Averroes
Abu-l-Walid Muhammad Ibn Rusd
"al hafid"
ابو الوليد محمد ابن احمد ابن محمد ابن رشد
9 de
Safar del Año de la Hégira 595
- 10 de Diciembre de 1198 -
https://www.cordoba24.info/html/averroes.html
Ignacio González Orozco
Introducción
La crítica coincide en afirmar que Averroes fue el más
importante de los filósofos musulmanes de la Edad Media. El consenso de los
expertos resulta significativo, pero aún más elocuentes son los elogios que
dedicaron al sabio cordobés, a pesar de que no profesaran su misma fe, los
grandes pensadores cristianos medievales, quienes acudieron a él para dar un
sentido religioso a la filosofía aristotélica, vista como el canon formal
perfecto para trenzar una explicación consistente del mundo. En los escritos de
esos pensadores, si Aristóteles era «el Filósofo» por antonomasia, Averroes fue
llamado «el Comentarista», y tal apelativo incluía la connotación de maestro en
el arte de entender unos textos no siempre diáfanos, que a menudo se prestaban
a la discrepancia interpretativa. Por ello resulta injusto que el griego, sin
menosprecio de sus méritos, figure como gran inspirador de tres centurias de la
filosofía occidental (siglos XIII-XVI) sin que se atienda debidamente a la
significación histórica e intelectual del andalusí. El cual, por cierto, no fue
una rara avis de la cultura musulmana de su época, sino la
cima de una brillante tradición especulativa que ya había tenido ilustres
predecesores en la revisión del pensamiento aristotélico; el mérito de Averroes
consistió en superarlos a todos en hondura conceptual.
El propósito declarado del sabio cordobés fue mostrar que
la filosofía y la religión no son dos caminos paralelos y, por ello, jamás
confluentes, que planteen a la inteligencia humana el reto de enfrentarse a dos
versiones igualmente bien fundadas de la realidad. Para Averroes, razón y fe
conducían a la misma verdad; de hecho, el camino es el mismo, pero cambia el
vehículo, el lenguaje, puesto que la expresión filosófica solo es apta para los
versados en la materia, mientras que el texto que transmite la revelación (el
Corán, libro sagrado de los musulmanes), pensado para su aprovechamiento por
toda clase de mentes, había sido compuesto en un estilo mucho más sencillo,
rayano en la oralidad. A este mensaje de síntesis consagró su vida, y para
sustentarlo con argumentos fundados desplegó una actividad inusitada en
distintos campos del saber.
Esa intención básica de Averroes, la de
mostrar la coincidencia final entre fe y razón, religión y filosofía, fue
pionera de una aspiración compartida por otros muchos pensadores y simples
creyentes de buena fe —de entonces y de hoy, y de esta o de aquella religión—
para los cuales no era ni es posible renunciar a una visión de la realidad
tamizada por los avances de las ciencias y la técnica, con las subsiguientes
repercusiones en los terrenos de la vida social y la moral individual. El
andalusí demostró que una creencia sincera no tiene por qué despreciar los instrumentos
racionales de que está dotado el ser humano, pues rechazarlos sería despreciar
a la divinidad que voluntariamente otorgó a la especie esos atributos
intelectuales. Por tanto, cae en el absurdo quien reniega de los conocimientos
provistos por el entendimiento y la razón, aunque obliguen a meditar sobre la
fe y a realizar un continuado esfuerzo de clarificación y depuración de la
misma.
Frente a las interpretaciones oscurantistas
de la religión (las ha habido en todas las épocas y en todos los credos), el
filósofo cordobés encumbró la razón humana como fuente de conocimiento y vía de
corroboración final del mensaje revelado. Por supuesto, esta posición no fue
del agrado de muchos dirigentes espirituales y seculares de su tiempo, en un
régimen —el califato almohade— que había nacido precisamente para asegurar la
pureza de una interpretación integrista del islam. Así que Averroes sufrió
incomprensión, interpretaciones capciosas, acusaciones de ateísmo e incluso la
persecución física, que le supuso el destierro. Por suerte, su prestigio era
tan elevado que a nadie se le ocurrió la posibilidad de entregarlo al verdugo
(no tuvieron tanta suerte otros sabios a lo largo de la historia, como Miguel
Servet o Giordano Bruno, ambos ejecutados en la hoguera en el siglo XVI).
Quizá fuera lo más significativo de ese
trabajo de anuencia entre los dos caminos de la verdad, la ciencia (filosofía)
y la Ley (religión), que Averroes asumiera el esfuerzo por amor a las creencias
de sus mayores. He ahí el verdadero sentido de su labor: la adaptación práctica
de la doctrina aristotélica a la idiosincrasia y las necesidades de una
sociedad eminentemente religiosa.
En la realización de esa tarea, el cordobés
dejó constancia de unos principios morales que muchos admirarán: sed de saber
insaciable, desapego por los honores mundanos y modelo de responsabilidad
civil. Su figura representa el ejemplo de una interpretación desapasionada y,
sobre todo, libre de prejuicios del islam. Por ejemplo, con un mensaje de
defensa de los derechos y las capacidades intelectuales de la mujer que
sonrojaría a los actuales defensores del patriarcalismo (musulmanes o no
musulmanes). Su obra representa un ejemplo de respeto y aprecio por la estirpe
humana, cabalmente demostrado tanto en el desempeño de cargos públicos como en
la fruición con que asumió el estudio de todas las ciencias por las que se
interesó su espíritu sediento de conocimientos.
También se ha hablado del Averroes
«tolerante», aunque este punto sí requiere alguna aclaración. Desde luego,
nunca tuvo reparo en acercarse a otras tradiciones culturales ni se le conocen
escritos —y no fueron pocas las páginas que legó a la posteridad— en los que
atacara a ninguna creencia. Pero sí defendió la guerra santa, del mismo modo
que los reinos cristianos del norte de la península Ibérica pidieron al Papa la
declaración de cruzada para sus campañas de expansión territorial. Creía en la
bondad de un régimen político inspirado por los principios del islam y estaba
dispuesto a defenderlo, aunque siempre desde un estricto rigor ético, tanto en
paz como en la guerra.
Junto a las virtudes del personaje, no pueden
olvidarse, por supuesto, los méritos puramente filosóficos de Averroes. Su
significación para la historia del pensamiento occidental es incuestionable.
Aristóteles entró en las universidades europeas de la Baja Edad Media de la
mano —o más propiamente, de la letra— del sabio cordobés, gracias a las
traducciones al latín de sus numerosos comentarios a las obras del filósofo
griego. Alberto Magno, Tomás de Aquino (aun siendo su crítico) y Marsilio de
Padua son tres brillantes ejemplos de filósofos cristianos medievales que
basaron su reflexión en la obra del cordobés, y Giordano Bruno y Giovanni Pico
della Mirandola testificaron el resurgir de sus ideas durante el Renacimiento.
Aparte de la filosofía, Averroes cultivó las
ciencias de la naturaleza, la astronomía, la medicina y la jurisprudencia (esta
última le venía de familia). Por eso resulta imposible hacerse cargo de su
personalidad ni de su pensamiento sin contemplar esta diversidad de intereses y
experiencias, que será asunto del primer capítulo del presente libro. Donde se
tratarán también sus antecedentes familiares (un linaje más respetado por los
servicios prestados al Estado que por la enjundia de su sangre), así como las
numerosas influencias que recibió del pensamiento árabe precedente, brillante
en su diversidad y por el número de ilustres autores (Avempace, Ibn Hazm, Ibn
Tufayl, Avicena…). Averroes revolucionó el panorama intelectual de su tiempo
con la generalización de la filosofía aristotélica, más aferrada a la realidad
material que el pensamiento platónico, predominante hasta entonces.
En el estudio de las ciencias recién citadas,
Averroes siguió un método empirista, basado en la observación atenta de los
fenómenos, heredado como se ha dicho de Aristóteles. A su interpretación está
dedicado el segundo capítulo, donde se plantea la doctrina de los dos caminos
hacia la sola —que no doble— verdad, el de la ciencia y el de la religión.
Referida a estas cuestiones, no deja de ser interesante la ordenación de las
ciencias que propuso el sabio andalusí, al indicar que los hallazgos de la
física sustentaban los principios metafísicos, puesto que otorgaba a la
experimentación del mundo material la capacidad de acceder a la verdad objetiva
del ser.
A continuación, en el capítulo tercero, estas
páginas pasarán revista a la propuesta ética de Averroes. La cual, a partir de
fundamentos teológicos, resolvió el problema del mal afirmando que fue creado
por Dios porque a la postre redunda en mayores beneficios que dolor. Al mismo
tiempo defendió la condición libre del ser humano, al considerar que este puede
elegir, a la hora de obrar, entre las motivaciones externas y los prescritos
divinos, que permiten que la voluntad supere cualquier condicionamiento. Y por
supuesto, en la consolidación de las virtudes éticas tiene una función
destacada la educación, que el sabio cordobés entendió como un proceso de
estimulación de las facultades racionales, con ejercicios de gradual
complejidad que se complementarían con el cuidado de la formación física, un
aspecto en el que sorprende de nuevo por su modernidad.
La política de Averroes, asunto tratado en el
capítulo cuarto, reincide en su condición de creyente sincero, pero representa
también la faceta más conservadora de su pensamiento, ya que admite la tutela
intelectual de la Ley (religiosa) sobre la ley positiva. Siguiendo a
Aristóteles, el andalusí reconocía que el ser humano es un animal político,
puesto que su medio natural es la sociedad, y establecía la organización
estatal como necesaria (aunque no sin controles), por considerar que se trata
del mejor instrumento para alcanzar el doble fin de la supervivencia y el
perfeccionamiento de la humanidad. Y anticipándose a ilustres autores de la
cristiandad, el sabio cordobés asumió también el reto de describir al príncipe
ideal. La tarea, sin embargo, resultó menos compleja de lo que en un principio
parecería, puesto que lo caracterizó con el cúmulo de las virtudes que la
religión establece. Por último, este capítulo se cerrará con una revisión de la
huella dejada por Averroes sobre la posterior filosofía medieval y
renacentista, donde se muestra qué perduró de su pensamiento en las obras de
los autores cristianos —sobre todo, de los miembros de la escolástica— y en qué
aspectos fue corregido, por ser más difíciles de amoldar a la doctrina oficial
de la Iglesia.
En suma, Averroes fue un personaje impactante
para su época, célebre por igual entre las clases populares, los intelectuales
y las altas esferas del poder almohade, a tenor de la eminencia de su
pensamiento y por la brillantez con que lo puso en práctica en el desempeño de
sus cargos. Por supuesto, nunca en la historia se dan estos casos como ejemplos
de excepcionalidad: el hombre y su obra fueron producto de una sociedad, la
andalusí, que había alcanzado un destacado nivel de progreso material,
acompañado por los avances de las artes, las ciencias y las letras. En tal
sentido, Averroes fue punta de lanza intelectual de las virtudes de aquel
colectivo humano donde también anidaban males como el fanatismo religioso y la
corrupción política, factores de desestabilización a los que se sumaba la
inquietud suscitada por los avances militares de los reinos cristianos del norte
de la península Ibérica. El sabio cordobés contribuyó a engrandecer los méritos
de al-Ándalus, además de combatir sus vicios, y lo hizo cálamo en mano (el arma
de los filósofos), legando páginas y páginas que aún tienen capacidad para
mover a la reflexión a las conciencias contemporáneas.
Capítulo I
La unidad de las ciencias
Averroes cultivó variopintas disciplinas,
entre ellas la jurisprudencia, la astronomía y la medicina, además de la
filosofía. Para él, todas las ciencias debían regirse por la lógica
aristotélica como medio para alcanzar conclusiones veraces, por lo que antepuso
siempre la investigación a la tradición.
Averroes —adaptación abreviada latina del patronímico árabe Abū
al-Walīd'Muhammad ibn Ahmad ibn Muhammad ibn Rušd— nació en la ciudad de
Córdoba el 14 de abril de 1126. Valga decir que ese año del calendario
cristiano coincide con el 520 de la cronología musulmana, cuya fecha
fundacional es la hégira (en árabe, migración), o viaje del profeta Mahoma y
sus seguidores entre las ciudades de La Meca —donde sus enemigos querían
asesinarlo— y Medina. Este desplazamiento tuvo lugar en el año 622 de nuestra
era.
Un mes antes del natalicio del filósofo, la familia se cubrió de
luto por la muerte de su abuelo paterno, un célebre jurisconsulto de quien
Averroes tomó el nombre. En árabe, Ibn Rushd significa «hijo de la rectitud» (o
«de la sensatez»), un apelativo que se avenía bien con la profesión de su padre
y su abuelo, expertos ambos en la ley islámica.
Aunque profesara el islam (quizá desde el siglo IX), lo más
probable es que la familia Banu Rushd fuera de origen hispanorromano. De hecho,
la mayoría de la población andalusí compartía esa procedencia étnica, mientras
que los individuos de origen árabe o beréber formaban sendas minorías, aunque bien
relacionadas con los órganos del poder político y la cúpula militar. Los árabes
solían mantener la memoria de la tribu a la que pertenecieron sus antepasados
llegados a al-Ándalus, y ninguno de los Banu Rushd pretendió nunca poseer
semejantes ancestros. Años más tarde, cuando las ideas de Averroes se
deslizaron hacia la herejía, hubo quien intentó descalificarlo atribuyéndole un
origen judío, al sugerir que su apellido podía proceder del hebreo Benaros
(«hijo del campesino»), un nombre común entre los judíos marroquíes, pero los
historiadores no han dado crédito a tales rumores.
Los Banu Rushd no ingresaron en la escena pública andalusí hasta
la segunda mitad del siglo XI, cuando destacó la labor intelectual de Ahmad,
bisabuelo de Averroes, quien había nacido en Córdoba en 1058. A partir de
entonces, la familia cosecharía el respeto y la admiración de sus conciudadanos
por espacio de cuatro generaciones más.
Tiempos turbulentos en al-Ándalus
La conquista musulmana de la península Ibérica se inició en el año
711, con el desembarco en Gibraltar de los legendarios caudillos Tarik y Muza.
No menos legendaria fue la batalla de Guadalete, que debió de librarse cerca de
las marismas de Cádiz, donde el ejército expedicionario derrotó
estrepitosamente a las tropas del último rey visigodo, don Rodrigo. A partir de
ese hecho de armas, la ocupación del territorio peninsular fue rápida y poco
disputada para los agarenos, que en 732 cruzaron los Pirineos para proseguir
con su conquista en las antiguas Galias. Ese mismo año, la derrota de Poitiers
ante las tropas del franco Carlos Martel supuso el final de la expansión
musulmana en el oeste de Europa. Los casi ocho siglos que permaneció en la
península Ibérica la cultura islámica (su último dominio, el reino de Granada, fue
rendido por los Reyes Católicos en enero de 1492) no fueron un período de
guerra continua, sino que se dieron cruentas contiendas y largos interludios de
paz; hubo décadas de tolerancia religiosa y otras de persecución; épocas de
apogeo material con ricos intercambios culturales y económicos, así como otras
caracterizadas por el empobrecimiento en ambos terrenos. Y por encima de todos
esos sucesos, la civilización islámica despuntó con brillantez sobre la
cristiana (que se benefició de ella en numerosos aspectos), debido a sus
avances en las distintas ciencias. De hecho, al-Ándalus fue durante siglos el
territorio más rico y culto no ya de la península Ibérica, sino de toda Europa.
La invasión de los devotos
En la segunda mitad del siglo XI, tras la disolución del poderoso califato de
Córdoba (756-1031), que durante casi tres siglos había mantenido unidos a todos
los musulmanes hispanos, al-Ándalus se dividió en pequeños reinos soberanos,
las taifas, que a menudo guerreaban entre sí. Tanto las tensiones internas como
la potencia militar perdida tras la desaparición de la autoridad califal habían
inclinado la balanza militar en favor de los reinos cristianos de la mitad
norte peninsular, y en especial para beneficio del más poderoso de ellos,
Castilla, que en 1085, bajo el reinado de Alfonso VI (1047-1109), conquistó la
taifa de Toledo, extendiendo sus fronteras hasta la barrera natural del río
Tajo.
Ante el empuje castellano, que parecía imparable, al-Mutamid, rey
de Sevilla más conocido por su numen poético que por sus destrezas militares,
solicitó en 1086 el auxilio militar de los almorávides, un movimiento de
santones y guerreros musulmanes, similar a las órdenes militares de la
cristiandad, que había conquistado la porción occidental del norte de África. De
etnia bereber y con una severa interpretación del islam, los almorávides
desconfiaban de la liberalidad de costumbres de al-Mutamid, de modo que
aceptaron el compromiso de ayudarle en la guerra santa pero a la par decidieron
privarle de sus dominios, al igual que acabaron haciendo con los demás
soberanos de las taifas. Bajo el poder almorávide, al-Ándalus volvió a
unificarse y de nuevo estuvo en condiciones de frenar el avance de los
cristianos norteños.
Durante la época almorávide, el abuelo y homónimo de Averroes fue
nombrado cadí (juez) de Córdoba, con
potestad para nombrar a los jueces locales, controlar sus actuaciones públicas
y, en caso necesario, proceder a la sustitución de los individuos que
desempeñaran indebidamente sus funciones. Otra de sus tareas consistía en la
jefatura de los imanes (clérigos
musulmanes encargados de dirigir la oración del viernes, y que predican en
dicha ceremonia). Aparte de estas funciones, redactó distintos memoriales sobre
sentencias jurídicas (fetuas) que sirvieron como ejemplos
jurisprudenciales para otros magistrados de su tiempo. Se sabe también que
aquilató una influencia nada desdeñable sobre la opinión pública de la ciudad
en materia de costumbres, como cuando reprendió a los hombres almorávides por
su costumbre de taparse el rostro (vieja rémora de los hábitos del desierto), a
diferencia de sus mujeres, que salían a la calle con la cara al descubierto; el
reproche desprestigió tanto a los aludidos que el pueblo llano de Córdoba
empezó a perder el respeto a la autoridad de sus gobernantes.
El hijo del viejo Averroes, Ahmad, padre del filósofo, también
ejerció como cadí en Córdoba. Aunque no gozó del renombre de su progenitor, al
parecer fue toda una autoridad en la interpretación de los hadices (dichos del profeta), material aforístico del que derivan
numerosas costumbres islámicas.
Ambos juristas (padre e hijo) pertenecían a la llamada escuela
malikí (o malikita), fundada en la ciudad árabe de Medina por Malik ibn Anas en
la segunda mitad del siglo VIII.
Los almorávides,
guerreros del islam
A finales del siglo XI, el islam se había extendido por la
práctica totalidad de Oriente Medio, el norte de África y la mayor parte de la
península Ibérica, cuyo territorio musulmán (al-Ándalus) estaba dividido en una
serie de pequeños reinos, las taifas, que se enfrentaban a la pujanza militar
de las monarquías cristianas del norte peninsular. Su debilidad fue pronto
aprovechada por los almorávides, un movimiento religioso islámico radical,
surgido de alianzas tribales de etnia bereber, cuyos líderes crearon un imperio
que abarcaba casi toda África noroccidental, desde el río Senegal (al sur)
hasta Ceuta (norte), y con capital en Marrakech. En 1086, las aguerridas tropas
almorávides cruzaron el estrecho de Gibraltar para detener el avance militar
cristiano en territorio ibérico, y resultado de esa campaña fue la ampliación
de sus dominios hasta los ríos Tajo y Ebro. Tras disolver las taifas y crear un
nuevo califato unificado, se mantuvieron en el poder hasta mediados del siglo XII,
cuando una nueva corriente integrista musulmana, la de los almohades, logró
ocupar paulatinamente todo el Imperio almorávide.
Fanáticos y combativos
No es casualidad que ambas invasiones, la almorávide y la almohade, tuvieran
como excusa la relajación de costumbres y el descuido en la observancia de los
prescritos islámicos que reinaba en una sociedad como la andalusí, la más
desarrollada de Europa a efectos culturales gracias a la edad de oro vivida
durante el califato omeya de Córdoba (929-1031), que había dado lugar a una
civilización urbana con floreciente actividad comercial e interesada por la
ciencia y la técnica. Sin embargo, las virtudes civiles de al-Ándalus no
bastaban para garantizar la seguridad de sus fronteras, que iban plegándose
hacia el sur ante el empuje bélico de los reinos cristianos. Fue la
combatividad de almorávides y almohades, sustentada en su fanatismo religioso,
lo que permitió la supervivencia del islam hispano durante los siglos XII y
XIII. Averroes vivió bajo dominio almorávide hasta los veintitrés años de edad,
y el resto de su vida en tiempos de la dominación almohade, período este en el
que alcanzó la cúspide de su fama y ocupó cargos públicos de relevancia.
Esta corriente añadía el antiguo derecho consuetudinario y las prácticas
locales a los textos jurídicos clásicos del islam (los principales son el
Corán, libro revelado por Dios al profeta Mahoma, que se ocupa de todos los
aspectos de la convivencia social, y la Sunna, los hechos y
ejemplos del profeta recogidos por sus contemporáneos). Entre sus preceptos,
los malikitas admitían que las tradiciones jurídicas fueran revocadas si se
comprobaba que influían negativamente en el bien público.
Entre Platón y Aristóteles: la filosofía andalusí
En 1126, año de nacimiento de Averroes («al-hafid», el
nieto), los Banu Rushd eran una de las familias más influyentes de su ciudad.
No hay noticia acerca de si el filósofo tuvo hermanos; tampoco se conoce el
nombre de su madre.
De su padre recibió la instrucción coránica. Más tarde estudió
leyes para seguir la carrera familiar, materia en la que destacó desde
temprano. Cuentan que nadie le aventajaba en el conocimiento de los
ordenamientos islámicos. Sin embargo, sus expectativas intelectuales iban mucho
más allá de la profesión de cadí. Averroes invirtió su juventud en el estudio
de distintas disciplinas: la medicina, que aprendió de su maestro Abengiajar
Haron de Trujillo; la teología, la literatura, la astronomía y la filosofía. En
esta última, su introductor fue Avempace (en árabe, Abū Bakr Muhammad ibn Yahya
ibn al-Sa’ig ibn Bayyah, h. 1080-1139). Este pensador, zaragozano de origen, se
situaba en la órbita intelectual de uno de los grandes filósofos de la antigua
Grecia, el macedonio Aristóteles (384-322 a. C.), si bien con influencias de
otro de los sabios griegos, Platón (427-347 a. C.), y de la tradición mística
islámica.
Entre Oriente y Occidente
En nuestra religión es cosa obligatoria el
estudio de los [filósofos] antiguos.
Doctrina decisiva
Como es sabido, la filosofía occidental tiene sus raíces en la
antigua Grecia, pero buena parte de su legado se perdió en Occidente tras la
caída del Imperio romano. Correspondió a la civilización árabe la tarea de
reintroducirlo en Europa occidental, tarea que contó con la intervención sustancial
de los sabios andalusíes.
Entre los muchos autores de la filosofía griega antigua Platón
ocupa un puesto de privilegio. Fue él quien, valiéndose de un lenguaje aún
lastrado en su léxico por el mito, estableció una epistemología (teoría del
conocimiento) desdeñosa de los sentidos, a los que atribuía un conocimiento
engañoso de la realidad, puesto que la esencia de esta correspondía a un mundo
espiritual poblado por las Ideas o Formas. Se trataba de entes reales e
individuales, aunque eternos, inmateriales e inmutables; el elenco de modelos,
en suma, del que las cosas materiales, así como de los principios éticos y
estéticos mundanos (habría ideas de la belleza, el orden, la justicia, el
bien…) no son sino una imagen degradada. Solo podía entenderse el ser de estas
Ideas —y nunca plenamente— mediante el uso de la abstracción racional, que
Platón contraponía, como ejemplo de coherencia intelectual, a la ligereza del
conocimiento basado en simples impresiones sensoriales. La doctrina de Platón
fue posteriormente reinterpretada por el neoplatonismo, surgido en Alejandría
(Egipto) en el siglo II de nuestra era. Esta corriente filosófica se
caracterizó por su perspectiva religiosa, que fue aprovechada tanto por los
pensadores cristianos como por los hebreos, a los que se sumó más tarde una
interpretación de origen islámico. Los neoplatónicos vieron en la idea
platónica del Bien la intuición de la existencia de un Dios único, y
consideraron que el resto de las ideas eran arquetipos de la mente divina, que
habían servido a esta como modelo para crear las cosas del mundo.
Muhammad ibn Mussarra (883-931), cordobés como Averroes, fue el
introductor del neoplatonismo en al-Ándalus. Sin embargo, su principal
representante andalusí se llamó Abū Muhammad 'Ali ibn Ahmad ibn Sa'īd ibn Hazm
(994-1064), autor de El collar de la paloma, obra en prosa y verso
dedicada al amor, cuya manifestación más genuina se identifica con un
sentimiento casto e intelectual que atrae a los hombres hacia la belleza y la
sabiduría.
El misticismo de Avicena
Otra gran corriente de pensamiento influyente en al-Ándalus en tiempos de
Averroes derivaba de los escritos de Abū 'Alī al-Husayn ibn 'Abd Allāh ibn
Sĩnã, conocido entre los cristianos como Avicena (h. 980-1037). Persa de
origen, fue gramático, geómetra, físico, médico, jurista y teólogo además de
filósofo, y redactó un comentario platonizante de Aristóteles, titulado La
curación. Según Avicena, el universo había emanado del Uno (Dios) como
consecuencia de su autoconocimiento, el «entendimiento agente»; solo el Uno era
necesario, y todo lo demás contingente (tan solo posible). De la inteligencia
divina emanaban a su vez diez inteligencias gradualmente menores, la última de
las cuales era el entendimiento humano, mientras que la primera en aparecer se
identificaba como el alma del mundo, que mantenía el universo animado por un
movimiento amoroso de retorno hacia su origen (el Uno). Según este
planteamiento, las almas individuales se encarnaban para cargarse de
conocimiento y retornar después a la vida eterna, junto a la fuente espiritual
de la que emanaron. Se trataba, por tanto, de un esquema cosmológico
íntimamente ligado a la tradición neoplatónica, en el que Dios no es creador de
la materia (considerada eterna por Platón y Avicena, pero también por
Aristóteles), sino organizador de las formas que esta adquiere, al estilo del
Demiurgo platónico (un genio o espíritu que creó el mundo al poner orden en el
caos de la materia no organizada). Por eso distinguió el sabio persa al Alá
(Dios) del Corán como «dador de formas».
Debido a la peculiaridad de la creación, el Dios de Avicena solo
poseía un conocimiento general del mundo (es decir, de sus principios rectores,
que habían emanado de su persona divina). Por lo tanto, no tenía conciencia de
las condiciones de los entes particulares, lo cual suponía la negación
implícita de la intervención providencial del creador tanto en las leyes de la
naturaleza como en la vida de las personas. Del mismo modo, los seres humanos
carecían de cualquier posible ligamen material o racional con la divinidad: el
éxtasis intelectual, surgido del amor a Dios, era la única vía que el alma
humana tenía para adquirir ese conocimiento en el que se cifraba el orden
universal.
A pesar de su acendrado neoplatonismo, Avicena fue también un
lector ávido de la Metafísica de Aristóteles, por lo que su
pensamiento representó el primer intento de amoldar la filosofía del Estagirita
—el filósofo griego había nacido en Estagira, ciudad de Macedonia— a la
tradición del pensamiento islámico. Eso sí, no sin algunos conflictos teóricos,
como la consideración del acto de la creación, que Avicena no atribuyó a la
libre voluntad de Dios sino a su carácter necesario (entiéndase como requisito
imprescindible de la perfección divina).
Como Aristóteles y el astrónomo alejandrino Claudio Ptolomeo (h.
100-h. 170), Avicena concibió un cosmos geocéntrico y dividido en esferas
omnicomprensivas, aunque difiriera de ellos en su número: si Aristóteles sumaba
nueve esferas, el filósofo persa aumentó la cifra hasta diez, la superior de
las cuales estaba animada en su movimiento por la inteligencia divina. Por lo
que respecta al estudio de la realidad, Avicena consideró que la lógica
aristotélica era un procedimiento necesario tanto para evitar los errores del
discurso como para obtener certezas consolidadas.
Por último, cabe señalar que entre los logros conceptuales de
Avicena figuró una idea siglos más tarde retomada por el filósofo francés René
Descartes (1596-1650) cuando buscaba unas bases certeras para asegurar la
existencia de Dios y el mundo material: el conocimiento indudable de la
existencia del yo sustancial a través del propio pensamiento (el cartesiano
«pienso, luego existo») es la primera intuición que obtiene el alma al
reflexionar.
La filosofía de Avicena no dejó indiferente a Averroes, sobre todo
porque le pareció que se trataba de una doctrina de sesgo panteísta, que
despersonalizaba a Dios. Tampoco le gustó la identificación entre conocimiento
e impulso místico. Aunque no fuera ajeno del todo al neoplatonismo, el filósofo
cordobés se inclinó por una perspectiva inmanentista, que pretendía acceder al
conocimiento de la naturaleza mediante los procedimientos de la observación y la
experimentación, secundados por la lógica formal de Aristóteles.
Otros maestros inolvidables
Los elementos teológicos y místicos del pensamiento de Ibn Hazm y de Avicena
ejercieron una gran influencia sobre todos los pensadores de su tiempo, y aun
del siglo XII, incluidos Averroes y uno de sus coetáneos más ilustres, el
murciano Abū Bakr Muhammad ibn 'Alī ibn 'Arabi (1165-1240), quien negó la
posibilidad de cualquier conocimiento racional de la divinidad y sostuvo que la
creación era expresión de los distintos atributos del creador, aunque no
existiera ninguna identidad sustancial entre la una y el otro.
Uno de los maestros directos de Averroes, el ya citado Avempace,
partió de la definición aristotélica del hombre como «animal racional» para
sostener que el más alto fin al cual podía aspirar el ser humano era la vida
contemplativa, cuyo atractivo es el puro amor al conocimiento. Esta actitud
intelectual fue considerada como propia de Dios, por lo que acercaba al sujeto
a la divinidad, cuando menos en dignidad. La mayor o menor propensión de los
individuos hacia ese estado superior daba lugar a tres categorías
antropológicas. En el escalón más bajo, la gente vulgar, inscrita en la «masa»,
que entiende nada más que de las cosas materiales. En un grado intermedio, el
hombre de ciencia, ejercitado en el empleo de la razón y capaz de inferir las
leyes generales de la naturaleza a partir de la observación de los hechos
particulares (procedimiento que se conoce como «metodología inductiva»). Y como
exponente más elevado, el sabio, alguien ajeno a los condicionamientos de la
materia, el tiempo y el espacio, que accede a la contemplación de las formas
puras o Ideas. Este sujeto debe su clarividencia a la conexión con el
«intelecto agente», una norma cósmica que hace de intermediaria entre Dios y la
razón humana material, y cuyo contacto se vive como una experiencia mística,
imposible de conceptualizar. Esta clasificación fue asimilada por la posterior
filosofía de Averroes.
Cuando Avempace hablaba de gente vulgar no destapaba ningún
prejuicio de clase, porque la zafia ignorancia denunciada en su principal
obra, El régimen del solitario, afectaba por igual a ricos y
pobres. Sin embargo, sus palabras se afilaban más cuando se refería a las
clases dominantes, avaras, viciosas y altivas, cuyo mal ejemplo cundía en toda
la sociedad, y pedía a quien quisiera escucharle que mantuviera sus deseos
fuera de todos esos desafueros. Pero había otro tipo de falsa vida que tampoco
se le escapó al maestro de Averroes: la del presuntuoso que se cree superior a
los demás por practicar el ejercicio de las ciencias y la filosofía («algunos
hombres creen que con ella se transforman en luz y suben al cielo», escribió en
la Carta del adiós). No se puede ser sabio y mundano, sentenció el
pensador andalusí; la única salida para el hombre de corazón noble es vivir en
la excentricidad con respecto a la costumbre imperante, cultivando la
reflexión.
No resulta extraño que este
retrato idealizado de Averroes aparezca en el fresco Triunfo de santo Tomás de
Aquino, pintado entre 1365 y 1368 por Andrea de Bonaluto en la capilla de los
Españoles de Florencia, puesto que el sabio cordobés introdujo el pensamiento
de Aristóteles en la Europa medieval. Sus comentarios a la obra del Estagirita
fueron meticulosamente estudiados y depurados por el Aquinate para adaptarlos a
la religión cristiana.
Avempace confiaba en que este ejemplo de conducta proliferaría en
sociedad, dando lugar a una genuina casta de sabios destinada a dirigir una
futura comunidad donde reinasen «la justicia y la salud», al estilo de los
reyes-filósofos presentados en la República de Platón.
En la misma línea neoplatónica —sobre todo por lo que respecta a
su modelo de hombre sabio— se enmarcó el pensamiento de Ibn Tufayl (de nombre
original, Abū Bakr Muhammad ibn 'Abd al-Malik ibn Muhammad ibn Tufayl al-Qaisī
al-'Andalusī, h. 1110-1185), personaje que sobresalió en los campos de la
medicina, la astronomía, las matemáticas, la poesía y la filosofía. Se le
recuerda especialmente como autor de El filósofo autodidacta, obra
que amerita el doble honor de ser la primera novela escrita en lengua árabe y,
además, la primera novela filosófica de la historia. Su lectura dejó una
profunda huella intelectual en el joven Averroes, tanto por sus ideas como por
ese ideal de sabio defendido en sus páginas y en otras debidas a los pensadores
anteriormente mencionados. Todo eso caló hondo en él. Prueba de ello es su
desprendimiento con respecto a los honores públicos, a pesar de los cargos
civiles que le tocó desempeñar a lo largo de su vida, así como el apego al
estudio continuado de las ciencias.
De todas estas influencias bebió el pensamiento filosófico y
científico del cordobés, alguien interesado siempre en la observación empírica
de los fenómenos, y que entendía la naturaleza como un todo comprensible en sí
mismo y sin necesidad de apelar a fuerzas misteriosas, en tanto que fiel a sus
propias normas rectoras. De hecho, la formación como naturalista de Averroes
aportó una decisiva base metodológica a todo su sistema filosófico, en el que
integró los conocimientos adquiridos por la vía científica. Así, el temprano
interés por la investigación de los fenómenos naturales quedó patente en
algunos escritos sobre el clima y su influencia en el cuerpo humano y animal;
la relación de las aguas y el terreno de Andalucía con la flora y fauna
regional; los textos sobre anatomía y fisiología, y las observaciones
astronómicas realizadas en Córdoba y Marrakech. Como conclusión de tales
estudios, Averroes opinaba que el clima y la zona geográfica más favorable para
la vida del hombre no eran los de Grecia —así opinaban muchos en aquel tiempo—,
sino los del sur de Andalucía.
Una nueva invasión: los almohades
Los primeros veintitrés años de la vida de Averroes transcurrieron
bajo el mandato de los almorávides. Pero el poder de estos tocaría a su fin a
mediados del siglo XII, debido a la progresiva pérdida de su unción religiosa
original, tal vez motivada por la opulencia material y el apego a las cosas
mundanas de la rica civilización andalusí. Sea como fuere, el relevo les llegó
desde el mismo lugar de donde procedían, las montañas del Atlas, escenario de
la sublevación en 1125 de Ibn Tumart, un líder visionario que alzó tras de sí a
las tribus bereberes después de haber permanecido una década en Oriente,
consagrado al estudio del Corán. Sus seguidores le reconocieron como mahdi (el «guía» enviado
por Alá para el final de los tiempos) y él, por su parte, los distinguió con el
apelativo de «unitarios» (en
español, «almohades»), es decir, defensores del monoteísmo. Ibn Tumart apenas
vivió tres años más (falleció en 1128), así que correspondió a su sucesor, el
califa Abd al-Mumin, la gesta militar de la toma de Marrakech (1147), que
supuso el fin de los almorávides africanos.
Entre tanto, no les iba mejor a los almorávides peninsulares,
puesto que los reinos cristianos habían vuelto a tomar la iniciativa militar,
derrotándolos en distintas batallas. Esta decadencia bélica animó las ansias de
poder de algunos líderes locales, que enarbolaron la bandera del misticismo
para provocar revueltas de varias ciudades (Córdoba, Málaga, Valencia, Murcia).
El fantasma del caos amenazaba con cernirse sobre las tierras de al-Ándalus en
el verano de 1147, cuando los almohades se decidieron a intervenir en la
península. Dos años después, la ciudad de Córdoba, que había mantenido un
régimen de independencia desde su revuelta contra los almorávides, hubo de
entregarse a los nuevos invasores para evitar su toma y saqueo por las tropas
del rey Alfonso VII de Castilla. Bajo el nuevo califato, se sabe que la familia
Banu Rushd mantuvo su privilegiado estatus social, y Ahmad, padre de Averroes,
su cargo como cadí. El joven estaba por entonces completamente entregado a sus
múltiples estudios, en especial los referidos a la medicina, la astronomía y la
filosofía, que concitaban todo su interés. Pero las exigencias de su condición
social y formación pronto iban a llamarlo a desempeñar altos cargos
administrativos.
En la corte califal
Averroes fue jurista, médico y astrónomo antes que filósofo. La
primera ocupación le venía de familia, pues constituía una suerte de compromiso
u obligación para con su linaje, pero pudo representar también un acicate para
su interés por Aristóteles, cuyo pensamiento fue un ejemplo de racionalidad y
rigor metodológico (atributos que el derecho reclama igualmente para sí). Por
otra parte, no menos cierto es que su maestro en medicina, Abengiajar Haron de
Trujillo, también era aficionado a la lectura del Estagirita. Y quién sabe si,
tal vez, hasta las dudas de Avicena —quien confesó haber leído decenas de veces
la Metafísica aristotélica, pero sin conseguir entenderla—
llegaron a ser un estímulo para Averroes en su camino hacia el filósofo
macedonio.
Las sobresalientes dotes de Averroes no pasaron inadvertidas para
el califa almohade Abū Ya'qūb Yūsuf ibn 'Abd al-Mū'min, más conocido como Yusuf
I (h. 1140-1184). Este gobernante, entronizado en 1163, pretendió restaurar
tanto las buenas costumbres de los andalusíes, que consideraba perdidas, como
la unción religiosa de su pueblo, que al parecer creía decaída, y para tal fin
se rodeó de hombres prudentes y honrados. Uno de ellos fue Averroes, con quien
entró en contacto en 1168, por mediación del ya citado polímata Ibn Ṭufayl, el autor de El filósofo autodidacta. En principio, parece
ser que le confió varias misiones a realizar en al-Ándalus y Marruecos. Tan
buen resultado obtuvo el monarca de esas gestiones, que al año siguiente lo
nombró cadí de Sevilla (1169), cargo en el que cosechó justa fama de
ecuanimidad y prudencia. Finalmente, en 1171 regresó Averroes a Córdoba, donde
ocupó la misma magistratura.
Maestro de jueces y benefactor de la sociedad
Para que el lector contemporáneo se haga cargo de la importancia del cargo de
cadí en la época almohade, valga decir que esta magistratura presidía la
administración de justicia, tenía rango de visir
(ministro) y reunía competencias políticas, diplomáticas, jurídicas y, por
supuesto, religiosas (entre otras, se encargaba de la dirección de la oración
del viernes, obligatoria para los varones musulmanes, en la mezquita mayor de
la ciudad). Como juez, desempeñaba la última instancia cuando al menos uno de
los litigantes era musulmán, en asuntos diversos: bienes de manos muertas,
divorcios, testamentos y otros pleitos civiles; en los casos en que fuera parte
el Estado, y en algunos delitos de orden religioso.
No contento con el ejercicio práctico del derecho, Averroes se
dispuso a teorizar sobre su profesión para ejemplo de sus colegas magistrados,
y a ese esfuerzo se debe el ensayo jurídico conocido como Bidayat (Código), compuesto
por cincuenta y siete libros. Aparte de comparar analíticamente las distintas
escuelas en que se había desglosado el fiqh (derecho islámico), tratadas con destacable rigor
conceptual y ecuanimidad, Averroes mostró en ese tratado su predilección por
las interpretaciones menos severas de la sharia (ley islámica). El conocimiento de la materia
jurídica demostrado ameritó los elogios de otro escritor cordobés, al-Šaqundī
(1231-?), quien ensalzaría a su paisano como «estrella del islam y antorcha de
la ley de Mahoma».
Por lo que respecta a los aspectos metodológicos, el estudio del
derecho de Averroes denotaba un propósito de sistematización racional, que
intentó llevar a cabo mediante la precisión de la casuística comparable entre
sí y de las circunstancias concurrentes a los diferentes casos juzgados, ya que
la jurisprudencia islámica no ofrecía una coherencia lógica evidente sobre
estos asuntos. También procuró aplicar el uso riguroso del razonamiento
inductivo, preferible una vez más a la observancia de los dictados de la
tradición.
La formación científica de Averroes dio lugar a contradicciones
frecuentes entre ideas o juicios de origen empírico y creencias arraigadas en
la idiosincrasia colectiva. Naturalista y jurista a la par, Averroes se inclinó
por la ciencia cuando entraba en conflicto con la jurisprudencia. En distintos
pasajes de sus obras dejó bien clara esta preferencia, como cuando propuso que
la fecha de inicio del mes sagrado de Ramadán, regido por el calendario lunar,
tenía que ser fijada por los astrónomos y no por los eruditos de la ley
islámica (alfaquíes), quienes, en este caso, actuaban como simples voceros de
la tradición. Otro de los motivos de fricción con los defensores más ortodoxos
de la tradición fue la defensa averroísta de las mujeres, cuyos derechos
subrayó en el contexto de la ley islámica.
De hecho, en su peculiar asimilación de la doctrina de los
intelectos de Avempace, Averroes entendió que la gente vulgar, tanto como la
esclarecida, no era necesariamente hombre ni mujer. Se trataba de una cuestión
de inteligencia individual, independiente de la clase social o del sexo. De
este modo, una mujer podía desempeñar cualquier ocupación de responsabilidad social
(incluidas las de filósofo y guerrero) si sus dotes alcanzaban para ello,
señalando que la sociedad perdía gran parte de sus potencialidades por mantener
a todas las féminas alejadas de la educación y las actividades públicas. Las
faenas propiamente femeninas —en terminología de la época— corresponderían a
las féminas de intelecto inferior. Eso sí, como hombre de su tiempo no podía
menos que pagar un peaje a la tradición en la que había crecido, y admitía que
la mayoría de las mujeres estaban peor dotadas intelectualmente que los
varones.
Llevado de su conocimiento acerca de la organización de algunas
sociedades animales, Averroes llegó a proponer normas de eugenesia que
implicaban la disolución de la familia patriarcal, para sustituirla por un
régimen de relaciones colectivas supervisado por los magistrados públicos. Las
relaciones sexuales, siempre con vistas a la procreación, deberían realizarse
entre grupos seleccionados para «preservar los buenos caracteres de los
descendientes. Todas y cada una de las mujeres engendran por estricto azar y no
debería ser permitido a nadie en la comunidad engendrar a la edad que quiera,
sino durante los años jóvenes». Esta medida se complementaba con la crianza
colectiva de los niños, al estilo de lo propuesto por Platón en la República.
Un arte empírico: la medicina
Todo el que hace afirmaciones tratando de
tomar la iniciativa e investigar puede equivocarse, más hay que agradecérselo.
Paráfrasis sobre las facultades naturales de Galeno
La coherencia lógica del gran sistema de la naturaleza —en el cual
se engarzaba igualmente el ser humano— fue el modelo intelectual de Averroes
allá donde sus responsabilidades o intereses le llevaran a reflexionar. Y una
de las ciencias que con mayor claridad mostraba el funcionamiento de ese orden,
aparte del valor de su dimensión práctica, era la medicina, disciplina que la
civilización islámica había cultivado y desarrollado con singular acierto.
Averroes también destacó por su sapiencia en esta ciencia, que definió como
«arte [técnica] que, arrancando de principios y verdades, busca la conservación
de la salud y la curación de las enfermedades». Queda así meridianamente claro
que su visión de esta materia era empírica, por lo que siempre había que buscar
las pruebas observacionales de todos los prescritos avalados por la tradición,
a fin de discernir sus causas y procesos reales.
Averroes escribió dieciséis obras de asunto médico, que versaban
sobre anatomía, patología, fisiología y diagnosis. Entre ellas cabe destacar
el Kitâb al-Kulliyyât fíl-tibb (Libro sobre las generalidades de la
medicina; Colliget, en su síntesis latina), compuesto por siete
volúmenes, que andando el tiempo se convirtió en un texto de estudio
imprescindible en las universidades europeas de la Baja Edad Media, y cuyas
enseñanzas influyeron decisivamente en la formación de la escuela médica de
Padua (Italia), fundada en torno a la figura de Pietro d’Abano (h. 1250-1318).
Los siete libros del Colliget —la denominación
más difundida de la obra— se ocupan de otras tantas materias, que son, por
orden de aparición: anatomía, fisiología, patología, «semiótica» (síntomas y
síndromes), terapéutica, higiene y medicación. Un orden de contenidos, por
cierto, heredado del Canon de medicina de Avicena (otro médico
ilustre, además de filósofo). Por una parte, la obra recopila los conocimientos
de la época en cada uno de tales apartados; por otro lado, suma a ese compendio
los frutos de las observaciones y la praxis terapéutica de Averroes, entre los
cuales figuraban el descubrimiento del principio de la vacuna (basado en la
observación de la inmunidad que disfrutaban las personas que habían superado la
viruela), la primera exposición sobre la función de la retina y los apuntes
acerca de la metástasis cancerígena o la transmigración del reuma de los brazos
a los intestinos.
El sabio cordobés también fue discípulo de Aristóteles cuando
ofició como médico. En tal sentido escribió una obra ex profeso para comparar
al Estagirita con Galeno (130-h. 200), el famoso médico griego de tiempos del
Imperio romano, y, cuando el acuerdo entre los disantos prescritos era
imposible, contradijo a este último. Así, en consonancia con la doctrina
aristotélica, consideró que el corazón era el órgano principal del cuerpo y
fuente de todas las funciones de la vida animal, a diferencia de Galeno, el
primer estudioso que situó esas facultades en el cerebro.
El defensor de los
derechos de la mujer
De candente actualidad resultan las posiciones de Averroes con
respecto al estatus social de la mujer, un tema que en pleno siglo XXI aún
exige un debate en profundidad por parte de los exégetas musulmanes.
Lejos de suscribir los hábitos discriminatorios frente a las
féminas, el cordobés defendía el derecho de la mujer a elegir marido (en
detrimento de la tradición, que confiaba esa potestad a sus parientes mayores),
a sentar las condiciones de su matrimonio (por ejemplo, exigir que el esposo no
tomara en el futuro otra cónyuge, ya que la poligamia está permitida por el
Corán a los hombres que tienen capacidad económica para mantener a más de una
mujer y a los hijos habidos de ellas) y a salir a la calle con el rostro
destapado. Aunque las interpretaciones más extremas de la religión entendían —y
entienden— esta conducta como pecaminosa, al parecer ya se daba en algunos
círculos sociales de al-Ándalus, como parece indicar la ilustración superior,
procedente de un manuscrito almohade del siglo XIII, que muestra a un corro
femenino sin velos escuchando a un tañedor de laúd.
El cielo según Averroes
El movimiento circular de las esferas no es
un accidente de su sustancia, sino que su propio ser exige ese movimiento, por
necesidad natural simple.
Comentario a De Caelo de Aristóteles
La astronomía fue otra de las disciplinas que cultivó Averroes en
paralelo a su profesión de cadí, y por cierto con idéntico provecho práctico y
no menor predicamento público. Se sabe que en 1153 viajó a Marrakech, la
capital almohade, a fin de realizar observaciones de los cuerpos celestes que
más tarde plasmaría en sus comentarios a la Metafísica de
Aristóteles.
En sus obras De
Caelo (Sobre el cielo) y Metafísica, el Estagirita
había parcelado el cosmos en esferas concéntricas, con dos regiones bien
diferenciadas: el mundo sublunar, ocupado por la Tierra —la esfera central de
todo el sistema— y formado por los cuatro elementos (aire, tierra, fuego y
agua), y el mundo supralunar, donde se hallaban la Luna y las estrellas fijas,
formado por un material más sutil y ligero, el éter. Este sistema de esferas
observaba un movimiento regular en torno a su centro (recuérdese: la Tierra).
Lo integraban en orden expansivo, desde nuestro planeta hacia su límite
exterior, la Luna, el Sol, Venus, Mercurio, Marte, Júpiter, Saturno y las demás
estrellas.
Sin embargo, el viejo sistema aristotélico estaba necesitado de
ajustes. Ante la evidencia de que el movimiento de los astros presentaba
variaciones de velocidad y dirección, Apolonio de Pérgamo (siglo III a. C.)
introdujo como modelo explicativo la noción de epiciclo, más tarde adoptada por
Hiparco de Nicea (siglo II a. C.) y Claudio Ptolomeo, ya en el siglo II de la
era cristiana. Según tales astrónomos, los planetas se movían en un círculo de
pequeñas dimensiones, el epiciclo, que a su vez giraba en torno a un círculo
mayor, el deferente. Ambos círculos eran paralelos —grosso modo— al
plano de la órbita del Sol, la eclíptica. Aunque la Tierra seguía ocupando la
esfera central del Universo, los epiciclos eran excéntricos (su eje orbital no
coincidía con la posición de la Tierra). Con este recurso, Ptolomeo pudo explicar
el desfase de seis días observable entre los equinoccios de otoño y primavera,
una variación que no encajaba en el movimiento armónico de las esferas
aristotélicas; para solucionar la irregularidad supuso la existencia de un
epiciclo en la órbita solar, con un radio de 0,03 veces el radio del deferente
(la distancia del Sol a la Tierra), que alargaba la órbita estival del Sol y
acortaba su periplo invernal en torno a la Tierra sin renunciar al movimiento
circular y uniforme preconizado por el Estagirita.
Otra de las correcciones de Ptolomeo al modelo cósmico
aristotélico consistió en la excéntrica, hipótesis destinada igualmente a
explicar los cambios en la velocidad orbital de los astros que pueden
observarse desde la Tierra. Se trataba de un deferente con su centro desplazado
con respecto al de la Tierra, y situado ora sobre otro deferente ora sobre una
segunda excéntrica de menor tamaño. Respectivamente, esta disposición
equivaldría a un epiciclo menor situado sobre un deferente o a un epiciclo menor
situado sobre una excéntrica.
Uno de los maestros de Averroes, el ya citado Avempace, fue el
primero en proponer un sistema planetario carente de epiciclos, modelo que
recogió el cordobés, para quien la propia suposición de la existencia del
epiciclo contradecía las leyes de la naturaleza (aristotélica). Y lo argumentó
así: un cuerpo celeste que se desplaza circularmente de modo excéntrico
necesitaría tener una Tierra propia en torno a la cual moverse, lo cual es
imposible. Ello supondría admitir que existen más cuerpos grávidos inmóviles
fuera de la esfera terrestre.
A pesar de su adhesión incondicional al finalismo del Estagirita,
cabe destacar que Averroes preconizó una astronomía inductiva, más proclive a
la observación paciente de los fenómenos celestes que al planteamiento de
hipótesis matemáticas imposibles de justificar de modo empírico, por mucho que
resultasen válidas para la justificación teórica —y ficticia— de los hechos
astronómicos. No dejó duda al respecto en estas líneas de su comentario mayor a
la Metafísica, nítidamente dirigidas contra Ptolomeo: «En nuestro
tiempo la astronomía ya no es algo real; el modelo ahora existente es un modelo
basado en el cálculo y no en la realidad». Un modelo, en suma, más estético que
científico.
En cuanto a su función, el Dios de Averroes era inspirador del
movimiento cósmico, pero no creador de los entes que poblaban el universo. La
materia, de condición eterna, poseía la existencia como un rasgo intrínseco; es
decir, como su esencia. Sin embargo, negar la calidad original de Dios suponía
entrar en franco conflicto con el Corán (recuérdese que Averroes era un fiel
devoto del islam). La solución a este problema fue de tipo lógico: bastaba con
separar el acto creador de cualquier dimensión cronológica —en tanto que
increada, la materia carece de momento inicial y con ello queda fuera del
tiempo— y circunscribirlo a una idea igualmente eterna, propia de Dios, que
constituiría el orden cósmico. El mundo no sería tal —y lo es desde siempre,
puesto que la eternidad es su esencia— sin la inteligencia que lo organiza y
gobierna a través de tal pauta, y que obra así por propia voluntad, sin ningún
tipo de obligación exterior a su ser.
Para entender en este punto a Averroes hay que rescatar otros dos
conceptos del Estagirita, los de potencia y acto, que se definen como dos
estados del ser. Una sustancia es en acto cuando presenta una
conformación determinada y en un momento dado, pero entonces también es en
potencia, porque encierra la capacidad para dejar de ser lo que eventualmente
es y alcanzar otra conformación de su ser. El ejemplo más socorrido de ello lo
brinda el niño (acto) que tiene la capacidad intrínseca (potencia) de ser
hombre. Del mismo modo, la materia, que es eterna, tiene en sí la potencia
constitucional de convertirse en mundo, pero solo puede acceder a esa calidad
mediante la acción divina. En palabras del cordobés:
El agente [Dios] solo realiza el compuesto de materia y forma por
el hecho de que él mueve la materia y la hace cambiar a fin de que lo que en
ella está en potencia para la forma pase al acto. Esta opinión es semejante a
la de quien piensa que el agente solo realiza una unión y una ordenación de las
cosas dispersas; es la doctrina [del filósofo griego] Empédocles. […] Sin
embargo, para Aristóteles el agente no une realmente dos cosas, sino que es el
que hace pasar al acto lo que está en potencia.
La acción del primer motor mantiene la dinámica constitucional del
universo en una suerte de proceso mecánico que funciona por sí solo una vez se
le ha infundido movimiento, como ocurriría con un reloj. Pero de ello no cabe
colegir que Dios pierda en el pensamiento de Averroes el estatuto de
omnipotencia que le atribuye la revelación. Nada le obliga a ordenar el cosmos
de un modo determinado, y si no hace que esa dinámica cambie, simplemente se
trata de coherencia con su propia lógica soberana. De ahí que los procesos de
la naturaleza obedezcan a una lógica interna, infundida desde la eternidad por
Dios. No obstante, Averroes admitió que el ser supremo podía intervenir —de
modo inusual y extraordinario— en el curso de los acontecimientos, dada la
discrecionalidad de su poder, aunque basta con retomar el argumento original
—la coherencia de Dios con su propio mandato, que es como decir con su propia
inteligencia suprema— para entender que el cadí cordobés era un sujeto poco
dado a la credulidad ante los prodigios de toda guisa que azoraban el ánimo de
sus contemporáneos.
Un motor que era amor
El motor inmóvil de Aristóteles, responsable de la armonía de los movimientos
cósmicos, no era un dios creador a la usanza de la deidad bíblica, sino una
fuerza inmaterial que actuaba pasivamente, por el amor que infundía en los
astros, a los que el Estagirita concibió como seres animados e inteligentes. En
la Metafísica se le caracterizó como una sustancia inmaterial
e impasible; un acto puro de naturaleza intelectual dotado de «vida perfecta y
eterna», gracias a cuya presencia las esferas describían un movimiento
circular, uniforme y continuo. Averroes fue en este punto un firme defensor de
la ortodoxia aristotélica, pues el movimiento del cosmos no era sino amor
voluntario, el deseo de los astros de honrar a Dios. De este modo se cumplía el
principio teleológico (finalístico) tan caro al filósofo macedonio: la finalidad
del universo es culminar la armonía con que ha sido conformado. Así pues, el
primer motor solo animaba el cosmos, que sustancialmente también era eterno,
pues nadie lo había creado ni desaparecería jamás.
Capítulo II
Fe y razón, los dos caminos hacia la verdad
Una de las preocupaciones intelectuales
permanentes de Averroes fue amoldar las conclusiones de sus actividades
empíricas a la doctrina aristotélica, y esta a la Ley (las enseñanzas del
Corán, libro sagrado de los musulmanes). Su conclusión fue que los caminos de
la fe y la razón conducían a la misma verdad.
La ciudad de Córdoba, aclamada como «casa de las ciencias y sede
de los reyes» por el poeta andalusí Ibn Ṣāra (1043-1123), vivió en el siglo XII una nueva edad de oro cultural a pesar de la
estrecha vigilancia dogmática ejercida por el califato almohade.
Averroes fue en buena medida protagonista de ese esplendor, y por partida
doble, tanto en el plano social, porque ya se comentó su condición de personaje
respetado de la administración de justicia, como entre los círculos
intelectuales andalusíes, en calidad de autor del principal sistema filosófico
del mundo árabe medieval, perpetuado más tarde en la escolástica cristiana.
Las pocas noticias que se conservan sobre su persona hablan de un
hombre de costumbres morigeradas y aspecto sobrio, dada su adusta costumbre en
el vestir. Por ser sujeto de actitud reflexiva, se pronunciaba con decisión
cuando debía tomar partido, pero siempre estaba dispuesto a sopesar los
argumentos ajenos si se suscitaba una contraposición entre criterios.
Ibn al-Abbār, biógrafo del cordobés, destacó su tesón en el
aprendizaje continuo de las ciencias al referir que Averroes solo dejó de
estudiar dos noches siendo adulto: una fue la de su boda, y la otra cuando
murió su padre. Por cierto, y con respecto a la primera, se desconoce el nombre
de la mujer que compartió su vida. El protagonismo social de las féminas era
más que recatado en la sociedad andalusí, razón de que fuera omitida por las
crónicas que mencionan a su marido, y el filósofo tampoco aportó detalles sobre
su vida familiar en ninguno de sus escritos. Eso sí, al parecer tuvieron varios
hijos, que las leyendas ubican décadas más tarde en la corte de Federico II
(1194-1250), soberano del Sacro Imperio Romano Germánico, un teutón criado en
Sicilia, mecenas de las ciencias y las artes que se interesó vivamente por los
escritos de Averroes.
El primer camino: la filosofía
La sabiduría nace del estudio.
Comentarios a La República de Platón
Cuando el califa Yusuf I conoció a Averroes, este se hallaba en
plena actividad intelectual. Ya había concluido su trabajo sobre el compendio
del órganon (las obras sobre lógica escritas por Aristóteles,
clasificadas por el filósofo griego Andrónico de Rodas en el siglo I a. C.), al
cual añadió sendos textos sobre la Retórica y la Poética del
mismo autor, aunque no se tratara de obras que versaran sobre lógica formal.
También había escrito comentarios sobre la filosofía de Avicena y Avempace, así
como distintos textos de asunto jurídico, médico y astronómico.
El califa, que al parecer estaba interesado en el pensamiento del
Estagirita, formuló a Averroes la siguiente pregunta: ¿creen los filósofos que
el cielo fue creado o es eterno? Abū Yaqub Yusuf conocía las doctrinas al
respecto de Platón y Aristóteles, pero quería conocer el parecer de un hombre
tan docto como el sabio cordobés. El monarca se lamentaba de las frecuentes
dificultades conceptuales que encontraba en la lectura de los libros
aristotélicos, a lo cual intervino Ibn Ṭufayl, para decir que Averroes era la
persona mejor preparada para hacer una interpretación adecuada de aquellos textos. El implícito encargo iba a cambiar el derrotero de la historia de la
filosofía occidental.
Averroes, entre la élite
filosófica
La pareja más célebre de la filosofía clásica griega, Platón y
Aristóteles, conforma el motivo central del fresco La Escuela de Atenas,
pintado por Rafael Sanzio en las dependencias del Vaticano entre 1510 y 1512,
por encargo del papa Julio II. En torno a ellos aparecen las principales
figuras de la filosofía, la historia y la ciencia antiguas (Pitágoras,
Parménides, Anaximandro, Sócrates, Euclides, Zenón de Elea, Epicuro, Plotino,
Tolomeo, Estrabón, Jenofonte…) y también Averroes, retratado en el ángulo
inferior izquierdo de la escena, tras Anaximandro y Pitágoras, con la cabeza
cubierta por un turbante oriental.
La inclusión del andalusí en este plantel de sabios da fe del
prestigio de que aún disfrutaba en el siglo XVI, cuando todavía se le
consideraba comentarista principal de Aristóteles y continuador de su
filosofía.
Averroes, el comentarista
El nombre del autor es Aristóteles, hijo de
Nicómaco, el más sabio de los griegos.
Gran comentario sobre la Física
A partir de ese momento, el pensador cordobés se dedicó a la
lectura sistemática y el comentario del corpus aristotélico,
tarea que habría de darle influencia y prestigio durante siglos. La empresa,
aparte de ciclópea por sus dimensiones, conllevaba dificultades añadidas. La
principal de todas era el desconocimiento por parte de Averroes de la lengua
griega, lo que le obligó a recurrir a traducciones en lengua árabe, muchas de
ellas de cuestionable calidad, y cuyos problemas de expresión complicaban aún
más la inteligibilidad de la obra del Estagirita.
Tras muchas lecturas previas, Averroes había llegado a la
conclusión de que Aristóteles brilló sin parangón entre los antiguos filósofos
griegos. En los escritos del cordobés, el Estagirita recibió calurosos elogios
como príncipe de la filosofía, adalid de la ciencia y máxima expresión de la
razón. Estos elogios dedicó a su obra:
Después de él y hasta el día de hoy, y son mil quinientos años, no
se le ha añadido nada, ni nadie ha descubierto en sus palabras error de cierta
consideración. Que tal virtud exista en un solo individuo, es milagroso y
extraño. Y, puesto que esta disposición se encuentra en un solo hombre, es
digno de ser considerado más divino que humano.
Además, le atraía también la incardinación del pensamiento
aristotélico en una naturaleza que podía explicarse por sí misma, desde
principios inmanentes que nada tenían que ver con realidades abstractas como
las Ideas platónicas. Entendió que el aristotelismo era una filosofía para
conocer el mundo y, a través de ese saber, aprender a disfrutar de la vida.
La labor de comentarista desplegada por Averroes se plasmó en tres
tipos de comentarios: los comentarios menores, o análisis o paráfrasis; los
comentarios medios, y los comentarios mayores. Cada uno de estos ejercicios
respondía a tres niveles diferentes de análisis, de menor a mayor grado, de ahí
que solo los textos del tercer nivel sean considerados propiamente como
comentarios.
También existían sustanciales diferencias formales entre los tres
tipos. Las paráfrasis eran comentarios alusivos a Aristóteles, sin que ello
implicase la exposición previa de la doctrina original. Este tipo de obras ya
existía antes de Averroes, pues lo habían cultivado tanto Avicena como
al-Fārābī (872-950), y se caracterizaban por ser poco rigurosas, en tanto que
basadas en la modificación intencional de los textos originales del autor
estudiado. En tales escritos, cita y comentario se fundían, de modo que era
imposible —o muy difícil— distinguir las doctrinas de cada cual (comentado y
comentarista). De cualquier modo, en el caso concreto de los comentarios
menores de Averroes, su función consistía en aportar un sistema lógico que
sirviera como preparación para perseverar después en las complejidades de la
doctrina aristotélica.
El comentario medio incorporaba las primeras palabras de cada
párrafo de la obra tratada, y después explicaba el resto sin preocuparse
tampoco por la distinción entre la doctrina original y las aportaciones
personales. Sin embargo, en el caso de los comentarios mayores, el cordobés
desarrolló un método de estudio y redacción diferente, que tomaba como modelo
los comentarios de textos médicos y astronómicos. Este método consistía en
copiar integralmente la obra original, párrafo a párrafo, alternando entre
estos sus propias ideas, detalladamente expuestas. De ahí que pueda decirse sin
temor a error que el género filosófico exegético fue una invención de Averroes.
Los comentarios medios, con una extensión considerablemente mayor
que las paráfrasis, abarcan la práctica totalidad de las obras de Aristóteles,
y representan el mayor esfuerzo del cordobés por expresar su ideología
filosófica y científica. Destacan los dedicados a la Física, Del alma,
la Metafísica y la Ética nicomáquea. Sin olvidar
otro título de igual importancia en este género, el comentario a la República de
Platón. Estos textos fueron de referencia obligada para la filosofía
escolástica, escuela de pensamiento europea surgida en el siglo XII que se
sirvió del legado de la filosofía clásica —y sobre todo, del pensamiento de
Aristóteles expuesto por Averroes— para dotar a la religión cristiana de una
sólida base especulativa racional.
Resulta prácticamente imposible conocer con exactitud el orden
cronológico en que fueron escritos unos y otros comentarios, puesto que la
mayor parte de los textos originales de Averroes se perdieron en distintas
circunstancias, y las únicas versiones que se conservan de las obras extraviadas
son copias escritas en latín o hebreo. Sin embargo, se sabe que algunos
comentarios mayores se compusieron cual ejercicio de profundización de
comentarios medios anteriores. Así ocurrió, por ejemplo, con el Gran
comentario sobre la Física, tal vez la obra principal del autor
cordobés. En un principio se alternaron los comentarios medios y menores, pero
los primeros se impusieron en número a partir de 1150. Los comentarios mayores,
de aparición más tardía, fueron escritos a partir de 1162.
En cuanto a cuál era la intención de Averroes a la hora de
escribir este tipo de obras, lo mejor para explicarla es remitirse a sus
propias palabras: «Lo que nos impulsó a hacer esto fue que la mayoría de la
gente se dedica a refutar la doctrina de Aristóteles sin conocerla realmente,
siendo esto causa de que no se sepa qué hay de verdad en ella o en sus
contrarios», en alusión a las numerosas interferencias que el pensamiento
neoplatónico, tan arraigado en al-Ándalus, creaba en otros pensadores a la hora
de enfrentarse con los textos del Estagirita, pero también a los teólogos
islámicos que olían por doquier a impiedad y ateísmo.
El filósofo frente al comentarista
Averroes intentó armonizar el sistema aristotélico con la teología islámica, y
el problema de la creación no era menor para un devoto del islam y seguidor del
Estagirita. Según este, el universo y la materia eran eternos, de modo que las
sustancias que ocupaban las esferas superiores del cosmos no habían sido causa
ni de generación ni de organización de las sustancias del mundo sublunar (la
esfera central, ocupada por la Tierra). Pero el cordobés no podía negar la
voluntad y acción creadora de Dios, ni tampoco su condición superior al resto
de la creación. Por eso, el primer motor de Averroes era causa cuando menos formal
de todo lo existente y, además, poseía un conocimiento superior del mundo al
cual no podía aspirar la mente humana, porque escapaba a sus categorías lógicas
(de este modo mantuvo el elemento mistérico presente en todas las religiones
reveladas). Por su parte, la actuación de la Providencia se manifestaba en la
contribución de los movimientos celestes a la conservación de los seres del
mundo terrestre.
A pesar de estas dificultades, el propósito de hacer converger la
filosofía peripatética (esto es, la de los seguidores de las enseñanzas de
Aristóteles) y el islam partía de la convicción —firmemente sostenida por
Averroes— de que la religión y la filosofía eran caminos hacia el mismo fin;
diferentes rutas, es verdad, pero en absoluto alternativas (otra idea clave
asumida por la escolástica medieval, aunque no pudiera sustraerse esta a la
creencia en la jerarquía superior de la revelación). Tal afirmación ha sido a
menudo mal entendida como una «tesis de la doble verdad», idea esta que
Averroes nunca sostuvo, pues para él solo hay una verdad, la misma por la cual
religión y filosofía son saberes compatibles. Absorbido por este empeño, el
cordobés se propuso depurar el aristotelismo de todos los elementos que
pudieran entrar en conflicto con la Ley revelada en el Corán.
La inteligencia humana como producto de la inteligencia divina
Fue este uno de los asuntos en los que Averroes hubo de maniobrar
conceptualmente para amoldar su fe islámica a la doctrina oficial del
Estagirita. La cuestión derivó de una de las obras del corpus aristotélico con
mayor interés para toda la filosofía árabe, Acerca del alma, donde
se explica cómo puede obtener el ser humano ideas abstractas y generales
partiendo del uso de sus sentidos, que de por sí solo aportan información singular
y cambiante. Ello es posible gracias al entendimiento agente, que no debe
interpretarse precisamente como una facultad mental, sino como un principio
metafísico activo que hace las cosas inteligibles (es decir, una tendencia o
disposición inscrita en el alma del ser humano por un poder superior). Según el
Estagirita, su contraposición es el entendimiento pasivo, que posee la
capacidad (potencia, en los términos del filósofo macedonio) para llegar a
entender las cosas. La misión del entendimiento agente consiste en servir de
estímulo a su par pasivo; Aristóteles lo comparó con la luz, porque esta hace
ver las formas y los colores de los objetos, mientras que el entendimiento
pasivo permite que los objetos visualizados se tornen comprensibles para el alma.
Por último, Aristóteles estableció otras distinciones entre los
dos entendimientos, agente y paciente: el primero tiene una existencia eterna,
separada del cuerpo, pero el segundo está ligado a los aspectos materiales del
ser, por lo cual es corruptible y perecedero.
Esta exposición de Aristóteles, poco diáfana en sí misma, suscitó
numerosas interpretaciones posteriores, entre ellas la de Averroes. Siguiendo
un esquema formal neoplatónico (el de las hipóstasis o emanaciones de seres más
sencillos generados por entes más complejos), el cordobés sostuvo que del
primer motor o causa primera emana una inteligencia de naturaleza superior y
eterna, y que de esta brotan a su vez inteligencias menores, la última de las
cuales —y por tanto más imperfecta— es el entendimiento agente, sustancia
incorpórea que actuaría como causa formal —no existencial— del mundo sublunar.
Por supuesto, el entendimiento agente también se encarga de activar la
capacidad subyacente al entendimiento potencial, admitido por Averroes con las
mismas características que le asignó el Estagirita (otra sustancia eterna e
inmaterial, independiente del ser humano).
La gran novedad de la doctrina de Averroes es el añadido de otros
dos entendimientos, ambos de naturaleza subjetiva y, por tanto, individual y
mortal, pues perecen con el cuerpo. El primero de ellos es el entendimiento
material, es decir, el entendimiento propiamente dicho, en el sentido de la
facultad de conceptualizar. Es el encargado de recibir la información que
proporcionan los sentidos y, una vez es iluminado por el intelecto agente
eterno, de separar los rasgos universales de los rasgos particulares de cada
objeto percibido. De este modo se forman los conceptos abstractos, cuyo
repositorio es el segundo de estos entendimientos individuales, el
entendimiento pasivo, que se corresponde con la imaginación y la memoria. En
otras palabras, se trata de la mentalidad de cada individuo, nacida sobre la
información que aportan los sentidos y con las capacidades y limitaciones
propias de cada sujeto.
Estos dos intelectos perecederos del alma humana son reflejo de
los entendimientos superiores del mundo sublunar. Para Averroes, en ellos
radica la singularidad de cada individuo, que depende tanto de sus vivencias
como de la imaginación que posea, puesto que esta facultad no es igual en todos
los sujetos. Pero los dos participan de la verdad gracias al contacto con el
entendimiento agente.
Contra la doble verdad
Uno de los malentendidos mayores con respecto al pensamiento y la
obra de Averroes estriban en su pretendida defensa de una doble verdad para la
ciencia (filosofía) y la religión.
Según este principio, razón y fe llegan a conclusiones diferentes,
pero no existe jerarquía entre sus dictámenes, puesto que ambos son ciertos. A
pesar de su planteamiento equitativo, esta dicotomía solía degenerar en una
posición subordinada de la primera con respecto a la segunda, pues por un lado
se consideraba que el conocimiento racional competía a cuestiones prácticas, de
cálculo y probabilidad, y por otro, que los fundamentos últimos de la realidad
solo eran accesibles mediante el mensaje revelado, creíble por la fe mas
indemostrable con las herramientas del intelecto humano. En otros casos, como
ocurrió realmente con Averroes, la posibilidad de una doble verdad fue
desestimada por absurda. El filósofo andalusí defendió la complementariedad
entre fe y razón, así como la posibilidad de acceder mediante esta última a
todos los secretos del universo.
La metafísica, una hija de la física
Se llega así a la cuestión del conocimiento humano (en otras
palabras, a la elucidación de los conocimientos que están al alcance de las
facultades intelectivas de la especie), que el cordobés dividió en tres clases
de artes y ciencias: «Especulativas, que son las que tienen por único objeto el
conocimiento; o prácticas, que son aquellas en que el conocimiento es un medio
para la acción; o auxiliares y directivas, que son las artes lógicas». Y
prosiguió con esta clasificación asignando otras tres categorías al grupo de
las ciencias especulativas: la física, dedicada al estudio del «ser en
movimiento»; las matemáticas, sobre la «cantidad extraída de la materia», y la
metafísica (a la que también denominó teología), materia que se ocupa del ser
en general (dicho de otro modo, de las condiciones que debe reunir todo lo que
existe). Si las dos primeras disciplinas eran particulares, pues trataban sobre
aspectos determinados del ser, esta última podía considerarse universal, por
versar sobre el sentido absoluto del ser.
Antes que Averroes, Avicena consideró que el ámbito de la
metafísica correspondía a esa parcela de la realidad que no puede medirse ni
dividirse siguiendo los procedimientos de la física. El sabio cordobés enfocó
la cuestión de otro modo: entendió que la física era la ciencia previa a la
metafísica, puesto que no se podía disertar sobre los primeros principios de
las sustancias sin el previo conocimiento de sus cualidades materiales. No hay,
como pensó Platón (y como seguían pensando los neoplatónicos, entre ellos
Avicena), un mundo trascendente a la naturaleza desplegada ante nuestros
sentidos, de modo que los principios rectores, eternos e incorruptibles de la
misma pertenecen al mundo tanto como sus determinaciones sensibles
individuales, mudables y sometidas a la dinámica de la generación y la
corrupción:
Afirma [Avicena] que el físico supone que la naturaleza existe y
que el que se ocupa de la teología es el que demuestra su existencia; en este
aspecto no distingue entre las dos sustancias, como sucede aquí en este discurso
en su sentido aparente. Se puede objetar: ¿el que investiga los principios del
ser en tanto que ser no es el que se ocupa de la filosofía primera? ¿El que
investiga los principios del ser en tanto que ser no es el que investiga los
principios de la sustancia, como se ha dicho al comienzo de este libro? ¿Los
primeros principios y los orígenes de la sustancia no son los principios del
objeto de la disciplina de la física? Entonces ¿no es la teología la que se
encarga de exponer los principios del objeto de la física, mientras que la
física solo los supone? Se responde: sí, el filósofo primero es el que busca
cuáles son los principios de la sustancia en tanto que es sustancia y explica
que la sustancia separada es principio de la sustancia natural.
De esta manera, el estudio de la metafísica empezaría cuando la
física hubiera sido capaz de demostrar razonadamente —siempre a partir de la
inferencia lógica aplicada a la experiencia— la existencia del primer motor.
Ello equivaldría a explicar los principios del movimiento que da vida a la
sustancias, y del cual procedían todas las leyes universales que eran objeto
del análisis metafísico:
No hay manera de explicar la existencia de una sustancia separada
si no es por el movimiento. Las vías que, como se piensa, conducen a la
existencia del primer motor, distintas de la vía del movimiento, son todas
ellas vías persuasivas. Si fueran correctas, serían pruebas indicativas
numeradas en la ciencia del filósofo, pues de los principios primeros no puede
haber demostración.
Cabe exponer que Aristóteles había compuesto un modelo de
causalidad universal de referencias antropomórficas, desglosado en cuatro
principios: causa material (que respondería a la pregunta de «el qué»: de lo
que está hecha una cosa y que permanece inmanente al objeto, en calidad de
sustrato), causa formal (el «de qué»: una pauta de organización y estructura de
la materia, su forma o modelo); causa eficiente (el «por qué»: aquello que
puede considerarse el origen o hacedor del cambio que dio lugar al efecto que
constituyó el objeto); y causa final (el «para qué»: el objetivo hacia el cual
se orienta la producción de una cosa).
Una vez conocidas —esto es, proporcionadas por la física— las
causas eficiente y material de todo lo existente, la metafísica se ocuparía de
las otras dos causas exclusivas de su dominio: la formal y la final. Así, de un
proceso de investigación inductivo (la física), basado en la recopilación de
datos concretos a partir de cuyas relaciones observables podrían obtenerse
reglas generales, se pasaría a un proceso deductivo (la metafísica), basado en
el principio inverso (la inferencia de hechos singulares desde principios
generales). Un viaje lógico de ida y vuelta que, a la postre, funcionaría como
doble sanción de la verdad perseguida.
El cómo y el porqué
El físico es el que proporciona las causas
motriz y material de la sustancia móvil, pero no puede hacerlo respecto de la
formal y final.
Gran comentario a la Metafísica de Aristóteles
¿Quiere decir lo anterior que la metafísica es una ciencia
auxiliar o un producto de la física? En modo alguno.
Como se ha dicho, a partir de las preguntas de «el qué», «de qué»,
«por qué» y «para qué» algo es, Aristóteles había distinguido, respectivamente,
cuatro causas: material, formal, eficiente y final. A ellas podría sumarse una
quinta causa, la motriz, identificada con el impulso original sin el cual no
sería posible la conformación del universo (que no la existencia de la materia,
la cual, recuérdese, es inmortal, pero permanecería en completo desorden sin
ese movimiento que la organiza y regula sus ciclos de generación,
transformación y corrupción). Dicha causa motriz sería el primer motor. En este
contexto, la misión de las ciencias naturales estriba en elaborar leyes que dan
cuenta del cambio en los entes materiales. Gracias a esas leyes se conocen y
pueden predecirse procesos de toda índole, como la fermentación de la leche,
las variaciones meteorológicas, la germinación de las plantas, etc. Ahora bien,
la compilación de conocimientos científicos, por mucha amplitud que alcance,
jamás informará a la humanidad acerca de por qué existe ese movimiento perpetuo
que modela los entes, ni de la finalidad o propósito que esa dinámica atesora
desde su naturaleza increada. Del mismo modo que el Corán es una expresión
sencilla, al alcance de todas las inteligencias humanas, de la verdad que las
ciencias experimentales buscan mediante el razonamiento demostrativo, la
metafísica supone una prospección en esa causa motriz de la que el ser humano,
a través de la experiencia cotidiana de sus sentidos, tan solo puede conocer
los efectos.
Lo que no se ve, de lo que no se habla
Las causas formal y final estaban inextricablemente ligadas a otro concepto
aristotélico que hizo fortuna en la filosofía occidental hasta el siglo XVIII,
la sustancia, y que aún en la actualidad permanece vigente en el habla
coloquial como sinónimo de cosa o cuerpo. De hecho, el Estagirita la definió
como «lo que es la cosa», pero no se refería a los entes ya determinados,
dotados de cualidades concretas, sino de ese receptáculo o soporte en el que se
reúnen y armonizan los diversos atributos de la cosa, su materia y su forma.
Con la peculiaridad de que la sustancia, a diferencia de sus cualidades,
permanece siempre inmutable y no se advierte a través de los sentidos. Por eso
sentenció Aristóteles que sustancia es «aquello que ni está presente en el
sujeto ni se predica de él».
Al decir «esta mujer es bella» se da por sentado que «esta» es un
individuo tal que tiene sexo femenino y posee belleza. Ni la feminidad ni la
hermosura son sustancias, solo se trata de cualidades generales, puesto que hay
muchas mujeres bellas. La sustancia queda reducida así a mera presencia, al
hecho de estar ahí. Y en este sentido, la sustancia es lo específicamente individual,
una condición intransferible e inalterable. Para su explicación también puede
recurrirse a una metáfora: piénsese en un ser humano que nace, crece, alcanza
la edad adulta, después llega a la senectud y finalmente fallece. A lo largo de
su vida tendrá diferentes semblanzas, sus ideas y su temperamento cambiarán,
etc., pero siempre seguirá siendo la misma persona. En esa permanencia reside
la sustancia.
El Estagirita, además, estableció una distinción entre la
sustancia primera (la que acaba de definirse) y la sustancia segunda o esencia,
entendida como la propiedad que distingue necesariamente a la sustancia primera
de todas las demás sustancias. Aquello que se dice de la sustancia primera es
la sustancia segunda; lo que se expresa en la definición y responde a la
pregunta «¿qué es?». Aristóteles le aplicó la expresión «to ti en
einav»; «aquello que hace que lo que es sea lo que es». Así, dirigida la
pregunta «¿qué es esto?» hacia el propio Estagirita, cabría responder: «Es [una
presencia individual, sustancia primera a la que pueden añadirse predicados]
Aristóteles, un humano [una presencia perteneciente a la especie humana,
sustancia segunda en tanto que propiedad esencial de tal ente y cualidad
compartida por otros entes]».
La jerarquía de las ciencias
Para Averroes, la sustancia es «el ser en sentido riguroso y absoluto», otra
forma de aludir a esa suerte de receptáculo de propiedades, distinto a estas,
que permanece siempre inalterable a pesar de los cambios que experimenten sus
atributos.
La metafísica es la ciencia que estudia la sustancia. La ciencia
del ser como fundamento inalterable de la realidad. Por su objeto de estudio,
esta disciplina adquiría un carácter singular, que el sabio cordobés no dudó en
calificar como «divino», dado que se refiere a los mimbres fundamentales de la
realidad: versa sobre la verdad eterna manifiesta en la causa final, «la más
alejada para todos los seres. Porque todas las causas existen gracias a esta
causa, es decir, en virtud de ella». O lo que es lo mismo, para contribuir a
cumplir con su designio, en el que se encierra el sentido de toda entidad (su
«lugar natural», en términos aristotélicos).
Las causas formal (recuérdese, la de la pregunta «de qué») y final
(«para qué») se identifican en la filosofía del cordobés, puesto que la
finalidad intrínseca a cada sustancia —dicho más llanamente, su existir para
algo— determina su propia esencia o conformación. Y ya que la metafísica
estudia estas causas, presentes en todos los entes, se trata de una ciencia
universal, a diferencia de las ciencias que se ocupan de asuntos particulares.
La física, por ejemplo, atiende a las cosas «no separadas del mundo sensible y
móviles», es decir, a los entes materiales sujetos al ciclo de la generación y
la corrupción, mientras que las matemáticas se ocupan de las «no separadas e
inmóviles», que son los razonamientos numéricos abstractos.
Redundando en lo anterior, Averroes apeló a la autoridad de
Aristóteles para asegurar que el estudio de las «causas primeras, la motriz y
la material» (propio de las ciencias naturales), que son más inmediatas a los
sentidos, no requiere la misma elevación racional.
No
obstante, los seres separados de lo sensible —el elenco de entidades del plano
metafísico— comparten con los seres del mundo material una serie de
características, como son la unidad y la multiplicidad, la potencia y el acto
—cabría decir que el físico se ocupa genuinamente del acto y el metafísico de
la potencia— «y demás propiedades generales; en una palabra, todo aquello que
afecta a los seres sensibles, en cuanto existentes», caracteriza también a los
seres «separados». Por ello, la información aportada por las ciencias naturales
brinda una visión acertada y práctica del mundo, aunque no logre conformar una
visión genuina del ser, es decir, de esa realidad subyacente a los accidentes
que perciben los sentidos, y en la que se expresa con la mayor exactitud el
orden del cosmos. En ese orden se encuentra la causa profunda de todos los
seres, no de un tipo particular de entes, y en conocerla estriba la plena,
verdadera sabiduría.
Después
de todo lo dicho, cabe aclarar que, en Averroes, hablar de jerarquía entre las
ciencias no supone menosprecio de ninguna de ellas. Por el contrario,
simplemente se engarzan en un proceso de complejidad creciente, entre cuyos
eslabones se establecen relaciones de dependencia: un ejemplo es la
disquisición de la metafísica, la más sublime entre las ciencias, que parte de
los datos suministrados por la física (lo contrario que pensaba Avicena). En
realidad, el conocimiento es uno y sus diversos elementos —las ciencias— forman
una cadena que alcanza mayores grados de perfección conforme unos saberes dan
paso a otros y el intelecto humano se aproxima al punto de vista divino (es
decir, el metafísico, correspondiente a los seres «inmateriales, no cambiantes,
no corruptibles, inmortales e indestructibles»). A pesar de su profesión de fe
aristotélica, resulta evidente la huella del pensamiento platónico —que veía el
mundo sensible como reflejo de una realidad superior poblada por arquetipos
eternos y perfectos, las Ideas o Formas— en esta aspiración última de Averroes
a una realidad de perfecciones desligada de la materialidad.
Desde
luego, física y metafísica cuentan con un punto en común de importancia
fundamental: ambas convergen en la afirmación de la existencia del «motor
último de todas las cosas, quiero decir, el motor primero», el cual «mueve
hacia todas las formas» y cuya forma «es de alguna manera el conjunto de
formas». Esa sustancia primera «es Dios, alabado sea», y su inteligencia es
como el muestrario en el que están los prototipos —el equivalente a las recién
citadas Ideas— de los entes del mundo material. La física solo puede indicar su
existencia, pero no hablar de su esencia; apunta hacia la causa primera, pero
sin poder penetrarla, pues su comprensión —«la nobleza y la causalidad»—
corresponde a la metafísica. E incluso asume esta ciencia alguna que otra tarea
que parece más propia de la religión, como cuando explica «la relación de Él
[Dios/el primer motor] con los demás seres y demuestra que Él es la perfección
última y la forma y agente primarios».
El
saber más útil
A la vista de lo recién expuesto se comprende mejor la superioridad de la
metafísica sobre las demás disciplinas del conocimiento, ya que provee también
del saber más útil, el que habla a los humanos acerca de Dios. No hay técnica
ni reflexión tan valiosa como esa, puesto que ilumina el camino de la bondad y
la justicia para todos los seres humanos, con independencia de su sexo, origen
o condición, gracias a que todos ellos están dotados de entendimiento agente:
«quitado el entendimiento en acto no existiría en nosotros la perfección
última», porque
nuestro
entendimiento en acto está constituido por la concepción de la gradación y
orden existentes en cada una de las partes integrantes del mundo y por el
conocimiento de cada uno de los seres que en él existen por sus causas remotas
y próximas hasta abarcar el conjunto del mismo.
Por
supuesto, un creyente ortodoxo como Averroes no podía equiparar la agudeza del
entendimiento humano a la inteligencia divina. Piénsese que el primero «está
sujeto a generación y corrupción, por estar mezclado con la materia, mientras
que lo por él entendido es eterno e inmaterial». Comprender la presencia de
Dios y aceptar por ello sus mandatos, bien detallados por la Ley revelada, no
imbuye a nadie de perfección, pero sí puede alzarlo a un estado de sabiduría y
dignidad muy superior al de sus congéneres más zafios. Y de este modo también
puede reportarle una felicidad íntima y persistente, alivio para las penas con
que el mundo acecha a la humanidad.
Cabe
señalar que este saber superior tiene un requisito previo necesario, a modo de
propedéutica (enseñanza preparatoria), que es la introspección intelectual:
«conócete a ti mismo y conocerás a tu creador», recordaba Averroes. Porque la
soledad con uno mismo constituye un buen campo de pruebas para acostumbrarse a
esa felicidad mística, «de la pura contemplación», en qué consiste la
delectación de la sabiduría. Sin duda, he aquí de nuevo la huella de Platón.
Contra el panteísmo y el mecanicismo
En
su acercamiento a la metafísica, esto es, a la ciencia encargada de mostrar la
esencia del primer motor, Dios, Averroes se esforzó en interpretar conceptos e
ideas que no habían quedado claramente expuestos en Aristóteles.
Por
ejemplo, identificó la inteligencia divina con el concepto aristotélico
de nous (inteligencia universal), propiedad del primer motor
que otros estudiosos entendieron como un principio rector universal, pero no
como la expresión intelectual de una divinidad personal, al estilo del dios
coránico. Una interpretación así le resultaba sospechosa de impiedad, pues
podía dar lugar a pensar que el cosmos y Dios se identificaban en una sola
sustancia (panteísmo) o que el universo era una suerte de gran máquina, movida
por un principio físico inherente al mismo (mecanicismo). Sobre estas líneas,
Aristóteles en una miniatura del siglo XIII de su obra Acerca del alma,
donde se menciona el nous.
El
segundo camino: la religión
Averroes
defendió ardientemente las enseñanzas de Aristóteles frente a los sectores más
intransigentes de la ortodoxia islámica de su tiempo. No pueden coexistir,
sostuvo, dos verdades opuestas sobre la vida y las cosas del mundo (un
principio ya inherente a la lógica aristotélica), tal como habían defendido los
primeros filósofos andalusíes, en cuya tradición —por lo que a esta cuestión
respecta— se inscribió el sabio cordobés. La filosofía —es decir, Aristóteles,
en tanto que culminación de la misma— y la religión son distintas vías hacia
una misma meta.
Cada
una de esas vías se cifraba en un discurso particular, íntimamente ligado al
alma humana. O mejor dicho, a los distintos tipos de almas. Este fue uno de los
aspectos del pensamiento de Averroes en que se aprecia mejor la influencia de
Platón, puesto que el sabio andalusí dividió las inteligencias —más bien cabría
decir mentalidades— en tres tipos que también implicaban categorías
jerárquicas, al estilo de la clasificación que el filósofo ateniense presentó
en las páginas de la República.
La
filosofía no es para el vulgo
Se debe aceptar la Ley en su sentido literal y no
exponer a la gente común la armonía entre la Ley y la filosofía.
Destrucción de la destrucción
Atento
a las inclinaciones naturales del ser humano, Platón había distinguido entre
tres facultades anímicas presentes en todos los seres humanos: se trataba de
las almas concupiscente (la que se siente especialmente atraída por los bienes
materiales), irascible (movida por el deseo de acción y gloria) y racional
(llamada a la reflexión sobre las verdades que oculta la mudabilidad de los
datos ofrecidos por los sentidos). La cuestión estriba en que alguna de estas
tendencias se hace predominante en los individuos: así, los hay más dados a la reflexión,
a la acción o a la carnalidad. De este modo Platón asignó a cada uno de estos
caracteres su puesto idóneo en la sociedad. A los concupiscentes, les encargó
los trabajos manuales, el comercio y toda aquella actividad relacionada con el
sustento material de la colectividad. A los irascibles, el ejército. Y a los
sabios, únicos con capacidad para remontarse intelectualmente hasta las Ideas
normativas que trascienden las contingencias materiales, les confió las tareas
de gobierno.
Averroes
tuvo la habilidad de adaptar la doctrina platónica de las tres clases de almas
a sus lecturas de la lógica aristotélica, pues asimiló esas almas a los tres
tipos de argumentos expuestos por el Estagirita: demostrativo, dialéctico y
retórico. Cada uno de estos argumentos fue tomado como un patrón diferenciado
de comprensión intelectual, y asignado por el cordobés, respectivamente, a los
filósofos, los teólogos y el vulgo, cuyo intelecto «no deja de recurrir a la
imaginación; […] lo que no pueden representarse por la imaginación no lo tienen
por nada». La gente sencilla no puede imaginar lo incorpóreo ni «asentir a la
existencia de aquello que es inimaginable». En suma, la filosofía les está
vedada. Como compensación, la religión ofrece para ellos una visión más cercana
de Dios, adecuada a sus limitaciones.
Los
hombres proclives a la demostración exigen pruebas rigurosas y buscan la verdad
siguiendo una metodología que va desde lo necesario hacia lo necesario, es
decir, desde las proposiciones que se consideran lógicamente evidentes a sus
homólogas; los dialécticos se dan por satisfechos con argumentos probables, y
los retóricos son convencidos mediante argumentos que apelan a la imaginación y
las pasiones. Estos grupos, sin embargo, no debían llevar a suponer la existencia
de tres verdades distintas: se trataba de tres niveles de comprensión de una
sola verdad.
De
este modo, Averroes pretendía salir al paso de cuantos atacaban a la filosofía
desde posiciones religiosas extremas, pero también de quienes buscaban adaptar
al análisis de la razón el mensaje revelado en el Corán. Se trataba,
simplemente, de una cuestión de aptitudes.
La
filosofía y el Corán
También era intención de Averroes demostrar ante sus coetáneos que la filosofía
de Aristóteles carecía de cualquier idea opuesta al islam. Los conflictos entre
razón y fe, pensaba el cordobés, solo son aparentes, derivados de las distintas
formas de expresión de que se sirven una y otra. Ambas exponen la misma verdad;
si la religión lo hace de un modo asertivo, que apunta directamente a la verdad
final con un lenguaje sencillo, apto para todas las inteligencias, la filosofía
procede de modo analítico, entreteniéndose en un estudio de los entes guiado
por las normas de la lógica, pero que a la postre conduce al desvelamiento de
la misma verdad suprema:
Si
la tarea de la filosofía no es más que el estudio y la consideración de los
seres, en tanto que son pruebas de su autor, es decir, en tanto que han sido
hechos —pues los seres solo muestran al autor por el conocimiento de su fábrica
y cuanto más perfecto sea ese conocimiento, tanto más perfecto será el
conocimiento del autor—, y si la Ley religiosa invita y exhorta a la
consideración de los seres, está claro entonces que lo designado por este
nombre es obligatorio o está recomendado por la Ley religiosa.
Cabe
observar que Averroes no intentó defender el ejercicio de la filosofía mediante
argumentos alternativos a la religión, sino propios de esta. El texto sagrado
denota la existencia del ser supremo, pero también desgrana una prolija lista
de normas de todo tipo para guiar la actuación de los humanos (valores morales,
principios jurídicos, prácticas comunitarias), y, además, invita al creyente a
usar su capacidad racional para aprender y relacionarse con el mundo en que
vive (principal tesis del filósofo cordobés). Un conocimiento que tenía en la
lógica aristotélica su más logrado método de desarrollo, puesto que si la tarea
de conocer «no es otra cosa que inferir y deducir lo desconocido a partir de lo
conocido —y esto es el silogismo o lo que se obtiene por medio del silogismo—,
entonces debemos estudiar los seres por medio del silogismo racional». De modo
que la propia Ley conduce —invita— a la práctica «del silogismo», que equivale
a decir al ejercicio de la filosofía.
Los
más recalcitrantes volvieron a objetar: sí, hay que practicar el silogismo,
pero solo con los instrumentos conceptuales que la religión aporta, no con las
ideas de infieles idólatras como los antiguos griegos. A lo cual respondió
Averroes que la norma racional que articula la creación está al alcance de la
inteligencia de cualquier ser humano, con independencia del credo que profese;
por ello había que aprovechar los logros teóricos de los antiguos, fueran
musulmanes o no.
Como
aclaración, el cordobés recurrió a uno de los eventos sagrados del calendario
islámico, el Eid al-Adha (Fiesta del sacrificio). Esta fiesta
evoca la sumisión del patriarca bíblico Abraham, quien estuvo dispuesto a
sacrificar a su propio hijo, Isaac, por mandato divino. Con fecha variable (entre
septiembre y noviembre), la celebración consiste en el sacrificio ritual de un
cordero (como hizo Abraham cuando Dios le concedió salvar la vida de su hijo).
Para su correcta realización, entre otras prescripciones debe darse al animal
una muerte rápida e indolora con un cuchillo limpio y bien afilado, y hay que
pronunciar el nombre de Dios para dejar claro que el acto se hace en su honor,
no por crueldad. Averroes se formuló una pregunta retórica: cuando un buen
musulmán realiza el sacrificio del cordero, ¿le preocupa si la invención del
cuchillo fue obra de infieles? Evidentemente, la respuesta debe ser negativa,
pues al fiel solo le interesan las condiciones del instrumento y darle el
debido uso. Del mismo modo, «debemos servirnos en nuestro estudio de cuanto han
dicho acerca de esto quienes nos han precedido, tanto si estos otros pertenecen
a nuestra religión como si no». Por supuesto, ello no implicaba una actitud de
negligencia ante posibles yerros de los antiguos: «Si lo consideramos acertado,
lo aceptaremos; si en ello hay algo que no es acertado, lo advertiremos».
Así
pues, la filosofía estudia las «verdades naturales» mediante silogismos
demostrativos, muchos de los cuales confirman, según Averroes, los prescritos
de la revelación. Pero no resultaba menos evidente que las conclusiones de
otros silogismos entran en franco conflicto con las enseñanzas coránicas. ¿Por
qué? El cordobés recurrió a una hipótesis ad hoc (es decir,
una explicación preparada al efecto, ajena al planteamiento original), que
achacaba esas discrepancias —tan solo aparentes, advertía— a la ambigüedad del
libro revelado, que por igual debía servir como guía a todo tipo de
inteligencias. Si se había dicho que la filosofía no podía enseñarse al vulgo,
el Corán, cuyo destinatario era la humanidad en su conjunto, no podía
redactarse en términos semejantes.
Dicho
lo anterior, parece como si la religión solo tuviera un valor efectivo para las
mentes más sencillas, puesto que a los filósofos les bastaría con su
«demostración» para estar siempre ensimismados en la contemplación de la
verdad. Bien al contrario, Averroes creía en la interdependencia de religión y
filosofía, porque si esta esclarece aquella mediante la interpretación, la
primera proporciona a la segunda numerosas sugerencias para orientar su
incansable tarea de búsqueda y comprensión de las leyes de la naturaleza. Una
labor que también debe extender el filósofo al discernimiento de cuál es la
mejor de las religiones, «aunque todas ellas sean verdaderas para él». El cordobés
no despreciaba ningún credo monoteísta, pero ensalzaba el islam como
culminación de un proceso iniciado con la religión hebrea, que tenía al
cristianismo como paso intermedio entre las anteriores. «Por eso, los sabios
que enseñaban a la gente en Alejandría se hicieron musulmanes cuando les llegó
la Ley del islam», al igual que «los sabios que había en el Imperio romano se
hicieron cristianos cuando les llegó la Ley de Jesús».
«Busca
la ciencia desde la cuna hasta la sepultura», se lee en el Corán, donde también
quedó escrito que «quienes poseen el saber y quienes no lo tienen, ¿acaso han
de ser iguales?», pues «la búsqueda del conocimiento es una obligación de todo
musulmán»; por algo «la tinta de los sabios vale más que la sangre de los
mártires». Estas frases inspiraron una de las obras más importantes de
Averroes, el tratado Kitâb fasl al-maqâl (Sobre la armonía entre la
religión y la filosofía). En sus páginas se establece la necesidad de
que el teólogo domine los rudimentos del razonamiento demostrativo (por
supuesto, siguiendo las reglas de la lógica formal aristotélica, aunque el
maestro griego no fuera musulmán).
El poder de la figuración
Para Averroes, el ejercicio de la lógica sienta las bases de la filosofía,
disciplina que en él se refiere tanto al análisis de las cuestiones físicas
como de las metafísicas. Este trabajo intelectual del filósofo puede entenderse
como una forma peculiar de cumplir con los deberes religiosos. Pero, a pesar de
las maravillas de la filosofía, Averroes, y como él buena parte de sus
contemporáneos, estaba convencido de que no todos los individuos tienen
capacidad para comprender la verdad en toda la complejidad de su despliegue
lógico. Por ello, necesitan de una versión adaptada a sus limitaciones. De cara
al vulgo, el libro sagrado de los musulmanes explicaba esa misma verdad
mediante una escritura de tipo alegórico. Un hecho dado pero incomprensible sin
mediación del trabajo lógico debía ser convertido en una imagen figurada para
su comprensión universal. De este modo, ciertas cosas o hechos podían ser
denominados por su causa, su consecuencia, su parecido con otras cosas o
hechos… Se trataba, además, de un tipo de giro lingüístico bastante común en la
lengua árabe. En definitiva, los dos caminos hacia la verdad tenían cada uno su
propia personalidad en cuanto a estilo: la silogística y la poética. Los
filósofos no serían así sino las personas más capacitadas para servirse de la
técnica de la «interpretación», definida por el pensador andalusí como el
tránsito entre ambos lenguajes, de lo figurado a lo real.
Capítulo
III
La felicidad como fin último de la vida
Ética
y política están íntimamente entrelazadas en el pensamiento de Averroes, puesto
que ambas persiguen la felicidad de los seres humanos. En uno y otro caso se
trata de saberes prácticos, que tienen la Ley revelada como referente, pero que
solo pueden alcanzar su meta mediante el ejercicio de la prudencia.
Como
presumirá el lector, las inquietudes de Averroes no se limitaban a esclarecer
la naturaleza del primer motor o el engranaje y la jerarquía entre las ciencias
que vertebran el conocimiento. Todo ese aparato teórico previo apuntaba a la
concreción de unas normas de vida que garantizaran dos fines superiores de la
especie humana: la práctica de la virtud y, como consecuencia de ello, el
acceso a la felicidad. Dos propósitos dignos de encomio pero que, para
cualquier creyente de las grandes religiones monoteístas, están expuestos en su
contenido y práctica por los textos revelados. ¿Para qué, entonces, buscar
otros fundamentos ajenos a la propia fe? La respuesta ya fue expuesta en el
capítulo anterior: los caminos de la filosofía y de la Ley explican con
lenguajes distintos la misma verdad, por lo que ambos deben ser cultivados. Es
más, el islam invita expresamente a sus fieles —y así lo señaló Averroes con
insistencia— a desarrollar sus capacidades lógicas, que han sido dadas al ser
humano por Dios.
Para
perseverar en el camino de la filosofía moral, Averroes se mantuvo fiel a su
maestro Aristóteles y tomó como vehículo de estudio una de las obras más
celebradas del Estagirita, la Ética nicomáquea, a la cual dedicó
uno de sus comentarios medios. El sabio cordobés trabajó a partir de la
traducción al árabe realizada por Ishaq ibn Hunayn (h. 830-h. 910), un médico y
matemático de origen bagdadí, tras leer el comentario que a la obra había
dedicado el turcmeno Abū Naṣr Muḥammad ibn al-Faraj
al-Fārābī, a quien el propio Averroes elogió como «segundo maestro» (el primero era Aristóteles).
Posteriormente, el comentario del filósofo andalusí pasó a la tradición
escolástica cristiana a través de una traducción latina de Hermann el Alemán
(?-1272), miembro germano de la Escuela de Traductores de Toledo. Esta versión
fue realizada en 1240 con la colaboración de copistas mozárabes (cristianos que
vivían en territorio musulmán o procedían del mismo, por lo que conocían la
lengua árabe).
La
felicidad según Averroes
Aristóteles
caracterizó la felicidad (en griego, eudaimonia) como el sumo bien
al que están orientados la vida y los deseos de los seres humanos. Esa dicha
suprema depende de una cualidad privada, la virtud (arete), es
decir, la disposición adquirida a obrar correctamente según términos morales.
En la Ética nicomáquea, la virtud se define como el «hábito por el
cual el hombre se hace bueno y por el cual realiza su función propia». Así
pues, la virtud implica un discernimiento previo entre el bien y el mal y, por
ello, se trata de una propensión intelectual.
Por
supuesto, el Estagirita reconoció que había muchos tipos de bienes (entendidos
como fuentes de felicidad), como puede comprobarse en el comportamiento
cotidiano de las personas: hay quien se siente dichoso con los placeres
sensuales, mientras que para otros lo principal es disfrutar de las comodidades
que proveen las riquezas. Y los hay también que están irremisiblemente llamados
a adquirir fama entre sus conciudadanos… Pero Aristóteles insistía en que solo
la virtud depara una felicidad perdurable y plena, porque cumple con el fin más
elevado del ser humano, que es el conocimiento de la verdad.
La
virtud, sin embargo, no consiste en un conocimiento contemplativo, sino
práctico. Es un ejercicio permanente de normas sabias que tiene como vehículo
la phrónesis (prudencia), una actitud de moderación y
sagacidad que permite distinguir lo correcto de lo incorrecto —siempre en
términos morales— en las diferentes situaciones. Gracias a esta habilidad,
también intelectual, el hombre virtuoso puede disponer de los medios necesarios
para realizar el bien. Y ya puesto en faena, Aristóteles señaló una regla de
oro para desplegar la perspicacia que la prudencia conlleva: puesto que la
gente vulgar suele dejarse dominar por las pasiones u otros condicionantes,
cayendo a menudo en conductas desenfrenadas, el hombre virtuoso debe buscar el
equilibrio expresado por el justo medio entre las posiciones extremas.
Las
clases de virtud
[La felicidad es] algo perfecto, autosuficiente y
fin de las cosas a realizar.
Comentario a la Ética nicomáquea
Averroes
coincidía plenamente con el Estagirita en que la vida del hombre tiene la
felicidad por meta. Y, por supuesto, la felicidad es acto: «Cierto acto por
medio de la virtud, de suerte que no consiste en la posesión, quiero decir, en
el hábito del cual proviene el acto, sino en el mismo acto». Ese fin supremo de
la felicidad solo podía alcanzarse —por lo menos de modo pleno— mediante la
posesión y el ejercicio de la virtud, el cual, por cierto, no aspira a contra
prestación alguna, puesto que satisface por sí misma.
A
partir de la corroboración de que las virtudes son de distintos tipos según sea
la facultad de que se sirven o el ámbito en el que actúan, el filósofo andalusí
distinguió cuatro clases: las virtudes teoréticas, que son las relacionadas con
el cultivo de la filosofía (es decir, con el uso de la razón); las dianoéticas,
que redundan en un buen entendimiento (la capacidad de crear conceptos a partir
de los sentidos); las éticas, que atañen a los actos con una motivación moral,
y las prácticas, relacionadas con la pericia técnica. De todas estas, tan solo
las virtudes éticas están repartidas entre todos los seres humanos. En cuanto a
las otras tres clases, dijo Averroes que cada individuo posee unas dotes
particulares que le hacen más apto para desarrollar un tipo u otro de virtud,
de modo que la felicidad individual depende de la concordancia entre los actos
de la conducta y la cualidad o virtud propia del sujeto.
Averroes,
filósofo vocacional, tenía su preferencia: la virtud teorética o intelectual
(«la facultad divina o más divina»), manifestación de admiración y amor hacia
el orden cósmico instaurado por el primer motor, que supone un deleite puro e
insuperable (se trataba, por supuesto, de la virtud de todo filósofo, que hace
su tarea de su inclinación). Como Aristóteles, el andalusí afirmaba también que
los bienes del alma son propios de los hombres más sabios, pues buscan un fin
incondicionado, amado por sí mismo y no sometido a las veleidades del capricho
o las circunstancias externas; un don que no depende ni de la suerte ni del
favor de la divinidad. Con respecto a la suerte, sabido es que nadie está a
salvo de sus quiebros, y con respecto al favor de la divinidad, la intervención
de la Providencia (como ya se dijo en el capítulo anterior), suele ajustarse al
curso de las leyes naturales generadas por la inteligencia divina, siendo más
que rara su manifestación fuera de esos cauces. Por eso el hombre prudente se
fía de su inteligencia, no de factores ajenos a ella.
Por
supuesto, la razón es deudora de la experiencia, y, por ello, la felicidad no
se alcanza tras una iluminación súbita y definitivamente esclarecedora, sino
como resultado de una larga reflexión sobre los actos propios y ajenos. Así, la
imagen que de la virtud ofreció Averroes es acumulativa: se atesora con el
tiempo, como el dinero ahorrado, pero, eso sí, siempre con la guía de la
prudencia. Por eso escribió el sabio cordobés que era prematuro decir si un
hombre era o no feliz antes de su muerte.
Bondad es voluntad
Aristóteles
dedicó a su hijo Nicómaco una de sus obras más celebradas, la Ética
nicomáquea, a la que Averroes dedicó el que muchos consideran como su más
importante comentario. En dicha obra, el Estagirita sostuvo que la felicidad es
la finalidad natural de la vida humana. Pero la felicidad va unida
necesariamente a los deseos, y estos, que son de muchos tipos, pueden verse
influidos por el conocimiento del bien supremo, ese que los sujetos desean por
su propia magnificencia, sin esperar recompensa material del mismo; el bien
supremo no consiste en la satisfacción placentera, que es subjetiva, sino en la
realización de un bien objetivo, caracterizado como el perfecto ejercicio
intelectual. Sin embargo, ese ejercicio no está encaminado a despertar la
reminiscencia que las Ideas dejaron en el alma, como hubiera pretendido Platón,
sino que debe basarse en la experiencia para formalizar pautas de conducta
satisfactorias; así, la ética aristotélica es el arte de la prudencia. Sobre
estas líneas, La prudencia trae la paz y la abundancia (1645),
lienzo alegórico de Eustache Le Sueur cuyo título podría haber sido sugerido
por el propio Aristóteles.
La
sociedad perfecciona al individuo
Averroes —y el propio sentido común— daba por sentada la imposibilidad de que
todos los individuos reúnan el cúmulo de virtudes recién citado. Nadie es
perfecto, ni siquiera cuando logra armonizar su virtud y su conducta.
Llegados
a este punto, cabe señalar que la virtud es una capacidad que necesita de la
voluntad para realizarse. El comportamiento virtuoso implica el deseo de ser
virtuoso. También en este caso se establece la relación potencia-acto tan cara
a Aristóteles, y que su comentarista recogió fielmente.
Esa
imperfección connatural al ser humano, incluso del más voluntarioso, se
soluciona con otro de los atributos innatos de la especie: la sociabilidad.
Para Averroes, el hombre no solo es zoon politikon, un «animal
político», por inclinación congénita, sino que el uso de la racionalidad le
muestra las ventajas de reunir físicamente y según reglas a individuos dotados de
toda clase de virtudes para construir una suerte de «superhombre social».
Si los individuos moraran en soledad —es un supuesto, al tratarse de una
hipótesis contra natura para el cordobés— no podrían aspirar a
las ventajas materiales, culturales y morales que la sociedad depara, puesto
que permanecerían encerrados en su imperfecta singularidad; el filósofo no se
deleitaría con la belleza del mocárabe moldeado por el yesero, el soldado no
dispondría de las hortalizas que sabe cultivar el campesino, el aguador no
aprendería comportamientos éticos de la sabiduría del cadí… En suma, la
sociedad, elenco de todas las virtudes, perfecciona al ser humano, y el
individuo perfecciona a la comunidad en la que vive desarrollando su propia
virtud:
También
parece evidente que es imposible para un hombre alcanzar por sí solo todas las
virtudes, o que si fuese posible resultaría improbable, por lo cual un
principio aceptable sería que pudiéramos encontrarlas realizadas separadamente
en un conjunto de individuos. Asimismo, parece que ninguna de las esencias
humanas pueda realizarse a través de una sola de estas virtudes. A no ser que
un grupo de hombres contribuya a ello, pues para adquirir su perfección un
sujeto concreto necesita de la ayuda de otras gentes. Por esto el hombre es por
naturaleza político.
Puesto
que la ética de ambos pensadores —Aristóteles y Averroes— no está orientada a
la meditación, sino a la acción, ese fin incondicionado y en sí mismo bueno
debe de poseer rasgos bien definibles. Y ambos lo relacionan con otra de las
tendencias naturales del ser humano: la civilidad. La bondad suprema solo podrá
darse en el marco de la sociedad, donde la razón humana culmina su obra más
admirable. Así pues, la felicidad y la política —la buena, por supuesto— tienen
mucho que ver, puesto que una razón perita en sus funciones comprende que el
bien común es una forma superior del bien individual. La mayor felicidad se
obtiene rodeado de familiares, amigos y conciudadanos, afirmaba el tándem de
filósofos.
Vivir
entre amigos
[Un amigo es] aquel que quiere el bien para su
amigo y por el amigo mismo.
Comentario a la Ética nicomáquea
En
la sociedad se desarrolla uno de los bienes principales que todos los hombres
admiran, sea cual sea su inclinación, y de modo especial el sabio: la amistad,
que según Averroes constituye uno de los requisitos necesarios para ser feliz.
El filósofo cordobés la entendió como una afinidad, pues distinguió en ella la
que denominó «natural», basada en lazos de consanguinidad, y la que era
«moral», derivada de las relaciones sociales. Así pues, abarcaba tanto el amor
filial como los vínculos afectivos adquiridos con personas que no pertenecen a
la propia familia. Al sabio andalusí le parecía más meritoria la segunda que la
primera, y por ello apuntó que un amigo «hace más fácil actuar y pensar».
Llevado
de su afán aclaratorio y clasificatorio, el propio de un científico, Averroes
volvió a la carga con las tipificaciones para oponer dos tipos de amistad,
distintas por su motivación: la accidental, que obedece a un interés (sea
porque depara placer u otra gratificación material) y la verdadera, nacida en
los hombres que comparten virtud. A su juicio, solo la segunda podía ser
duradera. Como ejemplo de la primera, el cordobés se refirió a la atracción que
sienten los jóvenes entre sí; una simpatía caprichosa y voluble, propia de
personas inmaduras, que desaparece conforme los caracteres van adquiriendo sus
rasgos definitivos. Pero la casuística podría ser interminable, pues entrarían
en este vasto conjunto desde quien comparte largos ratos con otras personas por
una afinidad dada, sin perseverar después en la relación, hasta quien se arrima
al potentado para beneficiarse de su dinero. En ambos casos puede darse un
sentimiento de simpatía hacia los demás, pero está claro que prima el interés,
a diferencia, por ejemplo, de los amantes de la sabiduría o las artes, quienes
buscan la mutua proximidad para satisfacer y potenciar su virtud. Y al igual
que la felicidad, no le cupo duda al filósofo andalusí de que las amistades
genuinas solo pueden alcanzarse tras muchos años de trato.
Finalmente,
cabe señalar que la amistad también se proyecta en el ámbito de lo público en
los escritos de Averroes, concretamente en el sentimiento de ciudadanía (aunque
el término sea muy posterior en el tiempo), por el cual los individuos buscan y
alcanzan acuerdos —la «unidad de opinión», en palabras del Comentarista— en pro
del bienestar colectivo. E incluso tiene su trasunto, prosiguió el cordobés, en
los pactos y tratados que firman entre sí los diferentes Estados para
garantizarse la paz o la colaboración, sugerencia que parece un tanto
arriesgada, a tenor de la experiencia histórica, y que otros teóricos de la
política negarían más tarde. Uno de esos negadores fue el filósofo británico
Thomas Hobbes (1588-1679), para quien reinaba una suerte de «estado de
naturaleza» en las relaciones entre los distintos Estados, caracterizadas por
la ausencia de ley y la guerra de todos contra todos.
Sin amistad no hay buena vida
Este
lienzo del pintor italiano Giovanni Antonio Pellegrini (1675-1741) muestra a
Aquiles, el invencible guerrero griego de la Ilíada de Homero
(siglo VII a. C.), contemplando desconsolado el cadáver de su amigo Patroclo.
Se trata de uno de los episodios más memorables servidos por la literatura
universal acerca de la amistad, asunto que pronto fue asumido como propio por
los filósofos de la Antigüedad. Así, Empédocles consideró que los cuatro
elementos que conforman la realidad (tierra, aire, fuego y agua) están unidos
por un sentimiento filial; Platón la situó en el origen de todas las virtudes;
Aristóteles consideró que era una de las expresiones supremas de la
racionalidad humana, y Epicuro la encumbró como el mayor de los placeres. Por
su parte Averroes, continuador de esta tradición, la consideró imprescindible
para alcanzar la felicidad.
Educar
para la felicidad
Se
ha dicho que el perfeccionamiento humano solo es factible en el ámbito de la
sociedad, según Averroes. Pero el hecho de vivir en una comunidad organizada
políticamente, y jurídicamente estatuida, no pule de modo automático, por
vecindad ni rozamiento, las asperezas del alma humana. Para ese tránsito de la
zafiedad a la excelencia —recuérdese: la de cada cual según su virtud
dominante— es necesario un proceso educativo bien fundado. Y para establecer el
modelo de dicho plan pedagógico, el sabio cordobés fue infiel a su admirado
Aristóteles, pues se inclinó por el ejemplo que el ateniense Platón había
servido en la más importante de sus obras, la República.
El
mito de la caverna
El
platónico mito de la caverna, con sus sujetos forzados a mirar hacia el fondo
de una gruta donde solo ven las sombras de figuras que pasan a sus espaldas, es
una metáfora de la mentira en que viven quienes solo dan crédito a los datos que
reciben de sus sentidos.
Las
instrucciones didácticas del filósofo andalusí se inspiraron en el célebre mito
platónico de la caverna, descrito en la República en los
siguientes términos: unos hombres se hallan encadenados desde su nacimiento en
el fondo de una caverna oscura, de cara a una pared rocosa donde solo pueden
ver las sombras proyectadas por un fuego que arde a sus espaldas, sobre un
promontorio de la gruta. Dichas sombras corresponden a esculturas y figuras
diversas que son transportadas por otros hombres que circulan entre las
espaldas de los prisioneros y la hoguera, separados de aquellos por un muro
bajo, como las mamparas que utilizan los titiriteros. Los encadenados solo
pueden ver las sombras de los objetos, de modo que no conocen más que estas
manchas de oscuridad, no las cosas que las proyectan, y por ello las toman como
su ser real, e incluso les atribuyen como propias las voces de los hombres que
las transportan.
A
continuación, Platón advirtió al lector de que si estos prisioneros fueran
liberados y pudieran mirar hacia atrás (habría que obligarles a hacerlo, puesto
que para ellos el mundo se acaba en el fondo de la gruta), quedarían
deslumbrados por el resplandor del fuego, y una vez en el exterior podrían
distinguir los objetos reales —no meras representaciones figurativas— y sus
sombras, aparte de que estas serían proyectadas por una luz mucho más potente,
el Sol. Entonces, ante la magnificencia del espectáculo, perderían todos sus
miedos y comprenderían el engaño en que vivieron antes, que ya nunca añorarían.
La
metáfora del mito de la caverna le sirvió a Platón para ilustrar su distinción
entre el saber engañoso que procede de los sentidos y el esplendor de las
Ideas, entes espirituales en los que reposa el verdadero conocimiento, que no
atañe a los objetos particulares sino a los principios universales y
necesarios; aquellos solo son sombras de estos. Pero el relato también ha sido
tomado como alegoría de la educación (así hizo Averroes), puesto que muestra el
camino desde la ignorancia hasta el conocimiento, caracterizado primero por la
renuencia del alma burda, que teme abandonar su cómoda ignorancia, y después
por esa suerte de enamoramiento que el saber despierta en el espíritu. Se trata
además de un proceso gradual, pues a lo largo del mismo el hombre va aguzando
sus capacidades racionales bajo la creciente luz del conocimiento, como el
artesano perfecciona su oficio o el gimnasta aumenta su potencia muscular a
base de atención, esfuerzo, práctica y tiempo. De ello se desprende la primera
directriz del método pedagógico propuesto por el cordobés: el aprendizaje debe
iniciarse con conceptos y ejercicios sencillos, que progresivamente irán
complicándose, conforme el alumno vaya ganando habilidades.
Un
hombre fuerte e inteligente
¿Cuáles eran esas habilidades a despertar y desarrollar? Al igual que Platón,
Averroes clasificaba en tres tipos las almas humanas (es decir, los caracteres
predominantes en cada uno de los individuos de la especie): las materiales, que
solo persiguen la satisfacción de sus necesidades materiales y deben encargarse
de las profesiones manuales y comerciales; las esforzadas, cuya satisfacción
estriba en el honor y son proclives a la milicia, y las contemplativas, amantes
de la sabiduría. Por supuesto, en estas últimas se manifestaban con plena
intensidad las virtudes dianoéticas, imprescindibles para el buen gobierno del
Estado.
Todos
los niños cuya educación hubiera dependido de Averroes habrían recibido la
misma formación básica, con independencia de sus dotes: la literatura y las
tradiciones del país, la gimnasia y la música. Las dos últimas disciplinas
contribuyen decisivamente a la armonía del alma: la gimnasia fortalece al
individuo, la música hace que la razón impere sobre las pasiones. Mens
sana in corpore sano («mente sana en cuerpo sano»), decían los
latinos, y el filósofo cordobés pretendía lo mismo: sujetos bien avenidos con
su cuerpo bajo el gobierno de un recto raciocinio, el recipiente perfecto para
absorber y aprovechar todas las demás disciplinas.
Un
perseguidor de la verdad como Averroes no podía menos que rechazar las
supersticiones que en forma de mitos y cuentos solían inculcarse a los niños.
Creía el cordobés que estas historias no contribuyen a forjar el debido temple
de los futuros guerreros y gobernantes, así que estaban descartadas de sus
instrucciones pedagógicas. Es más, consideró que la religión era un buen
antídoto contra esas patrañas.
El
pueblo y sus maestros
En una primera lectura, la propuesta de estratificación social de Averroes parece
plenamente meritocrática y abierta a todos los sujetos por igual, sin barreras
interpuestas por la clase social a la que se pertenezca, del mismo modo que las
funciones ejecutivas se apartan de cualquier pretendido derecho divino o de
sangre (se apreciará al punto que estos principios iban a contracorriente de la
normalidad de su tiempo). Sin embargo, el filósofo precisó que este sistema de
selección de soldados y gobernantes solo podría realizarse a pequeña escala,
entre los vástagos de las clases altas de la sociedad (aristócratas, altos
funcionarios, militares, etc.), por tratarse de un procedimiento de formación
muy dilatado y costoso en esfuerzos y dinero. Así que el pueblo llano parecía
quedar relegado a las funciones de reproducción material de la sociedad y, por
supuesto, en condiciones de inferioridad social. Sin embargo, Averroes admitía
que la plebe recibiera también una educación adecuada a las facultades de cada
cual, aunque más bien orientada a su engarce en los gremios en que se agrupaban
las actividades profesionales de la época.
De
cualquier modo, la enseñanza —como la felicidad o la prudencia— era para
Averroes un proyecto muy dilatado en el tiempo, de dimensión existencial, y que
se prolongaba una vez superados los aprendizajes concretos de cada individuo,
en esa gran escuela común que era la sociedad. Dentro de esta, los gobernantes
ejercían la función continuada de maestros, al estilo de los grandes
legisladores de la Antigüedad; como Solón (h. 638-558 a. C.), quien reformó las
leyes de su polis, Atenas, para estrechar las diferencias sociales
en el seno del Estado. Esos sabios-legisladores desarrollaban su labor
didáctica mediante la promulgación de leyes justas, ejemplos nítidos del
comportamiento adecuado a la posición social de cada estamento e individuo (del
mismo modo que cada ente tenía su lugar natural en la cosmología del
Estagirita). Creando una sociedad jurídicamente virtuosa, el legislador
conformaba individuos virtuosos.
Por
supuesto, el filósofo cordobés era consciente de que las buenas leyes, a pesar
de su efecto benéfico sobre los caracteres de las personas, no representan por
sí solas la solución para todos los problemas a que se enfrentan las
sociedades. Ante la inevitabilidad de comportamientos díscolos, el maestro-gobernante,
moralmente avalado por la lucidez de su actividad legislativa, tiene derecho a
empuñar la vara para disciplinar a quienes no desean obedecer las leyes. No
obstante, Averroes insistió en que un gobernante sabio y prudente reduce al
mínimo sus comportamientos represivos, los cuales son más propios de los malos
gobiernos.
Por
último, cabe señalar que la rígida división de funciones y estatus sociales
fijada por Averroes no implicaba desprecio alguno por la gente sencilla. A su
entender, la sociedad debía honrar por igual a toda persona que tuviera un modo
de vida honrado, sin reparar en su posición estamental.
La costosa formación del buen magistrado
Según
los planes de Averroes, la educación primaria de los estamentos superiores de
la sociedad (gobernantes y guerreros) se prolongaría hasta los diecisiete años.
A esa edad comenzaría la educación física más severa, con la enseñanza de la
equitación. En los tres años posteriores se realizaría la separación entre los
jóvenes llamados a las funciones de gobierno y los destinados a la milicia.
Estos últimos iniciarían una formación militar específica. Averroes trazó las
líneas maestras de la personalidad del soldado en los siguientes términos: un
hombre de salud recia y carácter equilibrado, con curiosidad por el saber y
costumbres austeras. En cuanto al resto de la educación de los gobernantes, que
eran los individuos con mejores virtudes dianoéticas, debería prolongarse entre
los veinte y los treinta y cinco años, con lecciones de aritmética, geometría,
astronomía, retórica, poética y filosofía (metafísica). A los treinta y cinco
años se estrenarían en funciones administrativas, y cumplida la cincuentena ya
deberían de estar preparados para ocupar un puesto entre las altas
magistraturas del Estado.
La
yihad, tarea del guerrero
Averroes
difundió todo este sistema de valores destinado a mejorar la estructura del
Estado almohade y el grado de moralidad de la sociedad andalusí desde que
ingresó en el círculo de allegados al califa Yusuf I. Este falleció en 1184 luchando
contra los portugueses en la batalla de Santarém, un grave revés militar para
el poderoso ejército almohade. El deceso supuso la subida al trono del heredero
califal, Abū Yusuf Yaqub, quien reinaría como Yusuf II hasta su muerte en 1199.
Al
igual que hiciera su padre, el nuevo monarca compaginaba el talante decidido
del guerrero con hondas inquietudes intelectuales y religiosas, propias de un
místico. Ambas tendencias se fundieron en el llamamiento a la yihad para
asegurar las fronteras. Entre las empresas militares organizadas destacó la
expedición de 1195 contra Castilla, a cuyo rey, Alfonso VIII, derrotó en la
batalla de Alarcos, en la actual provincia de Ciudad Real. Esta victoria
almohade —tras ella, Yusuf tomó el sobrenombre de al-Mansur, el Victorioso—
frenó los intentos de expansión territorial del reino castellano durante más de
quince años. El califa siempre imprimió a estas acciones militares una
significación religiosa, al considerarlas como esfuerzos por la defensa de la
fe islámica.
La
justificación de la guerra
El hecho de haberse decidido la generalidad por considerar tal precepto
[la yihad] como una obligación débese a las palabras del
Corán: Bidayat
En
su sentido literal, la palabra árabe yihad significa
«esfuerzo». En el Corán aparece relacionada con otros términos, así que su
sentido canónico sería «el esfuerzo en el camino que lleva a Dios», es decir,
la perseverancia en las enseñanzas de «la Ley» que Averroes citaba con tanta
profusión y efusión. En otras palabras, un propósito de perfeccionamiento
personal que, por supuesto, se enfrenta a las debilidades y vicios emboscados
en el alma humana.
Así
entendida, yihad puede ser tanto la obra de caridad de quien
parte su pan con un mendigo, a pesar del hambre que lo consume tras un trabajo
o caminata, o de quien sacrifica tiempo y dinero para acudir en peregrinación a
La Meca, obligación a cumplir por lo menos una vez en la vida para los
musulmanes que puedan permitírselo. Sin embargo, el sentido más común del
término se ha decantado con el paso de los siglos hacia la guerra santa para
defender la religión, interpretación repetida en los hadices.
El
devoto Averroes no podía menos que admitir la legitimidad de la guerra santa
para luchar contra los cristianos (a quienes tachaba de «politeístas», dado su
culto a las imágenes), y lo hacía recordando un pasaje del Corán: «Se os ha
prescrito el combatir aunque lo aborrezcáis». La guerra tenía sus protocolos,
por supuesto, y para observarlos correctamente bastaba con seguir el propio
ejemplo del profeta Mahoma, que instruyó del siguiente modo a sus capitanes:
cuando la fuerza islámica se encontrase con el infiel, antes de entrar en
combate debía hacerle tres propuestas expresas, dándole a elegir entre abrazar
el islam, trasladar su residencia a un lugar donde se hallasen otros refugiados
—en cuyo caso, el infiel quedaría protegido por la propia ley musulmana— o
pagar tributo a la autoridad islámica. Si el enemigo aceptaba cualquiera de
estas condiciones, debía ser respetado. «Mas si se resistieran, pide ayuda a
Dios y combátelos.» Precepto religioso aparte, Averroes tendió lazos
conceptuales entre la legitimidad de la yihad y la doctrina
expuesta en su comentario mayor a la Metafísica de
Aristóteles. Si Dios es uno y singular, las veleidades dogmáticas del
cristianismo —el Dios uno y trino, espíritu y encamado a la vez— suponían una
aberración lógica para el Comentarista: «La escuela que afirma de Dios la
corporeidad, opina, respecto de la que la niega, que esta es atea; en cambio,
la escuela que niega de Dios la corporeidad, opina, respecto de la que la
afirma, que esta es politeísta».
La
cuestión de la tolerancia
La presencia de la yihad en la doctrina de Averroes tal vez
sorprenda a muchos lectores que han oído dedicar al sabio cordobés el adjetivo
de «tolerante». Este adjetivo resulta en sí muy complicado, no por su semántica
pero sí en su realización histórica. Muchos pensadores u hombres de Estado que
han pasado a los anales como grandes defensores de esta situación de pacífica
convivencia religiosa, ni de lejos entendieron que su modelo de coexistencia
fuera discrecional, tal como en la actualidad se concibe (nunca se trató de una
integración, término mucho más moderno). Significativo ejemplo de ello lo
ofrece el filósofo inglés John Locke (1632-1704), autor de la célebre Carta
sobre la tolerancia (1690), cuando argumenta que ningún mandato
revelado establece cómo hay que adorar a Dios, además de que ciertos aspectos
de la propia revelación se prestan a una interpretación subjetiva, al ser poco
explícitos en su enunciado. Con tales razones defendió que ningún fiel
protestante —anglicano, puritano, bautista…— debía ser importunado por los
poderes públicos, pero rechazó esa concesión para los católicos y los
descreídos.
Otro
tanto puede decirse de Averroes, lúcido hijo de su tiempo, pero sin perder esta
segunda condición. Su disposición al aprendizaje no tenía reparo en leer libros
escritos por paganos como Platón o Aristóteles, o de los autores cristianos
neoplatónicos, sabedor de que el camino de la filosofía estaba abierto a gentes
de toda fe. Sin embargo, sus creencias religiosas no recularon ni un solo paso
de la ortodoxia islámica, a pesar de las interpretaciones de sesgo liberal que
ya se comentaron. No se le conocen al sabio cordobés soflamas contra cristianos
ni hebreos, minorías que sobrevivieron en al-Ándalus con mayor o menor
comodidad según las épocas (en tiempos de Averroes, Yusuf II les obligó a
llevar un distintivo particular, de color amarillo los judíos y azul los
seguidores de Cristo, pero no ejerció violencia contra unos ni otros), pero
siempre los consideró infieles a la fe verdadera, con el agravante de idolatría
en el caso de los cristianos. En este sentido, el Corán marcaba el protocolo
humanitario que en tiempos de paz regía las relaciones con «los pueblos del
Libro» (las otras dos grandes religiones monoteístas).
Por
supuesto, no puede olvidarse tampoco la peculiar tesitura histórica de la
época. Los reinos cristianos habían ocupado ya casi toda la mitad norte de la
península Ibérica, y uno entre ellos, Castilla, disponía de recursos militares
suficientes para organizar expediciones de castigo contra el territorio
almohade. Del mismo modo que los cristianos peninsulares obtuvieron del Papado
la distinción de cruzada para su lucha de expansión territorial, los
gobernantes musulmanes —y sus altos funcionarios, como el caso de Averroes—
apelaban a la guerra santa para mantener sus dominios territoriales, garantía
de supervivencia del islam andalusí.
El príncipe perfecto
En
sus escritos políticos, Averroes alternó referencias a la sociedad de su tiempo
con otras reflexiones de cariz puramente teórico, y como tantos otros grandes
pensadores de la historia, no pudo resistirse a pergeñar la figura del
gobernante ideal. En la estela de Platón, el primer requisito para este
soberano sería la condición de filósofo (una exigencia que no cumplían, sensu
stricto, los dos califas almohades con quienes le tocó vivir, aunque por lo
menos se interesasen por la filosofía). Solo un amante de la verdad alcanzaría
a reflexionar en profundidad sobre la idea del bien y sería capaz de proveer
los medios para alcanzarla (así pues, confiaba en las habilidades prácticas de
los teóricos por antonomasia). Junto a esta cualidad citó otros atributos
complementarios, en tanto que atribuibles a todo cultivador del saber, como son
la afición al estudio de las ciencias teóricas, la posesión de buena memoria,
la elocuencia verbal, «que no sea descuidado», y un talante abierto a las
opiniones ajenas y los cambios históricos.
Un ápice de misticismo
Esas eran las cualidades intelectuales del gobernante perfecto, pero faltaban
las cualidades morales, de no menor importancia. En este aspecto, Averroes se
inclinó por un ánimo templado y una mentalidad muy poco materialista. Su ideal
era un príncipe morigerado en sus costumbres, poco atraído por los placeres
sensuales y que despreciara las riquezas, porque el individuo que se ve
encumbrado cae fácilmente en ese tipo de engaños si no tiene un carácter fuerte
y una decidida opción por la justicia. Además, debía ser valeroso para llevar a
buen puerto sus decisiones sabias, aunque estas pudieran reportarle problemas,
y «su ley religiosa particular no puede estar distanciada de las leyes humanas
naturales», es decir, que no por ser hombre fervoroso debiera perder una
prudente visión de la realidad. Aunque la experiencia en la corte califal
almohade mostró al filósofo la dificultad de encontrar sujetos que cumplieran
todas estas virtudes, él no lo creía imposible, confiado como estaba en sus
métodos educativos para crear hornadas de buenos príncipes.
La
política, la primera de todas las ciencias
Averroes
no era uno más de los jerarcas que componían la alta burocracia palaciega. Cadí
de Córdoba desde 1171, el califa Yusuf I lo nombró su médico privado en 1182
(ocupación a la que había renunciado previamente Ibn Tufayl). Dos años después,
Yusuf II lo confirmó en el puesto de galeno cortesano. En adelante, el filósofo
cordobés pasó diez fructíferos años en la corte, al cuidado de la salud del
monarca pero también dedicado a la redacción de sus comentarios aristotélicos,
entre otras obras.
Esta
bonanza se truncó en 1194, cuando una comisión de ciudadanos de Córdoba se
presentó ante la corte para manifestar una serie de quejas contra Averroes. Se
trataba al parecer de gentes muy devotas, pues acusaban al médico y juez de
violar la ortodoxia islámica en algunos de sus escritos, según opinaban los
alfaquíes (expertos en la jurisprudencia islámica). El califa, ferviente
musulmán, era muy sensible a este tipo de cargos, pero en un principio renunció
a tomar medidas contra su médico. Finalmente, sea porque se lo pensó dos veces
o debido quizás a la insistencia de los enemigos de Averroes, Yusuf II convocó
en 1197 una asamblea de cargos religiosos en la mezquita de Córdoba. El acto
supuso un linchamiento moral y doctrinal contra el Comentarista y el grupo de
discípulos que lo defendió. La fetua (decreto religioso) allí
dictada ordenó la quema de sus libros de filosofía (no así otros escritos, como
los de medicina o derecho), por difundir que «la razón es el criterio de la ley
religiosa» y que la verdad «consiste en la demostración lógica» de la religión.
Aparte
de la humillación, sus enemigos acérrimos difundieron el rumor de que Averroes
era de origen hebreo, estableciendo así una relación de causa-efecto entre
linaje y herejía. Se dijo que su apellido no se correspondía con ninguna de las
tribus árabes establecidas en al-Ándalus (ya se aclaró al principio de estas
páginas que la suya era una familia hispanorromana islamizada). Como conclusión
fue condenado al destierro en la localidad de Lucena, porque se trataba de una
ciudad con gran número de población judía.
Cabe
suponer la decepción del filósofo ante el ejemplo medroso del califa, que hizo
oídos a las insidias de sus enemigos. No era esta una buena credencial para
optar al modelo de gobernante justo, sensato y ponderado que se proyectaba
desde los textos de Averroes.
El
castigo duró poco, pero su acritud resultó intensa. Los discípulos de Averroes
callaron por miedo a la represión; en algunos casos, ese temor les llevó
incluso a renegar públicamente de su maestro. El Comentarista se quedó solo con
sus ideas proscritas y experimentó esa propensión al castigo propia de los
malos regímenes políticos, que había denunciado al presentar sus lecciones de
pedagogía. Pero se mantuvo firme en las convicciones defendidas y nunca dejó de
creer que la política era el marco idóneo para alcanzar la máxima expresión de
las virtudes humanas, apuntaladas por el sentimiento ético y la
complementariedad de las distintas dotes individuales.
Aristóteles
consideraba la política como la primera de todas las ciencias, un aserto que
Averroes suscribió con palabras contundentes, al afirmar que esta ciencia era
«mejor que la medicina». Ahora bien, en el terreno de la práctica, los
gobernantes no cumplían siempre con la misión didáctica de su tarea, «hacer a
los ciudadanos buenos y obedientes a las leyes», sino que con malos ejemplos
distraían a sus súbditos del camino de la verdad.
Política
para musulmanes
Averroes no fue el primer teórico político del islam. Otros pensadores le
precedieron, y en todos ellos brilló la intención de armonizar los principios
de la Ley con las enseñanzas de la filosofía clásica griega, principalmente Platón
y Aristóteles. Buen ejemplo de ello fue su «segundo maestro» al-Fārābī. Sin
embargo, las aportaciones de este a la ciencia política derivaban de sus
lecturas de Platón y quedaron plasmadas en el Tratado sobre las
opiniones de los ciudadanos del Estado ideal. Desde una perspectiva de
superioridad gnoseológica de la filosofía, cuyas ciencias auxiliares serían la
política, el derecho y la teología, estableció la felicidad como objetivo de la
acción pública y señaló la insuficiencia de la Ley revelada para responder con
acciones concretas a todas las situaciones derivadas de la interacción entre
los particulares dentro del marco de las relaciones sociales. En otra obra de
al-Fārābī, el Libro de la religión, se daba buena cuenta de esta
jerarquía de los saberes: «Todas las leyes religiosas virtuosas caen bajo los
universales de la filosofía práctica. Y las demostraciones de las opiniones
teóricas que hay en la religión pertenecen a la filosofía teórica, pero en la
religión son aceptadas sin demostración». Estas ideas influyeron poderosamente
en Averroes, quien las diseccionó y trabajó con mayor minuciosidad.
Otro
precedente importante fue Avicena, que partió también de los textos platónicos
pero planteó algunas interpretaciones dispares a las de al-Fārābī. Mucho más
dado al misticismo, este polímata persa encumbró al profeta Mahoma como ejemplo
de gobernante ideal, por encima de cuanto pudieran hacer los filósofos en pro
del bien común, y a la sharia como modelo de código legal
incontestable, dado su origen divino. A su entender, la filosofía era un
ejercicio privado de contemplación, que podía deparar la felicidad individual,
mas nada tenía que ver de un modo directo con el interés colectivo. Pero la
mayor originalidad de Avicena estribaba en sus recetas prácticas, como la
aprobación del magnicidio del tirano (gobernante que no respeta la sharia)
o la propuesta de introducción de un sistema de elección meritocrático de los
califas.
Sabiduría
práctica
Aparte de su preeminencia entre otras disciplinas prácticas, la principal
característica de la política es su carácter práctico, que Averroes elogió con
verdadero entusiasmo:
Decimos,
pues, que esta ciencia, llamada sabiduría práctica, difiere esencialmente de
las ciencias teóricas. Esto es evidente en tanto que su objeto difiere de los
objetos de todos y cada uno de los saberes teóricos, y en cuanto sus principios
son diferentes de los principios de estos. Pues el objeto de esta ciencia
práctica es el pensar volitivo, cuya control está al alcance de nuestras
fuerzas.
Así
pues, la política es la ciencia más humana. Averroes no dudaba de
que la metafísica aporta las claves de la verdad al describir la esencia del
orden cósmico, que no es otra que el movimiento infundido por el amor que
procede del primer motor. Sin esa inspiración —y ese conocimiento— el hombre no
puede tener conciencia del bien. Pero este debe ser practicado luego; como el
primer motor al insuflar su dinamismo al universo, los humanos asumen la
función de animadores de su propia vida, siempre ligada a la comunidad, para
hacerla partícipe del buen orden universal de la creación. Esa es la esencia de
la «sabiduría práctica», la política.
¿En
qué consiste esa práctica? Del mismo modo que el fin de la vida es obtener la
felicidad, la praxis política persigue el bien común, esto es, un ideal de
felicidad que alcanza y favorece a todos los miembros de una comunidad bien
ordenada, en la que cada cual realiza la misión para la que ha sido dotado por
la madre naturaleza. En resumidas cuentas, la política se cifra en la
aplicación instrumental de los principios éticos a la vida cotidiana.
El
doble camino hacia la verdad —única— que trazaban filosofía y religión también
resulta de suma utilidad para la política como ciencia y los políticos como
actores de la función pública que persigue la felicidad común. Los preceptos de
la Ley deben servir de referente para cualquier legislador, pero la tarea de
homologación de estas normas con la realidad social no siempre puede ser
automática; las relaciones sociales son complejas y el juego de intereses,
aspiraciones y satisfacciones que se da en el marco del Estado resulta técnicamente
mucho más complejo que cualquier decálogo destinado a la interioridad de los
particulares. El engranaje de estas piezas se logra mediante la filosofía, que
es ciencia y actitud comprehensiva, con una función aclaratoria respecto a los
aspectos de la verdad revelada que por circunstancias históricas o materiales
más cueste encajar con la realidad de un mundo habitado por personas de carne y
hueso, imperfectas en sí mismas.
Filosofía
aparte, de lo anterior se colige que el Estado ideal de Averroes es una
organización teocrática. Sin embargo, no confiaba el cordobés en los teólogos
para cumplir con la función de legisladores. Como todo credo oficial, el islam
andalusí se había fosilizado en la observancia acrítica de una ortodoxia basada
en la literalidad de los textos sagrados. Todavía en la actualidad, muchos
expertos atribuyen los determinados problemas sociales relacionados con las
prácticas tradicionales de esta religión a la ausencia de una sólida tradición
exegética que enmarque la letra de las enseñanzas coránicas en su contexto
histórico y procure adaptar su espíritu a las circunstancias del mundo
contemporáneo. ¿Y qué es la exégesis, al fin y al cabo, sino análisis,
experimentación con las ideas y obtención de conclusiones nuevas? ¿No se trata a
la postre de un método de conocimiento similar a la investigación del
científico? Por supuesto que sí, podría haber contestado Averroes, cuya
desconfianza hacia los intérpretes oficiales del islam derivaba de esa ausencia
de inquietud por profundizar en el conocimiento de Dios a través de la vía de
la razón, facultad que el propio creador había concedido a los seres humanos
para alcanzar su fin más elevado, como era vivir de un modo justo y feliz.
Capítulo
IV
Una utopía basada en la religión
Averroes basó su teoría del Estado en los
principios de orden social, igual dignidad entre los sujetos y respeto a la
religión. Solo una sociedad con esos valores alcanzaría la felicidad, siempre
bajo la dirección de un gobernante-filósofo cuya legitimidad descansaría en la
conciencia del deber cumplido.
Averroes
escribió páginas manifiestamente utópicas. A pesar de su vocación racionalista,
y de su empeño en conocer las cosas del mundo mediante la empiria,
la experiencia, no tuvo reparos en dejarse llevar por la imaginación y diseñar
una sociedad ideal. Ahora bien, ¿se trataba de simples sueños? ¿De un
divertimento para aligerar el sesudo trabajo intelectual de este polímata
cordobés? Puede decirse que no. La imaginación del cadí no volaba autónoma en
busca de paraísos imposibles, sino que era propulsada por la racionalidad
escrupulosa del filósofo, quien se resistía a conceder su aprobación a la
organización social que contemplaba en su tiempo. Para respaldar su
descontento, interponía como prueba de la sinrazón vigente el derroche de
violencia realizado por los poderes públicos, un problema que, curiosamente,
también presentaba su trasunto médico: «Nada hay más indicativo de la mala
conducta de los ciudadanos y de la ruindad de sus ideas que el hecho de que
tengan necesidad de jueces y médicos, señal de que carecen de cualquier clase
de virtud y solo las cumplen por la fuerza».
Nótese
que esta afección era colectiva. La padecían todos los miembros del cuerpo
social, lo que indica que Averroes establecía una estrecha relación entre la
baja catadura moral de los individuos y las enfermedades, ora físicas ora
espirituales y cívicas, reflejo las últimas de los descuidos a que conducían
las primeras.
Apuntes
para un estado ideal
Cierto
que esta ausencia de virtud a nivel popular estaba en relación directamente
proporcional a la falta de educación del pueblo. Solía ocurrir que los
gobernantes hacían dejación de su principal cometido, que estribaba
precisamente en la instrucción de la plebe, a realizar mediante la promulgación
de leyes justas y la ejemplaridad de la propia conducta (los buenos ejemplos);
un esquema de despotismo justo y protector, al estilo de cuanto un padre hace o
debiera hacer para asegurar la buena crianza de sus hijos.
Ese
olvido de su función didáctica por parte de los gobernantes hacía que los
regímenes políticos conocidos no se ajustasen a las exigencias racionales de
Averroes. Así que el filósofo se dispuso a delinear los trazos de su Estado
ideal, convencido de que lo racional tiene que ser factible. De otro modo
fracasaría la sabiduría de Dios, que creó al hombre dotado de cualidades
lógicas para mejor perseguir su seguridad y provecho.
El
plan: la armonía
Si el fin de la política, como se ha dicho, es la consecución material de la
felicidad, ese logro implica el requisito previo de una sólida armonía entre
los distintos miembros del tejido colectivo, ya que «no existe peor mal en el
gobierno social que aquella política que hace de una sola sociedad varias, al
igual que no hay mayor bien en las comunidades que aquello que las reúne y
unifica». «Divide y vencerás», dice el refrán popular, y Averroes no andaba
errado cuando consideraba que el peor enemigo de un Estado o comunidad
determinada haría muy bien en sembrar en su seno las semillas de la fracción por
motivos ideológicos o materiales.
La
armonía, que puede entenderse como sentimiento de pertenencia a una comunidad
inspirada por fines cooperativos y solidarios, no se obtiene solo por gracia de
la buena predisposición de los miembros del colectivo social; incluso cuando se
diera el caso de que esa voluntad fuera unánime, harían falta unas directrices
de organización, las cuales tampoco pueden ser fruto de la espontaneidad bien
intencionada. Pero hay un modelo que sirve para todas las formas de regulación:
se trata del orden universal, que el ser humano —por lo menos, el filósofo—
puede captar mediante su capacidad racional.
Así
pues, la organización resulta más que fundamental, imprescindible. Fíjense,
podría decir Averroes, en el armónico movimiento de las esferas que
compartimentan el cosmos, perfectamente conjuntadas pero fijas en sus
posiciones celestes. Ninguna cambia su ubicación para interferir en el ámbito
de otra, y los estamentos sociales deben comportarse de igual modo. En otras
palabras, la utopía de Averroes tenía como referente el juego de equilibrios
que estabilizaba el gran sistema físico del cosmos.
El
ligamen: el amor
No existe peor mal en el gobierno social que
aquella política que hace de una sola sociedad varias, al igual que no hay mayor
bien en las comunidades que aquello que las unifica.
Comentarios a la República de Platón
Recuérdese
que Averroes defendía que el universo está animado por el primer motor, Dios,
que confiere dinamismo a las esferas. Pero no solo se trata de un empujón físico,
sino de una fuerza alimentada por el amor, que mantiene vivo al mundo, y que se
ve correspondido por la tendencia de todos los entes hacia su finalidad
natural. El filósofo devuelve ese amor a través de su inquietud intelectual;
toda su pesquisa está alimentada por el deseo de alcanzar la verdad, que
equivale a ver y comprender la repercusión de ese orden superior en todas las
facetas de la realidad, incluida la sociedad humana. En el seno de este
colectivo se reúnen una serie de estamentos que por su organización pueden
compararse a las esferas que organizan la disposición de los astros, y que en
su aspecto más funcional también deben mantenerse unidos por un amor doblemente
manifestado: por un lado, hacia los demás miembros del cuerpo social y, por otro,
hacia la verdad que representan las leyes sabias que aportan a la comunidad la
interpretación más adecuada del orden divino.
La
norma: la revelación
Téngase por último en cuenta que las obras del amor entre los humanos están
desglosadas por una autoridad irrebatible, el libro sagrado del Corán
(accesible, como ya se dijo, a la comprensión de todos los individuos, sea cual
sea su inteligencia o extracción cultural). Su mensaje, «la Ley», en tanto que
revelado, procede directamente de la inteligencia de ese primer motor del que
hablan los filósofos. Ante semejante autoridad, toda legislación positiva
deberá amoldarse a sus principios básicos, que no pueden contravenirse y cuya
observancia dignifica al Estado:
Todos
los filósofos están de acuerdo en que los principios del comportamiento deben
ser tomados de la Ley, pues no hay nada que demuestre la necesidad de la
acción, a no ser la existencia de virtudes alcanzadas por medio de acciones
morales y su práctica. De ahí que todos los sabios sostengan la opinión de que
los principios de la acción y las regulaciones prescritas en todas las
religiones son recibidos de los profetas y legisladores, que contemplan esos
principios necesarios como el medio más adecuado para incitar a la masa a
realizar acciones virtuosas.
En
resumen, la educación (que implica la existencia de educadores), la armonía (o
conciencia de pertenencia), el amor (la solidaridad) y la verdad revelada en el
Corán son las cuatro patas de esa mesa a la que los humanos están llamados a
sentarse para compartir con provecho y felicidad su vida cotidiana.
La complementariedad de los oficios
Averroes,
quizá por sus conocimientos anatómicos, entendía la sociedad como un gran
cuerpo, compuesto por numerosos órganos que poseen características peculiares,
pero cuyo funcionamiento solo puede comprenderse en relación a la totalidad.
Por eso decía el sabio andalusí que todos los individuos son igualmente dignos
si desempeñan su ocupación con honradez, puesto que no hay órganos preferentes
en un cuerpo humano: el cerebro, por ejemplo, es sede de las potencias
intelectuales que encumbran al hombre por encima de los demás animales, pero
moriría sin la sangre que el corazón bombea. Del mismo modo, esta no portaría
los necesarios nutrientes en ausencia del estómago, o se emponzoñaría si le
faltara la depuración que emprenden los riñones… Por eso es tan valioso el cadí
como el carpintero, el filósofo y el mercader. Todos son igualmente necesarios
para la supervivencia del cuerpo social, pero, eso sí, sin interferir en las
tareas de los otros, porque entonces se produciría el colapso. Cada cual en su
posición natural, como hubiera dicho Aristóteles.
Cuidado con el ímpetu de los guerreros
Al Averroes no ya teórico, sino analista de su tiempo le llamó la atención una
violación frecuente de ese principio de orden y armonía que la ciencia política
contemporánea atribuye a las sociedades no democráticas, o con regímenes
democráticos poco consolidados, como es la injerencia de los guardianes en la
vida pública, «lo que resulta muy nocivo, como puede comprobarse en nuestras
comunidades». De ahí que en el Estado ideal de Averroes se ejercería un control
atento sobre los miembros de la comunidad encargados de su seguridad y defensa.
Se supone que conformarían un cuerpo de individuos sensatos y conscientes de su
misión, puesto que habrían sido seleccionados y educados para ello, pero no se
le escapó al filósofo cordobés que las pasiones a menudo nublan la mente de las
personas más juiciosas. En tal caso, «nada sería más reprobable que poseyeran
una disposición que forzosamente les condujera a maltratar a los ciudadanos,
sobre todo teniendo en cuenta que poseen más fuerza y poder que el resto de
aquellos». Por eso «deben extremarse las precauciones respecto de los que
poseen la fuerza».
Elogio
de la monarquía
A lo anterior habría que añadir que Averroes era partidario de un régimen
monárquico, lo cual no parece extraño, pues la figura del rey —o califa, en el
caso del islam medieval— evocaba la presencia del Dios que todo lo preside.
Además, en este caso el modelo de régimen también estaba avalado por la
autoridad del profeta Mahoma, instaurador del califato.
Como
el primer motor del cosmos, el gobierno monárquico debe insuflar a la sociedad
el espíritu de las leyes justas, principio supremo de su movimiento y vitalidad
interna. Para ello, Averroes remitía a sus ya conocidas ideas pedagógicas, en
las que se reserva la gobernación del Estado a una casta de filósofos. Y como,
a diferencia de Dios, los hombres en general son volubles, atraviesan momentos
de debilidad y no pueden saberlo todo (filósofos incluidos), será fundamental
para este régimen político que el monarca se rodee de consejeros adecuados, en
los que pueda reconocerse una moralidad ímproba y contrastada sapiencia en las
materias que resulten imprescindibles para las tareas de gobierno.
Contra
la pobreza
Cuando Averroes hablaba de armonía, no solo estaba refiriéndose a una correcta
distribución estamental de la sociedad y a la aceptación del respectivo rol
social por cada uno de los miembros de esos estamentos. Siguiendo un
razonamiento que ya estaba presente en la República de Platón,
el filósofo andalusí entendió que la desigualdad actuaba como factor disolvente
de la sociedad.
«Desigualdad»
es un término que con frecuencia se baraja en la actualidad y no siempre con un
criterio de significación claro. Podríamos decir que Averroes la entendía como
la diferencia ofensiva en lo moral y discriminativa en lo material que conlleva
la acumulación de riquezas por parte de una minoría social. Si unos poseían
numerosos bienes, con su correlato de influencia y privilegios, y otros estaban
sometidos a la pobreza, no podía existir un sentimiento de pertenencia común;
en tales condiciones no se podía hablar de una sola sociedad, sino de varias,
articuladas por intereses ya no diferentes, sino opuestos. De este modo, la
desigualdad era origen de desunión (desarmonía) entre los miembros de la misma
comunidad, pero también entrañaba el riesgo de la tiranía (ejercida por quienes
pretendían conservar e incrementar sus privilegios) o la revolución (la
respuesta popular a la tiranía), ambas de nefastas consecuencias.
A
favor del comunismo de bienes
El problema también había sido atisbado en su momento por Aristóteles, primer
teórico político de la historia de Occidente que apostó por la nivelación de
las rentas, para crear en el seno de la polis una clase media
que confiriese estabilidad al cuerpo social. Y aún tenía Averroes un ejemplo
más cercano, el de su paisano —por ser también cordobés— Muhammad ibn Massarra
(883-931), polémico pensador que, aparte de ser declarado hereje por la
clerecía islámica de su tiempo, se opuso a cualquier acumulación de riqueza en
el seno de la sociedad andalusí. Con tan buenos maestros, el Comentarista no
tuvo inconveniente en proponer la más niveladora de todas las medidas
políticas, el comunismo de bienes:
Nada
hay que produzca mayores males y confusión en la sociedad que cuando un
ciudadano dice de algo concreto: esto es mío y eso no lo es. En las sociedades
en las cuales lo que es de uno es la comunidad, y lo que acontece a uno le
sucede a todos, la sociedad política es una, conjuntada y natural. […] Y así
debe suceder en aquellas sociedades cuya estructura social consideramos
virtuosa.
Las
propuestas económicamente igualitaristas de Averroes cayeron en saco roto en el
Imperio almohade del siglo XII, pero tiempo después sirvieron de inspiración
para algunos movimientos «comunistas» cristianos de la Baja Edad Media.
La pobreza, una ofensa contra el islam
Las
propuestas filosóficas de Averroes contaban siempre con el aval de las
enseñanzas coránicas, reveladas a Mahoma por un emisario divino, el arcángel
Gabriel, en una cueva del monte Hira, a las afueras de Medina, en la actual
Arabia Saudita (escena reproducida en este detalle de un manuscrito otomano del
siglo XV). Es lo que pasó cuando el cordobés preconizó la abolición de las
inmensas desigualdades de riqueza que afectaban a la sociedad andalusí. En este
ámbito, Averroes encontró evidentes concomitancias entre la filosofía política
del Estagirita, de orientación igualitarista en lo económico, y la tradición
islámica, que interponía trabas al lucro y la plutocracia: por ejemplo, el
principio de que solo quien trabaja la tierra puede ser propietario de ella,
presente en la Sunna; la obligación de dar limosna (zakat),
y la prohibición de la riba (riqueza que no tiene una
repercusión social) y la usura.
La
degradación de la política
Según
Averroes, el gobernante nunca debe descuidar sus tareas, puesto que el régimen
más virtuoso puede degenerar en otros a cuál más injusto hasta llegar al peor
de todos, la tiranía. El egoísmo no debe imponerse nunca a la virtud.
Averroes
no solo sentó los fundamentos racionales sobre los que habría de erigirse el
edificio del Estado ideal, sino que describió al detalle el proceso de
degradación que cualquier régimen político podía sufrir si no se cuidaban bien
los principios básicos de orden, armonía, instrucción y observancia de esa
«Ley», con mayúscula, expresada por el Corán.
Como
ya se ha dicho, la «sociedad virtuosa» está regida por un monarca amoroso,
sabio y prudente; además, se divide en estamentos sociales de tipo profesional,
que no interfieren en el funcionamiento de los demás grupos sociales y cuyos
miembros han recibido una educación especial, idónea para su función social (y
cabría añadir: a imagen de los antiguos gremios islámicos, corporaciones
profesionales cuyos miembros estaban unidos por estrechos lazos colectivos y
que incluso tenían su propio código de honor).
La
fractura de este orden daría paso a un proceso de corrupción con varios
eslabones políticos, refrendados por la historia. Pero ¿en qué circunstancias
tendría lugar dicha quiebra? Averroes responde tajante: con mucha frecuencia,
cuando se evidencia la asunción de tareas ajenas a la propia pertenencia
estamental; labores para las que los individuos no han sido instruidos, lo cual
provoca que los sujetos en quienes predomina el alma racional queden alejados
de las responsabilidades de gobierno. De este modo, la sociedad pierde su
dirección natural y se ve abocada al mandato caprichoso e interesado de
individuos proclives a la ira o la avaricia. De casos así, el pasado está
repleto. Piénsese en la usurpación del poder por camarillas militares que
imponen sobre la sociedad una política bélica, como si estuvieran ocupando un
país enemigo. O cuando el gobierno del Estado queda en manos de grupos que solo
promueven políticas favorables a sus negocios particulares. En ambos casos, las
consecuencias son nefastas para la mayoría de la sociedad, y de modo especial
para las gentes más humildes.
La
sociedad justa deviene en timocracia cuando los gobernantes —y también sus
súbditos, llevados por el mal ejemplo y las leyes erróneas que provienen de
aquellos— dejan de buscar la virtud para perseguir la obtención de honores; la
fuerza y su hija predilecta, la imposición, se convierten en los nuevos valores
de este régimen. Pero ocurre con frecuencia que el poder nunca se desea por sí
solo; o que, aun siendo así, el mero hecho de detentarlo pone al alcance del
gobernante una serie de lujos y prebendas con los que antes no había contado.
Es así como una sociedad timocrática se convierte en plutocracia: sus
gerifaltes corren a cubrirse de riquezas y, para preservarlas e incrementarlas,
establecen alianzas con las clases adineradas de la sociedad mientras mantienen
su acción represiva contra el pueblo, tomado como mero instrumento del propio
beneficio.
Toda
plutocracia se caracteriza por la creciente acumulación de bienes en manos de
unos pocos. Claro está, ese proceso conlleva sus riesgos, porque puede
favorecer el descontento popular y propiciar conjuras contra los gobernantes.
La avidez de los plutócratas suele ser tan grande que no se dan cuenta del
peligro de arruinar a la mayor parte de la sociedad en aras del propio interés;
creen que el ejercicio tenaz de la violencia disuade al pobre de la rebelión,
pero no es así. A pesar de la crueldad de los medios represivos legales
empleados durante la Edad Media, no hay país de Europa que no haya registrado
en esa época sangrientas revueltas populares, causadas por la humillación, la
pobreza o la hambruna. Averroes no era ajeno a esta realidad, y la dio como
probada en su Comentario a la República de Platón.
El
problema principal estriba en que estas revueltas, cuando triunfan, tampoco
suponen el regreso a ninguna configuración política digna de ser llamada
virtuosa, por mucho que sus instigadores y líderes así lo proclamen en
declaraciones de propósitos cargadas de unción y solemnidad. O engañan a los
demás —incluso a sí mismos— o yerran en sus intenciones y obras. Así pues, el
triunfo de la revolución da paso a una democracia que en realidad es demagogia,
el poder de las palabras vacías. Y aparte de la mentira congénita a este
régimen, que lleva implícito el incumplimiento de todas las promesas (con el
subsiguiente desencanto social), otro grave problema inherente al mismo es que
cunde la relajación de los valores cívicos y morales, y el sistema político no
premia el mérito de los individuos. ¿Qué ocurre finalmente? La razón tampoco se
impone, pues nadie admite la autoridad del más sabio, llevado de su propio
orgullo de pertenencia a un colectivo igualitario, y lo que es peor, nadie está
dispuesto a sacrificarse por una sociedad así, ni siquiera quienes deberían
asumir el papel de defensores. No resulta extraño, pues, que la demagogia
perezca ante cualquier convulsión interna o cuando hace su aparición un peligro
exterior.
Cuando
los problemas son internos, cabe buscar su causa en la falsa igualdad del
régimen democrático/demagógico. A tenor de esa mentira implícita ya señalada
anteriormente, los gobernantes que dicen velar por los intereses del pueblo tan
solo se preocupan del provecho propio; de algún modo piensan que merecen la
honra de gobernar, aunque carezcan de la virtud ética del sabio, que solo
atiende al deber. Por eso el descontento de las masas puede volcarse de nuevo
en rebelión. Buen caldo de cultivo, esta situación, para que personajes
histriónicos o perversos, pero investidos de dotes públicas, se anuncien como
salvadores y encabecen revueltas de signo caudillista, que al triunfar sientan
un poder tiránico. Y vuelta a empezar: el benefactor de los pobres olvida sus
proclamas de justicia para rodearse de poder y lujo, parasitando los recursos
materiales de la sociedad. De este modo, los súbditos quedan reducidos a la
categoría de esclavos (o poco más), una condición mucho peor que la conocida en
regímenes anteriores. El tirano, por su parte, sabedor de que el pueblo vive
descontento, creerá ver conjuras por doquier y reforzará el control violento
sobre sus súbditos, aparte de vivir en la continua desazón que le provoca el
peligro de ser depuesto y ajusticiado («no hay peor condición que la del
tirano»). En suma, la espiral del dolor y la infelicidad convertirá este
régimen en el peor de todos los posibles.
¿Cuál
es la moraleja de este proceso de degradación? Ni más ni menos que la necesaria
conservación del orden natural. Si el cosmos no tuviera un primer motor que
obra por amor e infunde una norma sabia a los movimientos de los astros, el
cielo se convertiría en un caos que impediría la vida. Lo propio ocurre con la
sociedad que pierde su virtud y antepone al ideal de la sabiduría las ansias de
poder o riquezas.
Crítico
de su tiempo
Para aportar datos empíricos que mostrasen la veracidad de su análisis,
Averroes se enfrascó en un recorrido histórico de la umma (comunidad)
islámica, cuyas conclusiones no puede decirse que fueran positivas.
Sostuvo
el filósofo andalusí que en los primeros tiempos del califato, el ejemplo
reciente del profeta Mahoma, arquetipo de santidad y modelo de legislador, hizo
que los iniciales soberanos mantuvieran una observancia estricta de la Ley y se
preocuparan por el bienestar de sus súbditos: Abū Bakr al-Siddīq, Umar ibn
al-Jattab, Uthmān ibn 'Affān y Alī ibn Abī Tālib se sucedieron en el breve
período conocido como califato ortodoxo (632-661), denominación que por sí sola
habla de la rectitud con que procedieron tales gobernantes y del respeto a las
reglas originales de este régimen. Sin embargo, la institución empezó a
deteriorarse en su esencia con el inicio del califato omeya, fundado en 661 por
Mu'āwiya ibn Abī Sufyān (602-680), quien hizo hereditaria la transmisión del
poder (hasta entonces, los califas habían sido elegidos por asambleas de
ancianos y sabios).
La
dinastía Omeya, con capital en Damasco, incorporó al islam el Cáucaso, la
Transoxiana, el Sind, el Magreb y la mayor parte de la península Ibérica
(al-Ándalus), pero su integridad moral no pudo soportar la acumulación de poder
y riquezas que tantas conquistas le depararon. Para Averroes, los Omeya habían
desarrollado un «culto a la fuerza y el poder» incompatible con las enseñanzas
coránicas; a la par, el antiguo sistema de gobierno, en el que el califa
contaba con el dictamen de los individuos más sabios para tomar las decisiones
de Estado, se transformó en la dictadura de los plutócratas, sin otro fin que
incrementar sus riquezas a costa de la opresión del pueblo.
En
el año 750, el califa omeya de Damasco Marwan III fue asesinado por Abū
al-'Abbās 'Abdu'llāh ibn Muhammad al-Saffāh (721-754), fundador de la dinastía
abbasí. Pero un miembro de la casa Omeya, el emir (gobernador) Abderramán, no
admitió la nueva autoridad y se proclamó califa de al-Ándalus en 929 (reinó con
el nombre de Abderramán III). Esta independencia con respecto a Damasco no
supuso, según Averroes, ninguna corrección en el errado rumbo que la
institución califal había tomado con los antepasados del monarca andalusí. Del
mismo modo, tanto los reinos de taifas establecidos tras la disolución del
califato cordobés (1031) como la administración instaurada por el califato
almorávide (1040-1147) solo habían sido gobiernos de facciones con intereses
espurios, que le merecían idéntico juicio denigratorio al sabio.
¿Qué
opinión tenía Averroes acerca de los gobiernos de sus dos protectores, los
califas almohades Yusuf I y Yusuf II? Desde luego, no reservaba para ellos un
dictamen tan severo, pues concedió que sus regímenes se parecían «al gobierno
basado en las normas». Reconocía así cierto interés de ambos soberanos en la
honorabilidad de la acción política. Sin embargo, no dejó de recordar que la
plutocracia seguía moviendo los hilos maestros de la administración e influía
de modo decisivo en las decisiones de los gobernantes. El filósofo tenía
reservados sus peores denuestos para la familia almorávide de los Banu Ganiya,
que se mantuvo insumisa al poder almohade ejerciendo la soberanía sobre las
islas Baleares, entre 1126 y 1203, período en el que la piratería insular se
convirtió en un lucrativo negocio. Averroes citó este linaje como ejemplo de
tiranos ávidos y sanguinarios.
Retomando
la historia de al-Ándalus para cotejarla con la degradación de los regímenes
políticos, el sabio cordobés sostuvo que el califato omeya de Córdoba había
sido una timocracia (de hecho, puede decirse que asimiló tal régimen desde su
precedente de Damasco); sus sucesores, los reinos de taifas, fueron ejemplo de
gobiernos demagógicos, y las posteriores invasiones de almorávides y almohades
cerraron el círculo con formas tiránicas, respaldadas por los estamentos
adinerados de la sociedad andalusí. Y ello, a pesar de los esfuerzos del califa
Yusuf II por moralizar su gobierno.
Buena
parte de los problemas que afligieron al filósofo andalusí en la última parte
de su vida quizá devinieran de estos análisis, debidos a su espíritu libre, que
nunca rehuyó la crítica al poder establecido pese a formar parte de su
estructura administrativa, por su doble condición de cadí y consejero áulico.
Los califas, soberanos absolutos
La
dignidad de califa reúne en la misma persona el poder ejecutivo y la dirección
religiosa de la umma, la comunidad de creyentes, igual que los
Papas-reyes que gobernaron los Estados Pontificios.
El
ejercicio del califato exige el cuidado y mantenimiento de los principios de la
fe, como delegación de la memoria y obra de Mahoma.
La
lista de estos soberanos se inicia con Abū Bakr (573-634), primer hombre que se
convirtió a la nueva religión predicada por el profeta. Fue elegido califa por
consenso de la comunidad islámica en el año 632 (sobre estas líneas,
representado con en una miniatura turca del siglo XVI). En 651, Mu’āwīyah ibn
Abī Sufyān I instituyó el califato hereditario. En 929, el emir de al-Ándalus,
Abderramán III, proclamó el califato de Córdoba.
La
utilidad política de la religión
Ya se ha dicho que las leyes de un Estado ideal deberían inspirarse en la
«Ley», como correspondería a un gobierno de fe islámica que se preciara de
ortodoxo. Por ello no resulta extraño que el gobernante-filósofo vuelva sus
ojos hacia la verdad revelada para inspirarse ya no solo en el contenido del
mensaje, sino en su expresión, asequible a todos los humanos, que servirá como
ejemplo para que el legislador no se enfrasque en discursos complejos, que
dejen lugar a la duda en las mentes incapaces de comprender su hondura
conceptual. Esta exigencia no resulta de menor trascendencia, pues, en palabras
del filósofo andalusí, quien ponga en tela de juicio la veracidad de la Ley
«merece ser castigado», de modo que la pena tiene que imponerse a la maldad del
incrédulo, no a la ignorancia de quien ha sido mal instruido. De lo anterior se
colige que la religión tiene una función pública evidente, pues induce a los
humanos a seguir «un régimen de vida que les es propio en tanto que hombres y
los conduce a la felicidad que les conviene particularmente», gracias a su
prédica de la sumisión del individuo ante Dios, la obligación de desarrollar
las potencialidades racionales del intelecto, la igual dignidad de todos los
creyentes y la práctica de la caridad con los semejantes. Estas pautas de
conducta, virtuosas en sí mismas, despiertan la virtud de los particulares,
quienes, al cumplirlas, se garantizan «una vida feliz».
Pero
incluso cuando el hombre está convencido de que practicando la virtud será
feliz, nunca se puede garantizar que vaya a mantenerse en todo momento dentro
de los renglones trazados por la Ley revelada y las leyes positivas. Valiéndose
de este defecto humano, el filósofo andalusí justificó la legitimidad de la
autoridad de los gobernantes.
La
función y los límites del gobernante
Si la coerción no se aplicase a los pueblos,
inevitablemente se desembocaría en la guerra.
Comentarios a la República de Platón
Desde
las alturas de su magistratura, que en un Estado bien ordenado equivalen a la
proyección pública de su valía intelectual, el gobernante tiene la misión de
plasmar en el plano de la realidad la idea abstracta de justicia, según la cual
cada uno de los ciudadanos desempeñará el cometido social para el cual esté
dotado (recuérdese que Averroes hacía alguna corrección a la letra de tal
principio, pues estableció un filtro estamental para acceder a los empleos más
cualificados de la sociedad, como eran, a su entender, el gobierno y la
milicia). De este modo se garantizará la reproducción material de la comunidad,
así como su seguridad exterior. Por supuesto, para que prevalezca también
la reproducción moral de ese colectivo —es decir, la
permanencia a través del tiempo de los valores virtuosos— habrá de servirse de
leyes sabias, que fomenten los principios de la Ley debidamente adaptados a las
exigencias de la casuística social. Mientras así haga, el gobernante jamás
perderá su legitimidad: «Un legislador que ha obligado a actuar permanentemente
para el bien de todos es el más excelente en poder y rango, y los demás
[legisladores] son, por así decirlo, esclavos sumisos».
Debe
recordar el sabio-rey que «la perfección del gobernante en relación a su
súbdito no estriba en ser gobernante, sino que ser gobernante solo es
consecuencia de su perfección». Sentencia de la que puede obtenerse una valiosa
conclusión: la meritocracia es responsabilidad en estado puro, sin que conlleve
privilegio alguno. Quien dirige los asuntos del Estado tiene que limitarse a su
tarea legisladora y administrativa, sin pararse a pensar en lo que no le
corresponde, ni honores (un bien que sí se aviene con el temperamento del alma
irascible, propia de los guerreros) ni premios materiales (los ansiados por el
alma concupiscible, la del pueblo llano). Gobernar no es un estado, sino una
acción; una forma de vivir que no necesita más gratificación que las
satisfacciones intelectuales recibidas por el alma cuando cumple con sus
tendencias naturales.
Para
los malos filósofos, aquellos que no cumplen con su cometido
natural de instruir y regir, Averroes guardaba un reproche que en su boca
resulta sin duda terrible: merecían, «más que ningún otro, ser llamados
infieles». Del mismo modo, como «algunas ideas son veneno para un tipo de
hombres, aunque alimento para otros», también había que castigar al filósofo
que no se preocupase por amoldar su discurso a la capacidad de comprensión del
pueblo llano.
En
buena lógica puede obtenerse una segunda moraleja de todo lo anterior: el
gobernante que deja de ejercer su magistratura por amor a la propia dedicación
o que no se preocupa de comunicar debidamente con sus súbditos pierde de
inmediato la legitimidad y debe ser castigado. ¿Quiere eso decir que puede
destituírsele? Averroes dejó la cuestión sin responder. En sus escritos no se
hallará ningún llamamiento a la revolución, el tiranicidio o cualquier otra
medida drástica para deponer a los malos gobiernos. Se limitó a exponer la
degradación paulatina que conduce de unos regímenes a otros, sin entrar en
consejos prácticos. Pero era evidente que repudiaba cualquier despotismo, salvo
el ilustrado, que sin duda se hubiera resistido a calificar como
tal, puesto que no hay imposición sino instrucción (educación) cuando se dirige
el Estado de acuerdo a la razón y la Ley revelada.
Las
licencias de la política
Piensan algunos que el rostro de Averroes quedó timbrado de modo reluciente en
las dos caras, teórica y práctica, de la moneda de la política. Sin embargo,
las apariencias engañan a menudo, y no puede ocultarse que el filósofo cordobés
también pagó su tributo al realismo —o a lo que él entendía por realidad— y
aportó instrucciones precisas que solo pueden entenderse en el marco del
concepto, tan propio de Nicolás Maquiavelo (1469-1527), de la «razón de Estado»
(la justificación de ciertos actos de dudosa moralidad destinados a la
preservación del régimen estatal). Como en el caso del estadista florentino, al
sabio andalusí le pudo finalmente el fatalismo; la consideración de que gran parte
de la humanidad vivía y viviría siempre poco menos que en la inopia moral, y
que solo los ejemplos virtuosos respaldados por la coerción podrían mantener la
paz social por encima de los desafueros de las pasiones individuales:
Entre
las cosas buenas existen algunas que solo pueden existir mezcladas con mal, por
ejemplo, en el ser del hombre, compuesto de alma racional y animal. La
sabiduría divina ha ordenado, según los filósofos, que exista la mayor cantidad
posible de bien, aunque deba ir asociado a una pequeña cantidad de mal, porque
la existencia de un bien grande y un mal pequeño es preferible a la ausencia de
un gran bien a causa de un pequeño mal.
La
paz es mejor que la guerra, pero esta es necesaria en algunos casos; del mismo
modo, la persuasión es mejor que el castigo, mas no por ello debe olvidarse el
uso instructivo de este. Ahora bien, solo valen semejantes recursos cuando se
cumple el doble requisito de la necesidad y la buena intención. El califa puede
alzar a su pueblo en armas para defender la fe (ya se habló de la
interpretación bélica de la yihad), mas no para acrecentar su poder
temporal. Y cuando se castiga a los individuos o los colectivos por obras malas
que derivan de la imperfección del alma humana hay que hacerlo sin odio y del modo
más contenido posible, para que reluzca siempre el valor moral de la punición y
no pierda esta su carácter ejemplarizante. Uno y otro recursos son «males
instituidos para la consecución del bien».
Vida
después de la muerte
En
1198, el califa Yusuf II rectificaría los errores cometidos: dictó el perdón en
favor de Averroes, lo readmitió en la corte, le restituyó sus honores y su
puesto de médico personal, y se lo llevó consigo a Marrakech. Pero el
reencuentro entre el gobernante y su servidor fue breve, porque el filósofo
cordobés fallecería el jueves 9 del mes de safar del año 595 de la Hégira (10
de diciembre de 1198). Recibió sepultura en la macbara (cementerio)
de la puerta de Tagazaut de aquella ciudad marroquí; tres meses después, los
despojos del Comentarista fueron trasladados a Córdoba. Testigo de su póstuma
entrada en la antigua capital andalusí fue otro gran personaje de su tiempo,
Ibn Arabi, quien escribió al respecto:
Cuando
fue colocado sobre una bestia de carga el ataúd que encerraba su cuerpo,
pusiéronse sus obras en el costado opuesto para que le sirvieran de contrapeso…
Y dije para mis adentros: «A un lado va el maestro y al otro van sus libros.
Mas dime: sus anhelos, ¿viéronse al fin cumplidos?».
Si
el anhelo principal de Averroes era la difusión del amor al conocimiento y la
profundización en el saber filosófico, en tanto que este representaba la
materia principal de su clasificación de las ciencias, podría responderse
afirmativamente a la pregunta de Ibn Arabi, puesto que Averroes iba a
convertirse, en breve período de tiempo, en una figura de renombre universal
cuyos textos servirían de base para el despliegue de la filosofía cristiana
medieval. Si dicen de otro personaje hispano de la época, Rodrigo Díaz de
Vivar, el Cid Campeador, que después de muerto ganó una batalla ante las
puertas de Valencia, el legado intelectual de Averroes triunfó tras su
fallecimiento sobre cualquier otro pensador en los círculos académicos de la
Edad Media.
La
descendencia espiritual de Averroes
Como se ha dicho ya, la labor de difusión exterior del pensamiento de Averroes
no correspondió a sus discípulos andalusíes, sino al pensamiento cristiano de
la Baja Edad Media. La primera gran difusión al latín de sus obras tuvo lugar
entre 1150 y 1250. En primera instancia, los textos del cordobés fueron
estudiados y reinterpretados por el alemán Alberto Magno (h. 1206-1280) y el
inglés Robert Grosseteste (1175-1253), entre otros eruditos de la época, y
tuvieron grata acogida en las universidades de París, Padua y Bolonia. Desde
entonces se conoció con el nombre de averroísmo a un modo de entender y
desarrollar conceptualmente la filosofía a partir de las ideas expuestas por el
sabio cordobés en sus comentarios a Aristóteles, Platón y otros filósofos
antiguos.
Lo
anterior no quiere decir que las tesis de Averroes fueran tomadas al pie de la
letra por los estudiosos «infieles», simplemente que les sirvieron de
fundamento interpretativo, pues representaban la primera adaptación del sistema
aristotélico a un pensamiento de inspiración monoteísta, que compartía una
parte de su Corpus de creencias con la doctrina de la iglesia. De hecho,
también contaron con numerosos adversarios: cuestiones como la eternidad de la
materia, que contradecía el acto creador de Dios, o la —mal interpretada—
doctrina de la doble verdad, que cuestionaba la jerarquía gnoseológica de la
fe, provocaron la condena de Étienne Tempier (?-1279), obispo de París, quien
las consideró irreconciliables con la doctrina cristiana. Más tarde, Tomás de
Aquino (h. 1224-1274) se encargaría de depurar la visión averroísta de la
filosofía aristotélica, a fin de adaptarla definitivamente a los principios
dogmáticos de la religión cristiana. No obstante, la posición oficial del
Vaticano es que la doctrina de Averroes es incompatible con la fe católica.
El
averroísmo renació en el siglo XIV, época en que adquirió un importante cariz
político, con representantes como los profesores de la Universidad de París
Johann de Jandun (1280-1328), quien fue el primer pensador en calificarse a sí
mismo como «averroísta», y Marsilio de Padua (h. 1275-1343). Ambos defendieron
una concepción organicista de la sociedad, abogaron por el respeto a la
dignidad del pueblo y exigieron la moralización de la vida política, aparte de
preconizar reformas democráticas.
Fue
así como, a pesar de su fe islámica, Averroes fue uno de los personajes más
respetados por la intelectualidad cristiana medieval, hasta el punto de que el
poeta florentino Dante Alighieri (1265-1321), padre de la moderna lengua italiana,
lo homenajeó en su obra maestra, la Divina Comedia, convirtiéndolo
en uno de los habitantes del limbo. Este lugar, aunque formara el primer
círculo del infierno, estaba exento de penalidades, pues se trataba de una
suerte de refugio para los grandes próceres que no profesaron la religión
cristiana y por ello tenían vetada la entrada en el Paraíso, pero tampoco
merecían el tormento del fuego eterno. Allí le acompañaban Sócrates,
Aristóteles, Hipócrates, Euclides, Ptolomeo y Avicena, entre otros pensadores y
hombres de ciencia de la Antigüedad, así como poetas de la enjundia de Homero,
Horacio, Ovidio y Virgilio. Dante evidenció el gran mérito del cordobés, «que
hizo el gran comentario» (de Aristóteles).
Entre
los siglos XV y XVI, el averroísmo subsistió en la Universidad de Padua. Sus
cultivadores sostuvieron que el alma humana carecía de individualidad tras la
muerte, una vez separada del cuerpo, pero no obstante sobrevivía en el
intelecto común a la especie. Humanistas como Marsilio Ficino (1433-1499) y
Pietro Pomponazzi (1462-1525) le debieron buena parte de sus ideas. Pero la
filosofía tomaba nuevos derroteros de la mano del desarrollo de la
llamada Scientia Nova (Ciencia Nueva), y categorías como
sustancia o causa final estaban condenadas a perder su significado dentro de la
nueva visión mecanicista del cosmos. Así, cabe citar como último averroísta a
Giordano Bruno (1549-1600), defensor de la eternidad de la materia y la
supremacía del saber filosófico. Bruno fue torturado y quemado vivo por la Inquisición
romana por compartir el espíritu inquieto y libre, enamorado del conocimiento,
del modesto cadí que desde al-Ándalus iluminó a toda Europa con su sabiduría.
La
ciudad de Córdoba ha dedicado este monumento a uno de sus hijos más ilustres,
Averroes. La escultura, original de Pablo Yusti, fue inaugurada en 1967, y se
encuentra junto a uno de los lienzos de la muralla árabe local. Aunque la vida
del filósofo estuvo íntimamente relacionada con otras ciudades del Imperio
almohade, como Marrakech y Sevilla, en Córdoba fue donde se crió, así como el
lugar donde ejerció durante largos años como cadí, impartiendo justicia entre
sus vecinos
Apéndices
Glosario
ALMA |
Siguiendo
a Platón, Averroes consideró que el alma humana posee tres facultades: concupiscente (atraída por los
bienes materiales), irascible (dominada
por el deseo de acción y gloria) y racional
(inclinada hacia el pensamiento abstracto que supera el conocimiento
sensorial y de sentido común). Dichas facultades están presentes en todos los
humanos, pero se da el caso de que predomina una u otra en los diferentes
individuos. Las almas dominadas por cada una de ellas serán, respectivamente,
materiales (aptas para las
profesiones manuales y comerciales), esforzadas
(proclives a la milicia) y contemplativas
(correspondientes a los gobernantes). |
AMISTAD |
El
principal bien de la vida humana y un requisito necesario para la felicidad.
Representa otra de las ventajas de la vida en sociedad, que es el mejor
ambiente para promoverla. Averroes distinguió entre la «amistad natural»,
basada en la consanguinidad, y la «amistad moral», nacida de las relaciones
sociales. Así pues, el concepto abarca tanto el amor filial como los vínculos
afectivos con personas ajenas a la propia familia; entre ambas, la segunda le
parecía más meritoria. |
AMOR |
Es
la fuerza que da vida al cosmos, originaria del primer motor. También impele
el pensamiento del filósofo, cuya inquietud intelectual está alimentada por
el amor a la verdad (que es amor al conocimiento de Dios, primer motor del
universo). |
AVERROÍSMO |
Corriente
de pensamiento medieval que partió del estudio de los textos de Averroes,
traducidos del árabe al latín. Adaptó las ideas del filósofo andalusí al
pensamiento cristiano, con mayor o menor contenido crítico según los diferentes
autores adscritos a este movimiento, entre los cuales destacaron Alberto
Magno y Tomás de Aquino. |
CAUSA |
Averroes
siguió el modelo causal que Aristóteles había propuesto para explicar los
procesos de cambio físico, basado en cuatro principios antropomórficos: las
causas material (de la que está hecha una cosa y que permanece siempre
inmanente al objeto, en calidad de sustrato), formal (la pauta de
organización y estructura de la materia, su forma o modelo), eficiente
(aquello que puede considerarse el origen o hacedor del cambio que dio lugar
al efecto que constituyó el objeto) y final (el objetivo hacia el cual se
orienta la producción de una cosa). A ellas podría sumarse una quinta, la
causa primera (el primer motor), puesto que sin el orden dinámico que ella
infunde al cosmos existiría la materia, pero no el mundo. |
COMENTARIO |
Subgénero
ensayístico cultivado por Averroes para exponer, aclarar y complementar
principalmente las obras de Aristóteles, aunque también comentó textos de
otros autores, como Platón o Alejandro de Afrodisia. Los escribió de tres
tipos: las paráfrasis o comentarios menores, en los que se fundían la cita
original y el comentario añadido por el cordobés; los comentarios medios, que
incorporaban las primeras palabras de cada párrafo de la obra tratada,
acompañadas por las notas de Averroes, y los comentarios mayores, que
copiaban la obra original en su totalidad, alternando sus párrafos con ideas
propias del comentarista. |
CORÁN |
Libro
sagrado de los musulmanes, cuyo contenido fue revelado a Mahoma por el
arcángel Gabriel en una cueva del monte Hira, cercano a la ciudad de Medina.
Expone las creencias de la religión islámica, pero también normas de
referencia para el derecho y la moral de los fieles de esta fe. |
COSMOS |
El
universo. Según Aristóteles y Averroes está formado por esferas concéntricas.
Dada su composición material se divide en dos regiones bien diferenciadas: el
mundo sublunar, esfera central del sistema donde se halla la Tierra (formada
por los cuatro elementos: aire, tierra, fuego y agua), y el mundo supralunar,
donde están la Luna y las estrellas fijas, formado por el éter, un material
más sutil y ligero. Las esferas supralunares se mueven regularmente en torno
a su centro, y están ocupadas por la Luna, el Sol, Venus, Mercurio, Marte,
Júpiter, Saturno y las demás estrellas. |
DIOS |
Véase primer
motor. |
ENTENDIMIENTO
AGENTE |
Principio
metafísico activo, inscrito en el alma humana, que hace las cosas
inteligibles. Es eterno y existe separado del cuerpo, aunque esté presente en
todos los hombres. |
ENTENDIMIENTO
MATERIAL |
Capacidad
intelectual de naturaleza individual y mortal, encargada de recibir la
información de los sentidos. Gracias a la iluminación del entendimiento
agente, puede separar los rasgos universales de los rasgos particulares de
cada objeto percibido, formando los conceptos abstractos. |
ESTADO |
Para
Averroes, el Estado ideal se basa en los principios del orden social, la
equiparación en dignidad de todos los sujetos (con independencia de su
estamento social) y el respeto a las enseñanzas de la religión islámica. El
logro y mantenimiento de esos valores supondrían la felicidad para todos los
súbditos del Estado, y solo podrían alcanzarse en aquellas sociedades
gobernadas por filósofos. |
FELICIDAD |
Averroes
sostuvo que la felicidad es la meta suprema de la vida humana, y la definió
como un acto inspirado por la virtud. Por tanto, la felicidad no es un bien
concreto, sino una acción, la que cada individuo realiza al cumplir
rectamente con la mejor disposición de su espíritu (el filósofo hallará la
felicidad en el desempeño de las tareas del gobierno, el soldado en la
defensa de la fe, el carpintero en la maestría de su oficio, etc.). |
FÍSICA |
Para
Averroes, ciencia dedicada al estudio del «ser en movimiento». Se trata de una
disciplina particular (solo contempla aspectos determinados del ser). Su
metodología es inductiva, pues está basada en la recopilación de datos
concretos a partir de cuyas relaciones observables pueden obtenerse reglas
generales. |
HADICES |
Los
dichos atribuidos al profeta Mahoma. Están redactados con forma de aforismo y
de sus mensajes derivan numerosas costumbres islámicas. |
MATEMÁTICA |
Para
Averroes, ciencia que estudia la «cantidad extraída de la materia». Al igual
que la física, es una disciplina particular (trata aspectos determinados del
ser). |
METAFÍSICA |
Para
Averroes, ciencia que se ocupa de las condiciones que debe reunir todo lo que
existe; es decir, la ciencia que estudia la sustancia. También la denominó
«teología» (porque es la encargada de mostrar la esencia del primer motor,
Dios). Al contrario que la física y la matemática, se trata de una disciplina
universal (versa sobre el sentido absoluto del ser). Su metodología es
deductiva (infiere hechos singulares desde principios generales). Averroes
consideró que la metafísica culminaba la escala de los saberes. |
MONARQUÍA |
El
tipo de gobierno preferido por Averroes, puesto que fue instaurado, en forma
de califato, por el profeta Mahoma. Sin embargo, consideró que el acceso al
trono debía ser meritocrático, no hereditario. |
NEOPLATONISMO |
Corriente
filosófica derivada de la doctrina de Platón. Surgió en Alejandría en el
siglo II de nuestra era. Desde una perspectiva religiosa, los neoplatónicos
interpretaron la Idea del Bien de Platón como la intuición de la existencia
de un Dios único, y consideraron que el resto de las Ideas o Formas eran
arquetipos de la mente divina, que habían servido como modelo de las cosas
del mundo. Este movimiento influyó notablemente en la filosofía islámica de
la Alta Edad Media. |
POLÍTICA |
Para
Averroes, el ser humano es zoon politikon, expresión formulada
por Aristóteles) por una inclinación natural. Esta tendencia, tan poderosa de
por sí, se refuerza con el cálculo racional de las ventajas ofrecidas por la
vida en sociedad para el desarrollo de la virtud y de las condiciones de la
existencia material. |
PRIMER
MOTOR |
Entidad
espiritual que infunde el movimiento de los astros. Averroes lo identificó
con Dios: aunque no sea el creador del cosmos, puesto que la materia es
eterna (según el cordobés), sí lo es del mundo como tal, pues este no
existiría sin el orden que la divinidad le aplica. Del primer motor procede
el orden que rige el universo. Su acción es voluntaria, por obra del amor y
sin ningún tipo de obligación exterior a su ser. |
SUNNA: |
Recopilación
de los hechos y ejemplos del profeta Mahoma, recogidos para la posteridad por
las personas que conocieron al fundador del islam. |
SUSTANCIA |
Receptáculo
que recoge los diversos atributos de la cosa, así como su materia y su forma.
Permanece siempre inmutable y no se advierte a través de los sentidos. Se
distinguió entre sustancia primera (la sustancia propiamente dicha) y la
sustancia segunda o esencia (el atributo que diferencia a la sustancia
primera de todas las demás sustancias). La sustancia segunda se predica de la
sustancia primera. |
VIRTUD |
Predisposición
adquirida a obrar con rectitud, que permite acceder a la felicidad. Averroes
distinguió entre virtudes teoréticas (relacionadas con el uso de la razón),
dianoéticas (que aluden a la capacidad de crear conceptos a partir de la
experiencia sensible), éticas (de motivación moral) y prácticas (la pericia
técnica). Las virtudes éticas son las únicas repartidas por igual entre todos
los seres humanos. |
YIHAD |
En
su sentido original, esfuerzo de purificación interior prescrito por el
profeta Mahoma. Con el paso de los siglos se identificó principalmente con la
«guerra santa» en defensa de la fe islámica. |
Obra
- Comentarios a las obras de Aristóteles: son los trabajos más renombrados de Averroes; en ellos se repasan
las principales obras del fundador del Liceo, además de exponerse la
propia doctrina del cordobés:
- Comentarios menores (que son glosas sobre algunos aspectos de las obras
tratadas) al Órganon, la Retórica, la Poética,
la Física, la Metafísica, De Caelo et Mundo, De
Anima, De partibus animalium, De generatione animalium y Parva
Naturalia.
- Comentarios medios (que incorporan algunos fragmentos del texto aristotélico,
seguidos de las anotaciones del comentarista) a la Retórica,
la Poética, la Física, la Metafísica,
la Ética nicomáquea, De Caelo et Mundo, De generatione et
corruptione y De Anima.
- Comentarios mayores (copias íntegras con alternancia de texto original y
aportaciones de Averroes) a la Física, la Metafísica,
De Caelo et Mundo y De Anima.
- Otras obras filosóficas: pueden citarse, entre otros títulos, los Comentarios a la República de
Platón; Destrucción de la destrucción, en la que responde al filósofo
Algazel en defensa de la filosofía de Aristóteles, y Sobre la
armonía entre la religión y la filosofía. También dedicó comentarios a
obras de filósofos como Alejandro de Afrodisias, Nicolás de Damasco,
al-Fārābī, Avicena y Avempace.
Lecturas
recomendadas
- ALONSO, M., Teología de Averroes,
Córdoba, Universidad de Córdoba, 1998. Hablar de teología en Averroes
implica el abarcar su pensamiento metafísico, pero también entender la
lucha entre el creyente que no quería desplazarse ni un ápice de los
presupuestos de su fe y el filósofo que aceptó herejías como la eternidad
de la materia.
- BELLIDO BELLO, J. F., Yo, Averroes,
Córdoba, El Almendro, 2012. Un libro de divulgación de calidad a cargo de
un especialista en la filosofía de Averroes, que se sirve para su
exposición de un lenguaje sencillo y claro, reforzado por ilustraciones.
- CASTILLEJO GORRAIZ, M., Averroes, el
aquinatense islámico, Córdoba, Obra Social y Cultural de Cajasur,
2000. Un repaso a la filosofía de Averroes que muestra su influencia sobre
el pensamiento cristiano medieval y de modo especial en Tomás de Aquino.
- COCCIA, E., Filosofía de la
imaginación: Averroes y el averroísmo, Buenos Aires, Adriana Hidalgo
Editora, 2009. Curioso estudio que aborda el protagonismo de la
imaginación en la teoría del conocimiento de Averroes.
- MAIZA OZCOIDI, I., La concepción de la
filosofía en Averroes: análisis crítico del Taháfut al-taháfut, Madrid,
Trotta-Universidad Nacional de Educación a Distancia, 2001. Monografía que
se centra en las ideas filosóficas y científicas de madurez, expresadas
en Destrucción de la destrucción.
- MARTÍNEZ LORCA, A., Averroes, el sabio
cordobés que iluminó Europa, Córdoba, El Páramo, 2010. Amena biografía
personal e intelectual de Averroes escrita por un especialista en la
filosofía medieval. Tiene ánimo divulgador, pues está pensada para su
lectura por un público no especializado. — Maestros de Occidente:
estudios sobre el pensamiento andalusí, Madrid, Trotta, 2007. Un
completo repaso a la ciencia y la filosofía desarrollada en al-Ándalus
tanto por musulmanes como por hebreos, que tuvieron en Averroes y
Maimónides, respectivamente, sus principales representantes.
- PACHECO PANIAGUA, J. A., Averroes:
Biografía intelectual, Córdoba, Almuzara, 2011. Interesante opción
para conocer el pensamiento de Averroes sin necesidad de estar versado en
la filosofía medieval. Prioriza los contenidos conceptuales a los datos
biográficos.
- RAMÓN GUERRERO, R., Filosofías árabe y
judía, Madrid, Editorial Síntesis, 2004. Completo repaso a las
filosofías árabe y hebrea medievales, que responde al modelo del manual
universitario. La exposición sobre Averroes incide principalmente en las
relaciones entre filosofía y religión.
- URVOY, D., Averroes: las ambiciones de
un intelectual musulmán, Madrid, Alianza Editorial, 2008. Una obra que
logra una buena amalgama narrativa entre contexto histórico, biografía y
pensamiento, relacionando con habilidad las ideas básicas que Averroes
desarrolló en distintos campos del saber.
Cronología
Vida
y obra de Averroes |
Historia,
pensamiento y cultura |
1120. Fundación de la Universidad de París. |
|
1126. Nace en Córdoba el día 14 de abril, en una
familia acomodada de jurisconsultos. |
|
1140. El monje Graciano compila el derecho canónico
cristiano. |
|
1143. Tratado de Zamora, que reconoce la
independencia de Portugal. |
|
1150. Apogeo de la Escuela de Traductores de Toledo,
fundada por el rey Alfonso X de Castilla. |
|
1152. Pedro Lombardo escribe las Sentencias. |
|
1153. Viaja a Marrakech (Marruecos), donde conoce al
médico y escritor Ibn Tufayl. |
|
1158. El Imperio almohade se extiende a al-Ándalus. |
|
1159. Primera redacción de sus compendios de lógica y
filosofía. |
|
1162. Concluye la redacción del Libro de las
generalidades de la medicina. |
|
1165. Un autor anónimo compone el Román
d'Alexandre, pieza señera de la literatura medieval francesa. |
|
1168. Ibn Tufayl, médico del califa Yusuf I, presenta
a Averroes al monarca almohade. |
|
1169. Averroes es nombrado cadí de Sevilla. Inicia la
redacción de los comentarios medios o paráfrasis. |
|
1170. Sevilla, nueva capital de al-Ándalus. |
|
1175. El poeta francés Chrétien de Troyes
escribe Parsifal. |
|
1180. Ocupa plaza de juez de Córdoba. Escribe
el Comentario mayor a los Segundos Analíticos. |
|
1182. Es nombrado médico del califa Yusuf I. |
|
1184. Concluye el tratado Destrucción de la
destrucción. |
|
1186. Comentario mayor de la Física de
Aristóteles. |
|
1190. Se inicia la Tercera Cruzada, en la que
participa el rey Ricardo de Inglaterra. |
|
1195. Los almohades derrotan a los castellanos en
Alarcos. |
|
1197. Cae en desgracia en la corte almohade y sufre
destierro en Lucena (Córdoba). |
|
1198. Muere en Marrakech el día 11 de diciembre. |
1198. Federico II es coronado rey de Sicilia, donde
practicará el mecenazgo. |
http://librosmaravillosos.com/averroes/index.html
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