica en el Siglo de las Luces. No obstante, estos hechos no eclipsaron completamente el prestigio de esta filosofía. El ejemplo de Feijoo es, a este respecto, suficientemente ilustrativo. No debe olvidarse tampoco que la «filosofía perenne» perviviría en los planes de estudio de las universidades españolas durante todo el setecientos.

En las Cortes de Cádiz el influjo escolástico se hizo especialmente patente entre los Diputados realistas. Así, sus tesis sobre el origen, los límites y el sujeto de imputación del poder político gravitaron sobre la clásica noción de la «translatio imperii». En realidad, la filiación doctrinal de los realistas se reducía, desde el punto de vista constitucional, a las clásicas doctrinas escolásticas sobre el poder político y a la teoría jovellanista de las leyes fundamentales, conectada con el constitucionalismo histórico inglés.

La influencia del escolasticismo se hizo también evidente entre los Diputados americanos. A este respecto debe tenerse en cuenta que en la América española la influencia del escolasticismo durante el siglo XVIII fue bastante mayor que en la Metrópoli, del mismo modo que fue menor que en ésta la penetración de las ideas revolucionarias.

Pero lo más significativo es que también en el seno del grupo liberal se detectó la influencia de las tesis escolásticas. Puede decirse, en realidad, que la presencia o ausencia de ciertos rescoldos escolásticos supuso el elemento diferenciados más importante en el seno del grupo liberal. La impronta de algunas tesis de la Escuela es notoria en dos destacados liberales, Muñoz Torrero y Oliveros, cuando abordaron el problema del origen y de los límites de la soberanía. Tanto uno como otro, efectivamente, rechazaron la idea del Estado de Naturaleza y defendieron la tesis de sociabilidad natural del hombre desde unas posiciones inequívocamente escolásticas o, más exactamente, aristotélico-tomistas, consustanciales al iusnaturalismo tradicional, católico, que la Escuela española del Siglo de Oro no había sino renovado y remozado.

Por otra parte, la doctrina de los límites metapositivos de la soberanía -divinos, naturales y teológicos- en la que muy particularmente había insistido la Neoescolástica española del Siglo de Oro, fue aceptada, implícita o explícitamente, por algún Diputado liberal. El mismo exordio de la Constitución, que invocaba a «Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo» como «autor y Supremo Legislador de la Sociedad», y el fuerte matiz religioso, católico, que exuda todo su texto, suponían un implícito reconocimiento de estos límites de índole metapositiva. Unos límites difícilmente aceptables desde unos presupuestos filosóficos exclusiva y estrictamente liberales, basados en una concepción puramente mundana y positiva del poder, en una concepción inmanente y racionalista del «ordo naturalis» y del Estado, que desde Hobbes hasta Marx defendería todo el pensamiento político moderno.

En la Asamblea gaditana los límites metapositivos de la soberanía fueron aceptados, de hecho, de forma indirecta pero innegable, por los Diputados realistas y americanos e incluso por buena parte de los liberales. Así ocurrió de nuevo con Muñoz Torrero y Oliveros.

Estos dos Diputados defendieron también una idea organicista de Nación en la que era perceptible el eco de las doctrinas escolásticas. De este modo, si bien concordaron con los demás Diputados liberales en que la Nación era un sujeto unitario e indivisible, compuesto exclusivamente de individuos iguales, a su juicio tales individuos se agrupaban en familias.

El artículo 155 de la Constitución contenía, asimismo, una fórmula muy significativa, que se repetiría, por cierto, en todas las demás constituciones españolas del siglo XIX, al declarar que el Rey de las Españas lo era «por la gracia de Dios y por la Constitución de la Monarquía española».

Además, algunos términos que todos los Diputados liberales utilizaron, procedían de la literatura escolástica, como el de «monarquía moderada» o el de «poderes comunicados», en vez de los más liberales y modernos «Monarquía constitucional» o el de «poderes delegados».

Ahora bien, es preciso hacer dos puntualizaciones respecto de la influencia del escolasticismo en el grupo liberal de las Cortes de Cádiz. En primer lugar, hay que decir que ésta prácticamente se redujo a Muñoz Torrero y a Oliveros. En los demás, con la excepción terminológica mencionada, no hay rescoldo escolástico alguno o cuando los hay éste era muy débil. En segundo lugar, el influjo de la Escuela alcanza a algunos de los planteamientos de Muñoz Torrero y Oliveros, respecto del origen, los límites y el sujeto de imputación del poder, pero no alcanza, en cambio, a las conclusiones que de estos planteamientos extraen. Así, tanto uno como otro Diputado, pese a haber rechazado las ideas del estado de Naturaleza y del Pacto Social, y pese a defender en contrapartida la teoría de la sociabilidad natural del hombre y la naturalidad del poder, no sostuvieron la teoría de la «Translatio imperii», como habían hecho los Diputados realistas y el propio Martínez Marina, sino que se acogieron a la interpretación liberal del dogma de soberanía nacional, concibiendo la soberanía como un poder unitario, indivisible y jurídicamente ilimitado.

Respecto a esta última nota debe tenerse en cuenta que si bien estos dos Diputados liberales, y alguno más, apoyaron la redacción del Preámbulo de la Constitución -cosa que otros muchos no hicieron, como Toreno y Argüelles- y se adscribieron a la doctrina de los límites metapositivos de la soberanía... no contradecían con ello su concepción jurídica ni el dogma liberal de la soberanía nacional. Ciertamente, sus tesis chocaban con el laicismo consustancial a la doctrina liberal e incluso con la concepción filosófica de la soberanía, con sus supuestos teóricos e históricos más profundos, pero no con su concepto jurídico. Téngase en cuenta, en efecto, que los límites que implícitamente aceptaron no eran jurídicos, en tanto que no eran positivos, sino de índole religiosa, moral y ética. Los límites propiamente jurídicos a la soberanía de la Nación, esto es, las leyes fundamentales de la Monarquía, fueron en cambio, rechazados sin paliativos por Muñoz Torrero y Oliveros al igual que por los demás liberales.

Por último, es preciso señalar que no obstante las manifestaciones organicistas de estos dos Diputados a la hora de pronunciarse sobre la definición de la Nación, debe decirse que este organismo no era ni estamental ni territorial (como sí lo era el de los realistas y el de los americanos, respectivamente). La concepción estamental y territorial de la Nación y de la representación nacional fue incluso condenada por Muñoz Torrero y Oliveros con el mismo ardor con que lo hicieron los demás Diputados liberales. Debe agregarse, que el sentir puramente individualista de la mayoría de los liberales doceañistas fue el que, a la postre, se plasmó en el texto constitucional de 1812.

En consecuencia, pues, hablar del iusnaturalismo tradicional o, más exactamente de la Neoescolástica española del Siglo de Oro, como uno de los componentes ideológicos del primegio liberalismo español y por tanto, como un trazo de su teoría constitucional, solamente es cierto, a nuestro entender, si se tienen en cuenta, como acabamos de decir, que tal corriente sólo se percibe con cierta intensidad en Muñoz Torrero y Oliveros -dos destacadísimos liberales, sin duda alguna- pero que incluso en ellos tal influencia no les impidió adscribirse a las más importantes y decisivas tesis liberales, al haberse manifestado su escolasticismo en algunos de sus planteamientos, pero no así en sus conclusiones.

Por todo ello, más que sostener la influencia del escolasticismo en el liberalismo doceañista parece más correcto señalar tan sólo la huella de la Escuela en algunos de los liberales doceañistas y en diversos preceptos de la Constitución de Cádiz. Pero sin exagerar su importancia cuantitativa ni sobre todo cualitativa. Aunque tampoco, ciertamente, sin minusvalorarla. En este sentido, es preciso reconocer que, a diferencia del liberalismo europeo, el iusnaturalismo tradicional, católico, escolástico, todavía se percibe, siquiera sea terminológicamente, en los planteamientos de dos descollantes liberales de las Cortes de Cádiz y en la misma Constitución de 1812.

Pero era quizá en el tratamiento constitucional de la religión en donde las diferencias entre el liberalismo europeo y la Constitución de Cádiz eran más marcadas. «La religión de la Nación española -decía el artículo doce de este Código- es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra».

¿Significaba este artículo que el liberalismo español se diferenciaba en punto a la libertad religiosa del liberalismo europeo? En modo alguno. A este respecto es más necesario que en ninguna otra cuestión distinguir, tal como antes adelantábamos, entre el liberalismo doceañista y la Constitución de Cádiz, y tener en cuenta que si bien en esta Constitución se plasmaron en gran medida las ideas constitucionales del liberalismo doceañista, no se plasmaron todas y, lo que es más importante, algunas de las que se plasmaron no eran las del liberalismo doceañista, sino las que éste se vio obligado a aceptar por mor de las circunstancias históricas. Esto fue precisamente lo que aconteció con el tratamiento constitucional de la religión católica y de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Las circunstancias históricas, próximas y remotas, explican este tratamiento a todas luces tan liberal, tan opuesto a la tolerancia y al laicismo consustanciales al liberalismo. Los liberales doceañistas se vieron obligados a aceptar esta intolerancia religiosa y este clericalismo constitucional como consecuencia del sentimiento religioso tradicional del pueblo español, exacerbado durante el período histórico en que se elaboró la Constitución de Cádiz. Debe añadirse a ello la influencia del clero en España y en las propias Cortes.

Pero debe decirse también que el tratamiento constitucional de la religión no agradaba a los Diputados liberales, ni siquiera a aquellos que eran clérigos y que, como Muñoz Torrero y Oliveros, habían mostrado un inequívoco apego a ciertas tesis tradicionales. Ello es preciso afirmarlo enérgicamente. Ahora bien, en una prueba de prudencia y sensatez políticas, se vieron obligados a transigir. Primero, porque era preciso ante todo sacar adelante el texto constitucional. Y sin estas concesiones, sin duda importantes, probablemente hubiese sido imposible, sobre todo después de que las Cortes decretasen la Libertad de Imprenta y aboliesen el Tribunal de la Inquisición. Unas medidas que cercenaban en alto grado la influencia de la Iglesia Católica. Segundo, porque los liberales pensaban que tan contundente declaración de intolerancia podría acallar las reticencias del pueblo hacia el sistema constitucional. Un pueblo que, azuzado por el clero, era en su inmensa mayoría hostil al liberalismo.

[...] le imponía. En esta cuestión, como en otras muchas, el liberalismo español no era muy distinto del europeo, lo que era distinto, lo que tenía que ser distinto, era el liberalismo en España, en la España de 1812.

En definitiva, pues, la teoría constitucional del liberalismo doceañista respondía a una mixtura de influencias doctrinales. Las ideas propiamente liberales se hallaban así contrarrestadas y atenuadas por otras que procedían de unas corrientes de pensamiento distintas del liberalismo. De ahí que esas ideas no llegasen a alcanzar la pureza y extremosidad que alcanzaron en otras latitudes, singularmente en Francia. Sin embargo, ni las apelaciones a la tradición nacional, ni las similitudes con el reformismo ilustrado, ni los rescoldos escolásticos, llegaron a impedir que la teoría constitucional que sustentaron los liberales en las Cortes de Cádiz presentase un indudable carácter revolucionario y un claro entronque con el liberalismo europeo, particularmente con el francés.

Algo semejante puede decirse de la Constitución de 1812. No puede negarse que en ella los liberales hicieron algunas concesiones al tradicionalismo, como la ausencia de una declaración de derechos, ordenada y sistemática, y la intolerancia religiosa que consagra. Precisamente el catolicismo intransigente de esta Constitución junto al sentimiento nacionalista y antinapoleónico que animó su redacción, son elementos que explican su prestigio y proyección exterior en la América hispana. No obstante, en lo esencial, esta Constitución se inspiraba en los principios nucleares del constitucionalismo radical europeo, particularmente en el dogma de soberanía nacional, en la teoría de la división de poderes y en el reconocimiento de la igualdad jurídica y de la libertad personal como bases del nuevo Estado y de la nueva sociedad. Asimismo, esta Constitución, a pesar de las concesiones al tradicionalismo, antes señaladas, y de una terminología muy peculiar, presentaba una similitud muy grande con la Constitución francesa de 1791, sin duda el modelo que los liberales doceañistas tuvieron más en cuenta, aunque se cuidasen mucho de reconocerlo.

El tratamiento constitucional de la religión y de las relaciones entre la Iglesia y el Estado que se dio en la Constitución de Cádiz no era, en definitiva, exponente de lo que el liberalismo español pensaba, sino de lo que al liberalismo español la historia de España.


 II.- El nuevo rumbo del liberalismo y el abandono de la Constitución de Cádiz

Entre 1814 y 1833 se va conformando una teoría constitucional sensiblemente distinta a la que acabamos de describir. Circunstancias de muy diversa índole inducen al grueso del liberalismo español a adoptar un nuevo rumbo y a abandonar buena parte del programa doceañista y, entre éste, la Constitución de Cádiz, ¿qué ha pasado entre estas dos fechas? Pues han pasado muchas cosas. En dos ocasiones los liberales españoles se verán obligados a abandonar España y a buscar refugio en los países más avanzados de la época. Los exilios marcaron decisivamente a estos liberales e influirán sobremanera en su cambio de teoría y de programa constitucionales. Pero entre ambos exilios hubo, además, una experiencia constitucional muy desalentadora: la del Trienio de 1820 a 1823. Esta experiencia supuso un segundo ensayo -o, en rigor, podría decirse que el primero- del sistema constitucional diseñado en el año 12. Y este ensayo no fue precisamente muy feliz. Sirvió para que muchos liberales enmendaran los principios constitucionales que los liberales doceañistas habían defendido en las Cortes de Cádiz y que en el Trienio se mostraron bastante inoperantes.

Todo ello permite explicar que un año después de la muerte de Fernando VII, en 1834, tras la restauración del sistema constitucional con la promulgación del Estatuto Real, se aprecie ya un cambio decisivo en la teoría y el programa del constitucionalismo español. El período de vigencia del Estatuto -dos años-, pese a ser tan breve, tendrá también una gran importancia en el nuevo rumbo del constitucionalismo español al introducirse durante él unos principios y unas prácticas constitucionales desconocidas hasta entonces. Las Cortes constituyentes de 1837 son quizá el momento histórico en el que de modo más evidente se pone de manifiesto el cambio del constitucionalismo español. La Constitución que ese año se elabora es una muestra decisiva de este cambio. Un cambio que se va aquilatando durante los ocho años de vigencia de este texto constitucional y que presenta ya una completa madurez en las Cortes reformistas de 1845 y en el texto constitucional que estas Cortes elaboraron.

 

1. Los exilios y el Trienio Constitucional

En 1814 y 1823 se producen en nuestra patria dos reacciones absolutistas que echan por tierra el sistema constitucional diseñado por los constituyentes gaditanos. Como consecuencia de ello, los liberales que consiguen salvar su vida se ver abocados al exilio. El exilio, triste fenómeno que, en sus dimensiones modernas, esto es, masivas y no ya individuales, comienza en España la época que ahora nos ocupa, sin que desgraciadamente finalice con ella...

A los exiliados liberales se agrega, en 1814, un importante número de afrancesados, que un año antes emigran al vecino país, acompañando a las vencidas tropas invasoras. Huyen, entre otros liberales, el Conde de Toreno, y Álvarez Flórez Estrada. Hacen lo propio el afrancesado Javier de Burgos, Moratín, Meléndez Valdés, y un largo etcétera. Calatrava, Agustín de Argüelles y Martínez de la Rosa, destacados liberales de la primera hora, corren peor suerte: son encarcelados, al lado de no pocos correligionarios, en alejados y lóbregos presidios.

La historia se repite en 1823. Pero, si cabe, con más trágicos ribetes. El éxodo es mayor y más largo. El contingente más numeroso de exiliados se dirige a Inglaterra, país en el que se refugian Calatrava, Mendizábal, Istúriz, Alcalá Galiano y Argüelles. Otros liberales bien significativos, como Toreno y Martínez de la Rosa, buscan asilo en Francia, adonde, en 1830, con el triunfo de la Revolución de Julio, se traslada casi enteramente la colonia liberal ubicada en Inglaterra. Un número bastante menor de españoles se reparte, en fin, por otros países: Bélgica, Portugal, especialmente a partir de 1826, y América, la hispana y la anglosajona.

No fue corto, antes por el contrario, fue abultado, el número de expatriados. Pero más que la cuantía interesa subrayar su calidad. Y ésta salta a la vista. Tanto en un exilio como en otro, efectivamente, lo que se va es la inteligencia, y lo que se queda..., lo que se queda es el marasmo. No todos los exiliados, ciertamente, formaban parte de las clases ilustradas, pero puede decirse, sin incurrir en exageración alguna, que lo más granado de la política y de la cultura española, que la «inmensa minoría», se ve obligada a abandonar el solar vernáculo. La España constitucional del Trienio y la que, penosamente, belicosamente, se intenta construir a partir de 1834 fue en gran medida obra de estos expatriados (en la justa medida en que un país, incluso si es liberal, puede ser obra de unos pocos). Sin ellos, el liberalismo español de la primera mitad del pasado siglo resultaría, sencillamente, incomprensible.

Es de sumo interés, por ello, conocer cuál era el panorama constitucional que estos exiliados encontraron en Europa, en particular en Francia e Inglaterra, lugar de destino de la mayoría de ellos. Y, asimismo, es preciso indagar cuál fue el influjo de este panorama en sus ideas.

Comencemos por la primera interrogante. La caída de Napoleón marca en la historia de Europa una línea divisoria sobremanera importante. A la par que se reordenan las relaciones internacionales, se produce un profundo replanteamiento ideológico en el seno del liberalismo. Un replanteamiento que, en sus grandes líneas, permanecerá hasta ese gran cataclismo que fue la Revolución de 1848, que a tantos fantasmas abrió la esclusa. Entre 1815 y 1848 el liberalismo presenta así una fisonomía peculiar, bastante diferente de la que había caracterizado al liberalismo revolucionario del siglo XVIII. Puede decirse, un tanto esquemáticamente, que este cambio obedecía a la diferente actitud de la burguesía. A la burguesía ofensiva, radical, «ingenua», de 1789, sucede una burguesía defensiva, acomodaticia y «sensata», a la que ya no interesa conquistar el poder en nombre de la mayoría, sino que, habiendo accedido ya a él (pactando, con mayor o menor intensidad, con- las rehabilitadas clases del Antiguo Régimen) trata de conservarlo, frente a cualquier amenaza que proceda de las clases sociales excluidas de los centros de decisión política. Este cambio se plasma con gran claridad en el sesgo que adopta por esos años el liberalismo y se manifiesta ante todo en el abandono del iusnaturalismo racionalista y de los principios constitucionales que a su amparo se habían elaborado. Conviene detenerse un tanto en este abandono, por ser para el objeto de este trabajo importante en grado sumo.

El iusnaturalismo había servido a la burguesía para destruir el antiguo orden de cosas. Su carácter revolucionario iba ligado íntimamente a su carácter abstracto. En nombre de la Razón Natural y apelando a la Libertad, a la Igualdad y a la Propiedad, se habían resquebrajado los fundamentos de la Monarquía Absoluta y de la sociedad estamental, eliminándose las desigualdades políticas y sociales ínsitas a ellas, cuyo sustento legitimador se hallaba en la historia o en su orden natural supuestamente sancionado por la divinidad. Todas las categorías constitucionales que conformaban el armazón nuclear de la teoría constitucional revolucionaria estaban troqueladas por este espíritu racionalista, secularizado, e inspiradas, más o menos directamente, en el corpus de la filosofía política del iusnaturalismo racionalista, heredero de las grandes especulaciones científicas de los siglos XVI y XVII. Así ocurría, desde luego, con las tesis del estado de Naturaleza y Pacto Social. Pero también con el dogma de la soberanía nacional, consecuencia de aquéllas, y con las ideas de Nación y de Representación. La elaboración de estos conceptos se hacía con una deliberada abstracción de los grupos sociales y de las unidades territoriales realmente existentes y actuantes en una concreta comunidad histórica. Los Derechos Naturales se presentaban como fruto irrenunciable del hombre en cuanto tal, es decir, en cuanto miembro de la Humanidad -abstracción superlativa-, y no como parte integrante de una determinada ciudadanía. La división de poderes se concebía con la finalidad de garantizar estos derechos y con el deseo de alcanzar un exacto y perfecto equilibrio entre las piezas del Estado, pensado, al igual que el Cosmos, como una maquinaria con su propia lógica inmanente. La actividad estatal toda, debía estar sometida a la ley y primordialmente a la Constitución, concebida -como lex suprema, como fundamento de validez de todas las demás leyes y a la vez como el fiat del orden social y del orden histórico. Pero dentro del ideario revolucionario era la idea de poder constituyente la que mejor expresaba ese inescindible aunamiento de racionalidad y subversión. El poder constituyente ocupaba respecto de la teoría constitucional el mismo lugar que la duda metódica respecto de la filosofía y la ciencia moderna. Si la idea cartesiana había permitido cuestionar las hasta entonces incuestionables verdades generales o premisas mayores del razonamiento silogístico, la idea de poder constituyente expresaba con inusitada claridad lo que, al decir de Ortega, es común a toda Revolución: el intento de lo abstracto de sublevarse contra lo concreto.

La teoría del poder constituyente no era, en rigor, más que una teoría de la revolución en compendio. Una teoría del Tercer Estado, tan revolucionaria y tan compendiada -tan pedagógica, podría decirse- como años más tarde lo sería el Manifiesto Comunista. Es decir, la teoría revolucionaria del Cuarto Estado. Ahora bien, si en la Teoría del Poder constituyente era clara su finalidad revolucionaria, no lo era menos su sustrato racionalista. Carl Schmitt recuerda, a este respecto, que la distinción de Sieyès entre este poder y los poderes constituidos era una réplica en el orden político a la concepción spinoziana del universo bajo dos formas: natura naturans y natura naturata.

Pero esta ideología iusnaturalista, revolucionaria, plagada de abstracciones, se abandona a partir de 1815, al igual que la dogmática constitucional construida a su abrigo. El nuevo liberalismo europeo, especialmente, claro es, el francés -al que de modo primordial nos hemos venido refiriendo- reflexiona sobre los «excesos» de la Revolución de 1789, sobre sus causas y sobre sus efectos. La ideología iusnaturalista, por su ambigüedad, por su multivocidad, se presenta como un arma de doble filo, en extremo peligrosa para la burguesía, que va haciéndose, sobre todo a partir de la Revolución de Julio, con las riendas de la sociedad y del Estado. Las abstracciones, como la libertad y la igualdad, pueden ser utilizadas por las clases excluidas de la nueva organización social para reivindicar el sufragio universal o incluso transformaciones en el orden económico-social. Así había ocurrido de hecho en el período más extremo de la Revolución Francesa, en 1793, en la época de la Convención y del «Terror» -y la idea de Democracia se asociará indefectiblemente en adelante a esta época- y así había ocurrido también en la Revolución Inglesa del siglo XVII, por parte de diversos grupos radicales: los «levellers» y los «diggers», por ejemplo.

El liberalismo reacciona, por ello, contra las máximas abstractas y radicales, contra los apotegmas revolucionarios. Hay un verdadero furor contra todo lo que en política sea especulativo, tachando, con odio o desdén, de abominable metafísica. En esta reacción contra el iusnaturalismo coinciden, en realidad, movimientos ideológicos muy diversos: el utilitarismo en Bentham, el positivismo de Comte, las teorías constitucionales de Constant, las construcciones doctrinales de los doctrinarios franceses, la Economía Política de Say, las doctrinas reaccionarias de De Maistre y De Bonald, de Chateaubriand, de Adam Müller, de Haller, de Gentz, y, en fin, la Escuela Histórica de Savigny. Todo este movimiento de ideas, pese a sus múltiples diferencias entre sí, convergían en un punto: el rechazo sin paliativos del viejo Derecho Natural racionalista, apoyatura filosófica primordial del primer liberalismo europeo continental.

El positivismo y el historicismo romántico y conservador son las dos grandes ideologías que vienen a sustituir al iusnaturalismo racionalista. Las abstracciones ceden paso, así, a las concreciones. Se exaltan las diferencias. Diferencias sociales, a las que apela el positivismo de cortes sociológico, con objeto de defender los nuevos intereses de la burguesía post-revolucionaria. Diferencias nacionales, en las que se apoya el romanticismo político, con el objeto de defender los intereses del Antiguo Régimen. El eclecticismo triunfa. La burguesía se aristocratiza y la aristocracia se aburguesa. Fenómeno este que, por lo que a Francia atañe, está perfectamente descrito en las grandes creaciones literarias de Balzac y Stendhal. Pero del mismo modo que en la nueva sociedad la burguesía y la aristocracia se fusionan, en el campo del pensamiento el liberalismo intenta conciliar lo antiguo con lo nuevo, las ideas e instituciones del pasado con las ideas e instituciones de nueva planta. La libertad y el orden, se afirma por doquier, pueden caminar juntas.

Era perfectamente comprensible que en este ambiente el liberalismo europeo mirase hacia Gran Bretaña. El pensamiento inglés ofrecía una atrayente síntesis de empirismo e historicismo. LockeHumeAdam SmithBenthamBurkeJames Mill, eran exponentes significativos de esta mixtura de pragmatismo y raigambre nacional, de progreso y tradición, de libertad y orden, aunque en cada uno de estos autores estos ingredientes no se encontrasen siempre nivelados. Había en todos ellos, desde luego, un sentimiento común de profundo rechazo a lo dogmático, a las abstracciones, a las que tanto propendía el pensamiento continental, especialmente el francés. Propensión que el propio Tocqueville había ridiculizado con ironía en su obra capital sobre la democracia.

La Constitución británica, asimismo, era el fruto más tangible de esa mezcla «razonable», pero no racional, de tradición y progreso, que tan sabiamente había sabido conjugar la autoridad con la libertad el pasado con el presente.

En el continente, y, sobre todo, en Francia, esta anglofilia no era en modo alguno original. Se trataba, en realidad, de retomar la tradición liberal, aristocratizante y antidemocrática, de Voltaire y de Montesquieu, que la Gran Revolución había dejado en un segundo plano por el obnubilamiento que sobre gran parte de sus espíritus rectores habían producido los escritos anglófobos y democráticos de RousseauMably o incluso Sieyès. En la propia Asamblea Constituyente de 1789, un grupo selecto de Diputados -MirabeauLafayette y Mounier, por ejemplo- habían sustentado, sin éxito, las tesis «inglesas»: bicameralismo, veto absoluto a favor del Monarca, sistema parlamentario. En la Francia post-napoleónica, el engarce con la tradición liberal anglófila sería llevado a cabo por los doctrinarios: Royerd-CollardGaranteBogueRemussant, y por Benjamin Constant. En Alemania, esta anglofilia estaría bien representada por Gneist y por Guillermo Von Humboldt.

Este giro doctrinal del liberalismo europeo se plasma, como no podía dejar de ser, en los textos constitucionales de la época. Ya no se trata de unas Constituciones emanadas de la voluntad nacional -salvo la belga de 1831-, sino de «Cartas » (y este nombre es bien significativo) que son o bien concesiones graciosas de la Corona, como la francesa de 1814 y la portuguesa de 1826, o fruto del pacto entre ésta y la representación nacional, como la francesa de 1830. De todos los textos constitucionales desaparecen las declaraciones de Derechos «Naturales» del «hombre». Se consignarán tan sólo, y muy brevemente, los derechos individuales de los «belgas», los «franceses» o los «portugueses». La separación de poderes cede paso a una colaboración entre el ejecutivo y el legislativo, siguiendo las pautas del sistema de gobierno parlamentario, que desde Inglaterra se extiende a toda la Europa liberal. El Rey refuerza sus poderes, especialmente el legislativo, al atribuírsele el veto absoluto y la participación en la reforma constitucional. El Parlamento se divide en dos Cámaras: la Baja, cuya designación se recomienda a un muy reducido cuerpo electoral; la Alta, que, a imitación de la Cámara de los Lores, pretende dar acogida a los estratos más elevados de la burguesía, a la Nobleza terrateniente y a las más altas dignidades eclesiásticas.

Esta era, a grandes trazos, la Europa constitucional con la que los exiliados españoles se encuentran. ¿Podrían sustraerse a su influjo? Difícilmente. Y de hecho las nuevas ideas hicieron mella en estos expatriados. En una minoría de ellos, ciertamente. Pero en la minoría más influyente en la posterior historia de España.

Dentro de estas ideas conviene destacar la influencia de Jeremías Bentham. Ciertamente, ya desde la temprana fecha de 1807, alguna obra suya era conocida en España, como, por ejemplo, los «Principios de Legislación Civil y Penal», uno de cuyos ejemplares cayó en manos de Toribio Núñez, a la sazón residente en Salamanca. Esta obra, como otras muchas de otros autores transpirenaicos, fue introducida en España por las tropas francesas en su marcha hacia Portugal. En las mismas Cortes de Cádiz, en cuyo recinto la resonancia de este autor fue muy escasa, el eco de sus doctrinas se percibió, sin embargo, en un destacado liberal, Agustín Argüelles, que había vivido en Inglaterra entre 1806 y 1808. Ahora bien, la influencia de Bentham en España, que fue enorme, y que afectó tanto a progresistas como a moderados, se produce a partir de los años veinte, precisamente gracias a los contactos directos con su persona y con sus obras por parte de los liberales españoles durante los años que ahora se analizan y como consecuencia de la tenaz labor difusora que, ya en el Trienio, llevaron a cabo Toribio Núñez y Ramón de Salas.

Pocos autores como Bentham habían fustigado con mayor acritud las ideas de los revolucionarios del siglo XVIII; que en buena medida habían sido también las del primer liberalismo español. Las tesis del «estado de Naturaleza», del «pacto Social», de los derechos «naturales», de la soberanía nacional, de la ley como expresión de la voluntad general, habían sido sometidas a una implacable crítica en casi todas sus obras y muy especialmente en su «Treatisse of political sophismes», en donde va desgranando y a la par demoliendo dialécticamente cada uno de los preceptos de la Declaración de Derechos de 1789.

Pero si el utilitarismo de Bentham repercutió con más vigor, como es lógico, entre los emigrados en Inglaterra, los liberales que en cambio huyeron al otro lado de los Pirineos, así como una parte no pequeña de los afrancesados, se entusiasmaron con la filosofía sensualista y ecléctica de Desttut de Tracy -cuya influencia se percibe con claridad en las «lecciones» de Ramón de Salas- y de Cousin, al igual que las tesis de los doctrinarios, cuyo influjo se hizo notar entre los liberales más templados, como Martínez de la Rosa, cuyo trato personal llegó a frecuentar.

También las premisas del más importante teórico constitucional de la época, Benjamin Constant, fueron conocidas por los expatriados españoles. Prueba fehaciente de ello es que en 1820 sale a la luz una versión castellana de su «Curso de Política Constitucional», debida a la pluma de Marcial Antonio López. Y el conocimiento del publicista francés es manifiesto, asimismo, en las «Lecciones» de Ramón de Salas, publicadas en 1820.

A todo ello debe añadirse la influencia del positivismo sociológico comtiano, que, como más adelante veremos, formaría parte de la filiación doctrinal del liberalismo progresista y moderado.

Los exilios supusieron, así, un auténtico puente cultural entre Europa y España, a cuyo través penetraron las nuevas corrientes del pensamiento constitucional liberal. Y junto a ellas penetraron también las nuevas prácticas constitucionales, como las que acompañan al sistema de gobierno parlamentario, que los refugiados españoles tuvieron «in situ» oportunidad de conocer.

Todo ello fue modificando la teoría y el programa constitucionales del liberalismo español. Así, a partir de 1834, la mayoría de los liberales, fuesen progresistas o moderados, manifestarán sin ambages la necesidad de llevar a cabo una profunda revisión del texto constitucional de 1812. Y ello con el objeto de acompasar el rumbo político del país al nuevo «espíritu del Siglo», a las nuevas necesidades y al estado de Opinión reinante en Europa. En esa Europa que ellos habían contribuido a dar o conocer.

En realidad, durante el Trienio Constitucional se hace ya patente la existencia de una corriente liberal que se separa de las doctrinas que habían inspirado a los redactores de la Constitución de Cádiz, restaurada tras el Levantamiento de riego. El deseo de introducir una segunda Cámara en la estructura de las Cortes, así como el reforzar las atribuciones de la Corona y parlamentarizar a la vez la Monarquía, fue común a muchos liberales. Estos deseos reformistas eran alentados sobre todo por los elementos más moderados del liberalismo, especialmente después de los graves sucesos de julio de 1822. Algunos de estos liberales, como el Conde de Toreno, habían tenido una descollante participación en la primera época constitucional, pero ahora mudaban sus antiguos fervores revolucionarios por su admiración hacia las nuevas doctrinas que imperaban en Europa.

Estos anhelos reformistas eran compartidos por los antiguos afrancesados, muchos de los cuales habían regresado a España a partir de 1820. La Constitución de 1812 repugnaba a sus ideas conservadoras. Añadíase a ello el odio que les inspiraban los hombres del doce, quienes seguían echándoles en cara su capitulación con el Rey Intruso.

Pero este distanciamiento de la Constitución de Cádiz no afectó solamente a los elementos más templados del liberalismo. Argüelles, por ejemplo, reconoció en las Cortes de 1837 que ya en el Trienio era muy consciente de los defectos de este texto. Y Alcalá Galiano, por su parte, conocido «exaltado» de la época, confiesa en sus «Memorias» que en aquel entonces se hubiese alegrado de ver en España una Cámara Alta y una Monarquía con más prerrogativas que las que le daba la Constitución de 1812, así como unas Cortes menos poderosas y que no gobernasen.

En realidad, en el Trienio se manifiesta ya un cambio de mentalidad y de estilo. Mientras en las Cortes de Cádiz habían predominado los discursos doctrinales e incluso académicos, en las Cortes del Trienio se insiste más en las cuestiones prácticas y políticas. En estas Cortes, además, el historicismo doceañista sufre un considerable retroceso, pese a formar parte de ellas Francisco Martínez Marina. Esta deshistorización del liberalismo se percibe en las «Lecciones de Derecho Público Constitucional», escritas por Ramón de Salas, quien incluso se atreve a criticar la conservación del nombre histórico de Cortes para designar a la Asamblea legislativa.

¿A qué obedecía este distanciamiento del liberalismo doceañista por parte de no pocos y desde luego muy influyentes liberales? Pues, en primer lugar, era consecuencia de la recepción de las nuevas ideas y prácticas constitucionales imperantes en la Europa postnapoleónica. Una recepción, que iniciada en el exilio de 1814-1820, prosiguió durante el Trienio, incluso con más intensidad y extensión. El Trienio fue una época en la que la libertad de imprenta tuvo escasas trabas, lo que auspició considerablemente el tráfico cultural. En la difusión de las nuevas ideas, los afrancesados jugaron un papel primordialísimo. Ahí están los nombres de Toribio Núñez y Ramón de Salas, divulgadores de Bentham, y de Marcial Antonio López, traductor de Benjamin Constant. No debe olvidarse, además, a un grupo de afrancesados, en extremo interesante, cuyas ideas eran de marcada orientación conservadora. Nos referimos al grupo formado por Alberto Lista, Sebastián Miñano y José Mamerto Hermosilla. Este grupo, bajo la dirección política de Lista, llevó a cabo una constante labor de difusión de las nuevas ideas, a través de las páginas de «El Censor », cuya seriedad contrastaba con la superficialidad y chabacanería de la mayor parte de la Prensa exaltada. En las páginas de esta Revista, de periodicidad semanal, se ensalzan las ideas de Costant, de los doctrinarios franceses, y de J. Bentham, de quien se editan los «Sofismas Anárquicos»; se publican también las «Cartas de Say a Malthus»; se comentan elogiosamente varias obras de Guizot, de Savigny y del Conde de Saint-Simon. Todo ello calaría hondo en las mentes liberales más receptivas, induciéndolas a replantearse sus antiguas fidelidades a la teoría abstracta y radical del doceañismo, así como a buena parte del programa político que la Constitución del doce establecía.

Pero, en segundo lugar, este replanteamiento respondía a otra razón. Durante el Trienio se percibe, prácticamente por vez primera, las deficiencias de la mítica Constitución de Cádiz. Hasta aquel momento el código doceañista no había sido más que un texto normativo con una aplicación, sobre efímera, parcial. Claro es que al calificarlo de mero texto normativo se oculta el valor metajurídico que este texto tenía. En 1820, la Constitución de Cádiz, odiada y amada hasta extremos hoy difíciles de creer, era ante todo un símbolo. Para los realistas representaba la suprema encarnación del mal, el instrumento cuasi diabólico que había consagrado en la tradicional España toda la retahíla de foráneas y disolventes novedades que el Siglo de las Luces -el impío Siglo de las Luces- había engendrado. Para la mayor parte de los liberales, aunque ya no para todos, puesto que el exilio les había revelado nuevos horizontes, el código doceañista seguía suponiendo, por el contrario, no ya un código aceptable, sino la más alta conquista en la lucha por la libertad y la independencia nacional, por cuya defensa habían sido objeto de tantos y tan grandes padecimientos. Pues bien, de 1820 a 1823, la opinión realista se mantiene y aún se acentúa; la liberal, en cambio, varía. ¿Por qué? Pues porque durante estos tres años la Constitución ya no podía ser sólo un símbolo, sino que era menester que se convirtiese en un instrumento garantizador del sistema político. Y este instrumento, para no pocos liberales, convencidos todavía de su bondad en 1820, se mostrará inservible o, cuando menos, harto deficiente. No más, pues, la pura aplicación de este texto causará su descrédito entre una parcialidad liberal.

Desde luego, el fracaso del sistema político vigente durante el Trienio se debía -conviene apresurarse a decirlo- a causas por completo ajenas al texto constitucional, que la historiografía de este período ha puesto suficientemente de relieve. El acoso de los realistas, que nunca dejaron de conspirar; el enfrentamiento, a veces violento, de los liberales, divididos ahora en «moderados» y «exaltados» y, dentro de estos dos grupos, en tendencias y capillas múltiples; la proliferación de sociedades secretas, poco proclive a la salud del juego político; la mala fe del Rey y las intrigas palaciegas; la hostilidad que el nuevo Régimen provocó en las potencias extranjeras, son algunas de las causas que explican el fracaso del Trienio Constitucional.

Ahora bien, no es menos cierto que la Constitución de Cádiz no contribuía a aliviar tan desconsolador cuadro. Antes al contrario, lo agravaba. Y lo agravaba, primeramente, por su ya comentada incapacidad integradora. La Constitución se mostró incapaz de atraer, no ya a los realistas, sino incluso, como se ha dicho, a algunos liberales y a los influyentes afrancesados, que pretendían atraer al campo liberal a las fuerzas menos intransigentes del Antiguo Régimen, así como a la burocracia salida de la reforma administrativa. Pretensión que sólo podía realizarse si se reformaba la Constitución de 1812 y se introducía un sistema bicameral. Por otra parte, la rígida separación de poderes que esta Constitución consagraba, coadyudaba a enturbiar el ambiente político y a erosionar el ya de por sí quebradizo sistema constitucional. Tal extremo se hizo especialmente evidente después de las elecciones de 1822, de las que surgió en las Cortes una mayoría «exaltada”, en conflicto con el gobierno «canillero». Ello, por fuerza, aconsejaba a muchos liberales a reforzar las prerrogativas del ejecutivo frente a las del legislativo y a implantar en nuestro país un «sistema de Gobierno de mayoría», es decir, parlamentario.

Pero, en tercer y último lugar, el deseo de reformar la Constitución de 1812 en un sentido conservador, era auspiciado también por los gobiernos de Francia e Inglaterra. El código doceañista era juzgado por estas dos potencias -y, desde luego, por Rusia, Austria, Prusia y el Vaticano- como excesivamente revolucionario. Y es más. Y lo que aún era peor: contagiosamente revolucionario, a la vista de la atracción que había suscitado allende nuestras fronteras. En Portugal, en las Dos Sicilias, en el Piamonte y en varias naciones de la América Hispana, en efecto, la Constitución de Cádiz se había adoptado como bandera propia, de igual modo que más tarde, en 1825, lo harían los «decembristas» rusos. En realidad, la promulgación de esta Constitución en 1820 había supuesto una luz de esperanza para los liberales radicales y para los demócratas de toda Europa, relegados o perseguidos a consecuencia de la política reaccionaria que la Santa Alianza había impuesto en el viejo continente. La Constitución de 1812, fruto señero de una guerra de Independencia nacional, primero, y enarbolada osadamente, después, ante las fauces de la reacción internacional, se convirtió en un punto de referencia para todo el movimiento liberal y nacionalista de Europa y América, marcando, así, un hito decisivo en la historia del constitucionalismo occidental y no sólo en el español.

Con su restablecimiento, en 1820, el epicentro de la Revolución europea se había trasladado a España. Esto es, a una Nación que pocos años antes había asombrado al mundo entero por la heroica victoria que su pueblo, galvanizado en su mayoría en defensa de la Monarquía tradicional y de la Religión, había infligido a Napoleón, la bestia negra de la Europa reaccionaria. El pasmo y el estupor de esta Europa eran ahora perfectamente comprensibles. Nada menos que España, y no Francia, como hubiera podido esperarse, introducía la primera fisura en el orden internacional delimitado en 1815. Pero al pasmo y estupor sucede la venganza. Las Cancillerías europeas decidieron a toda costa abolir la tan temida -por tan venerada- Constitución de 1812. De ello se ocupó, siguiendo las instrucciones del Congreso de Verona, el Conde de Angulema al frente de los Cien Mil Hijos de San Luis, cuya labor -conviene no olvidarlo- fue apoyada por la mayoría del pueblo español, ajeno, cuando no francamente hostil, al movimiento liberal y a la Constitución de Cádiz.

Pero la abolición del texto de 1812 no conllevó su sustitución por otro más moderado, sino por el más puro y duro absolutismo. Así había ocurrido en 1814, pese a los deseos de los «Persas» y a las promesas de Fernando. Así volvía a ocurrir en 1823, pese a las intenciones de Francia e Inglaterra y de buena parte de los liberales españoles. Tiempo habría, sin embargo, de que estas tendencias reformistas se llevasen a cabo.

 

2. El Estatuto Real y la Constitución de Cádiz

Tras la muerte de Fernando VII, en septiembre de 1833, y en medio del conflicto dinástico que dicha muerte provoca -aunque, en puridad, lo dinástico era lo más aparente del conflicto- se vuelve a plantear el problema constitucional de España. La solución que ofrece Cea Bermúdez, antiguo afrancesado, en el Manifiesto de 4 de octubre, resultaba de todo punto inadmisible. A pocos convencía su anacrónico intento de exhumar un programa de gobierno acorde con el Despotismo ilustrado carlotercerista, pero no con los nuevos tiempos que corrían. Las reformas administrativas y económicas que Cea anunciaba, si necesarias, bastaban. Preciso era iniciar la reforma política. Ahora bien, ¿en qué debía consistir esta reforma? No, ciertamente, en restaurar la Constitución de 1812. Esta Constitución, aunque seguía contando con simpatías, como se dirá más adelante, repugnaba a la Corona y a los «cristianos», que desde los últimos años de la «década ominosa» se habían hecho con el poder. Además, la restauración del código doceañista restaría apoyos a la causa de Isabel II, pues ni agradaba a los liberales más templados, ni a Francia, Inglaterra y al Portugal antimiguelista. Y este apoyo internacional resultaba decisivo para contrarrestar el que prestaban las potencias absolutistas, y entre ellas el Vaticano, a las pretensiones de Don Carlos. La proclamación del código gaditano resultaba, pues, en aquellas fechas, impensable. Era menester, en cambio, instaurar en España un sistema constitucional acorde con las pautas que por aquel entonces regían en la Europa liberal. Martínez de la Rosa y Javier de Burgos fueron los artífices de esta operación. El resultado es bien conocido: el Estatuto Real.

Hoy en día, difícil resulta negar la importancia del Estatuto Real en el conjunto de nuestra historia constitucional. Quisiéramos, por nuestra parte, insistir ahora en la influencia que este código ejerció en el seno del liberalismo español -de todo él, y no sólo de la parte que le fue favorable- al encarrilarlo, más todavía de lo que en 1833 pudiera estarlo, por unos derroteros bastante desviados de los prístinos criterios doceañistas. Conviene advertir, no obstante, que esta influencia no se debió tanto a su texto, como a su contexto. Es decir, el sistema político que durante dos años surgió a su abrigo. Este sistema, además de apuntalar en España al Estado Liberal y, consiguientemente, de poner la puntilla a la Monarquía Absoluta, introdujo unos principios y unos usos constitucionales que pasarían a engrosar el acervo común del constitucionalismo posterior.

En primer lugar, en el Estatuto Real se hace patente la aparición de una nueva teoría constitucional. Todo atisbo de iusracionalismo se esfuma. Nada de soberanía nacional ni de rigidez constitucional. Nada de declaraciones de Derechos ni de división de poderes. La brevedad, excesiva desde luego -más que de brevedad cabe hablar de incompleta- y la concreción ganan terreno. Ciertamente, la apelación a lo concreto y particular y la huida de lo absoluto y genérico no se hace desde el presente, como harán los progresistas en 1837, sino desde el pasado, desde la historia. Si el iusracionalismo se desecha, no ocurre lo mismo con el historicismo que se rehabilita. Ahora bien, es un historicismo de muy distinta factura al que en las Cortes de Cádiz defendieron los Diputados liberales. Cotéjese, a este respecto, el Discurso Preliminar al Código del doce con la Exposición que precede al Estatuto. La diferencia es notoria. El historicismo que inspira a los redactores del Estatuto es un historiador de corte jovellanista, burkeano, sorprendentemente similar al que los Diputados realistas habían defendido en Cádiz y que acusaba también el impacto de los doctrinarios franceses, particularmente el de Guizot, e indirectamente, a su través, el influjo del romanticismo conservador alemán. No era, pues, un historicismo, «progresista», como había sido el de los liberales doceañistas, y también, aunque con un alcance distinto, el de Martínez Marina. Se trataba, ahora de un historicismo profundamente conservador. La historia, una supuesta historia, actúa como freno a toda suerte de innovaciones, consideradas peligrosas, y que se rechazan no tanto por peligrosas, como por ajenas, por extrañas a la Constitución «tradicional» o «histórica» de España. De este modo, en el Estatuto Real se plasmaba el sustento filosófico básico del constitucionalismo moderado y conservador español, así como, implícitamente, una de sus más importantes premisas, sino la más: la doctrina de la «soberanía compartida» entre el Rey y las Cortes, pieza esencial de la «constitución histórica» española.

En segundo lugar, merced al Estatuto Real y a sus leyes complementarias se introduce en España el sistema de gobierno parlamentario, a la vez que se refuerzan las atribuciones de la Corona. Al Monarca se le concede, entre otras muchas prerrogativas, el derecho de disolución del Parlamento y el veto absoluto. El Consejo de Ministros y la Presidencia del Gobierno se constitucionalizan. La compatibilidad entre el cargo de Ministro y la condición de Diputado se recoge en los Reglamentos parlamentarios. La dinámica del sistema va incorporando técnicas como la Contestación al Discurso de la Corona, las Proposiciones, el examen de los Presupuestos y de las Peticiones, las preguntas, así como la «Cuestión de Gabinete» y el voto de censura. Estas técnicas se van poniendo en marcha durante los cuatro gobiernos habidos bajo la vigencia del Estatuto, presididos respectivamente por Martínez de la Rosa, el Conde de Toreno, Mendizábal e Istúriz. Aunque sólo fuese por haber introducido estos principios y estas técnicas, la experiencia constitucional del Estatuto resultaría sobrado decisiva. Pero hay más.

En tercer lugar, en efecto, el Estatuto consagra, también por primera vez en España, el moderno principio bicameral. Las Cortes se componen ahora de dos Cámaras: El Estamento de Procuradores y el Estamento de Próceres. Rancios nombres. Nombres gratos para el gusto de las generaciones adictas al liberalismo temperado y doctrinario.

Por último, el Estatuto y el Decreto Electoral de 24 de mayo de 1836 truecan el sistema electoral gaditano, indirecto y amplio, por otro directo y que restringía muy considerablemente el Cuerpo Electoral. Elegir y poder ser elegido miembro del Parlamento es ahora patrimonio exclusivo de la Aristocracia, de las altas jerarquías eclesiásticas y de una minoría de burgueses.

Se trataba de un programa depurado. De un programa que no se había improvisado, sino que era fruto de la evolución que la tendencia más conservadora del liberalismo español había experimentado en los exilias y que -como ya se ha apuntado antes- se había intentado implantar durante el Trienio Constitucional. Ahora bien, los exilios y la experiencia del Trienio habían modificado también las ideas de los liberales progresistas. Por ello, gran parte del programa que el Estatuto Real puso en marcha era compartido por esa tendencia. El reforzamiento de los poderes de la Corona, la parlamentarización de la Monarquía, la estructura bicameral de las Cortes, el sistema electoral directo y censitario, eran premisas que muchos de los liberales progresistas aceptaban a la muerte de Fernando VII. Los dos años de Estatuto, al llevarlas a la práctica, fortalecieran los motivos de esta aceptación y la extendieron entre la familia progresista.

Desde luego, la aceptación de las premisas que se acaban de mencionar era muy matizada por parte de los progresistas. Deseaban, sí, ampliar los poderes de la Corona en relación a lo que la Constitución de 1812 disponía, pero no tanto como el Estatuto sancionaba. Un texto que ni siquiera concedía la iniciativa legislativa a las Cámaras, reservándola exclusivamente al Monarca. Querían, ciertamente, que las Cortes se dividiesen en dos Cámaras, pero no les satisfacía el criterio que los moderados habían seguido, especialmente al determinar la composición del Estamento de Próceres. Abogaban, en fin, por un sistema electoral menos generoso que el gaditano, pero no por uno tan mezquino como el que el Estatuto preceptuaba. Había pues, diferencias a la hora de establecer y aplicar las premisas que se vienen señalando. Mas eran diferencias de grado y no de fondo. Dejemos por tanto a un lado estos matices. Sobre ellos además tendremos oportunidad de volver a comentar la Constitución de 1837. Centrémonos ahora en las divergencias esenciales.

Había, en este sentido, dos aspectos del Estatuto Real que lo convertían a juicio del progresismo, en un código inaceptable. Primero su mismo origen. El haber sido elaborado al margen de la voluntad nacional. Por este vicio radical, el Estatuto era presentado como una Carta otorgada -cuando en rigor, no lo era-, como una imposición de la Corona, o incluso, lo que no dejaba de ser cierto en el plano -de los hechos, como una imposición del Ministerio Martínez de la Rosa. Pero, además, los progresistas consideraban inadmisible que el Estatuto no incluyese una declaración de Derechos. En virtud de estas dos tachas, entendían que el Estatuto lejos de ser una verdadera Constitución era tan solo una simple e insuficiente Ley Orgánica. La lucha por el principio de soberanía nacional y por el reconocimiento constitucional de los Derechos, se convertiría, así, en el leitmotiv del liberalismo progresista desde 1834 a 1836.

Se comprende, pues, que durante estos dos años la Constitución de Cádiz, cual ave Fénix, resurgiese y planease en el lábil escenario de la época. Para los progresistas, esta Constitución, pese a los muchos defectos que podían achacársele, seguía siendo el único código fundamental que hasta aquel momento la Nación española se había dado a sí misma. Su recuerdo estaba indisociablemente ligado a heroicas aunque tristes gestas. Había nacido al calor de una guerra sin parangón en la historia. Lejana, sí, pero de no fácil olvido. El exilio, la cárcel, la muerte, habían sido los tributos que sus defensores habían pagado. Y por si esto fuera poco, había sucumbido por mor de las felonías de un Rey y, lo que aún era más infamante, como consecuencia de la furia desatada por la Santa Alianza, cuyos arteros designios habían sido llevados a cabo por los batallones franceses. ¡Otra vez los batallones franceses! Pero, además, la Constitución de 1812 recogía, si bien no de forma ordenada, los derechos que tanto anhelaban. Y entre ellos uno sobremanera importante: la Libertad de Imprenta. La legitimidad y el valor de este texto seguían siendo, a este respecto, indiscutibles. Frente a él, el Estatuto Real no era más que un bastardo y pálido reflejo. Su invocación, por muchos arrequives históricos con que se presentase, estaba falta de la fuerza evocadora, de la intensidad romántica, podría decirse, que la vieja Constitución de Cádiz concitaba. No, no se había eclipsado todavía el prestigio de este código. Y ya fuera de las instituciones o en la conspiración, en las Cortes o en la calle, los progresistas no dejarán de exigir en estos dos años su restablecimiento.

Ahora bien, este restablecimiento no era incondicional. Venía acompañado, por el contrario, de un franco deseo reformista. Había, sí, un sector minoritario, aunque muy activo, de doceañistas puros, partidarios de una restauración definitiva, acaso con leves modificaciones, de la Constitución de Cádiz. Pero la mayoría del progresismo no opinaba así. El sector mayoritario deseaba restaurarla, pero a la vez se mostraba muy distante de ella en aspectos esenciales. L a experiencia del Trienio, la de los exilios y la del propio Estatuto Real no habían sido vanas. Por eso, aun deseando restablecer la Constitución de 1812, el grueso del progresismo era favorable a una revisión profunda de este texto. En realidad puede decirse que su reivindicación expresaba no tanto un sentimiento positivo como negativo: no era un «sí» a la Constitución de Cádiz; era más bien un «no» al Estatuto.

La situación del progresismo español no era fácil. Era más bien una auténtica encrucijada. Ni el Estatuto Real ni la Constitución de 1812 colmaba enteramente sus aspiraciones. Aquél ofrecía poco; ésta, ya anticuada, ofrecía demasiado. ¿Qué hacer? Este dilema admitía tres soluciones. Tres soluciones que conducían, a la postre, a los mismos resultados. La primera: proclamar un nuevo texto constitucional de síntesis. La segunda, más prudente: modificar legalmente el Estatuto Real con el objeto de recoger lo que de aceptable seguía teniendo la Constitución de 1812. La tercera, más audaz: restablecer esta Constitución; reformarla muy luego, acercándola a lo que de válido el Estatuto encerraba.

Estas tres soluciones se intentaron entre 1834 y 1836. Las dos primeras sin éxito; la última, con él. El Proyecto de Constitución propuesto por los «Isabelinos», en 1834 -redactado por Don Juan de Olavarría, antiguo exiliado en Bélgica-, y el Proyecto de Revisión del Estatuto Real, auspiciado por el Gabinete Istúriz-Alcalá Galiano, en 1836, contenía sendas declaraciones de Derechos y el primero aceptaba, bien que implícitamente, el principio de soberanía nacional. No obstante, incorporaban al mismo tiempo algunos de los principios más significativos recogidos en el Estatuto. Ambos textos también, sobre todo el segundo, que era más moderado, daban una gran amplitud a los poderes de la Corona y parlamentarizaban la Monarquía. La Constitución de 1.837, como se verá, presenta un gran paralelismo con estos dos Proyectos.

Pero la solución al «impasse» en que se hallaba el progresismo, arranca de los movimientos revolucionarios de julio y agosto de 1836, culminando, tras los sucesos de La Granja, con la proclamación, por tercera y última vez, de la Constitución de 1812. El día 13 de agosto, la Reina Regente se ve obligada a expedir un Decreto en el que ordena publicar la Constitución. Ahora bien, este movimiento en contra del Estatuto y a favor del Código gaditano venía matizado por una clara y mayoritaria voluntad de reformar este último.

Y, de hecho, este restablecimiento fue efímero. Los mismos que a él habían contribuido -o al menos los que lo habían dirigido- se aprestaron a iniciar la reforma constitucional. El 21 de agosto, nombrado ya el nuevo Gabinete Calatrava-Mendizábal, se publica un Real Decreto convocando elecciones, con el objeto de que «la Nación reunida en Cortes manifieste expresamente su voluntad acerca de la Constitución que ha de regirla o de otra conforme a sus necesidades».

Las elecciones se celebran durante los meses de septiembre y octubre. Amplia victoria progresista. El 24 de este último mes, las Cortes, compuestas de una sola Cámara, según lo establecido en Cádiz y en el Decreto electoral, inauguran sus sesiones.




3. La Transacción Constitucional de 1837

En las Cortes de 1836-1837 se podían distinguir tres tendencias constitucionales. La actitud ante la Constitución de 1812 era la fundamental piedra de toque que permitía distinguirlas. Había, en primer lugar, un pequeño número de Diputados moderados, defensores de todas las medidas encaminadas a reforzar las prerrogativas de la Corona y los más decididos partidarios de vaciar el contenido revolucionario de la Constitución, Castro y Orozco, Mon, Santaella y Armendáriz eran los principales portavoces de esta tendencia.

En segundo lugar, y en el otro extremo del espectro ideológico, había un pequeño pero muy activo grupo de Diputados, que representaban a la izquierda del progresismo. Eran los doceañistas, hostiles a todo intento que supusiese trastocar los puntos esenciales de la Constitución de Cádiz. Este grupo contaba con miembros de indudable valía, como Fermín Caballero, Gorosarri, García Blanco y Montoya. A los doceañistas de 1837 podía considerárseles los continuadores de la tradición constitucional más exaltada del Trienio, la que Romero Alpuente y Moreno habían encarnado, y que ya durante el Estatuto había estado presente a través del Conde de las Navas. Las tesis constitucionales de los doceañistas eran, en rigor, más democráticas que liberales. De hecho, muchos miembros de ese grupo nutrirían, tras la transacción constitucional de 1837, los círculos embrionarios de lo que en 1849 sería el Partido Demócrata Español.

Entre el grupo moderado y el doceañista se situaba la tendencia mayoritaria, compuesta por los progresistas. A diferencia de los doceañistas, eran firmes y resueltos partidarios de modificar sustancialmente la Constitución gaditana. Pero no en un sentido tan conservador, tan «estatutista», corno los moderados querían. Eran el centro doctrinal y político de las Cortes. Contaban con la mayoría de los escaños y con el beneplácito del Gobierno Calatrava, del que, además de Mendizábal, formaba parte un destacado orador parlamentario: Joaquín María López. Los progresistas protagonizaron todo el proceso constitucional y fueron los verdaderos artífices de la Constitución de 1837. Su cabeza visible era el veterano Argüelles, a la sazón ya un tanto valetudinario, y aunque seguía siendo respetado, no era sin embargo tan venerado. Era una especie de reliquia viviente del progresismo español. Lejos de ser tenido ya por «el divino», su oratoria -que a la verdad siempre había sido bastante plúmbea- sonaba ahora una miaja caduca y digresiva. En realidad, era Salustiano de Olozaga el más brillante y activo portavoz de esta tendencia. Era él quien, siendo casi un parvenu, mejor representaba a las nuevas generaciones del progresismo liberal. Otros destacados progresistas eran Sancho, Ferrer, Antonio González y Alonso.

En estas Cortes había hombres de 1812, incluso algunos que habían tenido un descollante papel en las Cortes de este año, como los citados Argüelles y Calatrava, a los que deben unirse los nombres de los ex-Diputados de Cádiz, Zumalacárregui y Goyanes. Otros, en cambio, habían comenzado su carrera política y parlamentaria en el Trienio, como Vicente Sancho, Manuel de Acevedo y Manuel Beltrán de Lis. No faltaban tampoco quienes se habían dado a conocer durante la época del Estatuto Real, como el incisivo Fermín Caballero, director de «El Eco del Comercio», principal portavoz de la izquierda progresista, o el propio Salustiano de Olózaga. Muchos de los Diputados habían sufrido la cárcel o el exilio. O incluso ambas cosas.

Si en las Cortes del Estatuto, y sobre todo en las de 1845, se puso de manifiesto el abandono de la teoría constitucional doceañista por parte del liberalismo moderado, en las Constituyentes de 1837 se puso de relieve, primordialmente, el abandono de esta teoría por parte del liberalismo progresista. El iusnaturalismo racionalista y el pensamiento constitucional revolucionario, que habían sido -como hemos visto- las principales fuentes doctrinales del liberalismo doceañista, se sustituyen ahora, y en realidad desde bastante antes, por el utilitarismo y por un pensamiento constitucional conservador. Asimismo, los progresistas, diferenciándose en esto de los moderados, abandonan cualquier intento de dotar al liberalismo de un fundamento histórico, apartándose así también del liberalismo doceañista, y abrazando una especie de cosmopolitismo constitucional.

Los progresistas, y ciertamente también los moderados, que ocupan un segundo plano en las Cortes del 37, critican «la metafísica constitucional» de los «filósofos» del siglo XVIII y juzgan con un cierto paternalismo, cuando no con menosprecio, la ingenuidad y la tendencia moralizante de los liberales doceañistas. «Metafísico» es un vocablo que en las Cortes de 1837 se lanza contra el argumento del adversario como terrible dicterio, como arma arrojadiza de plena eficacia descalificatoria. Se percibe en estas Cortes, más todavía que en las del Trienio y que en las del Estatuto Real, una clara animadversión hacia lo teórico, lo especulativo, lo abstracto y lo dogmático, y una exaltación de lo positivo, lo útil y lo concreto. La «experiencia» es una idea fuerza que triunfa sobre la idea de «razón», lo racional cede paso a lo razonable, el espíritu dogmático al relativista, el talante idealista, tan típico del doce, a un nuevo talante escéptico y acomodaticio.

En las Cortes constituyentes de 1837 apenas se discute sobre el origen de la sociedad, sobre el pacto político, sobre el concepto de Nación, sobre los límites del poder o sobre los derechos naturales del hombre. Ciertamente, además de a la influencia del utilitarismo defendido por Bentham -máxima autoridad doctrinal en estas Cortes-, esta actitud tan distinta a la de Cádiz obedecía a otra razón no menos importante: en 1812 las disputas doctrinales no giraban sólo sobre teoría de la Constitución, sino sobre teoría del Estado. La disputa doctrinal no se hacía dentro de las corrientes liberales, sino enfrentándose el liberalismo contra el realismo y aún contra las tesis americanas, de filiación muy distinta a las peninsulares. No era sólo, pues, mayor afición a las disputas doctrinales, sino necesidad de comenzar por abajo, planteándose qué es una Nación o cuáles son los límites a que es preciso someter al Estado. En las Cortes de 1837, en cambio, la creación del Estado Constitucional se da por supuesta, discutiéndose tan sólo entre diferentes tendencias del liberalismo (las contrarias están en guerra abierta), que aceptan unos principios comunes y básicos: limitación del Estado, reconocimiento de los derechos individuales, no concentración de poderes, sistema representativo, necesidad de una Constitución escrita y sistemáticamente redactada. Por eso, las polémicas giran tan sólo alrededor de la teoría constitucional de los diversos modelos de Constitución, aceptándose unas bases mínimas, y muy importantes, que en Cádiz no eran aceptadas por todos.

En virtud del talante utilitario y pragmático, los progresistas consideran al Derecho y a la moral como dos mundos separados, arremetiendo contra las máximas ingenuas que proliferaban en la Constitución de Cádiz, fruto del racionalismo iusnaturalista o ilustrado, así como contra el intenso tinte religioso de este texto.

La influencia del utilitarismo se reflejó también en el tratamiento de la soberanía. Desde luego, el liberalismo progresista, a diferencia del moderado, seguiría manteniendo el dogma doceañista de la soberanía nacional. Ahora bien, el modo en que se defendió y se proclamó era muy distinto al de 1812. En 1837 este dogma ya no se proclama en el articulado, sino que se relega al Preámbulo, consignándose, además, de un modo menos explícito: «... Siendo la voluntad de la Nación -se decía allí- revisar, en uso de su soberanía, la Constitución promulgada en Cádiz... Las Cortes Generales, congregadas a este fin, decretan y sancionan la siguiente...».

Los progresistas, pues, consignaron el dogma de la soberanía nacional, ya que era la piedra de toque que les distinguía de los moderados, partidarios de la «Soberanía compartida», además de ser el principio legitimador del motín de La Granja y también de la lucha contra el carlismo. No obstante, al relegarlo al Preámbulo, lo incluyeron como de rondón, como si se avergonzasen de tan metafísico y dieciochesco principio, tan criticado por Bentham y por Benjamin Constant. Pero, sobre todo, como veremos al comentar la Constitución de 1837, las consecuencias que extrajeron de él eran muy distintas a las que habían extraído los liberales en 1812.

Pero, sin duda alguna, fue ante el problema de los derechos fundamentales cuando el influjo del utilitarismo se hizo más perceptible. La utilidad se convertía ahora en el criterio decisivo para justificar un derecho fundamental y en general cualquier precepto constitucional. Ya la «Petición llamada Tabla de Derechos», presentaba en el Estamento de Procuradores del Reino, el 28 de agosto de 1834 y firmada, entre otros, por Antonio González y Joaquín María López, afirmaba rotundamente que «las sociedades políticas no han tenido ni deben tener otro objeto ni fin que el principio de la utilidad...».

En las Cortes de 1837 se condenan con contundencia las tesis de los «derechos naturales» del hombre, así como las del «Estado de Naturaleza» y del «Pacto Social», que en 1812 habían defendido algunos importantes doceañistas, como Toreno, y que ahora son abrumadoramente desechadas. Ahora bien, tal rechazo de las tesis iusnaturalistas no se dirigía sólo contra las de contenido revolucionario, sino también contra las del iusnaturalismo tradicional de base católica. La actitud de Oliveros y de Muñoz Torrero, apelando a las tesis tradicionales de la sociabilidad natural del hombre y a Dios como supremo Creador y Hacedor del orden social y político, tampoco son ya de recibo.

La existencia de un derecho fundamental se vincula ahora a su consagración jurídica: es derecho todo lo que como tal la Constitución sanciona y el derecho subjetivo sólo puede concebirse cuando previamente medie esa sanción, esto es, su reconocimiento y garantía.

Es preciso insistir en que si bien el influjo del utilitarismo se manifestó de un modo diáfano en las Cortes de 1837, y ante todo por parte del liberalismo progresista, tal influjo se detecta también en el liberalismo moderado y no sólo en estas Cortes constituyentes. Desde 1834, cuando menos, y hasta 1845, fecha en la que el utilitarismo comienza a decaer, los más destacados liberales moderados, como Martínez de la Rosa, Alcalá Galiano, Pacheco y Balmes, expresan con claridad su afán de desentenderse de las cuestiones abstractas, que tanto habían preocupado a los liberales del doce. De hecho, es nota común al Estatuto Real y a las Constituciones de 1837 y 1845 la elusión, o el soslayamiento, del principio de soberanía nacional; la parca regulación, u omisión, de los derechos fundamentales; y, en fin, la exclusión de las fórmulas utópicas e ingenuas de la Constitución de 1812 así como sus declaraciones religiosas.

El influjo del utilitarismo encajaba perfectamente con el escepticismo dominante en el nuevo liberalismo español, fruto, a su vez, del no muy pacífico y apacible curso por el que se había desenvuelto la construcción del Estado Constitucional. La caída del sistema constitucional en 1814 y luego en 1823, la experiencia del Trienio, la de los dos exilios, eran suficientes experiencias negativas, en un plazo no superior a veinticinco años, para que la mayoría de los liberales españoles desconfiasen de las fórmulas mágicas y de la retórica constitucional abstracta.

El nuevo liberalismo español se presenta, en este sentido, como algo más maduro. La pérdida de ingenuidad y de utopismo, el apegarse a los hechos y distanciarse de las teorías, el apelar a la práctica y no a la razón, era un fenómeno obligado tras los acontecimientos que habían acaecido en Europa y sobre todo en España desde 1814 a 1834. Pero también, como veremos a continuación, con ello se intentaba justificar una teoría constitucional mucho más conservadora que la del liberalismo doceañista. Del mismo modo, la crítica a la Constitución de Cádiz no se hacía sólo, ni fundamentalmente, por razones «técnicas», sino claramente ideológicas. Sencillamente, el liberalismo español, en sus dos tendencias mayoritarias, había dado un giro a la derecha en relación con las tesis sustentadas por el liberalismo del año doce. Como tantas veces ha ocurrido, el pragmatismo utilitario se convirtió en una coartada del liberalismo español para justificar su propia renuncia a algunos de los principios básicos del liberalismo radical y revolucionario de 1812.

Naturalmente, este conservadurismo era mucho más intenso en la tendencia moderada del liberalismo que en la progresista y de hecho se acentuó en no poca medida tras la reforma constitucional de 1845. El conservadurismo, al fin y al cabo, era la principal seña de identidad de los moderados, cuya teoría constitucional pasaría casi por entero al partido «conservador» durante la Restauración canovista. No obstante, el conservadurismo era también un rasgo de la teoría constitucional del progresismo, sobre todo si se la compara con la del liberalismo doceañista. Una comparación siempre necesaria, no sólo porque en ella se centra este trabajo, sino porque el ser conservador es siempre una cualidad relativa, esto es, está siempre en función de algo o de alguien.

Pues bien, si en 1837 el utilitarismo se percibió sobre todo en la concepción de la soberanía y en la teoría de los derechos fundamentales, el conservadurismo constitucional se manifestó de forma primordial a la hora de concebirse los poderes del Estado y su mutua relación y en particular a la hora de articular la posición constitucional de la Corona, de las Cortes y del Cuerpo electoral.

Este conservadurismo constitucional se había ido formando a partir de corrientes doctrinales distintas, aunque perfectamente compatibles. En primer lugar, el eclecticismo. Un eclecticismo que era mucho más acusado en los moderados, pero que también se detectaba en los progresistas. En este caso se trataba de un eclecticismo que era fruto más de las circunstancias históricas que de una aceptación teórica deliberada de la filosofía ecléctica. Cosa esta última que ocurría con el moderantismo, que recibe un fuerte impacto del eclecticismo de Cousin y del sensismo mitigado de Laromigiére. Dos autores que intentaron reaccionar contra las ideas filosóficas revolucionarias, y que en España difundieron Alberto Lista, el Obispo Aribau y Tomás García Luna, quien, en 1834, publicó unas «Lecciones de Filosofía Ecléctica».

El eclecticismo, que era un componente esencial de la teoría constitucional de los doctrinarios franceses y del propio sistema político del «juste milieu», implantado en Francia durante la Monarquía Orleanista de Luis Felipe, es patente en las «Lecciones de Derecho Político» que Donoso Cortés, Alcalá Galiano y Pacheco pronunciaron en el Ateneo de Madrid entre 1836 y 1845.

Pero el eclecticismo formaba parte, en general, de la teoría constitucional de moderados y progresistas y encajaba muy bien no ya con las tesis de los doctrinarios franceses, que influyeron tan sólo en los moderados, sino también en las de Benjamin Constant, un autor leído y admirado por moderados y progresistas. El eclecticismo tuvo su reflejo en la defensa que los progresistas hicieron de la Monarquía como elemento conciliador de la autoridad y de la libertad y en la concepción del Senado como poder moderador y como elemento integrador de los nuevos y de los viejos intereses sociales, y en la misma actitud con que afrontaron la elaboración del texto constitucional de 1837. Un texto que, como veremos luego, se caracterizaba por su naturaleza transaccional.

Pero el conservadurismo constitucional de los progresistas y de moderados respondía también a la influencia del realismo sociológico. En este aspecto el cambio del liberalismo español es sobremanera importante. El nuevo liberalismo, en su reacción contra los principios abstractos y revolucionarios, apelará no sólo al utilitarismo y al eclecticismo, sino también al realismo sociológico. En esta nueva actitud se detectaba el influjo de diversos autores ingleses, como el propio Bentham y también Burke, pero sobre todo franceses: Augusto Comte y el Conde de Saint-Simón. El liberalismo español pretendía no tanto ir en contra de la Monarquía absoluta, como había ocurrido en 1812, sino a favor de un Estado Constitucional, cuya victoria se presenta ahora como irreversible.

Deseaba construir una teoría constitucional acorde con la situación real, concreta, de la sociedad en la que esa teoría se insertase. El Estado Constitucional debía responder, así, a una determinada relación de fuerzas sociales y la Constitución se concebía como fiel reflejo de las relaciones sociales dominantes y no como una norma abstracta, racional y normativamente concebida. La nueva teoría constitucional del liberalismo español, tanto progresista como moderada, se mostraba así más atenta a los supuestos sociales y económicos del Estado Constitucional que a sus grandes principios ideológicos y abstractos.

Este pensamiento constitucional, conservador se manifestó en las Cortes de 1837, y mucho más todavía en las de 1845, a la hora de concebir la posición constitucional del Monarca, la estructura del Parlamento y la teoría del sufragio. La defensa de una autoridad monárquica robusta; del bicameralismo, con un Senado concebido como poder moderador entre la Corona y el Congreso de los Diputados; y del sufragio basado en el censo de los contribuyentes, serían tres premisas básicas de este nuevo pensamiento constitucional. Tres premisas aceptadas por igual, aunque con distintos matices, por progresistas y moderados y sobre las que reposaría el constitucionalismo de la España isabelina. Estas tres premisas, en efecto, se recogen en el Estatuto Real de 1834 por vez primera, se aceptan en 1837 y se llevan hasta sus últimas consecuencias en 1845. Y a pesar de que los progresistas a partir de esta última fecha fueron excluidos (o se autoexcluyeron) del juego político, siguieron manteniéndolas hasta la caída de Isabel II, en 1868.

Con este nuevo pensamiento constitucional, progresistas y moderados intentaban edificar un Estado a la medida de las «clases medias». Unas clases adversas tanto al carlismo como al radicalismo, y equidistantes del absolutismo y del republicanismo, de la democracia comunitaria antigua y de la democracia liberal moderna. Las «clases medias», término importado (e impostado) de Inglaterra eran la burguesía industrial y comercial, la nueva burguesía salida de la desamortización y algunos profesionales liberales. Estas clases debían atraerse a la Nobleza. En este pacto entre estos dos bloques sociales, los representativos de la antigua sociedad y de la nueva, y no en su confrontación, se basaba toda la estrategia social del liberalismo español. Los progresistas eran más beligerantes con las antiguas clases que los moderados, más defensores de la propiedad industrial y comercial que de la territorial, de los intereses urbanos que de los agrarios. Pero en todo caso, ambas corrientes coincidían en querer edificar el Estado Constitucional sobre una reducida oligarquía de propietarios y profesionales, de aristócratas y burgueses.

Traducido todo ello al plano constitucional, para progresistas y moderados la Corona y el Senado debían acoger ante todo a las fuerzas conservadoras, representativas de los intereses «antiguos», mientras el Congreso de los Diputados, la Cámara que pomposamente llamaban «popular», debía representar a los intereses «nuevos», multiplicados a raíz de la operación desamortizadora.

Cierto que progresistas y moderados no coincidían en el equilibrio deseable entre unas y otras instituciones y entre unos y otros intereses. Pero en todo caso coincidían en un aspecto esencial en excluir del juego político a todos aquellos que no formasen parte de las «clases medias»; en excluir, en definitiva, la democracia y el sufragio universal o de la Nobleza.

Por último, en la teoría constitucional del progresismo desaparece por completo el ideal restaurador, tal como había sido formulado por los liberales del doce. Mientras los moderados se habían acogido en 1834, y mucho más aún en 1845, a un historicismo nacionalista de marcado signo conservador e incluso inmovilista, los progresistas en las Constituyentes de 1837 abandonan todo intento de dotar al liberalismo de un basamento histórico.

Ciertamente, el historicismo doceañista, cuyo declinar se palpa en el Trienio, como hemos dicho, había reaparecido antes de 1837 en un documento de notable importancia, la «Tabla de Derechos», a la que antes hemos hecho referencia:

«Nuestros mayores -se decía allí- consignaron el derecho fundamental de la libertad civil en diferentes leyes, así como la estableció Don Alfonso el Sabio en la Ley primera, Título XXII, Partirla Cuarta... No se podrá negar -se decía más adelante- el principio que de nuestras antiguas leyes fundamentales (El Fuero Juzgo, el Fuero Real y la Novísima Recopilación) establecieron la igualdad, y que su restablecimiento es una materia que debe ocupar un lugar importante en nuestros derechos fundamentales». El sentido atribuible a estas palabras de la «Tabla de Derechos» era similar al que aparece en el «Discurso Preliminar» a la Constitución de 1812 y al que defendieron en sus intervenciones los liberales en las Cortes de Cádiz: hay un conjunto de principios e instituciones de marcado carácter liberal en el pasado español, sepultados tras el entronamiento del absolutismo y que se hacía preciso restablecer o, si acaso, renovar. El liberalismo, lejos de ser una innovación ajena a la tradición nacional española, formaba parte de su esencia. Liberalismo y nacionalismo, liberalismo y aceptación de la historia, lejos de ser términos opuestos, eran términos inseparables. No había ni que romper con la historia, ni mirar fuera de España para edificar el Estado Constitucional, bastaba con «restablecer» el pasado liberal.

Ahora bien, tal muestra de historicismo doceañista por parte del progresismo, además de ser aislada, probablemente era poco sincera. Se trataba de una exhumación del historicismo nacionalista obligada por la exhumación del historicismo jovellanista por parte de los hombres que habían elaborado el Estatuto Real. Frente al historicismo de los moderados, con el que pretendían justificar un sistema constitucional profundamente conservador y de estrechos márgenes, los progresistas respondieron con el historicismo nacionalista al modo gaditano, muy particularmente, como acabamos de ver, para reivindicar algo que al Estatuto Real faltaba: una declaración de Derechos.

Buena prueba de cuanto se acaba de decir es que en 1837, cuando los progresistas tuvieron en sus manos el proceso constitucional, desapareció por su parte el alegato histórico, el intento de fundamentar en la historia -en una supuesta historia- el nuevo Estado Constitucional. También en este aspecto el contraste con el liberalismo doceañista no puede ser mayor.

Para el progresismo de 1837 el historicismo nacionalista resulta algo pasado de moda, además de innecesario como aglutinante o como revestimiento ideológico, tal como había ocurrido en Cádiz. Allí, como hemos visto, había sido necesario ocultar las medidas innovadoras, revestirlas de un ropaje tradicional, ante las acusaciones de «francesismo», por parte de los Diputados realistas. Ahora tal cosa no acontece. Los campos están perfectamente delimitados: a un lado, los que se presentan como defensores de la tradición, los carlistas; al otro, los defensores del liberalismo. Los primeros, desde 1834, están abiertamente en contra de los segundos, y los segundos abiertamente en contra de los primeros. Las Cortes no son ya lugar de forzado encuentro. En 1837, se cita sin rebozo el ejemplo extranjero como ejemplo a seguir, importando un ardite su mayor o menor raigambre histórica y nacional. El progresismo, en 1837, sustituye la búsqueda de precedentes históricos, el prurito de lo añejo, por una mentalidad constitucional cosmopolita, por un pragmatismo histórico. Los ejemplos útiles proceden del derecho extranjero: el constitucionalismo inglés, el francés de 1830 y el belga de 1831.

La teoría constitucional del progresismo tuvo su reflejo en la Constitución de 1837, aunque, en realidad, este texto presenta un marcado carácter transaccional. Un carácter que se percibe, en primer lugar, en la amalgama de principios, unos progresistas y otros moderados, que en este texto se estampan. Se recogen, así, premisas de inequívoca impronta progresista, como el dogma de soberanía nacional, la libertad de imprenta sin previa censura, el Instituto de Jurado y el de la Milicia Nacional, las amplias facultades de las Cortes en orden a la sucesión de la Corona, así como la índole electiva de Ayuntamientos y Diputaciones Provinciales. Pero al lado de estas premisas se insertan otras consustanciales al ideario moderado, como la flexibilidad constitucional, el bicameralismo, el sistema electoral directo y, sobre todo, el reforzamiento de los poderes de la Corona, en detrimento de la autonomía de las Cortes: su Diputación Permanente, en efecto, se suprime y, en cambio, al Rey se le concede la facultad de convocar y disolver el Parlamento así como la de suprimir y cerrar las sesiones y la de nombrar al Presidente y Vicepresidente del Senado. Pero, muy especialmente, al Monarca se le otorga la iniciativa y la sanción de las leyes, lo que lleva aparejado la posibilidad de interponer su veto de forma absoluta y no, como la Constitución de Cádiz disponía, de forma meramente suspensiva.

Pero en la Constitución de 1837 no se trató solamente de incorporar principios de ambas canteras doctrinales. Estos principios, además, se consignaron sensiblemente atenuados, en una deliberada búsqueda de conciliación doctrinal.

Ahí se encuentra el segundo aspecto que confiere a este texto un inequívoco carácter transaccional. De este modo, aunque se recoja el dogma de soberanía nacional, tal dogma se excluye del articulado para pasar a formar parte del Preámbulo, como ya queda dicho, y muy particularmente sin que se consagre una de sus más importantes consecuencias: la creación de un órgano parlamentario especial que, sin la intervención de la Corona, se ocupe de modificar el texto constitucional. Esta curiosa mixtura de soberanía nacional y flexibilidad, incoherente en el piano de los principios, confiere al Código de 1837 una notable singularidad en nuestra historia constitucional. En los demás textos habidos desde 1812, el dogma de soberanía nacional conduce a la rigidez, de igual manera que la flexibilidad se fundamenta en el dogma moderado de la «soberanía compartida » de las Cortes con el Rey.

Por otro lado, la composición del Senado traslucía también el espíritu sincrético que animó a los constituyentes de 1837 al cambiar el sistema electivo con la designación regia: se elegían tres senadores por provincia y, entre esta terna, el Rey nombraba uno.

Igualmente la convocatoria regia de las Cortes no incluye la convocatoria automática de las mismas, sino que ambos principios, de dispar procedencia doctrinal, se consignan a la vez en el texto de 1837.

Este ánimo dulcificado se manifiesta en lo tocante a las relaciones entre el Estado y la Iglesia. El artículo 11 de la Constitución no consagra la libertad de cultos, pero tampoco sanciona la tesis moderada (que recogía la Constitución del doce) de la confesionalidad religiosa. Este vidrioso asunto se despacha con una redacción huidiza y ambigua, no exenta de habilidad, que se limita a afirmar literalmente: «La Nación se obliga a mantener el culto y los ministros de la Religión Católica que profesan los españoles».

Pero además, y por último, el carácter transaccional del Código que nos ocupa se refuerza por un tercer aspecto, a saber: el abanico de posibilidades que esta Constitución permitía para que, sin salirse de lo constitucionalmente lícito, se diseñasen órdenes políticas fundamentales.

Esta elasticidad era consecuencia de las numerosas remisiones al legislador ordinario, con la finalidad de que éste legislase a su saber sobre aspectos capitales de la organización estatal. Así acontece con materias tan importantes como la libertad de imprenta, la Ley Electoral, la organización del Jurado, de la Milicia Nacional, de los Ayuntamientos y Diputaciones y del Poder Judicial. La Constitución sólo se ocupa de reseñar las bases mínimas -muy mínimas- que habrían de presidir el ulterior desarrollo normativo. Ello permitía que las futuras mayorías parlamentarias, según su color político, regulasen estas materias en un sentido progresista o en un sentido moderado.

El carácter transaccional de la Constitución de 1837 era, en parte, fruto de un pacto político entre las dos tendencias liberales más importantes de la época, la progresista y la moderada, deseosas de construir una legalidad fundamental válida para ambas. Este pacto político tuvo su reflejo en el propio seno de la Comisión encargada de redactar el texto de 1837. Salustiano de Olozaga, secretario de esta Comisión y el más brillante y activo portavoz de los progresistas, desempeñó un papel de primer orden en este pacto, al igual que, fuera del Parlamento y por parte moderada, lo desempeñó Andrés Borrego, director a la sazón del influyente periódico «El Correo Nacional». La finalidad de este pacto era bien clara: sustituir la Constitución de 1812, restaurada tras los acontecimientos de La Granja, por un Código fundamental, con el que ambas tendencias se sintiesen identificados.

En este pacto político influyó sobremanera la guerra carlista. Esta guerra había contribuido indirectamente a la caída del Estatuto Real y a la proclamación de la Constitución de Cádiz. El Estatuto carecía del suficiente atractivo para galvanizar a los progresistas. Pero la Constitución de Cádiz no suscitaba ya tampoco las simpatías del sector mayoritario del progresismo y concitaba, desde luego, las antipatías de los moderados. Vencer a los carlistas requería una bandera común, que ninguna de estas dos Constituciones podía simbolizar. Las Cortes de 1837 pretendieron precisamente arriar esta bandera, cuya necesidad iría creciendo a lo largo de la legislatura. Había graves razones para ello. Preciso es tener en cuenta que en los mismos días en que las Cortes se hallaban engolfadas en el debate constitucional, los partidarios de Don Carlos habían llegado hasta las puertas de Madrid. Era, pues, menester acelerar la elaboración del nuevo Código y hacer de él un punto de unión para todos los liberales, con el objeto de insuflar nuevas energías a la lucha contra el temido enemigo absolutista.

Pero este pacto, además, venía favorecido, y quizá coaccionado por la presión internacional. La Constitución de 1812 no había contado con la simpatía de los gobiernos extranjeros en ninguna de las tres épocas en que estuvo vigente. Su proclamación, en agosto de 1836, provocó honda preocupación y recelo, cuando no franca hostilidad, en las naciones de la Cuádruple Alianza en la que España estaba integrada desde 1834. Pero el apoyo de esta Alianza, y muy especialmente el de Francia e Inglaterra, era de vital importancia para los liberales españoles y para el trono de Isabel II, ya que sólo mediante él se podía contrarrestar la ayuda que las potencias absolutistas -y entre ellas el Vaticano- prestaban a los carlistas. Por fuerza los gobiernos liberales miraban con buenos ojos la sustitución del Código de 1812 por otro menos democrático, más conservador y más acorde con las Constituciones de sus respectivos países, y que fuese capaz de aglutinar a las fuerzas liberales más representativas.

La guerra carlista y la presión internacional forzaron, pues, un pacto político, que en buena medida explica el carácter transaccional de la Constitución de 1837. Este carácter puede definirse como el intento -bastante logrado- de crear una legalidad fundamental que equidistase tanto de la Constitución de Cádiz como del Estatuto Real. Desde este punto de vista, la Constitución de 1837 puede considerarse como una vía media, como una síntesis de aquellos dos textos, carentes de suficiente fuerza integradora: el uno por demasiado avanzado, el otro por demasiado comedido.

Ahora bien, la transacción constitucional de 1837 no se debía exclusivamente a un pacto político entre progresistas y moderados, esto es, a un conjunto de concesiones mutuas realizadas con el ánimo de establecer unas reglas de juego comunes, capaces de derrotar al carlismo, atraer a la Europa liberal y, en definitiva, consolidar el nuevo Estado Constitucional. Tanto o más que a este pacto, el acuerdo de 1837 respondía a la confluencia doctrinal entre estas dos corrientes liberales. Fenómeno que, si no ha pasado inadvertido, ha sido mucho menos subrayado.

Esta confluencia doctrinal -como hemos visto ya- había ido cimentándose paralelamente al paulatino distanciamiento que se observó desde 1814 a 1837, entre la mayoría de los liberales españoles respecto de la Constitución de Cádiz. Es más: esta confluencia doctrinal consistía precisamente en el común despegue de esta Constitución por parte de las dos tendencias liberales españolas, la moderada y la progresista, que se van perfilando durante estos años. Pese a sus diferencias, una y otra tendencia coinciden en el rechazo a la Constitución de Cádiz como instrumento válido de gobierno, al igual que concuerdan en la defensa de un conjunto de premisas básicas, radicalmente distintas de las que inspiraban al texto de 1812.

La transacción constitucional de 1837 no fue, pues, tan solo fruto de una voluntad política de concordia, más o menos circunstancial, sino también consecuencia de una notable confluencia doctrinal, que ya presentaba nítidos contornos antes de estallar la guerra carlista. Esta guerra, así como el subsiguiente pacto político que ella indujo, sirvió, en rigor, de acicate y catalizador de la transacción constitucional entre progresistas y moderados. Pero esta transacción, auspiciada también por la presión internacional, se llevó a cabo sobre un terreno convenientemente abonado, merced a la afinidad que existía entre estas dos corrientes sobre determinados y decisivos puntos programáticos. Es decir, obedecía a razones más profundas y menos coyunturales.




 4. La Reforma Constitucional de 1845 y la Consolidación del Liberalismo Doctrinario

La Constitución de 1837, en virtud de su carácter transaccional, nació con una inequívoca vocación integradora. Podría haber sido por ello una Constitución longeva. Pero la reforma constitucional de 1845 truncó las esperanzas de concordia y estabilidad que la transacción constitucional de 1837 había abierto y reinició con más bríos la tortuosa evolución del constitucionalismo español.

En realidad, esta reforma no fue sino la culminación de las desavenencias que se observan entre progresistas y moderados a partir de 1840. Hasta esa fecha se mantiene todavía un cierto consenso entre ambas tendencias por mor de la guerra carlista y por las expectativas de enriquecimiento rápido que la desamortización había abierto. Los exiliados moderados, que se habían refugiado en Francia, Inglaterra y Gibraltar a causa de la sublevación de La Granja, retornan y en su inmensa mayoría aceptan la nueva legalidad fundamental. Pero a partir de 1840, finalizada ya la guerra civil, este consenso se rompe. La Ley de Ayuntamientos de 1840, la Regencia de Espartero, el Levantamiento de 1843, el vergonzoso affaire Olózaga, que tan mal parada dejó a la Corona, son jalones del disenso entre progresistas y moderados, que remata con la sustitución del texto constitucional de 1837 por el de 1845.

Desde luego, el fracaso de la Constitución de 1837 no puede ser achacado tan sólo, ni siquiera fundamentalmente, a la cortedad de miras de los moderados en 1845. Sería una explicación fácil y, quizá por ello falsa. Este fracaso, como el de cualquier Constitución obedecía a causas más hondas y complejas. En rigor, era consecuencia de la debilidad del Estado liberal español y de sus fuerzas políticas más representativas, fruto a su vez de graves defectos estructurales de la sociedad española, cuyo origen se remontaba a muchos siglos atrás. En buena medida, el fracaso de esta Constitución, como antes la del Estatuto y el del Código gaditano, era resultado de la ausencia de una amplia base social que viese ligados sus intereses al nuevo régimen de libertades. La operación desamortizadora, impulsada por los mismos autores de la Constitución de 1837, no contribuyó precisamente, como es sobradamente conocido, a tal objeto, sin cuya realización cualquier sistema constitucional es no más un capitel clavado en tierra movediza.

Ahora bien, siendo cierto cuanto se acaba de decir, no lo es menos la responsabilidad histórica de los moderados al cambiar la Constitución de 1837, redactada con generosidad y buena fe, por la de 1.845, sectaria en grado sumo. Hasta un grupo de Diputados moderados, el «puritano», encabezado por Pacheco, criticó con fuerza, aunque sin éxito, la mudanza Constitucional de 1845, señalando, con lucidez, el peligro que este precedente tan poco edificante podía representar en el futuro.

En las Cortes de 1845 está presente la plana mayor del partido moderado, que monopolizó prácticamente todo el debate constitucional. Un debate que por momentos alcanzó una altura intelectual considerable, mucho mayor, desde luego, que el de las Cortes de 1837. Allí coincidieron, entre otros, Martínez de la Rosa, Alcalá Galiano, Pidal, Posada Herrera, Isturiz, el mencionado Pacheco y Donoso Cortés, que fue nombrado Secretario de la Comisión Constitucional.

En estas Cortes se aquilatan las dos ideas básicas y distintivas de la teoría constitucional moderada: la doctrina de la «Constitución histórica» y la tesis de la «soberanía compartida» entre el Rey y las Cortes. Dos ideas que, de una forma mucho más explícita que en el Estatuto Real, se recogían en el Preámbulo de la Constitución de 1845: «...Siendo nuestra voluntad (la de la Reina, Doña Isabel II) y la de las Cortes del Reino regularizar y poner en consonancia con las necesidades actuales del Estado los antiguos fueros y libertades de estos Reinos... hemos venido, en unión y de acuerdo con las Cortes actualmente reunidas, en decretar y sancionar la siguiente...».

En estas dos ideas se condensaban las fuentes doctrinales más significativas de la teoría constitucional moderada (muchos más ricos y con más matices que la progresista): el utilitarismo de Bentham, el eclecticismo de Cousin y de los doctrinarios, el sociologismo de Comte y el historicismo romántico y conservador de Burke y Savigny. Unas fuentes doctrinales que, en buena medida, incluso a veces ante literam, formaban parte de la teoría constitucional del pensador español más influyente en los moderados: Jovellanos, cuyas ideas habían defendido en las Cortes de Cádiz algunos Diputados realistas, como Cañedo, y fuera de estas Cortes no pocos afrancesados. Un fenómeno nada extraño si se tiene en cuenta que el Partido Moderado se nutriría de hombres que procedían del carlismo más templado, del antiguo grupo afrancesado y de muchos liberales que habían atemperado sus ideas con el transcurso del tiempo, como Martínez de la Rosa, Istúriz y Alcalá Galiano.

De las doctrinas de la «constitución histórica» y de la «soberanía compartida» se desprendían importantísimas consecuencias en estas Cortes y plasmaron, en gran parte, en el texto de 1845.

Ambas doctrinas implicaban renuncias a la idea misma de poder constituyente y aceptar tan sólo la posibilidad de la reforma constitucional, concebida como mera actualización de las leyes fundamentales de la Monarquía o Constitución histórica de España. Una actualización que debía correr a cargo del órgano legislativo ordinario, esto es, de las Cortes con el Monarca, cerrándose el paso a toda distinción jurídico formal entre leyes constitucionales y leyes ordinarias y liquidándose el concepto racional normativo de Constitución que el liberalismo español había defendido en Cádiz. En realidad, las doctrinas de la Constitución histórica y de la soberanía compartida llevaban a admitir la existencia de dos constituciones, la material o histórica y la formal, el documento constitucional elaborado de consumo por las Cortes con el Rey, considerado posterior e inferior a la Constitución material o histórica.

Pero, además, las dos doctrinas que estamos examinando afectaban también a la concepción y a la organización de los poderes constituidos del Estado. En general suponían un robustecimiento muy grande de las atribuciones de la Corona, en detrimento de las Cortes e incluso del Gobierno, como consecuencia de la teoría de la «doble confianza», fundamento de la teoría parlamentaria del moderantismo.

Algunos de estos principios se recogían ya en la Constitución de 1845; otros, en normas de menor rango (político, no jurídico) o bien en convenciones y simples usos. En lo que concierne al texto constitucional de 1845, en él se recogía el ideario del partido moderado con exclusión de cualquier otro: el dogma de soberanía nacional, como hemos dicho, se sustituyó por el postulado de la «soberanía compartida»; se consagraba la confesionalidad religiosa de forma terminante; la composición del Senado se modificó, acentuándose su naturaleza conservadora; las facultades de la Corona se engrandecieron todavía más; el Jurado y la Milicia Nacional se suprimían, así como la índole electiva de los Ayuntamientos. La simbiosis doctrinal, el ánimo conciliador y la elasticidad a la hora de configurar el orden político fundamental, desaparecían. La Constitución de 1845 se limitaba, así, a plasmar el programa de un partido político con una escasísima visión de Estado.

Pero lo que ante todo interesa subrayar es que la reforma constitucional de 1845 supuso el fin de nuevo rumbo que el liberalismo español había emprendido casi al poco de derogarse por primera vez el código gaditano. Y supuso también el definitivo abandono de los principios esenciales de la Constitución de Cádiz. La distancia entre este código y el de 1845 era ciertamente muy grande. En adelante, el recuerdo de la Constitución de Cádiz fue para progresistas y moderados un recuerdo incómodo.

Cierto que los progresistas intentaron volver a los principios doceañistas, renegando de la transacción constitucional de 1837. En buena parte, aunque no en toda ella, lo consiguieron en la non nata Constitución de 1856. No obstante, esta marcha atrás resultó tardía para ellos. La teoría constitucional doceañista la recuperó ante todo una nueva corriente: la democrática, que se convirtió, a partir de la segunda mitad del siglo, en la auténtica alternativa a la Monarquía doctrinaria durante la época de Isabel II, primero, y de buena parte de la Restauración Alfonsina, después.






 III.- El liberalismo democrático y la Constitución de Cádiz

No todos los liberales españoles, efectivamente, aceptaron el abandono de las premisas radicales ni sufrieron la conversión conservadora que sufrió el liberalismo mayoritario. Las mismas causas que habían propiciado un giro a la derecha en la mayoría de los liberales, habían llevado a una minoría de ellos a defender e incluso a radicalizar la teoría constitucional del liberalismo doceañista. Para estos liberales, la Constitución de Cádiz siguió siendo durante bastante tiempo una alternativa válida a la Monarquía constitucional isabelina y aun cuando esto dejó de ser así, más o menos al doblar la pasada centuria su primera mitad, seguirían viendo en ella un símbolo imperecedero, cuyo espíritu y buena parte de su letra resultaban todavía plenamente vigentes.

 

 1. El desarrollo del liberalismo democrático

Para esta minoría de liberales, la experiencia del Trienio había puesto de manifiesto la animadversión de las clases privilegiadas hacia el Estado Constitucional, así como la escasa confianza que al liberalismo podía merecer la Corona, encarnada en un Rey que por dos veces, en 1814 y en 1823, había encabezado la reacción contra el nuevo orden de cosas que la Constitución de 1812 establecía. Durante el Trienio, los intentos de reformar la Constitución de Cádiz se vieron contrarrestados por los esfuerzos de este grupo radical, partidario a toda costa de conservarla. Los «exaltados», tal como en aquella época eran conocidos, querían mantener viva la llama del liberalismo gaditano, frente a los intentos que muchos liberales y casi todos los afrancesados hicieron por apagarla. La mayor parte de los «exaltados» se limitaron a sostener los mismos principios y el mismo programa que en Cádiz habían defendido los Diputados liberales. Hubo otros que incluso deseaban democratizar estos principios y este programa, en muchos casos con una buena dosis de demagogia y provocación fatal. Así ocurría, por ejemplo, con hombres como Moreno Guerra, Romero Alpuente y Díez Morales o con no pocos miembros de algunas Sociedades Patrióticas, como las de los Cafés de Lorencini, San Sebastián y La Fontana de Oro o, en fin, con algunos periódicos como «El Robespierre Español», «El Conciso» y «El Zurriago». Algunos destacados prohombres de la época, como Álvaro Flórez Estrada y Riego -auténtico héroe nacional- estaban muy próximos al ideario político y constitucional que posteriormente harían suyo los demócratas. Téngase presente que durante este período se defendieron en las Cortes y en diversos escritos dos derechos capitales para el ideario democrático: los de reunión y asociación, que la Constitución de Cádiz no había recogido. No obstante, la defensa de esta Constitución siguió aglutinando durante todo el Trienio al liberalismo más radical. Los intentos de modificarla, al proceder de las tendencias más templadas del liberalismo y por supuesto de otras escasamente liberales, incitaron a la izquierda liberal a cerrar filas en torno a ella y no a propugnar una reforma más avanzada de la misma.

Los dos exilios, particularmente el segundo, más largo y fecundo, habían radicalizado las posturas de estos liberales, no sólo por su enemistad creciente hacia el Rey -fácil de trasladarse a la Monarquía misma-, sino también por la influencia que habían recibido de diversas corrientes democráticas europeas, algunas de un marcado signo republicano, federal y socialista. Durante los años veinte y treinta, en efecto, y tanto en el extranjero como en España, tras la muerte de Fernando VII, se acusa el impacto en ciertos sectores minoritarios del liberalismo español de autores como FourierBouchezBlancCabetOwenEnfantinConsiderantPierre LerouxLamennais y, más tarde, Proudhon y Krause. Radicalismo democrático, republicanismo federal, socialismo utópico, cristianismo social y hegelianismo, fueron así corrientes decisivas en la formación doctrinal del primer movimiento democrático español. Un movimiento que, como en Europa, no hizo sino en gran parte rehabilitar los tan denostados principios de la Revolución francesa, dando de nuevo a conocer a autores mayoritariamente execrados por el liberalismo bien pensante, como RousseauSieyèsCondorcet y Payne. En España la rehabilitación de estos principios se ligará -no sin razón, como veremos- con el espíritu liberal de las Cortes de Cádiz y con su fruto más preciado: la Constitución de 1812.

Ciertamente, muchas de las ideas de los autores que acabamos de citar rebasaban con creces lo dispuesto en esta Constitución. De hecho durante el segundo exilio algunos liberales españoles defendieron por escrito unos principios políticos que eran mucho más avanzados que los que el código doceañista recogía. Así ocurría, por ejemplo, con las «Cartas de un americano sobre las ventajas de los gobiernos republicanos federales», publicado en Londres, en 1826, y que Vicente Llorens atribuyó a José Canga Argüelles. La misma organización del Estado se preconizaba también en las «Bases de una Constitución o principios fundamentales de un sistema republicano», escritas par Ramón Xaudaró i Fàbregas, y que salieron a la luz en Limôges, en 1832. Ninguna de estas obras ni otras del mismo cariz tuvieron, sin embargo, demasiada influencia. El liberalismo español más radical siguió siendo fiel a la Constitución de 1812, máximo símbolo de oposición a la Monarquía absolutista de Fernando VII.

Muerto este Monarca y restaurado el Estado Constitucional, la guerra carlista que asoló España durante los años treinta del pasado siglo en vez de incitar a estos liberales extremos a pactos y componendas, exacerbó sus ánimos y enconó sus convicciones. La presión internacional que se desató contra la Constitución de 1812 por parte de Francia e Inglaterra, así como por las potencias reaccionarias, tanto en 1836 como en 1820, había acentuado, asimismo, la veneración de estos liberales por este texto, expresión señera, a su juicio, de la libertad y de la independencia nacional, del liberalismo auténtico y del patriotismo.

Estos liberales también querían adaptar la estructura constitucional de España a su estructura económica y social. No era puro verbalismo revolucionario e idealista lo que se ocultaba tras su recalcitrante fidelidad al espíritu del doce. Pero querían que tal adaptación -imprescindible tras los fracasos del 14 y del 23- discurriese por un camino ligeramente distinto al que propugnaban los moderados e incluso los progresistas. Estos liberales de izquierda, muchos de los cuales se consideraban ya asimismo demócratas, deseaban llevar hasta sus últimas consecuencias las transformaciones económicas, sociales y políticas del Antiguo Régimen en una dirección claramente radical. De ahí que apoyasen el restablecimiento no sólo de la Constitución de 1812, sino también de gran parte de la legislación que las Cortes de Cádiz, primero, y las del Trienio, después, habían aprobado. De ahí también que rechazasen la operación desamortizadora emprendida por el progresista Mendizábal en 1837 y se adhiriesen a los argumentos que en su contra había sustentado Álvaro Flórez Estrada. La teoría constitucional de los liberales demócratas, fiel en lo esencial a los esquemas gaditanos, era, así, perfectamente coherente con su estrategia social. Una y otra se encaminaban a desalojar de los órganos del Estado Constitucional a los grupos sociales del Antiguo Régimen (Iglesia, Nobleza, altos cuerpos de la Administración y del Ejército) en beneficio de ciertas capas de la burguesía y de las clases populares del campo y de la ciudad (artesanos, menestrales y el incipiente proletariado industrial). Una finalidad que requería, además de una nueva orientación de la política desamortizadora; la implantación de un sistema constitucional que, como el de Cádiz, concediese el derecho de sufragio a amplios sectores de la población, no contemplase la existencia de una Cámara Alta, conservadora por definición, y limitase grandemente los poderes de la Corona, aliada natural de las fuerzas sociales más regresivas y refractarias al cambio.

La crítica del liberalismo democrático a la Monarquía isabelina se dirigía, de este modo, tanto contra la arquitectura constitucional de esta Monarquía como contra su política social y económica. Tal crítica ponía en evidencia el desfase que existía en España entre la ideología liberal mayoritaria y la realidad social. Los moderados y los progresistas, efectivamente, habían traído de los exilios nuevas ideas, pero con ellas, desde luego, no habían traído las estructuras sociales y económicas en las que esas ideas descansaban. La España de 1833 era la misma, económica y socialmente, que la de 1808. Incluso, los casi veinte años de absolutismo, interrumpidos tan sólo por el Trienio, había supuesto un retroceso en el desarrollo económico y social respecto del período final del siglo XVIII: la devastadora guerra de la Independencia, la pérdida de la mayor parte de América, la bancarrota de la Hacienda, la censura y la represión, situaban a España, desde el punto de vista de las transformaciones económicas y sociales, por debajo de la situación anterior a la invasión napoleónica. Ello significaba que el atraso de España en relación a Europa (y Europa en aquel entonces era sobre todo Francia e Inglaterra) era mayor todavía que el que existía en 1808. De ahí que el cambio ideológico que se produjo en el seno del liberalismo mayoritario entre 1814 y 1833 no se correspondía con el cambio económico y social de España, sino más bien con el de Francia e Inglaterra. La guerra carlista acentuaría más aún el atraso de España respecto de Europa. Y la Desamortización, como es bien conocido, no conseguiría desplazar a las clases del antiguo régimen en beneficio de las clases sociales más decididamente liberales, como había ocurrido en Inglaterra y en Francia, aunque por métodos muy distintos.

Por todo ello, los demócratas no participaban de la tesis, sustentada por progresistas y moderados, de que era preciso acompasar la teoría y la realidad constitucional de España con «la marcha del siglo», abandonando las ideas constitucionales doceañistas y el modelo gaditano. Los demócratas españoles, por el contrario, entendían que lo que podía ser conveniente para otros países más avanzados «en la carrera de la libertad», podía no serlo para España, habida cuenta del atraso de su economía y de su sociedad. Entendían que en vez de conservar viejos intereses había que crear otros nuevos; que en vez de llevar una política defensiva era preciso llevar acabo otra ofensiva; que en lugar de rebajar las exigencias políticas, económicas y sociales para acercar las fuerzas del Antiguo Régimen al Estado Constitucional, era necesario mantener, y radicalizar incluso, el programa diseñado en las Cortes de Cádiz. Los demócratas defendían, por consiguiente, una estrategia social que se basaba en la alianza entre los sectores burgueses más avanzados y las clases populares, y que se dirigía no sólo contra los intereses económicos de la Iglesia (como preconizaban los progresistas y, de forma más vergonzante, los moderados), sino también contra los de la Aristocracia terrateniente. Única alianza, a su juicio, que podía conferir estabilidad a unas instituciones verdaderamente liberales, tras los fracasos de las Cortes de Cádiz y del Trienio (en las que, en realidad, algunos «exaltados» ya defendieron esta estrategia social).

En las Cortes del Estatuto Real se hace ya patente la existencia de algunos Diputados que superan por la izquierda las tesis oficiales del Partido Progresista. Así ocurría con Luis Antonio Pizarro, Conde de las Navas, y con Miguel Luis Septien, anciano ya, ex-Diputado de las Cortes del Trienio y conspirador exaltado durante la «década ominosa». Las esperanzas de estos liberales extremos se cifran en ese momento en el restablecimiento de la Constitución de 1812, aunque con un carácter definitivo, y no provisional, como, según hemos visto, pretendía el grueso del progresismo. Estos dos Diputados defendieron en estas Cortes el sufragio Universal (para los varones), recurriendo par a ello a la teoría del Electorado-Derecho, esto es, a la tesis, inaceptable tanto para moderados como para progresistas, de que el formar parte del electorado activo y pasivo (que el elegir y ser elegido) no era una «función», sino un «derecho natural», inaugurando así una tesis central del constitucionalismo democrático posterior.

Pero es en las Cortes de 1837 en donde se hicieron más evidentes las diferencias entre la mayoría del Partido Progresista y una minoría, inserta aún en este partido, afín al ideario gaditano. Se trataba, como hemos dicho ya, de los «doceañistas». Esta minoría se mostró partidaria de conservar a ultranza la Constitución de Cádiz, manifestando muy pronto su desencanto ante la sustitución de este código por la Constitución transaccional de 1837. Fermín Caballero, Gorosarri, García Blanco, Montoya, Sosa, por citar tan sólo a los más destacados, sostenían que la mayoría progresista había traicionado la voluntad nacional que se había expresado en el movimiento revolucionario de julio y agosto de 1836. A su juicio -desde luego muy difícil de compartir- la voluntad mayoritaria de la nación deseaba tan sólo modificar en puntos muy accidentales la Constitución de 1812, pero no su sustitución por una nueva y más conservadora.

En estas Cortes, Sosa y Gorosarri volvieron a defender el sufragio universal directo, haciendo suya la tesis del electorado derecho y mostrando su radical disconformidad con la idea de considerar a la propiedad el criterio decisivo para otorgar la capacidad electoral activa y pasiva y, en definitiva, el derecho de participación política.

Los «doceañistas» alzaron también su voz para oponerse a la implantación de una segunda Cámara, defendiendo el modelo unicameral gaditano. A juicio de estos Diputados, como a juicio más tarde de los demócratas, la articulación del Senado no serviría más que para proteger los intereses conservadores de la sociedad y, por tanto, para detener o atenuar las necesarias reformas de la misma. Al igual que en Cádiz, el recelo hacia la Corona e incluso hacia la Monarquía se hizo evidente en todas las intervenciones de los «doceañistas» en las Cortes de 1837. Estos Diputados exigieron que se mantuviese la primacía de las Cortes sobre la Corona en los términos prescritos en la Constitución de Cádiz. Una Constitución que Pascual llegó a considerar «como un monumento ante el cual han doblado la frente los Monarcas». En realidad, la diferencia más importante entre los «doceañistas», de un lado, y los progresistas y los moderados, de otro, en punto a la posición constitucional de la Corona y a la Monarquía misma, estribaba en que aquellos, a diferencia de éstos, consideraban difícilmente compatible esta institución con la articulación del Estado Constitucional. Dicho con los términos que ellos mismos utilizaban, entendían que no era fácil conciliar la Monarquía con los intereses populares, la autoridad que la Corona encarnaba con la libertad que el pueblo demandaba. Ya no se trataba, pues, de contraponer el principio de soberanía nacional con el de soberanía de los reyes por derecho divino, como hacían los progresistas, ni tampoco la Monarquía absoluta con la Constitucional, como hacían los moderados, sino más bien la Monarquía, tout court, con el Estado Constitucional. Naturalmente, desde este planteamiento, que tan directamente afectaba al nervio de la concepción constitucional, doctrinaria, sólo cabía postular dos cosas: o bien mantener las relaciones Corona-Cortes tal como estaban reguladas en la Constitución de Cádiz, o bien tratar de encarrilar el Estado Constitucional por una senda republicana. Los «doceañistas» en 1837 se conformaron con lo primero, los demócratas defenderían, años más tarde, lo segundo. Para estos últimos (o para buena parte de ellos, pues algunos siguieron defendiendo la viabilidad de una Monarquía democrática, que a la postre se recogería en la Constitución de 1869) la dificultad de conciliar la Monarquía y el Estado Constitucional liberal-democrático era, en realidad, una verdadera imposibilidad en España.

En las Cortes de 1837 los «doceañistas» sostuvieron también que la proclamación del principio de soberanía nacional debía seguir haciéndose en los mismos términos que en la Constitución de Cádiz y con las mismas consecuencias que de ésta expresamente se extraían en lo relativo a la reforma constitucional. La idea de Constitución como norma jurídica superior elaborada solemnemente por unas Cortes constituyentes sin participación de la Corona, fue así una idea enérgicamente recuperada por los doceañistas, como más tarde por los demócratas, en contra del criterio de moderados y progresistas, partidarios de la «flexibilidad constitucional» y, por tanto, de la desvirtuación de la idea de Constitución como norma jurídica formalmente superior a todas las demás del ordenamiento.

A partir de la transacción constitucional de 1837, y tras el fracaso de las tesis radicales, fue anidando en los sectores extremos del liberalismo español la idea de formar un partido democrático revitalizador del espíritu doceañista, pero ya no tanto deseando el restablecimiento de la Constitución de Cádiz como la proclamación de otra más radical inspirada en algunos de sus principios. No obstante, todavía durante la Regencia de Espartero algunos grupos democráticos e incluso republicanos cifraban sus esperanzas en el restablecimiento de la Constitución de 1812. Así ocurría, por ejemplo, con el «Centro Directivo Republicano» de Barcelona, aunque su objetivo final fuese la instauración de la República Federal. En una circular de esta agrupación, fechada en 1842, y que Eiras Roel recoge en su libro sobre el Partido Democrático Español, se testimoniaba la fidelidad al texto doceañista con estas palabras: «La Constitución de 1812 es la más conforme con los principios republicanos, y con unas Cortes verdaderamente democráticas puede hacer la felicidad de este desgraciado país».

En su «Historia del Reinado del Ultimo Borbón», Fernando Garrido, uno de los primeros republicanos y socialistas españoles, sostendría que «hasta 1836, la Constitución democrática de 1812 había servido de bandera al partido revolucionario; los republicanos de aquellos tiempos creían que bien practicada, era aquella una verdadera Constitución democrática, en la cual el Rey no representaba más papel que el del primer magistrado de la nación. Pero la reforma llevada a cabo por las Cortes Constituyentes progresistas en dicho año, por lo cual quedó convertida en una Constitución doctrinaria, hizo que los progresistas dignos de este nombre enarbolasen la bandera republicana...». Unas palabras que deben matizarse, pues ni todos «los progresistas dignos de este nombre» (esto es, los demócratas) se hicieron republicanos (ni mucho menos socialistas) ni, como acabamos de ver, algunos progresistas que se hicieron republicanos dejaron de exigir, al menos durante el trienio esparterista, el restablecimiento de la Constitución gaditana.

En todo caso, lo que ahora imparta señalar es que en los elogios a la Constitución de 1812 y en la consiguiente crítica a la de 1837, coincidirían todos los demócratas españoles del pasado siglo, fuesen demócratas puros, republicanos federales o socialistas. Así, por ejemplo, M. Baralt y N. Fernández Cuesta, en un examen del programa del Partido Democrático Español, constituido en 1849, sostendrían que tal programa contenía «con pocas variaciones... los mismos principios que fueron proclamados en las Cortes Constituyentes de Cádiz y en las ordinarias de 1820». También Nicolás María Rivero, en su artículo «La legitimidad del Partido Democrático Español», publicado en «La Discusión», el 15 de octubre de 1858, insistiría en «arrancar la legitimidad del Partido Democrático Español de esta fidelidad al espíritu doceañista». Y, en fin Blasco Ibáñez y Pi i Margall, en su «Historia de la Revolución Española», vincularán el nacimiento del movimiento democrático español a la aceptación, en 1837, por parte de los progresistas del «nocivo doctrinarismo francés» y al olvido de los «principios democráticos de 1812».

Ciertamente, a partir de los años cincuenta y sesenta ya no se exigirá el restablecimiento de la Constitución de Cádiz, sino la aprobación de un texto más radical y verdaderamente democrático. Un objetivo que no se consiguió del todo durante el Bienio progresista y sí, en cambio, tras la Revolución de 1868, que en buena medida fue obra de los demócratas, cuyos principios plasmaron en la Constitución de 1869 y en el Proyecto Constitucional de 1873. Ahora bien, todavía en las Cortes Constituyentes del Bienio y en las de 1869 los demócratas seguirían rindiendo homenaje a la Constitución de 1812 y denostando a la de 1837. Mientras la primera se vinculaba al patriotismo y a la democracia, la segunda se tacharía de extranjerizante y doctrinaria, de «copia desautorizada de los doctrinarios franceses», como afirmó Gil Sanz en las Cortes de 1855, o de puro «pasteleo» entre progresistas y moderados, como sostuvo en las Cortes de 1869 José María de Orense y Milá de Aragón, Marqués de Albayda y Grande de España, destacadísimo dirigente del liberalismo democrático de los años cincuenta y sesenta.


2. La Constitución de Cádiz como mito democrático

Se comprende, ciertamente, esta admiración de los demócratas españoles del pasado siglo por el liberalismo doceañista y por la Constitución de Cádiz. El liberalismo doceañista no había sido, desde luego, un liberalismo democrático. Había sido, sí, un liberalismo radical. Denominación que tiene su pleno sentido si se compara a este liberalismo con el liberalismo doctrinario posterior, no sólo con el moderado, sino también con el progresista. Los liberales de Cádiz pueden considerarse, salvadas todas las distancias, como los liberales franceses del 91, pero en modo alguno con los del 93. En la Asamblea gaditana se repitieron, con mayor o menor originalidad, las tesis que habían triunfado en Francia en el año 91, como las de Sieyès y Barnave, pero no las de RobespierreSaint-Just y Pétion de Villeneuve. En las Cortes de Cádiz no hubo un grupo democrático, como sí lo hubo en la Francia revolucionaria, en donde este grupo llegó a hacer triunfar sus principios en la Constitución de 1793, sensiblemente distinta a la de 1791, en vigor hasta la reacción thermidoriana de 1795. Fecha en la cual retomaron el poder los girondinos, liberales radicales pero no demócratas, que anularon las tesis jacobinas del 93, que no volverían a triunfar hasta febrero de 1848.

Es más: en las Cortes de Cádiz los liberales rechazaron la democracia de forma expresa y, en este caso, además, de forma sincera, y no de manera fingida y calculada, como en tantos otros. La democracia se identificaba en aquellas Cortes con tres modelos que no resultaban gratos para nadie: con las democracias directas de los antiguos, con los excesos de la Convención francesa y con el federalismo republicano de los «Estados Unidos Angloamericanos». A juicio de los liberales doceañistas, los ejemplos de las polis griegas y de la Roma republicana resultaban impracticables y opuestos al sistema representativo que defendían; el régimen de guillotina y terror les repugnaba profundamente; en cuanto al modelo norteamericano, les parecía tan lejano ideológica como geográficamente. Así, pues, la democracia no les interesaba en modo alguno.

La Constitución de Cádiz, en consecuencia, mal pudo haber sido una Constitución democrática. Y no lo fue, en efecto, aunque los demócratas españoles del pasado siglo se empeñasen en mantener lo contrario, coincidiendo en ello -por opuestas razones, claro es- con los reaccionarios, que no veían o no querían ver en los graves liberales de Cádiz más que a una ululante caterva de jacobinos que se habían limitado a recitar las consignas del «Contrato Social». Pero el hecho indiscutible es que esta Constitución consagraba una «Monarquía moderada», en la que se concedía a la Corona importantísimas atribuciones en el orden ejecutivo; no reconocía un sufragio directo ni auténticamente universal al excluir, no sólo a las mujeres de toda clase y condición, cosa común al constitucionalismo español del XIX, sino también a los sirvientes domésticos; no garantizaba tampoco los derechos de reunión y de asociación, indisolublemente ligados a los principios democráticos de participación y pluralismo. Esta Constitución, además, si bien permitía una autonomía en el ámbito municipal, consagraba un Estado fuertemente centralizado, que reforzaba las tendencias administrativas centrípetas que, tanto en la Península como en América, había iniciado la Monarquía borbónica desde la entronización de Felipe V. Por último, pero no lo menos importante, la Constitución de Cádiz mantenía la confesionalidad del Estado y la intolerancia religiosa, lo que estaba muy lejos de satisfacer incluso al liberalismo más tibio, pero desde luego mucho menos a las aspiraciones democráticas de a confesionalidad y libertad de cultos, que se consagrarían más tarde en las constituciones de 1869 y 1873.

A pesar de lo dicho, tanto el liberalismo doceañista como la Constitución de Cádiz era lógico que ejerciesen un gran atractivo en los demócratas españoles del siglo XIX. El liberalismo doceañista, si bien no democrático, había sido -repitámoslo una vez más- un liberalismo radical, consecuencia tanto de su filiación doctrinal como de la circunstancia histórica en que hubo de expresarse. El influjo decisivo del iusnaturalismo racionalista y del pensamiento constitucional francés, así como el levantamiento popular contra la invasión napoleónica y el propio desarrollo de la guerra, habían conferido al liberalismo doceañista un neto carácter revolucionario. Un carácter que estaba más en el fondo que en la forma, en las medidas que los liberales adoptaron que en las argumentaciones que dieron en apoyo de las mismas. Dicho de otro modo: se había tratado de un liberalismo revolucionario sin los excesos verbales del francés, sin gratuitas provocaciones, incluso con muchas ocultaciones y encubrimientos, pero a la postre objetivamente revolucionario. Era un liberalismo radical no sólo por su carácter primerizo, sino porque había sustentado con firmeza el noble afán emancipatorio consustancial a los orígenes del liberalismo europeo, que moderados y progresistas, contagiados por el liberalismo conservador de la Europa postnapoleónica, habían desvirtuado en gran parte. El liberalismo doceañista, como luego el democrático, respondía a las aspiraciones, no por vagas menos sentidas y eficaces, de libertad individual, igualdad política y racionalidad a la hora de organizar el Estado y la sociedad. Era comprensible, pues, que los demócratas sintiesen por el liberalismo doceañista alta estima y admiración, y no tanto por lo que había sido cuanto por lo que, a partir de él, podía ser, porque el carácter radical de este liberalismo hacía de él un liberalismo abierto, de ahí que, aun no siendo democrático, podía fácilmente democratizarse sin que sus principios rechinasen.

En segundo término, el liberalismo doceañista se había caracterizado por un impulso ético, generoso e idealista, que contemplaba al hombre desde una actitud filantrópica, según la mejor herencia ilustrada, como algo más que un simple sujeto u objeto del desarrollo económico, subrayando su dimensión moral e incluso religiosa y su derecho a acceder a la cultura y a una rica y plena vida espiritual. Un planteamiento muy distante del liberalismo pragmático, «posesivo» e insolidario que sustentarían más tarde progresistas y moderados, y muy próximo al que caracterizó al liberalismo democrático, en general, y al español en particular. Un liberalismo este último que partía, más incluso que el doceañista, de unos supuestos intensamente moralizantes, éticos e incluso utópicos. Ello no supuso, sin embargo, el abandono de los criterios utilitarios de Bentham, pero sí la interpretación sub specie moralitatis del utilitarismo, como en Inglaterra habían hecho no pocos de los «radicales filosóficos» y entre ellos J. S. Smill, cuyo liberalismo humanista tanto se asemeja al de los demócratas españoles del pasado siglo. Este contenido ético y moral del liberalismo democrático español constituyó una nota común a todas sus tendencias internas y alentó las experiencias revolucionarias de 1854 y 1868. No se olvide que fue en el sexenio cuando, engarzando con el más noble legado doceañista, las Cortes Constituyentes abolieron la esclavitud y la pena de muerte en todos los dominios españoles; acometieron la reforma penitenciaria, iniciada en Cádiz, y la mejora de las condiciones de vida de la clase trabajadora, así como la promoción sociocultural, no todavía política, de la mujer. Esta dimensión humanista del liberalismo democrático obedecía, además de a la influencia de la ilustración y del liberalismo doceañista, al influjo de las corrientes democráticas europeas que cristalizaron en la Revolución del 48, principalmente del socialismo utópico y, acaso sobre todo, del cristianismo social de Lanmenais. Un autor que, ya desde que Larra lo tradujo e introdujo en España, ejerció una enorme influencia en buena parte de los demócratas del pasado siglo, como Ayguals de Izco, José Ordaz Avecilla, Sixto Cámara, Fernando Garrido, Roque Barcia y Castelar.

En tercer lugar, el liberalismo doceañista había sabido estar a la altura de unas circunstancias históricas sobremanera difíciles e incluso dramáticas, con un coraje y un aplomo que contrastaba con la pacatería y la timidez que, no sin razón, los demócratas achacaban al liberalismo progresista y moderado, propenso en extremo a las componendas y a las medias tintas, a los pactos y a las concesiones, que acabaron vaciando el potencial transformador del movimiento liberal español. El liberalismo doceañista no sólo había defendido la libertad frente a los «serviles», sino también frente al yugo francés. Era, pues, un liberalismo que por fuerza tenía que suscitar una enorme simpatía a los demócratas que, además de demócratas, o quizá por serlo, eran también unos liberales profundamente románticos en su mayoría. Para ellos, y no les faltaba razón, las Cortes de Cádiz, sobre ser la cuna de la libertad y de la democracia españolas, habían llevado a cabo una extraordinaria gesta romántica. En medio de los cañonazos enemigos, en la punta de España, unos cuantos hombres se habían empeñado en representar la voluntad de una nación alzada en armas contra el gigante de Europa, apelando a unas tradiciones medievales que se perdían en la noche de los tiempos y a las proezas heroicas de los Comuneros de Castilla. David contra Goliat. Una expresión más del quijotismo español. Los liberales luchando, dentro de las Cortes, contra los Torquemada y la canalla clerical; y, fuera de ellas, contra el mayor ejército de Europa. Puro romanticismo, puro idealismo, acendrada expresión de una lucha denodada del deseo contra la realidad, que a los demócratas españoles, acaso más por románticos que por demócratas, no podía más que arrebatar.

La Constitución de Cádiz, asimismo, pese a su tosquedad técnica y a sus tachas e insuficiencias, había sido fruto de un levantamiento popular juntista y no de una concesión de la Corona, ni siquiera de un pacto con ella. Respondía sin paliativos al principio de soberanía nacional y no al de soberanía compartida, que se había plasmado en los textos de 1834, 1845, 1876 y, de forma implícita, en el de 1837. En virtud de ella, sólo unas Cortes Constituyentes, sin acuerdo alguno con el Monarca y sin necesidad de respetar ningún principio ni institución decantada por la historia, podían dar o reformar la norma jurídica básica del Estado. Era, pues, una Constitución que se oponía también de forma radical a la idea antidemocrática de la Constitución «histórica»; «tradicional» o «interna» de España, a través de la cual, desde Jovellanos a Cánovas del Castillo, se otorgó la primacía a la voluntad de España sobre la voluntad de los españoles, a la historia sobre la razón, al pasado sobre el futuro, a la inercia sobre el progreso.

Además, y como consecuencia de ello, en la Constitución de Cádiz las Cortes se situaban en el centro de la organización política. Su convocatoria era automática y en medio de los períodos de sesiones ocupaba sus funciones una Diputación Permanente. Al Rey se le negaba una participación decisiva en el orden legislativo y se le excluía de la reforma constitucional, con lo cual en buena medida se le excluía también de la función de gobierno o de dirección de la política. La estructura de las Cortes era unicameral y en ellas no se confería a los estamentos privilegiados del Antiguo Régimen ninguna representación especial. El sufragio, pese a ser indirecta y no enteramente universal, era muy amplio. La organización de la Justicia se había establecido según el modelo judicialista inglés, mucho más progresista, a juicio de los demócratas, que el que, arrancando de Francia, se iría imponiendo en el constitucionalismo posterior. La organización del Estado, pese a ser muy centralizada, respetaba al menos la autonomía municipal.

Era, pues, también perfectamente comprensible que a los demócratas esta Constitución les pareciese adecuada para llevar a cabo las profundas transformaciones que-ellos deseaban sin que fuesen paralizadas por la Corona, el Senado y, en definitiva, por las fuerzas sociales regresivas. Del mismo modo que no es difícil comprender que, abandonada la tentativa de restablecerla, sus principios básicos siguiesen suscitándoles una completa adhesión.






IV.- Fracaso y vigencia del constitucionalismo doceañista. (Conclusión)

La Constitución de Cádiz, por tanto, no sólo tuvo una escasa vigencia jurídica en nuestra historia constitucional (apenas seis años), sino también una muy débil incidencia en el liberalismo español mayoritario durante todo el siglo XIX, que casi al poco de nacer le fue dando la espalda, como hemos ido viendo. Desde el Estatuto Real hasta la Constitución de 1876, el Estado español se vertebraría a partir de unos principios distintos, cuando no opuestos, a los que la Constitución de Cádiz había recogido. Unos principios que, en parte por un encomiable afán conciliador y en parte por un excesivo entreguismo, los progresistas abandonaron en 1837. Una fecha decisiva en nuestra historia, no ya porque entonces se emprendió la operación desamortizadora, sino porque la Constitución de ese año delimitaría el modelo constitucional español del siglo XIX.

En realidad, mucha mayor influencia que la Constitución de Cádiz la tuvo otro texto constitucional anterior a ella, que muchos historiadores de nuestro constitucionalismo, confundiendo quizá sus deseos con la realidad, tratan de orillar. Nos referimos al Estatuto de Bayona de 1808. En este texto, bastante más breve que el de Cádiz y de origen menos noble, de corta vigencia en el tiempo y en el espacio, se encuentran, aunque algunos in nuce, los principios que informarían al constitucionalismo español hegemónico durante todo el siglo XIX: la soberanía compartida entre el Rey y las Cortes; la Constitución histórica de España; la Corona como eje y nervio del Estado; la mixtificación de la representación nacional mediante un Senado que no sirvió más que para perpetuar la representación corporativa estamental; la centralización administrativa según el patrón francés; la confesionalidad e intolerancia religiosas, que puso los cimientos del nefasto nacional-catolicismo posterior. Unos principios a los que se iría añadiendo, a medida que el sistema constitucional se fue desarrollando a lo largo de la pasada centuria, la tergiversación del parlamentarismo mediante la doctrina de la «doble confianza», que en la práctica contribuyó no pocas veces a que recayese en la Corona, cuando no en su camarilla, el peso de la orientación política del Estado. Súmese a ello los escasos márgenes de participación política debido a la pervivencia de un sufragio electoral muy restringido, salvo breves paréntesis, y la práctica constante, desde el origen mismo del sistema constitucional, del caciquismo y de la corrupción electoral. El cuadro resultante no puede calificarse de muy aleccionador y ciertamente muy distinto al que los patriotas liberales habían soñado en Cádiz para su amada España.

Sin embargo, como también hemos visto, el liberalismo doceañista y la Constitución de Cádiz no dejaron de tener influencia, e influencia notable, en el liberalismo democrático. Un liberalismo que, si bien fracasó en líneas generales durante el siglo XIX, alumbró el modelo constitucional de 1869, esto es, el más próximo, junto al de 1931, al que en la actualidad establece la Constitución de 1978. En realidad, estos tres textos constitucionales pueden considerarse continuadores del de 1812. Y ello, muy particularmente, al consagrar todos ellos lo que puede calificarse de primado de la positividad, es decir, la supremacía de un orden constitucional emanado libremente de la voluntad colectiva, como máxima expresión y garantía de un Estado Democrático de Derecho. Esta supremacía de la Constitución, concebida como auténtica norma jurídica, superior a todas las demás y capaz de modificar su contenido según la propia colectividad decida, representa, además, la aportación más importante del constitucionalismo doceañista. Y la más duradera, pues hoy en día sigue siendo tan válida como hace ciento setenta y cinco años.

 

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