La Constitución de Cádiz y el Liberalismo español del Siglo
XIX1
Joaquín Varela
Suanzes-Carpegna
Oviedo, febrero de
1987.
Portada de la edición original de la
Constitución de 1812.
El
liberalismo español no nace en las Cortes de Cádiz. Antes de que estas Cortes
se convocasen había en España no ya liberales, sino incluso grupos liberales.
Ahora bien, no es menos cierto que nunca el liberalismo se había expresado en
España de una forma tan clara y contundente como en Cádiz lo hizo. Las Cortes
de Cádiz proporcionaron una magnífica ocasión para que los liberales españoles
manifestasen sus anhelos de innovación y diesen una respuesta global a los
problemas políticos, constitucionales, económicos y sociales de España.
En la obra ingente
de las Cortes, plasmada en centenares y centenares de Decretos y Órdenes y en
una extensísima Constitución, se organizaba una sociedad cimentada en la
igualdad jurídica, una economía de mercado y un Estado de Derecho. Al menos en
el papel, pues, desaparecían la sociedad estamental, las trabas al desarrollo
económico y la Monarquía absoluta.
Este ambicioso
proyecto transformador lo defendieron los Diputados liberales con un apasionado
sosiego, que todavía hoy, ciento setenta y cinco años después asombra. Este
proyecto se desarrollaría a lo largo de nuestra historia contemporánea, cuyo
comienzo suele fecharse, con razón, en el período en que se gesta la opera
magna gaditana. Pero este desarrollo estuvo sujeto a no pocos retrocesos y a
profundas rectificaciones. El proyecto doceañista, en efecto, se archiva
durante la Monarquía fernandina, salvo el breve paréntesis del trienio. Y
cuando se exhuma, a partir de 1833, el liberalismo mayoritario, tanto en su
versión progresista como sobre todo moderada, elimina buena parte de su
contenido radical, y entre ella algunos principios claves de la Constitución de
1812. Sólo durante el sexenio que se abre con la Revolución de 1868 el proyecto
doceañista, incluidos esos principios claves del código gaditano, recobra toda
su pureza en manos de los demócratas, legítimos herederos de los doceañistas
liberales. Pero esta recuperación y puesta al día del proyecto doceañista se
saldó con un estrepitoso fracaso.
En este trabajo
nos vamos a ocupar, primeramente, de establecer el perfil ideológico del
liberalismo doceañista y de examinar los principios básicos de la Constitución
de Cádiz. Nos detendremos, a continuación, a analizar las causas que poco a
poco fueron apartando de esta Constitución al grueso del liberalismo.
Finalmente, reflexionaremos sobre la influencia que ejercieron los principios
liberales del doce y la propia constitución gaditana en el liberalismo
democrático del pasado siglo.
I.- El liberalismo doceañista y la Constitución de Cádiz
En las Cortes de
Cádiz había tres tendencias constitucionales: una, la que formaban los
Diputados realistas; otra, los americanos, y una tercera, los liberales. Estas
tres tendencias presentaban entre sí una común y esencial contextura doctrinal,
que permitía diferenciarlas con nitidez, sin perjuicio de las disensiones
individuales que se manifestaron en su seno a la hora de discutirse determinadas
cuestiones constitucionales. Estas tendencias eran versátiles y hábiles, en
gran parte porque no estaban organizadas en verdaderos partidos políticos,
inexistentes en aquel entonces, al faltar unas estructuras organizativas
suficientemente estables que encuadrasen a los Diputados y unos programas
doctrinales completamente perfilados que los apiñasen. Ello no quiere decir,
desde luego, que no hubiese una rudimentaria plataforma organizativa y
doctrinal: ciertos dirigentes, ciertas tertulias, ciertos periódicos.
Precisamente, los Diputados liberales, que formaban la única tendencia
constitucional que aquí interesa examinar, pese a no estar agrupados en un
partido político, presentan una básica identidad doctrinal y además una
evidente cohesión política. Una identidad y una cohesión mucho mayores, desde
luego, que las de las otras dos tendencias constitucionales.
Este es un factor
que explica en parte el éxito que tuvieron en las Cortes, al conseguir casi
siempre que sus propuestas consiguiesen aprobarse. Un éxito que extraña,
ciertamente, si se tiene en cuenta que en su conjunto representaban una
minoría. Pero una minoría desde luego muy activa, la más activa de todas. Y la
más joven. Cohesión política, unidad doctrinal, actividad, juventud (y, por
tanto, una buena dosis de arrojo y osadía) son factores que explican el éxito
de esta tendencia. A lo que debe añadirse el no desdeñable apoyo que recibían
en Cádiz, la ciudad más liberal de España en aquel entonces.
De los quince
miembros de la Comisión Constitucional, cinco eran destacados liberales: Diego
Muñoz Torrero, que fue su Presidente; Antonio Oliveros, Agustín Argüelles, José
Espiga y Evaristo Pérez de Castro. Muñoz Torrero fue el redactor del Proyecto
articulado de Constitución, así como del importante Decreto de 24 de septiembre
de 1810, en el que se proclamaban los principios básicos que habían de inspirar
a la Constitución. Argüelles fue el redactor del no menos importante Discurso
Preliminar, que es un documento básico para conocer la teoría constitucional
del liberalismo doceañista.
Entre los
liberales abundaban los clérigos (en realidad un tercio de las Cortes lo era).
Los ya citados Muñoz Torrero, Oliveros y Espiga, así como Nicasio Gallego y
Luján eran de clerical condición. No escaseaban, además los juristas y los
profesores de Universidad. Los más destacados liberales procedían de
Extremadura, como Muñoz Torrero y Oliveros, y de Asturias, como Argüelles y el
jovencísimo Conde de Toreno.
En la teoría
constitucional del liberalismo doceañista influyó de un modo muy significativo
la crítica circunstancia histórica en la que este liberalismo hubo de
expresarse. No debe perderse nunca de vista que el liberalismo español sale a
la palestra pública en medio de una conmoción nacional sin precedentes. La invasión
francesa y la subsiguiente acefalia de la Monarquía tras los sucesos de Bayona;
la generosa y aún heroica insurrección popular; el levantamiento
independentista en América; las Juntas de Defensa, la formación de la Regencia
y de la Junta Central, son las principales secuencias de esta circunstancia
histórica. Las Cortes de Cádiz son el corolario de esta dramática situación,
que concluye con una increíble victoria militar -o, mejor dicho, guerrillera- y
con una derrota civil tras el regreso del «Deseado» Fernando, preludio de la
represión y del exilio.
Como no podía ser
menos, esta excepcional circunstancia histórica influyó de forma decisiva en la
teoría constitucional del liberalismo doceañista. Sus premisas revolucionarias,
encastilladas en la tradición iusracionalista y en el pensamiento
constitucional de cuño principalmente francés, se impregnaron de populismo y
también de nacionalismo patriótico. Dicho de otro modo: sus premisas
dieciochescas se mixturaron con unos tintes claramente decimonónicos e incluso
románticos. La Constitución de 1812 fue en realidad la respuesta civil de unos
liberales profundamente nacionalistas que se erigieron en representantes de
todo un pueblo en armas. Una respuesta que creó la moderna conciencia nacional
y patriótica española.
Sus anhelos de
independencia les obligaron a coaligarse con las fuerzas del Antiguo Régimen. A
pactar en cierto modo y en ciertas cosas con ellas o, al menos, a tenerlas en
cuenta. Pero sus anhelos de cambio, de modernización revolucionaria y no meramente
reformista, les impulsaron a abrazar, con ciertos matices, las ideas que el
invasor encarnaba. Los liberales no querían la guerra sin revolución, corno
pretendían los realistas, pero tampoco la revolución sin guerra, como
pretendían los «afrancesados»,o al menos una minoría de ellos, pues la mayor
parte de los que se doblegaron ante el Rey Intruso más que revolucionarios eran
reformistas ilustrados. Los liberales querían resistir a las tropas enemigas,
pero, a la vez, defender sus ideas. Guerra y Revolución. Revolución y Guerra.
He ahí su grande y espinosísima tarea.
Esta doble y
contradictoria tarea explica en buena medida que los dos más importantes
veneros del liberalismo alboreal español fuesen el iusracionalismo y el
historicismo nacionalista. Una mixtura doctrinal ciertamente difícil de
cohonestar. El liberalismo revolucionario se había manifestado en la Francia de
1789 como una ideología abstracta y con franco desdén hacia el pasado. El
nacionalismo historicista y romántico se había manifestado en Europa como un
movimiento antiliberal, conservador, cuando no reaccionario. En España, en
cambio, el liberalismo pretendió conjugar la defensa de la libertad con el
nacionalismo, las doctrinas revolucionarias con la apelación a la tradición
histórica nacional. Una pretensión que en gran parte era fruto de esa doble y
contradictoria tarea a la que antes aludíamos: la de defender a España frente a
la invasión francesa y a las ideas francesas frente a buena parte de España.
Esta situación
dificulta sobremanera la comprensión cabal de la teoría constitucional del
liberalismo doceañista. Los Diputados liberales en las Cortes de Cádiz hablan
mucho, ciertamente, pero tanto o más que habla, calla. Omiten. No dicen lo que
verdaderamente sienten. A su pesar, desde luego. Pero el hecho es que tiene
ante sí a un país que saben no es partidario en su mayoría de sus ideas ni de
sus proyectos. Y en las Cortes a un gran número de Diputados, los realistas y
algunos americanos, que no comparten en absoluto sus ideas. De ahí que las
disfracen, las enmascaren o las oculten.
1. El iusnaturalismo racionalista y el pensamiento constitucional:
soberanía nacional y división de poderes
En rigor, las
principales ideas que el liberalismo doceañista sostuvo en las Cortes de Cádiz
hundían sus raíces en el iusnaturalismo racionalista y en el pensamiento
constitucional anglo francés, una línea de pensamiento que era conocida en España
décadas antes de la invasión francesa.
La recepción del
iusnaturalismo racionalista en la España del siglo XVIII es algo fuera de duda,
aunque se discuta su cuantía y alcance. Los cauces más importantes que
permitieron conocer en España la literatura iusracionalista germánica y
anglofrancesa fueron las Universidades, las Sociedades de Amigos del País, la
Prensa y los, cada vez más frecuentes, viajes al extranjero por parte de la
élite culta de entonces. En las Universidades y los Colegios fueron hitos decisivos
para la difusión del iusnaturalismo racionalista germánico (Puffendorf,
Heinnecio, Grocio, Almicus, Vattel), el proyecto de Mayans, de 1769, las
reformas de Olavide, de ese mismo año, y la creación, una vez que se expulsaron
a los jesuitas, de los Reales Estudios de San Isidro, en 1771, en donde se
introdujeron las primeras Cátedras de Derecho Natural y de Gentes, disciplina a
la que su primer Catedrático, Joaquín Marín y Mendoza, dedicaría una historia
en 1776. Mención especial merece la Universidad de Salamanca, foco cultural muy
inquieto, animado por Menéndez Valdés, Ramón de Salas, Toribio Núñez y por dos
destacados doceañistas: Muñoz Torrero y Juan Nicasio Gallego.
Todo este trasiego
ideológico sufrió un notable retroceso en la época de Carlos IV, tras los
acontecimientos de 1789, en la que se suprimen las Cátedras de Derecho Natural,
pero ni los controles del Gobierno ni los de la Inquisición lograron cortar la
entrada y la difusión de la literatura iusracionalista y enciclopédica, incluso
en los más recónditos lugares de España.
En lo que
concierne al iusracionalismo anglofrancés, que es el más directamente conectado
con el pensamiento constitucional, es preciso destacar la influencia de Locke. Una influencia que fue tanto indirecta, a través de Diderot, Montesquieu, Turgot y Rousseau, como
directa, y que se percibe en Campomanes, Cabarrús, Jovellanos y Martínez
Marino. Durante el siglo XVIII se difundieron también en España los escritos
de Sidney y los comentarios
constitucionales de Blanckstone, así como el
libro del suizo De Lolme, «Constitución de Inglaterra», del que
hubo una versión castellana, a cargo de Juan de la Dehesa, publicada en Oviedo
en el año 1812. En la divulgación del constitucionalismo británico tuvo la
Prensa un papel destacado y muy particularmente el «Espíritu de los mejores
diarios literarios de la Europa», editado por Cladera.
Una de las obras
que más -aunque no mejor- contribuyeron al conocimiento del constitucionalismo
inglés fue «El Espíritu de las Leyes». El libro de Montesquieu,
escrito en 1748, fue uno de los que más resonancia tuvo en la literatura
política española del siglo XVIII. El publicista francés era conocido y
apreciado no sólo por autores liberales e ilustrados, como Ibáñez de la
Rentería, Enrique Ramón, León Arroyal, Alonso Ortiz, Alcalá Galiano, Cadalso,
Foronda y Jovellanos, sino también por los pensadores opuestos a la ilustración
y al liberalismo, como Antonio Xavier Pérez y López, Forner y Peñalosa.
El conocimiento
de Rousseau en la España de la segunda mitad del siglo XVIII está
también fuera de toda duda, aunque su influencia sea muy distintamente
valorada. En todo caso las obras de Rousseau se difunden tempranamente en España,
a pesar de su prohibición, y aunque el «Contrato Social» no se traduce hasta
1799, y en Londres circulaba la versión de Antonio Arango Sierra y desde luego
el original.
En lo que
concierne a Sieyès, no hay noticia de ninguna traducción o
reimpresión de España, antes de 1812, de su obra más importante e influyente.
No obstante, es probable que su opúsculo sobre el tercer Estado circulase por
España en su idioma original, en el aluvión de literatura revolucionaria que
penetró en España tras la Revolución francesa, o quizás más tarde, al abrigo de
las tropas napoleónicas. En cualquier caso, el conocimiento de las principales
tesis de su panfleto es evidente en las Cortes de Cádiz.
En general, debe
señalarse que el tráfico cultural y muy particularmente el de la literatura
revolucionaria francesa cobraron un espectacular auge a partir de los sucesos
de 1808, jugando en ello un papel de primer orden las tropas invasoras. La
proliferación de diarios, periódicos y revistas de carácter liberal, y no sólo
liberal, en la España de 1808 a 1814 fue notable.
En las Cortes de
Cádiz, el iusnaturalismo racionalista, en especial el anglofrancés, así como el
pensamiento constitucional a él vinculado (Locke, Rousseau, Sieyès) y sobre
todo las tesis expuestas en la Francia de 1791, inspiraron de una manera
crucial y determinante a todos los componentes del grupo liberal. Esta fue la
fuente doctrinal que más influencia tuvo en la teoría constitucional del
liberalismo doceañista. Entre los principios informadores de la Declaración de
derechos de 1789 y de la Constitución francesa de 1791, de una parte, y los que
defendieron los Diputados liberales en las Cortes de Cádiz, de otra -que en su
mayor parte se plasmaron en la Constitución de 1812- hubo una sustancial
similitud, cuando no identidad.
Interesa precisar,
no obstante, que una cosa fue el influjo de las doctrinas revolucionarias sobre
el hilo argumental de los liberales doceañistas y otra diferente el influjo de
estas doctrinas y del texto de 1791 sobre la Constitución de 1812. Ambos
extremos a veces se identifican o no se distinguen con nitidez. Y ciertamente
son cuestiones muy unidas. Si los Diputados liberales fueron los principales
artífices de este código es lógico pensar, hasta cierto punto, que en él se
plasmaron sus ideas constitucionales. No obstante, conviene diferenciar ambos
supuestos, ya que en la Constitución de 1812 no se plasmó enteramente el
ideario constitucional del liberalismo doceañista, aunque sí, desde luego, la
parte más esencial del mismo. Del mismo modo, en esta Constitución se
recogieron algunos preceptos que desencajaban completamente con las ideas
constitucionales de los liberales, como más adelante veremos al hablar del
problema religioso.
La influencia del
pensamiento constitucional revolucionario, de cuño iusnaturalista, se
manifiesta ya en el lenguaje que emplean los liberales doceañistas, en el que
abundan las referencias a los «derechos naturales e inalienables”, a la
«voluntad general”, a la «Razón» y a la «igualdad natural”, sin que falten
alusiones al «estado de Naturaleza « y al «Pacto social».
Pero, sobre todo,
esta influencia se puso de relieve en las más importantes premisas que
sustentaron los liberales en las Cortes, como la teoría de la soberanía, los
conceptos de Nación y Representación, la teoría de la división de poderes y las
ideas de Constitución y Monarquía. Unas premisas, además, que cristalizaron en
la Constitución de 1812, confiriéndole un inequívoco carácter revolucionario.
Esta Constitución
se inspiró en dos grandes principios: el de soberanía nacional y el de división
de poderes. Dos principios que habían sido solemnemente proclamados ya en el
Decreto de 24 de septiembre de 1810. El primero se recogió en el artículo
tercero del texto constitucional, sin duda el más polémico y subversivo de
todos: «la soberanía -decía este artículo- reside esencialmente en la Nación, y
por lo mismo le pertenece exclusivamente el derecho de establecer sus leyes
fundamentales». El segundo principio se recogía en los artículos 15, 16 y 17,
que conformaban el gozne sobre el que giraría la estructura organizativa de
todo su texto: «la potestad de hacer las leyes -decía el 15 - reside en las
Cortes con el Rey». «La potestad de hacer ejecutar las leyes -sancionaba el 16-
reside en el Rey». Y, en fin, el 17 prescribía: «la potestad de aplicar las
leyes en las causas civiles y criminales reside en los tribunales establecidos
por la ley». Preceptos todos ellos que convertían al «Gobierno» (esto es, al
Estado) de la Nación española en una «Monarquía moderada» o constitucional,
según disponía el artículo 14.
El principio de
soberanía nacional no se defendió en las Cortes de Cádiz recurriendo a las
tesis iusnaturalistas del «estado de Naturaleza» y del «Pacto Social». Aunque
algún Diputado trajese a colación tales ideas, el hecho es que la mayoría de
los liberales defendieron este principio a partir de dos tesis: su carácter
tradicional en la historia de España y su función legitimadora de la
insurrección patriótica contra el francés. No obstante, las consecuencias que
extrajeron del principio de soberanía fueron muy similares a las que años antes
habían extraído los liberales del vecino país.
La soberanía se
definió como una potestad originaria, perpetua e ilimitada, que recaía única y
exclusivamente en la Nación. Esto es, en un «cuerpo moral» formado por los
españoles de ambos hemisferios, con independencia de su extracción social y de
su procedencia territorial, aunque distinto de la mera suma o agregado de
ellas.
La facultad más
importante de la soberanía consistía, a juicio de los liberales, en el
ejercicio del poder constituyente, es decir, en la facultad de dar o reformar
la norma jurídica suprema del estado: la Constitución. Esta facultad debía
recaer en unas Cortes especiales sin participación alguna del Monarca. De este
modo se distinguía, siguiendo a Sieyès, entre las leyes constitucionales y las
leyes ordinarias. Una distinción que recogía el título X de la Constitución.
La idea de Nación
defendida por los Diputados liberales requería distinguir, como habían hecho ya
los liberales del 91, entre la titularidad de la soberanía y su ejercicio: la
primera recaía en la Nación; la segunda en los órganos que actuaban en su
nombre. La Nación ante todo estaba representada por las Cortes. Estas se
compondrían de una sola Cámara y se elegirían en virtud de unos criterios
exclusivamente individualistas y no estamentales. Debían ser, pues, unas Cortes
auténticamente nacionales, como disponía el artículo 27 de la Constitución.
El principio de
división de poderes transformaba también radicalmente la organización
institucional de la Monarquía absoluta. El Rey ya no ejercería en adelante
todas las funciones del Estado. Es verdad que la Constitución le seguía
atribuyendo en exclusiva el ejercicio del poder ejecutivo, le confería una
participación en la función legislativa a través de la sanción de las leyes y
proclamaba que la Justicia se administraba en su nombre. No obstante, en
adelante serían las Cortes el órgano supremo del Estado. Ellas desempeñarían la
función legislativa, pues el Monarca sólo podría interponer un veto suspensivo
a las leyes aprobadas en Cortes. Además, en las Cortes recaía de forma
primordial, aunque no exclusiva, la dirección de la política en el nuevo Estado
por ellas diseñado.
Los liberales
doceañistas quisieron cambiar asimismo de forma radical la organización de la
vieja monarquía en lo relativo al ejercicio de la función jurisdiccional. La
Administración de Justicia se encargaba, así, a unos Jueces y Magistrados
independientes, según unos esquemas del poder judicial, si bien se dirigía
fundamentalmente contra el Rey y sus ministros, se afirmaba también con vigor
frente a las Cortes. Era ésta una básica premisa liberal cuya defensa se hacía
en el Discurso Preliminar, conectándola con la salvaguardia de la libertad y la
seguridad personales, de acuerdo con lo dicho por Locke y Montesquieu.
Con todo ello, el
Rey pasaba a ser un órgano puramente constituido, con notables facultades en el
orden ejecutivo, pero subordinado a las Cortes y, desde luego, a la
Constitución, en cuya reforma no tenía participación alguna.
La división de poderes
se organizó en la Constitución de una forma muy rígida, de acuerdo no sólo con
los postulados de Montesquieu, sino también con el profundo recelo
hacia el Rey y sus ministros, provocado en gran parte por la más reciente
historia de España. Las Cortes y el Rey se articularon como dos instancias casi
independientes, sin apenas vínculos de unión entre uno y otro, según unos
esquemas opuestos al sistema parlamentario del gobierno.
La Constitución de
Cádiz no recogió una Declaración de derechos, al estilo de la francesa de 1789.
No fue un olvido involuntario. Se rechazó expresamente una declaración de esta
índole para no dar lugar a las acusaciones -por otra parte muy frecuentes- de
«francesismo». No obstante, de una forma dispersa y desordenada, el Código
gaditano reconocía los derechos individuales consustanciales al primer
liberalismo, excepto uno muy importante: el de la libertad religiosa, que se
rechazó, por las razones que muy luego veremos.
2. El historicismo nacionalista y el ideal restaurador
Pero si bien en lo
esencial las ideas que los liberales doceañistas defendieron, y las que en la
Constitución de Cádiz se plasmaron, eran muy similares a las del liberalismo
europeo, particularmente al francés, variaba, y mucho, el ropaje con que estas
ideas se recubrían (o, más exactamente, se encubrían). Los liberales
doceañistas, en efecto, pretendían extraer de los códigos medievales españoles
los principios y las instituciones básicas del moderno constitucionalismo. Los
liberales se aferraron, así, a un singular historicismo nacionalista, que
consistía en inventar una tradición liberal que ellos decían restaurar.
Para ellos, en
efecto, la Constitución de Cádiz no era sino la restauración de las leyes
fundamentales de la Edad Media. Esta idea se recogía ya en el Discurso
Preliminar: »... Nada ofrece la comisión en su proyecto -se decía allí- que no
se halle del modo más auténtico y solemne en los diferentes cuerpos de la
legislación española... La ignorancia, el error y la malicia alzarán el grito
contra este proyecto. Lo calificarán de novador o peligroso, de contrario a los
intereses de la Nación y derechos del Rey. Más sus esfuerzos serán inútiles y
sus impostores argumentos se desvanecerán como el humo, demostrado hasta la
evidencia que las bases de este proyecto han sido para nuestros mayores
verdaderas prácticas, axiomas reconocidos y santificados por las costumbres de
muchos siglos».
Esta misma idea,
que había llevado a los liberales a defender que el principio de soberanía
nacional estaba reconocido «del modo más auténtico y solemne» en el Fuero
Juzgo, se repetía en el Preámbulo del texto constitucional: «... Las Cortes
Generales y Extraordinarias de la Nación española, bien convencidas, después
del más detenido examen y madura deliberación, de que las antiguas leyes
fundamentales de esta Monarquía, acompañadas de las oportunas providencias y
precauciones que aseguren de un modo estable y permanente su entero
cumplimiento, podrán llenar debidamente el grande objeto de promover la gloria,
la prosperidad y el bienestar de la Nación, decretan la siguiente Constitución
Política para el buen gobierno y la recta administración del Estado...».
En virtud de la
particular situación histórica en que se hallaban, necesitaban defender unas
premisas doctrinales foráneas, en su mayor parte francesas, presentándolas como
premisas enraizadas en la tradición nacional española. El iusnaturalismo
racionalista y el pensamiento constitucional a él vinculado sirvieron en Cádiz,
como en otras latitudes, de eficaz ariete contra el caduco orden de cosas,
contra el Antiguo Régimen. El historicismo nacionalista se utilizaba, en
cambio, como una especie de silenciador o sordina en esta obra de derribo.
Ahora bien, este
historicismo no era fruto tan sólo de una necesidad coyuntural. Se había
manifestado también bastante antes de la invasión francesa. En realidad, como
diversos autores han mostrado, la conciencia histórica y nacional surge en
Occidente, al igual que el racionalismo renovado, del fecundo movimiento de la
Ilustración, que así evidencia su bifronte y contradictorio carácter. Algo
similar puede decirse de la España dieciochesca. El interés por la historia de
España se percibe ya desde el reinado de Felipe V y a medida que el siglo
avanza este despertar de la conciencia histórica y nacional -fenómenos ambos
siempre imbricados- no dejaría de crecer. Debe destacarse a este respecto la
buena acogida dispensada a la «Historia General de España”, del jesuita
Mariana, entre otras muchas obras de Historia que circulaban con profusión, así
como la renovación que se produce en los estudios de Historia del Derecho, a
cargo de una larga lista de autores: Macanaz, Asso de Manuel, Sempere y
Guarinos, Sotelo, Burrier, Jovellanos y Martínez Marina. En el ámbito
universitario, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo, el derecho
nacional fue abriéndose paso, con el subsiguiente decaimiento del Derecho
Romano. Al lado de la Instituta del Código o del Digesto,
se difunde el conocimiento de las Partidas, del Fuero Real y del Fuero Juzgo,
de las Leyes de Toro y de la Nueva Recopilación. A ello debe agregarse la
creación de las Reales Academias, especialmente la de la Historia y la de la
Lengua.
Al socaire de este
movimiento de autorreflexión colectiva del pasado nacional, nacerán las ideas y
los tópicos que en las Cortes de Cádiz se manejaron a diestro y siniestro: la
acuciante pesquisa y el un tanto vano desbrizne de la Constitución histórica o
de las leyes fundamentales de la Monarquía española, la reivindicación y
exaltación de Padilla y la gesta comunera o, en fin, ese querer engarzar con la
Monarquía «templada» o «moderada» de los siglos góticos, superando el largo y
denostado despotismo de Austrias y Borbones.
La invocación a la
historia en apoyo de medidas objetivamente revolucionarias obedecía, pues, a
una creencia sincera, consecuencia tanto del peculiar carácter de la
Ilustración española, nada hostil a la Edad Media, como del romanticismo
naciente. Pero obedecía también a una inequívoca táctica exculpatoria.
Pero más que las
causas del historicismo de los liberales doceañistas interesa perfilar su
significado y alcance. A este respecto es preciso tener en cuenta que en las Cortes
de Cádiz, si se exceptúa a los Diputados americanos, el remitirse a la historia
nacional y el exhumar los viejos documentos y códigos para probar tal o cual
interpretación del pasado, se convirtió en un manido expediente tanto para
justificar las reformas como para evitarlas. Realistas y liberales coincidían
así en la necesidad de trazar las bases del edificio constitucional sin hacer
tabla rasa del pasado, sin romper con la historia.
No obstante, el
significado y alcance del historicismo nacionalista, común a realistas y
liberales, cobraba unos perfiles bien distintos en uno y otro caso. El
historicismo de los realistas se situaba en unas coordenadas de franca
inspiración jovellanista, mientras que el de los liberales se acercaba al de
Martínez Marina, sin confundirse del todo con él. De este modo, los primeros
identificaban la historia con la tradición. Con una de las muchas tradiciones
posibles, aunque ciertamente con una más auténtica históricamente que la
inventada por los liberales. Y a esta tradición le asignaban una misión no sólo
condicionante, sino normativa. Los Diputados realistas sustraían así de la
crítica racional la «esencia» de lo que entendían por tradición histórica única
de España y ante el conflicto entre lo histórico y lo racional se decantaron
siempre por lo histórico.
Para los Diputados
liberales, en cambio, la historia debía condicionar, pero no determinar; debía
tenerse en cuenta y partir de ella; pero no aceptarse de forma indiscriminada.
Los Diputados liberales, al igual que Martínez Marina, concebían la historia
como algo dinámico, como un proceso que debía discernirse con ayuda de la
razón. Se trataba, pues, de un historicismo racionalista, que pretendía
reivindicar una supuesta tradición liberal. Una tradición distinta y más falsa
que la reivindicada por Jovellanos y los realistas. La clave del historicismo
liberal estribaba en establecer un hilo de continuidad entre la Monarquía
estamental española y la Monarquía constitucional y en ver en esta última -al
identificarla con la primera- la forma tradicional de gobierno en España.
En virtud del
común, aunque no igual, historicismo nacionalista, realistas y liberales
coincidían en afirmar que la Nación española no estaba realmente
constituyéndose y que, por tanto, no era misión de las Cortes elaborar una
nueva Constitución. Ahora bien, las coincidencias acababan ahí, pues para los
primeros ello quería decir que la Nación española estaba constituida, que sus
leyes fundamentales tenían pleno vigor y que, en consecuencia, sólo era preciso
fijarlas y mejorarlas para evitar en lo sucesivo cualquier suerte de excesos y
abusos por parte del Monarca y de sus ministros. Es más: el historicismo de los
realistas, mixturado con sus concepciones preliberales, ancladas en la
tradición escolástica, conducía en rigor, y de hecho condujo, a negar la
existencia misma del poder constituyente, esto es, a negar su licitud, no sólo
en la España de 1812, sino en cualquier circunstancia.
Para los Diputados
liberales, en cambio, el que no hubiese que constituir a la Nación no implicaba
que estuviese realmente constituida. Había que reconstituirla y para ello el
Proyecto de Constitución debía acomodarse a las antiguas leyes fundamentales,
«holladas y en desuso», tras tres siglos de despotismo. Por ello, los Diputados
liberales aceptaban el «restablecimiento» de las leyes fundamentales, pero no
su simple «mejora», pues ello implicaría aceptar su vigencia. Es decir,
aceptaban una supuesta, y a todas luces falsa, continuidad jurídico-material
entre estas leyes y el Proyecto de Constitución, pero negaban cualquier vínculo
jurídico-formal entre ambos. Aunque no se expusiese con estos mismos términos,
lo cierto es que esta distinción era de vital importancia para los Diputados
liberales, por una razón muy sencilla: el aceptar este último nexo
jurídico-formal implicaba reconocer que las leyes fundamentales y el pacto que
éstas formalizaban constituían el fundamento y el límite de la soberanía
nacional. Por eso venían a decir que desde un punto de vista adjetivo o jurídico-formal,
la Constitución de 1812 era nueva, era otra, al ser fruto del ilimitado poder
constituyente de la Nación, ejercido a través de unas Cortes revestidas de este
carácter. Su punto de partida eran ellas mismas, y no la legalidad
monárquico-absolutista anterior ni, desde luego, la impuesta por el Rey
intruso. Pero desde un punto de vista jurídico-material, desde un criterio
sustantivo o de contenido, la Constitución de 1812 era la misma en esencia -tan
sólo con «algunas oportunas providencias»- que la antigua Constitución
tradicional de la Monarquía, que decían restaurar tras el largo interregno
absolutista.
Además se aceptaba
el «restablecimiento» de las leyes fundamentales porque la Nación quería que
se restableciesen, pero no porque ésta tuviese que avenirse necesariamente a
este restablecimiento. El respeto y acatamiento de las leyes fundamentales era
para los Diputados liberales un límite moral a los poderes de las
Cortes, pero no era un límite jurídico. Obligaba moralmente a los Diputados
en tanto que la Nación que representaban había manifestado voluntariamente
querer vincular el proyecto de Constitución a la antigua legislación histórica.
Y lo había hecho así, simplemente, por juzgarlo conveniente. Pero la misma
Nación -como expresaba el artículo tercero- podía modificar estas leyes
fundamentales cuando, por mudar la conveniencia, lo estimase pertinente. Y
podía hacerlo ella sola, única y exclusivamente.
La vaguedad de las
leyes fundamentales y el nacionalismo historicista de los Diputados liberales
se aunaban, además, para hacer que el límite moral que se atribuía a esta
legislación fuese muy lato. Lo suficiente, al menos, para dejar expedita la
acción reiterante de las Cortes en un sentido inequívocamente liberal. Se
trataba más bien, como en alguna ocasión dijo Argüelles, de restablecer su
«espíritu» y no tanto su tenor literal. Y en todo caso, el acatamiento de las
leyes fundamentales no podía sobreponerse a la voluntad y el interés nacionales
(al de las Cortes, en definitiva, al ser éstas el supremo intérprete de ambos).
Y esta voluntad y este interés no siempre coincidían con el respeto de lo
antiguo. Para los liberales doceañistas, la antigüedad, lo histórico, podía no
ser justo ni conveniente.
A juicio de los
Diputados liberales, la restauración del orden tradicional debía hacerse desde
un poder constituyente muy especial, sui generis, por cuanto intentaba, en la medida de lo
posible y deseable, «reconstruir» y no «constituir», aunque tampoco debía
limitarse a «mejorar» lo constituido. Era poder constituyente porque no partía
formalmente de una legalidad preexistente y porque era también materialmente
ilimitado, no circunscrito necesariamente a ninguna legalidad
precedente, inmediata o remota. Con ello, los liberales intentaban aclarar dos
cosas: que la proclamación de la soberanía y del poder constituyente de la
Nación no se entendiese que implicaba a fortiori una ruptura con la historia y que no
se coligiese tampoco que la sujeción a la historia suponía negar la soberanía y
el poder constituyente de la Nación. La historia y la razón debían equilibrarse
mutuamente. El ligamen con la historia debía ser voluntario y racional. No
tenía que ser, por tanto, ni necesario ni indiscriminado.
Para los Diputados
liberales, en definitiva, se trataba de ejercer el poder constituyente para
llevar a cabo la restauración constitucional. El revestir al dogma de soberanía
nacional de una aureola de tradicionalidad coadyuvaba a este cometido por
cuanto conllevaba reclamar como rancio y añejo lo que, en puridad, era
radicalmente novedoso. Si se quiere expresar con pocas palabras este
planteamiento diríase que los Diputados liberales abogaban en las Cortes por el
ejercicio de un poder reconstituyente o restaurador. Denominación que bien
puede recoger la idea de una actual y racional decisión soberana, como punto de
partida, y la de un restablecimiento de un inventado pretérito, como punto de
llegada.
Hemos dicho que el
historicismo nacionalista de los Diputados liberales se asemejaba mucho al de
Martínez Marina. Sin embargo, no conviene confundirlos. El historiador español,
al insistir en la continuidad histórica entre la Monarquía medieval y la
constitucional incurría en una serie ingente de extrapolaciones, que le
condujeron a deformar -a medievalizar- las modernas instituciones
representativas y sus principios rectores. Se trataba, pues, de un error de
apreciación no sólo histórico, sino fundamentalmente ideológico, que se percibe
cuando reflexiona sobre los más importantes conceptos del constitucionalismo.
Los Diputados liberales, al intentar hilvanar históricamente la Monarquía
medieval y la constitucional, así como sus principios inspiradores, se veían
abocados también a un sinfín de extrapolaciones. Pero con un alcance inverso:
en este caso lo que se deformaba y malinterpretaba no eran las instituciones
representativas modernas ni sus principios axiomáticos, sino las premisas e
instituciones medievales. Se trataba, pues, de un error histórico, pero que no
comportaba una incorrecta apreciación de los dogmas configuradores del Estado
liberal.
Dicho con otras
palabras, Marina, conocedor de los códigos medievales, se empeñaba en ver sus
principios plasmados en las modernas constituciones. Los liberales doceañistas,
en cambio, conocedores sólo de éstas, o fundamentalmente de éstas, se
obstinaban en retrotraer sus principios a aquéllos. Por ello, aunque Martínez
Marina pretenda ser liberal e invoque repetidamente a paradigmáticos
tratadistas de esta corriente, no puede incluirse, en rigor, dentro del
movimiento de ideas que esta corriente encarna. Y ello no sólo por su peculiar
historicismo, sino también por la gran influencia que sobre su pensamiento
ejerció el escolasticismo. Los liberales doceañistas, al contrario, aunque
intenten ocultar al máximo su liberalismo y se cuiden, arropándose en una
coraza supuestamente tradicionalizante, de no citar a los teóricos del
liberalismo, sí deben considerarse adscritos a esta corriente de pensamiento.
3. Ilustración y liberalismo
En los Diputados
liberales es también perceptible el pensamiento de la Ilustración. No es
extraño que así fuera. Debe tenerse en cuenta que en la obra de las Cortes de
Cádiz, y en la misma Constitución, cristalizan y se articulan buena parte de
las aspiraciones de los grandes reformadores del siglo XVIII, como Feijoo,
Macanaz, Campomanes, Aranda, Floridablanca y Jovellanos. La Constitución de
Cádiz, también desde este punto de vista, es más una constitución del siglo de
las luces que del siglo XIX, como se encargaría de poner de relieve la mayor
parte de los liberales españoles a partir de 1834.
Sin embargo,
conviene precisar que la aceptación del ideario ilustrado por parte de los
Diputados liberales era parcial: se aceptaba la mayor parte de su programa
económico-social y educativo, pero no sus premisas políticas y
constitucionales. En este campo la diferencia entre ilustrados y liberales era
bastante radical. Y la clave para distinguir sus respectivos puntos de vista
residía en el sujeto a quienes unos y otros imputaban la soberanía y, a partir
de ahí, en el modo de concebir el problema constitucional.
El pensamiento
político de la Ilustración pretendió dar al poder absoluto del Rey una
fundamentación contractual y racionalista, recurriendo para ello a la idea del
pacto de sujeción, a través del cual el pueblo, concebido de un modo orgánico y
estamental, enajenaba todos sus derechos al Monarca, quien debería ejercer el
poder de forma exclusiva. A estas tesis contractuales, tomadas sobre todo
de Samuel Puffendorf, se acogieran, por ejemplo, Campomanes,
Aranda y Floridablanca. Por otra parte, numerosos ilustrados hablaban de
Constitución como norma limitadora del poder regio y como criterio básico de
actuación y organización del Estado, pero tal concepto no se correspondía al
moderno concepto de Constitución, acuñado por el liberalismo, sino a un término
idéntico al de las leyes fundamentales, a la estructura normativa que resultaba
de esta legislación básica y tradicional. Una concepción dieciochesca que había
sustentado ya Campomanes y a la que se sumarían Jovellanos, Martínez Marina y
los Diputados realistas en las Cortes de Cádiz. La Constitución era el conjunto
de normas que delimitaban un orden político básico. Nada más. Se trataba de un
concepto puramente material de constitución, que no conllevaba -como acontece
con el concepto moderno- ninguna connotación axiológica ni tampoco la exigencia
de unos requisitos formales específicos.
Esta concepción se
había plasmado en el Estatuto de Bayona, dado en 1809. Este texto era una
indudable manifestación de la teoría constitucional de los «afrancesados»,
afectos casi todos ellos a los principios políticos del Despotismo ilustrado.
El Estatuto o Carta constitucional de Bayona -pues Carta era y no Constitución,
en el sentido liberal del término- se concebía como una «Ley Fundamental», como
la base de un pacto dualista que unía a los «pueblos» con el Rey y a éste con
aquéllos, como su mismo preámbulo señalaba. En coherencia con este punto de
partida, el Estatuto de Bayona, que hacía del Monarca el centro del Estado y
que articulaba a las Cortes como mero órgano representativo-estamental, no
contemplaba la posibilidad de su ulterior «alteración», sino que tan sólo
permitía introducir «adiciones, modificaciones y mejoras», que el Rey debía
sancionar tras la deliberación y aprobación de las Cortes, como se desprendía
de los artículos 85 y 146.
Por eso, la
Constitución de Cádiz no sólo era la réplica patriótica del Estatuto de Bayona,
sino también su réplica liberal. Una doble réplica, pues, que aunaba la
independencia de la Nación con su soberanía, y, por tanto, con la posibilidad
de que unas Cortes constituyentes, sin el concurso del Monarca, pudiesen
«alterar» y no sólo «mejorar», la propia constitución por ellas elaborada.
Frente a un «Estatuto» «afrancesado» y todo lo más «reformista”, la
«Constitución» de Cádiz suponía una auténtica constitución «nacional» y, a la
vez, «liberal» y revolucionaria.
Al liberalismo
doceañista, en efecto, ya no le interesaba convertir al Monarca en el eje de
las reformas, sino que la Nación habría de ser el único sujeto que legitimase
el nuevo entramado político establecido. Por otra parte, habría de ser la
Constitución, y no las leyes fundamentales, la norma sobre la que habrían de
bascular todos los límites del poder. Y aunque los liberales doceañistas
utilizasen también indistintamente el concepto de Constitución y el de leyes
fundamentales, en vez de aplicar a aquéllas las notas de éstas, como acontecía
con los ilustrados y con Marina, aplicaban a éstas las características de
aquélla. Esto es, también aquí, su peculiar historicismo no consistía en
deformar los conceptos modernos, sino en deformar el pasado histórico, al
empeñarse en «constitucionalizarlo». La Constitución para estos Diputados se
concebía como una norma jurídica suprema, fruto de la voluntad nacional
constituyente, rodeada de unos requisitos formales distintos y superiores al
del resto de las normas jurídicas y sancionadora de unos principios y valores
propios del Estado de Derecho: renacimiento de unos derechos y libertades
individuales, sistema representativo nacional y división de poderes.
Por todo cuanto se
acaba de decir, los liberales doceañistas coincidían con los partidarios de la
Ilustración, a la hora de abordar la abolición de la Inquisición, la extinción
de los señoríos jurisdiccionales, la proclamación de la libertad de imprenta e
industria, la disolución de los gremios y la abolición de los mayorazgos -medidas
todas ellas que las Cortes adoptaron- pero cuando se trataba de apuntalar el
sistema político las diferencias eran notorias.
Desde luego, la
soberanía nacional y la defensa de una Constitución, concebida en su moderno
sentido, eran dos premisas que habían defendido ya distintos autores a lo largo
del siglo XVIII, incluso bastantes años antes de la Revolución francesa. Así,
por ejemplo, Foronda, Cabarrús, Arroyal, Cañuelo, Quintana e Ibáñez de la
Rentería.
Sin embargo, este
hecho más que relativizar las diferencias entre el ideario de la Ilustración y
el del liberalismo evidencian que en el Siglo de las Luces hubo significados
intelectuales que, por ser liberales, y, por tanto, revolucionarios,
sobrepasaban los esquemas ideológicos, únicamente reformistas, de la
Ilustración. De este modo, puede hablarse en España de un liberalismo
pre-doceañista, es decir, de un liberalismo que se aceptaba antes de su
eclosión histórica, de la misma manera que se puede hablar de un doceañismo
pre-liberal, esto es, de unas corrientes de pensamiento que, en plena eclosión
histórica del liberalismo en España, se parapetaron filosóficamente en un
conjunto de premisas anteriores a él, tal como hicieron los Diputados realistas
en las Cortes de Cádiz.
El pensamiento de
la Ilustración no influyó, pues, en el liberalismo doceañista más que en
aquellos planteamientos extrapolíticos y extraconstitucionales. No obstante, la
filosofía de la Ilustración, su concepción del mundo, se percibe indirectamente
en teoría constitucional de los liberales doceañistas. Así, por ejemplo, común
era a ilustrados y liberales la creencia de un orden natural puramente
inmanente como supremo regulador e inspirador de la legislación positiva, el
sustrato racionalista, apriorístico y abstracto; el optimismo antropológico a
la hora de valorar la relación entre el hombre y la naturaleza; la dimensión
utópica a la hora de concebir la acción del Derecho y del Estado sobre el
hombre y la sociedad; el historicismo medievalizante era también común a la
Ilustración española (distinta en esto de la del resto de Europa) y al
liberalismo doceañista. La propia terminología y el lenguaje de los Diputados
eran típicamente ilustrados.
Muchos de los
artículos de la Constitución de Cádiz reflejan ese talante ilustrado del liberalismo
doceañista. La dimensión moral de este talante se ponen de manifiesto en
artículos tales como el cuarto: «la nación está obligada a conservar y proteger
por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y
los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen»; el
sexto: «el amor a la patria es una de las principales obligaciones de todos los
españoles, y asimismo, el ser justos y benéficos»; el séptimo:
«todo español está obligado a ser fiel a la Constitución, obedecer las leyes y
respetar las autoridades establecidas»; el decimotercero: «el objeto del
Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad
política no es otra que el bienestar de los individuos que la componen».
El humanismo y el
filantropismo, típicamente ilustrados, y en este caso concreto la influencia
de Beccaria y Filangieri se manifestaban en artículos como el
287, que obligaba a disponer las cárceles de manera que sirviese «para asegurar
y no para molestar a los presos», o el 303, que prohibía el uso del tormento y
de los apremios.
La preocupación
por el desarrollo económico y técnico, típicamente ilustrada, se recogía, por
ejemplo, en el apartado vigésimo primero del artículo 131, que confería a las
Cortes la competencia para «promover y fomentar toda especie de industria, y
remover los obstáculos que la entorpezcan». Pero acaso fuese en el título IX de
la Constitución, dedicado enteramente a la Instrucción Pública, en donde más y
mejor se detectase el talante ilustrado de los liberales doceañistas,
caracterizado por su confianza en la cultura y en la educación, como mecanismos
de regeneración moral del hombre y como elemento capital del progreso social,
económico y político. En este título, entre otras disposiciones, se ordenaba el
establecimiento «en todos los pueblos de la Monarquía» de «escuelas de primeras
letras», en las que debía enseñarse a los niños a leer, escribir y contar, así
como -típica característica de la Ilustración española, católica y
conservadora- «el catecismo de la religión católica, que comprenderá también
una breve exposición de las obligaciones civiles». Se ordenaba también la
creación de «universidades y otros establecimientos de instrucción» para la
enseñanza de «todas las ciencias, literatura y bellas artes». Asimismo, se
creaba una «Dirección General de Estudios» a la que se encomendaba la
inspección de la enseñanza pública. Una enseñanza, cuyo «plan general» debían
establecer las Cortes, conforme al artículo 131, apartado vigésimo segundo. A
las Cortes correspondía también, «por medio de planes y estatutos especiales»,
el arreglo de cuanto perteneciese «al importante objeto de la instrucción
pública».
4. El influjo escolástico y el tratamiento constitucional de
la religión
Una
cuarta y última influencia doctrinal se detecta en el liberalismo doceañista y
en la misma Constitución de Cádiz: la del iusnaturalismo tradicional,
aristotélico-tomista, y muy particularmente, la de la Neoescolástica Española
de los siglos XVI y XVII y, dentro de ella, la de su representante más
destacado: Francisco Suárez.
Tal
influencia en las Cortes de Cádiz tampoco debe resultar extraña si se tiene en
cuenta que durante todo el siglo XVIII el escolasticismo siguió gozando de
predicamento. Desde luego, las reformas universitarias carloterceristas, la
expulsión de los jesuitas, la penetración de las ideas enciclopedistas y la
reconversión teocrática, en la línea de Bossuet, de muchos teóricos del absolutismo,
fueron factores que contribuyeron a debilitar el influjo de la escolástica en
el Siglo de las Luces. No obstante, estos hechos no eclipsaron completamente el
prestigio de esta filosofía. El ejemplo de Feijoo es, a este respecto,
suficientemente ilustrativo. No debe olvidarse tampoco que la «filosofía
perenne» perviviría en los planes de estudio de las universidades españolas
durante todo el setecientos.
En
las Cortes de Cádiz el influjo escolástico se hizo especialmente patente entre
los Diputados realistas. Así, sus tesis sobre el origen, los límites y el
sujeto de imputación del poder político gravitaron sobre la clásica noción de
la «translatio imperii». En realidad, la filiación doctrinal de
los realistas se reducía, desde el punto de vista constitucional, a las
clásicas doctrinas escolásticas sobre el poder político y a la teoría
jovellanista de las leyes fundamentales, conectada con el constitucionalismo
histórico inglés.
La
influencia del escolasticismo se hizo también evidente entre los Diputados
americanos. A este respecto debe tenerse en cuenta que en la América española
la influencia del escolasticismo durante el siglo XVIII fue bastante mayor que
en la Metrópoli, del mismo modo que fue menor que en ésta la penetración de las
ideas revolucionarias.
Pero
lo más significativo es que también en el seno del grupo liberal se detectó la
influencia de las tesis escolásticas. Puede decirse, en realidad, que la
presencia o ausencia de ciertos rescoldos escolásticos supuso el elemento
diferenciados más importante en el seno del grupo liberal. La impronta de
algunas tesis de la Escuela es notoria en dos destacados liberales, Muñoz
Torrero y Oliveros, cuando abordaron el problema del origen y de los límites de
la soberanía. Tanto uno como otro, efectivamente, rechazaron la idea del Estado
de Naturaleza y defendieron la tesis de sociabilidad natural del hombre desde
unas posiciones inequívocamente escolásticas o, más exactamente,
aristotélico-tomistas, consustanciales al iusnaturalismo tradicional, católico,
que la Escuela española del Siglo de Oro no había sino renovado y remozado.
Por
otra parte, la doctrina de los límites metapositivos de la soberanía -divinos,
naturales y teológicos- en la que muy particularmente había insistido la
Neoescolástica española del Siglo de Oro, fue aceptada, implícita o
explícitamente, por algún Diputado liberal. El mismo exordio de la
Constitución, que invocaba a «Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo»
como «autor y Supremo Legislador de la Sociedad», y el fuerte matiz religioso,
católico, que exuda todo su texto, suponían un implícito reconocimiento de
estos límites de índole metapositiva. Unos límites difícilmente aceptables
desde unos presupuestos filosóficos exclusiva y estrictamente liberales,
basados en una concepción puramente mundana y positiva del poder, en una
concepción inmanente y racionalista del «ordo
naturalis» y del
Estado, que desde Hobbes hasta Marx
defendería todo el pensamiento político moderno.
En
la Asamblea gaditana los límites metapositivos de la soberanía fueron
aceptados, de hecho, de forma indirecta pero innegable, por los Diputados
realistas y americanos e incluso por buena parte de los liberales. Así ocurrió
de nuevo con Muñoz Torrero y Oliveros.
Estos
dos Diputados defendieron también una idea organicista de Nación en la que era
perceptible el eco de las doctrinas escolásticas. De este modo, si bien
concordaron con los demás Diputados liberales en que la Nación era un sujeto
unitario e indivisible, compuesto exclusivamente de individuos iguales, a su
juicio tales individuos se agrupaban en familias.
El
artículo 155 de la Constitución contenía, asimismo, una fórmula muy
significativa, que se repetiría, por cierto, en todas las demás constituciones
españolas del siglo XIX, al declarar que el Rey de las Españas lo era «por la
gracia de Dios y por la Constitución de la Monarquía española».
Además,
algunos términos que todos los Diputados liberales utilizaron, procedían de la
literatura escolástica, como el de «monarquía moderada» o el de «poderes
comunicados», en vez de los más liberales y modernos «Monarquía constitucional»
o el de «poderes delegados».
Ahora
bien, es preciso hacer dos puntualizaciones respecto de la influencia del
escolasticismo en el grupo liberal de las Cortes de Cádiz. En primer lugar, hay
que decir que ésta prácticamente se redujo a Muñoz Torrero y a Oliveros. En los
demás, con la excepción terminológica mencionada, no hay rescoldo escolástico
alguno o cuando los hay éste era muy débil. En segundo lugar, el influjo de la
Escuela alcanza a algunos de los planteamientos de Muñoz Torrero y Oliveros,
respecto del origen, los límites y el sujeto de imputación del poder, pero no
alcanza, en cambio, a las conclusiones que de estos planteamientos extraen. Así,
tanto uno como otro Diputado, pese a haber rechazado las ideas del estado de
Naturaleza y del Pacto Social, y pese a defender en contrapartida la teoría de
la sociabilidad natural del hombre y la naturalidad del poder, no sostuvieron
la teoría de la «Translatio imperii», como habían hecho los Diputados
realistas y el propio Martínez Marina, sino que se acogieron a la
interpretación liberal del dogma de soberanía nacional, concibiendo la
soberanía como un poder unitario, indivisible y jurídicamente ilimitado.
Respecto
a esta última nota debe tenerse en cuenta que si bien estos dos Diputados
liberales, y alguno más, apoyaron la redacción del Preámbulo de la Constitución
-cosa que otros muchos no hicieron, como Toreno y Argüelles- y se adscribieron
a la doctrina de los límites metapositivos de la soberanía... no contradecían
con ello su concepción jurídica ni el dogma liberal de la soberanía nacional.
Ciertamente, sus tesis chocaban con el laicismo consustancial a la doctrina
liberal e incluso con la concepción filosófica de la soberanía, con sus
supuestos teóricos e históricos más profundos, pero no con su concepto
jurídico. Téngase en cuenta, en efecto, que los límites que implícitamente
aceptaron no eran jurídicos, en tanto que no eran positivos, sino de índole
religiosa, moral y ética. Los límites propiamente jurídicos a la soberanía de
la Nación, esto es, las leyes fundamentales de la Monarquía, fueron en cambio,
rechazados sin paliativos por Muñoz Torrero y Oliveros al igual que por los
demás liberales.
Por
último, es preciso señalar que no obstante las manifestaciones organicistas de
estos dos Diputados a la hora de pronunciarse sobre la definición de la Nación,
debe decirse que este organismo no era ni estamental ni territorial (como sí lo
era el de los realistas y el de los americanos, respectivamente). La concepción
estamental y territorial de la Nación y de la representación nacional fue
incluso condenada por Muñoz Torrero y Oliveros con el mismo ardor con que lo
hicieron los demás Diputados liberales. Debe agregarse, que el sentir puramente
individualista de la mayoría de los liberales doceañistas fue el que, a la
postre, se plasmó en el texto constitucional de 1812.
En
consecuencia, pues, hablar del iusnaturalismo tradicional o, más exactamente de
la Neoescolástica española del Siglo de Oro, como uno de los componentes
ideológicos del primegio liberalismo español y por tanto, como un trazo de su
teoría constitucional, solamente es cierto, a nuestro entender, si se tienen en
cuenta, como acabamos de decir, que tal corriente sólo se percibe con cierta
intensidad en Muñoz Torrero y Oliveros -dos destacadísimos liberales, sin duda
alguna- pero que incluso en ellos tal influencia no les impidió adscribirse a
las más importantes y decisivas tesis liberales, al haberse manifestado su
escolasticismo en algunos de sus planteamientos, pero no así en sus
conclusiones.
Por
todo ello, más que sostener la influencia del escolasticismo en el liberalismo
doceañista parece más correcto señalar tan sólo la huella de la Escuela en
algunos de los liberales doceañistas y en diversos preceptos de la Constitución
de Cádiz. Pero sin exagerar su importancia cuantitativa ni sobre todo
cualitativa. Aunque tampoco, ciertamente, sin minusvalorarla. En este sentido,
es preciso reconocer que, a diferencia del liberalismo europeo, el
iusnaturalismo tradicional, católico, escolástico, todavía se percibe, siquiera
sea terminológicamente, en los planteamientos de dos descollantes liberales de
las Cortes de Cádiz y en la misma Constitución de 1812.
Pero
era quizá en el tratamiento constitucional de la religión en donde las
diferencias entre el liberalismo europeo y la Constitución de Cádiz eran más
marcadas. «La religión de la Nación española -decía el artículo doce de este
Código- es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única
verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el
ejercicio de cualquier otra».
¿Significaba
este artículo que el liberalismo español se diferenciaba en punto a la libertad
religiosa del liberalismo europeo? En modo alguno. A este respecto es más
necesario que en ninguna otra cuestión distinguir, tal como antes
adelantábamos, entre el liberalismo doceañista y la Constitución de Cádiz, y
tener en cuenta que si bien en esta Constitución se plasmaron en gran medida
las ideas constitucionales del liberalismo doceañista, no se plasmaron todas y,
lo que es más importante, algunas de las que se plasmaron no eran las del
liberalismo doceañista, sino las que éste se vio obligado a aceptar por mor de
las circunstancias históricas. Esto fue precisamente lo que aconteció con el
tratamiento constitucional de la religión católica y de las relaciones entre la
Iglesia y el Estado. Las circunstancias históricas, próximas y remotas,
explican este tratamiento a todas luces tan liberal, tan opuesto a la
tolerancia y al laicismo consustanciales al liberalismo. Los liberales
doceañistas se vieron obligados a aceptar esta intolerancia religiosa y este
clericalismo constitucional como consecuencia del sentimiento religioso
tradicional del pueblo español, exacerbado durante el período histórico en que
se elaboró la Constitución de Cádiz. Debe añadirse a ello la influencia del
clero en España y en las propias Cortes.
Pero
debe decirse también que el tratamiento constitucional de la religión no
agradaba a los Diputados liberales, ni siquiera a aquellos que eran clérigos y
que, como Muñoz Torrero y Oliveros, habían mostrado un inequívoco apego a
ciertas tesis tradicionales. Ello es preciso afirmarlo enérgicamente. Ahora
bien, en una prueba de prudencia y sensatez políticas, se vieron obligados a
transigir. Primero, porque era preciso ante todo sacar adelante el texto
constitucional. Y sin estas concesiones, sin duda importantes, probablemente
hubiese sido imposible, sobre todo después de que las Cortes decretasen la
Libertad de Imprenta y aboliesen el Tribunal de la Inquisición. Unas medidas
que cercenaban en alto grado la influencia de la Iglesia Católica. Segundo,
porque los liberales pensaban que tan contundente declaración de intolerancia
podría acallar las reticencias del pueblo hacia el sistema constitucional. Un
pueblo que, azuzado por el clero, era en su inmensa mayoría hostil al
liberalismo.
[...]
le imponía. En esta cuestión, como en otras muchas, el liberalismo español no
era muy distinto del europeo, lo que era distinto, lo que tenía que ser
distinto, era el liberalismo en España, en la España de 1812.
En
definitiva, pues, la teoría constitucional del liberalismo doceañista respondía
a una mixtura de influencias doctrinales. Las ideas propiamente liberales se
hallaban así contrarrestadas y atenuadas por otras que procedían de unas
corrientes de pensamiento distintas del liberalismo. De ahí que esas ideas no
llegasen a alcanzar la pureza y extremosidad que alcanzaron en otras latitudes,
singularmente en Francia. Sin embargo, ni las apelaciones a la tradición
nacional, ni las similitudes con el reformismo ilustrado, ni los rescoldos
escolásticos, llegaron a impedir que la teoría constitucional que sustentaron
los liberales en las Cortes de Cádiz presentase un indudable carácter
revolucionario y un claro entronque con el liberalismo europeo, particularmente
con el francés.
Algo
semejante puede decirse de la Constitución de 1812. No puede negarse que en
ella los liberales hicieron algunas concesiones al tradicionalismo, como la
ausencia de una declaración de derechos, ordenada y sistemática, y la
intolerancia religiosa que consagra. Precisamente el catolicismo intransigente
de esta Constitución junto al sentimiento nacionalista y antinapoleónico que
animó su redacción, son elementos que explican su prestigio y proyección
exterior en la América hispana. No obstante, en lo esencial, esta Constitución
se inspiraba en los principios nucleares del constitucionalismo radical europeo,
particularmente en el dogma de soberanía nacional, en la teoría de la división
de poderes y en el reconocimiento de la igualdad jurídica y de la libertad
personal como bases del nuevo Estado y de la nueva sociedad. Asimismo, esta
Constitución, a pesar de las concesiones al tradicionalismo, antes señaladas, y
de una terminología muy peculiar, presentaba una similitud muy grande con la
Constitución francesa de 1791, sin duda el modelo que los liberales doceañistas
tuvieron más en cuenta, aunque se cuidasen mucho de reconocerlo.
El
tratamiento constitucional de la religión y de las relaciones entre la Iglesia
y el Estado que se dio en la Constitución de Cádiz no era, en definitiva,
exponente de lo que el liberalismo español pensaba, sino de lo que al liberalismo
español la historia de España.
II.- El nuevo rumbo del liberalismo y el abandono de la
Constitución de Cádiz
Entre
1814 y 1833 se va conformando una teoría constitucional sensiblemente distinta
a la que acabamos de describir. Circunstancias de muy diversa índole inducen al
grueso del liberalismo español a adoptar un nuevo rumbo y a abandonar buena
parte del programa doceañista y, entre éste, la Constitución de Cádiz, ¿qué ha
pasado entre estas dos fechas? Pues han pasado muchas cosas. En dos ocasiones
los liberales españoles se verán obligados a abandonar España y a buscar
refugio en los países más avanzados de la época. Los exilios marcaron
decisivamente a estos liberales e influirán sobremanera en su cambio de teoría
y de programa constitucionales. Pero entre ambos exilios hubo, además, una
experiencia constitucional muy desalentadora: la del Trienio de 1820 a 1823.
Esta experiencia supuso un segundo ensayo -o, en rigor, podría decirse que el
primero- del sistema constitucional diseñado en el año 12. Y este ensayo no fue
precisamente muy feliz. Sirvió para que muchos liberales enmendaran los
principios constitucionales que los liberales doceañistas habían defendido en
las Cortes de Cádiz y que en el Trienio se mostraron bastante inoperantes.
Todo
ello permite explicar que un año después de la muerte de Fernando VII, en 1834,
tras la restauración del sistema constitucional con la promulgación del
Estatuto Real, se aprecie ya un cambio decisivo en la teoría y el programa del
constitucionalismo español. El período de vigencia del Estatuto -dos años-,
pese a ser tan breve, tendrá también una gran importancia en el nuevo rumbo del
constitucionalismo español al introducirse durante él unos principios y unas
prácticas constitucionales desconocidas hasta entonces. Las Cortes
constituyentes de 1837 son quizá el momento histórico en el que de modo más
evidente se pone de manifiesto el cambio del constitucionalismo español. La
Constitución que ese año se elabora es una muestra decisiva de este cambio. Un
cambio que se va aquilatando durante los ocho años de vigencia de este texto
constitucional y que presenta ya una completa madurez en las Cortes reformistas
de 1845 y en el texto constitucional que estas Cortes elaboraron.
1. Los exilios y el Trienio Constitucional
En
1814 y 1823 se producen en nuestra patria dos reacciones absolutistas que echan
por tierra el sistema constitucional diseñado por los constituyentes gaditanos.
Como consecuencia de ello, los liberales que consiguen salvar su vida se ver
abocados al exilio. El exilio, triste fenómeno que, en sus dimensiones
modernas, esto es, masivas y no ya individuales, comienza en España la época
que ahora nos ocupa, sin que desgraciadamente finalice con ella...
A
los exiliados liberales se agrega, en 1814, un importante número de
afrancesados, que un año antes emigran al vecino país, acompañando a las
vencidas tropas invasoras. Huyen, entre otros liberales, el Conde de Toreno, y
Álvarez Flórez Estrada. Hacen lo propio el afrancesado Javier de Burgos,
Moratín, Meléndez Valdés, y un largo etcétera. Calatrava, Agustín de Argüelles
y Martínez de la Rosa, destacados liberales de la primera hora, corren peor
suerte: son encarcelados, al lado de no pocos correligionarios, en alejados y
lóbregos presidios.
La
historia se repite en 1823. Pero, si cabe, con más trágicos ribetes. El éxodo
es mayor y más largo. El contingente más numeroso de exiliados se dirige a
Inglaterra, país en el que se refugian Calatrava, Mendizábal, Istúriz, Alcalá
Galiano y Argüelles. Otros liberales bien significativos, como Toreno y
Martínez de la Rosa, buscan asilo en Francia, adonde, en 1830, con el triunfo
de la Revolución de Julio, se traslada casi enteramente la colonia liberal
ubicada en Inglaterra. Un número bastante menor de españoles se reparte, en
fin, por otros países: Bélgica, Portugal, especialmente a partir de 1826, y
América, la hispana y la anglosajona.
No
fue corto, antes por el contrario, fue abultado, el número de expatriados. Pero
más que la cuantía interesa subrayar su calidad. Y ésta salta a la vista. Tanto
en un exilio como en otro, efectivamente, lo que se va es la inteligencia, y lo
que se queda..., lo que se queda es el marasmo. No todos los exiliados,
ciertamente, formaban parte de las clases ilustradas, pero puede decirse, sin
incurrir en exageración alguna, que lo más granado de la política y de la
cultura española, que la «inmensa minoría», se ve obligada a abandonar el solar
vernáculo. La España constitucional del Trienio y la que, penosamente,
belicosamente, se intenta construir a partir de 1834 fue en gran medida obra de
estos expatriados (en la justa medida en que un país, incluso si es liberal,
puede ser obra de unos pocos). Sin ellos, el liberalismo español de la primera
mitad del pasado siglo resultaría, sencillamente, incomprensible.
Es
de sumo interés, por ello, conocer cuál era el panorama constitucional que
estos exiliados encontraron en Europa, en particular en Francia e Inglaterra,
lugar de destino de la mayoría de ellos. Y, asimismo, es preciso indagar cuál
fue el influjo de este panorama en sus ideas.
Comencemos
por la primera interrogante. La caída de Napoleón marca en la historia de
Europa una línea divisoria sobremanera importante. A la par que se reordenan
las relaciones internacionales, se produce un profundo replanteamiento
ideológico en el seno del liberalismo. Un replanteamiento que, en sus grandes
líneas, permanecerá hasta ese gran cataclismo que fue la Revolución de 1848,
que a tantos fantasmas abrió la esclusa. Entre 1815 y 1848 el liberalismo
presenta así una fisonomía peculiar, bastante diferente de la que había
caracterizado al liberalismo revolucionario del siglo XVIII. Puede decirse, un
tanto esquemáticamente, que este cambio obedecía a la diferente actitud de la
burguesía. A la burguesía ofensiva, radical, «ingenua», de 1789, sucede una
burguesía defensiva, acomodaticia y «sensata», a la que ya no interesa
conquistar el poder en nombre de la mayoría, sino que, habiendo accedido ya a
él (pactando, con mayor o menor intensidad, con- las rehabilitadas clases del
Antiguo Régimen) trata de conservarlo, frente a cualquier amenaza que proceda
de las clases sociales excluidas de los centros de decisión política. Este
cambio se plasma con gran claridad en el sesgo que adopta por esos años el
liberalismo y se manifiesta ante todo en el abandono del iusnaturalismo
racionalista y de los principios constitucionales que a su amparo se habían
elaborado. Conviene detenerse un tanto en este abandono, por ser para el objeto
de este trabajo importante en grado sumo.
El
iusnaturalismo había servido a la burguesía para destruir el antiguo orden de
cosas. Su carácter revolucionario iba ligado íntimamente a su carácter
abstracto. En nombre de la Razón Natural y apelando a la Libertad, a la
Igualdad y a la Propiedad, se habían resquebrajado los fundamentos de la
Monarquía Absoluta y de la sociedad estamental, eliminándose las desigualdades
políticas y sociales ínsitas a ellas, cuyo sustento legitimador se hallaba en
la historia o en su orden natural supuestamente sancionado por la divinidad.
Todas las categorías constitucionales que conformaban el armazón nuclear de la
teoría constitucional revolucionaria estaban troqueladas por este espíritu
racionalista, secularizado, e inspiradas, más o menos directamente, en el corpus de
la filosofía política del iusnaturalismo racionalista, heredero de las grandes
especulaciones científicas de los siglos XVI y XVII. Así ocurría, desde luego,
con las tesis del estado de Naturaleza y Pacto Social. Pero también con el
dogma de la soberanía nacional, consecuencia de aquéllas, y con las ideas de
Nación y de Representación. La elaboración de estos conceptos se hacía con una
deliberada abstracción de los grupos sociales y de las unidades territoriales
realmente existentes y actuantes en una concreta comunidad histórica. Los Derechos
Naturales se presentaban como fruto irrenunciable del hombre en cuanto tal, es
decir, en cuanto miembro de la Humanidad -abstracción superlativa-, y no como
parte integrante de una determinada ciudadanía. La división de poderes se
concebía con la finalidad de garantizar estos derechos y con el deseo de
alcanzar un exacto y perfecto equilibrio entre las piezas del Estado, pensado,
al igual que el Cosmos, como una maquinaria con su propia lógica inmanente. La
actividad estatal toda, debía estar sometida a la ley y primordialmente a la
Constitución, concebida -como lex suprema, como fundamento de validez
de todas las demás leyes y a la vez como el fiat del orden social y del orden
histórico. Pero dentro del ideario revolucionario era la idea de poder constituyente
la que mejor expresaba ese inescindible aunamiento de racionalidad y
subversión. El poder constituyente ocupaba respecto de la teoría constitucional
el mismo lugar que la duda metódica respecto de la filosofía y la ciencia
moderna. Si la idea cartesiana había permitido cuestionar las hasta entonces
incuestionables verdades generales o premisas mayores del razonamiento
silogístico, la idea de poder constituyente expresaba con inusitada claridad lo
que, al decir de Ortega, es común a toda Revolución: el intento de lo abstracto
de sublevarse contra lo concreto.
La
teoría del poder constituyente no era, en rigor, más que una teoría de la
revolución en compendio. Una teoría del Tercer Estado, tan revolucionaria y tan
compendiada -tan pedagógica, podría decirse- como años más tarde lo sería
el Manifiesto Comunista. Es decir, la teoría revolucionaria del
Cuarto Estado. Ahora bien, si en la Teoría del Poder constituyente era clara su
finalidad revolucionaria, no lo era menos su sustrato racionalista. Carl Schmitt recuerda, a este respecto, que la
distinción de Sieyès entre este poder y los poderes
constituidos era una réplica en el orden político a la concepción spinoziana
del universo bajo dos formas: natura naturans y natura
naturata.
Pero
esta ideología iusnaturalista, revolucionaria, plagada de abstracciones, se
abandona a partir de 1815, al igual que la dogmática constitucional construida
a su abrigo. El nuevo liberalismo europeo, especialmente, claro es, el francés
-al que de modo primordial nos hemos venido refiriendo- reflexiona sobre los
«excesos» de la Revolución de 1789, sobre sus causas y sobre sus efectos. La
ideología iusnaturalista, por su ambigüedad, por su multivocidad, se presenta
como un arma de doble filo, en extremo peligrosa para la burguesía, que va
haciéndose, sobre todo a partir de la Revolución de Julio, con las riendas de
la sociedad y del Estado. Las abstracciones, como la libertad y la igualdad,
pueden ser utilizadas por las clases excluidas de la nueva organización social
para reivindicar el sufragio universal o incluso transformaciones en el orden
económico-social. Así había ocurrido de hecho en el período más extremo de la
Revolución Francesa, en 1793, en la época de la Convención y del «Terror» -y la
idea de Democracia se asociará indefectiblemente en adelante a esta época- y
así había ocurrido también en la Revolución Inglesa del siglo XVII, por parte
de diversos grupos radicales: los «levellers» y los
«diggers», por ejemplo.
El
liberalismo reacciona, por ello, contra las máximas abstractas y radicales,
contra los apotegmas revolucionarios. Hay un verdadero furor contra todo lo que
en política sea especulativo, tachando, con odio o desdén, de abominable
metafísica. En esta reacción contra el iusnaturalismo coinciden, en realidad, movimientos
ideológicos muy diversos: el utilitarismo en Bentham,
el positivismo de Comte, las teorías constitucionales de Constant, las
construcciones doctrinales de los doctrinarios franceses, la Economía Política
de Say, las doctrinas reaccionarias de De Maistre y De Bonald, de Chateaubriand, de Adam Müller, de Haller, de Gentz, y, en fin, la Escuela Histórica de Savigny. Todo este
movimiento de ideas, pese a sus múltiples diferencias entre sí, convergían en
un punto: el rechazo sin paliativos del viejo Derecho Natural racionalista,
apoyatura filosófica primordial del primer liberalismo europeo continental.
El
positivismo y el historicismo romántico y conservador son las dos grandes
ideologías que vienen a sustituir al iusnaturalismo racionalista. Las abstracciones
ceden paso, así, a las concreciones. Se exaltan las diferencias. Diferencias
sociales, a las que apela el positivismo de cortes sociológico, con objeto de
defender los nuevos intereses de la burguesía post-revolucionaria. Diferencias
nacionales, en las que se apoya el romanticismo político, con el objeto de
defender los intereses del Antiguo Régimen. El eclecticismo triunfa. La
burguesía se aristocratiza y la aristocracia se aburguesa. Fenómeno este que,
por lo que a Francia atañe, está perfectamente descrito en las grandes
creaciones literarias de Balzac y Stendhal. Pero del mismo modo que en la nueva
sociedad la burguesía y la aristocracia se fusionan, en el campo del
pensamiento el liberalismo intenta conciliar lo antiguo con lo nuevo, las ideas
e instituciones del pasado con las ideas e instituciones de nueva planta. La
libertad y el orden, se afirma por doquier, pueden caminar juntas.
Era
perfectamente comprensible que en este ambiente el liberalismo europeo mirase
hacia Gran Bretaña. El pensamiento inglés ofrecía una atrayente síntesis de
empirismo e historicismo. Locke, Hume, Adam Smith, Bentham, Burke, James Mill, eran exponentes significativos de esta mixtura
de pragmatismo y raigambre nacional, de progreso y tradición, de libertad y
orden, aunque en cada uno de estos autores estos ingredientes no se encontrasen
siempre nivelados. Había en todos ellos, desde luego, un sentimiento común de
profundo rechazo a lo dogmático, a las abstracciones, a las que tanto propendía
el pensamiento continental, especialmente el francés. Propensión que el
propio Tocqueville había ridiculizado con ironía en su
obra capital sobre la democracia.
La
Constitución británica, asimismo, era el fruto más tangible de esa mezcla
«razonable», pero no racional, de tradición y progreso, que tan sabiamente
había sabido conjugar la autoridad con la libertad el pasado con el presente.
En
el continente, y, sobre todo, en Francia, esta anglofilia no era en modo alguno
original. Se trataba, en realidad, de retomar la tradición liberal,
aristocratizante y antidemocrática, de Voltaire y de Montesquieu, que
la Gran Revolución había dejado en un segundo plano por el obnubilamiento que
sobre gran parte de sus espíritus rectores habían producido los escritos
anglófobos y democráticos de Rousseau, Mably o incluso Sieyès. En la
propia Asamblea Constituyente de 1789, un grupo selecto de Diputados -Mirabeau, Lafayette y Mounier, por
ejemplo- habían sustentado, sin éxito, las tesis «inglesas»: bicameralismo,
veto absoluto a favor del Monarca, sistema parlamentario. En la Francia
post-napoleónica, el engarce con la tradición liberal anglófila sería llevado a
cabo por los doctrinarios: Royerd-Collard, Garante, Bogue, Remussant, y por Benjamin
Constant. En Alemania,
esta anglofilia estaría bien representada por Gneist y por Guillermo Von Humboldt.
Este
giro doctrinal del liberalismo europeo se plasma, como no podía dejar de ser,
en los textos constitucionales de la época. Ya no se trata de unas
Constituciones emanadas de la voluntad nacional -salvo la belga de 1831-, sino
de «Cartas » (y este nombre es bien significativo) que son o bien concesiones
graciosas de la Corona, como la francesa de 1814 y la portuguesa de 1826, o
fruto del pacto entre ésta y la representación nacional, como la francesa de 1830.
De todos los textos constitucionales desaparecen las declaraciones de Derechos
«Naturales» del «hombre». Se consignarán tan sólo, y muy brevemente, los
derechos individuales de los «belgas», los «franceses» o los «portugueses». La
separación de poderes cede paso a una colaboración entre el ejecutivo y el
legislativo, siguiendo las pautas del sistema de gobierno parlamentario, que
desde Inglaterra se extiende a toda la Europa liberal. El Rey refuerza sus
poderes, especialmente el legislativo, al atribuírsele el veto absoluto y la
participación en la reforma constitucional. El Parlamento se divide en dos
Cámaras: la Baja, cuya designación se recomienda a un muy reducido cuerpo
electoral; la Alta, que, a imitación de la Cámara de los Lores, pretende dar acogida
a los estratos más elevados de la burguesía, a la Nobleza terrateniente y a las
más altas dignidades eclesiásticas.
Esta
era, a grandes trazos, la Europa constitucional con la que los exiliados
españoles se encuentran. ¿Podrían sustraerse a su influjo? Difícilmente. Y de
hecho las nuevas ideas hicieron mella en estos expatriados. En una minoría de
ellos, ciertamente. Pero en la minoría más influyente en la posterior historia
de España.
Dentro
de estas ideas conviene destacar la influencia de Jeremías Bentham. Ciertamente, ya desde la temprana fecha de 1807,
alguna obra suya era conocida en España, como, por ejemplo, los «Principios de
Legislación Civil y Penal», uno de cuyos ejemplares cayó en manos de Toribio
Núñez, a la sazón residente en Salamanca. Esta obra, como otras muchas de otros
autores transpirenaicos, fue introducida en España por las tropas francesas en
su marcha hacia Portugal. En las mismas Cortes de Cádiz, en cuyo recinto la
resonancia de este autor fue muy escasa, el eco de sus doctrinas se percibió,
sin embargo, en un destacado liberal, Agustín Argüelles, que había vivido en
Inglaterra entre 1806 y 1808. Ahora bien, la influencia de Bentham en España, que fue enorme, y que afectó tanto
a progresistas como a moderados, se produce a partir de los años veinte,
precisamente gracias a los contactos directos con su persona y con sus obras
por parte de los liberales españoles durante los años que ahora se analizan y
como consecuencia de la tenaz labor difusora que, ya en el Trienio, llevaron a
cabo Toribio Núñez y Ramón de Salas.
Pocos
autores como Bentham habían fustigado con
mayor acritud las ideas de los revolucionarios del siglo XVIII; que en buena
medida habían sido también las del primer liberalismo español. Las tesis del
«estado de Naturaleza», del «pacto Social», de los derechos «naturales», de la
soberanía nacional, de la ley como expresión de la voluntad general, habían
sido sometidas a una implacable crítica en casi todas sus obras y muy
especialmente en su «Treatisse of political sophismes»,
en donde va desgranando y a la par demoliendo dialécticamente cada uno de los
preceptos de la Declaración de Derechos de 1789.
Pero
si el utilitarismo de Bentham repercutió
con más vigor, como es lógico, entre los emigrados en Inglaterra, los liberales
que en cambio huyeron al otro lado de los Pirineos, así como una parte no
pequeña de los afrancesados, se entusiasmaron con la filosofía sensualista y
ecléctica de Desttut de Tracy -cuya influencia se percibe con
claridad en las «lecciones» de Ramón de Salas- y de Cousin, al igual
que las tesis de los doctrinarios, cuyo influjo se hizo notar entre los
liberales más templados, como Martínez de la Rosa, cuyo trato personal llegó a
frecuentar.
También
las premisas del más importante teórico constitucional de la época, Benjamin Constant,
fueron conocidas por los expatriados españoles. Prueba fehaciente de ello es
que en 1820 sale a la luz una versión castellana de su «Curso de Política
Constitucional», debida a la pluma de Marcial Antonio López. Y el conocimiento
del publicista francés es manifiesto, asimismo, en las «Lecciones» de Ramón de
Salas, publicadas en 1820.
A
todo ello debe añadirse la influencia del positivismo sociológico comtiano,
que, como más adelante veremos, formaría parte de la filiación doctrinal del
liberalismo progresista y moderado.
Los
exilios supusieron, así, un auténtico puente cultural entre Europa y España, a
cuyo través penetraron las nuevas corrientes del pensamiento constitucional
liberal. Y junto a ellas penetraron también las nuevas prácticas
constitucionales, como las que acompañan al sistema de gobierno parlamentario,
que los refugiados españoles tuvieron «in situ» oportunidad de conocer.
Todo
ello fue modificando la teoría y el programa constitucionales del liberalismo
español. Así, a partir de 1834, la mayoría de los liberales, fuesen
progresistas o moderados, manifestarán sin ambages la necesidad de llevar a
cabo una profunda revisión del texto constitucional de 1812. Y ello con el
objeto de acompasar el rumbo político del país al nuevo «espíritu del Siglo», a
las nuevas necesidades y al estado de Opinión reinante en Europa. En esa Europa
que ellos habían contribuido a dar o conocer.
En
realidad, durante el Trienio Constitucional se hace ya patente la existencia de
una corriente liberal que se separa de las doctrinas que habían inspirado a los
redactores de la Constitución de Cádiz, restaurada tras el Levantamiento de
riego. El deseo de introducir una segunda Cámara en la estructura de las
Cortes, así como el reforzar las atribuciones de la Corona y parlamentarizar a
la vez la Monarquía, fue común a muchos liberales. Estos deseos reformistas
eran alentados sobre todo por los elementos más moderados del liberalismo,
especialmente después de los graves sucesos de julio de 1822. Algunos de estos
liberales, como el Conde de Toreno, habían tenido una descollante participación
en la primera época constitucional, pero ahora mudaban sus antiguos fervores
revolucionarios por su admiración hacia las nuevas doctrinas que imperaban en
Europa.
Estos
anhelos reformistas eran compartidos por los antiguos afrancesados, muchos de
los cuales habían regresado a España a partir de 1820. La Constitución de 1812
repugnaba a sus ideas conservadoras. Añadíase a ello el odio que les inspiraban
los hombres del doce, quienes seguían echándoles en cara su capitulación con el
Rey Intruso.
Pero
este distanciamiento de la Constitución de Cádiz no afectó solamente a los
elementos más templados del liberalismo. Argüelles, por ejemplo, reconoció en
las Cortes de 1837 que ya en el Trienio era muy consciente de los defectos de
este texto. Y Alcalá Galiano, por su parte, conocido «exaltado» de la época,
confiesa en sus «Memorias» que en aquel entonces se hubiese alegrado de ver en
España una Cámara Alta y una Monarquía con más prerrogativas que las que le
daba la Constitución de 1812, así como unas Cortes menos poderosas y que no
gobernasen.
En
realidad, en el Trienio se manifiesta ya un cambio de mentalidad y de estilo.
Mientras en las Cortes de Cádiz habían predominado los discursos doctrinales e
incluso académicos, en las Cortes del Trienio se insiste más en las cuestiones
prácticas y políticas. En estas Cortes, además, el historicismo doceañista
sufre un considerable retroceso, pese a formar parte de ellas Francisco
Martínez Marina. Esta deshistorización del liberalismo se percibe en las
«Lecciones de Derecho Público Constitucional», escritas por Ramón de Salas,
quien incluso se atreve a criticar la conservación del nombre histórico de
Cortes para designar a la Asamblea legislativa.
¿A
qué obedecía este distanciamiento del liberalismo doceañista por parte de no
pocos y desde luego muy influyentes liberales? Pues, en primer lugar, era
consecuencia de la recepción de las nuevas ideas y prácticas constitucionales
imperantes en la Europa postnapoleónica. Una recepción, que iniciada en el
exilio de 1814-1820, prosiguió durante el Trienio, incluso con más intensidad y
extensión. El Trienio fue una época en la que la libertad de imprenta tuvo
escasas trabas, lo que auspició considerablemente el tráfico cultural. En la
difusión de las nuevas ideas, los afrancesados jugaron un papel
primordialísimo. Ahí están los nombres de Toribio Núñez y Ramón de Salas,
divulgadores de Bentham, y de Marcial Antonio
López, traductor de Benjamin Constant. No debe olvidarse, además, a un grupo de
afrancesados, en extremo interesante, cuyas ideas eran de marcada orientación
conservadora. Nos referimos al grupo formado por Alberto Lista, Sebastián
Miñano y José Mamerto Hermosilla. Este grupo, bajo la dirección política de
Lista, llevó a cabo una constante labor de difusión de las nuevas ideas, a
través de las páginas de «El Censor », cuya seriedad contrastaba con la
superficialidad y chabacanería de la mayor parte de la Prensa exaltada. En las
páginas de esta Revista, de periodicidad semanal, se ensalzan las ideas
de Costant, de los doctrinarios franceses, y de J. Bentham, de quien se editan los «Sofismas Anárquicos»; se
publican también las «Cartas de Say a Malthus»; se comentan elogiosamente varias obras de Guizot, de Savigny y del
Conde de Saint-Simon. Todo ello calaría hondo en las mentes
liberales más receptivas, induciéndolas a replantearse sus antiguas fidelidades
a la teoría abstracta y radical del doceañismo, así como a buena parte del
programa político que la Constitución del doce establecía.
Pero,
en segundo lugar, este replanteamiento respondía a otra razón. Durante el
Trienio se percibe, prácticamente por vez primera, las deficiencias de la
mítica Constitución de Cádiz. Hasta aquel momento el código doceañista no había
sido más que un texto normativo con una aplicación, sobre efímera, parcial.
Claro es que al calificarlo de mero texto normativo se oculta el valor
metajurídico que este texto tenía. En 1820, la Constitución de Cádiz, odiada y
amada hasta extremos hoy difíciles de creer, era ante todo un símbolo. Para los
realistas representaba la suprema encarnación del mal, el instrumento cuasi
diabólico que había consagrado en la tradicional España toda la retahíla de
foráneas y disolventes novedades que el Siglo de las Luces -el impío Siglo de
las Luces- había engendrado. Para la mayor parte de los liberales, aunque ya no
para todos, puesto que el exilio les había revelado nuevos horizontes, el
código doceañista seguía suponiendo, por el contrario, no ya un código
aceptable, sino la más alta conquista en la lucha por la libertad y la
independencia nacional, por cuya defensa habían sido objeto de tantos y tan
grandes padecimientos. Pues bien, de 1820 a 1823, la opinión realista se
mantiene y aún se acentúa; la liberal, en cambio, varía. ¿Por qué? Pues porque
durante estos tres años la Constitución ya no podía ser sólo un símbolo, sino
que era menester que se convirtiese en un instrumento garantizador del sistema
político. Y este instrumento, para no pocos liberales, convencidos todavía de
su bondad en 1820, se mostrará inservible o, cuando menos, harto deficiente. No
más, pues, la pura aplicación de este texto causará su descrédito entre una
parcialidad liberal.
Desde
luego, el fracaso del sistema político vigente durante el Trienio se debía
-conviene apresurarse a decirlo- a causas por completo ajenas al texto
constitucional, que la historiografía de este período ha puesto suficientemente
de relieve. El acoso de los realistas, que nunca dejaron de conspirar; el
enfrentamiento, a veces violento, de los liberales, divididos ahora en
«moderados» y «exaltados» y, dentro de estos dos grupos, en tendencias y
capillas múltiples; la proliferación de sociedades secretas, poco proclive a la
salud del juego político; la mala fe del Rey y las intrigas palaciegas; la
hostilidad que el nuevo Régimen provocó en las potencias extranjeras, son
algunas de las causas que explican el fracaso del Trienio Constitucional.
Ahora
bien, no es menos cierto que la Constitución de Cádiz no contribuía a aliviar
tan desconsolador cuadro. Antes al contrario, lo agravaba. Y lo agravaba,
primeramente, por su ya comentada incapacidad integradora. La Constitución se
mostró incapaz de atraer, no ya a los realistas, sino incluso, como se ha
dicho, a algunos liberales y a los influyentes afrancesados, que pretendían
atraer al campo liberal a las fuerzas menos intransigentes del Antiguo Régimen,
así como a la burocracia salida de la reforma administrativa. Pretensión que
sólo podía realizarse si se reformaba la Constitución de 1812 y se introducía
un sistema bicameral. Por otra parte, la rígida separación de poderes que esta
Constitución consagraba, coadyudaba a enturbiar el ambiente político y a
erosionar el ya de por sí quebradizo sistema constitucional. Tal extremo se
hizo especialmente evidente después de las elecciones de 1822, de las que
surgió en las Cortes una mayoría «exaltada”, en conflicto con el gobierno «canillero».
Ello, por fuerza, aconsejaba a muchos liberales a reforzar las prerrogativas
del ejecutivo frente a las del legislativo y a implantar en nuestro país un
«sistema de Gobierno de mayoría», es decir, parlamentario.
Pero,
en tercer y último lugar, el deseo de reformar la Constitución de 1812 en un
sentido conservador, era auspiciado también por los gobiernos de Francia e
Inglaterra. El código doceañista era juzgado por estas dos potencias -y, desde
luego, por Rusia, Austria, Prusia y el Vaticano- como excesivamente
revolucionario. Y es más. Y lo que aún era peor: contagiosamente
revolucionario, a la vista de la atracción que había suscitado allende nuestras
fronteras. En Portugal, en las Dos Sicilias, en el Piamonte y en varias
naciones de la América Hispana, en efecto, la Constitución de Cádiz se había
adoptado como bandera propia, de igual modo que más tarde, en 1825, lo harían
los «decembristas» rusos. En realidad, la promulgación de esta Constitución en
1820 había supuesto una luz de esperanza para los liberales radicales y para
los demócratas de toda Europa, relegados o perseguidos a consecuencia de la
política reaccionaria que la Santa Alianza había impuesto en el viejo
continente. La Constitución de 1812, fruto señero de una guerra de
Independencia nacional, primero, y enarbolada osadamente, después, ante las
fauces de la reacción internacional, se convirtió en un punto de referencia
para todo el movimiento liberal y nacionalista de Europa y América, marcando,
así, un hito decisivo en la historia del constitucionalismo occidental y no
sólo en el español.
Con
su restablecimiento, en 1820, el epicentro de la Revolución europea se había
trasladado a España. Esto es, a una Nación que pocos años antes había asombrado
al mundo entero por la heroica victoria que su pueblo, galvanizado en su
mayoría en defensa de la Monarquía tradicional y de la Religión, había
infligido a Napoleón, la bestia negra de la Europa reaccionaria. El pasmo y el
estupor de esta Europa eran ahora perfectamente comprensibles. Nada menos que
España, y no Francia, como hubiera podido esperarse, introducía la primera
fisura en el orden internacional delimitado en 1815. Pero al pasmo y estupor
sucede la venganza. Las Cancillerías europeas decidieron a toda costa abolir la
tan temida -por tan venerada- Constitución de 1812. De ello se ocupó, siguiendo
las instrucciones del Congreso de Verona, el Conde de Angulema al frente de los
Cien Mil Hijos de San Luis, cuya labor -conviene no olvidarlo- fue apoyada por
la mayoría del pueblo español, ajeno, cuando no francamente hostil, al
movimiento liberal y a la Constitución de Cádiz.
Pero
la abolición del texto de 1812 no conllevó su sustitución por otro más
moderado, sino por el más puro y duro absolutismo. Así había ocurrido en 1814,
pese a los deseos de los «Persas» y a las promesas de Fernando. Así volvía a
ocurrir en 1823, pese a las intenciones de Francia e Inglaterra y de buena
parte de los liberales españoles. Tiempo habría, sin embargo, de que estas
tendencias reformistas se llevasen a cabo.
2. El
Estatuto Real y la Constitución de Cádiz
Tras
la muerte de Fernando VII, en septiembre de 1833, y en medio del conflicto
dinástico que dicha muerte provoca -aunque, en puridad, lo dinástico era lo más
aparente del conflicto- se vuelve a plantear el problema constitucional de
España. La solución que ofrece Cea Bermúdez, antiguo afrancesado, en el
Manifiesto de 4 de octubre, resultaba de todo punto inadmisible. A pocos
convencía su anacrónico intento de exhumar un programa de gobierno acorde con
el Despotismo ilustrado carlotercerista, pero no con los nuevos tiempos que corrían.
Las reformas administrativas y económicas que Cea anunciaba, si necesarias,
bastaban. Preciso era iniciar la reforma política. Ahora bien, ¿en qué debía
consistir esta reforma? No, ciertamente, en restaurar la Constitución de 1812.
Esta Constitución, aunque seguía contando con simpatías, como se dirá más
adelante, repugnaba a la Corona y a los «cristianos», que desde los últimos
años de la «década ominosa» se habían hecho con el poder. Además, la
restauración del código doceañista restaría apoyos a la causa de Isabel II,
pues ni agradaba a los liberales más templados, ni a Francia, Inglaterra y al
Portugal antimiguelista. Y este apoyo internacional resultaba decisivo para
contrarrestar el que prestaban las potencias absolutistas, y entre ellas el Vaticano,
a las pretensiones de Don Carlos. La proclamación del código gaditano
resultaba, pues, en aquellas fechas, impensable. Era menester, en cambio,
instaurar en España un sistema constitucional acorde con las pautas que por
aquel entonces regían en la Europa liberal. Martínez de la Rosa y Javier de
Burgos fueron los artífices de esta operación. El resultado es bien conocido:
el Estatuto Real.
Hoy
en día, difícil resulta negar la importancia del Estatuto Real en el conjunto
de nuestra historia constitucional. Quisiéramos, por nuestra parte, insistir
ahora en la influencia que este código ejerció en el seno del liberalismo
español -de todo él, y no sólo de la parte que le fue favorable- al
encarrilarlo, más todavía de lo que en 1833 pudiera estarlo, por unos
derroteros bastante desviados de los prístinos criterios doceañistas. Conviene
advertir, no obstante, que esta influencia no se debió tanto a su texto, como a
su contexto. Es decir, el sistema político que durante dos años surgió a su
abrigo. Este sistema, además de apuntalar en España al Estado Liberal y,
consiguientemente, de poner la puntilla a la Monarquía Absoluta, introdujo unos
principios y unos usos constitucionales que pasarían a engrosar el acervo común
del constitucionalismo posterior.
En
primer lugar, en el Estatuto Real se hace patente la aparición de una nueva
teoría constitucional. Todo atisbo de iusracionalismo se esfuma. Nada de
soberanía nacional ni de rigidez constitucional. Nada de declaraciones de
Derechos ni de división de poderes. La brevedad, excesiva desde luego -más que
de brevedad cabe hablar de incompleta- y la concreción ganan terreno.
Ciertamente, la apelación a lo concreto y particular y la huida de lo absoluto
y genérico no se hace desde el presente, como harán los progresistas en 1837,
sino desde el pasado, desde la historia. Si el iusracionalismo se desecha, no
ocurre lo mismo con el historicismo que se rehabilita. Ahora bien, es un
historicismo de muy distinta factura al que en las Cortes de Cádiz defendieron
los Diputados liberales. Cotéjese, a este respecto, el Discurso Preliminar al
Código del doce con la Exposición que precede al Estatuto. La diferencia es
notoria. El historicismo que inspira a los redactores del Estatuto es un
historiador de corte jovellanista, burkeano, sorprendentemente similar al que
los Diputados realistas habían defendido en Cádiz y que acusaba también el
impacto de los doctrinarios franceses, particularmente el de Guizot, e
indirectamente, a su través, el influjo del romanticismo conservador alemán. No
era, pues, un historicismo, «progresista», como había sido el de los liberales
doceañistas, y también, aunque con un alcance distinto, el de Martínez Marina.
Se trataba, ahora de un historicismo profundamente conservador. La historia,
una supuesta historia, actúa como freno a toda suerte de innovaciones,
consideradas peligrosas, y que se rechazan no tanto por peligrosas, como por
ajenas, por extrañas a la Constitución «tradicional» o «histórica» de España.
De este modo, en el Estatuto Real se plasmaba el sustento filosófico básico del
constitucionalismo moderado y conservador español, así como, implícitamente,
una de sus más importantes premisas, sino la más: la doctrina de la «soberanía
compartida» entre el Rey y las Cortes, pieza esencial de la «constitución
histórica» española.
En
segundo lugar, merced al Estatuto Real y a sus leyes complementarias se
introduce en España el sistema de gobierno parlamentario, a la vez que se
refuerzan las atribuciones de la Corona. Al Monarca se le concede, entre otras muchas
prerrogativas, el derecho de disolución del Parlamento y el veto absoluto. El
Consejo de Ministros y la Presidencia del Gobierno se constitucionalizan. La
compatibilidad entre el cargo de Ministro y la condición de Diputado se recoge
en los Reglamentos parlamentarios. La dinámica del sistema va incorporando
técnicas como la Contestación al Discurso de la Corona, las Proposiciones, el
examen de los Presupuestos y de las Peticiones, las preguntas, así como la
«Cuestión de Gabinete» y el voto de censura. Estas técnicas se van poniendo en
marcha durante los cuatro gobiernos habidos bajo la vigencia del Estatuto,
presididos respectivamente por Martínez de la Rosa, el Conde de Toreno,
Mendizábal e Istúriz. Aunque sólo fuese por haber introducido estos principios
y estas técnicas, la experiencia constitucional del Estatuto resultaría sobrado
decisiva. Pero hay más.
En
tercer lugar, en efecto, el Estatuto consagra, también por primera vez en
España, el moderno principio bicameral. Las Cortes se componen ahora de dos
Cámaras: El Estamento de Procuradores y el Estamento de Próceres. Rancios
nombres. Nombres gratos para el gusto de las generaciones adictas al
liberalismo temperado y doctrinario.
Por
último, el Estatuto y el Decreto Electoral de 24 de mayo de 1836 truecan el
sistema electoral gaditano, indirecto y amplio, por otro directo y que
restringía muy considerablemente el Cuerpo Electoral. Elegir y poder ser
elegido miembro del Parlamento es ahora patrimonio exclusivo de la
Aristocracia, de las altas jerarquías eclesiásticas y de una minoría de
burgueses.
Se
trataba de un programa depurado. De un programa que no se había improvisado,
sino que era fruto de la evolución que la tendencia más conservadora del
liberalismo español había experimentado en los exilias y que -como ya se ha
apuntado antes- se había intentado implantar durante el Trienio Constitucional.
Ahora bien, los exilios y la experiencia del Trienio habían modificado también
las ideas de los liberales progresistas. Por ello, gran parte del programa que
el Estatuto Real puso en marcha era compartido por esa tendencia. El
reforzamiento de los poderes de la Corona, la parlamentarización de la
Monarquía, la estructura bicameral de las Cortes, el sistema electoral directo
y censitario, eran premisas que muchos de los liberales progresistas aceptaban
a la muerte de Fernando VII. Los dos años de Estatuto, al llevarlas a la
práctica, fortalecieran los motivos de esta aceptación y la extendieron entre
la familia progresista.
Desde
luego, la aceptación de las premisas que se acaban de mencionar era muy
matizada por parte de los progresistas. Deseaban, sí, ampliar los poderes de la
Corona en relación a lo que la Constitución de 1812 disponía, pero no tanto
como el Estatuto sancionaba. Un texto que ni siquiera concedía la iniciativa
legislativa a las Cámaras, reservándola exclusivamente al Monarca. Querían,
ciertamente, que las Cortes se dividiesen en dos Cámaras, pero no les
satisfacía el criterio que los moderados habían seguido, especialmente al
determinar la composición del Estamento de Próceres. Abogaban, en fin, por un
sistema electoral menos generoso que el gaditano, pero no por uno tan mezquino
como el que el Estatuto preceptuaba. Había pues, diferencias a la hora de
establecer y aplicar las premisas que se vienen señalando. Mas eran diferencias
de grado y no de fondo. Dejemos por tanto a un lado estos matices. Sobre ellos
además tendremos oportunidad de volver a comentar la Constitución de 1837.
Centrémonos ahora en las divergencias esenciales.
Había,
en este sentido, dos aspectos del Estatuto Real que lo convertían a juicio del
progresismo, en un código inaceptable. Primero su mismo origen. El haber sido
elaborado al margen de la voluntad nacional. Por este vicio radical, el
Estatuto era presentado como una Carta otorgada -cuando en rigor, no lo era-,
como una imposición de la Corona, o incluso, lo que no dejaba de ser cierto en
el plano -de los hechos, como una imposición del Ministerio Martínez de la
Rosa. Pero, además, los progresistas consideraban inadmisible que el Estatuto
no incluyese una declaración de Derechos. En virtud de estas dos tachas,
entendían que el Estatuto lejos de ser una verdadera Constitución era tan solo
una simple e insuficiente Ley Orgánica. La lucha por el principio de soberanía
nacional y por el reconocimiento constitucional de los Derechos, se
convertiría, así, en el leitmotiv del liberalismo progresista desde 1834 a
1836.
Se
comprende, pues, que durante estos dos años la Constitución de Cádiz, cual ave
Fénix, resurgiese y planease en el lábil escenario de la época. Para los
progresistas, esta Constitución, pese a los muchos defectos que podían
achacársele, seguía siendo el único código fundamental que hasta aquel momento
la Nación española se había dado a sí misma. Su recuerdo estaba
indisociablemente ligado a heroicas aunque tristes gestas. Había nacido al
calor de una guerra sin parangón en la historia. Lejana, sí, pero de no fácil
olvido. El exilio, la cárcel, la muerte, habían sido los tributos que sus
defensores habían pagado. Y por si esto fuera poco, había sucumbido por mor de
las felonías de un Rey y, lo que aún era más infamante, como consecuencia de la
furia desatada por la Santa Alianza, cuyos arteros designios habían sido
llevados a cabo por los batallones franceses. ¡Otra vez los batallones
franceses! Pero, además, la Constitución de 1812 recogía, si bien no de forma
ordenada, los derechos que tanto anhelaban. Y entre ellos uno sobremanera
importante: la Libertad de Imprenta. La legitimidad y el valor de este texto
seguían siendo, a este respecto, indiscutibles. Frente a él, el Estatuto Real
no era más que un bastardo y pálido reflejo. Su invocación, por muchos
arrequives históricos con que se presentase, estaba falta de la fuerza
evocadora, de la intensidad romántica, podría decirse, que la vieja
Constitución de Cádiz concitaba. No, no se había eclipsado todavía el prestigio
de este código. Y ya fuera de las instituciones o en la conspiración, en las
Cortes o en la calle, los progresistas no dejarán de exigir en estos dos años
su restablecimiento.
Ahora
bien, este restablecimiento no era incondicional. Venía acompañado, por el
contrario, de un franco deseo reformista. Había, sí, un sector minoritario,
aunque muy activo, de doceañistas puros, partidarios de una restauración definitiva,
acaso con leves modificaciones, de la Constitución de Cádiz. Pero la mayoría
del progresismo no opinaba así. El sector mayoritario deseaba restaurarla, pero
a la vez se mostraba muy distante de ella en aspectos esenciales. L a
experiencia del Trienio, la de los exilios y la del propio Estatuto Real no
habían sido vanas. Por eso, aun deseando restablecer la Constitución de 1812,
el grueso del progresismo era favorable a una revisión profunda de este texto.
En realidad puede decirse que su reivindicación expresaba no tanto un
sentimiento positivo como negativo: no era un «sí» a la Constitución de Cádiz;
era más bien un «no» al Estatuto.
La
situación del progresismo español no era fácil. Era más bien una auténtica
encrucijada. Ni el Estatuto Real ni la Constitución de 1812 colmaba enteramente
sus aspiraciones. Aquél ofrecía poco; ésta, ya anticuada, ofrecía demasiado.
¿Qué hacer? Este dilema admitía tres soluciones. Tres soluciones que conducían,
a la postre, a los mismos resultados. La primera: proclamar un nuevo texto
constitucional de síntesis. La segunda, más prudente: modificar legalmente el
Estatuto Real con el objeto de recoger lo que de aceptable seguía teniendo la
Constitución de 1812. La tercera, más audaz: restablecer esta Constitución; reformarla
muy luego, acercándola a lo que de válido el Estatuto encerraba.
Estas
tres soluciones se intentaron entre 1834 y 1836. Las dos primeras sin éxito; la
última, con él. El Proyecto de Constitución propuesto por los «Isabelinos», en
1834 -redactado por Don Juan de Olavarría, antiguo exiliado en Bélgica-, y el
Proyecto de Revisión del Estatuto Real, auspiciado por el Gabinete
Istúriz-Alcalá Galiano, en 1836, contenía sendas declaraciones de Derechos y el
primero aceptaba, bien que implícitamente, el principio de soberanía nacional.
No obstante, incorporaban al mismo tiempo algunos de los principios más
significativos recogidos en el Estatuto. Ambos textos también, sobre todo el
segundo, que era más moderado, daban una gran amplitud a los poderes de la Corona
y parlamentarizaban la Monarquía. La Constitución de 1.837, como se verá,
presenta un gran paralelismo con estos dos Proyectos.
Pero
la solución al «impasse» en que se hallaba el progresismo, arranca de los
movimientos revolucionarios de julio y agosto de 1836, culminando, tras los
sucesos de La Granja, con la proclamación, por tercera y última vez, de la
Constitución de 1812. El día 13 de agosto, la Reina Regente se ve obligada a
expedir un Decreto en el que ordena publicar la Constitución. Ahora bien, este
movimiento en contra del Estatuto y a favor del Código gaditano venía matizado
por una clara y mayoritaria voluntad de reformar este último.
Y,
de hecho, este restablecimiento fue efímero. Los mismos que a él habían
contribuido -o al menos los que lo habían dirigido- se aprestaron a iniciar la
reforma constitucional. El 21 de agosto, nombrado ya el nuevo Gabinete
Calatrava-Mendizábal, se publica un Real Decreto convocando elecciones, con el
objeto de que «la Nación reunida en Cortes manifieste expresamente su voluntad
acerca de la Constitución que ha de regirla o de otra conforme a sus
necesidades».
Las
elecciones se celebran durante los meses de septiembre y octubre. Amplia
victoria progresista. El 24 de este último mes, las Cortes, compuestas de una sola
Cámara, según lo establecido en Cádiz y en el Decreto electoral, inauguran sus
sesiones.
3. La Transacción Constitucional de 1837
En
las Cortes de 1836-1837 se podían distinguir tres tendencias constitucionales.
La actitud ante la Constitución de 1812 era la fundamental piedra de toque que
permitía distinguirlas. Había, en primer lugar, un pequeño número de Diputados
moderados, defensores de todas las medidas encaminadas a reforzar las
prerrogativas de la Corona y los más decididos partidarios de vaciar el
contenido revolucionario de la Constitución, Castro y Orozco, Mon, Santaella y
Armendáriz eran los principales portavoces de esta tendencia.
En
segundo lugar, y en el otro extremo del espectro ideológico, había un pequeño
pero muy activo grupo de Diputados, que representaban a la izquierda del
progresismo. Eran los doceañistas, hostiles a todo intento que supusiese
trastocar los puntos esenciales de la Constitución de Cádiz. Este grupo contaba
con miembros de indudable valía, como Fermín Caballero, Gorosarri, García
Blanco y Montoya. A los doceañistas de 1837 podía considerárseles los
continuadores de la tradición constitucional más exaltada del Trienio, la que
Romero Alpuente y Moreno habían encarnado, y que ya durante el Estatuto había
estado presente a través del Conde de las Navas. Las tesis constitucionales de
los doceañistas eran, en rigor, más democráticas que liberales. De hecho, muchos
miembros de ese grupo nutrirían, tras la transacción constitucional de 1837,
los círculos embrionarios de lo que en 1849 sería el Partido Demócrata Español.
Entre
el grupo moderado y el doceañista se situaba la tendencia mayoritaria,
compuesta por los progresistas. A diferencia de los doceañistas, eran firmes y
resueltos partidarios de modificar sustancialmente la Constitución gaditana.
Pero no en un sentido tan conservador, tan «estatutista», corno los moderados
querían. Eran el centro doctrinal y político de las Cortes. Contaban con la
mayoría de los escaños y con el beneplácito del Gobierno Calatrava, del que,
además de Mendizábal, formaba parte un destacado orador parlamentario: Joaquín
María López. Los progresistas protagonizaron todo el proceso constitucional y
fueron los verdaderos artífices de la Constitución de 1837. Su cabeza visible
era el veterano Argüelles, a la sazón ya un tanto valetudinario, y aunque
seguía siendo respetado, no era sin embargo tan venerado. Era una especie de
reliquia viviente del progresismo español. Lejos de ser tenido ya por «el
divino», su oratoria -que a la verdad siempre había sido bastante plúmbea-
sonaba ahora una miaja caduca y digresiva. En realidad, era Salustiano de
Olozaga el más brillante y activo portavoz de esta tendencia. Era él quien,
siendo casi un parvenu, mejor representaba a las nuevas
generaciones del progresismo liberal. Otros destacados progresistas eran
Sancho, Ferrer, Antonio González y Alonso.
En
estas Cortes había hombres de 1812, incluso algunos que habían tenido un
descollante papel en las Cortes de este año, como los citados Argüelles y
Calatrava, a los que deben unirse los nombres de los ex-Diputados de Cádiz,
Zumalacárregui y Goyanes. Otros, en cambio, habían comenzado su carrera
política y parlamentaria en el Trienio, como Vicente Sancho, Manuel de Acevedo
y Manuel Beltrán de Lis. No faltaban tampoco quienes se habían dado a conocer
durante la época del Estatuto Real, como el incisivo Fermín Caballero, director
de «El Eco del Comercio», principal portavoz de la izquierda progresista, o el
propio Salustiano de Olózaga. Muchos de los Diputados habían sufrido la cárcel
o el exilio. O incluso ambas cosas.
Si
en las Cortes del Estatuto, y sobre todo en las de 1845, se puso de manifiesto
el abandono de la teoría constitucional doceañista por parte del liberalismo
moderado, en las Constituyentes de 1837 se puso de relieve, primordialmente, el
abandono de esta teoría por parte del liberalismo progresista. El
iusnaturalismo racionalista y el pensamiento constitucional revolucionario, que
habían sido -como hemos visto- las principales fuentes doctrinales del
liberalismo doceañista, se sustituyen ahora, y en realidad desde bastante
antes, por el utilitarismo y por un pensamiento constitucional conservador.
Asimismo, los progresistas, diferenciándose en esto de los moderados, abandonan
cualquier intento de dotar al liberalismo de un fundamento histórico,
apartándose así también del liberalismo doceañista, y abrazando una especie de
cosmopolitismo constitucional.
Los
progresistas, y ciertamente también los moderados, que ocupan un segundo plano
en las Cortes del 37, critican «la metafísica constitucional» de los
«filósofos» del siglo XVIII y juzgan con un cierto paternalismo, cuando no con
menosprecio, la ingenuidad y la tendencia moralizante de los liberales
doceañistas. «Metafísico» es un vocablo que en las Cortes de 1837 se lanza
contra el argumento del adversario como terrible dicterio, como arma arrojadiza
de plena eficacia descalificatoria. Se percibe en estas Cortes, más todavía que
en las del Trienio y que en las del Estatuto Real, una clara animadversión
hacia lo teórico, lo especulativo, lo abstracto y lo dogmático, y una
exaltación de lo positivo, lo útil y lo concreto. La «experiencia» es una idea fuerza
que triunfa sobre la idea de «razón», lo racional cede paso a lo razonable, el
espíritu dogmático al relativista, el talante idealista, tan típico del doce, a
un nuevo talante escéptico y acomodaticio.
En
las Cortes constituyentes de 1837 apenas se discute sobre el origen de la
sociedad, sobre el pacto político, sobre el concepto de Nación, sobre los
límites del poder o sobre los derechos naturales del hombre. Ciertamente,
además de a la influencia del utilitarismo defendido por Bentham -máxima autoridad doctrinal en estas
Cortes-, esta actitud tan distinta a la de Cádiz obedecía a otra razón no menos
importante: en 1812 las disputas doctrinales no giraban sólo sobre teoría de la
Constitución, sino sobre teoría del Estado. La disputa doctrinal no se hacía dentro de
las corrientes liberales, sino enfrentándose el liberalismo contra el
realismo y aún contra las tesis americanas, de filiación muy distinta a las
peninsulares. No era sólo, pues, mayor afición a las disputas doctrinales, sino
necesidad de comenzar por abajo, planteándose qué es una Nación o cuáles son
los límites a que es preciso someter al Estado. En las Cortes de 1837, en
cambio, la creación del Estado Constitucional se da por supuesta, discutiéndose
tan sólo entre diferentes tendencias del liberalismo (las contrarias están en
guerra abierta), que aceptan unos principios comunes y básicos: limitación del
Estado, reconocimiento de los derechos individuales, no concentración de
poderes, sistema representativo, necesidad de una Constitución escrita y
sistemáticamente redactada. Por eso, las polémicas giran tan sólo alrededor de
la teoría constitucional de los diversos modelos de Constitución, aceptándose
unas bases mínimas, y muy importantes, que en Cádiz no eran aceptadas por
todos.
En
virtud del talante utilitario y pragmático, los progresistas consideran al
Derecho y a la moral como dos mundos separados, arremetiendo contra las máximas
ingenuas que proliferaban en la Constitución de Cádiz, fruto del racionalismo
iusnaturalista o ilustrado, así como contra el intenso tinte religioso de este
texto.
La
influencia del utilitarismo se reflejó también en el tratamiento de la
soberanía. Desde luego, el liberalismo progresista, a diferencia del moderado,
seguiría manteniendo el dogma doceañista de la soberanía nacional. Ahora bien,
el modo en que se defendió y se proclamó era muy distinto al de 1812. En 1837
este dogma ya no se proclama en el articulado, sino que se relega al Preámbulo,
consignándose, además, de un modo menos explícito: «... Siendo la voluntad de
la Nación -se decía allí- revisar, en uso de su soberanía, la Constitución
promulgada en Cádiz... Las Cortes Generales, congregadas a este fin, decretan y
sancionan la siguiente...».
Los
progresistas, pues, consignaron el dogma de la soberanía nacional, ya que era
la piedra de toque que les distinguía de los moderados, partidarios de la
«Soberanía compartida», además de ser el principio legitimador del motín de La
Granja y también de la lucha contra el carlismo. No obstante, al relegarlo al
Preámbulo, lo incluyeron como de rondón, como si se avergonzasen de tan
metafísico y dieciochesco principio, tan criticado por Bentham y por Benjamin Constant.
Pero, sobre todo, como veremos al comentar la Constitución de 1837, las
consecuencias que extrajeron de él eran muy distintas a las que habían extraído
los liberales en 1812.
Pero,
sin duda alguna, fue ante el problema de los derechos fundamentales cuando el
influjo del utilitarismo se hizo más perceptible. La utilidad se convertía
ahora en el criterio decisivo para justificar un derecho fundamental y en
general cualquier precepto constitucional. Ya la «Petición llamada Tabla de
Derechos», presentaba en el Estamento de Procuradores del Reino, el 28 de
agosto de 1834 y firmada, entre otros, por Antonio González y Joaquín María
López, afirmaba rotundamente que «las sociedades políticas no han tenido ni
deben tener otro objeto ni fin que el principio de la utilidad...».
En
las Cortes de 1837 se condenan con contundencia las tesis de los «derechos
naturales» del hombre, así como las del «Estado de Naturaleza» y del «Pacto
Social», que en 1812 habían defendido algunos importantes doceañistas, como
Toreno, y que ahora son abrumadoramente desechadas. Ahora bien, tal rechazo de
las tesis iusnaturalistas no se dirigía sólo contra las de contenido
revolucionario, sino también contra las del iusnaturalismo tradicional de base
católica. La actitud de Oliveros y de Muñoz Torrero, apelando a las tesis
tradicionales de la sociabilidad natural del hombre y a Dios como supremo Creador
y Hacedor del orden social y político, tampoco son ya de recibo.
La
existencia de un derecho fundamental se vincula ahora a su consagración
jurídica: es derecho todo lo que como tal la Constitución sanciona y el derecho
subjetivo sólo puede concebirse cuando previamente medie esa sanción, esto es,
su reconocimiento y garantía.
Es
preciso insistir en que si bien el influjo del utilitarismo se manifestó de un
modo diáfano en las Cortes de 1837, y ante todo por parte del liberalismo
progresista, tal influjo se detecta también en el liberalismo moderado y no
sólo en estas Cortes constituyentes. Desde 1834, cuando menos, y hasta 1845,
fecha en la que el utilitarismo comienza a decaer, los más destacados liberales
moderados, como Martínez de la Rosa, Alcalá Galiano, Pacheco y Balmes, expresan
con claridad su afán de desentenderse de las cuestiones abstractas, que tanto
habían preocupado a los liberales del doce. De hecho, es nota común al Estatuto
Real y a las Constituciones de 1837 y 1845 la elusión, o el soslayamiento, del
principio de soberanía nacional; la parca regulación, u omisión, de los
derechos fundamentales; y, en fin, la exclusión de las fórmulas utópicas e
ingenuas de la Constitución de 1812 así como sus declaraciones religiosas.
El
influjo del utilitarismo encajaba perfectamente con el escepticismo dominante
en el nuevo liberalismo español, fruto, a su vez, del no muy pacífico y
apacible curso por el que se había desenvuelto la construcción del Estado
Constitucional. La caída del sistema constitucional en 1814 y luego en 1823, la
experiencia del Trienio, la de los dos exilios, eran suficientes experiencias
negativas, en un plazo no superior a veinticinco años, para que la mayoría de
los liberales españoles desconfiasen de las fórmulas mágicas y de la retórica
constitucional abstracta.
El
nuevo liberalismo español se presenta, en este sentido, como algo más maduro.
La pérdida de ingenuidad y de utopismo, el apegarse a los hechos y distanciarse
de las teorías, el apelar a la práctica y no a la razón, era un fenómeno
obligado tras los acontecimientos que habían acaecido en Europa y sobre todo en
España desde 1814 a 1834. Pero también, como veremos a continuación, con ello
se intentaba justificar una teoría constitucional mucho más conservadora que la
del liberalismo doceañista. Del mismo modo, la crítica a la Constitución de
Cádiz no se hacía sólo, ni fundamentalmente, por razones «técnicas», sino
claramente ideológicas. Sencillamente, el liberalismo español, en sus dos
tendencias mayoritarias, había dado un giro a la derecha en relación con las
tesis sustentadas por el liberalismo del año doce. Como tantas veces ha
ocurrido, el pragmatismo utilitario se convirtió en una coartada del
liberalismo español para justificar su propia renuncia a algunos de los
principios básicos del liberalismo radical y revolucionario de 1812.
Naturalmente,
este conservadurismo era mucho más intenso en la tendencia moderada del
liberalismo que en la progresista y de hecho se acentuó en no poca medida tras
la reforma constitucional de 1845. El conservadurismo, al fin y al cabo, era la
principal seña de identidad de los moderados, cuya teoría constitucional
pasaría casi por entero al partido «conservador» durante la Restauración
canovista. No obstante, el conservadurismo era también un rasgo de la teoría
constitucional del progresismo, sobre todo si se la compara con la del
liberalismo doceañista. Una comparación siempre necesaria, no sólo porque en
ella se centra este trabajo, sino porque el ser conservador es siempre una cualidad
relativa, esto es, está siempre en función de algo o de alguien.
Pues
bien, si en 1837 el utilitarismo se percibió sobre todo en la concepción de la
soberanía y en la teoría de los derechos fundamentales, el conservadurismo
constitucional se manifestó de forma primordial a la hora de concebirse los
poderes del Estado y su mutua relación y en particular a la hora de articular
la posición constitucional de la Corona, de las Cortes y del Cuerpo electoral.
Este
conservadurismo constitucional se había ido formando a partir de corrientes
doctrinales distintas, aunque perfectamente compatibles. En primer lugar, el
eclecticismo. Un eclecticismo que era mucho más acusado en los moderados, pero
que también se detectaba en los progresistas. En este caso se trataba de un
eclecticismo que era fruto más de las circunstancias históricas que de una
aceptación teórica deliberada de la filosofía ecléctica. Cosa esta última que
ocurría con el moderantismo, que recibe un fuerte impacto del eclecticismo
de Cousin y del sensismo mitigado de Laromigiére. Dos
autores que intentaron reaccionar contra las ideas filosóficas revolucionarias,
y que en España difundieron Alberto Lista, el Obispo Aribau y Tomás García
Luna, quien, en 1834, publicó unas «Lecciones de Filosofía Ecléctica».
El
eclecticismo, que era un componente esencial de la teoría constitucional de los
doctrinarios franceses y del propio sistema político del «juste milieu»,
implantado en Francia durante la Monarquía Orleanista de Luis Felipe, es
patente en las «Lecciones de Derecho Político» que Donoso Cortés, Alcalá
Galiano y Pacheco pronunciaron en el Ateneo de Madrid entre 1836 y 1845.
Pero
el eclecticismo formaba parte, en general, de la teoría constitucional de
moderados y progresistas y encajaba muy bien no ya con las tesis de los
doctrinarios franceses, que influyeron tan sólo en los moderados, sino también
en las de Benjamin Constant, un autor leído y admirado por moderados
y progresistas. El eclecticismo tuvo su reflejo en la defensa que los
progresistas hicieron de la Monarquía como elemento conciliador de la autoridad
y de la libertad y en la concepción del Senado como poder moderador y como
elemento integrador de los nuevos y de los viejos intereses sociales, y en la
misma actitud con que afrontaron la elaboración del texto constitucional de
1837. Un texto que, como veremos luego, se caracterizaba por su naturaleza
transaccional.
Pero
el conservadurismo constitucional de los progresistas y de moderados respondía
también a la influencia del realismo sociológico. En este aspecto el cambio del
liberalismo español es sobremanera importante. El nuevo liberalismo, en su
reacción contra los principios abstractos y revolucionarios, apelará no sólo al
utilitarismo y al eclecticismo, sino también al realismo sociológico. En esta
nueva actitud se detectaba el influjo de diversos autores ingleses, como el
propio Bentham y
también Burke,
pero sobre todo franceses: Augusto Comte y el Conde de Saint-Simón. El
liberalismo español pretendía no tanto ir en contra de la
Monarquía absoluta, como había ocurrido en 1812, sino a favor de
un Estado Constitucional, cuya victoria se presenta ahora como irreversible.
Deseaba
construir una teoría constitucional acorde con la situación real, concreta, de
la sociedad en la que esa teoría se insertase. El Estado Constitucional debía
responder, así, a una determinada relación de fuerzas sociales y la
Constitución se concebía como fiel reflejo de las relaciones sociales
dominantes y no como una norma abstracta, racional y normativamente concebida. La
nueva teoría constitucional del liberalismo español, tanto progresista como
moderada, se mostraba así más atenta a los supuestos sociales y económicos del
Estado Constitucional que a sus grandes principios ideológicos y abstractos.
Este
pensamiento constitucional, conservador se manifestó en las Cortes de 1837, y
mucho más todavía en las de 1845, a la hora de concebir la posición
constitucional del Monarca, la estructura del Parlamento y la teoría del
sufragio. La defensa de una autoridad monárquica robusta; del bicameralismo,
con un Senado concebido como poder moderador entre la Corona y el Congreso de
los Diputados; y del sufragio basado en el censo de los contribuyentes, serían
tres premisas básicas de este nuevo pensamiento constitucional. Tres premisas
aceptadas por igual, aunque con distintos matices, por progresistas y moderados
y sobre las que reposaría el constitucionalismo de la España isabelina. Estas
tres premisas, en efecto, se recogen en el Estatuto Real de 1834 por vez
primera, se aceptan en 1837 y se llevan hasta sus últimas consecuencias en
1845. Y a pesar de que los progresistas a partir de esta última fecha fueron
excluidos (o se autoexcluyeron) del juego político, siguieron manteniéndolas
hasta la caída de Isabel II, en 1868.
Con
este nuevo pensamiento constitucional, progresistas y moderados intentaban
edificar un Estado a la medida de las «clases medias». Unas clases adversas
tanto al carlismo como al radicalismo, y equidistantes del absolutismo y del
republicanismo, de la democracia comunitaria antigua y de la democracia liberal
moderna. Las «clases medias», término importado (e impostado) de Inglaterra
eran la burguesía industrial y comercial, la nueva burguesía salida de la
desamortización y algunos profesionales liberales. Estas clases debían atraerse
a la Nobleza. En este pacto entre estos dos bloques sociales, los
representativos de la antigua sociedad y de la nueva, y no en su confrontación,
se basaba toda la estrategia social del liberalismo español. Los progresistas
eran más beligerantes con las antiguas clases que los moderados, más defensores
de la propiedad industrial y comercial que de la territorial, de los intereses
urbanos que de los agrarios. Pero en todo caso, ambas corrientes coincidían en
querer edificar el Estado Constitucional sobre una reducida oligarquía de
propietarios y profesionales, de aristócratas y burgueses.
Traducido
todo ello al plano constitucional, para progresistas y moderados la Corona y el
Senado debían acoger ante todo a las fuerzas conservadoras, representativas de
los intereses «antiguos», mientras el Congreso de los Diputados, la Cámara que
pomposamente llamaban «popular», debía representar a los intereses «nuevos»,
multiplicados a raíz de la operación desamortizadora.
Cierto
que progresistas y moderados no coincidían en el equilibrio deseable entre unas
y otras instituciones y entre unos y otros intereses. Pero en todo caso
coincidían en un aspecto esencial en excluir del juego político a todos
aquellos que no formasen parte de las «clases medias»; en excluir, en
definitiva, la democracia y el sufragio universal o de la Nobleza.
Por
último, en la teoría constitucional del progresismo desaparece por completo el
ideal restaurador, tal como había sido formulado por los liberales del doce.
Mientras los moderados se habían acogido en 1834, y mucho más aún en 1845, a un
historicismo nacionalista de marcado signo conservador e incluso inmovilista,
los progresistas en las Constituyentes de 1837 abandonan todo intento de dotar
al liberalismo de un basamento histórico.
Ciertamente,
el historicismo doceañista, cuyo declinar se palpa en el Trienio, como hemos
dicho, había reaparecido antes de 1837 en un documento de notable importancia,
la «Tabla de Derechos», a la que antes hemos hecho referencia:
«Nuestros
mayores -se decía allí- consignaron el derecho fundamental de la libertad civil
en diferentes leyes, así como la estableció Don Alfonso el Sabio en la Ley
primera, Título XXII, Partirla Cuarta... No se podrá negar -se decía más
adelante- el principio que de nuestras antiguas leyes fundamentales (El Fuero
Juzgo, el Fuero Real y la Novísima Recopilación) establecieron la igualdad, y
que su restablecimiento es una materia que debe ocupar un lugar importante en
nuestros derechos fundamentales». El sentido atribuible a estas palabras de la
«Tabla de Derechos» era similar al que aparece en el «Discurso Preliminar» a la
Constitución de 1812 y al que defendieron en sus intervenciones los liberales
en las Cortes de Cádiz: hay un conjunto de principios e instituciones de marcado
carácter liberal en el pasado español, sepultados tras el entronamiento del
absolutismo y que se hacía preciso restablecer o, si acaso, renovar. El
liberalismo, lejos de ser una innovación ajena a la tradición nacional
española, formaba parte de su esencia. Liberalismo y nacionalismo, liberalismo
y aceptación de la historia, lejos de ser términos opuestos, eran términos
inseparables. No había ni que romper con la historia, ni mirar fuera de España
para edificar el Estado Constitucional, bastaba con «restablecer» el pasado
liberal.
Ahora
bien, tal muestra de historicismo doceañista por parte del progresismo, además
de ser aislada, probablemente era poco sincera. Se trataba de una exhumación
del historicismo nacionalista obligada por la exhumación del historicismo
jovellanista por parte de los hombres que habían elaborado el Estatuto Real.
Frente al historicismo de los moderados, con el que pretendían justificar un
sistema constitucional profundamente conservador y de estrechos márgenes, los
progresistas respondieron con el historicismo nacionalista al modo gaditano,
muy particularmente, como acabamos de ver, para reivindicar algo que al
Estatuto Real faltaba: una declaración de Derechos.
Buena
prueba de cuanto se acaba de decir es que en 1837, cuando los progresistas
tuvieron en sus manos el proceso constitucional, desapareció por su parte el
alegato histórico, el intento de fundamentar en la historia -en una supuesta
historia- el nuevo Estado Constitucional. También en este aspecto el contraste
con el liberalismo doceañista no puede ser mayor.
Para
el progresismo de 1837 el historicismo nacionalista resulta algo pasado de
moda, además de innecesario como aglutinante o como revestimiento ideológico,
tal como había ocurrido en Cádiz. Allí, como hemos visto, había sido necesario
ocultar las medidas innovadoras, revestirlas de un ropaje tradicional, ante las
acusaciones de «francesismo», por parte de los Diputados realistas. Ahora tal
cosa no acontece. Los campos están perfectamente delimitados: a un lado, los que
se presentan como defensores de la tradición, los carlistas; al otro, los
defensores del liberalismo. Los primeros, desde 1834, están abiertamente en
contra de los segundos, y los segundos abiertamente en contra de los primeros.
Las Cortes no son ya lugar de forzado encuentro. En 1837, se cita sin rebozo el
ejemplo extranjero como ejemplo a seguir, importando un ardite su mayor o menor
raigambre histórica y nacional. El progresismo, en 1837, sustituye la búsqueda
de precedentes históricos, el prurito de lo añejo, por una mentalidad
constitucional cosmopolita, por un pragmatismo histórico. Los ejemplos útiles
proceden del derecho extranjero: el constitucionalismo inglés, el francés de
1830 y el belga de 1831.
La
teoría constitucional del progresismo tuvo su reflejo en la Constitución de
1837, aunque, en realidad, este texto presenta un marcado carácter
transaccional. Un carácter que se percibe, en primer lugar, en la amalgama de
principios, unos progresistas y otros moderados, que en este texto se estampan.
Se recogen, así, premisas de inequívoca impronta progresista, como el dogma de
soberanía nacional, la libertad de imprenta sin previa censura, el Instituto de
Jurado y el de la Milicia Nacional, las amplias facultades de las Cortes en
orden a la sucesión de la Corona, así como la índole electiva de Ayuntamientos
y Diputaciones Provinciales. Pero al lado de estas premisas se insertan otras
consustanciales al ideario moderado, como la flexibilidad constitucional, el
bicameralismo, el sistema electoral directo y, sobre todo, el reforzamiento de
los poderes de la Corona, en detrimento de la autonomía de las Cortes: su
Diputación Permanente, en efecto, se suprime y, en cambio, al Rey se le concede
la facultad de convocar y disolver el Parlamento así como la de suprimir y
cerrar las sesiones y la de nombrar al Presidente y Vicepresidente del Senado.
Pero, muy especialmente, al Monarca se le otorga la iniciativa y la sanción de
las leyes, lo que lleva aparejado la posibilidad de interponer su veto de forma
absoluta y no, como la Constitución de Cádiz disponía, de forma meramente
suspensiva.
Pero
en la Constitución de 1837 no se trató solamente de incorporar principios de
ambas canteras doctrinales. Estos principios, además, se consignaron
sensiblemente atenuados, en una deliberada búsqueda de conciliación doctrinal.
Ahí
se encuentra el segundo aspecto que confiere a este texto un inequívoco
carácter transaccional. De este modo, aunque se recoja el dogma de soberanía
nacional, tal dogma se excluye del articulado para pasar a formar parte del
Preámbulo, como ya queda dicho, y muy particularmente sin que se consagre una
de sus más importantes consecuencias: la creación de un órgano parlamentario
especial que, sin la intervención de la Corona, se ocupe de modificar el texto
constitucional. Esta curiosa mixtura de soberanía nacional y flexibilidad,
incoherente en el piano de los principios, confiere al Código de 1837 una
notable singularidad en nuestra historia constitucional. En los demás textos
habidos desde 1812, el dogma de soberanía nacional conduce a la rigidez, de
igual manera que la flexibilidad se fundamenta en el dogma moderado de la
«soberanía compartida » de las Cortes con el Rey.
Por
otro lado, la composición del Senado traslucía también el espíritu sincrético
que animó a los constituyentes de 1837 al cambiar el sistema electivo con la
designación regia: se elegían tres senadores por provincia y, entre esta terna,
el Rey nombraba uno.
Igualmente
la convocatoria regia de las Cortes no incluye la convocatoria automática de
las mismas, sino que ambos principios, de dispar procedencia doctrinal, se
consignan a la vez en el texto de 1837.
Este
ánimo dulcificado se manifiesta en lo tocante a las relaciones entre el Estado
y la Iglesia. El artículo 11 de la Constitución no consagra la libertad de
cultos, pero tampoco sanciona la tesis moderada (que recogía la Constitución
del doce) de la confesionalidad religiosa. Este vidrioso asunto se despacha con
una redacción huidiza y ambigua, no exenta de habilidad, que se limita a afirmar
literalmente: «La Nación se obliga a mantener el culto y los ministros de la
Religión Católica que profesan los españoles».
Pero
además, y por último, el carácter transaccional del Código que nos ocupa se
refuerza por un tercer aspecto, a saber: el abanico de posibilidades que esta
Constitución permitía para que, sin salirse de lo constitucionalmente lícito,
se diseñasen órdenes políticas fundamentales.
Esta
elasticidad era consecuencia de las numerosas remisiones al legislador
ordinario, con la finalidad de que éste legislase a su saber sobre aspectos
capitales de la organización estatal. Así acontece con materias tan importantes
como la libertad de imprenta, la Ley Electoral, la organización del Jurado, de
la Milicia Nacional, de los Ayuntamientos y Diputaciones y del Poder Judicial.
La Constitución sólo se ocupa de reseñar las bases mínimas -muy mínimas- que
habrían de presidir el ulterior desarrollo normativo. Ello permitía que las
futuras mayorías parlamentarias, según su color político, regulasen estas
materias en un sentido progresista o en un sentido moderado.
El
carácter transaccional de la Constitución de 1837 era, en parte, fruto de un
pacto político entre las dos tendencias liberales más importantes de la época,
la progresista y la moderada, deseosas de construir una legalidad fundamental
válida para ambas. Este pacto político tuvo su reflejo en el propio seno de la
Comisión encargada de redactar el texto de 1837. Salustiano de Olozaga,
secretario de esta Comisión y el más brillante y activo portavoz de los
progresistas, desempeñó un papel de primer orden en este pacto, al igual que,
fuera del Parlamento y por parte moderada, lo desempeñó Andrés Borrego,
director a la sazón del influyente periódico «El Correo Nacional». La finalidad
de este pacto era bien clara: sustituir la Constitución de 1812, restaurada
tras los acontecimientos de La Granja, por un Código fundamental, con el que
ambas tendencias se sintiesen identificados.
En
este pacto político influyó sobremanera la guerra carlista. Esta guerra había
contribuido indirectamente a la caída del Estatuto Real y a la proclamación de
la Constitución de Cádiz. El Estatuto carecía del suficiente atractivo para
galvanizar a los progresistas. Pero la Constitución de Cádiz no suscitaba ya
tampoco las simpatías del sector mayoritario del progresismo y concitaba, desde
luego, las antipatías de los moderados. Vencer a los carlistas requería una
bandera común, que ninguna de estas dos Constituciones podía simbolizar. Las
Cortes de 1837 pretendieron precisamente arriar esta bandera, cuya necesidad
iría creciendo a lo largo de la legislatura. Había graves razones para ello.
Preciso es tener en cuenta que en los mismos días en que las Cortes se hallaban
engolfadas en el debate constitucional, los partidarios de Don Carlos habían
llegado hasta las puertas de Madrid. Era, pues, menester acelerar la
elaboración del nuevo Código y hacer de él un punto de unión para todos los
liberales, con el objeto de insuflar nuevas energías a la lucha contra el
temido enemigo absolutista.
Pero
este pacto, además, venía favorecido, y quizá coaccionado por la presión
internacional. La Constitución de 1812 no había contado con la simpatía de los
gobiernos extranjeros en ninguna de las tres épocas en que estuvo vigente. Su
proclamación, en agosto de 1836, provocó honda preocupación y recelo, cuando no
franca hostilidad, en las naciones de la Cuádruple Alianza en la que España
estaba integrada desde 1834. Pero el apoyo de esta Alianza, y muy especialmente
el de Francia e Inglaterra, era de vital importancia para los liberales
españoles y para el trono de Isabel II, ya que sólo mediante él se podía
contrarrestar la ayuda que las potencias absolutistas -y entre ellas el
Vaticano- prestaban a los carlistas. Por fuerza los gobiernos liberales miraban
con buenos ojos la sustitución del Código de 1812 por otro menos democrático,
más conservador y más acorde con las Constituciones de sus respectivos países,
y que fuese capaz de aglutinar a las fuerzas liberales más representativas.
La
guerra carlista y la presión internacional forzaron, pues, un pacto político,
que en buena medida explica el carácter transaccional de la Constitución de
1837. Este carácter puede definirse como el intento -bastante logrado- de crear
una legalidad fundamental que equidistase tanto de la Constitución de Cádiz
como del Estatuto Real. Desde este punto de vista, la Constitución de 1837
puede considerarse como una vía media, como una síntesis de aquellos dos
textos, carentes de suficiente fuerza integradora: el uno por demasiado
avanzado, el otro por demasiado comedido.
Ahora
bien, la transacción constitucional de 1837 no se debía exclusivamente a un
pacto político entre progresistas y moderados, esto es, a un conjunto de
concesiones mutuas realizadas con el ánimo de establecer unas reglas de juego
comunes, capaces de derrotar al carlismo, atraer a la Europa liberal y, en
definitiva, consolidar el nuevo Estado Constitucional. Tanto o más que a este
pacto, el acuerdo de 1837 respondía a la confluencia doctrinal entre estas dos
corrientes liberales. Fenómeno que, si no ha pasado inadvertido, ha sido mucho
menos subrayado.
Esta
confluencia doctrinal -como hemos visto ya- había ido cimentándose
paralelamente al paulatino distanciamiento que se observó desde 1814 a 1837,
entre la mayoría de los liberales españoles respecto de la Constitución de
Cádiz. Es más: esta confluencia doctrinal consistía precisamente en el común
despegue de esta Constitución por parte de las dos tendencias liberales
españolas, la moderada y la progresista, que se van perfilando durante estos
años. Pese a sus diferencias, una y otra tendencia coinciden en el rechazo a la
Constitución de Cádiz como instrumento válido de gobierno, al igual que
concuerdan en la defensa de un conjunto de premisas básicas, radicalmente
distintas de las que inspiraban al texto de 1812.
La
transacción constitucional de 1837 no fue, pues, tan solo fruto de una voluntad
política de concordia, más o menos circunstancial, sino también consecuencia de
una notable confluencia doctrinal, que ya presentaba nítidos contornos antes de
estallar la guerra carlista. Esta guerra, así como el subsiguiente pacto
político que ella indujo, sirvió, en rigor, de acicate y catalizador de la
transacción constitucional entre progresistas y moderados. Pero esta
transacción, auspiciada también por la presión internacional, se llevó a cabo
sobre un terreno convenientemente abonado, merced a la afinidad que existía
entre estas dos corrientes sobre determinados y decisivos puntos programáticos.
Es decir, obedecía a razones más profundas y menos coyunturales.
4. La Reforma Constitucional de 1845 y la Consolidación del
Liberalismo Doctrinario
La
Constitución de 1837, en virtud de su carácter transaccional, nació con una
inequívoca vocación integradora. Podría haber sido por ello una Constitución
longeva. Pero la reforma constitucional de 1845 truncó las esperanzas de
concordia y estabilidad que la transacción constitucional de 1837 había abierto
y reinició con más bríos la tortuosa evolución del constitucionalismo español.
En
realidad, esta reforma no fue sino la culminación de las desavenencias que se
observan entre progresistas y moderados a partir de 1840. Hasta esa fecha se
mantiene todavía un cierto consenso entre ambas tendencias por mor de la guerra
carlista y por las expectativas de enriquecimiento rápido que la
desamortización había abierto. Los exiliados moderados, que se habían refugiado
en Francia, Inglaterra y Gibraltar a causa de la sublevación de La Granja,
retornan y en su inmensa mayoría aceptan la nueva legalidad fundamental. Pero a
partir de 1840, finalizada ya la guerra civil, este consenso se rompe. La Ley
de Ayuntamientos de 1840, la Regencia de Espartero, el Levantamiento de 1843,
el vergonzoso affaire Olózaga, que tan mal parada dejó a
la Corona, son jalones del disenso entre progresistas y moderados, que remata
con la sustitución del texto constitucional de 1837 por el de 1845.
Desde
luego, el fracaso de la Constitución de 1837 no puede ser achacado tan sólo, ni
siquiera fundamentalmente, a la cortedad de miras de los moderados en 1845.
Sería una explicación fácil y, quizá por ello falsa. Este fracaso, como el de
cualquier Constitución obedecía a causas más hondas y complejas. En rigor, era
consecuencia de la debilidad del Estado liberal español y de sus fuerzas
políticas más representativas, fruto a su vez de graves defectos estructurales
de la sociedad española, cuyo origen se remontaba a muchos siglos atrás. En
buena medida, el fracaso de esta Constitución, como antes la del Estatuto y el
del Código gaditano, era resultado de la ausencia de una amplia base social que
viese ligados sus intereses al nuevo régimen de libertades. La operación
desamortizadora, impulsada por los mismos autores de la Constitución de 1837,
no contribuyó precisamente, como es sobradamente conocido, a tal objeto, sin
cuya realización cualquier sistema constitucional es no más un capitel clavado
en tierra movediza.
Ahora
bien, siendo cierto cuanto se acaba de decir, no lo es menos la responsabilidad
histórica de los moderados al cambiar la Constitución de 1837, redactada con
generosidad y buena fe, por la de 1.845, sectaria en grado sumo. Hasta un grupo
de Diputados moderados, el «puritano», encabezado por Pacheco, criticó con
fuerza, aunque sin éxito, la mudanza Constitucional de 1845, señalando, con
lucidez, el peligro que este precedente tan poco edificante podía representar
en el futuro.
En
las Cortes de 1845 está presente la plana mayor del partido moderado, que
monopolizó prácticamente todo el debate constitucional. Un debate que por
momentos alcanzó una altura intelectual considerable, mucho mayor, desde luego,
que el de las Cortes de 1837. Allí coincidieron, entre otros, Martínez de la
Rosa, Alcalá Galiano, Pidal, Posada Herrera, Isturiz, el mencionado Pacheco y
Donoso Cortés, que fue nombrado Secretario de la Comisión Constitucional.
En
estas Cortes se aquilatan las dos ideas básicas y distintivas de la teoría
constitucional moderada: la doctrina de la «Constitución histórica» y la tesis
de la «soberanía compartida» entre el Rey y las Cortes. Dos ideas que, de una
forma mucho más explícita que en el Estatuto Real, se recogían en el Preámbulo
de la Constitución de 1845: «...Siendo nuestra voluntad (la de la Reina, Doña
Isabel II) y la de las Cortes del Reino regularizar y poner en consonancia con
las necesidades actuales del Estado los antiguos fueros y libertades de estos
Reinos... hemos venido, en unión y de acuerdo con las Cortes actualmente
reunidas, en decretar y sancionar la siguiente...».
En
estas dos ideas se condensaban las fuentes doctrinales más significativas de la
teoría constitucional moderada (muchos más ricos y con más matices que la
progresista): el utilitarismo de Bentham, el eclecticismo de Cousin y de los doctrinarios, el
sociologismo de Comte y el historicismo romántico y conservador de Burke y Savigny. Unas fuentes doctrinales que, en buena
medida, incluso a veces ante literam, formaban parte de la teoría
constitucional del pensador español más influyente en los moderados:
Jovellanos, cuyas ideas habían defendido en las Cortes de Cádiz algunos
Diputados realistas, como Cañedo, y fuera de estas Cortes no pocos
afrancesados. Un fenómeno nada extraño si se tiene en cuenta que el Partido
Moderado se nutriría de hombres que procedían del carlismo más templado, del
antiguo grupo afrancesado y de muchos liberales que habían atemperado sus ideas
con el transcurso del tiempo, como Martínez de la Rosa, Istúriz y Alcalá
Galiano.
De
las doctrinas de la «constitución histórica» y de la «soberanía compartida» se
desprendían importantísimas consecuencias en estas Cortes y plasmaron, en gran
parte, en el texto de 1845.
Ambas
doctrinas implicaban renuncias a la idea misma de poder constituyente y aceptar
tan sólo la posibilidad de la reforma constitucional, concebida como mera
actualización de las leyes fundamentales de la Monarquía o Constitución
histórica de España. Una actualización que debía correr a cargo del órgano
legislativo ordinario, esto es, de las Cortes con el Monarca, cerrándose el
paso a toda distinción jurídico formal entre leyes constitucionales y leyes
ordinarias y liquidándose el concepto racional normativo de Constitución que el
liberalismo español había defendido en Cádiz. En realidad, las doctrinas de la
Constitución histórica y de la soberanía compartida llevaban a admitir la
existencia de dos constituciones, la material o histórica y la formal, el
documento constitucional elaborado de consumo por las Cortes con el Rey,
considerado posterior e inferior a la Constitución material o histórica.
Pero,
además, las dos doctrinas que estamos examinando afectaban también a la
concepción y a la organización de los poderes constituidos del Estado. En
general suponían un robustecimiento muy grande de las atribuciones de la
Corona, en detrimento de las Cortes e incluso del Gobierno, como consecuencia
de la teoría de la «doble confianza», fundamento de la teoría parlamentaria del
moderantismo.
Algunos
de estos principios se recogían ya en la Constitución de 1845; otros, en normas
de menor rango (político, no jurídico) o bien en convenciones y simples usos.
En lo que concierne al texto constitucional de 1845, en él se recogía el
ideario del partido moderado con exclusión de cualquier otro: el dogma de
soberanía nacional, como hemos dicho, se sustituyó por el postulado de la
«soberanía compartida»; se consagraba la confesionalidad religiosa de forma
terminante; la composición del Senado se modificó, acentuándose su naturaleza
conservadora; las facultades de la Corona se engrandecieron todavía más; el
Jurado y la Milicia Nacional se suprimían, así como la índole electiva de los
Ayuntamientos. La simbiosis doctrinal, el ánimo conciliador y la elasticidad a la
hora de configurar el orden político fundamental, desaparecían. La Constitución
de 1845 se limitaba, así, a plasmar el programa de un partido político con una
escasísima visión de Estado.
Pero
lo que ante todo interesa subrayar es que la reforma constitucional de 1845
supuso el fin de nuevo rumbo que el liberalismo español había emprendido casi
al poco de derogarse por primera vez el código gaditano. Y supuso también el
definitivo abandono de los principios esenciales de la Constitución de Cádiz.
La distancia entre este código y el de 1845 era ciertamente muy grande. En
adelante, el recuerdo de la Constitución de Cádiz fue para progresistas y
moderados un recuerdo incómodo.
Cierto
que los progresistas intentaron volver a los principios doceañistas, renegando
de la transacción constitucional de 1837. En buena parte, aunque no en toda
ella, lo consiguieron en la non nata Constitución de 1856. No
obstante, esta marcha atrás resultó tardía para ellos. La teoría constitucional
doceañista la recuperó ante todo una nueva corriente: la democrática, que se
convirtió, a partir de la segunda mitad del siglo, en la auténtica alternativa
a la Monarquía doctrinaria durante la época de Isabel II, primero, y de buena
parte de la Restauración Alfonsina, después.
III.- El liberalismo democrático y la Constitución de Cádiz
No
todos los liberales españoles, efectivamente, aceptaron el abandono de las
premisas radicales ni sufrieron la conversión conservadora que sufrió el
liberalismo mayoritario. Las mismas causas que habían propiciado un giro a la
derecha en la mayoría de los liberales, habían llevado a una minoría de ellos a
defender e incluso a radicalizar la teoría constitucional del liberalismo
doceañista. Para estos liberales, la Constitución de Cádiz siguió siendo
durante bastante tiempo una alternativa válida a la Monarquía constitucional
isabelina y aun cuando esto dejó de ser así, más o menos al doblar la pasada
centuria su primera mitad, seguirían viendo en ella un símbolo imperecedero,
cuyo espíritu y buena parte de su letra resultaban todavía plenamente vigentes.
1. El desarrollo del liberalismo democrático
Para
esta minoría de liberales, la experiencia del Trienio había puesto de
manifiesto la animadversión de las clases privilegiadas hacia el Estado
Constitucional, así como la escasa confianza que al liberalismo podía merecer
la Corona, encarnada en un Rey que por dos veces, en 1814 y en 1823, había
encabezado la reacción contra el nuevo orden de cosas que la Constitución de
1812 establecía. Durante el Trienio, los intentos de reformar la Constitución
de Cádiz se vieron contrarrestados por los esfuerzos de este grupo radical,
partidario a toda costa de conservarla. Los «exaltados», tal como en aquella
época eran conocidos, querían mantener viva la llama del liberalismo gaditano,
frente a los intentos que muchos liberales y casi todos los afrancesados
hicieron por apagarla. La mayor parte de los «exaltados» se limitaron a
sostener los mismos principios y el mismo programa que en Cádiz habían
defendido los Diputados liberales. Hubo otros que incluso deseaban democratizar
estos principios y este programa, en muchos casos con una buena dosis de
demagogia y provocación fatal. Así ocurría, por ejemplo, con hombres como
Moreno Guerra, Romero Alpuente y Díez Morales o con no pocos miembros de algunas
Sociedades Patrióticas, como las de los Cafés de Lorencini, San
Sebastián y La Fontana de Oro o, en fin, con algunos periódicos como «El Robespierre Español»,
«El Conciso» y «El Zurriago». Algunos destacados prohombres de la época, como
Álvaro Flórez Estrada y Riego -auténtico héroe nacional- estaban muy próximos
al ideario político y constitucional que posteriormente harían suyo los
demócratas. Téngase presente que durante este período se defendieron en las
Cortes y en diversos escritos dos derechos capitales para el ideario
democrático: los de reunión y asociación, que la Constitución de Cádiz no había
recogido. No obstante, la defensa de esta Constitución siguió aglutinando
durante todo el Trienio al liberalismo más radical. Los intentos de
modificarla, al proceder de las tendencias más templadas del liberalismo y por
supuesto de otras escasamente liberales, incitaron a la izquierda liberal a
cerrar filas en torno a ella y no a propugnar una reforma más avanzada de la
misma.
Los
dos exilios, particularmente el segundo, más largo y fecundo, habían
radicalizado las posturas de estos liberales, no sólo por su enemistad
creciente hacia el Rey -fácil de trasladarse a la Monarquía misma-, sino
también por la influencia que habían recibido de diversas corrientes democráticas
europeas, algunas de un marcado signo republicano, federal y socialista.
Durante los años veinte y treinta, en efecto, y tanto en el extranjero como en
España, tras la muerte de Fernando VII, se acusa el impacto en ciertos sectores
minoritarios del liberalismo español de autores como Fourier, Bouchez, Blanc, Cabet, Owen, Enfantin, Considerant, Pierre
Leroux, Lamennais y,
más tarde, Proudhon y Krause. Radicalismo democrático, republicanismo
federal, socialismo utópico, cristianismo social y hegelianismo, fueron así
corrientes decisivas en la formación doctrinal del primer movimiento
democrático español. Un movimiento que, como en Europa, no hizo sino en gran
parte rehabilitar los tan denostados principios de la Revolución francesa,
dando de nuevo a conocer a autores mayoritariamente execrados por el
liberalismo bien pensante, como Rousseau, Sieyès, Condorcet y Payne. En España la rehabilitación de estos
principios se ligará -no sin razón, como veremos- con el espíritu liberal de
las Cortes de Cádiz y con su fruto más preciado: la Constitución de 1812.
Ciertamente,
muchas de las ideas de los autores que acabamos de citar rebasaban con creces
lo dispuesto en esta Constitución. De hecho durante el segundo exilio algunos
liberales españoles defendieron por escrito unos principios políticos que eran
mucho más avanzados que los que el código doceañista recogía. Así ocurría, por
ejemplo, con las «Cartas de un americano sobre las ventajas de los gobiernos
republicanos federales», publicado en Londres, en 1826, y que Vicente Llorens
atribuyó a José Canga Argüelles. La misma organización del Estado se
preconizaba también en las «Bases de una Constitución o principios
fundamentales de un sistema republicano», escritas par Ramón Xaudaró i Fàbregas, y que salieron a la luz en Limôges, en 1832. Ninguna de estas obras ni otras
del mismo cariz tuvieron, sin embargo, demasiada influencia. El liberalismo
español más radical siguió siendo fiel a la Constitución de 1812, máximo
símbolo de oposición a la Monarquía absolutista de Fernando VII.
Muerto
este Monarca y restaurado el Estado Constitucional, la guerra carlista que
asoló España durante los años treinta del pasado siglo en vez de incitar a
estos liberales extremos a pactos y componendas, exacerbó sus ánimos y enconó sus
convicciones. La presión internacional que se desató contra la Constitución de
1812 por parte de Francia e Inglaterra, así como por las potencias
reaccionarias, tanto en 1836 como en 1820, había acentuado, asimismo, la
veneración de estos liberales por este texto, expresión señera, a su juicio, de
la libertad y de la independencia nacional, del liberalismo auténtico y del
patriotismo.
Estos
liberales también querían adaptar la estructura constitucional de España a su
estructura económica y social. No era puro verbalismo revolucionario e
idealista lo que se ocultaba tras su recalcitrante fidelidad al espíritu del
doce. Pero querían que tal adaptación -imprescindible tras los fracasos del 14
y del 23- discurriese por un camino ligeramente distinto al que propugnaban los
moderados e incluso los progresistas. Estos liberales de izquierda, muchos de
los cuales se consideraban ya asimismo demócratas, deseaban llevar hasta sus
últimas consecuencias las transformaciones económicas, sociales y políticas del
Antiguo Régimen en una dirección claramente radical. De ahí que apoyasen el
restablecimiento no sólo de la Constitución de 1812, sino también de gran parte
de la legislación que las Cortes de Cádiz, primero, y las del Trienio, después,
habían aprobado. De ahí también que rechazasen la operación desamortizadora
emprendida por el progresista Mendizábal en 1837 y se adhiriesen a los
argumentos que en su contra había sustentado Álvaro Flórez Estrada. La teoría
constitucional de los liberales demócratas, fiel en lo esencial a los esquemas
gaditanos, era, así, perfectamente coherente con su estrategia social. Una y
otra se encaminaban a desalojar de los órganos del Estado Constitucional a los
grupos sociales del Antiguo Régimen (Iglesia, Nobleza, altos cuerpos de la Administración
y del Ejército) en beneficio de ciertas capas de la burguesía y de las clases
populares del campo y de la ciudad (artesanos, menestrales y el incipiente
proletariado industrial). Una finalidad que requería, además de una nueva
orientación de la política desamortizadora; la implantación de un sistema
constitucional que, como el de Cádiz, concediese el derecho de sufragio a
amplios sectores de la población, no contemplase la existencia de una Cámara
Alta, conservadora por definición, y limitase grandemente los poderes de la
Corona, aliada natural de las fuerzas sociales más regresivas y refractarias al
cambio.
La
crítica del liberalismo democrático a la Monarquía isabelina se dirigía, de
este modo, tanto contra la arquitectura constitucional de esta Monarquía como
contra su política social y económica. Tal crítica ponía en evidencia el
desfase que existía en España entre la ideología liberal mayoritaria y la
realidad social. Los moderados y los progresistas, efectivamente, habían traído
de los exilios nuevas ideas, pero con ellas, desde luego, no habían traído las
estructuras sociales y económicas en las que esas ideas descansaban. La España
de 1833 era la misma, económica y socialmente, que la de 1808. Incluso, los
casi veinte años de absolutismo, interrumpidos tan sólo por el Trienio, había
supuesto un retroceso en el desarrollo económico y social respecto del período
final del siglo XVIII: la devastadora guerra de la Independencia, la pérdida de
la mayor parte de América, la bancarrota de la Hacienda, la censura y la
represión, situaban a España, desde el punto de vista de las transformaciones
económicas y sociales, por debajo de la situación anterior a la invasión
napoleónica. Ello significaba que el atraso de España en relación a Europa (y
Europa en aquel entonces era sobre todo Francia e Inglaterra) era mayor todavía
que el que existía en 1808. De ahí que el cambio ideológico que se produjo en
el seno del liberalismo mayoritario entre 1814 y 1833 no se correspondía con el
cambio económico y social de España, sino más bien con el de Francia e
Inglaterra. La guerra carlista acentuaría más aún el atraso de España respecto
de Europa. Y la Desamortización, como es bien conocido, no conseguiría
desplazar a las clases del antiguo régimen en beneficio de las clases sociales
más decididamente liberales, como había ocurrido en Inglaterra y en Francia,
aunque por métodos muy distintos.
Por
todo ello, los demócratas no participaban de la tesis, sustentada por
progresistas y moderados, de que era preciso acompasar la teoría y la realidad
constitucional de España con «la marcha del siglo», abandonando las ideas
constitucionales doceañistas y el modelo gaditano. Los demócratas españoles,
por el contrario, entendían que lo que podía ser conveniente para otros países
más avanzados «en la carrera de la libertad», podía no serlo para España,
habida cuenta del atraso de su economía y de su sociedad. Entendían que en vez
de conservar viejos intereses había que crear otros nuevos; que en vez de
llevar una política defensiva era preciso llevar acabo otra ofensiva; que en
lugar de rebajar las exigencias políticas, económicas y sociales para acercar
las fuerzas del Antiguo Régimen al Estado Constitucional, era necesario
mantener, y radicalizar incluso, el programa diseñado en las Cortes de Cádiz.
Los demócratas defendían, por consiguiente, una estrategia social que se basaba
en la alianza entre los sectores burgueses más avanzados y las clases
populares, y que se dirigía no sólo contra los intereses económicos de la
Iglesia (como preconizaban los progresistas y, de forma más vergonzante, los
moderados), sino también contra los de la Aristocracia terrateniente. Única
alianza, a su juicio, que podía conferir estabilidad a unas instituciones
verdaderamente liberales, tras los fracasos de las Cortes de Cádiz y del
Trienio (en las que, en realidad, algunos «exaltados» ya defendieron esta
estrategia social).
En
las Cortes del Estatuto Real se hace ya patente la existencia de algunos
Diputados que superan por la izquierda las tesis oficiales del Partido
Progresista. Así ocurría con Luis Antonio Pizarro, Conde de las Navas, y con
Miguel Luis Septien, anciano ya, ex-Diputado de las Cortes del Trienio y
conspirador exaltado durante la «década ominosa». Las esperanzas de estos
liberales extremos se cifran en ese momento en el restablecimiento de la
Constitución de 1812, aunque con un carácter definitivo, y no provisional,
como, según hemos visto, pretendía el grueso del progresismo. Estos dos
Diputados defendieron en estas Cortes el sufragio Universal (para los varones),
recurriendo par a ello a la teoría del Electorado-Derecho, esto es, a la tesis,
inaceptable tanto para moderados como para progresistas, de que el formar parte
del electorado activo y pasivo (que el elegir y ser elegido) no era una
«función», sino un «derecho natural», inaugurando así una tesis central del
constitucionalismo democrático posterior.
Pero
es en las Cortes de 1837 en donde se hicieron más evidentes las diferencias
entre la mayoría del Partido Progresista y una minoría, inserta aún en este
partido, afín al ideario gaditano. Se trataba, como hemos dicho ya, de los
«doceañistas». Esta minoría se mostró partidaria de conservar a ultranza la
Constitución de Cádiz, manifestando muy pronto su desencanto ante la sustitución
de este código por la Constitución transaccional de 1837. Fermín Caballero,
Gorosarri, García Blanco, Montoya, Sosa, por citar tan sólo a los más
destacados, sostenían que la mayoría progresista había traicionado la voluntad
nacional que se había expresado en el movimiento revolucionario de julio y
agosto de 1836. A su juicio -desde luego muy difícil de compartir- la voluntad
mayoritaria de la nación deseaba tan sólo modificar en puntos muy accidentales
la Constitución de 1812, pero no su sustitución por una nueva y más
conservadora.
En
estas Cortes, Sosa y Gorosarri volvieron a defender el sufragio universal
directo, haciendo suya la tesis del electorado derecho y mostrando su radical
disconformidad con la idea de considerar a la propiedad el criterio decisivo
para otorgar la capacidad electoral activa y pasiva y, en definitiva, el
derecho de participación política.
Los
«doceañistas» alzaron también su voz para oponerse a la implantación de una
segunda Cámara, defendiendo el modelo unicameral gaditano. A juicio de estos
Diputados, como a juicio más tarde de los demócratas, la articulación del
Senado no serviría más que para proteger los intereses conservadores de la
sociedad y, por tanto, para detener o atenuar las necesarias reformas de la
misma. Al igual que en Cádiz, el recelo hacia la Corona e incluso hacia la
Monarquía se hizo evidente en todas las intervenciones de los «doceañistas» en
las Cortes de 1837. Estos Diputados exigieron que se mantuviese la primacía de
las Cortes sobre la Corona en los términos prescritos en la Constitución de
Cádiz. Una Constitución que Pascual llegó a considerar «como un monumento ante
el cual han doblado la frente los Monarcas». En realidad, la diferencia más
importante entre los «doceañistas», de un lado, y los progresistas y los
moderados, de otro, en punto a la posición constitucional de la Corona y a la
Monarquía misma, estribaba en que aquellos, a diferencia de éstos, consideraban
difícilmente compatible esta institución con la articulación del Estado
Constitucional. Dicho con los términos que ellos mismos utilizaban, entendían
que no era fácil conciliar la Monarquía con los intereses populares, la
autoridad que la Corona encarnaba con la libertad que el pueblo demandaba. Ya
no se trataba, pues, de contraponer el principio de soberanía nacional con el
de soberanía de los reyes por derecho divino, como hacían los progresistas, ni
tampoco la Monarquía absoluta con la Constitucional, como hacían los moderados,
sino más bien la Monarquía, tout court, con el Estado Constitucional.
Naturalmente, desde este planteamiento, que tan directamente afectaba al nervio
de la concepción constitucional, doctrinaria, sólo cabía postular dos cosas: o
bien mantener las relaciones Corona-Cortes tal como estaban reguladas en la
Constitución de Cádiz, o bien tratar de encarrilar el Estado Constitucional por
una senda republicana. Los «doceañistas» en 1837 se conformaron con lo primero,
los demócratas defenderían, años más tarde, lo segundo. Para estos últimos (o
para buena parte de ellos, pues algunos siguieron defendiendo la viabilidad de
una Monarquía democrática, que a la postre se recogería en la Constitución de
1869) la dificultad de conciliar la Monarquía y el Estado Constitucional
liberal-democrático era, en realidad, una verdadera imposibilidad en España.
En
las Cortes de 1837 los «doceañistas» sostuvieron también que la proclamación
del principio de soberanía nacional debía seguir haciéndose en los mismos
términos que en la Constitución de Cádiz y con las mismas consecuencias que de
ésta expresamente se extraían en lo relativo a la reforma constitucional. La
idea de Constitución como norma jurídica superior elaborada solemnemente por
unas Cortes constituyentes sin participación de la Corona, fue así una idea
enérgicamente recuperada por los doceañistas, como más tarde por los
demócratas, en contra del criterio de moderados y progresistas, partidarios de
la «flexibilidad constitucional» y, por tanto, de la desvirtuación de la idea
de Constitución como norma jurídica formalmente superior a todas las demás del
ordenamiento.
A
partir de la transacción constitucional de 1837, y tras el fracaso de las tesis
radicales, fue anidando en los sectores extremos del liberalismo español la
idea de formar un partido democrático revitalizador del espíritu doceañista,
pero ya no tanto deseando el restablecimiento de la Constitución de Cádiz como
la proclamación de otra más radical inspirada en algunos de sus principios. No
obstante, todavía durante la Regencia de Espartero algunos grupos democráticos
e incluso republicanos cifraban sus esperanzas en el restablecimiento de la
Constitución de 1812. Así ocurría, por ejemplo, con el «Centro Directivo
Republicano» de Barcelona, aunque su objetivo final fuese la instauración de la
República Federal. En una circular de esta agrupación, fechada en 1842, y que
Eiras Roel recoge en su libro sobre el Partido Democrático Español, se
testimoniaba la fidelidad al texto doceañista con estas palabras: «La
Constitución de 1812 es la más conforme con los principios republicanos, y con
unas Cortes verdaderamente democráticas puede hacer la felicidad de este
desgraciado país».
En
su «Historia del Reinado del Ultimo Borbón», Fernando Garrido, uno de los
primeros republicanos y socialistas españoles, sostendría que «hasta 1836, la
Constitución democrática de 1812 había servido de bandera al partido
revolucionario; los republicanos de aquellos tiempos creían que bien
practicada, era aquella una verdadera Constitución democrática, en la cual el
Rey no representaba más papel que el del primer magistrado de la nación. Pero
la reforma llevada a cabo por las Cortes Constituyentes progresistas en dicho
año, por lo cual quedó convertida en una Constitución doctrinaria, hizo que los
progresistas dignos de este nombre enarbolasen la bandera republicana...». Unas
palabras que deben matizarse, pues ni todos «los progresistas dignos de este
nombre» (esto es, los demócratas) se hicieron republicanos (ni mucho menos
socialistas) ni, como acabamos de ver, algunos progresistas que se hicieron
republicanos dejaron de exigir, al menos durante el trienio esparterista, el
restablecimiento de la Constitución gaditana.
En
todo caso, lo que ahora imparta señalar es que en los elogios a la Constitución
de 1812 y en la consiguiente crítica a la de 1837, coincidirían todos los
demócratas españoles del pasado siglo, fuesen demócratas puros, republicanos
federales o socialistas. Así, por ejemplo, M. Baralt y N. Fernández Cuesta, en
un examen del programa del Partido Democrático Español, constituido en 1849,
sostendrían que tal programa contenía «con pocas variaciones... los mismos
principios que fueron proclamados en las Cortes Constituyentes de Cádiz y en
las ordinarias de 1820». También Nicolás María Rivero, en su artículo «La
legitimidad del Partido Democrático Español», publicado en «La Discusión», el
15 de octubre de 1858, insistiría en «arrancar la legitimidad del Partido
Democrático Español de esta fidelidad al espíritu doceañista». Y, en fin Blasco
Ibáñez y Pi i Margall, en su «Historia de la Revolución Española», vincularán
el nacimiento del movimiento democrático español a la aceptación, en 1837, por
parte de los progresistas del «nocivo doctrinarismo francés» y al olvido de los
«principios democráticos de 1812».
Ciertamente,
a partir de los años cincuenta y sesenta ya no se exigirá el restablecimiento
de la Constitución de Cádiz, sino la aprobación de un texto más radical y
verdaderamente democrático. Un objetivo que no se consiguió del todo durante el
Bienio progresista y sí, en cambio, tras la Revolución de 1868, que en buena
medida fue obra de los demócratas, cuyos principios plasmaron en la
Constitución de 1869 y en el Proyecto Constitucional de 1873. Ahora bien,
todavía en las Cortes Constituyentes del Bienio y en las de 1869 los demócratas
seguirían rindiendo homenaje a la Constitución de 1812 y denostando a la de
1837. Mientras la primera se vinculaba al patriotismo y a la democracia, la
segunda se tacharía de extranjerizante y doctrinaria, de «copia desautorizada
de los doctrinarios franceses», como afirmó Gil Sanz en las Cortes de 1855, o
de puro «pasteleo» entre progresistas y moderados, como sostuvo en las Cortes
de 1869 José María de Orense y Milá de Aragón, Marqués de Albayda y Grande de
España, destacadísimo dirigente del liberalismo democrático de los años
cincuenta y sesenta.
2. La
Constitución de Cádiz como mito democrático
Se
comprende, ciertamente, esta admiración de los demócratas españoles del pasado
siglo por el liberalismo doceañista y por la Constitución de Cádiz. El
liberalismo doceañista no había sido, desde luego, un liberalismo democrático.
Había sido, sí, un liberalismo radical. Denominación que tiene su pleno sentido
si se compara a este liberalismo con el liberalismo doctrinario posterior, no
sólo con el moderado, sino también con el progresista. Los liberales de Cádiz
pueden considerarse, salvadas todas las distancias, como los liberales
franceses del 91, pero en modo alguno con los del 93. En la Asamblea gaditana
se repitieron, con mayor o menor originalidad, las tesis que habían triunfado
en Francia en el año 91, como las de Sieyès y Barnave, pero no las de Robespierre, Saint-Just y Pétion de Villeneuve.
En las Cortes de Cádiz no hubo un grupo democrático, como sí lo hubo en la
Francia revolucionaria, en donde este grupo llegó a hacer triunfar sus
principios en la Constitución de 1793, sensiblemente distinta a la de 1791, en
vigor hasta la reacción thermidoriana de 1795. Fecha en la cual retomaron el
poder los girondinos, liberales radicales pero no demócratas, que anularon las
tesis jacobinas del 93, que no volverían a triunfar hasta febrero de 1848.
Es
más: en las Cortes de Cádiz los liberales rechazaron la democracia de forma
expresa y, en este caso, además, de forma sincera, y no de manera fingida y
calculada, como en tantos otros. La democracia se identificaba en aquellas
Cortes con tres modelos que no resultaban gratos para nadie: con las
democracias directas de los antiguos, con los excesos de la Convención francesa
y con el federalismo republicano de los «Estados Unidos Angloamericanos». A
juicio de los liberales doceañistas, los ejemplos de las polis griegas
y de la Roma republicana resultaban impracticables y opuestos al sistema
representativo que defendían; el régimen de guillotina y terror les repugnaba
profundamente; en cuanto al modelo norteamericano, les parecía tan lejano
ideológica como geográficamente. Así, pues, la democracia no les interesaba en
modo alguno.
La
Constitución de Cádiz, en consecuencia, mal pudo haber sido una Constitución
democrática. Y no lo fue, en efecto, aunque los demócratas españoles del pasado
siglo se empeñasen en mantener lo contrario, coincidiendo en ello -por opuestas
razones, claro es- con los reaccionarios, que no veían o no querían ver en los
graves liberales de Cádiz más que a una ululante caterva de jacobinos que se
habían limitado a recitar las consignas del «Contrato Social». Pero el hecho
indiscutible es que esta Constitución consagraba una «Monarquía moderada», en
la que se concedía a la Corona importantísimas atribuciones en el orden
ejecutivo; no reconocía un sufragio directo ni auténticamente universal al
excluir, no sólo a las mujeres de toda clase y condición, cosa común al
constitucionalismo español del XIX, sino también a los sirvientes domésticos;
no garantizaba tampoco los derechos de reunión y de asociación,
indisolublemente ligados a los principios democráticos de participación y
pluralismo. Esta Constitución, además, si bien permitía una autonomía en el
ámbito municipal, consagraba un Estado fuertemente centralizado, que reforzaba
las tendencias administrativas centrípetas que, tanto en la Península como en
América, había iniciado la Monarquía borbónica desde la entronización de Felipe
V. Por último, pero no lo menos importante, la Constitución de Cádiz mantenía
la confesionalidad del Estado y la intolerancia religiosa, lo que estaba muy
lejos de satisfacer incluso al liberalismo más tibio, pero desde luego mucho menos
a las aspiraciones democráticas de a confesionalidad y libertad de cultos, que
se consagrarían más tarde en las constituciones de 1869 y 1873.
A
pesar de lo dicho, tanto el liberalismo doceañista como la Constitución de
Cádiz era lógico que ejerciesen un gran atractivo en los demócratas españoles
del siglo XIX. El liberalismo doceañista, si bien no democrático, había sido
-repitámoslo una vez más- un liberalismo radical, consecuencia tanto de su
filiación doctrinal como de la circunstancia histórica en que hubo de
expresarse. El influjo decisivo del iusnaturalismo racionalista y del
pensamiento constitucional francés, así como el levantamiento popular contra la
invasión napoleónica y el propio desarrollo de la guerra, habían conferido al
liberalismo doceañista un neto carácter revolucionario. Un carácter que estaba
más en el fondo que en la forma, en las medidas que los liberales adoptaron que
en las argumentaciones que dieron en apoyo de las mismas. Dicho de otro modo:
se había tratado de un liberalismo revolucionario sin los excesos verbales del
francés, sin gratuitas provocaciones, incluso con muchas ocultaciones y
encubrimientos, pero a la postre objetivamente revolucionario. Era un
liberalismo radical no sólo por su carácter primerizo, sino porque había
sustentado con firmeza el noble afán emancipatorio consustancial a los orígenes
del liberalismo europeo, que moderados y progresistas, contagiados por el
liberalismo conservador de la Europa postnapoleónica, habían desvirtuado en
gran parte. El liberalismo doceañista, como luego el democrático, respondía a
las aspiraciones, no por vagas menos sentidas y eficaces, de libertad
individual, igualdad política y racionalidad a la hora de organizar el Estado y
la sociedad. Era comprensible, pues, que los demócratas sintiesen por el
liberalismo doceañista alta estima y admiración, y no tanto por lo que había
sido cuanto por lo que, a partir de él, podía ser, porque el carácter radical
de este liberalismo hacía de él un liberalismo abierto, de ahí que, aun no siendo
democrático, podía fácilmente democratizarse sin que sus principios rechinasen.
En
segundo término, el liberalismo doceañista se había caracterizado por un
impulso ético, generoso e idealista, que contemplaba al hombre desde una
actitud filantrópica, según la mejor herencia ilustrada, como algo más que un
simple sujeto u objeto del desarrollo económico, subrayando su dimensión moral
e incluso religiosa y su derecho a acceder a la cultura y a una rica y plena
vida espiritual. Un planteamiento muy distante del liberalismo pragmático,
«posesivo» e insolidario que sustentarían más tarde progresistas y moderados, y
muy próximo al que caracterizó al liberalismo democrático, en general, y al
español en particular. Un liberalismo este último que partía, más incluso que
el doceañista, de unos supuestos intensamente moralizantes, éticos e incluso
utópicos. Ello no supuso, sin embargo, el abandono de los criterios utilitarios
de Bentham, pero sí la interpretación sub specie moralitatis del utilitarismo, como en Inglaterra habían hecho no pocos
de los «radicales filosóficos» y entre ellos J. S. Smill, cuyo liberalismo humanista tanto se
asemeja al de los demócratas españoles del pasado siglo. Este contenido ético y
moral del liberalismo democrático español constituyó una nota común a todas sus
tendencias internas y alentó las experiencias revolucionarias de 1854 y 1868.
No se olvide que fue en el sexenio cuando, engarzando con el más noble legado
doceañista, las Cortes Constituyentes abolieron la esclavitud y la pena de
muerte en todos los dominios españoles; acometieron la reforma penitenciaria,
iniciada en Cádiz, y la mejora de las condiciones de vida de la clase
trabajadora, así como la promoción sociocultural, no todavía política, de la
mujer. Esta dimensión humanista del liberalismo democrático obedecía, además de
a la influencia de la ilustración y del liberalismo doceañista, al influjo de
las corrientes democráticas europeas que cristalizaron en la Revolución del 48,
principalmente del socialismo utópico y, acaso sobre todo, del cristianismo
social de Lanmenais. Un autor que, ya desde que Larra lo
tradujo e introdujo en España, ejerció una enorme influencia en buena parte de
los demócratas del pasado siglo, como Ayguals de Izco, José Ordaz Avecilla,
Sixto Cámara, Fernando Garrido, Roque Barcia y Castelar.
En
tercer lugar, el liberalismo doceañista había sabido estar a la altura de unas
circunstancias históricas sobremanera difíciles e incluso dramáticas, con un
coraje y un aplomo que contrastaba con la pacatería y la timidez que, no sin
razón, los demócratas achacaban al liberalismo progresista y moderado, propenso
en extremo a las componendas y a las medias tintas, a los pactos y a las
concesiones, que acabaron vaciando el potencial transformador del movimiento
liberal español. El liberalismo doceañista no sólo había defendido la libertad
frente a los «serviles», sino también frente al yugo francés. Era, pues, un
liberalismo que por fuerza tenía que suscitar una enorme simpatía a los
demócratas que, además de demócratas, o quizá por serlo, eran también unos
liberales profundamente románticos en su mayoría. Para ellos, y no les faltaba
razón, las Cortes de Cádiz, sobre ser la cuna de la libertad y de la democracia
españolas, habían llevado a cabo una extraordinaria gesta romántica. En medio
de los cañonazos enemigos, en la punta de España, unos cuantos hombres se
habían empeñado en representar la voluntad de una nación alzada en armas contra
el gigante de Europa, apelando a unas tradiciones medievales que se perdían en
la noche de los tiempos y a las proezas heroicas de los Comuneros de Castilla.
David contra Goliat. Una expresión más del quijotismo español. Los liberales
luchando, dentro de las Cortes, contra los Torquemada y la canalla clerical; y,
fuera de ellas, contra el mayor ejército de Europa. Puro romanticismo, puro
idealismo, acendrada expresión de una lucha denodada del deseo contra la
realidad, que a los demócratas españoles, acaso más por románticos que por
demócratas, no podía más que arrebatar.
La
Constitución de Cádiz, asimismo, pese a su tosquedad técnica y a sus tachas e
insuficiencias, había sido fruto de un levantamiento popular juntista y no de
una concesión de la Corona, ni siquiera de un pacto con ella. Respondía sin
paliativos al principio de soberanía nacional y no al de soberanía compartida,
que se había plasmado en los textos de 1834, 1845, 1876 y, de forma implícita,
en el de 1837. En virtud de ella, sólo unas Cortes Constituyentes, sin acuerdo
alguno con el Monarca y sin necesidad de respetar ningún principio ni institución
decantada por la historia, podían dar o reformar la norma jurídica básica del
Estado. Era, pues, una Constitución que se oponía también de forma radical a la
idea antidemocrática de la Constitución «histórica»; «tradicional» o «interna»
de España, a través de la cual, desde Jovellanos a Cánovas del Castillo, se
otorgó la primacía a la voluntad de España sobre la voluntad de los españoles,
a la historia sobre la razón, al pasado sobre el futuro, a la inercia sobre el
progreso.
Además,
y como consecuencia de ello, en la Constitución de Cádiz las Cortes se situaban
en el centro de la organización política. Su convocatoria era automática y en
medio de los períodos de sesiones ocupaba sus funciones una Diputación
Permanente. Al Rey se le negaba una participación decisiva en el orden
legislativo y se le excluía de la reforma constitucional, con lo cual en buena
medida se le excluía también de la función de gobierno o de dirección de la
política. La estructura de las Cortes era unicameral y en ellas no se confería
a los estamentos privilegiados del Antiguo Régimen ninguna representación
especial. El sufragio, pese a ser indirecta y no enteramente universal, era muy
amplio. La organización de la Justicia se había establecido según el modelo
judicialista inglés, mucho más progresista, a juicio de los demócratas, que el
que, arrancando de Francia, se iría imponiendo en el constitucionalismo
posterior. La organización del Estado, pese a ser muy centralizada, respetaba
al menos la autonomía municipal.
Era,
pues, también perfectamente comprensible que a los demócratas esta Constitución
les pareciese adecuada para llevar a cabo las profundas transformaciones
que-ellos deseaban sin que fuesen paralizadas por la Corona, el Senado y, en
definitiva, por las fuerzas sociales regresivas. Del mismo modo que no es
difícil comprender que, abandonada la tentativa de restablecerla, sus
principios básicos siguiesen suscitándoles una completa adhesión.
IV.- Fracaso y vigencia del constitucionalismo doceañista.
(Conclusión)
La
Constitución de Cádiz, por tanto, no sólo tuvo una escasa vigencia jurídica en
nuestra historia constitucional (apenas seis años), sino también una muy débil
incidencia en el liberalismo español mayoritario durante todo el siglo XIX, que
casi al poco de nacer le fue dando la espalda, como hemos ido viendo. Desde el
Estatuto Real hasta la Constitución de 1876, el Estado español se vertebraría a
partir de unos principios distintos, cuando no opuestos, a los que la
Constitución de Cádiz había recogido. Unos principios que, en parte por un
encomiable afán conciliador y en parte por un excesivo entreguismo, los
progresistas abandonaron en 1837. Una fecha decisiva en nuestra historia, no ya
porque entonces se emprendió la operación desamortizadora, sino porque la
Constitución de ese año delimitaría el modelo constitucional español del siglo
XIX.
En
realidad, mucha mayor influencia que la Constitución de Cádiz la tuvo otro
texto constitucional anterior a ella, que muchos historiadores de nuestro
constitucionalismo, confundiendo quizá sus deseos con la realidad, tratan de
orillar. Nos referimos al Estatuto de Bayona de 1808. En este texto, bastante
más breve que el de Cádiz y de origen menos noble, de corta vigencia en el
tiempo y en el espacio, se encuentran, aunque algunos in nuce, los
principios que informarían al constitucionalismo español hegemónico durante
todo el siglo XIX: la soberanía compartida entre el Rey y las Cortes; la
Constitución histórica de España; la Corona como eje y nervio del Estado; la
mixtificación de la representación nacional mediante un Senado que no sirvió
más que para perpetuar la representación corporativa estamental; la
centralización administrativa según el patrón francés; la confesionalidad e
intolerancia religiosas, que puso los cimientos del nefasto
nacional-catolicismo posterior. Unos principios a los que se iría añadiendo, a
medida que el sistema constitucional se fue desarrollando a lo largo de la
pasada centuria, la tergiversación del parlamentarismo mediante la doctrina de
la «doble confianza», que en la práctica contribuyó no pocas veces a que
recayese en la Corona, cuando no en su camarilla, el peso de la orientación
política del Estado. Súmese a ello los escasos márgenes de participación
política debido a la pervivencia de un sufragio electoral muy restringido,
salvo breves paréntesis, y la práctica constante, desde el origen mismo del
sistema constitucional, del caciquismo y de la corrupción electoral. El cuadro
resultante no puede calificarse de muy aleccionador y ciertamente muy distinto
al que los patriotas liberales habían soñado en Cádiz para su amada España.
Sin
embargo, como también hemos visto, el liberalismo doceañista y la Constitución
de Cádiz no dejaron de tener influencia, e influencia notable, en el
liberalismo democrático. Un liberalismo que, si bien fracasó en líneas
generales durante el siglo XIX, alumbró el modelo constitucional de 1869, esto
es, el más próximo, junto al de 1931, al que en la actualidad establece la
Constitución de 1978. En realidad, estos tres textos constitucionales pueden
considerarse continuadores del de 1812. Y ello, muy particularmente, al
consagrar todos ellos lo que puede calificarse de primado de la positividad, es
decir, la supremacía de un orden constitucional emanado libremente de la
voluntad colectiva, como máxima expresión y garantía de un Estado Democrático
de Derecho. Esta supremacía de la Constitución, concebida como auténtica norma
jurídica, superior a todas las demás y capaz de modificar su contenido según la
propia colectividad decida, representa, además, la aportación más importante
del constitucionalismo doceañista. Y la más duradera, pues hoy en día sigue
siendo tan válida como hace ciento setenta y cinco años.
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