Naufragios y
comentarios
Álvar Núñez Cabeza de Vaca
Proemio
Sacra, cesárea y católica Majestad:
Entre cuantos príncipes sabemos haya habido en el mundo, ninguno pienso se
podría hallar a quien con tan verdadera voluntad, con tan gran diligencia y
deseo hayan procurado los hombres servir como vemos que a Vuestra Majestad
hacen hoy. Bien claro se podrá aquí conocer y que esto no será sin gran causa y
razón, ni son tan ciegos los hombres, que a ciegas y sin fundamento todos
siguiesen este camino, pues vernos que no sólo los naturales a quien la fe y la
subjeción obliga a hacer esto, más aún los extraños trabajan por hacerle
ventaja. Mas ya que el deseo y voluntad de servir y a todos en esto haga
conformes, allende la ventaja que cada uno puede hacer, hay una muy gran
diferencia no causada por culpa de ellos, sino solamente de la fortuna, o más
cierto sin culpa de nadie, más por sola voluntad y juicio de Dios; donde nace
que uno salga con más señalados servicios que pensó, y a otro le suceda todo
tan al revés, que no pueda mostrar de su propósito más testigo que a su
diligencia, y aun ésta queda a las veces tan encubierta que no puede volver por
sí. De mí puedo decir que en la jornada que por mandado de Vuestra Majestad
hice de Tierra Firme, bien pensé que mis obras y servicios fueran tan claros y
manifiestos como fueron los de mis antepasados y que no tuviera yo necesidad de
hablar para ser contado entre los que con entera fe y gran cuidado administran
y tratan los cargos de Vuestra Majestad, y les hace merced. Mas como ni mi
consejo ni diligencia aprovecharon para que aquello a que éramos idos fuese
ganado conforme al servicio de Vuestra Majestad, y por nuestros pecados
permitiese Dios que de cuantas armadas a aquellas tierras han ido ninguna se
viese en tan grandes peligros ni tuviese tan miserable y desastrado fin, no me
quedó lugar para hacer más servicio de éste, que es traer a Vuestra Majestad
relación de lo que en diez años que por muchas y muy extrañas tierras que
anduve perdido y en cueros, pudiese saber y ver, así en el sitio de las tierras
y provincias de ellas, como en los mantenimientos y animales que en ella se
crían, y las diversas costumbres de muchas y muy bárbaras naciones con quien
conversé y viví, y todas las otras particularidades que pude alcanzar y
conocer, que de ello en alguna manera Vuestra Majestad será servido: porque
aunque la esperanza de salir de entre ellos tuve, siempre fue muy poca, el
cuidado y diligencia siempre fue muy grande de tener particular memoria de
todo, para que si en algún tiempo Dios nuestro Señor quisiese traerme a donde
ahora estoy, pudiese dar testigo de mi voluntad, y servir a Vuestra Majestad.
Lo cual yo escribí con tanta certinidad, que aunque en ella se lean algunas
cosas muy nuevas y para algunos muy difíciles de creer, pueden sin duda
creerlas: y creer por muy cierto, que antes soy en todo más corto que largo, y
bastará para esto haberlo ofrecido a Vuestra Majestad por tal. A la cual
suplico la reciba en nombre del servicio, pues éste solo es el que un hombre
que salió desnudo pudo sacar consigo.
Capítulo I
En que cuenta cuándo partió la armada, y los oficiales y gente que en ella iba
17 días del mes de junio de 1527 partió del puerto de San Lúcar de
Barrameda el gobernador Pánfilo de Narváez, con poder y mandado de Vuestra
Majestad para conquistar y gobernar las provincias que están desde el río de
las Palmas hasta el cabo de la Florida, las cuales son en Tierra Firme; y la
armada que llevaba eran cinco navíos, en los cuales, poco más o menos, irían
seiscientos hombres. Los oficiales que llevaba (porque de ellos se ha de hacer
mención) eran éstos que aquí se nombran: Cabeza de Vaca, por tesorero y por
alguacil mayor; Alonso Enríquez, contador; Alonso de Solís, por factor de
Vuestra Majestad y por veedor; iba un fraile de la Orden de San Francisco por
comisario, que se llamaba fray Juan Suárez, con otros cuatro frailes de la
misma Orden. Llegamos a la isla de Santo Domingo, donde estuvimos casi cuarenta
y cinco días, proveyéndonos de algunas cosas necesarias, señaladamente de
caballos. Aquí nos faltaron de nuestra armada más de ciento y cuarenta hombres,
que se quisieron quedar allí, por los partidos y promesas que los de la tierra
les hicieron. De allí partimos y llegamos a Santiago (que es puerto en la isla
de Cuba), donde en algunos días que estuvimos, el gobernador se rehízo de
gente, de armas y de caballos.
Sucedió allí que un gentilhombre que se llamaba Vasco Porcalle,
vecino de la villa de la Trinidad, que es en la misma isla, ofreció de dar al
gobernador ciertos bastimentos que tenía en la Trinidad, que es cien leguas del
dicho puerto de Santiago. El gobernador, con toda la armada, partió para allá; más
llegados a un puerto que se dice Cabo de Santa Cruz, que es mitad del camino,
parecióle que era bien esperar allí y enviar un navío que trajese aquellos
bastimentos; y para esto mandó a un capitán Pantoja que fuese allá con su
navío, y que yo, para más seguridad, fuese con él, y él quedó con cuatro
navíos, porque en la isla de Santo Domingo había comprado un otro navío.
Llegados con estos dos navíos al puerto de la Trinidad, el capitán Pantoja fue
con Vasco Porcalle a la villa, que es una legua de allí, para recibir los
bastimentos; yo quedé en la mar con los pilotos, los cuales nos dijeron que con
la mayor presteza que pudiésemos nos despachásemos de allí, porque aquel era
muy mal puerto y se solían perder muchos navíos en él; y porque lo que allí nos
sucedió fue cosa muy señalada, me pareció que no sería fuera del propósito y
fin con que yo quise escribir este camino, contarla aquí. Otro día de mañana
comenzó el tiempo a no dar buena señal, porque comenzó a llover, y el mar iba
arreciando tanto, que aunque yo di licencia a la gente que saliese a tierra,
como ellos vieron el tiempo que hacía y que la villa estaba de allí una legua,
por no estar al agua y frío que hacía, muchos se volvieron al navío. En esto vino
una canoa de la villa, rogándome que me fuese allá y que me darían los
bastimentos que hubiese y necesarios fuesen; de lo cual yo me excusé diciendo
que no podía dejar los navíos. A mediodía volvió la canoa con otra carta, en
que con mucha importunidad pedían lo mismo, y traían un caballo en que fuese;
yo di la misma respuesta que primero había dado, diciendo que no dejaría los
navíos; más los pilotos y la gente me rogaron mucho que fuese, porque diese
prisa que los bastimentos se trajesen lo más presto que pudiese ser, porque nos
partiésemos luego de allí, donde ellos estaban con gran temor que los navíos se
habían de perder si allí estuviesen mucho. Por esta razón yo determiné de ir a
la villa, aunque primero que fuese dejé proveído y mandado a los pilotos que si
el Sur, con que allí suelen perderse muchas veces los navíos, ventase y se
viesen en mucho peligro, diesen con los navíos al través y en parte que se
salvase la gente y los caballos. Y con esto yo salí, aunque quise sacar algunos
conmigo, por ir en mi compañía, los cuales no quisieron salir, diciendo que
hacía mucha agua y frío y la villa estaba muy lejos; que otro día, que era
domingo, saldrían con la ayuda de Dios, a oír misa. A una hora después de yo
salido la mar comenzó a venir muy brava, y el norte fue tan recio que ni los
bateles osaron salir a tierra, ni pudieron dar en ninguna manera con los navíos
al través por ser el viento por la proa; de suerte que con muy gran trabajo,
con dos tiempos contrarios y mucha agua que hacía, estuvieron aquel día y el
domingo hasta la noche. A esta hora el agua y la tempestad comenzó a crecer
tanto, que no menos tormenta había en el pueblo que en el mar, porque todas las
casas e iglesias se cayeron, y era necesario que anduviésemos siete u ocho
hombres abrazados unos con otros para podernos amparar que el viento no nos
llevase; y andando entre los árboles, no menos temor teníamos de ellos que de
las casas, porque como ellos también caían, no nos matasen debajo. En esta
tempestad y peligro anduvimos toda la noche, sin hallar parte ni lugar donde
media hora pudiésemos estar seguros.
Andando en esto, oímos toda la noche, especialmente desde el medio
de ella, mucho estruendo grande y ruido de voces, y gran sonido de cascabeles y
de flautas y tamborinos y otros instrumentos, que duraron hasta la mañana, que
la tormenta cesó. En estas partes nunca otra cosa tan medrosa se vio; yo hice
una probanza de ello, cuyo testimonio envié a Vuestra Majestad.
El lunes por la mañana bajamos al puerto y no hallamos los navíos;
vimos las boyas de ellos en el agua, adonde conocimos ser perdidos, y anduvimos
por la costa por ver si hallaríamos alguna cosa de ellos; y como ninguno
hallásemos, metímonos por los montes, y andando por ellos un cuarto de legua de
agua hallamos la barquilla de un navío puesta sobre unos árboles, y diez leguas
de allí por la costa, se hallaron dos personas de mi navío y ciertas tapas de
cajas, y las personas tan desfiguradas de los golpes de las peñas, que no se
podían conocer; halláronse también una capa y una colcha hecha pedazos, y
ninguna otra cosa pareció. Perdiéronse en los navíos sesenta personas y veinte
caballos. Los que habían salido a tierra el día que los navíos allí llegaron,
que serían hasta treinta, quedaron de los que en ambos navíos había. Así estuvimos
algunos días con mucho trabajo y necesidad, porque la provisión y
mantenimientos que el pueblo tenía se perdieron y algunos ganados; la tierra
quedó tal, que era gran lástima verla: caídos los árboles, quemados los montes,
todos sin hojas ni yerba. Así pasamos hasta cinco días del mes de noviembre,
que llegó el gobernador con sus cuatro navíos, que también habían pasado gran
tormenta y también habían escapado por haberse metido con tiempo en parte
segura. La gente que en ellos traía, y la que allí halló, estaban tan
atemorizados de lo pasado, que temían mucho tornarse a embarcar en invierno, y
rogaron al gobernador que lo pasase allí, y él, vista su voluntad y la de los
vecinos, intervino allí. Dióme a mí cargo de los navíos y de la gente para que me
fuese con ellos a invernar al puerto de Xagua, que es doce leguas de allí,
donde estuve hasta 20 días del mes de febrero.
Capítulo II
Cómo el gobernador vino al puerto de Xagua y trajo consigo a un piloto
En este tiempo llegó allí el gobernador con un bergantín que en la
Trinidad compró, y traía consigo un piloto que se llamaba Miruelo; habíalo
tomado porque decía que sabía y había estado en el río de las Palmas, y era muy
buen piloto de toda la costa norte. Dejaba también comprado otro navío en la
costa de La Habana, en el cual quedaba por capitán Álvaro de la Cerda, con
cuarenta hombres y doce de a caballo; y dos días después que llegó el
gobernador se embarcó, y la gente que llevaba eran cuatrocientos hombres y
ochenta caballos en cuatro navíos y un bergantín. El piloto que de nuevo
habíamos tomado metió los navíos por los bajíos que dicen de Canarreo, de
manera que otro día dimos en seco, y así estuvimos quince días, tocando muchas
veces las quillas de los navíos en seco, al cabo de los cuales, una tormenta
del sur metió tanta agua en los bajíos, que pudimos salir, aunque no sin mucho
peligro. Partidos de aquí y llegados a Guaniguanico, nos tomó otra tormenta,
que estuvimos a tiempo de perdernos. A cabo de Corrientes tuvimos otra, donde
estuvimos tres días; pasados éstos, doblamos el cabo de San Antón, y anduvimos
con tiempo contrario hasta llegar a doce leguas de La Habana; y estando otro
día para entrar en ella, nos tomó un tiempo de sur que nos apartó de la tierra,
y atravesamos por la costa de la Florida y llegamos a la tierra martes 12 días
del mes de abril, y fuimos costeando la vía de la Florida; y Jueves Santo
surgimos en la misma costa, en la boca de una bahía, al cabo de la cual vimos
ciertas casas y habitaciones de indios.
Capítulo III
Cómo llegamos a la Florida
En este mismo día salió el contador Alonso Enríquez y se puso en
una isla que está en la misma bahía y llamó a los indios, los cuales vinieron y
estuvieron con él buen pedazo de tiempo, y por vía de rescate le dieron pescado
y algunos pedazos de carne de venado. Otro día siguiente, que era Viernes
Santo, el gobernador se desembarcó con la más gente que en los bateles que
traía pudo sacar, y como llegamos a los buhíos o casas que habíamos visto de
los indios, hallámoslas desamparadas y solas, porque la gente se había ido
aquella noche en sus canoas. El uno de aquellos buhíos era muy grande, que
cabrían en él más de trescientas personas; los otros eran más pequeños, y
hallamos allí una sonaja de oro entre las redes. Otro día el gobernador levantó
pendones por Vuestra Majestad y tomó la posesión de la tierra en su real
nombre, presentó sus provisiones y fue obedecido por gobernador, como Vuestra
Majestad lo mandaba. Asimismo presentamos nosotros las nuestras ante él, y él
las obedeció como en ellas se contenía. Luego mandó que toda la otra gente
desembarcase y los caballos que habían quedado, que no eran más de cuarenta y
dos, porque los demás, con las grandes tormentas y mucho tiempo que habían
andado por la mar, eran muertos; y estos pocos que quedaron estaban tan flacos
y fatigados, que por el presente poco provecho pudimos tener de ellos. Otro día
los indios de aquel pueblo vinieron a nosotros, y aunque nos hablaron, como
nosotros no teníamos lengua, no los entendíamos; más hacíannos muchas señas y
amenazas, y nos pareció que nos decían que nos fuésemos de la tierra, y con
esto nos dejaron, sin que nos hiciesen ningún impedimento, y ellos se fueron.
Capítulo IV
Cómo entramos por la tierra
Otro día adelante el gobernador acordó de entrar por la tierra,
por descubrirla y ver lo que en ella había. Fuímonos con él el comisario y el
veedor y yo, con cuarenta hombres, y entre ellos seis de caballo, de los cuales
poco nos podíamos aprovechar. Llevamos la vía del norte hasta que a hora de
vísperas llegamos a una bahía muy grande, que nos pareció que entraba mucho por
la tierra; quedamos allí aquella noche, y otro día nos volvimos donde los
navíos y gente estaban. El gobernador mandó que el bergantín fuese costeando la
vía de la Florida, y buscase el puerto que Miruelo el piloto había dicho que
sabía; mas ya él lo había errado, y no sabía en qué parte estábamos, ni adónde
era el puerto; y fuéle mandado al bergantín que si no lo hallase, travesase a
La Habana, y buscase el navío que Álvaro de la Cerda tenía, y tomados algunos
bastimentos, nos viniesen a buscar. Partido el bergantín, tornamos a entrar en
la tierra los mismos que primero, con alguna gente más, y costeamos la bahía
que habíamos hallado; y andadas cuatro leguas, tomamos cuatro indios, y mostrámosles
maíz para ver si le conocían, porque hasta entonces no habíamos visto señal de
él. Ellos nos dijeron que nos llevarían donde lo había; y así, nos llevaron a
su pueblo, que es al cabo de la bahía, cerca de allí, y en él nos mostraron un
poco de maíz, que aún no estaba para cogerse. Allí hallamos muchas cajas de
mercaderes de Castilla, y en cada una de ellas estaba un cuerpo de hombre
muerto, y los cuerpos cubiertos con unos cueros de venado pintados. Al
comisario le pareció que esto era especie de idolatría, y quemó la caja con los
cuerpos. Hallamos también pedazos de lienzo y de paño, penachos que parecían de
la Nueva España; hallamos también muestras de oro. Por señas preguntamos a los
indios de adónde habían habido aquellas cosas; señaláronnos que muy lejos de
allí había una provincia que se decía Apalache, en la cual había mucho oro, y
hacían seña de haber muy gran cantidad de todo lo que nosotros estimamos en
algo. Decían que en Apalache había mucho, y tomando aquellos indios por guía,
partimos de allí; y andadas diez o doce leguas, hallamos otro pueblo de quince
casas, donde había buen pedazo de maíz sembrado, que ya estaba para cogerse, y
también hallamos alguno que estaba ya seco; y después de dos días que allí
estuvimos, nos volvimos donde el contador y la gente y navíos estaban, y
contamos al contador y pilotos lo que habíamos visto, y las nuevas que los
indios nos habían dado. Y otro día que fue primero de mayo, el gobernador llamó
aparte al comisario y al contador y al veedor y a mí, y a un marinero que se
llamaba Bartolomé Fernández, y a un escribano que se decía Jerónimo de Alaniz,
y así juntos, nos dijo que tenía voluntad de entrar por la tierra adentro y los
navíos se fuesen costeando hasta que llegasen al puerto, y que los pilotos
decían y creían que yendo la vía de las Palmas estaban muy cerca de allí; y
sobre esto nos rogó le diésemos nuestro parecer. Yo respondía que me parecía
que por ninguna manera debía dejar los navíos sin que primero quedasen en
puerto seguro y poblado, y que mirase que los pilotos no andaban ciertos, ni se
afirmaban en una misma cosa, ni sabían a qué parte estaban; y que allende de
esto, los caballos no estaban para que en ninguna necesidad que se ofreciese
nos pudiésemos aprovechar de ellos; y que sobre todo esto, íbamos mudos y sin
lengua, por donde mal nos podíamos entender con los indios, ni saber lo que de
la tierra queríamos, y que entrábamos por tierra de que ninguna relación
teníamos, ni sabíamos de qué suerte era, ni lo que en ella había, ni de qué
gente estaba poblada, ni a qué parte de ella estábamos; y que sobre todo esto,
no teníamos bastimentos para entrar adonde no sabíamos; porque, visto lo que
los navíos había, no se podía dar a cada hombre de ración para entrar por la
tierra más de una libra de bizcocho y otra de tocino, y que mi parecer era que
se debía embarcar e ir a buscar puerto y tierra que fuese mejor para poblar,
pues la que habíamos visto, en sí era tan despoblada y tan pobre, cuanto nunca
en aquellas partes se había hallado. Al comisario le pareció todo lo contrario,
diciendo que no se había de embarcar, sino que yendo siempre hacia la costa,
fuesen en busca del puerto, pues los pilotos decían que no estaría sino diez o
quince leguas de allí la vía de Pánuco, y que no era posible, yendo siempre a
la costa, que no topásemos con él, porque decían que entraba doce leguas
adentro por la tierra, y que los primeros que lo hallasen, esperasen allí a los
otros, y que embarcarse era tentar a Dios, pues desque partimos de Castilla
tantos trabajos habíamos pasado, tantas tormentas, tantas pérdidas de navíos y
de gente habíamos tenido hasta llegar allí; y que por estas razones él se debía
de ir por luengo de costa hasta llegar al puerto, y que los otros navíos, con
la otra gente, se irían a la misma vía hasta llegar al mismo puerto. A todos
los que allí estaban pareció bien que esto se hiciese así, salvo al escribano,
que dijo que primero que desamparase los navíos, los debía de dejar en puerto
conocido y seguro, y en parte que fuese poblada; que esto hecho, podría entrar
por la tierra adentro y hacer lo que le pareciese. El gobernador siguió su
parecer y lo que los otros le aconsejaban. Yo, vista su determinación,
requeríle de parte de Vuestra Majestad que no dejase los navíos sin que
quedasen en puerto y seguros, y así lo pedí por testimonio al escribano que
allí teníamos. Él respondió que, pues él se conformaba con el parecer de los
más de los otros oficiales y comisario, que yo no era parte para hacerle estos
requerimientos, y pidió al escribano le diese por testimonio cómo por no haber
en aquella tierra mantenimientos para poder poblar, ni puerto para los navíos,
levantaba el pueblo que allí había asentado, e iba con él en busca del puerto y
de tierra que fuese mejor; y luego mandó apercibir la gente que había de ir con
él, que se proveyesen de lo que era menester para la jornada. Y después de esto
proveído, en presencia de los que allí estaban, me dijo que, pues yo tanto
estorbaba y temía la entrada por tierra, que me quedase y tomase cargo de los
navíos y de la gente que en ellos quedaba, y poblase si yo llegase primero que
él. Yo me excusé de esto, y después de salidos de allí aquella misma tarde,
diciendo que no le parecía que de nadie se podía fiar aquello, me envió a decir
que me rogaba que tomase cargo de ello. Y viendo que importunándome tanto, yo
todavía me excusaba, me preguntó qué era la causa por que huía de aceptarlo; a
lo cual respondí que yo huía de encargarme de aquello porque tenía por cierto y
sabía que él no había de ver más los navíos, ni los navíos a él, y que esto
entendía viendo que tan sin aparejo se entraban por la tierra adentro. Y que yo
quería más aventurarme al peligro que él y los otros se aventuraban, y pasar
por lo que él y ellos pasasen, que no encargarme de los navíos, y dar ocasión a
que se dijese que, como había contradicho la entrada, me quedaba por temor, y
mi honra anduviese en disputa; y que yo quería más aventurar la vida que poner
mi honra en esta condición. Él, viendo que conmigo no aprovechaba, rogó a otros
muchos que me hablasen en ello y me lo rogasen, a los cuales respondí lo mismo
que a él; y así, proveyó por su teniente, para que quedase en los navíos, a un
alcalde que traía que se llamaba Caravallo.
Capítulo V
Cómo dejó los navíos el gobernador
Sábado primero de mayo, el mismo día que esto había pasado, mandó
dar a cada uno de los que habían de ir con él dos libras de bizcocho y media
libra de tocino, y así nos partimos para entrar en la tierra. La suma de toda
la gente que llevábamos era trescientos hombres; en ellos iba el comisario fray
Juan Suárez, y otro fraile que se decía fray Juan de Palos, y tres clérigos y
los oficiales. La gente de caballo que con estos íbamos, éramos cuarenta de
caballo; y así anduvimos con aquel bastimento que llevábamos, quince días, sin
hallar otra cosa que comer, salvo palmitos de la manera de los de Andalucía. En
todo este tiempo no hallamos indio ninguno, ni vimos casa ni poblado, y al cabo
llegamos a un río que lo pasamos con muy gran trabajo a nado y en balsas;
detuvímonos un día en pasarlo, que traía muy gran corriente. Pasados a la otra
parte, salieron a nosotros hasta doscientos indios, poco más o menos; el
gobernador salió a ellos, y después de haberlos hablado por señas, ellos nos
señalaron de suerte que nos hubimos de revolver con ellos, y prendimos cinco o
seis; y éstos nos llevaron a sus casas, que estaban hasta media legua de allí,
en las cuales hallamos gran cantidad de maíz que estaba ya para cogerse, y
dimos infinitas gracias a nuestro Señor por habernos socorrido en tan grande
necesidad, porque ciertamente, como éramos nuevos en los trabajos, allende del
cansancio que traíamos, veníamos muy fatigados de hambre y a tercero día que
allí llegamos, nos juntamos el contador y veedor y comisario y yo, y rogamos al
gobernador que enviase a buscar la mar, por ver si hallaríamos puerto, porque
los indios decían que la mar no estaba muy lejos de allí. Él nos respondió que
no curásemos de hablar en aquello, porque estaba muy lejos de allí; y como yo
era el que más le importunaba, díjome que me fuese yo a descubrirla y que
buscase puerto, y que había de ir a pie con cuarenta hombres; y así, otro día
yo me partí con el capitán Alonso del Castillo y con cuarenta hombres de su
compañía, y así anduvimos hasta hora del mediodía, que llegamos a unos placeles
de la mar que parecía que entraban mucho por tierra; anduvimos por ellos hasta
legua y media con el agua hasta la mitad de la pierna, pisando por encima de
ostiones, de los cuales recibimos muchas cuchilladas en los pies, y nos fueron a
causa de mucho trabajo, hasta que llegamos en el río que primero habíamos
atravesado, que entraba por aquel mismo ancón, y como no lo pudimos pasar, por
el mal aparejo que para ello teníamos, volvimos al real, y contamos al
gobernador lo que habíamos hallado, y cómo era menester otra vez pasar el río
por el mismo lugar que primero habíamos pasado, para que aquél ancón se
descubriese bien, y viésemos si por allí había puerto; y otro día mandó a un
capitán que se llamaba Valenzuela, que con setenta hombres y seis de caballo
pasase el río y fuese por él abajo hasta llegar a la mar, y buscar si había
puerto; el cual, después de dos días que allá estuvo, volvió y dijo que él
había descubierto el ancón, y que todo era bahía baja hasta la rodilla, y que
no se hallaba puerto; y que había visto cinco o seis canoas de indios que
pasaban de una parte a otra y que llevaban puestos muchos penachos. Sabido
esto, otro día partimos de allí, yendo siempre en demanda de aquella provincia
que los indios nos habían dicho Apalache, llevando por guía los que de ellos
habíamos tomado, y así anduvimos hasta 17 de junio, que no hallamos indios que
nos osasen esperar. Y allí salió a nosotros un señor que le traía un indio a
cuestas, cubierto de un cuero de venado pintado: traía consigo mucha gente, y
delante de él venían tañendo unas flautas de caña; y así llegó donde estaba el
gobernador, y estuvo una hora con él, y por señas le dimos a entender que
íbamos a Apalache, y por las señas que él hizo, nos pareció que era enemigo de
los de Apalache, y que nos iría a ayudar contra él. Nosotros le dimos cuentas y
cascabeles y otros rescates, y él dio al gobernador el cuero que traía
cubierto; y así se volvió, y nosotros le fuimos siguiendo por la vía que él
iba. Aquella noche llegamos a un río, el cual era muy hondo y muy ancho, y la
corriente muy recia, y por no atrevernos a pasar con balsas, hicimos una canoa
para ello, y estuvimos en pasarlo un día; y si los indios nos quisieran
ofender, bien nos pudieran estorbar el paso, y aun con ayudarnos ellos, tuvimos
mucho trabajo. Uno de a caballo, que se decía Juan Velázquez, natural de
Cuéllar, por no esperar entró en el río, y la corriente, como era recia, lo
derribó del caballo, y se asió a las riendas, y ahogó a sí y al caballo; y
aquellos indios de aquel señor, que se llamaba Dulchanchelín, hallaron el
caballo, y nos dijeron dónde hallaríamos a él por el río abajo; y así fueron
por él, y su muerte nos dio mucha pena, porque hasta entonces ninguno nos había
faltado. El caballo dio de cenar a muchos aquella noche.
Pasados de allí, otro día llegamos al pueblo de aquel señor, y
allí nos envió maíz. Aquella noche, donde iban a tomar agua nos flecharon un
cristiano, y quiso Dios que no lo hirieron. Otro día nos partimos de allí sin
que indio ninguno de los naturales pareciese, porque todos habían huido; más
yendo nuestro camino, parecieron indios, los cuales venían de guerra, y aunque
nosotros los llamamos, no quisieron volver ni esperar; más antes se retiraron,
siguiéndonos por el mismo camino que llevábamos. El gobernador dejó una celada
de algunos de a caballo en el camino, que como pasaron, salieron a ellos, y
tomaron tres o cuatro indios, y éstos llevamos por guías de allí adelante; los
cuales nos llevaron por tierra muy trabajosa de andar y maravillosa de ver,
porque en ella hay muy grandes montes y los árboles a maravilla altos, y son
tantos los que están caídos en el suelo, que nos embarazaban el camino, de
suerte que no podíamos pasar sin rodear mucho y con muy gran trabajo; de los
que no estaban caídos, muchos estaban hendidos desde arriba hasta abajo, de
rayos que en aquella tierra caen, donde siempre hay muy grandes tormentas y
tempestades. Con este trabajo caminamos hasta un día después de San Juan, que
llegamos a vista de Apalache sin que los indios de la tierra nos sintiesen.
Dimos muchas gracias a Dios por vernos tan cerca de Él, creyendo que era verdad
lo que de aquella tierra nos habían dicho, que allí se acabarían los grandes
trabajos que habíamos pasado, así por el malo y largo camino para andar, como
por la mucha hambre que habíamos padecido; porque aunque algunas veces
hallábamos maíz, las más andábamos siete y ocho leguas sin toparlo; y muchos
había entre nosotros que, allende del mucho cansancio y hambre, llevaban hechas
llagas en las espaldas, de llevar las armas a cuestas, sin otras cosas que se
ofrecían. Más con vernos llegados donde deseábamos, y donde tanto mantenimiento
y oro nos habían dicho que había, pareciónos que se nos había quitado gran
parte del trabajo y cansancio.
Capítulo VI
Cómo llegamos a Apalache
Llegados que fuimos a vista de Apalache, el gobernador mandó que
yo tomase nueve de a caballo y cincuenta peones, y entrase en el pueblo, y así
lo acometimos el veedor y yo; y entrados, no hallamos sino mujeres y muchachos,
que los hombres a la sazón no estaban en el pueblo; más de ahí a poco, andando
nosotros por él, acudieron, y comenzaron a pelear, flechándonos, y mataron el
caballo del veedor; más al fin huyeron y nos dejaron. Allí hallamos mucha
cantidad de maíz que estaba ya para cogerse, y mucho seco que tenían encerrado.
Hallámosles muchos cueros de venados, y entre ellos algunas mantas de hilo
pequeñas, y no buenas, con que las mujeres cubren algo de sus personas. Tenían
muchos vasos para moler maíz. En el pueblo había cuarenta casas pequeñas y
edificadas, bajas y en lugares abrigados, por temor de las grandes tempestades
que continuamente en aquella tierra suele haber. El edificio es de paja, y
están cercados de muy espeso monte y grandes arboledas y muchos piélagos de
agua, donde hay tantos y tan grandes árboles caídos, que embarazan, y son causa
que no se puede por allí andar sin mucho trabajo y peligro.
Capítulo VII
De la manera que es la tierra
La tierra, por la mayor parte, desde donde desembarcamos hasta
este pueblo y tierra de Apalache, es llana; el suelo, de arena y tierra firme;
por toda ella hay muy grandes árboles y montes claros, donde hay nogales y
laureles, y otros que se llaman liquidámbares, cedros, sabinas y encinas y
pinos y robles, palmitos bajos, de la manera de los de Castilla. Por toda ella
hay muchas lagunas grandes y pequeñas, algunas muy trabajosas de pasar, parte
por la mucha hondura, parte por tantos árboles como por ellas están caídos. El
suelo de ellas es de arena, y las que en la comarca de Apalache hallamos son
muy mayores que las de hasta allí. Hay en esta provincia muchos maizales, y las
casas están tan esparcidas por el campo, de la manera que están las de los
Gelves. Los animales que en ellas vimos son: venados de tres maneras, conejos y
liebres, osos y leones, y otras salvajinas,
entre los cuales vimos un animal que trae los hijos en una bolsa
que en la barriga tiene; y todo el tiempo que son pequeños los trae allí, hasta
que saben buscar de comer; y si acaso están fuera buscando de comer, y acude
gente, la madre no huye hasta que los ha recogido en su bolsa.
Por allí la tierra en muy fría; tiene muy buenos pastos para
ganados; hay aves de muchas maneras, ánsares en gran cantidad, patos, ánades,
patos reales, dorales y garzotas y garzas, perdices; vimos muchos halcones,
neblíes, gavilanes, esmerejones y otras muchas aves. Dos horas después que
llegamos a Apalache, los indios que allí habían huido vinieron a nosotros de
paz, pidiéndonos a sus mujeres e hijos, y nosotros se los dimos, salvo que el
gobernador detuvo un cacique de ellos consigo, que fue causa por donde ellos
fueron escandalizados; y luego otro día volvieron en pie de guerra, y con tanto
denuedo y presteza nos acometieron, que llegaron a nos poner fuego a las casas
en que estábamos; más como salimos, huyeron, y acogiéronse a las lagunas, que
tenían muy cerca; y por esto, y por los grandes maizales que había, no les
pudimos hacer daño, salvo a uno que matamos. Otro día siguiente, otros indios
de otro pueblo que estaba de la otra parte vinieron a nosotros y acometiéronnos
de la misma arte que los primeros y de la misma manera se escaparon, y también
murió uno de ellos. Estuvimos en este pueblo veinte y cinco días, en que
hicimos tres entradas por la tierra y hallámosla muy pobre de gente y muy mala
de andar, por los malos pasos y montes y lagunas que tenía. Preguntamos al
cacique que les habíamos detenido, y a los otros indios que traíamos con
nosotros, que eran vecinos y enemigos de ellos, por la manera y población de la
tierra, y la calidad de la gente, y por los bastimentos y todas las otras cosas
de ella. Respondiéronnos cada uno por sí, que el mayor pueblo de toda aquella
tierra era aquel Apalache, y que adelante había menos gente y muy más pobre que
ellos, y que la tierra era mal poblada y los moradores de ella muy repartidos;
y que yendo adelante, había grandes lagunas y espesura de montes y grandes
desiertos y despoblados. Pregutámosles luego por la tierra que estaba hacia el
sur, qué pueblos y mantenimientos tenía. Dijeron que por aquella vía, yendo a
la mar nueve jornadas, había un pueblo que llamaban Aute, y los indios de él
tenían mucho maíz, y que tenían frísoles y calabazas, y que por estar tan cerca
de la mar alcanzaban pescados, y que éstos eran amigos suyos.
Nosotros, vista la pobreza de la tierra, y las malas nuevas que de
la población y de todo lo demás nos daban, y como los indios nos hacían
continua guerra hiriéndonos la gente y los caballos en los lugares donde íbamos
a tomar agua, y esto desde las lagunas, y tan a salvo, que no los podíamos
ofender, porque metidos en ellas nos flechaban, y mataron un señor de Tezcuco
que se llamaba don Pedro, que el comisario llevaba consigo, acordamos de partir
de allí, e ir a buscar la mar y aquel pueblo de Aute que nos habían dicho; y
así nos partimos al cabo de veinte y cinco días que allí habíamos llegado. El
primero día pasamos aquellas lagunas y pasos sin ver indio ninguno, más al
segundo día llegamos a una laguna de muy mal paso, porque daba el agua a los
pechos y había en ella muchos árboles caídos. Ya que estábamos en medio de ella
nos acometieron muchos indios que estaban escondidos detrás de los árboles
porque no les viésemos; otros estaban sobre los caídos, y comenzáronnos a
flechar de manera que nos hirieron muchos hombres y caballos, y nos tomaron la
guía que llevábamos, antes que de la laguna saliésemos, y después de salidos de
ella, nos tornaron a seguir, queriéndonos estorbar el paso; de manera que no
nos aprovechaba salirnos afuera ni hacernos más fuertes y querer pelear con
ellos, que se metían luego en la laguna, y desde allí nos herían la gente y
caballos. Visto esto, el gobernador mandó a los de caballo que se apeasen y les
acometiesen a pie. El contador se apeó con ellos, y así los acometieron, y
todos entraron a vueltas en una laguna, y así les ganamos el paso. En esta
revuelta hubo algunos de los nuestros heridos, que no les valieron buenas armas
que llevaban; y hubo hombres este día que juraron que habían visto dos robles,
cada uno de ellos tan grueso como la pierna por bajo, pasados de parte a parte
de las flechas de los indios; y esto no es tanto de maravillar, vista la fuerza
y maña con que las echan; porque yo mismo vi una flecha en un pie de un álamo,
que entraba por él un jeme. Cuantos indios vimos desde la Florida aquí todos
son flecheros; y como son tan crecidos de cuerpo y andan desnudos, desde lejos
parecen gigantes. Es gente a maravilla bien dispuesta, muy enjutos y de muy
grandes fuerzas y ligereza. Los arcos que usan son gruesos como el brazo, de once
o doce palmos de largo, que flechan a doscientos pasos con tan gran tiento, que
ninguna cosa yerran.
Pasados que fuimos de este paso, de ahí a una legua llegamos a
otro de la misma manera, salvo que por ser tan largo, que duraba media legua,
era muy peor; éste pasamos libremente y sin estorbo de indios; que como habían
gastado en el primero toda la munición que de flechas tenían, no quedó con qué
osarnos acometer. Otro día siguiente, pasando otro semejante paso, yo hallé
rastro de gente que iba delante, y di aviso de ello al gobernador, que venía en
la retaguardia; y así, aunque los indios salieron a nosotros, como íbamos
apercibidos, no nos pudieron ofender; y salidos a lo llano, fuéronnos todavía
siguiendo; volvimos a ellos por dos partes, y matámosles dos indios, y
hiriéronme a mí y dos o tres cristianos; y por acogérsenos al monte no les
pudimos hacer más mal ni daño. De esta suerte caminamos ocho días, y desde este
paso que he contado, no salieron más indios a nosotros hasta una legua
adelante, que es lugar donde he dicho que íbamos. Allí, yendo nosotros por
nuestro camino, salieron indios, y sin ser sentidos, dieron en la retaguardia,
y a los gritos que dio un muchacho de un hidalgo de los que allí iban, que se
llamaba Avellaneda, el Avellaneda volvió, y fue a socorrerlos, y los indios le
acertaron con una flecha por el canto de las corazas, y fue tal la herida, que
pasó casi toda la flecha por el pescuezo, y luego allí murió y lo llevamos
hasta Aute. En nueve días de camino, desde Apalache hasta allí, llegamos. Y
cuando fuimos llegados, hallamos toda la gente de él, ida, y las casas
quemadas, y mucho maíz y calabazas y frísoles, que ya todo estaba para
empezarse a coger. Descansamos allí dos días, y estos pasados, el gobernador me
rogó que fuese a descubrir la mar, pues los indios decían que estaba tan cerca
de allí; ya en este camino la habíamos descubierto por un río muy grande que en
él hallamos, a quien habíamos puesto por nombre el río de la Magdalena. Visto
esto, otro día siguiente yo me partí a descubrirla, juntamente con el comisario
y el capitán Castillo y Andrés Dorantes y otros siete de caballo y cincuenta
peones, y caminamos hasta hora de vísperas, que llegamos a un ancón o entrada
de la mar, donde hallamos muchos ostiones, con que la gente holgó; y dimos
muchas gracias a Dios por habernos traído allí. Otro día de mañana envié veinte
hombres a que conociesen la costa y mirasen la disposición de ella, los cuales
volvieron al otro día en la noche, diciendo que aquellos ancones y bahías eran
muy grandes y entraban tanto por la tierra adentro, que estorbaban mucho para
descubrir lo que queríamos, y que la costa estaba muy lejos de allí. Sabidas
estas nuevas y vista la mala disposición y aparejo que para descubrir la costa
por allí había, yo me volví al gobernador, y cuando llegamos, hallámosle
enfermo con otros muchos, y la noche pasada los indios habían dado en ellos y
puéstolos en grandísimo trabajo, por la razón de la enfermedad que les había
sobrevenido; también les habían muerto un caballo. Yo di cuenta de lo que había
hecho y de la mala disposición de la tierra. Aquel día nos detuvimos allí.
Capítulo VIII
Cómo partimos de Aute
Otro día siguiente partimos de Aute, y caminamos todo el día hasta
llegar donde yo había estado. Fue camino en extremo trabajoso, porque ni los
caballos bastaban a llevar los enfermos, ni sabíamos qué remedio poner, porque
cada día adolecían; que fue cosa de muy gran lástima y dolor ver la necesidad y
trabajo en que estábamos. Llegados que fuimos, visto el poco remedio que para
ir adelante había, porque no había dónde, ni aunque lo hubiera, la gente
pudiera pasar adelante, por estar los más enfermos, y tales, que pocos había de
quien se pudiese haber algún provecho. Dejo aquí de contar esto más largo,
porque cada uno puede pensar lo que se pasaría en tierra tan extraña y tan
mala, y tan sin ningún remedio de ninguna cosa, ni para estar ni para salir de
ella. Mas como el más cierto remedio sea Dios nuestro Señor, y de este nunca
desconfiamos, sucedió otra cosa que agravaba más que todo esto, que entre la
gente de caballo se comenzó la mayor parte de ellos a ir secretamente, pensando
hallar ellos por sí remedio, y desamparar al gobernador y a los enfermos, los
cuales estaban sin algunas fuerzas y poder. Mas, como entre ellos había muchos
hijosdalgo y hombres de buena suerte, no quisieron que esto pasase sin dar
parte al gobernador y a los oficiales de Vuestra Majestad; y como les afeamos
su propósito, y les pusimos delante el tiempo en que desamparaban a su capitán
y los que estaban enfermos y sin poder, y apartarse sobre todo el servicio de
Vuestra Majestad, acordaron de quedar, y que lo que fuese de uno fuese de
todos, sin que ninguno desamparase a otro. Visto esto por el gobernador, los
llamó a todos y a cada uno por sí, pidiendo parecer de tan mala tierra, para
poder salir de ella y buscar algún remedio, pues allí no lo había, estando la
tercia parte de la gente con gran enfermedad, y creciendo esto cada hora, que
teníamos por cierto todos lo estaríamos así; de donde no se podía seguir sino
la muerte, que por ser en tal parte se nos hacía más grave; y vistos estos y
otros muchos inconvenientes, y tentados muchos remedios, acordamos en uno harto
difícil de poner en obra, que era hacer navíos en que nos fuésemos. A todos
parecía imposible, porque nosotros no los sabíamos hacer, ni había herramienta,
ni hierro, ni fragua, ni estopa, ni pez, ni jarcias, finalmente, ni cosa
ninguna de tantas como son menester, ni quien supiese nada para dar industria
en ello, y sobre todo, no haber qué comer entretanto que se hiciesen, y los que
habían de trabajar del arte que habíamos dicho. Y considerando todo esto,
acordamos de pensar en ello más de espacio, y cesó la plática aquel día, y cada
uno se fue encomendándolo a Dios nuestro Señor, que lo encaminase por donde Él
fuese más servido. Otro día quiso Dios que uno de la compañía vino diciendo que
él haría unos cañones de palo, y con unos cueros de venado se harían unos
fuelles, y como estábamos en tiempo que cualquiera cosa que tuviese alguna
sobrehaz de remedio, nos parecía bien, dijimos que se pusiese por obra; y
acordamos de hacer de los estribos y espuelas y ballestas, y de las otras cosas
de hierro que había, los clavos y sierras y hachas, y otras herramientas, de
que tanta necesidad había para ello; y dimos por remedio que para haber algún
mantenimiento en el tiempo que esto se hiciese se hiciesen cuatro entradas en
Aute con todos los caballos y gente que pudiesen ir, y que a tercero día se
matase un caballo, el cual se repartiese entre los que trabajaban en la obra de
las barcas y los que estaban enfermos; las entradas se hicieron con la gente y
caballos que fue posible, y en ellas se trajeron hasta cuatrocientas fanegas de
maíz, aunque no sin contienda y pendencias con los indios. Hicimos coger muchos
palmitos para aprovecharnos de la lana y cobertura de ellos, torciéndola y
aderezándola para usar en lugar de estopa para las barcas; las cuales se
comenzaron a hacer con un solo carpintero que en la compañía había, y tanta
diligencia pusimos, que, comenzándolas a cuatro días de agosto, a veinte días
del mes de septiembre eran acabadas cinco barcas, de a veinte y dos codos cada
una, calafateadas con las estopas de los palmitos, y breámoslas con cierta pez
de alquitrán que hizo un griego llamado don Teodoro, de unos pinos; y de la
misma ropa de los palmitos, y de las colas y crines de los caballos, hicimos
cuerdas y jarcias, y de las nuestras camisas velas, y de las sabinas que allí
había, hicimos los remos que nos pareció que era menester. Y tal era la tierra
en que nuestros pecados nos habían puesto, que con muy gran trabajo podíamos
hallar piedras para lastre y anclas de las barcas, ni en toda ella habíamos
visto ninguna. Desollamos también las piernas de los caballos enteras, y
curtimos los cueros de ellas para hacer botas en que llevásemos el agua. En
este tiempo algunos andaban cogiendo mariscos por los rincones de las entradas
de la mar, en que los indios, en dos veces que dieron en ellos, nos mataron
diez hombres a vista del real, sin que los pudiésemos socorrer, los cuales
hallamos de parte a parte pasados con las flechas; que aunque algunos tenían
buenas armas, no bastaron a resistir para que esto no se hiciese, por flechar
con tanta destreza y fuerza como arriba he dicho. Y a dicho y juramento de
nuestros pilotos, desde la bahía, que pusimos nombre de la Cruz, hasta aquí
anduvimos doscientas y ochenta leguas, poco más o menos.
En toda esta tierra no vimos sierra ni tuvimos noticias de ella en
ninguna manera; y antes que nos embarcásemos, sin los que los indios nos
mataron, se murieron más de cuarenta hombres de enfermedad y hambre. A veinte y
dos días del mes de septiembre se acabaron de comer los caballos, que sólo uno
quedó, y este día nos embarcamos por esta orden: que en la barca del gobernador
iban cuarenta y nueve hombres; en otra que dio al contador y comisario iban
otros tantos; la tercera dio al capitán Alonso del Castillo y Andrés Dorantes,
con cuarenta y ocho hombres, y otra dio a dos capitanes, que se llamaban Téllez
y Peñalosa, con cuarenta y siete hombres. La otra dio al veedor y a mí con
cuarenta y nueve hombres, y después de embarcados los bastimentos y ropa, no
quedó a las barcas más que un jeme de bordo fuera del agua, y allende de esto,
íbamos tan apretados, que no nos podíamos menear; y tanto puede la necesidad,
que nos hizo aventurar a ir de esta manera, y meternos en una mar tan
trabajosa, y sin tener noticia de la arte del marear ninguno de los que allí
iban.
Capítulo IX
Cómo partimos de bahía de Caballos
Aquella bahía de donde partimos ha por nombre la bahía de
Caballos, y anduvimos siete días por aquellos ancones, entrados en el agua
hasta la cinta, sin señal de ver ninguna cosa de costa, y al cabo de ellos
llegamos a una isla que estaba cerca de la tierra. Mi barca iba delante, y de
ella vimos venir cinco canoas de indios, los cuales las desampararon y nos las
dejaron en las manos, viendo que íbamos a ellas; las otras barcas pasaron
adelante, y dieron en unas casas de la misma isla, donde hallamos muchas lizas
y huevos de ellas, que estaban secas; que fue muy gran remedio para la
necesidad que llevábamos. Después de tomadas, pasamos adelante, y dos leguas de
allí pasamos un estrecho que la isla con la tierra hacía, al cual llamamos de
San Miguel por haber salido en su día por él; y salidos llegamos a la costa,
donde, con las cinco canoas que yo había tomado a los indios, remediamos algo
de las barcas, haciendo falcas de ellas, y añadiéndolas, de manera que subieron
dos palmos de bordo sobre el agua; y con esto tornamos a caminar por luengo de
costa de vía del río de Palmas, creciendo cada día la sed y la hambre, porque
los bastimentos eran muy pocos y iban muy al cabo, y el agua se nos acabó,
porque las botas que hicimos de las piernas de los caballos luego fueron
podridas y sin ningún provecho. Algunas veces entramos por ancones y bahías que
entraban mucho por la tierra adentro; todas las hallamos bajas y peligrosas; y
así anduvimos por ellas treinta días, donde algunas veces hallábamos indios
pescadores, gente pobre y miserable. Al cabo ya de estos treinta días, que la
necesidad del agua era en extremo, yendo cerca de la costa, una noche sentimos
venir una canoa, y como la vimos, esperamos que llegase, y ella no quiso hacer
cara; y aunque la llamamos, no quiso volver ni aguardarnos, y por ser de noche
no la seguimos, y fuímonos nuestra vía. Cuando amaneció vimos una isla pequeña,
y fuimos a ella por ver si hallaríamos agua; más nuestro trabajo fue en balde,
porque no la había. Estando allí surtos, nos tomó una tormenta muy grande,
porque nos detuvimos seis días sin que osásemos salir a la mar; y como había
cinco días que no bebíamos, la sed fue tanta, que nos puso en necesidad de
beber agua salada, y algunos se desatentaron tanto en ello, que súbitamente se
nos murieron cinco hombres. Cuento esto así brevemente, porque no creo que haya
necesidad de particularmente contar las miserias y trabajos en que nos vimos;
pues considerando el lugar donde estábamos y la poca esperanza de remedio que
teníamos, cada uno puede pensar mucho de lo que allí pasaría. Y como vimos que
la sed crecía y el agua nos mataba, aunque la tormenta no era cesada, acordamos
de encomendarnos a Dios nuestro Señor, y aventuramos antes al peligro de la mar
que esperar la certinidad de la muerte que la sed nos daba. Así, salimos la vía
donde habíamos visto la canoa la noche que por allí veníamos; y en este día nos
vimos muchas veces anegados, y tan perdidos, que ninguno hubo que no tuviese
por cierta la muerte. Plugo a nuestro Señor, que en las mayores necesidades
suele mostrar su favor, que a puesta del Sol volvimos una punta que la tierra
hace, adonde hallamos mucha bonanza y abrigo.
Salieron a nosotros muchas canoas, y los indios que en ellas
venían nos hablaron, y sin querernos aguardar, se volvieron. Era gente grande y
bien dispuesta, y no traían flechas ni arcos. Nosotros les fuimos siguiendo
hasta sus casas, que estaban cerca de allí a la lengua del agua, y saltamos en
tierra, y delante de las casas hallamos muchos cántaros de agua y mucha
cantidad de pescado guisado, y el señor de aquellas tierras ofreció todo
aquello al gobernador, y tomándolo consigo, lo llevó a su casa. Las casas de
éstos eran de esteras, que a lo que pareció eran estantes; y después que
entramos en casa del cacique, nos dio mucho pescado, y nosotros le dimos del
maíz que traíamos, y lo comieron en nuestra presencia, y nos pidieron más, y se
lo dimos, y el gobernador le dio muchos rescates; el cual, estando con el
cacique en su casa, a media hora de la noche, súbitamente los indios dieron en
nosotros y en los que estaban muy malos echados en la costa, y acometieron
también la casa del cacique, donde el gobernador estaba, y lo hirieron de una
piedra en el rostro. Los que allí se hallaron prendieron al cacique; mas como
los suyos estaban tan cerca, soltóseles y dejóles en las manos una manta de
martas cibelinas, que son las mejores que creo yo que en el mundo se podrían
hallar, y tienen un olor que no parece sino de ámbar y almizcle, y alcanza tan
lejos, que de mucha cantidad se siente; otras vimos allí más ningunas eran
tales como éstas. Los que allí se hallaron, viendo al gobernador herido, lo
metimos en la barca, e hicimos que con él se recogiese toda la más gente a sus
barcas, y quedamos hasta cincuenta en tierra para contra los indios, que nos
acometieron tres veces aquella noche, y con tanto ímpetu, que cada vez nos
hacían retraer más de un tiro de piedra.
Ninguno hubo de nosotros que no quedase herido, y yo lo fui en la
cara; y si como se hallaron pocas flechas, estuvieran más proveídos de ellas,
sin duda nos hicieran mucho daño. La última vez se pusieron en celada los
capitanes Dorantes y Peñalosa y Téllez con quince hombres, y dieron en ellos
por las espaldas, y de tal manera les hicieron huir, que nos dejaron. Otro día
de mañana yo les rompí más de treinta canoas, que nos aprovecharon para un
norte que hacía, que por todo el día hubimos de estar allí con mucho frío, sin
osar entrar en la mar, por la mucha tormenta que en ella había. Esto pasado,
nos tornamos a embarcar, y navegamos tres días; y como habíamos tomado poca
agua, y los vasos que teníamos para llevar asimismo eran muy pocos, tornamos a
caer en la primera necesidad; y siguiendo nuestra vía, entramos por un estero,
y estando en él vimos venir una canoa de indios. Como los llamamos, vinieron a
nosotros, y el gobernador, a cuya barca habían llegado, pidióles agua, y ellos
la ofrecieron con que les diesen en qué la trajesen, y un cristiano griego,
llamado Doroteo Teodoro (de quien arriba se hizo mención), dijo que quería ir
con ellos; el gobernador y otros se lo procuraron estorbar mucho, y nunca lo
pudieron, sino que en todo caso quería ir con ellos; así se fue y llevó consigo
un negro, y los indios dejaron en rehenes dos de su compañía; y a la noche
volvieron los indios y trajéronnos muchos vasos sin agua, y no trajeron los
cristianos que habían llevado; y los que habían dejado por rehenes, como los
otros los hablaron, quisiéronse echar al agua. Mas los que en la barca estaban
los detuvieron; y así, se fueron huyendo los indios de la canoa, y nos dejaron
muy confusos y tristes por haber perdido aquellos dos cristianos.
Capítulo X
De la refriega que nos dieron los indios
Venida la mañana, vinieron a nosotros muchas canoas de indios,
pidiéndonos los dos compañeros que en la barca habían quedado por rehenes.
El gobernador dijo que se los daría con que trajesen los dos
cristianos que habían llevado. Con esta gente venían cinco o seis señores, y
nos pareció ser la gente más bien dispuesta y de más autoridad y concierto que
hasta allí habíamos visto, aunque no tan grandes como los otros de quien hemos
contado. Traían los cabellos sueltos y muy largos, y cubiertos con mantas de
martas, de la suerte de las que atrás habíamos tomado, y algunas de ellas
hechas por muy extraña manera, porque en ella había unos lazos de labores de
unas pieles leonadas, que parecían muy bien. Rogábannos que nos fuésemos con
ellos y que nos darían los cristianos y agua y otras muchas cosas; y contino
acudían sobre nosotros muchas canoas, procurando tomar la boca de aquella
entrada; y así por esto, como porque la tierra era muy peligrosa para estar en
ella, nos salimos a la mar, donde estuvimos hasta mediodía con ellos. Y como no
nos quisiesen dar los cristianos, y por este respecto nosotros no les diésemos
los indios, comenzáronnos a tirar piedras con hondas, y varas, con muestras de
flecharnos, aunque en todos ellos no vimos sino tres o cuatro arcos. Estando en
esta contienda el viento refrescó, y ellos se volvieron y nos dejaron; y así
navegamos aquel día, hasta hora de vísperas, que mi barca que iba delante,
descubrió una punta que la tierra hacía, y del otro cabo se veía un río muy
grande, y en una isleta que hacía la punta hice yo surgir por esperar las otras
barcas. El gobernador no quiso llegar; antes se metió por una bahía muy cerca
de allí, en que había muchas isletas, y allí nos juntamos, y desde la mar
tomamos agua dulce, porque el río entraba en la mar de avenida, y por tostar
algún maíz de lo que traíamos, porque ya había dos días que lo comíamos crudo,
saltamos en aquella isla; más como no hallamos leña, acordamos de ir al río que
estaba detrás de la punta, una legua de allí; y yendo, era tanta la corriente,
que no nos dejaba en ninguna manera llegar, antes nos apartaba de la tierra, y
nosotros trabajando y porfiando por tomarla. El norte que venía de la tierra
comenzó a crecer tanto, que nos metió en la mar, sin que nosotros pudiésemos
hacer otra cosa; y a media legua que fuimos metidos en ella, sondeamos, y
hallamos que con treinta brazas no pudimos tomar hondo, y no podíamos entender
si la corriente era causa que no lo pudiésemos tomar; y así navegamos dos días
todavía, trabajando por tomar tierra, y al cabo de ellos, un poco antes que el
Sol saliese, vimos muchos humeros por la costa; y trabajando por llegar allá,
nos hallamos en tres brazas de agua, y por ser de noche no osamos tomar tierra,
porque como habíamos visto tantos humeros, creíamos que se nos podía recrecer
algún peligro sin nosotros poder ver, por la mucha oscuridad, lo que habíamos
de hacer, y por esto determinamos de esperar a la mañana; y como amaneció, cada
barca se halló por sí perdida de las otras; yo me hallé en treinta brazas, y
siguiendo mi viaje a hora de vísperas vi dos barcas, y como fui a ellas, vi que
la primera a que llegué era la del gobernador, el cual me preguntó qué me
parecía que debíamos hacer. Yo le dije que debía recobrar aquella barca que iba
delante, y que en ninguna manera la dejase, y que juntas todas tres barcas,
siguiésemos nuestro camino donde Dios nos quisiese llevar. Él me respondió que
aquello no se podía hacer, porque la barca iba muy metida en el mar y él quería
tomar la tierra, y que si la quería yo seguir, que hiciese que los de mi barca
tomasen los remos y trabajasen, porque con fuerza de brazos se había de tomar
la tierra, y esto le aconsejaba un capitán que consigo llevaba, que se llamaba
Pantoja, diciéndole que si aquel día no tomaba la tierra, que en otros seis no
la tomaría, y en este tiempo era necesario morir de hambre. Yo, vista su
voluntad, tomé mi remo, y lo mismo hicieron todos los que en mi barca estaban
para ello, y bogamos hasta casi puesto el sol; mas como el gobernador llevaba la
más sana y recia gente que entre toda había, en ninguna manera lo pudimos
seguir ni tener con ella. Yo, como vi esto, pedíle que, para poderle seguir, me
diese un cabo de su barca, y él me respondió que no harían ellos poco sí solos
aquella noche pudiesen llegar a tierra. Yo le dije que, pues vía la poca
posibilidad que en nosotros había para poder seguirle y hacer lo que había
mandado, que me dijese qué era lo que mandaba que yo hiciese. El me respondió
que ya no era tiempo de mandar unos a otros; que cada uno hiciese lo que mejor
le pareciese que era para salvar la vida; que él así lo entendía de hacer, y
diciendo esto, se alargó con su barca, y como no le pude seguir, arribé sobre
la otra barca que iba metida en la mar, la cual me esperó; y llegado a ella,
hallé que era la que llevaban los capitanes Peñalosa y Téllez; y así, navegamos
cuatro días en compañía, comiendo por tasa cada día medio puño de maíz crudo. A
cabo de estos cuatro días nos tomó una tormenta, que hizo perder la otra barca,
y por gran misericordia que Dios tuvo de nosotros no nos hundimos del todo,
según el tiempo hacía; y con ser invierno, y el frío muy grande, y tantos días
que padecíamos hambre, con los golpes que de la mar habíamos recibido, otro día
la gente comenzó mucho a desmayar, de tal manera, que cuando el sol se puso,
todos los que en mi barca venían estaban caídos en ella unos sobre otros, tan
cerca de la muerte, que pocos había que tuviesen sentido, y entre todos ellos a
esta hora no había cinco hombres en pie. Y cuando vino la noche no quedamos
sino el maestre y yo que pudiésemos marear la barca, y a dos horas de la noche
el maestre me dijo que yo tuviese cargo de ella, porque él estaba tal, que
creía aquella noche morir. Y así, yo tomé el leme, y pasada media noche, yo
llegué por ver si era muerto el maestre, y él me respondió que él antes estaba
mejor y que él gobernaría hasta el día. Yo cierto aquella hora de muy mejor
voluntad tomara la muerte, que no ver tanta gente delante de mí de tal manera.
Y después que el maestre tomó cargo de la barca, yo reposé un poco
muy sin reposo, ni había cosa más lejos de mí entonces que el sueño. Y acerca
del alba parecióme que oía el tumbo del mar, porque, como la costa era baja,
sonaba mucho, y con este sobresalto llamé al maestre, el cual me respondió que
creía que éramos cerca de tierra, y tentamos y hallámonos en siete brazas, y
parecióle que nos debíamos tener a la mar hasta que amaneciese.
Y así, yo tomé un remo y bogué de la banda de la tierra, que nos
hallamos una legua della, y dimos la popa a la mar. Y cerca de tierra nos tomó
una ola, que echó la barca fuera del agua un juego de herradura, y con el gran
golpe que dio, casi toda la gente que en ella estaba como muerta, tornó en sí,
y como se vieron cerca de la tierra se comenzaron a descolgar, y con manos y
pies andando; y como salieron a tierra a unos barrancos, hicimos lumbre y
tostamos del maíz que traíamos, y hallamos agua de la que había llovido, y con
el calor del fuego la gente tornó en sí y comenzaron algo a esforzarse. El día
que aquí llegamos era sexto del mes de noviembre.
Capítulo XI
De lo que acaeció a Lope de Oviedo con unos indios
Desde que la gente hubo comido, mandé a Lope de Oviedo, que tenía
más fuerza y estaba más recio que todos, se llegase a unos árboles que cerca de
allí estaban, y subido en uno de ellos, descubriese la tierra en que estábamos
y procurase de haber alguna noticia de ella. Él lo hizo así y entendió que
estábamos en isla, y vio que la tierra estaba cavada a la manera que suele
estar tierra donde anda ganado, y parecióle por esto que debía ser tierra de
cristianos, y así nos lo dijo. Yo le mandé que la tornase a mirar muy más
particularmente y viese si en ella había algunos caminos que fuesen seguidos, y
esto sin alargarse mucho por el peligro que podía haber. Él fue, y topando con
una vereda se fue por ella adelante hasta espacio de media legua, y halló unas
chozas de unos indios que estaban solas, porque los indios eran idos al campo,
y tomó una olla de ellos, y un perrillo pequeño y unas pocas de lizas, y así se
volvió a nosotros; y pareciéndonos que se tardaba, envié a otros dos cristianos
para que le buscasen y viesen qué le había sucedido; y ellos le toparon cerca
de allí y vieron que tres indios, con arcos y flechas, venían tras él
llamándole, y él asimismo llamaba a ellos por señas. Y así llegó donde
estábamos, y los indios se quedaron un poco atrás asentados en la misma ribera,
y después de media hora acudieron otros cien indios flecheros, que ahora ellos
fuesen grandes o no, nuestro miedo les hacía parecer gigantes, y pararon cerca
de nosotros, donde los tres primeros estaban. Entre nosotros excusado era
pensar que habría quien se defendiese, porque difícilmente se hallaron seis que
del suelo se pudiesen levantar. El veedor y yo salimos a ellos y llamámosles, y
ellos se llegaron a nosotros; y lo mejor que pudimos, procuramos de asegurarlos
y asegurarnos, y dímosles cuentas y cascabeles, y cada uno de ellos me dio una
flecha, que es señal de amistad, y por señas nos dijeron que a la mañana volverían
y nos traerían de comer, porque entonces no lo tenían.
Capítulo XII
Cómo los indios nos trajeron de comer
Otro día, saliendo el sol, que era la hora que los indios nos
habían dicho, vinieron a nosotros, como lo habían prometido, y nos trajeron
mucho pescado y de unas raíces que ellos comen, y son como nueces, algunas
mayores o menores; la mayor parte de ellas se sacan debajo del agua y con mucho
trabajo. A la tarde volvieron y nos trajeron más pescado y de las mismas
raíces, e hicieron venir sus mujeres e hijos para que nos viesen, y así, se
volvieron ricos de cascabeles y cuentas que les dimos, y otros días nos
tornaron a visitar con lo mismo que otras veces. Como nosotros veíamos que
estábamos proveídos de pescados y de raíces y de agua y de las otras cosas que
pedimos, acordamos de tornarnos a embarcar y seguir nuestro camino, y
desenterramos la barca de la arena en que estaba metida, y fue menester que nos
desnudásemos todos y pasásemos gran trabajo para echarla al agua, porque
nosotros estábamos tales, que otras cosas muy más livianas bastaban para
ponernos en él. Y así embarcados, a dos tiros de ballesta dentro en la mar, nos
dio tal golpe de agua que nos mojó a todos; y cómo íbamos desnudos y el frío
que hacía era muy grande, soltamos los remos de las manos, y a otro golpe que
la mar nos dio, trastornó la barca; el veedor y otros dos se asieron de ella
para escaparse; más sucedió muy al revés, que la barca los tomó debajo y se
ahogaron. Como la costa es muy brava, el mar de un tumbo echó a todos los otros,
envueltos en las olas y medio ahogados, en la costa de la misma isla, sin que
faltasen más de los tres que la barca había tomado debajo. Los que quedamos
escapados, desnudos como nacimos y perdido todo lo que traíamos, y aunque todo
valía poco, para entonces valía mucho. Y como entonces era por noviembre, y el
frío muy grande, y nosotros tales que con poca dificultad nos podían contar los
huesos, estábamos hechos propia figura de la muerte. De mí sé decir que desde
el mes de mayo pasado yo no había comido otra cosa sino maíz tostado, y algunas
veces me vi en necesidad de comerlo crudo; porque aunque se mataron los
caballos entretanto que las barcas se hacían, yo nunca pude comer de ellos, y
no fueron diez veces las que comí pescado. Esto digo por excusar razones,
porque pueda cada uno ver qué tales estaríamos. Y sobre todo lo dicho había
sobrevenido viento norte, de suerte que más estábamos cerca de la muerte que de
la vida. Plugo a nuestro Señor que, buscando tizones del fuego que allí
habíamos hecho, hallamos lumbre, con que hicimos grandes fuegos; y así,
estuvimos pidiendo a Nuestro Señor misericordia y perdón de nuestros pecados,
derramando muchas lágrimas, habiendo cada uno lástima, no sólo de sí, más de
todos los otros, que en el mismo estado veían. Y a hora de puesto el sol, los
indios, creyendo que no nos habíamos ido, nos volvieron a buscar y a traernos
de comer; más cuando ellos nos vieron así en tan diferente hábito del primero y
en manera tan extraña, espantáronse tanto que se volvieron atrás. Yo salí a
ellos y llamélos, y vinieron muy espantados; hícelos entender por señas cómo se
nos había hundido una barca y se habían ahogado tres de nosotros, y allí en su
presencia ellos mismos vieron dos muertos, y los que quedábamos íbamos aquel
camino.
Los indios, de ver el desastre que nos había venido y el desastre
en que estábamos, con tanta desventura y miseria, se sentaron entre nosotros, y
con el gran dolor y lástima que hubieron de vernos en tanta fortuna, comenzaron
todos a llorar recio, y tan de verdad, que lejos de allí se podía oír, y esto
les duró más de media hora; y cierto ver que estos hombres tan sin razón y tan
crudos, a manera de brutos, se dolían tanto de nosotros, hizo que en mí y en
otros de la compañía creciese más la pasión y la consideración de nuestra
desdicha.
Sosegado ya este llanto, yo pregunté a los cristianos, y dije que
si a ellos parecía, rogaría a aquellos indios que nos llevasen a sus casas; y
algunos de ellos que habían estado en la Nueva España respondieron que no se
debía de hablar de ello, porque si a sus casas nos llevaban, nos sacrificarían
a sus ídolos; mas, visto que otro remedio no había, y que por cualquier otro
camino estaba más cerca y más cierta la muerte, no curé de lo que decían, antes
rogué a los indios que nos llevasen a sus casas, y ellos mostraron que habían
gran placer de ello, y que esperásemos un poco, que ellos harían lo que
queríamos, y luego treinta de ellos se cargaron de leña, y se fueron a sus
casas, que estaban lejos de allí, y quedamos con los otros hasta cerca de la
noche, que nos tomaron, y llevándonos asidos y con mucha prisa, fuimos a sus
casas; y por el gran frío que hacía, y temiendo que en el camino alguno no
muriese o desmayase, proveyeron que hubiese cuatro o cinco fuegos muy grandes
puestos a trechos, y en cada uno de ellos nos calentaban y, desde que veían que
habíamos tomado alguna fuerza y calor, nos llevaban hasta el otro tan aprisa,
que casi con los pies no nos dejaban poner en el suelo; y de esta manera fuimos
hasta sus casas, donde hallamos que tenían hecha una casa para nosotros, y
muchos fuegos en ella, y desde a una hora que habíamos llegado, comenzaron a
bailar y hacer grande fiesta, que duró toda la noche, aunque para nosotros no
había placer, fiesta ni sueño, esperando cuándo nos habían de sacrificar; y a
la mañana nos tornaron a dar pescado y raíces, y hacer tan buen tratamiento,
que nos aseguramos, algo y perdimos algo el miedo del sacrificio.
Capítulo XIII
Cómo supimos de otros cristianos
Este mismo día yo vi a un indio de aquéllos un rescate, y conocí
que no era de los que nosotros les habíamos dado; y preguntando dónde le había
habido, ellos por señas me respondieron que se lo habían dado otros hombres
como nosotros, que estaban atrás. Yo, viendo esto, envié dos cristianos y dos
indios que les mostrasen aquella gente, y muy cerca de allí toparon con ellos,
que también venían a buscarnos, porque los indios que allá quedaban les habían
dicho de nosotros, y estos eran los capitanes Andrés Dorantes y Alonso del
Castillo, con toda la gente de su barca. Y llegados a nosotros, se espantaron
mucho de vernos de la manera que estábamos, y recibieron muy gran pena por no
tener que darnos; que ninguna otra ropa traían sino la que tenían vestida. Y
estuvieron allí con nosotros, y nos contaron cómo a cinco de aquel mismo mes su
barca había dado al través, legua y media de allí, y ellos habían escapado sin
perderse ninguna cosa, y todos juntos acordamos de adobar su barca, e irnos en
ella los que tuviesen fuerza y disposición para ello; los otros quedarse allí
hasta que convaleciesen, para irse como pudiesen por luengo de costa, y que
esperasen allí hasta que Dios los llevase con nosotros a tierras de cristianos;
y como lo pensamos, así nos pusimos en ello, y antes que echásemos la barca al agua,
Tavera, un caballero de nuestra compañía, murió, y la barca que nosotros
pensábamos llevar hizo su fin, y no se pudo sostener a sí misma, que luego fue
hundida; y como quedamos del arte que he dicho, y los más desnudos, y el tiempo
tan recio para caminar y pasar ríos y ancones a nado, ni tener bastimento
alguno ni manera para llevarlo, determinamos de hacer lo que la necesidad
pedía, que era invernar allí. Y acordamos también que cuatro hombres, que más
recios estaban, fuesen a Pánuco, creyendo que estábamos cerca de allí; y que si
Dios nuestro Señor fuese servido de llevarlos allá, diesen aviso de cómo
quedábamos en aquella isla, y de nuestra necesidad y trabajo. Estos eran muy
grandes nadadores, y al uno llamaban Álvaro Fernández, portugués, carpintero y
marinero; el segundo se llamaba Méndez, y el tercero Figueroa, que era natural
de Toledo; el cuarto, Astudillo, natural de Zafra: llevaban consigo un indio
que era de la isla.
Capítulo XIV
Cómo se partieron los cuatro cristianos
Partidos estos cuatro cristianos, desde a pocos días sucedió tal
tiempo de fríos y tempestades, que los indios no podían arrancar las raíces, y
de los cañales en que pescaban ya no había provecho ninguno, y como las casas
eran tan desabrigadas, comenzóse a morir la gente, y cinco cristianos que
estaban en el rancho en la costa llegaron a tal extremo, que se comieron los
unos a los otros, hasta que quedó uno solo, que por ser solo no hubo quien lo
comiese. Los nombres de ellos son éstos: Sierra, Diego López, Corral, Palacios,
Gonzalo Ruiz. De este caso se alteraron tanto los indios, y hubo entre ellos
tan gran escándalo, que sin duda si al principio ellos lo vieran, los mataran,
y todos nos viéramos en grande trabajo. Finalmente, en muy poco tiempo, de
ochenta hombres que de ambas partes allí llegamos, quedaron vivos sólo quince,
y después de muertos éstos, dio a los indios de la tierra una enfermedad de
estómago, de que murió la mitad de la gente de ellos, y creyeron que nosotros
éramos los que los matábamos; y teniéndolo por muy cierto, concertaron entre sí
de matar a los que habíamos quedado. Ya que lo venían a poner en efecto, un
indio que a mí me tenía les dijo que no creyesen que nosotros éramos los que
los matábamos, porque si nosotros tal poder tuviéramos, excusáramos que no murieran
tantos de nosotros como ellos veían que habían muerto sin que les pudiéramos
poner remedio; y que ya no quedábamos sino muy pocos, y que ninguno hacía daño
ni perjuicio; que lo mejor era que nos dejasen. Y quiso nuestro Señor que los
otros siguiesen este consejo y parecer, y así se estorbó su propósito. A esta
isla pusimos por nombre isla de Mal Hado. La gente que allí hallamos son
grandes y bien dispuestos; no tienen otras armas sino flechas y arcos, en que
son por extremo diestros. Tienen los hombres la una teta horadada de una parte
a otra, y algunos hay que tienen ambas, y por el agujero que hacen, traen una
caña atravesada, tan larga como dos palmos y medio, y tan gruesa como dos
dedos; traen también horadado el labio de abajo, y puesto en él un pedazo de
caña delgada como medio dedo. Las mujeres son para mucho trabajo. La habitación
que en esta isla hacen es desde octubre hasta fin de febrero. El su
mantenimiento son las raíces que he dicho sacadas de bajo el agua por noviembre
y diciembre. Tienen cañales, y no tienen más peces de para este tiempo; de ahí
adelante comen las raíces. En fin de febrero van a otras partes a buscar con
qué mantenerse, porque entonces las raíces comienzan a nacer, y no son buenas.
Es la gente del mundo que más aman a sus hijos y mejor tratamiento les hacen; y
cuando acaece que a alguno se le muere el hijo, llóranle los padres y los
parientes, y todo el pueblo, y el llanto dura un año cumplido, que cada día por
la mañana antes que amanezca comienzan primero a llorar los padres, y tras esto
todo el pueblo; y esto mismo hacen al mediodía y cuando anochece; y pasado un
año que los han llorado, hácenle las honras del muerto, y lávanse y límpianse
del tizne que traen. A todos los difuntos lloran de esta manera, salvo a los viejos,
de quien no hacen caso, porque dicen que ya han pasado su tiempo y de ellos
ningún provecho hay; antes ocupan la tierra y quitan el mantenimiento a los
niños. Tienen por costumbre de enterrar los muertos, si no son los que entre
ellos son físicos, que a éstos quémanlos; y mientras el fuego arde, todos están
bailando y haciendo muy gran fiesta, y hacen polvo los huesos. Y pasado un año,
cuando se hacen sus honras, todos se jasan en ellas; y a los parientes dan
aquellos polvos a beber, de los huesos, en agua. Cada uno tiene una mujer,
conocida. Los físicos son los hombres más libertados; pueden tener dos, y tres,
y entre éstas hay muy gran amistad y conformidad. Cuando viene que alguno casa
su hija, el que la toma por mujer, desde el día que con ella se casa, todo lo
que matare cazando o pescando, todo lo trae la mujer a la casa de su padre, sin
osar tomar ni comer alguna cosa de ello, y de casa del suegro le llevan a él de
comer; y en todo este tiempo el suegro ni la suegra no entran no en su casa, ni
él ha de entrar en casa de los suegros ni cuñados; y si acaso se toparen por
alguna parte, se desvían un tiro de ballesta el uno del otro, y entretanto que
así van apartándose, llevan la cabeza baja y los ojos en tierra puestos; porque
tienen por cosa mala verse ni hablarse. Las mujeres tienen libertad para
comunicar y conversar con los suegros y parientes, y esta costumbre se tiene
desde la isla hasta más de cincuenta leguas por la tierra adentro. Otra
costumbre hay, y es que cuando algún hijo o hermano muere, en la casa donde
muriese, tres meses no buscan de comer, antes se dejan morir de hambre, y los
parientes y los vecinos les proveen de lo que han de comer. Y como en el tiempo
que aquí estuvimos murió tanta gente de ellos, en las más casas había muy gran hambre,
por guardar también su costumbre y ceremonia; y los que lo buscaban, por mucho
que trabajaban, por ser el tiempo tan recio, no podían haber sino muy poco; y
por esta causa los indios que a mí me tenían se salieron de la isla, y en unas
canoas se pasaron a Tierra Firme, a unas bahías adonde tenían muchos ostiones,
y tres meses del año no comen otra cosa, y beben muy mala agua. Tienen gran
falta de leña, y de mosquitos muy grande abundancia. Sus casas son edificadas
de esteras sobre muchas cáscaras de ostiones, y sobre ellos duermen en cueros,
y no los tienen sino es acaso. Y así estuvimos hasta el fin de abril, que
fuimos a la costa del mar, a donde comimos moras de zarzas todo el mes, en el
cual no cesan de hacer sus areitos y fiestas.
Capítulo XV
De lo que nos acaeció en la isla de Mal Hado
En aquella isla que he contado nos quisieron hacer físicos sin
examinarnos ni pedirnos títulos, porque ellos curan las enfermedades soplando
al enfermo, y con aquel soplo y las manos echan de él la enfermedad, y mandáronnos
que hiciésemos lo mismo y sirviésemos en algo. Nosotros nos reíamos de ello,
diciendo que era burla y que no sabíamos curar; y por esto nos quitaban la
comida hasta que hiciésemos lo que nos decían. Y viendo nuestra porfía, un
indio me dijo a mí que yo no sabía lo que decía en decir que no aprovecharía
nada aquello que él sabía, que las piedras y otras cosas que se crían por los
campos tienen virtud. Que él con una piedra caliente, trayéndola por el
estómago, sanaba y quitaba el dolor, y que nosotros, que éramos hombres, cierto
era que teníamos mayor virtud y poder. En fin, nos vimos en tanta necesidad,
que lo hubimos de hacer, sin temer que nadie nos llevase por ello la pena. La
manera que ellos tienen de curarse es ésta: que en viéndose enfermos, llaman a
un médico, y después de curado, no sólo le dan todo lo que poseen, mas entre
sus parientes buscan cosas para darle. Lo que el médico hace es dalle unas
sajas adonde tiene el dolor, y chúpanles al derredor de ellas. Dan cauterios de
fuego, que es cosa entre ellos tenida por muy provechosa, y yo lo he
experimentado, y me sucedió bien de ello; y después de esto, soplan aquel lugar
que les duele, y con esto creen ellos que se les quita el mal. La manera con
que nosotros curamos era santiguándolos y soplarlos, y rezar un Páter Noster y
un Ave María, y rogar lo mejor que podíamos a Dios Nuestro Señor que les diese
salud y espirase en ellos que nos hiciesen algún buen tratamiento. Quiso Dios y
su misericordia que todos aquellos por quien suplicamos, luego que los
santiguamos, decían a los otros que estaban sanos y buenos, y por este respecto
nos hacían buen tratamiento, y dejaban ellos de comer por dárnoslo a nosotros,
y nos daban cueros y otras cosillas. Fue tan extremada la hambre que allí se
pasó, que muchas veces estuve tres días sin comer ninguna cosa, y ellos también
lo estaban y parecíame ser cosa imposible durar la vida, aunque en otras
mayores hambres y necesidades me vi después, como adelante diré. Los indios que
tenían a Alonso del Castillo y Andrés Dorantes, y a los demás que habían
quedado vivos, como eran de otra lengua y de otra parentela, se pasaron a otra
parte de la Tierra Firme a comer ostiones, y allí estuvieron hasta el primero
día del mes de abril, y luego volvieron a la isla, que estaba de allí hasta dos
leguas por lo más ancho del agua, y la isla tiene media legua de través y cinco
en largo. Toda la gente de esta tierra anda desnuda; solas las mujeres traen de
sus cuerpos algo cubierto con una lana que en los árboles se cría. Las mozas se
cubren con unos cueros de venados. Es gente muy partida de lo que tienen unos
con otros. No hay entre ellos señor. Todos los que son de un linaje andan
juntos. Habitan en ellas dos maneras de lenguas: a los unos llaman Capoques, y
a los otros de Han; tienen por costumbre cuando se conocen y de tiempo a tiempo
se ven, primero que se hablen, estar media hora llorando, y acabado esto, aquel
que es visitado se levanta primero y da al otro cuanto posee, y el otro lo
recibe, y de ahí a un poco se va con ello, y aun algunas veces, después de
recibido, se van sin que hablen palabra. Otras extrañas costumbres tienen; mas
yo he contado las más principales y más señaladas por pasar adelante y contar
lo que más nos sucedió.
Capítulo XVI
Cómo se partieron los cristianos de la isla de Mal Hado
Después que Dorantes y Castillo volvieron a la isla recogieron
consigo todos los cristianos, que estaban esparcidos, y halláronse por todos
catorce. Yo, como he dicho, estaba en la otra parte, en Tierra Firme, donde mis
indios me habían llevado y donde me habían dado tan gran enfermedad, que ya que
alguna otra cosa me diera esperanza de vida, aquélla bastaba para del todo
quitármela. Y como los cristianos esto supieron, dieron a un indio la manta de
martas que del cacique habíamos tomado, como arriba dijimos, porque los pasase
donde yo estaba para verme; y así vinieron doce, porque los dos quedaron tan
flacos que no se atrevieron a traerlos consigo. Los nombres de los que entonces
vinieron son: Alonso del Castillo, Andrés Dorantes y Diego Dorantes,
Valdivieso, Estrada, Tostado, Chaves, Gutiérrez,
Esturiano, clérigo; Diego de Huelva, Estebanico el Negro, Benítez.
Y como fueron venidos a Tierra Firme, hallaron otro que era de los nuestros,
que se llamaba Francisco de León, y todos trece por luengo de costa. Y luego
que fueron pasados, los indios que me tenían me avisaron de ello, y cómo
quedaban en la isla Hierónimo de Alaniz y Lope de Oviedo. Mi enfermedad estorbó
que no les pude seguir ni los vi. Yo hube de quedar con estos mismos indios de
la isla más de un año, y por el mucho trabajo que me daban y mal tratamiento
que me hacían, determiné de huir de ellos e irme a los que moran en los montes
y Tierra Firme, que se llaman los de Charruco, porque yo no podía sufrir la
vida que con estos otros tenía; porque, entre otros trabajos muchos, había de
sacar las raíces para comer debajo del agua y entre las cañas donde estaban
metidas en la tierra; y de esto traía yo los dedos tan gastados, que una paja
que me tocase me hacía sangre de ellos, y las cañas me rompían por muchas
partes, porque muchas de ellas estaban quebradas y había de entrar por medio de
ellas con la ropa que he dicho que traía. Y por esto yo puse en obra de pasarme
a los otros, y con ellos me sucedió algo mejor; y porque yo me hice mercader,
procuré de usar el oficio lo mejor que supe, y por esto ellos me daban de comer
y me hacían buen tratamiento y rogábanme que me fuese de unas partes a otras
por cosas que ellos habían menester, porque por razón de la guerra que
continuamente traen, la tierra no se anda ni se contrata tanto. Y ya con mis
tratos y mercaderías entraba en la tierra adentro todo lo que quería, y por
luengo de costa me alargaba cuarenta o cincuenta leguas. Lo principal de mi
trato era pedazos de caracoles de la mar y corazones de ellos y conchas, con
que ellos cortan una fruta que es como frísoles, con que se curan y hacen sus
bailes y fiestas, y ésta es la cosa de mayor precio que entre ellos hay, y
cuentas de la mar y otras cosas. Así, esto era lo que yo llevaba tierra
adentro, y en cambio y trueco de ello traía cueros y almagra, con que ellos se
untan y tiñen las caras y cabellos, pedernales para puntas de flechas, engrudo
y cañas duras para hacerlas, y unas borlas que se hacen de pelo de venados, que
las tiñen y paran coloradas; y este oficio me estaba a mí bien, porque andando
en él tenía libertad para ir donde quería y no era obligado a cosa alguna, y no
era esclavo, y dondequiera que iba me hacían buen tratamiento y me daban de
comer por respeto de mis mercaderías, y lo más principal porque andando en ello
yo buscaba por dónde me había de ir adelante, y entre ellos era muy conocido;
holgaban mucho cuando me veían y les traía lo que habían menester, y los que no
me conocían me procuraban y deseaban ver por mi fama. Los trabajos que en esto
pasé sería largo de contarlos, así de peligros y hambres, como de tempestades y
fríos, que muchos de ellos me tomaron en el campo y solo, donde por gran
misericordia de Dios nuestro Señor escapé. Y por esta causa yo no trataba el
oficio en invierno, por ser tiempo que ellos mismos en sus chozas y ranchos
metidos no podían valerse ni ampararse. Fueron casi seis años el tiempo que yo
estuve en esta tierra solo entre ellos y desnudo, como todos andaban. La razón
por que tanto me detuve fue por llevar conmigo un cristiano que estaba en la
isla, llamado Lope de Oviedo. El otro compañero de Alaniz, que con él había
quedado cuando Alonso del Castillo y Andrés Dorantes con todos los otros se
fueron, murió luego, y por sacarlo de allí yo pasaba a la isla cada año y le
rogaba que nos fuésemos a la mejor maña que pudiésemos en busca de cristianos,
y cada año me detenía diciendo que el otro siguiente nos iríamos. En fin, al
cabo lo saqué y le pasé el ancón y cuatro ríos que hay por la costa, porque él
no sabía nadar, y así, fuimos con algunos indios adelante hasta que llegamos a
un ancón que tiene una legua de través y es por todas partes hondo; y por lo
que de él nos pareció y vimos, es el que llaman del Espíritu Santo, y de la
otra parte de él vimos unos indios, que vinieron a ver a los nuestros, y nos
dijeron cómo más adelante había tres hombres como nosotros, y nos dijeron los
nombres de ellos. Y preguntándoles por los demás, nos respondieron que todos
eran muertos de frío y de hambre, y que aquellos indios de adelante ellos
mismos por su pasatiempo habían muerto a Diego Dorantes y a Valdivieso y a
Diego de Huelva, porque se habían pasado de una casa a otra; y que los otros
indios sus vecinos con quien agora estaba el capitán Dorantes, por razón de un
sueño que habían soñado, habían muerto a Esquivel y a Méndez. Preguntámosles
qué tales estaban los vivos; dijéronnos que muy maltratados, porque los
muchachos y otros indios, que entre ellos son muy holgazanes y de mal trato,
les daban muchas coces y bofetones y palos, y que ésta era la vida que con
ellos tenían. Quisímonos informar de la tierra adelante y de los mantenimientos
que en ella había; respondieron que era muy pobre de gente, y que en ella no
había qué comer, y que morían de frío porque no tenían cueros ni con qué
cubrirse. Dijéronnos también si queríamos ver aquellos tres cristianos, que de
ahí a dos días los indios que los tenían venían a comer nueces una legua de
allí, a la vera del río; y porque viésemos que lo que nos habían dicho del mal
tratamiento de los otros era verdad, estando con ellos dieron al compañero mío
de bofetones y palos, y yo no quedé sin mi parte, y de muchos pellazos de lodo
que nos tiraban, y nos ponían cada día las flechas al corazón, diciendo que nos
querían matar como a los otros nuestros compañeros. Y temiendo esto Lope de
Oviedo, mi compañero, dijo que quería volverse con unas mujeres de aquellos
indios, con quien habíamos pasado el ancón, que quedaban algo atrás. Yo porfié
mucho con él que no lo hiciese, y pasé muchas cosas, y por ninguna vía lo pude
detener, y así se volvió y yo quedé solo con aquellos indios, los cuales se
llamaban Quevenes, y los otros con quien él se fue se llaman Deaguanes.
Capítulo XVII
Cómo vinieron los indios y trajeron a Andrés Dorantes y a Castillo y a
Estebanico
Desde a dos días que Lope de Oviedo se había ido, los indios que
tenían a Alonso del Castillo y Andrés Dorantes vinieron al mismo lugar que nos
habían dicho, a comer de aquellas nueces de que se mantienen, moliendo unos granillos
con ellas, dos meses del año, sin comer otra cosa, y aun esto no lo tienen
todos los años, porque acuden uno, y otro no; son del tamaño de las de Galicia,
y los árboles son muy grandes, y hay un gran número de ellos. Un indio me avisó
cómo los cristianos eran llegados, y que si yo quería verlos me hurtase y
huyese a un canto de un monte que él me señaló; porque él y otros parientes
suyos habían de venir a ver a aquellos indios, y que me llevarían consigo
adonde los cristianos estaban. Yo me confié de ellos, y determiné de hacerlo,
porque tenían otra lengua distinta de la de mis indios. Y puesto por obra, otro
día fueron y me hallaron en el lugar que estaba señalado; y así me llevaron
consigo. Ya que llegué cerca de donde tenían su aposento. Andrés Dorantes salió
a ver quién era, porque los indios le habían también dicho cómo venía un
cristiano; y cuando me vio fue muy espantado, porque había muchos días que me
tenían por muerto, y los indios así lo habían dicho. Dimos muchas gracias a
Dios de vernos juntos, y este día fue uno de los de mayor placer que en
nuestros días hemos tenido; y llegado donde Castillo estaba, me preguntaron que
dónde iba. Yo le dije que mi propósito era de pasar a tierra de cristianos, y
que en este rastro y busca iba. Andrés Dorantes respondió que muchos días había
que él rogaba a Castillo y a Estebanico que se fuesen adelante, y que no lo
osaban hacer porque no sabían nadar, y que temían mucho de los ríos y los
ancones por donde habían de pasar, que en aquella tierra hay muchos. Y pues
Dios nuestro Señor había sido servido de guardarme entre tantos trabajos y
enfermedades, y al cabo traerme en su compañía, que ellos determinaban de huir,
que yo los pasaría de los ríos y ancones que topásemos, y avisáronme que en
ninguna manera diese a entender a los indios no conociesen de mí que yo quería
pasar adelante, porque luego me matarían; y que para esto era menester que yo
me detuviese con ellos seis meses, que era tiempo en que aquellos indios iban a
otra tierra a comer tunas. Esta es una fruta que es del tamaño de huevos, y son
bermejas y negras y de muy buen gusto. Cómenlas tres meses del año, en los
cuales no comen otra cosa alguna, porque al tiempo que ellos las cogían venían
a ellos otros indios de adelante, que traían arcos para contratar y cambiar con
ellos; y que cuando aquéllos se volviesen nos huiríamos de los nuestros, y nos
volveríamos con ellos. Con este concierto yo quedé allí, y me dieron por
esclavo a un indio con quien Dorantes estaba, el cual era tuerto, y su mujer y
un hijo que tenía y otro que estaba en su compañía; de manera que todos eran
tuertos. Estos se llaman mariames, y Castillo estaba con otros sus vecinos,
llamados iguases. Y estando aquí ellos me contaron que después que salieron de
la isla del Mal Hado, en la costa de la mar hallaron la barca en que iba al
contador y los frailes al través; y que yendo pasando aquellos ríos, que son
cuatro muy grandes y de muchas corrientes, les llevó las barcas en que pasaban
a la mar, donde se ahogaron cuatro de ellos, y que así fueron adelante hasta
que pasaron el ancón, y lo pasaron con mucho trabajo, y a quince leguas delante
hallaron otro, y que cuando allí llegaron ya se les habían muerto dos
compañeros en sesenta leguas que habían andado; y que todos los que quedaban estaban
para lo mismo, y que en todo el camino no habían comido sino cangrejos y yerba
pedrera; y llegados a este último ancón, decían que hallaron en él indios que
estaban comiendo moras; y como vieron a los cristianos, se fueron de allí a
otro cabo; y que estando procurando y buscando manera para pasar el ancón,
pasaron a ellos un indio y un cristiano, que llegado, conocieron que era
Figueroa, uno de los cuatro que habíamos enviado adelante en la isla del Mal
Hado, y allí les contó cómo él y sus compañeros habían llegado hasta aquel
lugar, donde se habían muerto dos de ellos y un indio, todos tres de frío y de
hambre, porque habían venido y estado en el más recio tiempo del mundo, y que a
él y a Méndez habían tomado los indios, y que estando con ellos, Méndez había
huido yendo la vía lo mejor que pudo de Pánuco, y que los indios habían ido
tras él y que lo habían muerto; y que estando él con estos indios supo de ellos
cómo con los mariames estaba un cristiano que había pasado de la otra parte, y
lo había hallado con los que llamaban quevenes, y que este cristiano era
Hernando de Esquivel, natural de Badajoz, el cual venía en compañía del
comisario, y que él supo de Esquivel el fin en que habían parado el gobernador
y el contador y los demás, y le dijo que el contador y los frailes habían
echado al través su barca entre los ríos, y viniéndose por luengo de la costa,
llegó la barca del gobernador con su gente en tierra, y él se fue con su barca
hasta que llegaron a aquel ancón grande, y que allí tornó a tomar la gente y la
pasó del otro cabo, y volvió por el contador y los frailes y todos los otros. Y
contó cómo estando desembarcados, el gobernador había revocado el poder que el
contador tenía de lugarteniente suyo y dio el cargo a un capitán que traía
consigo, que se decía Pantoja, y que el gobernador se quedó en su barca, y no
quiso aquella noche salir a tierra, y quedaron con él un maestre y un paje que
estaba malo, y en la barca no tenían agua ni cosa ninguna que comer; y que a
media noche el norte vino tan recio, que sacó la barca a la mar, sin que
ninguno la viese, porque no tenía por resón sino una piedra, y que nunca más
supieron de él. Y que visto esto, la gente que en tierra quedaron se fueron por
luengo de costa, y que como hallaron tanto estorbo de agua, hicieron balsas con
mucho trabajo, en que pasaron la otra parte; y que yendo adelante, llegaron a
una punta de un monte orilla del agua, y que hallaron indios, que como los
vieron venir metieron sus casas en sus canoas y se pasaron de la otra parte a
la costa; y los cristianos, viendo el tiempo que era, porque era por el mes de
noviembre, pararon en este monte, porque hallaron agua y leña y algunos
cangrejos y mariscos, donde de frío y de hambre se comenzaron poco a poco a
morir. Allende de esto, Pantoja, que por teniente había quedado, les hacía mal
tratamiento, y no lo pudiendo sufrir Sotomayor, hermano de Vasco Porcallo, el
de la isla de Cuba, que en la armada había venido por maestre de campo, se
revolvió con él y le dio un palo, de que Pantoja quedó muerto, y así se fueron
acabando; y los que morían, los otros los hacían tasajos; y el último que murió
fue Sotomayor, y Esquivel lo hizo tasajos, y comiendo de él se mantuvo hasta
primero de marzo, que un indio de los que allí habían huido vino a ver si eran muertos,
y llevó a Esquivel consigo; y estando en poder de este indio, el Figueroa lo
habló y supo de él todo lo que hemos contado, y le rogó que se viniese con él,
para irse ambos la vía de Pánuco; lo cual Esquivel no quiso hacer, diciendo que
él sabido de los frailes que Pánuco había quedado atrás; y así se quedó allí, y
Figueroa se fue a la costa adonde solía estar.
Capítulo XVIII
De la relación que dio Esquivel
Esta cuenta toda dio Figueroa por la relación que de Esquivel
había sabido; y así, de mano en mano llegó a mí, por donde se puede ver y saber
el fin que toda aquella armada hubo y los particulares casos que a cada uno de
los demás acontecieron. Y dijo más: que si los cristianos algún tiempo andaban
por allí, podría ser que viesen a Esquivel, porque sabía que se había huido de
aquel indio con quien estaba, a otros, que se decían los mareames, que eran
allí vecinos. Y como acabo de decir, él y el asturiano se quisieran ir a otros
indios que adelante estaban; mas como los indios que lo tenían lo sintieron,
salieron a ellos, y diéronles muchos palos, y desnudaron al asturiano, y
pasáronle un brazo con una flecha; y en fin, se escaparon huyendo, y los
cristianos se quedaron con aquellos indios, y acabaron con ellos que los
tomasen por esclavos, aunque estando sirviéndoles fueron tan maltratados de
ellos, como nunca esclavos ni hombres de ninguna suerte lo fueron, porque de
seis que eran, no contentos con darles muchas bofetadas y apalearlos y pelarles
las barbas por su pasatiempo, por sólo pasar de una casa a otra mataron tres,
que son los que arriba dije, Diego Dorantes y Valdivieso y Diego de Huelva, y
los otros tres que quedaban esperaban parar en esto mismo; y por no sufrir en
esta vida, Andrés Dorantes se huyó y se pasó a los mareames, que eran aquéllos
adonde Esquivel había parado, y ellos le contaron cómo habían tenido allí a
Esquivel, y cómo estando allí se quiso huir porque una mujer había soñado que
le había de matar un hijo, y los indios fueron tras él y lo mataron, y
mostraron a Andrés Dorantes su espada y sus cuentas y libro y otras cosas que
tenía. Esto hacen éstos por una costumbre que tienen, y es que matan sus mismos
hijos por sueños, y a las hijas en naciendo las dejan comer a perros, y las
echan por ahí. La razón por qué ellos lo hacen es, según ellos dicen, porque
todos los de la tierra son sus enemigos y con ellos tienen continua guerra; y
que si acaso casasen sus hijas, multiplicarían tanto sus enemigos, que los
sujetarían y tomarían por esclavos; y por esta causa querían más matarlas que
no que de ellas mismas naciese quien fuese su enemigo. Nosotros les dijimos que
por qué no las casaban con ellos mismos. Y también entre ellos dijeron que era fea
cosa casarlas a sus parientes ni a sus enemigos; y esta costumbre usan estos y
otros sus vecinos, que se llaman los iguaces, solamente, sin que ningunos otros
de la tierra la guarden. Y cuando éstos se han de casar, compran las mujeres a
sus enemigos, y el precio que cada uno da por la suya es un arco, el mejor que
puede haber, con dos flechas; y si acaso no tiene arco, una red hasta una braza
en ancho y otra en largo. Matan sus hijos, y mercan los ajenos; no dura el
casamiento más de cuanto están contentos, y con una higa deshacen el
casamiento. Dorantes estuvo con éstos, y desde a pocos días se huyó. Castillo y
Estebanico se vinieron dentro de la Tierra Firme a los iguaces. Toda esta gente
son flecheros y bien dispuestos, aunque no tan grandes como los que atrás
dejamos, y traen la teta y el labio horadados. Su mantenimiento principalmente
es raíces de dos o tres maneras, y búscanlas por toda la tierra; son muy malas,
e hinchan los hombres que las comen. Tardan dos días en asarse, y muchas de
ellas son muy amargas, y con todo esto se sacan con mucho trabajo. Es tanta la
hambre que aquellas gentes tienen, que no se pueden pasar sin ellas, y andan
dos o tres leguas buscándolas. Algunas veces matan algunos venados, y a tiempos
toman algún pescado; más esto es tan poco, y su hambre tan grande, que comen
arañas y huevos de hormigas, y gusanos y lagartijas y salamanquesas y culebras
y víboras, que matan los hombres que muerden, y comen tierra y madera y todo lo
que pueden haber, y estiércol de venados, y otras cosa que dejo de contar; y
creo averiguadamente que si en aquella tierra hubiese piedras las comerían.
Guardan las espinas del pescado que comen, y de las culebras y otras cosas,
para molerlo después todo y comer el polvo de ello. Entre éstos no se cargan los
hombres ni llevan cosa de peso; mas llévanlo las mujeres y los viejos, que es
la gente que ellos en menos tienen. No tienen tanto amor a sus hijos como los
que arriba dijimos. Hay algunos entre ellos que usan pecado contra natura. Las
mujeres son muy trabajadas y para mucho, porque de veinticuatro horas que hay
entre día y noche, no tienen sino seis horas de descanso, y todo lo más de la
noche pasan en atizar sus hornos para secar aquellas raíces que comen. Y desde
que amanece comienzan a cavar y a traer leña y agua a sus casas y dar orden en
las otras cosas de que tienen necesidad. Los más de éstos son grandes ladrones,
porque aunque entre sí son bien partidos, en volviendo uno la cabeza, su hijo
mismo o su padre le toma lo que puede. Mienten muy mucho, y son grandes
borrachos, y para esto beben ellos una cierta cosa. Están tan usados a correr,
que sin descansar ni cansar corren desde la mañana hasta la noche, y siguen un
venado; y de esta manera matan muchos de ellos, porque los siguen hasta que los
cansan, y algunas veces los toman vivos. Las casas de ellos son de esteras
puestas sobre cuatro arcos; llévanlas a cuestas, y múdanse cada dos o tres días
para buscar de comer. Ninguna cosa siembran que se pueda aprovechar; es gente
muy alegre; por mucha hambre que tengan, por eso no dejan de bailar ni de hacer
sus fiestas y areitos. Para ellos el mejor tiempo que éstos tienen es cuando
comen las tunas, porque entonces no tienen hambre, y todo el tiempo se les pasa
en bailar, y comen de ellas de noche y de día. Todo el tiempo que les duran
exprímenlas y ábrenlas y pónenlas a secar, y después de secas pónenlas en unas
seras, como higos, y guárdanlas para comer por el camino cuando se vuelven, y
las cáscaras de ellas muélenlas y hácenlas polvo. Muchas veces estando con
éstos, nos aconteció tres o cuatro días estar sin comer porque no lo había;
ellos, por alegrarnos, nos decían que no estuviésemos tristes; que presto
habría tunas y comeríamos muchas y beberíamos del zumo de ellas, y tendríamos
las barrigas muy grandes y estaríamos muy contentos y alegres y sin hambre
alguna; y desde el tiempo que esto nos decían hasta que las tunas se hubiesen
de comer había cinco o seis meses, y, en fin, hubimos de esperar aquestos seis
meses, y cuando fue tiempo fuimos a comer las tunas; hallamos por la tierra muy
gran cantidad de mosquitos de tres maneras, que son muy malos y enojosos, y
todo lo más del verano nos daban mucha fatiga; y para defendernos de ellos
hacíamos al derredor de la gente muchos fuegos de leña podrida y mojada, para
que no ardiesen e hiciesen humo; y esta defensión nos daba otro trabajo, porque
en toda la noche no hacíamos sino llorar, del humo que en los ojos nos daba, y
sobre eso, gran calor que nos causaban los muchos fuegos, y salíamos a dormir a
la costa. Y si alguna vez podíamos dormir, recordábannos a palos, para que
tornásemos a encender los fuegos. Los de la tierra adentro para esto usan otro
remedio tan incomportable y más que éste que he dicho, y es andar con tizones
en las manos quemando los campos y montes que topan, para que los mosquitos
huyan, y también para sacar debajo de tierra lagartijas y otras semejantes
cosas para comerlas. Y también suelen matar venados cercándolos con muchos
fuegos; y usan también esto por quitar a los animales el pasto, que la
necesidad les haga ir a buscarlo adonde ellos quieren, porque nunca hacen
asiento con sus casas sino donde hay agua y leña, y alguna vez se cargan todos
de esta provisión y van a buscar los venados, que muy ordinariamente están
donde no hay agua ni leña; y el día que llegan matan venados y algunas otras
cosas que pueden, y gastan todo el agua y leña en guisar de comer y en los
fuegos que hacen para defenderse de los mosquitos, y esperan otro día para
tomar algo que lleven para el camino; y cuando parten, tales van de los
mosquitos, que parece que tienen la enfermedad de San Lázaro. Y de esta manera
satisfacen su hambre dos o tres veces en el año, a tan grande costa como he
dicho; y por haber pasado por ello puedo afirmar que ningún trabajo que se sufra
en el mundo se iguala con éste. Por la tierra hay muchos venados y otras aves y
animales de los que atrás he contado. Alcanzan aquí vacas, y yo las he visto
tres veces y comido de ellas, y paréceme que serán del tamaño de las de España.
Tienen los cuernos pequeños, como moriscas, y el pelo muy largo, merino, como
una bernia; unas son pardillas, y otras negras, y a mi parecer tienen mejor y
más gruesa carne que las de acá. De las que no son grandes hacen los indios
mantas para cubrirse, y de las mayores hacen zapatos y rodelas; éstas vienen de
hacia el Norte por tierra adelante hasta la costa de la Florida, y tiéndense
por toda la tierra más de cuatrocientas leguas, y en todo este camino, por los
valles por donde ellas vienen, bajan las gentes que por allí habitan y se
mantienen de ellas, y meten en la tierra grande cantidad de cueros.
Capítulo XIX
De cómo nos apartaron los indios
Cuando fueron cumplidos los seis meses que yo estuve con los
cristianos esperando a poner en efecto el concierto que teníamos hecho, los
indios se fueron a las tunas, que había de allí donde las habían de coger hasta
treinta leguas; y ya que estábamos para huirnos, los indios con quien
estábamos, unos con otros riñeron sobre una mujer, y se apuñearon y apalearon y
descalabraron unos a otros; y con el grande enojo que hubieron, cada uno tomó
su casa y se fue a su parte; de donde fue necesario que todos los cristianos
que allí éramos también nos apartásemos, y en ninguna manera nos pudimos juntar
hasta otro año. Y en este tiempo yo pasé muy mala vida, así por la mucha hambre
como por el mal tratamiento que de los indios recibía, que fue tal, que yo me
hube de huir tres veces de los amos que tenía, y todos me anduvieron a buscar y
poniendo diligencia para matarme, y Dios nuestro Señor por su misericordia me
quiso guardar y amparar de ellos; y cuando el tiempo de las tunas tornó, en
aquel mismo lugar nos tornamos a juntar. Ya que teníamos concertado de huirnos
y señalado el día, aquel mismo día los indios nos apartaron, y fuimos cada uno por
su parte; y yo dije a los otros compañeros que yo los esperaría en las tunas
hasta que la Luna fuese llena, y este día era primero de septiembre y primero
día de luna; y avisélos que si en este tiempo no viniesen al concierto, yo me
iría solo y los dejaría. Y así, nos apartamos y cada uno se fue con sus indios,
y yo estuve con los míos hasta trece de luna, y yo tenía acordado de me huir a
otros indios en siendo en Luna llena. Y a trece días del mes llegaron adonde yo
estaba Andrés Dorantes y Estebanico, y dijéronme cómo dejaban a Castillo con
otros indios que se llaman anagados, y que estaban cerca de allí, y que habían
pasado mucho trabajo, y que habían andado perdidos.
Y que otro día adelante nuestros indios se mudaron hacia donde
Castillo estaba, e iban a juntarse con los que lo tenían, y hacerse amigos unos
de otros, porque hasta allí habían tenido guerra, y de esta manera cobramos a
Castillo. En todo el tiempo que comíamos las tunas teníamos sed, y para remedio
de esto bebíamos el zumo de las tunas y sacábamoslo en un hoyo que en la tierra
hacíamos, y desde que estaba lleno bebíamos de él hasta que nos hartábamos. Es
dulce y de color de arrope; esto hacen por falta de otras vasijas. Hay muchas
maneras de tunas, y entre ellas hay algunas muy buenas, aunque a mí todas me
parecían así, y nunca la hambre me dio espacio para escogerlas ni para mientes
en cuáles eran las mejores. Todas las más de estas gentes beben agua llovediza
y recogida en algunas partes; porque, aunque hay ríos, como nunca están de asiento,
nunca tienen agua conocida ni señalada. Por toda la tierra hay muy grandes y
hermosas dehesas, y de muy buenos pastos para ganados; y paréceme que sería
tierra muy fructífera si fuese labrada y habitada de gente de razón. No vimos
sierra en toda ella en tanto que en ella estuvimos. Aquellos indios nos dijeron
que otros estaban más adelante, llamados camones, que viven hacia la costa, y
habían muerto toda la gente que venía en la barca de Peñalosa y Téllez, que
venían tan flacos, que aunque los mataban no se defendían; y así, los acabaron
todos, y nos mostraron ropas y armas de ellos, y dijeron que la barca estaba
allí al través. Esta es la quinta barca que faltaba, porque la del gobernador
ya dijimos cómo la mar la llevó, y la del contador y los frailes la habían
visto echada al través en la costa, y Esquivel contó el fin de ellos. Las dos
en que Castillo y yo y Dorantes íbamos, ya hemos contado cómo junto a la isla
de Mal Hado se hundieron.
Capítulo XX
De cómo nos huimos
Después de habernos mudado, desde a dos días nos encomendamos a
Dios nuestro Señor y nos fuimos huyendo, confiando que, aunque era ya tarde y
las tunas se acababan, con los frutos que quedarían en el campo podríamos andar
buena parte de la tierra. Yendo aquel día nuestro camino con harto temor que
los indios nos habían de seguir, vimos unos humos, y yendo a ellos, después de
vísperas llegamos allá, donde vimos un indio que, como vio que íbamos a él,
huyó sin querernos aguardar; nosotros enviamos al negro tras él, y como vio que
iba solo, aguardólo. El negro le dijo que íbamos a buscar aquella gente que
hacía aquellos humos. Él respondió que cerca de allí estaban las casas, y que
nos guiaría allá, y así, lo fuimos siguiendo; y él corrió a dar aviso de cómo
íbamos, y a puesta del sol vimos las casas, y dos tiros de ballesta antes que
llegásemos a ellas hallamos cuatro indios que nos esperaban, y nos recibieron
bien. Dijímosles en lengua de mareames que íbamos a buscarlos, y ellos
mostraron que se holgaban con nuestra compañía; y así, nos llevaron a sus
casas, y a Dorantes y al negro aposentaron en casa de un físico, y a mí y a
Castillo en casa de otro. Estos tienen otra lengua y llámanse avavares, y son
aquellos que solían llevar los arcos a los nuestros e iban a contratar con
ellos; y aunque son de otra nación y lengua, entienden la lengua de aquéllos
con quien antes estábamos, y aquel mismo día habían llegado allí con sus casas.
Luego el pueblo nos ofreció muchas tunas, porque ya ellos tenían noticia de
nosotros y cómo curábamos, y de las maravillas que nuestro Señor con nosotros
obraba, que, aunque no hubiera otras, harto grandes eran abrirnos caminos por
tierra tan despoblada, y darnos gente por donde muchos tiempos no la había, y
librarnos de tantos peligros, y no permitir que nos matasen, y sustentarnos con
tanta hambre, y poner aquellas gentes en corazón que nos tratasen bien, como
adelante diremos.
Capítulo XXI
De cómo curamos aquí unos dolientes
Aquella misma noche que llegamos vinieron unos indios a Castillo,
y dijéronle que estaban muy malos de la cabeza, rogándole que los curase; y
después que los hubo santiguado y encomendado a Dios, en aquel punto los indios
dijeron que todo el mal se les había quitado; y fueron a sus casas y trajeron
muchas tunas y un pedazo de carne de venado, cosa que no sabíamos qué cosa era;
y como esto entre ellos se publicó, vinieron otros muchos enfermos en aquella
noche a que los sanase, y cada uno traía un pedazo de venado; y tantos eran,
que no sabíamos a dónde poner la carne. Dimos muchas gracias a Dios porque cada
día iba creciendo su misericordia y mercedes; y después que se acabaron las
curas comenzaron a bailar y hacer sus areitos y fiestas, hasta otro día que el
sol salió; y duró la fiesta tres días por haber nosotros venido, y al cabo de
ellos les preguntamos por la tierra adelante, y por la gente que en ella
hallaríamos, y los mantenimientos que en ella había. Respondiéronnos que por
toda aquella tierra había muchas tunas, mas que ya eran acabadas, y que ninguna
gente había, porque todos eran idos a sus casas, con haber ya cogido las tunas;
y que la tierra era muy fría y en ella había muy pocos cueros. Nosotros viendo
esto, que ya el invierno y tiempo frío entraba, acordamos de pasarlo con éstos.
A cabo de cinco días que allí habíamos llegado se partieron a buscar otras
tunas adonde había otra gente de otras naciones y lenguas. Y andadas cinco
jornadas con muy grande hambre, porque en el camino no había tunas ni otra
fruta ninguna, llegamos a un río, donde asentamos nuestras casas, y después de
asentadas fuimos a buscar una fruta de unos árboles, que es como hieros; y como
por toda esta tierra no hay caminos, yo me detuve más en buscarla; la gente se
volvió, y yo quedé solo, y viniendo a buscarlos aquella noche me perdí, y plugo
a Dios que hallé un árbol ardiendo, y al fuego de él pasé aquel frío aquella
noche, y a la mañana yo me cargué la leña y tomé dos tizones, y volví a
buscarlos, y anduve de esta manera cinco días, siempre con mi lumbre y carga de
leña, porque si el fuego se me matase en parte donde no tuviese leña, como en
muchas partes no la había, tuviese de qué hacer otro tizones y no me quedase
sin lumbre, porque para el frío yo no tenía otro remedio, por andar desnudo
como nací. Y para las noches yo tenía este remedio, que me iba a las matas del monte,
que estaban cerca de los ríos, y paraba en ellas antes que el sol se pusiese, y
en la tierra hacía un hoyo y en él echaba mucha leña, que se cría en muchos
árboles, de que por allí hay muy gran cantidad y juntaba mucha leña de la que
estaba caída y seca de los árboles, y al derredor de aquel hoyo hacía cuatro
fuegos en cruz, y yo tenía cargo y cuidado de rehacer el fuego de rato en rato,
y hacía unas gavillas de paja larga que por allí hay, con que me cubría en
aquel hoyo, y de esta manera me amparaba del frío de las noches; y una de ellas
el fuego cayó en la paja con que yo estaba cubierto, y estando yo durmiendo en
el hoyo, comenzó a arder muy recio, y por mucha prisa que yo me di a salir,
todavía saqué señal en los cabellos del peligro en que había estado. En todo
este tiempo no comí bocado ni hallé cosa que pudiese comer; y como traía los
pies descalzos, corrióme de ellos mucha sangre, y Dios usó conmigo de
misericordia, que en todo este tiempo no ventó el norte, porque de otra manera
ningún remedio había de yo vivir. Y al cabo de cinco días llegué a una ribera
de un río, donde yo hallé a mis indios, que ellos y los cristianos me contaban
ya por muerto, y siempre creían que alguna víbora me había mordido. Todos
hubieron gran placer de verme, principalmente los cristianos, y me dijeron que
hasta entonces habían caminado con mucha hambre, que ésta era la causa que no
me habían buscado; y aquella noche me dieron de las tunas que tenían, y otro
día partimos de allí, y fuimos donde hallamos muchas tunas, con que todos
satisficieron su gran hambre, y nosotros dimos muchas gracias a nuestro Señor
porque nunca nos faltaba remedio.
Capítulo XXII
Cómo otro día nos trajeron otros enfermos
Otro día de mañana vinieron allí muchos indios y traían cinco
enfermos que estaban tullidos y muy malos, y venían en busca de Castillo que
los curase, y cada uno de los enfermos ofreció su arco y flechas, y él los
recibió, y a puesta de sol los santiguó y encomendó a Dios nuestro Señor, y
todos le suplicamos con la mejor manera que podíamos les enviase salud, pues él
veía que no había otro remedio para que aquella gente nos ayudase y saliésemos
de tan miserable vida. Y él lo hizo tan misericordiosamente, que venida la
mañana, todos amanecieron tan buenos y sanos, y se fueron tan recios como si
nunca hubieran tenido mal ninguno. Esto causó entre ellos muy gran admiración,
y a nosotros despertó que diésemos muchas gracias a nuestro Señor, a que más
enteramente conociésemos su bondad, y tuviésemos firme esperanza que nos había
de librar y traer donde le pudiésemos servir. Y de mí sé decir que siempre tuve
esperanza en su misericordia que me había de sacar de aquella cautividad, y así
yo lo hablé siempre a mis compañeros. Como los indios fueron idos y llevaron
sus indios sanos, partimos donde estaban otros comiendo tunas, y éstos se
llaman cutalches y malicones, que son otras lenguas, y junto con ellos había
otros que se llamaban coayos y susolas, y de otra parte otros llamados atayos,
y estos tenían guerra con los susolas, con quien se flechaban cada día. Y como
por toda la tierra no se hablase sino de los misterios que Dios nuestro Señor
con nosotros obraba, venían de muchas partes a buscarnos para que los
curásemos, y al cabo de dos días que allí llegaron, vinieron a nosotros unos indios
de los susolas y rogaron a Castillo que fuese a curar un herido y otros
enfermos, y dijeron que entre ellos quedaba uno que estaba muy al cabo.
Castillo era médico muy temeroso, principalmente cuando las curas eran muy
temerosas y peligrosas, y creía que sus pecados habían de estorbar que no todas
veces sucediese bien el curar. Los indios me dijeron que yo fuese a curarlos,
porque ellos me querían bien y se acordaban que les había curado en las nueces,
y por aquello nos habían dado nueces y cueros; y esto había pasado cuando yo
vine a juntarme con los cristianos; y así hube de ir con ellos, y fueron
conmigo Dorantes y Estebanico, y cuando llegué cerca de los ranchos que ellos
tenían, yo vi el enfermo que íbamos a curar que estaba muerto, porque estaba mucha
gente al derredor de él llorando y su casa deshecha, que es señal que el dueño
estaba muerto. Y así, cuando yo llegué hallé el indio los ojos vueltos y sin
ningún pulso, y con todas las señales de muerto, según a mí me pareció, y lo
mismo dijo Dorantes. Yo le quité una estera que tenía encima, con que estaba
cubierto, y lo mejor que pude apliqué a nuestro Señor fuese servido de dar
salud a aquél y a todos los otros que de ella tenían necesidad. Y después de
santiguado y soplado muchas veces, me trajeron un arco y me lo dieron, y una
sera de tunas molidas, y lleváronme a curar a otros muchos que estaban malos de
modorra, y me dieron otras dos seras de tunas, las cuales di a nuestros indios,
que con nosotros habían venido; y, hecho esto, nos volvimos a nuestro aposento,
y nuestros indios, a quien di las tunas, se quedaron allá; y a la noche se
volvieron a sus casas, y dijeron que aquel que estaba muerto y yo había curado
en presencia de ellos, se había levantado bueno y se había paseado, y comido, y
hablado con ellos, y que todos cuantos había curado quedaban sanos y muy
alegres. Esto causó muy gran admiración y espanto, y en toda la tierra no se
hablaba en otra cosa. Todos aquellos a quien esta fama llegaba nos venían a
buscar para que los curásemos y santiguásemos sus hijos. Y cuando los indios
que estaban en compañía de los nuestros, que eran los cutalchiches, se hubieron
de ir a su tierra, antes que se partiesen nos ofrecieron todas las tunas que
para su camino tenían, sin que ninguna les quedase, y diéronnos pedernales tan
largos como palmo y medio, con que ellos cortan, y es entre ellos cosa de muy
gran estima. Rogáronnos que nos acordásemos de ellos y rogásemos a Dios que
siempre estuviesen buenos, y nosotros se lo prometimos; y con esto partieron
los más contentos hombres del mundo, habiéndonos dado todo lo mejor que tenían.
Nosotros estuvimos con aquellos indios avavares ocho meses, y esta cuenta
hacíamos por las lunas. En todo este tiempo nos venían de muchas partes a
buscar, y decían que verdaderamente nosotros éramos hijos del Sol. Dorantes y
el negro hasta allí no habían curado; mas por la mucha importunidad que
teníamos, viniéndonos de muchas partes a buscar, venimos todos a ser médicos,
aunque en atrevimiento y osar acometer cualquier cura era yo más señalado entre
ellos, y ninguno jamás curamos que no nos dijese que quedaba sano. Y tanta
confianza tenían que habían de sanar si nosotros los curásemos, que creían que
en tanto que allí nosotros estuviésemos ninguno había de morir. Estos y los de
más atrás nos contaron una cosa muy extraña, y por la cuenta que nos figuraron
parecía que había quince o diez y seis años que había acontecido, que decían
que por aquella tierra anduvo un hombre, que ellos llaman Mala Cosa, y que era
pequeño de cuerpo, y que tenía barbas, aunque nunca claramente le pudieron ver
el rostro, y que cuando venía a la casa donde estaban se les levantaban los
cabellos y temblaban, y luego parecía a la puerta de la casa un tizón ardiendo.
Y luego, aquel hombre entraba y tomaba al que quería de ellos, y dábales tres
cuchilladas grandes por las ijadas con un pedernal muy agudo, tan ancho como
una mano y dos palmos en luengo, y metía la mano por aquellas cuchilladas y
sacábales las tripas; y que cortaba de una tripa poco más o menos de un palmo,
y aquello que cortaba echaba en las brasas; y luego le daba tres cuchilladas en
un brazo, y la segunda daba por la sangradura y desconcertábaselo, y dende a
poco se lo tornaba a concertar y poníale las manos sobre las heridas, y
decíannos que luego quedaban sanos, y que muchas veces cuando bailaban aparecía
entre ellos, en hábito de mujer unas veces, y otras como hombre; y cuando él
quería, tomaba el buhío o casa y subíala en alto, y dende a poco caía con ella
y daba muy gran golpe. También nos contaron que muchas veces le dieron de comer
y que nunca jamás comió; y que le preguntaban dónde venía y a qué parte tenía
su casa, y que les mostró una hendidura de la tierra, y dijo que su casa era
allá debajo. De estas cosas que ellos nos decían, nosotros nos reíamos mucho,
burlando de ellas; y como ellos vieron que no lo creíamos, trajeron muchos de
aquéllos que decían que él había tomado, y vimos las señales de las cuchilladas
que él había dado en los lugares en la manera que ellos contaban. Nosotros les
dijimos que aquél era un malo, y de la mejor manera que pudimos les dábamos a
entender que si ellos creyesen en Dios nuestro Señor y fuesen cristianos como
nosotros, no tendrían miedo de aquel, ni él osaría venir a hacerles aquellas
cosas; y que tuviesen por cierto que en tanto que nosotros en la tierra
estuviésemos él no osaría parecer en ella. De esto se holgaron ellos mucho y
perdieron mucha parte del temor que tenían. Estos indios nos dijeron que habían
visto al asturiano y a Figueroa con otros, que adelante en la costa estaban, a
quien nosotros llamábamos de los higos. Toda esta gente no conocía los tiempos
por el Sol ni la Luna, ni tienen cuenta del mes del año, y más entienden y
saben las diferencias de los tiempos cuando las frutas vienen a madurar, y en
tiempo que muere el pescado y el aparecer de las estrellas, en que son muy
diestros y ejercitados. Con estos siempre fuimos bien tratados, aunque lo que
habíamos de comer lo cavábamos, y traíamos nuestras cargas de agua y leña. Sus
casas y mantenimientos son como las de los pasados, aunque tienen muy mayor
hambre, porque no alcanzan maíz ni bellotas ni nueces. Anduvimos siempre en
cueros como ellos, y de noche nos cubríamos con cueros de venado. De ocho meses
que con ellos estuvimos, los seis padecimos mucha hambre, que tampoco alcanzan
pescado. Y al cabo de este tiempo ya las tunas comenzaban a madurar, y sin que
de ellos fuésemos sentidos nos fuimos a otros que adelante estaban, llamados
maliacones; éstos estaban una jornada de allí, donde yo y el negro llegamos.
A cabo de los tres días envié que trajese a Castillo y a Dorantes;
y venidos, nos partimos todos juntos con los indios, que iban a comer una
frutilla de unos árboles, de que se mantienen diez o doce días, entretanto que
las tunas vienen. Y allí se juntaron con estos otros indios que se llamaban
arbadaos, y a éstos hallamos muy enfermos y flacos e hinchados; tanto que nos
maravillamos mucho, y los indios con quien habíamos venido se vinieron por el
mismo camino. Y nosotros les dijimos que nos queríamos quedar con aquéllos, de
que ellos mostraron pesar; y así, nos quedamos en el campo con aquéllos, cerca
de aquellas casas, y cuando ellos nos vieron, juntáronse después de haber
hablado entre sí, y cada uno de ellos tomó el suyo por la mano y nos llevaron a
sus casas. Con éstos padecimos más hambre que con los otros, porque en todo el
día no comíamos más de dos puños de aquella fruta, la cual estaba verde; tenía
tanta leche, que nos quemaba las bocas; y con tener falta de agua, daba mucha
sed a quien la comía. Y como la hambre fuese tanta, nosotros comprámosles dos
perros y a trueco de ellos les dimos unas redes y otras cosas, y un cuero con
que yo me cubría.
Ya he dicho cómo por toda esta tierra anduvimos desnudos; y como
no estábamos acostumbrados a ello, a manera de serpientes mudábamos los cueros
dos veces en el año, y con el sol y el aire hacíansenos en los pechos y en las
espaldas unos empeines muy grandes, de que recibíamos muy gran pena por razón
de las muy grandes cargas que traíamos, que eran muy pesadas; y hacían que las
cuerdas se nos metían por los brazos. La tierra es tan áspera y tan cerrada,
que muchas veces hacíamos leña en montes, que cuando la acabábamos de sacar nos
corría por muchas partes sangre, de las espinas y matas con que topábamos, que
nos rompían por donde alcanzaban.
A las veces aconteció hacer leña donde, después de haberme costado
mucha sangre, no la podía sacar ni a cuestas ni arrastrando. No tenía, cuando
en estos trabajos me veía, otro remedio ni consuelo sino pensar en la pasión de
nuestro redentor Jesucristo y en la sangre que por mí derramó, y considerar
cuánto más sería el tormento que de las espinas él padeció que no aquél que yo
sufría. Contrataba con estos indios haciéndoles peines, y con arcos y con
flechas y con redes hacíamos esteras, que son cosas de que ellos tienen mucha
necesidad; y aunque lo saben hacer, no quieren ocuparse en nada, por buscar
entretanto qué comer, y cuando entienden en esto pasan muy gran hambre. Otras
veces me mandaban raer cueros y ablandarlos.
Y la mayor prosperidad en que yo allí me vi era el día que me
daban a raer alguno, porque yo lo raía mucho y comía de aquellas raeduras, y
aquello me bastaba para dos o tres días. También nos aconteció con estos y con
los que atrás hemos dejado, darnos un pedazo de carne y comérnoslo así crudo,
porque si lo pusiéramos a asar, el primer indio que llegaba se lo llevaba y
comía. Parecíanos que no era bien ponerla en esta ventura y también nosotros no
estábamos tales, que nos dábamos pena comerlo asado, y no lo podíamos tan bien
pasar como crudo. Esta es la vida que allí tuvimos, y aquel poco sustentamiento
lo ganábamos con los rescates que por nuestras manos hicimos.
Capítulo XXIII
Cómo nos partimos después de haber comido los perros
Después que comimos los perros, pareciéndonos que teníamos algún
esfuerzo para poder ir adelante, encomendámonos a Dios nuestro Señor para que
nos guiase, nos despedimos de aquellos indios, y ellos nos encaminaron a otros
de su lengua que estaban cerca de allí. E yendo por nuestro camino llovió, y
todo aquel día anduvimos con agua, y allende de esto, perdimos el camino y
fuimos a parar a un monte muy grande, y cogimos muchas hojas de tunas y
asámoslas aquella noche en un horno que hicimos, y dímosles tanto fuego, que a
la mañana estaban para comer. Y después de haberlas comido encomendámonos a
Dios y partímonos, y hallamos el camino que perdido habíamos. Y pasado el
monte, hallamos otras casas de indios; y llegados allá, vimos dos mujeres y
muchachos, que se espantaron, que andaban por el monte, y en vernos huyeron de
nosotros y fueron a llamar a los indios que andaban por el monte. Y venidos,
paráronse a mirarnos detrás de unos árboles, y llamámosles y allegáronse con
mucho temor; y después de haberlos hablado, nos dijeron que tenían mucha
hambre, y que cerca de allí estaban muchas casas de ellos propios, y dijeron
que nos llevarían a ellas. Y aquella noche llegamos adonde había cincuenta
casas, y se espantaban de vernos y mostraban mucho temor; y después que
estuvieron algo sosegados de nosotros, allegábannos con las manos al rostro y
al cuerpo, y después traían ellos sus mismas manos por su caras y sus cuerpos,
y así estuvimos aquella noche; y venida la mañana, trajéronnos los enfermos que
tenían rogándonos que los santiguásemos, y nos dieron de lo que tenían para
comer, que eran hojas de tunas y tunas verdes asadas. Y por el buen tratamiento
que nos hacían, y porque aquello que tenían nos lo daban de buena gana y
voluntad, y holgaban de quedar sin comer por dárnoslo, estuvimos con ellos
algunos días. Y estando allí, vinieron otros de más adelante. Cuando se
quisieron partir dijimos a los primeros que nos queríamos ir con aquéllos. A
ellos les pesó mucho, y rogáronnos muy ahincadamente que no nos fuésemos, y al
fin nos despedimos de ellos, y los dejamos llorando por nuestra partida, porque
les pesaba mucho en gran manera.
Capítulo XXIV
De las costumbres de los indios de aquella tierra
Desde la isla de Mal Hado, todos los indios que a esta tierra
vimos tienen por costumbre desde el día que sus mujeres se sienten preñadas no
dormir juntos hasta que pasen dos años que han criado los hijos, los cuales
maman hasta que son de edad de doce años; que ya entonces están en edad que por
sí saben buscar de comer. Preguntámosles que por qué los criaban así, y decían
que por la mucha hambre que en la tierra había, que acontecía muchas veces,
como nosotros veíamos, estar dos o tres días sin comer, y a las veces cuatro; y
por esta causa los dejaban mamar, porque en los tiempos de hambre no muriesen;
y ya que algunos escapasen, saldrían muy delicados y de pocas fuerzas. Y si
acaso acontece caer enfermos algunos, déjanlos morir en aquellos campos si no
es hijo, y todos los demás si no pueden ir con ellos se quedan; mas para llevar
un hijo o hermano, se cargan y lo llevan a cuestas. Todos éstos acostumbran
dejar sus mujeres cuando entre ellos no hay conformidad, y se tornan a casar
con quien quieren. Esto es entre los mancebos, más los que tienen hijos
permanecen con sus mujeres y no las dejan, y cuando en algunos pueblos riñen y
traban cuestiones unos con otros, apuñéanse y apaléanse hasta que están muy
cansados, y entonces se desparten. Algunas veces los desparten mujeres,
entrando entre ellos, que hombres no entran a despartirlos; y por ninguna pasión
que tengan no meten en ella arcos ni flechas. Y desde que se han apuñeado y
pasado su cuestión, toman sus casas y mujeres, y vanse a vivir por los campos y
apartados de los otros, hasta que se les pasa el enojo. Y cuando ya están
desenojados y sin ira, tórnanse a su pueblo, y de ahí adelante son amigos como
si ninguna cosa hubiera pasado entre ellos, ni es menester que nadie haga las
amistades, porque de esta manera se hacen. Y si los que riñen no son casados,
vánse a otros sus vecinos, y aunque sean sus enemigos, los reciben bien y se
huelgan mucho con ellos, y les dan de lo que tienen; de suerte que, cuando es
pasado el enojo, vuelven a su pueblo y vienen ricos. Toda es gente de guerra y
tienen tanta astucia para guardarse de sus enemigos como tendrían si fuesen
criados en Italia y en continua guerra. Cuando están en parte que sus enemigos
los pueden ofender, asientan sus casas a la orilla del monte más áspero y de
mayor espesura que por allí hallan, y junto a él hacen un foso, y en éste
duermen. Toda la gente de guerra está cubierta con leña menuda, y hacen sus
saeteras, y están tan cubiertos y disimulados, que aunque estén cabe ellos no
los ven, y hacen un camino muy angosto y entra hasta en medio del monte, y allí
hacen lugar para que duerman las mujeres y niños, y cuando viene la noche
encienden lumbres en sus casas para que si hubiere espías crean que están en
ellas, y antes del alba tornan a encender los mismos fuegos; y si acaso los
enemigos vienen a dar en las mismas casas, los que están en el foso salen a
ellos y hacen desde las trincheras mucho daño, sin que los de fuera los vean ni
los puedan hallar. Y cuando no hay montes en que ellos puedan de esta manera
esconderse y hacer sus celadas, asientan en llano en la parte que mejor les
parece y cércanse de trincheras cubiertas de leña menuda y hacen sus saeteras,
con que flechan a los indios, y estos reparos hacen para de noche.
Estando yo con los de aguenes, no estando avisados, vinieron sus
enemigos a media noche y dieron en ellos y mataron tres e hirieron otros
muchos; de suerte que huyeron de sus casas por el monte adelante, y desde que
sintieron que los otros se habían ido, volvieron a ellas y recogieron todas las
flechas que los otros les habían echado, y lo más encubiertamente que pudieron
los siguieron, y estuvieron aquella noche sobre sus casas sin que fuesen
sentidos, y al cuarto del alba les acometieron y les mataron cinco, sin otros
muchos que fueron heridos, y les hicieron huir y dejar sus casas y arcos, con
toda su hacienda. Y de ahí a poco tiempo vinieron las mujeres de los que
llamaban quevenes, y entendieron entre ellos y los hicieron amigos, aunque
algunas veces ellas son principio de la guerra. Todas estas gentes, cuando
tienen enemistades particulares, cuando no son de una familia, se matan de
noche por asechanzas y usan unos con otros grandes crueldades.
Capítulo XXV
Cómo los indios son prestos a un arma
Ésta es la más presta gente para un arma de cuantas yo he visto en
el mundo, porque si se temen de sus enemigos, toda la noche están despiertos
con sus arcos a par de sí y una docena de flechas; el que duerme tienta su
arco, y si no lo halla en cuerda le da la vuelta que ha menester. Salen muchas
veces fuera de las casas bajados por el suelo, de arte que no pueden ser
vistos, y miran y atalayan por todas partes para sentir lo que hay; y si algo
sienten, en un punto son todos en el campo con sus arcos y sus flechas, y así
están hasta el día, corriendo a unas partes y otras, donde ven que es menester
o piensan que pueden estar sus enemigos. Cuando viene el día tornan a aflojar
sus arcos hasta que salen a caza. Las cuerdas de los arcos son nervios de
venados. La manera que tienen de pelear es abajados por el suelo, y mientras se
flechan andan hablando y saltando siempre de un cabo para otro, guardándose de
las flechas de sus enemigos, tanto que en semejantes partes pueden recibir muy
poco daño de ballestas y arcabuces. Antes los indios burlan de ellos, porque
estas armas no aprovechan para ellos en campos llanos, adonde ellos andan
sueltos; son buenas para estrechos y lugares de agua; en todo lo demás, los
caballos son los que han de sojuzgar y lo que los indios universalmente temen.
Quien contra ellos hubiere de pelear ha de estar muy avisado que no le sientan
flaqueza ni codicia de lo que tienen, y mientras durare la guerra hanlos de
tratar muy mal; porque si temor les conocen o alguna codicia, ella es gente que
saben conocer tiempos en que vengarse y toman esfuerzo del temor de los
contrarios. Cuando se han flechado en la guerra y gastado su munición,
vuélvense cada uno su camino sin que los unos sean muchos y los otros pocos, y
ésta es costumbre suya. Muchas veces se pasan de parte a parte con las flechas
y no mueren de las heridas si no toca en las tripas o en el corazón; antes
sanan presto. Ven y oyen más y tienen más agudo sentido que cuantos hombres yo
creo hay en el mundo. Son grandes sufridores de hambre y sed y de frío, como
aquellos que están más acostumbrados y hechos a ello que otros. Esto he querido
contar porque allende que todos los hombres desean saber las costumbres y
ejercicios de los otros, los que algunas veces se vinieren a ver con ellos
estén avisados de sus costumbres y ardides, que suelen no poco aprovechar en
semejantes casos.
Capítulo XXVI
De las naciones y lenguas
También quiero contar sus naciones y lenguas, que desde la isla de
Mal Hado hasta los últimos hay. En la isla de Mal Hado hay dos lenguas: a los
unos llaman de Caoques y a los otros llaman de Han. En la Tierra Firme,
enfrente de la isla, hay otros que se llaman de Chorruco, y toman el nombre de
los montes donde viven. Adelante, en la costa del mar, habitan otros que se
llaman Doguenes, y enfrente de ellos otros que tienen por nombre los de
Mendica. Más adelante, en la costa, están los quevenes, y enfrente de ellos,
dentro de la Tierra Firme, los mariames; y yendo por la costa adelante, están
otros que se llaman guaycones, y enfrente de éstos, dentro en la Tierra Firme,
los iguaces. Cabo de éstos están otros que se llaman atayos, y detrás de éstos,
otros, acubadaos, y de éstos hay muchos por esta vereda adelante. En la costa
viven otros llamados quitoles, y enfrente de éstos, dentro en la Tierra Firme,
los avavares. Con éstos se juntan los maliacones, y otros cutalchiches, y otros
que se llaman susolas, y otros que se llaman comos, y adelante en la costa
están los camoles, y en la misma costa adelante, otros a quien nosotros
llamamos los de los higos. Todas estas gentes tienen habitaciones y pueblos y
lenguas diversas. Entre éstos hay una lengua en que llaman a los hombres por
mira acá; arre acá; a los perros, xo; en toda la tierra se emborrachan con un
humo, y dan cuanto tienen por él. Beben también otra cosa que sacan de las
hojas de los árboles, como de encina, y tuéstanla en unos botes al fuego, y
después que la tienen tostada hinchan el bote de agua, y así lo tienen sobre el
fuego, y cuando ha hervido dos veces, échanlo en una vasija y están enfriándola
con media calabaza, y cuando está con mucha espuma bébenla tan caliente cuanto
pueden sufrir, y desde que la sacan del bote hasta que la beben están dando
voces, diciendo que ¿quién quiere beber? Y cuando las mujeres oyen estas voces,
luego se paran sin osarse mudar, y aunque estén mucho cargadas, no osan hacer
otra cosa, y si acaso alguna de ellas se mueve, la deshonran y la dan de palos,
y con muy gran enojo derraman el agua que tienen para beber, y la que han
bebido la tornan a lanzar, lo cual ellos hacen muy ligeramente y sin pena
alguna. La razón de la costumbre dan ellos, y dicen que si cuando ellos quieren
beber aquella agua las mujeres se mueven de donde les toma la voz, que en
aquella agua se les mete en el cuerpo una cosa mala y que dende a poco les hace
morir, y todo el tiempo que el agua está cociendo ha de estar el bote tapado, y
si acaso está destapado y alguna mujer pasa, lo derraman y no beben más de
aquella agua; es amarilla y están bebiéndola tres días sin comer, y cada día
bebe cada uno una arroba y media de ella, y cuando las mujeres están en su
costumbre no buscan de comer más de para sí solas, porque ninguna otra persona
come de lo que ellas traen. En el tiempo que así estaba, entre éstos vi una
diablura, y es que vi un hombre casado con otro, y éstos son unos hombres
amarionados, impotentes, y andan tapados como mujeres y hacen oficio de mujeres,
y tiran arco y llevan muy gran carga, y entre éstos vimos muchos de ellos así
amarionados como digo, y son más membrudos que los otros hombres y más altos;
sufren muy grandes cargas.
Capítulo XXVII
De cómo nos mudamos y fuimos bien recibidos
Después que nos partimos de los que dejamos llorando, fuímonos con
los otros a sus casas, y de los que en ellas estaban fuimos bien recibidos y
trajeron sus hijos para que les tocásemos las manos, y dábannos mucha harina de
mezquiquez. Este mezquiquez es una fruta que cuando está en el árbol es muy
amarga, y es de la manera de algarrobas, y cómese con tierra, y con ella está
dulce y bueno de comer. La manera que tienen con ella es ésta: que hacen un
hoyo en el suelo, de la hondura que cada uno quiere, y después de echada la
fruta en este hoyo, con un palo tan gordo como la pierna y de braza y media en
largo, la muelen hasta muy molida; y demás que se le pega de la tierra del
hoyo, traen otros puños y échanla en el hoyo y tornan otro rato a moler, y
después échanla en una vasija de madera de una espuerta, y échanle tanta agua
que basta a cubrirla, de suerte que quede agua por cima, y el que la ha molido
pruébala, y si le parece que no está dulce, pide tierra y revuélvela con ella,
y esto hace hasta que la halla dulce, y siéntanse todos alrededor y cada uno
mete la mano y saca lo que puede, y las pepitas de ellas tornan a echar en
aquella espuerta, y echa agua como de primero, y tornan a exprimir el zumo y
agua que de ello sale, y las pepitas y cáscaras tornan a poner en el cuero y de
esta manera hacen tres o cuatro veces cada moledura. Y los que en este
banquete, que para ellos es muy grande, se hallan, quedan las barrigas muy
grandes, de la tierra y agua que han bebido; y de esto nos hicieron los indios
muy gran fiesta, y hubo entre ellos muy grandes bailes y areitos en tanto que
allí estuvimos. Y cuando de noche dormíamos, a la puerta del rancho donde
estábamos nos velaban a cada uno de nosotros seis hombres con gran cuidado, sin
que nadie nos osase entrar dentro hasta que el sol era salido. Cuando nosotros
nos quisimos partir de ellos, llegaron allí unas mujeres de otros que vivían
adelante; e informados de ellas dónde estaban aquellas casas, nos partimos para
allá, aunque ellos nos rogaron mucho que por aquel día nos detuviésemos, porque
las casas adonde íbamos estaban lejos, y no había camino para ellas, y que
aquellas mujeres venían cansadas, y descansando, otro día se irían con nosotros
y nos guiarían, y así nos despedimos. Y dende a poco las mujeres que habían
venido con otras del mismo pueblo, se fueron tras nosotros; mas como por la
tierra no había caminos, luego nos perdimos, y así anduvimos cuatro leguas, y
al cabo de ellas llegamos a beber a un agua adonde hallamos las mujeres que nos
seguían, y nos dijeron el trabajo que habían pasado por alcanzarnos. Partimos
de allí llevándolas por guía, y pasamos un río cuando ya vino la tarde que nos
daba el agua a los pechos; sería tan ancho como el de Sevilla, y corría muy
mucho, y a puesta de sol llegamos a cien casas de indios; y antes que
llegásemos salió toda la gente que en ellas había a recibirnos con tanta grita
que era espanto, y dando en los muslos grandes palmadas; traían las calabazas
horadadas, con piedras dentro, que es la cosa de mayor fiesta, y no las sacan
sino a bailar o para curar, ni las osa nadie tomar sino ellos; y dicen que
aquellas calabazas tienen virtud y que vienen del cielo, porque por aquella
tierra no las hay, ni saben dónde las haya, sino que las traen los ríos cuando
vienen de avenida. Era tanto el miedo y turbación que éstos tenían, que por
llegar más prestos los unos que los otros a tocarnos, nos apretaron tanto que
por poco nos hubieran de matar; y sin dejarnos poner los pies en el suelo nos
llevaron a sus casas, y tantos cargaban sobre nosotros y de tal manera nos
apretaban, que nos metimos en las casas que nos tenían hechas, y nosotros no
consentimos en ninguna manera que aquella noche hiciesen más fiesta con
nosotros. Toda aquella noche pasaron entre sí en areitos y bailes, y otro día
de mañana nos trajeron toda la gente de aquel pueblo para que los tocásemos y
santiguásemos, como habíamos hecho a los otros con quien habíamos estado. Y
después de esto hecho, dieron muchas flechas a las mujeres del otro pueblo que
habían venido con las suyas. Otro día partimos de allí y toda la gente del
pueblo fue con nosotros, y como llegamos a otros indios, fuimos bien recibidos,
como de los pasados; y así nos dieron de lo que tenían y los venados que aquel
día habían muerto. Y entre éstos vimos una nueva costumbre, y es que los que
venían a curarse, los que con nosotros estaban les tomaban el arco y las
flechas; y zapatos y cuentas, si las traían; y después de haberlas tomado nos
las traían delante de nosotros para que los curásemos; y curados se iban muy
contentos, diciendo que estaban sanos. Así nos partimos de aquéllos y nos
fuimos a otros de quien fuimos muy bien recibidos, y nos trajeron sus enfermos,
que santiguándolos decían que estaban sanos; y el que no sanaba creía que
podíamos sanarle, y con lo que los otros que curábamos les decían, hacían
tantas alegrías y bailes que no nos dejaban dormir.
Capítulo XXVIII
De otra nueva costumbre
Partidos de éstos, fuimos a otras muchas casas, y desde aquí
comenzó otra nueva costumbre, y es que, recibiéndonos muy bien, que los que
iban con nosotros los comenzaron a hacer tanto mal, que les tomaban las
haciendas y les saqueaban las casas, sin que otra cosa ninguna les dejasen. De
esto nos pesó mucho, por ver el mal tratamiento que a aquéllos que tan bien nos
recibían se hacía, y también porque temíamos que aquello sería o causaría
alguna alteración o escándalo entre ellos; mas como no éramos parte para
remediarlo, ni para osar castigar los que esto hacían y hubimos por entonces de
sufrir, hasta que más autoridad entre ellos tuviésemos; y también los indios
mismos que perdían la hacienda, conociendo nuestra tristeza, nos consolaron,
diciendo que de aquello no recibiésemos pena; que ellos estaban tan contentos
de habernos visto, que daban por bien empleadas sus haciendas, y que adelante
serían pagados de otros que estaban muy ricos. Por todo este camino teníamos
muy gran trabajo, por la mucha gente que nos seguía, y no podíamos huir de
ella, aunque lo procurábamos, porque era muy grande la prisa que tenían por
llegar a tocarnos; y era tanta la importunidad de ellos sobre esto, que pasaban
tres horas que no podíamos acabar con ellos que nos dejasen. Otro día nos
trajeron toda la gente del pueblo, y la mayor parte de ellos son tuertos de
nubes, y otros de ellos son ciegos de ellas mismas, de que estábamos
espantados. Son muy bien dispuestos y de muy buenos gestos, más blancos que
otros ningunos de cuantos hasta allí habíamos visto. Aquí empezamos a ver
sierras, y parecía que venían seguidas de hacia el mar del Norte; y así, por la
relación que los indios de esto nos dieron, creemos que están quince leguas de
la mar. De aquí nos partimos con estos indios hacia estas sierras que decimos,
y lleváronnos por donde estaban unos parientes suyos, porque ellos no nos
querían llevar sino por donde habitaban sus parientes, y no querían que sus
enemigos alcanzasen tanto bien, como les parecía que era vernos. Y cuando fuimos
llegados, los que con nosotros iban saquearon a los otros; y como sabían la
costumbre, primero que llegásemos escondieron algunas cosas; y después que nos
hubieron recibido con mucha fiesta y alegría, sacaron lo que habían escondido y
viniéronnoslo a presentar, y esto era cuentas y almagra y algunas taleguillas
de plata. Nosotros, según la costumbre, dímoslo luego a los indios que con
nosotros venían, y cuando nos lo hubieron dado, comenzaron sus bailes y
fiestas, y enviaron a llamar otros de otro pueblo que estaba cerca de allí,
para que nos viniesen a ver, y a la tarde vinieron todos, y nos trajeron
cuentas y arcos, y otras cosillas, que también repartimos. Y otro día,
queriéndonos partir, toda la gente nos quería llevar a otros amigos suyos que
estaban a la punta de las sierras, y decían que allí había muchas casas y
gente, y que nos darían muchas cosas; mas por ser fuera de nuestro camino no
quisimos ir a ellos, y tomamos por lo llano cerca de las sierras, las cuales
creíamos que no estaban lejos de la costa. Toda la gente de ella es muy mala, y
teníamos por mejor de atravesar la tierra, porque la gente que está metida
adentro es más bien acondicionada, y tratábannos mejor, y teníamos por cierto
que hallaríamos la tierra más poblada y de mejores mantenimientos. Lo último,
hacíamos esto porque, atravesando la tierra, veíamos muchas particularidades de
ella; porque si Dios nuestro Señor fuese servido de sacar alguno de nosotros, y
traerlo a tierra de cristianos, pudiese dar nuevas y relación de ella. Y como
los indios vieron que estábamos determinados de no ir por donde ellos nos
encaminaban, dijéronnos que por donde nos queríamos ir no había gente, ni tunas
ni otra cosa alguna que comer, y rogáronnos que estuviésemos allí aquel día, y
así lo hicimos. Luego ellos enviaron dos indios para que buscasen gente por
aquel camino que queríamos ir; y otro día nos partimos, llevando con nosotros
muchos de ellos, y las mujeres iban cargadas de agua, y era tan grande entre
ellos nuestra autoridad, que ninguno osaba beber sin nuestra licencia. Dos
leguas de allí topamos los indios que habían ido a buscar la gente, y dijeron
que no la hallaban; de lo que los indios mostraron pesar, y tornáronnos a rogar
que nos fuésemos por la sierra. No lo quisimos hacer, y ellos, como vieron
nuestra voluntad, aunque con mucha tristeza, se despidieron de nosotros, y se
volvieron el río abajo a sus casas, y nosotros caminamos por el río arriba, y
desde a un poco topamos dos mujeres cargadas, que como nos vieron, pararon y
descargáronse, y trajéronnos de lo que llevaban, que era harina de maíz, y nos
dijeron que adelante en aquel río hallaríamos casas y muchas tunas y de aquella
harina. Y así nos despedimos de ellas, porque iban a los otros donde habíamos
partido, y anduvimos hasta puesta de sol, y llegamos a un pueblo de hasta
veinte casas, adonde nos recibieron llorando y con grande tristeza, porque
sabían ya que adonde quiera que llegábamos eran todos saqueados y robados de
los que nos acompañaban, y como nos vieron solos, perdieron el miedo, y
diéronnos tunas, y no otra cosa ninguna. Estuvimos allí aquella noche, y al
alba los indios que nos habían dejado el día pasado dieron en sus casas, y como
los tomaron descuidados y seguros, tomáronles cuanto tenían, sin que tuviesen
lugar donde esconder ninguna cosa; de que ellos lloraron mucho; y los
robadores, para consolarles, les decían que éramos hijos del sol, y que
teníamos poder para sanar los enfermos y para matarlos, y otras mentiras aún
mayores que éstas, como ellos las saben mejor hacer cuando sienten que les
conviene. Y dijéronles que nos llevasen con mucho acatamiento, y tuviesen
cuidado de no enojarnos en ninguna cosa, y que nos diesen todo cuanto tenían, y
procurasen de llevarnos donde había mucha gente, y que donde llegásemos robasen
ellos y saqueasen lo que los otros tenían, porque así era costumbre.
Capítulo XXIX
De cómo se robaban los unos a los otros
Después de haberlos informado y señalado bien lo que habían de
hacer, se volvieron, y nos dejaron con aquéllos; los cuales, teniendo en la
memoria lo que los otros les habían dicho, nos comenzaron a tratar con aquel
mismo temor y reverencia que los otros, y fuimos con ellos tres jornadas, y
lleváronnos adonde había mucha gente. Y antes que llegásemos a ellos avisaron
cómo íbamos, y dijeron de nosotros todo lo que los otros les habían enseñado, y
añadieron mucho más, porque toda esta gente de indios son grandes amigos de
novelas y muy mentirosos, mayormente donde pretenden algún interés. Y cuando
llegamos cerca de las casas, salió toda la gente a recibirnos con mucho placer
y fiesta, y entre otras cosas dos físicos de ellos nos dieron dos calabazas, y
de aquí comenzamos a llevar calabazas con nosotros, y añadimos a nuestra
autoridad esta ceremonia, que para con ellos es muy grande. Los que nos habían
acompañado saquearon las casas; mas, como eran muchas y ellos pocos, no
pudieron llevar todo cuanto tomaron, y más de la mitad dejaron perdido; y de
aquí por la halda de la sierra nos fuimos metiendo por la tierra adentro más de
cincuenta leguas, y al cabo de ellas hallamos cuarenta casas, y entre otras
cosas que nos dieron, hubo Andrés Dorantes un cascabel gordo, grande, de cobre,
y en él figurado un rostro, y esto mostraban ellos, que lo tenían en mucho, y
les dijeron que lo habían habido de otros sus vecinos; y preguntándoles que
dónde habían habido aquello, dijéronle que lo habían traído de hacia el norte,
y que allí había mucho, y era tenido en gran estima; y entendimos que do quiera
que aquello había venido, había fundición y se labraba de vaciado, y con esto
nos partimos otro día, y atravesamos una sierra de siete leguas, y las piedras
de ella eran de escorias de hierro; y a la noche llegamos a muchas casas que
estaban asentadas a la ribera de un muy hermoso río, y los señores de ellas salieron
a medio camino a recibirnos con sus hijos a cuestas, y nos dieron muchas
taleguillas de margarita y de alcohol molido, con esto se untan ellos la cara;
y dieron muchas cuentas, y muchas mantas de vaca, y cargaron a todos los que
venían con nosotros de todo cuanto ellos tenían. Comían tunas y piñones; hay
por aquella tierra pinos chicos, y las piñas de ellos son como huevos pequeños,
mas los piñones son mejores que los de Castilla, porque tienen las cáscaras muy
delgadas. Cuando están verdes, muélenlos y hácenlos pellas, y así los comen; y
si están secos los muelen con cáscaras, y los comen hechos polvos. Y los que
por allí nos recibían, desde que nos habían tocado, volvían corriendo hasta sus
casas, y luego daban vuelta a nosotros, y no cesaban de correr, yendo y
viniendo. De esta manera traíamos muchas cosas para el camino. Aquí me trajeron
un hombre, y me dijeron que había mucho tiempo que le habían herido con una
flecha por la espalda derecha, y tenía la punta de la flecha sobre el corazón.
Decía que le daba mucha pena, y que por aquella causa siempre estaba enfermo.
Yo lo toqué, y sentí la punta de la flecha, y vi que la tenía atravesada por la
ternilla, y con un cuchillo que tenía le abrí el pecho hasta aquel lugar, y vi
que tenía la punta atravesada, y estaba muy mala de sacar; torné a cortar más,
y metí la punta del cuchillo, y con gran trabajo en fin la saqué. Era muy
larga, y con un hueso de venado, usando de mi oficio de medicina, le di dos
puntos; y dados, se me desangraba, y con raspa de un cuero le estanqué la
sangre; y cuando hube sacado la punta, pidiéronmela, y yo se la di, y el pueblo
todo vino a verla, y la enviaron por la tierra adentro, para que la viesen los
que allá estaban, y por esto hicieron muchos bailes y fiestas, como ellos suelen
hacer. Y otro día le corté los dos puntos al indio, y estaba sano; y no parecía
la herida que le había hecho sino como una raya de la palma de la mano, y dijo
que no sentía dolor ni pena alguna; y esta cura nos dio entre ellos tanto
crédito por toda la tierra, cuanto ellos podían y sabían estimar y encarecer.
Mostrámosles aquel cascabel que traíamos, y dijéronnos que en aquel lugar de
donde aquél había venido había muchas planchas de aquellas enterradas, y que
aquello era cosa que ellos tenían en mucho; y había casas de asiento, y esto
creemos nosotros que es la mar del Sur, que siempre tuvimos noticia que aquella
mar es más rica que la del Norte. De estos nos partimos y anduvimos por tantas
suertes de gentes y de tan diversas lenguas, que no basta memoria a poderlas
contar, y siempre saqueaban los unos a los otros; y así los que perdían como
los que ganaban, quedaban muy contentos. Llevábamos tanta compañía, que en
ninguna manera podíamos valernos con ellos. Por aquellos valles donde íbamos,
cada uno de ellos llevaba un garrote tan largo como tres palmos, y todos iban
en ala; y en saliendo alguna liebre (que por allí había hartas), cercábanla
luego, y caían tantos garrotes sobre ella, que era cosa de maravilla, y de esta
manera la hacían andar de unos para otros, que a mi ver era la más hermosa caza
que se podía pensar, porque muchas veces ellas se venían hasta las manos. Y
cuando a la noche parábamos, eran tantas las que nos habían dado, que traía
cada uno de nosotros ocho o diez cargas de ellas; y los que traían arcos no
parecían delante de nosotros, antes se apartaban por la sierra a buscar
venados; y a la noche cuando venían, traían para cada uno de nosotros cinco o
seis venados, y pájaros y codornices, y otras cazas; finalmente, todo cuanto
aquella gente hallaban y mataban nos lo ponían delante, sin que ellos osasen
tomar ninguna cosa, aunque muriesen de hambre; que así lo tenían ya por
costumbre después que andaban con nosotros, y sin que primero lo santiguásemos;
y las mujeres traían muchas esteras, de que ellos nos hacían casas, para cada
uno la suya aparte, y con toda su gente conocida; y cuando esto era hecho,
mandábamos que asasen aquellos venados y liebres, y todo lo que habían tomado,
y esto también se hacía muy presto en unos hornos que para esto ellos hacían; y
de todo ello nosotros tomábamos un poco, y lo otro dábamos al principal de la
gente que con nosotros venía, mandándole que lo repartiese entre todos. Cada
uno con la parte que le cabía venían a nosotros para que la soplásemos y
santiguásemos, que de otra manera no osaran comer de ella; y muchas veces
traíamos con nosotros tres o cuatro mil personas. Y era tan grande nuestro
trabajo, que a cada uno habíamos de soplar y santiguar lo que habían de comer y
beber, y para otras muchas cosas que querían hacer nos venían a pedir licencia,
de que se puede ver qué tanta importunidad recibíamos. Las mujeres nos traían
las tunas y arañas y gusanos, y lo que podían haber; porque aunque se muriesen
de hambre, ninguna cosa habían de comer sin que nosotros la diésemos. E yendo
con éstos, pasamos un gran río, que venía del norte; y pasados unos llanos de
treinta leguas, hallamos mucha gente que lejos de allí venían a recibirnos, y
salían al camino por donde habíamos de ir, y nos recibieron de la manera de los
pasados.
Capítulo XXX
De cómo se mudó la costumbre de recibirnos
Desde aquí hubo otra manera de recibirnos, en cuanto toca al
saquearse, porque los que salían de los caminos a traernos alguna cosa a los
que con nosotros venían no los robaban; mas después de entrados en sus casas,
ellos mismos nos ofrecían cuanto tenían, y las casas con ellos. Nosotros las
dábamos a los principales, para que entre ellos las partiesen, y siempre los
que quedaban despojados nos seguían, de donde crecía mucha gente para satisfacerse
de su pérdida; y decíanles que se guardasen y no escondiesen cosa alguna de
cuantas tenían, porque no podía ser sin que nosotros lo supiésemos, y haríamos
luego que todos muriesen, porque el sol nos lo decía. Tan grandes eran los
temores que les ponían, que los primeros días que con nosotros estaban, nunca
estaban sino temblando y sin osar hablar ni alzar los ojos al cielo. Estos nos
guiaron por más de cincuenta leguas de despoblado de muy ásperas sierras, y por
ser tan secas no había caza en ellas, y por esto pasamos mucha hambre, y al
cabo de un río muy grande, que el agua nos daba hasta los pechos, y desde aquí
nos comenzó mucha de la gente que traíamos a adolecer de la mucha hambre y
trabajo que por aquellas sierras habían pasado, que por extremo eran agras y
trabajosas. Estos mismos nos llevaron a unos llanos al cabo de las sierras,
donde venían a recibirnos de muy lejos de allí, y nos recibieron como los
pasados, y dieron tanta hacienda a los que con nosotros venían, que por no
poderla llevar dejaron a la mitad, y dijimos a los indios que lo habían dado
que lo tornasen a tomar y lo llevasen, porque no quedase allí perdido; y
respondieron que en ninguna manera lo harían, porque no era su costumbre,
después de haber una vez ofrecido, tornarlo a tomar; y así, no lo teniendo en
nada, lo dejaron todo perder. A éstos dijimos que queríamos ir a la puesta de
sol, y ellos respondiéronnos que por allí estaba la gente muy lejos, y nosotros
les mandábamos que enviasen a hacerles saber cómo nosotros íbamos allá, y de
esto se excusaron lo mejor que ellos podían, porque ellos eran sus enemigos, y
no querían que fuésemos a ellos; mas no osaron hacer otra cosa. Y así, enviaron
dos mujeres, una suya, y otra que de ellos tenían cautiva; y enviaron éstas
porque las mujeres pueden contratar aunque haya guerra. Y nosotros las
seguimos, y paramos en un lugar donde estaba concertado que las esperásemos;
mas ellas tardaron cinco días; y los indios decían que no debían de hallar
gente. Dijímosles que nos llevasen hacia el Norte; respondieron de la misma
manera, diciendo que por allí no había gente sino muy lejos, y que no había qué
comer ni se hallaba agua. Y con todo esto, nosotros porfiamos y dijimos que por
allí queríamos ir, y ellos todavía se excusaban de la mejor manera que podían,
y por esto nos enojamos, y yo me salí una noche a dormir en el campo, apartado
de ellos; mas luego fueron donde yo estaba, y toda la noche estuvieron sin
dormir y con mucho miedo y hablándome y diciéndome cuán atemorizados estaban
rogándonos que no estuviésemos más enojados, y que aunque ellos supiesen morir
en el camino, nos llevarían por donde nosotros quisiésemos ir. Y como nosotros
todavía fingíamos estar enojados y porque su miedo no se quitase, sucedió una
cosa extraña, y fue que este día mismo adolecieron muchos de ellos, y otro día
siguiente murieron ocho hombres. Por toda la tierra donde esto se supo hubieron
tanto miedo de nosotros, que parecía en vernos que de temor habían de morir.
Rogáronnos que no estuviésemos enojados, ni quisiésemos que más de ellos
muriesen, y tenían por muy cierto que nosotros los matábamos con solamente
quererlo. Y a la verdad, nosotros recibíamos tanta pena de esto, que no podía
ser mayor; porque, allende de ver los que morían, temíamos que no muriesen
todos o nos dejasen solos, de miedo, y todas las otras gentes de ahí adelante
hiciesen lo mismo, viendo lo que a estos había acontecido. Rogamos a Dios
nuestro Señor que lo remediase, y así comenzaron a sanar todos aquéllos que
habían enfermado, y vimos una cosa que fue de grande admiración: que los padres
y hermanos y mujeres de los que murieron, de verlos en aquel estado tenían gran
pena; y después de muertos, ningún sentimiento hicieron, ni los vimos llorar,
ni hablar unos con otros, ni hacer otra ninguna muestra, ni osaban llegar a
ellos, hasta que nosotros los mandábamos llevar a enterrar, y más de quince
días que con aquéllos estuvimos a ninguno vimos hablar uno con otro, ni los
vimos reír ni llorar a ninguna criatura; antes, porque una lloró, la llevaron
muy lejos de allí, y con unos dientes de ratón agudos la sajaron desde los
hombros hasta casi todas las piernas. Y yo, viendo esta crueldad y enojado de
ello, les pregunté por qué lo hacían, y respondiéronme que para castigarla
porque había llorado delante de mí. Todos estos temores que ellos tenían ponían
a todos los otros que nuevamente venían a conocernos, a fin que nos diesen todo
cuanto tenían, porque sabían que nosotros no tomábamos nada y lo habíamos de
dar todo a ellos. Esta fue la más obediente gente que hallamos por esta tierra,
y de mejor condición; y comúnmente son muy dispuestos. Convalecidos los
dolientes, y ya que había tres días que estábamos allí, llegaron las mujeres
que habíamos enviado, diciendo que habían hallado muy poca gente, y que todos habían
ido a las vacas, que era tiempo de ellas. Y mandamos a los que habían estado
enfermos que se quedasen, y los que estuviesen buenos fuesen con nosotros, y
que dos jornadas de allí, aquellas mismas dos mujeres irían con dos de nosotros
a sacar gente y traerla al camino para que nos recibiesen; y con esto, otro día
de mañana todos los que más recios estaban partiendo con nosotros, y a tres
jornadas paramos, y el siguiente día partió Alonso del Castillo con Estebanico
el negro, llevando por guía a las dos mujeres; y la que de ellas era cautiva
los llevó a un río que corría entre unas sierras donde estaba un pueblo en que
su padre vivía, y éstas fueron las primeras casas que vimos que tuviesen
parecer y manera de ello. Aquí llegaron Castillo y Estebanico y, después de
haber hablado con los indios, al cabo de tres días vino Castillo adonde nos
había dejado, y trajo cinco o seis de aquellos indios, y dijo cómo había
hallado casas de gente y de asiento, y que aquella gente comía frísoles y
calabazas, y que había visto maíz. Esta fue la cosa del mundo que más nos
alegró, y por ello dimos infinitas gracias a nuestro Señor; y dijo que el negro
venía con toda la gente de las casas a esperar al camino, cerca de allí; y por
esta causa partimos; y andada legua y media, topamos con el negro y la gente
que venían a recibirnos, y nos dieron frísoles y muchas calabazas para comer y
para traer agua, y mantas de vacas, y otras cosas. Y como estas gentes y las
que con nosotros venían eran enemigos no se entendían, partímonos de los
primeros dándoles lo que nos habían dado, y fuímonos con estos; y a seis leguas
de allí, ya que venía la noche, llegamos a sus casas, donde hicieron muchas
fiestas con nosotros. Aquí estuvimos un día, y el siguiente nos partimos, y
llevámoslos con nosotros a otras casas de asiento, donde comían lo mismo que
ellos. Y de ahí adelante hubo otro nuevo uso: que los que sabían de nuestra ida
no salían a recibirnos a los caminos, como los otros hacían; antes los
hallábamos en sus casas, y tenían hechas otras para nosotros, y estaban todos
asentados, y todos tenían vueltas las caras hacia la pared y las cabezas bajas
y los cabellos puestos delante de los ojos, y su hacienda puesta en montón en
medio de la casa; y de aquí en adelante comenzaron a darnos muchas mantas de
cueros, y no tenían cosa que no nos diesen. Es la gente de mejores cuerpos que
vimos, y de mayor viveza y habilidad y que mejor nos entendían y respondían en
lo que preguntábamos; y llamámoslos de las Vacas, porque la mayor parte que de
ellas muere es cerca de allí; y porque aquel río arriba más de cincuenta
leguas, van matando muchas de ellas. Estas gentes andan del todo desnudos, a la
manera de los primeros que hayamos.
Las mujeres andan cubiertas con unos cueros de venado, y algunos
pocos hombres, señaladamente los que son viejos, que no sirven para la guerra.
Es tierra muy poblada. Preguntámosles cómo no sembraban maíz; respondiéronnos
que lo hacían por no perder lo que sembrasen, porque dos años arreo les había
faltado las aguas, y había sido el tiempo tan seco, que a todos les habían
perdido los maíces los topos, y que no osarían tornar a sembrar sin que primero
hubiese llovido mucho; y rogábannos que dijésemos al cielo que lloviese y se lo
rogásemos, y nosotros se lo prometimos de hacerlo así. También nosotros
quisimos saber de dónde habían traído aquel maíz, y ellos nos dijeron que de
donde el sol se ponía, y que lo había por toda aquella tierra; mas que lo más
cerca de allí era por aquel camino. Preguntámosles por dónde iríamos bien, y
que nos informasen del camino, porque no querían ir allá; dijéronnos que el
camino era por aquel río arriba hacia el Norte, y que en diez y siete jornadas
no hallaríamos otra cosa ninguna que comer, sino una fruta que llaman chacan, y
que la machucan entre unas piedras y aún después de hecha esta diligencia no se
puede comer, de áspera y seca; y así era la verdad, porque allí nos lo
mostraron y no lo pudimos comer, y dijéronnos también que entretanto que
nosotros fuésemos por el río arriba, iríamos siempre por gente que eran sus
enemigos y hablaban su misma lengua, y que no tenían que darnos cosa a comer;
mas que nos recibirían de muy buena voluntad, y que nos darían muchas mantas de
algodón y cueros y otras cosas de las que ellos tenían; mas que todavía les parecía
que en ninguna manera no debíamos tomar aquel camino. Dudando lo que haríamos,
y cuál camino tomaríamos que más a nuestro propósito y provecho fuese, nosotros
nos detuvimos con ellos dos días. Dábannos a comer frísoles y calabazas; la
manera de cocerlas es tan nueva, que por ser tal, yo la quise aquí poner, para
que se vea y se conozca cuán diversos y extraños son los ingenios e industrias
de los hombres humanos. Ellos no alcanzan ollas, y para cocer lo que ellos
quieren comer hinchan media calabaza grande de agua, y en el fuego echan muchas
piedras de las que más fácilmente ellos pueden encender, y toman el fuego; y
cuando ven que están ardiendo tómanlas con unas tenazas de palo, y échanlas en
aquella agua que está en la calabaza, hasta que la hacen hervir con el fuego
que las piedras llevan, y cuando ven que el agua hierve, echan en ella lo que
han de cocer, y en todo este tiempo no hacen sino sacar unas piedras y echar
otras ardiendo para que el agua hierva para cocer lo que quieren, y así lo
cuecen.
Capítulo XXXI
De cómo seguimos el camino del maíz
Pasados dos días que allí estuvimos, determinamos de ir a buscar
el maíz, y no quisimos seguir el camino de las Vacas, porque es hacia el Norte,
y esto era para nosotros muy gran rodeo, porque siempre tuvimos por cierto que
yendo la puesta de sol habíamos de hallar lo que deseábamos; y así, seguimos
nuestro camino, y atravesamos toda la tierra hasta salir a la mar del Sur; y no
bastó a estorbarnos esto el temor que nos ponían de la mucha hambre que
habíamos de pasar, como a la verdad la pasamos, por todas las diez y siete
jornadas que nos habían dicho. Por todas ellas el río arriba nos dieron muchas
mantas de vacas, y no comimos de aquélla su fruta, mas nuestro mantenimiento
era cada día tanto como una mano de unto de venado, que para estas necesidades
procurábamos siempre de guardar, y así pasamos todas las diez y siete jornadas,
y al cabo de ellas atravesamos el río y caminamos otras diez y siete. A la
puesta de sol, por unos llanos, y entre unas sierras muy grandes que allí se
hacen, allí hallamos una gente que la tercera parte del año no comen sino unos
polvos de paja; y por ser aquel tiempo cuando nosotros por allí caminamos,
hubímoslo también de comer hasta que, acabadas estas jornadas, hallamos casas
de asiento, adonde había mucho maíz allagado, y de ello y de su harina nos
dieron mucha cantidad, y de calabazas y frísoles y mantas de algodón, y de todo
cargamos a los que allí nos habían traído, y con esto se volvieron los más
contentos del mundo. Nosotros dimos muchas gracias a Dios nuestro Señor por
habernos traído allí, donde habíamos hallado tanto mantenimiento. Entre estas
casas había algunas de ellas que eran de tierra, y las otras todas son de
estera de cañas; y de aquí pasamos más de cien leguas de tierra, y siempre
hallamos casas de asiento, y mucho mantenimiento de maíz, y frísoles, y
dábannos muchos venados y muchas mantas de algodón, mejores que las de la Nueva
España. Dábannos también muchas cuentas y de unos corales que hay en la mar del
Sur, muchas turquesas muy buenas que tienen de hacia el Norte; y finalmente,
dieron aquí todo cuanto tenían, y a mí me dieron cinco esmeraldas hechas puntas
de flechas, y con estas flechas hacen ellos sus areitos y bailes. Y
pareciéndome a mí que eran muy buenas, les pregunté de dónde las habían habido,
y dijeron que las traían de unas sierras muy altas que están hacia el Norte, y
las compraban a trueco de penachos y plumas de papagayos, y decían que había
allí pueblos de mucha gente y casas muy grandes. Entre éstos vimos las mujeres
más honestamente tratadas que a ninguna parte de Indias que hubiésemos visto.
Traen unas camisas de algodón, que llegan hasta las rodillas, y unas medias
mangas encima de ellas, de unas faldillas de cuero de venado sin pelo, que tocan
en el suelo, y enjabónanlas con unas raíces que limpian mucho, y así las tienen
muy bien tratadas; son abiertas por delante y cerradas con unas correas; andan
calzados con zapatos. Toda esta gente venía a nosotros a que los tocásemos y
santiguásemos; y eran en esto tan importunos, que con gran trabajo lo
sufríamos, porque dolientes y sanos, todos querían ir santiguados.
Acontecía muchas veces que de las mujeres que con nosotros iban
parían algunas, y luego en naciendo nos traían la criatura a que la santiguásemos
y tocásemos. Acompañábannos siempre hasta dejarnos entregados a otros, y entre
todas estas gentes se tenía por muy cierto que veníamos del cielo. Entretanto
que con éstos anduvimos caminamos todo el día sin comer hasta la noche, y
comíamos tan poco, que ellos se espantaban de verlo. Nunca nos sintieron
cansancio, y a la verdad nosotros estábamos tan hechos al trabajo, que tampoco
lo sentíamos. Teníamos con ellos mucha autoridad y gravedad, y para conservar
esto, les hablábamos pocas veces. El negro les hablaba siempre; se informaba de
los caminos que queríamos ir y los pueblos que había y de las cosas que
queríamos saber. Pasamos por gran número y diversidades de lenguas; con todas
ellas Dios nuestro Señor nos favoreció, porque siempre nos entendieron y les
entendimos. Y así, preguntábamos y respondían por señas, como si ellos hablaran
nuestra lengua y nosotros la suya; porque, aunque sabíamos seis lenguas, no nos
podíamos en todas partes aprovechar de ellas, porque hallamos más de mil
diferencias. Por todas estas tierras, los que tenían guerras con los otros se
hacían luego amigos para venirnos a recibir y traernos todo cuanto tenían, y de
esta manera dejamos toda la tierra en paz, y dijímosles, por las señas porque
nos entendían, que en el cielo había un hombre que llamábamos Dios, el cual
había criado el cielo y la tierra, y que Éste adorábamos nosotros y teníamos
por Señor, y que hacíamos lo que nos mandaba, y que de su mano venían todas las
cosas buenas, y que si así ellos lo hiciesen, les iría muy bien de ello; y tan
grande aparejo hallamos en ellos, que si lengua hubiera con que perfectamente
nos entendiéramos, todos los dejáramos cristianos. Esto les dimos a entender lo
mejor que pudimos, y de ahí adelante, cuando el sol salía, con muy gran grita abrían
las manos juntas al cielo, y después las traían por todo el cuerpo, y otro
tanto hacían cuando se ponía. Es gente bien acondicionada y aprovechada para
seguir cualquier cosa bien aparejada.
Capítulo XXXII
De cómo nos dieron los corazones de los venados
En el pueblo donde nos dieron las esmeraldas dieron a Dorantes más
de seiscientos corazones de venados, abiertos, de que ellos tienen siempre
mucha abundancia para su mantenimiento, y por esto le pusimos nombre al pueblo
de los Corazones, y por él es la entrada para muchas provincias que están a la
mar del Sur; y si los que le fueren a buscar por aquí no entraren se perderán,
porque la costa no tiene maíz, y comen polvo de bledo y de paja y de pescado
que toman en la mar con balsas, porque no alcanzan canoas. Las mujeres cubren
sus vergüenzas con yerba y paja. Es gente muy apocada y triste. Creemos que
cerca de la costa, por la vía de aquellos pueblos que nosotros trajimos, hay
más de mil leguas de tierra poblada, y tienen mucho mantenimiento, porque siembran
tres veces en el año frísoles y maíz. Hay tres maneras de venados: los de la
una de ellas son tamaños como novillos de Castilla. Hay casas de asiento, que
llaman buhíos, y tienen yerba, y esto es de unos árboles al tamaño de manzanos,
y no es menester más de coger la fruta y untar la flecha con ella; y si no
tiene fruta, quiebran una rama, y con la leche que tienen hacen lo mismo. Hay
muchos de estos árboles que son ponzoñosos, que si majan las hojas de él y las
lavan en alguna agua allegada, todos los venados y cualesquier otros animales
que de ella beben revientan luego. En este pueblo estuvimos tres días, y a una
jornada de allí estaba otro en el cual nos tomaron tantas aguas que porque un
río creció mucho, no lo pudimos pasar, y nos detuvimos allí quince días. En
este tiempo, Castillo vio al cuello de un indio una hebilleta de talabarte de
espada, y en ella cosido un clavo de herrar; tomósela y preguntámosle qué cosa
era aquélla, y dijéronnos que habían venido del cielo. Preguntámosle más, que
quién la había traído de allá, y respondieron que unos hombres que traían
barbas como nosotros, que habían venido del cielo y llegado a aquel río, y que
traían caballos y lanzas y espadas, y que habían alanceado dos de ellos. Y lo
más disimuladamente que pudimos les preguntamos qué se habían hecho aquellos
hombres, y respondiéronnos que se habían ido a la mar, y que metieron sus
lanzas por debajo del agua, y que ellos también se habían también metido por
debajo, y que después los vieron ir por cima hacia puesta de Sol. Nosotros
dimos muchas gracias a Dios nuestro Señor por aquello que oímos, porque
estábamos desconfiados de saber nuevas de cristianos; y por otra parte, nos
vimos en gran confusión y tristeza creyendo que aquella gente no sería sino
algunos que habían venido por la mar a descubrir; mas al fin, como tuvimos tan
cierta nueva de ellos, dímonos más prisa a nuestro camino, y siempre hallábamos
más nueva de cristianos, y nosotros les decíamos que los íbamos a buscar para
decirles que no los matasen ni tomasen por esclavos, ni los sacasen de sus
tierras, ni les hiciesen otro mal ninguno, y de esto ellos se holgaban mucho.
Anduvimos mucha tierra, y toda hallamos despoblada, porque los moradores de
ella andaban huyendo por las sierras, sin osar tener casas ni labrar, por miedo
de los cristianos. Fue cosa de que tuvimos muy gran lástima, viendo la tierra
muy fértil, y muy hermosa y muy llena de aguas y de ríos, y ver los lugares
despoblados y quemados, y la gente tan flaca y enferma, huida y escondida toda.
Y como no sembraban, con tanta hambre, se mantenían con cortezas de árboles y
raíces. De esta hambre a nosotros alcanzaba parte en todo este camino, porque
mal nos podían ellos proveer estando tan desventurados, que parecía que se
querían morir. Trajéronnos mantas de las que habían escondido por los
cristianos, y diéronnoslas, y aun contáronnos cómo otras veces habían entrado
los cristianos por la tierra, y habían destruido y quemado los pueblos, y
llevado la mitad de los hombres y todas las mujeres y muchachos, y que los que
de sus manos se habían podido escapar andaban huyendo. Como los veíamos tan
atemorizados, sin osar parar en ninguna parte, y que ni querían ni podían
sembrar ni labrar la tierra, antes estaban determinados de dejarse morir, y que
esto tenían por mejor que esperar y ser tratados con tanta crueldad como hasta
allí, y mostraban grandísimo placer con nosotros, aunque temimos que, llegados
a los que tenían la frontera con los cristianos y guerra con ellos, nos habían
de maltratar y hacer que pagásemos lo que los cristianos contra ellos hacían.
Mas como Dios nuestro Señor fue servido de traernos hasta ellos, comenzáronnos
a temer y acatar como los pasados y aun algo más, de que no quedamos poco
maravillados, por donde claramente se ve que estas gentes todas, para ser
atraídas a ser cristianos y a obediencia de la imperial majestad, han de ser
llevados con buen tratamiento, y que éste es camino muy cierto, y otro no.
Estos nos llevaron a un pueblo que está en un cuchillo de una sierra, y se ha
de subir a él por grande aspereza; y aquí hallamos mucha gente que estaba
junta, recogidos por miedo de los cristianos.
Recibiéronnos muy bien, y diéronnos cuanto tenían, y diéronnos más
de dos mil cargas de maíz, que dimos a aquellos miserables y hambrientos que
hasta allí nos habían traído. Y otro día despachamos de allí cuatro mensajeros
por la tierra como lo acostumbrábamos hacer, para que llamasen y convocasen
toda la más gente que pudiesen, a un pueblo que está a tres jornadas de allí. Y
hecho esto, otro día nos partimos con toda la gente que allí estaba, y siempre
hallábamos rastro y señales adonde habían dormido cristianos, y a mediodía
topamos nuestros mensajeros, que nos dijeron que no habían hallado gente, que
toda andaba por los montes, escondidos huyendo, porque los cristianos no los
matasen e hiciesen esclavos; y que la noche pasada habían visto a los
cristianos estando ellos detrás de unos árboles mirando lo que hacían, y vieron
cómo llevaban muchos indios en cadenas; y de esto se alteraron los que con
nosotros venían, y algunos de ellos se volvieron para dar aviso por la tierra
cómo venían cristianos, y mucho más hicieran esto si nosotros no les dijéramos
que no lo hiciesen ni tuviesen temor; y con esto se aseguraron y holgaron
mucho. Venían entonces con nosotros indios de cien leguas de allí, y no
podíamos acabar con ellos que se volviesen a sus casas; y por asegurarlos
dormimos aquella noche allí, y otro día caminamos y dormimos en el camino. Y el
siguiente día, los que habíamos enviado por mensajeros nos guiaron adonde ellos
habían visto los cristianos; y llegados a la hora de vísperas, vimos claramente
que habían dicho la verdad, y conocimos la gente que era de a caballo por las
estacas en que los caballos habían estado atados. Desde aquí, que se llama el
río Petután, hasta el río donde llegó Diego de Guzmán, puede haber hasta él,
desde donde supimos de cristianos, ochenta leguas; y desde allí al pueblo donde
nos tomaron las aguas, doce leguas; y desde allí hasta la mar del Sur había
doce leguas. Por toda esta tierra donde alcanzan sierras vimos grandes muestras
de oro y alcohol, hierro, cobre y otros metales. Por donde están las casas de
asiento es caliente; tanto, que por enero hace gran calor. Desde allí hacia el
mediodía de la tierra, que es despoblada hasta la mar del Norte, es muy
desastrosa y pobre, donde pasamos grande e increíble hambre. Y los que por
aquella tierra habitan y andan es gente crudelísima y de muy mala inclinación y
costumbres. Los indios que tienen casa de asiento, y los de atrás, ningún caso
hacen de oro y plata, ni hallan que pueda haber provecho de ello.
Capítulo XXXIII
Cómo vimos rastro de cristianos
Después que vimos rastro claro de cristianos, y entendimos que tan
cerca estábamos de ellos, dimos muchas gracias a Dios nuestro Señor por querer
nos sacar de tan triste y miserable cautiverio. El placer de que esto sentimos
júzguelo cada uno cuando pensare el tiempo que en aquella tierra estuvimos y
los peligros y trabajos por que pasamos. Aquella noche yo rogué a uno de mis compañeros
que fuese tras los cristianos, que iban por donde nosotros dejábamos la tierra
asegurada, y había tres días de camino. A ellos se les hizo de mal esto,
excusándose por el cansancio y trabajo; y aunque cada uno de ellos lo pudiera
hacer mejor que yo, por ser más recios y más mozos; mas vista su voluntad, otro
día por la mañana tomé conmigo al negro y once indios, y por el rastro que
hallaba siguiendo a los cristianos pasé por tres lugares donde habían dormido;
y este día anduve diez leguas, y otro día de mañana alcancé cuatro cristianos
de caballo, que recibieron gran alteración de verme tan extrañamente vestido y
en compañía de indios. Estuviéronme mirando mucho espacio de tiempo, tan
atónitos, que ni me hablaban ni acertaban a preguntarme nada. Yo les dije que
me llevasen a donde estaba su capitán; y así, fuimos media legua de allí, donde
estaba Diego de Alcaraz, que era el capitán; y después de haberle hablado, me
dijo que estaba muy perdido allí, porque había muchos días que no había podido
tomar indios, y que no había por dónde ir, porque entre ellos comenzaba a haber
necesidad y hambre. Yo le dije cómo atrás quedaban Dorantes y Castillo, que
estaban diez leguas de allí, con muchas gentes que nos habían traído; y él
envió luego tres de caballos y cincuenta indios de los que ellos traían; y el
negro volvió con ellos para guiarlos, y yo quedé allí, y pedí que me diesen por
testimonio el año y el mes y día que allí había llegado, y la manera en que
venía, y así lo hicieron. De este río hasta San Miguel, que es de la
gobernación de la provincia que dicen la Nueva Galicia, hay treinta leguas.
Capítulo XXXIV
De cómo envié por los cristianos
Pasados cinco días, llegaron Andrés Dorantes y Alonso del Castillo
con los que habían ido por ellos, y traían consigo más de seiscientas personas,
que eran de aquel pueblo que los cristianos habían hecho subir al monte, y
andaban escondidos por la tierra, y los que hasta allí con nosotros habían
venido los habían sacado de los montes y entregado a los cristianos, y ellos
habían despedido todas las otras gentes que hasta allí habían traído. Y venidos
adonde yo estaba, Alcaraz me rogó que enviásemos a llamar la gente de los
pueblos que están a la vera del río, que andaban escondidos por los montes de
la tierra, y que les mandásemos que trajesen de comer, aunque esto no era
menester, porque ellos siempre tenían cuidado de traernos todo lo que podían. Y
enviamos luego nuestros mensajeros a que los llamasen, y vinieron seiscientas
personas, que nos trajeron todo el maíz que alcanzaban, y traíanlo en unas
ollas tapadas con barro en que lo habían enterrado y escondido, y nos trajeron
todo lo más que tenían; mas nosotros no quisimos tomar de todo ello sino la
comida, y dimos todo lo otro a los cristianos para que entre sí la repartiesen.
Y después de esto pasamos muchas y grandes pendencias con ellos, porque nos
querían hacer los indios que traíamos esclavos, y con este enojo, al partir,
dejamos muchos arcos turquescos que traíamos, y muchos zurrones y flechas, y
entre ellas las cinco de las esmeraldas, que no se nos acordó de ellas; y así,
las perdimos. Dimos a los cristianos muchas mantas de vaca y otras cosas que
traíamos; vímonos con los indios en mucho trabajo porque se volviesen a sus
casas y se asegurasen y sembrasen su maíz. Ellos no querían sino ir con
nosotros hasta dejarnos, como acostumbraban, con otros indios; porque si se
volviesen sin hacer esto, temían que se morirían; que para ir con nosotros no
temían a los cristianos ni a sus lanzas. A los cristianos les pesaba de esto, y
hacían que su lengua les dijese que nosotros éramos de ellos mismos, y nos
habíamos perdido mucho tiempo había, y que éramos gente de poca suerte y valor,
y que ellos eran los señores de aquella tierra, a quien habían de obedecer y
servir. Mas todo esto los indios tenían en muy poco o nada de lo que les
decían; antes, unos con otros entre sí platicaban, diciendo que los cristianos
mentían, porque nosotros veníamos de donde salía el sol, y ellos donde se pone;
y que nosotros sanábamos los enfermos y ellos mataban los que estaban sanos; y
que nosotros veníamos desnudos y descalzos, y ellos vestidos y en caballos y
con lanzas; y que nosotros no teníamos codicia de ninguna cosa, antes todo
cuanto nos daban tornábamos luego a dar, y con nada nos quedábamos, y los otros
no tenían otro fin sino robar todo cuanto hallaban, y nunca daban nada a nadie.
Y de esta manera relataban todas nuestras cosas y las encarecían, por el
contrario, de los otros; y así les respondieron a la lengua de los cristianos,
y lo mismo hicieron saber a los otros por una lengua que entre ellos había, con
quien nos entendíamos, y aquellos que la usan llamamos propiamente primahaitu,
que es como decir vascongados, la cual, más de cuatrocientas leguas de las que
anduvimos, hallamos usadas entre ellos, sin haber otra por todas aquellas
tierras. Finalmente, nunca pudo acabar con los indios creer que éramos de los
otros cristianos, y con mucho trabajo e importunación les hicimos volver a sus
casas, y les mandamos que se asegurasen, y asentasen sus pueblos, y sembrasen y
labrasen la tierra, que, de estar despoblada, estaba ya muy llena de monte; la
cual sin duda es la mejor de cuantas en estas Indias hay, y más fértil y
abundosa de mantenimientos, y siembran tres veces en el año. Tienen muchas frutas
y muy hermosos ríos, y otras muchas aguas muy buenas. Hay muestras grandes y
señales de minas de oro y plata; la gente de ella es muy bien acondicionada;
sirven a los cristianos (los que son amigos) de muy buena voluntad. Son muy
dispuestos, mucho más que los de Méjico, y, finalmente, es tierra que ninguna
cosa le falta para ser muy buena.
Despedidos los indios, nos dijeron que harían lo que mandábamos, y
asentarían sus pueblos si los cristianos los dejaban; y yo así lo digo y afirmo
por muy cierto, que si no lo hicieren será por culpa de los cristianos. Después
que hubimos enviado a los indios en paz, y regraciándoles el trabajo que con
nosotros habían pasado, los cristianos nos enviaron, debajo de cautela, a un
Cebreros, alcalde, y con él otros dos, los cuales nos llevaron por los montes y
despoblados, por apartarnos de la conversación de los indios, y porque no
viésemos ni entendiésemos lo que de hecho hicieron; donde parece cuánto se
engañan los pensamientos de los hombres, que nosotros andábamos a les buscar
libertad, y cuando pensábamos que la teníamos, sucedió tan al contrario, porque
tenían acordado de ir a dar en los indios que enviábamos asegurados y de paz. Y
así como lo pensaron, lo hicieron; lleváronnos por aquellos montes dos días,
sin agua, perdidos y sin camino, y todos pensamos perecer de sed, y de ella se
nos ahogaron siete hombres, y muchos amigos que los cristianos traían consigo
no pudieron llegar hasta otro día a mediodía adonde aquella noche hallamos
nosotros el agua. Y caminamos con ellos veinte y cinco leguas, poco más o
menos, y al fin de ellas llegamos a un pueblo de indios de paz, y el alcalde
que nos llevaba nos dejó allí, y él pasó adelante otras tres leguas a un pueblo
que se llamaba Culiacán, adonde estaba Melchor Díaz, alcalde mayor y capitán de
aquella provincia.
Capítulo XXXV
De cómo el alcalde mayor nos recibió bien la noche que llegamos
Como el alcalde mayor fue avisado de nuestra salida y venida,
luego aquella noche partió, y vino adonde nosotros estábamos, y lloró mucho con
nosotros, dando loores a Dios nuestro Señor por haber usado de tanta
misericordia con nosotros; y nos habló y trató muy bien; y de parte del
gobernador Nuño de Guzmán y suya nos ofreció todo lo que tenía y podía, y
mostró mucho sentimiento de la mala acogida y tratamiento que en Alcaraz y los
otros habíamos hallado, y tuvimos por cierto que si él se hallara allí, se
excusara lo que con nosotros y con los indios se hizo. Y pasada aquella noche,
otro día nos partimos, y el alcalde mayor nos rogó mucho que nos detuviésemos
allí, y que en esto haríamos muy gran servicio a Dios y a Vuestra Majestad,
porque la tierra estaba despoblada, sin labrarse, y toda muy destruida, y los
indios andaban escondidos y huidos por los montes, sin querer venir a hacer
asiento en sus pueblos, y que los enviásemos a llamar, y les mandásemos de
parte de Dios y de Vuestra Majestad que viniesen y poblasen en lo llano, y
labrasen la tierra. A nosotros nos pareció esto muy dificultoso de poner en
efecto, porque no traíamos indio ninguno de los nuestros ni de los que nos
solían acompañar y entender en estas cosas. En fin, aventuramos a esto dos
indios de los que traían allí cautivos, que eran de los mismos de la tierra, y
éstos se habían hallado con los cristianos cuando primero llegamos a ellos, y
vieron la gente que nos acompañaba, y supieron de ellos la mucha autoridad y
dominio que por todas aquellas tierras habíamos traído y tenido, y las
maravillas que habíamos hecho, y los enfermos que habíamos curado, y otras
muchas cosas. Y con estos indios mandamos a otros del pueblo, que juntamente
fuesen y llamasen los indios que estaban por las sierras alzados, y los del río
de Petaan, donde habíamos hallado a los cristianos, y que les dijesen que
viniesen a nosotros, porque les queríamos hablar. Y para que fuesen seguros, y
los otros viniesen, les dimos un calabazo de los que nosotros traíamos en las
manos (que era nuestra principal insignia y muestra de gran estado), y con éste
ellos fueron y anduvieron por allí siete días, y al fin de ellos vinieron, y
trajeron consigo tres señores de los que estaban alzados por las sierras, que
traían quince hombres, y nos trajeron cuentas y turquesas y plumas, y los
mensajeros nos dijeron que no habían llamado a los naturales del río donde
habíamos salido, porque los cristianos los habían hecho otra vez huir a los
montes. Y el Melchor Díaz dijo a la lengua que de nuestra parte les hablase a
aquellos indios, y les dijese como venía de parte de Dios, que está en el
cielo, y que habíamos andado por el mundo muchos años, diciendo a toda la gente
que habíamos hallado que creyesen en Dios y lo sirviesen, porque era Señor de
todas cuantas cosas había en el mundo, y que él daba galardón y pagaba a los
buenos, y pena perpetua de fuego a los malos; y que cuando los buenos morían,
los llevaba al cielo, donde nunca nadie moría, ni tenían hambre, ni frío, ni
sed, ni otra necesidad ninguna, sino la mayor gloria que se podría pensar; y
que los que no le querían creer ni obedecer sus mandamientos, los echaba debajo
de la tierra en compañía de los demonios y en gran fuego, el cual nunca se
había de acabar, sino atormentarlos para siempre; y que allende de esto, si
ellos quisiesen ser cristianos y servir a Dios de la manera que les mandásemos,
que los cristianos tendrían por hermanos y los tratarían muy bien, y nosotros
les mandaríamos que no les hiciesen ningún enojo ni los sacasen de sus tierras,
sino que fuesen grandes amigos suyos; mas que si esto no quisiesen hacer, los
cristianos los tratarían muy mal, y se los llevarían por esclavos a otras
tierras. A esto respondieron a la lengua que ellos serían muy buenos
cristianos, y servirían a Dios; y preguntados en qué adoraban y sacrificaban, y
a quién pedían el agua para sus maizales y la salud para ellos, respondieron
que a un hombre que estaba en el cielo. Preguntámosles cómo se llamaba y
dijeron que Aguar, y que creían que él había criado todo el mundo y las cosas
de él. Tornámosles a preguntar cómo sabían esto, y respondieron que sus padres
y abuelos se lo habían dicho, que de muchos tiempos tenían noticia de esto, y
sabían que el agua y todas las buenas cosas las enviaba Aquél. Nosotros les
dijimos que Aquél que ellos decían, nosotros lo llamábamos Dios, y que así lo
llamasen ellos, y lo sirviesen y adorasen como mandábamos, y ellos se hallarían
muy bien de ello. Respondieron que todo lo tenían muy bien entendido, y que así
lo harían. Y mandámosles que bajasen de las sierras, y viniesen seguros y en
paz, y poblasen toda la tierra, e hiciesen sus casas, y que entre ellas hiciesen
una para Dios, y pusiesen a la entrada una cruz como la que allí teníamos, y
que cuando viniesen allí los cristianos, los saliesen a recibir con las cruces
en las manos, sin los arcos y sin las armas, y los llevasen a sus casas, y les
diesen de comer de lo que tenían, y por esta manera no les harían mal, antes
serían sus amigos. Y ellos dijeron que así lo harían como nosotros lo
mandábamos; y el capitán les dio mantas y los trató muy bien; y así se
volvieron, llevando los dos que estaban cautivos y habían ido por mensajeros.
Esto pasó en presencia del escribano que allí tenían y otros muchos testigos.
Capítulo XXXVI
De cómo hicimos hacer iglesias en aquella tierra
Como los indios se volvieron, todos los de aquella provincia, que
eran amigos
de los cristianos, como tuvieron noticia de nosotros, nos vinieron
a ver, y nos trajeron cuentas y plumas, y nosotros les mandamos que hiciesen
iglesias, y pusiesen cruces en ellas, porque hasta entonces no las habían
hecho; e hicimos traer los hijos de los principales señores y bautizarlos; y
luego el capitán hizo pleito homenaje a Dios de no hacer ni consentir hacer
entrada ninguna, ni tomar esclavo por la tierra y gente que nosotros habíamos
asegurado, y que esto guardaría y cumpliría hasta que Su Majestad y el gobernador
Nuño de Guzmán, o el virrey en su nombre, proveyesen en lo que más fuese
servido de Dios y de Su Majestad. Y después de bautizados los niños, nos
partimos para la villa de San Miguel, donde, como fuimos llegados, vinieron
indios, que nos dijeron cómo mucha gente bajaba de las sierras y poblaban en lo
llano, y hacían iglesias y cruces y todo lo que les habíamos mandado; y cada
día teníamos nuevas de cómo esto se iba haciendo y cumpliendo más enteramente.
Y pasados quince días que allí habíamos estado, llegó Alcaraz con los
cristianos que habían ido en aquella entrada, y contaron al capitán cómo eran
bajados de las sierras los indios, y habían poblado en lo llano, y habían
hallado pueblos con mucha gente, que de primero estaban despoblados y
desiertos, y que los indios les salieron a recibir con cruces en las manos, y
los llevaron a sus casas, y les dieron de lo que tenían, y durmieron con ellos
allí aquella noche. Espantados de tal novedad, y de que los indios les dijeron
cómo estaban ya asegurados, mandó que no les hiciesen mal, y así se
despidieron. Dios nuestro Señor por su infinita misericordia, quiera que en los
días de Vuestra Majestad y debajo de vuestro poder y señorío, estas gentes
vengan a ser verdaderamente y con entera voluntad sujetas al verdadero Señor
que las crió y redimió. Lo cual tenemos por cierto que así será, y que Vuestra
Majestad ha de ser el que lo ha de poner en efecto (que no será difícil de
hacer); porque dos mil leguas que anduvimos por tierra y por la mar en las
barcas, y otros diez meses que después de salidos de cautivos, sin parar,
anduvimos por la tierra, no hallamos sacrificios ni idolatría. En este tiempo
travesamos de una mar a otra, y por la noticia que con mucha diligencia
alcanzamos a entender, de una costa a la otra, por lo más ancho, puede haber
doscientas leguas y alcanzamos a entender que en la costa del sur hay perlas y
muchas riquezas, y que todo lo mejor y más rico está cerca de ella. En la villa
de San Miguel estuvimos hasta quince días del mes de mayo; la causa de
detenernos allí tanto fue porque de allí hasta la ciudad de Compostela, donde
el gobernador Nuño de Guzmán residía, hay cien leguas y todas son despobladas y
de enemigos, y hubieron de ir con nosotros gente, con que iban veinte de
caballo, que nos acompañaron hasta cuarenta leguas; y de allí adelante vinieron
con nosotros seis cristianos, que traían quinientos indios hechos esclavos. Y
llegados en Compostela, el gobernador nos recibió muy bien, y de lo que tenía
nos dio de vestir; lo cual yo por muchos días no pude traer, ni podíamos dormir
sino en el suelo; y pasados diez o doce días partimos para Méjico, y por todo
el camino fuimos bien tratados de los cristianos, y muchos nos salían a ver por
los caminos y daban gracias a Dios de habernos librado de tantos peligros.
Llegamos a Méjico domingo, un día antes de la víspera de Santiago, donde del
virrey y del marqués del Valle fuimos muy bien tratados y con mucho placer
recibidos, y nos dieron de vestir y ofrecieron todo lo que tenían, y el día de
Santiago hubo fiesta y juego de cañas y toros.
Capítulo XXXVII
De lo que aconteció cuando me quise venir
Después que descansamos en Méjico dos meses, yo me quise venir en
estos reinos, y yendo a embarcar en el mes de octubre, vino una tormenta que
dio con el navío al través y se perdió. Y visto esto, acordé de dejar pasar el
invierno, porque en aquellas partes es muy recio tiempo para navegar en él; y
después de pasado el invierno, por cuaresma, nos partimos de Méjico Andrés
Dorantes y yo para la Veracruz, para nos embarcar, y allí estuvimos esperando
tiempo hasta domingo de Ramos, que nos embarcamos, y estuvimos embarcados más
de quince días por falta de tiempo, y el navío en que estábamos hacía mucha
agua. Yo me salí dél y me pasé a otros de los que estaban para venir, y
Dorantes se quedó en aquél. Y a diez días del mes de abril partimos del puerto
tres navíos, y navegamos juntos ciento cincuenta leguas, y por el camino los
dos navíos hacían mucha agua, y una noche nos perdimos de su conserva, porque
los pilotos y maestros, según después pareció, no osaron pasar adelante con sus
navíos y volvieron otra vez al puerto donde habían partido, sin darnos cuenta
de ello ni saber más de ellos, y nosotros seguimos nuestro viaje, y a cuatro
días de mayo llegamos al puerto de La Habana, que es en la isla de Cuba, adonde
estuvimos esperando los otros dos navíos, creyendo que venían, hasta dos días
de junio, que partimos de allí con mucho temor de topar con franceses, que
había pocos días que habían tomado allí tres navíos nuestros. Y llegados sobre
la isla de la Bermuda, nos tomó una tormenta, que suele tomar a todos los que
por allí pasan, la cual es conforme a la gente que en ella anda, y toda una
noche nos tuvimos por perdidos, y plugo a Dios que, venida la mañana, cesó la
tormenta y seguimos nuestro camino. A cabo de veinte y nueve días que partimos
de La Habana habíamos andado mil y cien leguas que dicen que hay de allí hasta
el pueblo de Azores. Y pasando otro día por la isla que dicen del Cuervo, dimos
con un navío de franceses a hora de mediodía; nos comenzó a seguir con una
carabela que traía tomada de portugueses y nos dieron caza, y aquella tarde
vimos otras nueve velas, y estaban tan lejos, que no pudimos conocer si eran
portuguesas o de aquellos mismos que nos seguían, y cuando anocheció estaba el
francés a tiro de lombarda de nuestro navío; y desde que fue obscuro, hurtamos
la derrota por desviarnos de él; y como iba tan junto de nosotros, nos vio y
tiró la vía de nosotros, y esto hicimos tres o cuatro veces; y él nos pudiera
tomar si quisiera, sino que lo dejaba para mañana. Plugo a Dios que cuando
amaneció nos hallamos el francés y nosotros juntos, y cercados de las nueve
velas que he dicho que a la tarde antes habíamos visto, las cuales conocíamos
ser de la armada de Portugal, y di gracias a nuestro Señor por haberme escapado
de los trabajos de la tierra y peligros de la mar. Y el francés como conoció
ser el armada de Portugal, soltó la carabela que traía tomada, que venía
cargada de negros, la cual traía consigo para que creyésemos que eran
portugueses y la esperásemos; y cuando la soltó dijo al maestre piloto de ella
que nosotros éramos franceses y de su conserva; y como dijo esto, metió sesenta
remos en su navío; y así, a remo y a vela, se comenzó a ir, y andaba tanto, que
no se puede creer. Y la carabela que soltó se fue al galeón, y dijo al capitán
que el nuestro navío y el otro eran de franceses; y como nuestro navío arribó
al galeón, y como toda la armada veía que íbamos sobre ellos teniendo por
cierto que éramos franceses, se pusieron a punto de guerra y vinieron sobre
nosotros, y llegados cerca, les salvamos. Conocido que éramos amigos; se
hallaron burlados, por habérseles escapado aquel corsario con haber dicho que
éramos franceses y de su compañía. Y así fueron cuatro carabelas tras él; y
llegado a nosotros el galeón, después de haberles saludado, nos preguntó el
capitán, Diego de Silveira, que de dónde veníamos y qué mercadería traíamos; y
le respondimos que veníamos de la Nueva España, y que traíamos plata y oro. Y
preguntónos qué tanto sería; el maestro le dijo que traería trescientos mil
castellanos. Respondió el capitán: «Boa fe que venis muito ricos, pero trazedes
muy ruin navio y muito ruin artilleria, ¡o fi de puta! can a renegado francés,
y que bon bocado perdio, vota Deus. Ora sus pos vos abedes escapado, seguime e
non vos apartedes de mi, que con ayuda de Deus, eu voz porné en Castela». Y
dende a poco volvieron las carabelas que habían seguido tras el francés, porque
les pareció que andaba mucho, y por no dejar el armada, que iba en guarda de
tres naos que venían cargadas de especiería. Y así llegamos a la isla Tercera,
donde estuvimos reposando quince días, tomando refresco y esperando otra nao
que venía cargada de la India, que era la conserva de las tres naos que traía
el armada. Y pasados los quince días, nos partimos de allí con el armada, y llegamos
al puerto de Lisbona a 9 de agosto, víspera del señor San Laurencio, año de
1537 años. Y porque es así la verdad, como arriba en esta relación digo, lo
firmé de mi nombre, Cabeza de Vaca. -Estaba firmada de su nombre, y con el
escudo de sus armas, la Relación donde éste se sacó.
Capítulo XXXVIII
De lo que sucedió a los demás que entraron en las Indias
Pues he hecho relación de todo susodicho en el viaje, y entrada y
salida de la tierra, hasta volver a estos reinos, quiero asimismo hacer memoria
y relación de lo que hicieron los navíos y la gente que en ellos quedó, de lo
cual no he hecho memoria en lo dicho atrás, porque nunca tuvimos noticia de
ellos hasta después de salidos, que hallamos mucha gente de ellos en la Nueva
España, y otros acá en Castilla, de quien supimos el suceso y todo el fin de
ello de qué manera pasó, después que dejamos los tres navíos porque el otro era
ya perdido en la costa brava, los cuales quedaban a mucho peligro, y quedaban
en ellos hasta cien personas con pocos mantenimientos, entre los cuales
quedaban diez mujeres casadas, y una de ellas había dicho al gobernador muchas
cosas que le acaecieron en el viaje, antes que le sucediesen; y ésta le dijo,
cuando entraba por la tierra, que no entrase, porque ella creía que él ni ninguno
de los que con él iban no saldrían de la tierra; y que si alguno saliese, que
haría Dios por él grandes milagros; pero creía que fuesen pocos los que
escapasen o no ningunos; y el gobernador entonces le respondió que él y todos
los que con él entraban iban a pelear y conquistar muchas y muy extrañas gentes
y tierras, y que tenía por muy cierto que conquistándolas habían de morir
muchos; pero aquéllos que quedasen serían de buena ventura y quedarían muy
ricos, por la noticia que él tenía de la riqueza que en aquélla había. Y díjole
más, que le rogaba que ella le dijese las cosas que había dicho pasadas y
presentes, ¿quién se las había dicho? Ella respondió, y dijo que en Castilla
una mora de Hornachos se lo había dicho, lo cual antes que partiésemos de Castilla
nos lo había a nosotros dicho, y nos había sucedido todo el viaje de la misma
manera que ella nos había dicho. Y después de haber dejado el gobernador por su
teniente y capitán de todos los navíos y gente que allí dejaba a Carvallo,
natural de Cuenca, de Huete, nosotros nos partimos de ellos, dejándoles el
gobernador mandado que luego en todas maneras se recogiesen todos los navíos y
siguiesen su viaje derecho la vía del Pánuco, y yendo siempre costeando la
costa y buscando lo mejor que ellos pudiesen el puerto, para que en hallándolo
parasen en él y nos esperasen. En aquel tiempo que ellos se recogían en los
navíos, dicen que aquellas personas que allí estaban vieron y oyeron todos muy
claramente cómo aquella mujer dijo a las otras que, pues sus maridos entraban
por la tierra adentro y ponían sus personas en tan gran peligro, no hiciesen en
ninguna manera cuenta de ellos; y que luego mirasen con quién se habían de
casar, porque ella así lo había de hacer, y así lo hizo; que ella y las demás
se casaron y amancebaron con los que quedaron en los navíos; y después de
partidos de allí los navíos, hicieron vela y siguieron su viaje, y no hallaron
el puerto adelante y volvieron atrás. Y cinco leguas más abajo de donde
habíamos desembarcado hallaron el puerto, que entraba siete u ocho leguas la
tierra adentro, y era el mismo que nosotros habíamos descubierto, adonde
hallamos las cajas de Castilla que atrás se ha dicho, a donde estaban los
cuerpos de los hombres muertos, los cuales eran cristianos. Y en este puerto y
esta costa anduvieron los tres navíos y el otro que vino de La Habana y el
bergantín buscándonos cerca de un año; y como no nos hallaron, fuéronse a la
Nueva España. Este puerto que decimos es el mejor del mundo, y entra en la
tierra adentro siete u ocho leguas, y tiene seis brazas a la entrada y cerca de
tierra tiene cinco, y es lama el suelo de él, y no hay mar dentro ni tormenta
brava, que como los navíos que cabrán en él son muchos, tiene muy gran cantidad
de pescado. Está cien leguas de La Habana, que es pueblo de cristianos en Cuba,
y está a norte sur con este pueblo, y aquí reinan las brisas siempre, y van y
vienen de una parte a otra en cuatro días, porque los navíos van y vienen a
cuartel. Y pues he dado relación de los navíos, será bien que diga quién son y
de qué lugar de estos reinos, los que nuestro Señor fue servido de escapar de
estos trabajos. El primero es Alonso del Castillo Maldonado, natural de
Salamanca, hijo del doctor Castillo y de doña Aldonza Maldonado. El segundo es
Andrés Dorantes, hijo de Pablo Dorantes, natural de Béjar y vecino de
Gibraleón. El tercero es Álvar Núñez Cabeza de Vaca, hijo de Francisco de Vera
y nieto de Pedro de Vera, el que ganó a Canaria, y su madre se llamaba doña
Teresa Cabeza de Vaca, natural de Jerez de la Frontera. El cuarto se llama
Estebanico; es negro alárabe, natural de Azamor.
Deo gracias.
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