El Triunfo de la Onda Fría
Despachaba
en la calle de Aranda casi esquina con Ernesto Pugibet. La construcción
permanece, pero no el establecimiento.
Fotografía: ca. 1910 | Colección Casasola,
Fototeca Nacional, inah.
En el principio, fue el nombre: los nombres de las pulquerías
Es fama que toda localidad mexicana
tiene, por lo menos, dos edificios: una iglesia y una pulquería. En este alegre
texto acompañado de fotografías de la época, Rafael Olea Franco escribe sobre
la riqueza de imágenes, referencias e historia que guardan los nombres de las
pulquerías (reales o ficticias) de los siglos xix y xx.
A la vertiente inventiva de la fama le gustan las
simulaciones: entre ellas, creer que los intereses literarios de los grandes
escritores fueron incólumes y siempre elevados. Nada más falso. Por ejemplo,
las colaboraciones iniciales de Jorge Luis Borges (1899-1986) en la
revista Sur, donde los
primeros años ocupó un lugar marginal, se dedicaron a analizar temas populares,
no de la alta cultura letrada. El título de una de ellas fue “Séneca en las orillas” (núm. 1, 1931),
nombre con el que había aparecido ya en 1928, en la revista Síntesis, aunque después cambió a
uno más descriptivo: “Las inscripciones
de los carros”. Con este último encabezado se anunciaba ya su tema: el
análisis retórico de las frases que adornaban los carros de tracción animal
usados para mover diversos productos en la ciudad de Buenos Aires, en las
cuales él percibía una enorme capacidad imaginativa, desde un punto de vista
literario.
En cierto sentido, Diego Rivera (1886-1957) se había adelantado al
interés por esos filones de la cultura popular. En 1926, en las páginas de un
mismo número de la revista bilingüe Mexican
Folkways, Rivera había publicado sendos artículos autónomos sobre
dos elementos complementarios: la pintura de las pulquerías y los nombres de
éstas; así, revaloraba una tradición de siglos visible en la cultura popular
mexicana. Desde el primer párrafo del segundo artículo (núm. 2, junio-julio
1926, pp. 16-19), él marcaba su postura respecto de los nombres de las
pulquerías, los cuales, a su juicio, constituían “los mejores poemas sintéticos
mexicanos” (p. 18). Lastrado por prejuicios ideológicos, incluso se atrevía a
afirmar: “Como en la pintura, la ironía es la médula de esta manifestación, y
se puede recorrer en ella todas las modalidades literarias, desde la
chirlemente sentimental, hasta llegar a la abstracta y pura, pasando por la
erótica y la patriótica, hasta subir a la épica, pero conteniendo siempre la
alta calidad que no se puede encontrar sino tan difícilmente en el arte
artístico de la burguesía” (p. 18). Dudo que las expresiones artísticas de la
cultura “burguesa” (como él denomina a la cultura letrada) hayan exigido menos
capacidad creativa y hayan sido menos frecuentes que las populares, pero de
todos modos Rivera acierta al rescatar estas últimas.
En la lista
de cerca de treinta nombres proporcionada por el gran muralista mexicano, hay
algunos meramente circunstanciales, mientras otros son quizá más perdurables.
Entre los primeros están “Me siento Firpo” y “Las proezas de Silveti”, que
aluden, respectivamente, a un boxeador internacional y a un torero local. El
argentino Luis Ángel Firpo había disputado en 1923, en Nueva York, la llamada
“Pelea del Siglo”, contra el famoso Jack Dempsey; así que la denominación de la
pulquería debía de ser reciente. Por su parte, Juan Silveti Mañón fue el
fundador de una dinastía de toreros mexicanos con ese apellido.
Entre los
nombres registrados, no podían faltar los alusivos al amor: “Los Amores de
Cupido” o “Lucero de mis Ilusiones” (aunque tal vez Rivera se equivocó con el
segundo, porque en una fotografía del frente de esa pulquería, se lee “Lucero
de mis Noches”, con la aclaración comercial, arriba, de que se trata de una
sucursal de “Los Amores de Cupido”). Otro remite a las singulares prácticas de
la política mexicana, mencionando un elemento imprescindible para quienes
desean ascender en su carrera: “La Palanca” (por cierto, contamos con una
fotografía de este establecimiento, tomada por Tina Modotti en 1924; en esa
misma década, también adquirió fama “Charrito”, fotografiada por Edward
Weston). Tampoco podían estar ausentes las referencias pícaramente procaces y
casi albureras, como: “En ti me Vengo Pensando”. Me temo que la cultura popular
mexicana ha sido pródiga en anécdotas ligadas a ese dúctil verbo, como ésta
transmitida por Rubén M. Campos (1876-1945):
Baudelio
Contreras contaba que en una comida en la que, de sobremesa, preguntábase a
cada comensal cuál era en su opinión el momento más feliz de su vida, llególe
su turno a un viejo general, quien fue instado a responder justamente al
llevarse una copa de champaña a los labios:
—¿Y usted, general, cuándo es más feliz?
—Cuando me vengo —respondió; bebió un trago de champaña, limpióse la boca y
agregó imperturbable—: ¡porque la venganza es placer de los dioses!1
Otro nombre
de pulquería recordado por Rivera describe con un elogio a los ociosos
parroquianos que consumen su bebida favorita en el interior del local: “Los
Hombres Sabios sin Estudio”; supongo que se insinúa que no sólo son sabios por
sus opiniones en la tertulia, sino también por lo que beben. A veces, puede ser
directo y descriptivo: “El Corazón del Maguey”. Uno más, entre concreto,
misterioso y popularmente filosófico: “La Sombra de la Noche Envuelve al Mundo”.
Como siempre, hay nombres enigmáticos: “La Reforma de la Providencia”.
Después de
copiar su lista de nombres, Diego Rivera individualiza uno de ellos, al que
considera como una máxima expresión artística: “También hay veces, cierto que
muy raras, en que el poema que constituye el nombre florece y se desborda sobre
toda la fachada; tal acontece en los changos vaciladores, en donde la
literatura se amalgama íntimamente con la plástica…” (p. 19). Para convencer a
sus lectores, él transcribe el diálogo que ilustra las imágenes pintadas en la
fachada de la pulquería (fotografiada por Edward Weston), donde hablan unos
changos “vaciladores”:
—¡Por la yunta de Silao!, a
mí me pelas los dientes, soy chango vacilador.
—¿A poco tú ser la “Fuentes”?, chango prieto y hablador.
—Él no será Tony Fuentes, pero es muy cumplidor.
—Yo no seré Juan Silveti ni Lalanda el bailador; pero soy, para servirles, el
chango vacilador.
—Mi pagle es un glan tolelo en México y sus olillas (dice un changuito
chiquito, y le responde su padre):
—Yo me pongo a vacilar con la adorada “Juanita” (y termina un policía agente de
tráfico):
—Al que no pase pʼadentro le alevanto una
infraición (p. 19).
Aunque se trata de un diálogo simpático (¿será mariguana la
adorada “Juanita”?), que remata con la sagaz invitación pleonástica para que
todo mundo entre a ese comercio, en la cultura popular mexicana se pueden
encontrar mejores ejemplos. La mención de esta pulquería me permite introducir
la postura de Anita Brenner (1905-1974), cuyo padre, de cultura judía, emigró a
Aguascalientes desde Letonia. Al inicio de la Revolución, su familia se
trasladó a Texas; en 1923 ella regresó a la Ciudad de México, donde convivió
con artistas como Diego Rivera, Frida Kahlo y José Clemente Orozco; viajó
después a Nueva York para estudiar antropología en Columbia University. Con
base en esta formación académica, en sus raíces mexicanas y en su fascinación
por la época cultural posrevolucionaria, publicó en 1929 su libro Idols Behind Altars (Ídolos tras los altares), una
obra dedicada al arte mexicano en su conjunto, popular y culto, escrita en
inglés. Con un tono empático cuya mirada no deja de buscar lo pintoresco,
consagró al tema de las pulquerías un capítulo completo: “The Reform of the
Providence” (el nombre también citado por Rivera). En su primer párrafo, afirma
hiperbólicamente sobre la Ciudad de México: “En cada cuadra hay por lo menos
una pulquería, la taberna plebeya donde sólo pulque se consume. La pulquería es
el foco de la calle, foco para el ojo, el oído, la nariz, la memoria. Es un
lugar conspicuo, con un aire ritual y un algo de genial malignidad”.2 Entre
los nombres que ella transmite, algunos evocan reminiscencias clásicas, como
“La Bella Helena de Troya”, y varios más coinciden con los de Rivera, por
ejemplo, “Los Changos Vaciladores”, que traslada al inglés como “The
Celebrating Monkeys”. En la versión en español de su libro, ese nombre se retrotradujo
literalmente como: “La Celebración de los Monos”, con lo cual, para empezar, se
pierde el mexicanismo “changos” (México es el único país donde se llama así a
los monos). Más grave aún es que también se omite un término que Brenner había
elevado a concepto esencial de la identidad nacional: la vacilada, que entendía
como un rasgo propio de la cultura mestiza: “El gesto del mestizo es la vacilada, una carcajada
irreverente y sardónica llena de duda y vehemencia, de desesperación, una
expresión grotesca y ofensiva” (p. 27). Para ella, la vacilada, palabra que
juzgaba como intraducible, era un recurso usado por los mexicanos para
enfrentarse a la vida con escepticismo y con una sonriente mueca de desprecio.
Tan grande era su importancia que decía: “Eliminada la vacilada, el escenario
nacional se torna incomprensible y chocante […] Los nombres de las pulquerías
son pura vacilada, un sumario de la desolación cósmica” (p. 204). En efecto, al
trasladarse el nombre “Los Changos Vaciladores” como “La Celebración de los
Monos”, se elimina la categoría de “vacilada”, la cual se degrada a una simple
“celebración”.3 (La
vacilada se ligaría a la Fenomenología
del relajo de Jorge Portilla, que fue el título asignado por
sus colegas al libro de 1966 donde ellos compilaron algunos de sus ensayos).
No todos los nombres de las pulquerías suscitan una interpretación
racional. En la misma década de 1920, el primer director de Mexican Folkways, el pintor
francés Jean Charlot (1898-1979), tan enamorado de la cultura mexicana,
renunció a intentar explicarlos. Al reflexionar sobre las dificultades de
encontrar un tema para ilustrar pictóricamente una pulquería con base en su
nombre, él dijo: “Sus temas son infinitos, como los nombres mismos de las
pulquerías, y qué ingenio debe tener el pintor llamado a ilustrar ‘La Memoria
del Porvenir’ y ‘Las Glorias de María Santísima’ o ‘La Reforma de la Tambora’”.4 Aunque
no tengo registro de una pulquería con esta última denominación, lucubro una
hipótesis (también aplicable a “La Reforma de la Providencia”): tal vez hubo un
local llamado “La Tambora”, cuya reforma o modificación motivó ese extraño
nombre (¿y qué decir del todavía más alambicado y competitivo “El Triunfo de la
Tambora sobre La Divina Providencia”?). Para aventurar esta idea, me fundo en lo
sucedido con la pulquería llamada “El Porvenir”, cuya desaparición provocó que
una nueva fuera bautizada con el literario nombre de “Los Recuerdos del
Porvenir”, tan poético que Elena Garro (1916-1998) lo rescató para su magnífica
novela de 1963, si bien con otro sentido (para no cometer un anacronismo, en
su Diccionario de mejicanismos,
de 1959, Francisco Santamaría [1886-1963] criticó esos “nombres chuscos o
raros”, los cuales ilustró así, escandalizado: “Una de la ciudad de Méjico se
llama ¡Los recuerdos del Porvenir!”, s. v. ‘pulquería’). Deduzco que a
este comercio se refiere también Charlot cuando habla de “La Memoria del
Porvenir”. Esta designación exhibe otras variantes. Así, el 11 de enero de
1912, en la revista Multicolor,
un dibujo titulado “Anuncios conocidos” representó a dos hombres clausurando la
pulquería “Recuerdo del Antiguo Porvenir”; en la imagen, mientras un hombre
clausura la puerta de la entrada, otro, subido en una escalera, está pegando un
anuncio cuyo encabezado dice: “Beber Parras o no beber”, en clara alusión al
vino de Parras, Coahuila, distribuido por la familia de Francisco I. Madero,
entonces presidente de la República, a quien se acusaba de querer restringir la
circulación del neutle para favorecer el negocio familiar.
El propio José Clemente Orozco (1883-1949), tan reacio a entrar en
una corriente nacionalista, también se dejó seducir por la tradición popular de
representar las pulquerías. Además de diversas litografías sobre magueyes y
nopales, en 1928 hizo una titulada “Pulquería”. En ella retrata el exterior del
local con el invitante (y verdadero) nombre de “Échate la Otra”, donde se
aprecia a un grotesco grupo de personas libando el néctar; los rostros son
plenamente goyescos, tal vez bajo el influjo de una exposición de Goya y otros
pintores que él había visto en Nueva York ese año (en la misma década de 1920,
José Juan Tablada se refirió a Orozco, desde el título de uno de sus libros,
como el Goya mexicano). En su autobiografía, el pintor se burló ácidamente de
la nula correspondencia entre la pintura que adornaba una pulquería y su
nombre: “Hace unos días vi todavía por la colonia de San Rafael una pulquería
que se llama ‘Los Tigres’ y sólo por el nombre podría suponerse que quisieron
pintar tigres. Eran más bien perros sarnosos, sin gracia, ni originalidad
alguna. Es inútil buscar por la ciudad las demás representaciones plásticas de
pulquería del pueblo mexicano. No queda una sola”.5
Algunas
denominaciones son desconcertantes, como la de “El Triunfo de la Onda Fría”,
establecimiento que, hacia 1910, se ubicaba en la calle de Aranda casi esquina
con Ernesto Pugibet. En principio, se antoja propia para una cervecería, pues
el pulque no se expende frío. Sin embargo, deseo leerla en clave irónica,
porque la existencia misma de ese comercio demostraría que “la onda fría”
cervecera no había triunfado del todo. Otro local de la zona y de la época fue
“La Fronteriza”, localizado en Balderas y Ernesto Pugibet. Ignoro a qué
frontera aludía, pero imágenes posteriores al 9 de febrero de 1913, inicio del
sangriento periodo de nuestra historia conocido como la Decena Trágica,
muestran su fachada parcialmente destruida por los obuses enviados contra la
Ciudadela (con sospechosa mala puntería) por las fuerzas de Victoriano Huerta,
quien fingía así una enconada defensa del gobierno legítimo de Madero.
La creatividad popular para nombrar las pulquerías es centenaria,
y su registro también. En su libro México
de mis recuerdos (1904), Antonio García Cubas (1832-1912)
describe la presencia de nombres provenientes de obras literarias, como
“Esmeralda”, “Los Mosqueteros”, “El Espía del Gran Mundo”, “El Judío Errante”;
con mayor elegancia, a veces incluso se acudía a los títulos de la ópera: “La
Norma”, “Semíramis”, “La Sonámbula”. En la primera mitad del siglo xx, había sobrevivido al menos una con
el nombre de una ópera, “La Tosca”, ubicada en la esquina de San Fernando y
Pino Suárez, en la zona de Tlaxcoaque. En una nota a pie de página, García
Cubas enlista varios locales antiguos, calificados apenas como un “jacalón”;
entre ellos se encontraba uno muy literario: “La Pulquería de Sancho Panza” (me
pregunto si habría también una de Don Quijote, pero más encumbrada, porque, al
fin y al cabo, uno era un simple escudero y el otro un eminente caballero, así
haya sido, en principio, por autocalificación).
En muchos casos, la actitud festiva se señalaba desde el nombre,
por ejemplo, “La Risa”, “La Sonrisa” o “La Alegría” (desde su apertura en 1903,
en Mesones 71, la primera se convirtió en un referente). Por cierto: data de
1860 una famosa fotografía de un local denominado “El Recreo”; este sitio era
un humilde expendio, con apenas un mostrador para la venta, mientras los
parroquianos permanecían en la calle. Al frente de la imagen, se singulariza
uno de los cuatro hombres del exterior: sostiene el cuero completo de un cerdo,
a excepción de la cabeza. En aquella época (y hasta bien entrado el siglo xx), el pulque se transportaba en
cueros de animales, previamente tratados para ese uso y cosidos en las orillas.
Para aprovechar al máximo sus capacidades, se llenaba el contenedor hasta las
extremidades del animal, o sea, “hasta las manitas”; de ahí proviene la
expresión “andar hasta las manitas”, aplicada a una persona que se ha excedido
en el consumo de licor (flaqueza en la que, de seguro, no ha incurrido ningún
lector de este trabajo, al menos con pulque).
Menos auspiciosos son algunos nombres con registro fidedigno. El
13 de noviembre de 1890, apareció en El
Nacional la breve nota “El Infierno causa la muerte”. Gabriel
Villanueva, quien firmaba como primer repórter de ese diario, jugaba en el
encabezado con la designación de la pulquería poseedora del adivinatorio
letrero “El Infierno”, donde hubo un pleito que derivó en la posterior muerte
de un parroquiano. En fin, desde su nombre, alusivo a la risa o al recreo, o
bien a las desgracias, el lugar puede ser de gozo y retozo para algunos, mientras
que para otros se convierte en la mera antesala del infierno. En un libro sobre
su visita a México en la segunda mitad del siglo xix, el escritor estadounidense William Henry Bishop
(1847-1928) anotó uno muy esperanzador: “El Paraíso Terrenal”; con sorna, se
refirió también a otro llamado “El Delirio”, el cual “con frecuencia expresa la
condición de los parroquianos que beben con demasiada libertad”;6 Bishop
se vanagloriaba de ser un connoisseur en
la materia, pues aprendió que lo mejor era tomar su bebida compuesta con la
mitad de aguamiel y la mitad de pulque fermentado.
No faltaban los nombres con instructivo propósito histórico. Así,
las famosas batallas europeas que marcaron sendas derrotas de Napoleón
inspiraron el establecimiento “Waterloo-Trafalgar”, ubicado en una esquina (1a.
Calle de Mina [antigua Puente de Villamil] y Plaza 2 de Abril); cada lado de
esa esquina portaba uno de los nombres. La batalla de Trafalgar (21 de octubre
de 1805) se definió con la victoria naval del Reino Unido y sus aliados contra
las fuerzas napoleónicas y españolas. En la de Waterloo (18 de junio de 1815),
Napoleón, quien había retomado el poder después de escapar de Elba —lugar donde
había sido exiliado luego de abdicar como emperador—, fracasó de manera
definitiva en su intento por restablecer su poderío militar, que había asolado
Europa durante muchos años. Quiero pensar que, ante la curiosidad lógica de los
parroquianos motivada por el singular y doble nombre extranjero, el dueño les
proporcionaría esos datos históricos. Asimismo, en otro comercio se podía
completar la lección histórica: “Napoleón en Santa Elena”, que fue el destino
final de Napoleón en su exilio definitivo. Y si de atribuciones históricas se
trata, también hubo una pulquería llamada “La Guerra de los Nopales”, en
homenaje al suceso decimonónico de nuestra historia conocido como “La Guerra de
los Pasteles”. Otra tenía un nombre de origen científico que se perdió muy
pronto: “El Paso de Venus por el Disco del Sol”, en referencia a una expedición
de astrónomos mexicanos a Japón (1874-1875). De larga raigambre es la
denominación “La Reina Xóchitl” (con variantes como “Las Delicias de Xóchitl”),
que se ha usado repetidas veces, pues Xóchitl, una hermosa mujer de la nobleza
indígena, desfila en una de las leyendas más antiguas sobre la invención del
pulque. Con ingenio, una se denomina “El Vino Blanco”, simpático juego que
acude al prestigio del sustantivo genérico “vino”, combinado con el color blanco de la bebida. Modesta y sin
mayores aspiraciones, con el mexicano uso del diminutivo, es “El Pulquito”. Y
con el mismo sentido: “Acapulquito”, falso diminutivo de Acapulco, que en
realidad anuncia “acá, pulquito”. Por escrito se pierde este juego oral: con
seriedad, un hombre anuncia a un amigo su deseo de alcanzar ese mismo día la
gloria; pero no se refiere al cielo de los cristianos, sino al expendio de
neutle “La Gloria”.7
En la literatura, sobre todo la decimonónica, abundan las
narraciones donde se identifica a las pulquerías con nombres ficticios o
reales. En algunos casos, se trata incluso de locales que sirvieron para el
título de las obras mismas. Por ejemplo, José Tomás de Cuéllar (1830-1894)
cuenta que, cuando el cajista le preguntó qué tipo de linterna había utilizado
para su serie de textos denominada “La Linterna Mágica”, le respondió:
“Confieso a usted, estimable cajista […] que en cuanto al título de linterna
mágica lo he visto antes en la pulquería de un pueblo…”8 Asimismo,
según Carlos González Peña (1885-1955), Ángel de Campo (1868-1908) escogió el
título de su novela La
Rumba (1890) siguiendo el consejo de su amigo Luis González
Obregón (1865-1938): “Otra ocasión, agobia a Micrós un cuidado literario: no
encuentra título para una novela que ya ha empezado, y que se publicará en
trozos en El Nacional.
Emprenden, cabizbajos, los dos amigos, su vagabundeo urbano. De pronto,
González Obregón se detiene, alborozado: ‘—Míralo! ¡Ahí lo tienes!’—, exclama,
señalando la colorinesca muestra de una pulquería. La tal pulquería se
llama La Rumba, y así se
llamará la novela”.9 La
protagonista de esta novela adopta el sobrenombre del barrio bravo donde
habita: La Rumba. No tengo conocimiento de que en el siglo xix haya habido una zona conocida
como La Rumba, así que esa hipótesis me parece plausible. También sería viable
que este relato oral rememorara lúdicamente lo dicho por Cuéllar sobre el
título de su serie “La Linterna Mágica”. El poeta romántico Manuel Acuña
(1849-1873), famoso en la cultura popular por su “Nocturno” (a Rosario),
compuso unas simpáticas cuartetas octosílabas tituladas “Los beodos (cuadro de
costumbres)”, donde los personajes salen tan encampanados de su pulquería
favorita, “Los Godos”, que mientras uno percibe la luz diurna, su compañero
porfía en que ya es de noche; para dirimir esta trascendente polémica,
interceptan a un cochero, quien se escabulle de la función de juez con una
excusa absurda:
Pero
el salvaje cochero
movió triste la cabeza
y respondió con torpeza:
señores: ¡soy forastero!10
“Los Godos”
sería casi un oxímoron, porque se aplica a una pulquería, costumbre típicamente
nacional, un apelativo que remite a los españoles (incluso en algunos países
sudamericanos, el término “godo” era sinónimo de invasor peninsular). Como no
he documentado este nombre, deduzco que tal vez Acuña lo ideó para construir la
rima “beodos / godos”, la cual está en dos cuartetas de su poema.
Como sabemos, en el siglo xix,
el pulque era una bebida que trascendía clases sociales (aunque no era común en
todas las regiones del país) e incluso funciones. Manuel Gutiérrez Nájera
(1859-1895), con el estilo desenvuelto y mordaz tan suyo, señalaba en 1893, en
un artículo titulado “Salsa borracha” (aderezo elaborado con un poco de
pulque), que en la Ciudad de México no se cumplían las reglas emitidas para
limitar el consumo y la abundante concurrencia a las pulquerías, la cual no
había disminuido, ni siquiera cerca del edificio donde los diputados
legislaban: “Los diputados, al ir a la Cámara o al salir de ella, pueden
observar cuán numerosa concurrencia asiste diariamente a las pulquerías
abiertas en la primera calle del Factor; porque, podrá no haber quorum en la sala de
sesiones, pero siempre lo hay en las pulquerías y en el empeño de la calle
citada”.11 Quizá
para prevenir o esconder esa falta de quórum, algunos locales, más prácticos,
han optado por nombres afines al rubro laboral; así, la gente se justifica
porque siente que está en su ámbito profesional, tal como sucede en “Mi
Oficina” o en “Mi Despacho” (esta última estaba en Chapultepec e Insurgentes).
Con chispa equivalente, un comercio se llamaba “El Recreo de los de Enfrente”,
en alusión a su ubicación al otro lado de la Cámara de Diputados. Con no menos
creatividad, aunque con humor ácido, otra tenía el nombre de “¿Cómo la ves
desde Hay [ahí]?”, pregunta meramente retórica dirigida a quienes residían para
la eternidad en el cementerio contiguo (no hay duda de que ellos hubieran
preferido estar bebiendo, en lugar de sufrir el frío de la sepultura). Y si se
desea el tratamiento de afecciones médicas, estaba disponible “Mi Consultorio”.
Desde otra perspectiva, también estimulaba la solidaridad internacional (al
menos para el consumo del pulque) “La Unión de las Naciones”, que debajo de su
nombre anunciaba, incitante: “Supremos curados”. Una poseía una designación
vulgar y francamente misógina: “Los Eructos de una Dama”. No encuentro palabras
para describir la delirante fantasía de la que adoptó el nombre de “Un Viaje al
Japón”, en cuyas dos fachadas (estaba en una esquina) había pinturas inspiradas
en cómo imaginaba el artista el lejano Japón.
Diego Rivera, en el artículo de la revista Mexican Folkways complementario
del que he citado —es decir, el que habla de las pinturas de las pulquerías, no
sólo de sus nombres—, recuerda un interesante caso del siglo xix, donde se parodia un referente de
la alta cultura. Según él, de niño le tocó presenciar la decoración visual de
la pulquería llamada “La Fuente Embriagadora”, la cual se había inaugurado en
la época de Benito Juárez, ni más ni menos con la presencia del propio
presidente de México:
…don Benito
Juárez —según me contaba mi maestro don Andrés Ríos— fue de gran chistera y
frac, acompañado de su Ministro de Instrucción y Bellas Artes, a la
inauguración de la “Fuente Embriagadora”, pulquería de ese nombre, sita, por
aquel entonces, en la calle de Tacuba, y con motivo del cuadro de don Petronilo
Monroy, cuyo título era el nombre de la pulquería, obra Ingristopopular de
amable belleza, que yo, allí por mis siete años de edad, alcancé a ver todavía,
y la recuerdo con una especie de agrado y ternura, no menores que las que
siento por la “Source”, del maestro de Montauban, que guarda el Louvre. En
cuanto a la bella Psiquis, de alas de libélula, que bebía “neuhtli” en el
chorro surgido de marmóreo surtidor, obra de don Petronilo, admirada por don
Benito, quién sabe dónde habrá ido a parar (p. 12).
Sin duda, en este emotivo relato brilla la fantasía de Rivera, así
como su capacidad verbal para inventar el neologismo “ingristopopular”, el cual
remite al pintor francés Jean Auguste Dominique Ingres (1780-1867), autor
de La Source, el
cuadro clásico que él menciona, conocido en español como La Fuente o El Manantial. Él no dice que
Petronilo Monroy (1836-1882), autor también de un famoso cuadro de José María
Morelos, haya parodiado la obra original del artista francés, donde se aprecia
a una mujer desnuda con un cántaro al hombro derramando agua. En cambio, en la
imagen del mexicano había una fuente marmórea de la cual no manaba agua
cristalina, sino pulque, bebido por Psiquis (la hermosa amante de Eros, de
acuerdo con la historia inmortalizada por Apuleyo en El asno de oro). Si creemos a
Rivera, la pintura de “La Fuente Embriagadora” habría durado varias décadas, al
menos hasta 1893, pues dice que la vio más o menos a sus siete años de vida (él
había nacido en 1886). A los abstemios les bastará “La Fuente” para saciar su
sed; para los beodos, es más seductora y contundente “La Fuente Embriagadora”.
La imaginación onomástica fue amenazada el 8 de agosto de 1913,
cuando el gobierno ilegítimo del asesino Victoriano Huerta expidió un
reglamento con diversas prohibiciones, entre otras: abrir las pulquerías los
domingos, consumir dentro de ellas, adornar por fuera o por dentro con
pinturas, o colocar un anuncio de propaganda distinto de la simple descripción:
“Expendio de pulques”. Esta serie de disposiciones eran un eco de añejas
solicitudes emanadas desde diversos grupos conservadores de la sociedad, como
una registrada el 24 de diciembre de 1905 en la Gaceta de Policía, bajo el
encabezado casi religioso de “Cruzada contra las pulquerías”. De entrada, esta
publicación oficial celebraba así la iniciativa de regulación presentada por
una insólita y sorprendente agrupación: “La Sociedad Mexicana de Temperancia
prosigue su benéfica labor con celo digno de todo encomio” (Gaceta de Policía, “Cruzada contra
las pulquerías”, 24 de diciembre de 1905, p. 6). Luego, este órgano oficial de
difusión sintetizaba esas sorprendentes propuestas benéficas:
Que dentro de
un radio amplio del centro de la ciudad y en las colonias que van fundándose,
no se permita el establecimiento de expendios de pulque.
Que se
supriman los rótulos absurdos y los adornos, pinturas y títulos ridículos y
vistosos en las pulquerías ya existentes, y se les señale con número.
Que las
pulquerías no sean centro de consumo inmediato, sino que se expenda la bebida
en vasos cerrados.
Que se haga
responsables a los dueños de pulquerías de las infracciones que se cometan en
el interior de ellas, tendiendo a evitar las tertulias o corrillos que forman
los parroquianos.
Que se
castigue a los que hagan ostentación del vicio de la embriaguez en las calles o
centros públicos.
Como si esto
no bastara, la increíble Sociedad Mexicana de Temperancia pedía que esas
restricciones se empezaran a aplicar en una fecha simbólica: el 21 de marzo del
siguiente año, cuando se celebraría el primer centenario del natalicio de
Benito Juárez, quien vino al mundo el 21 de marzo de 1806.
El 17 de agosto de 1913, el periódico satírico La Guacamaya, entonces de
tendencia política antihuertista (y antes antimaderista), se quejó, en un
artículo anónimo, de la uniformidad buscada por el reglamento de Huerta en su
intento por igualar todos los locales bajo el rubro de “Expendio de pulques”,
lo cual achataría la personalidad de esos lugares de gozo y reposo:
¡Adiós a los sugestivos nombres con que se designaban las
pulquerías! Ya, dentro de poco no habrá quién se acuerde de “Las Glorias del
Acocote”, “El Triunfo del Tinacal”, “Los Recuerdos de la Cruda” y otros tantos
alusivos que daban fama, no sólo al establecimiento que lo ostentaba, sino a la
calle y al barrio en que estaba situado. Todo acabó, y en su lugar sólo se
leerá el monótono y unísono letrero de “Expendio de Pulques”.12
Ese mismo año, se preparó un padrón de pulquerías. Como señala
Pulido, los nombres de los establecimientos son significativos, además de que
implican un tácito registro histórico. Van desde la referencia al lugar donde
se ubican (Tepito, Jamaica, etc.) hasta la expresión de “simpatía por causas,
personajes y hechos que, bajo el mandato de Huerta, nada tenían de inocentes”,13 como
“La Decena Trágica”, “El Triunfo de Madero”, “Viva Madero”, “La No Reelección”
y “Las Glorias de Orozco”. No faltaban las denominaciones jocosas y cínicas,
como “La Carcajada”, “La Parranda” o “La Vida Alegre”. No puede dejar de mencionarse
una que recientemente, por razones políticas, ha cobrado gran actualidad: “El
Terror de los Fifíes” (nótese la corrección gramatical en el plural del
sustantivo con terminación aguda). También sería políticamente actual una
presente en una larga lista de nombres reproducida el 18 de abril de 1880 en el
diario El Combate: “¡México Libre!” (desconozco a qué obedecen
los signos de admiración).
Aunque con menor frecuencia, los nombres siguieron floreciendo en
la literatura del siglo xx. Por ejemplo, en 1933,
en su cuento “La vieja de la pulquería”, Gerardo Murillo (1875-1964), más
conocido como el Dr. Atl, inventa un local del barrio de La Merced llamado,
poéticamente, “Horas de Consuelo y de Olvido” (para conjurar los efectos
nocivos de la segunda reacción, algunos precavidos comercios colocan este sabio
letrero irónico: “Si usted vino aquí para olvidar, pague primero”). Jesusa
Palancares, la protagonista de la novela Hasta no verte Jesús mío (1969), de Elena
Poniatowska (n. 1932), hace sus libaciones en la profética pulquería “El
Atorón”. Más retadora era una real llamada “Sal Si Puedes”, cuyo encabezado usó
el artista Tzintzun (Gustavo Morales) para su mural del recién inaugurado Museo
del Pulque y las Pulquerías (Av. Hidalgo 107, CDMX), que es un homenaje a La familia Burrón, la genial
historieta de Gabriel Vargas (1915-2010): enfrente de la pulquería, aparecen
varios de los personajes, entre ellos Satán Carroña, cuya condición de vampiro
no le impide paladear ese néctar, de seguro tan sabroso como la sangre. Incluso
el británico Malcom Lowry (1909-1957), en su novela Bajo el volcán (1947),
inventa una con el premonitorio nombre de “La Sepultura”, localizada en
Cuernavaca, donde acaba la vida de su personaje, el cónsul británico Geoffrey
Firmin. En estos aciagos tiempos de muerte, cuando los estragos de la pandemia
reducen trágicamente los suministros médicos, uno anhelaría poder evitar la
sepultura mediante la realización de la promesa escrita en el costado de un
antiguo local: “Oxígeno puro a toda hora”.
De forma curiosa y excepcional, a veces la ficción se mezcla con
la realidad. El éxito de Santa (1903),
la novela de Federico Gamboa (1864-1939), fue tan grande que, en la década de
1920, una plazoleta de Chimalistac fue bautizada con el nombre del autor, a la
vez que algunas calles adoptaron los de personajes de esa obra. El 26 de enero
de 1926, luego de un paseo peatonal por Chimalistac, Gamboa registró en su
diario un descubrimiento banal que le encantó: “Grata sorpresa: escondida en un
recodo florido, calle de la Rinconada, ‘Los Secretos de Santa’, pulquería
reestrenada hace dos días”.14 De
este modo, Santa, personaje de ficción, se convertía en una realidad, encarnada
en una pulquería. En otro de los volúmenes de su diario, Gamboa recuerda que,
para recuperar la salud en medio del campo, su esposa y él pasaron unos días en
una de las haciendas tlaxcaltecas de Ignacio Torres Adalid, uno de los más
connotados empresarios pulqueros del Porfiriato, quien se refería festivamente
a los fecundos magueyes de sus propiedades con la bonita frase (una metáfora
popular) de “vacas verdes”.
Un extraño nombre, “La Ventana Chata”, asoma en Zapotlán (1940), de Guillermo
Jiménez (1891-1967), quien, con visión nostálgica, hila sus recuerdos de
infancia en su lugar de origen: Zapotlán, Jalisco. Al describir a un grupo de
hombres que solían frecuentar el local —quienes no sólo consumían ahí su bebida
predilecta, sino que incluso la llevaban a su hogar—, singulariza a uno de
ellos: “Don Faustino Ugarte era un castizo,
oía misa de alba y en las tardes iba a la pulquería de ‘La Ventana Chata’”.15 Bonita
combinación castiza: ¡oír misa al amanecer y degustar pulque al ocaso!
Entre los efectos generados durante varios siglos por las
pulquerías, dentro o fuera de ellas, hay uno asociado con la discusión de una
palabra muy mexicana, cuya etimología no conocemos con certeza. Una anécdota
del siglo xix transmitida por
Artemio de Valle Arizpe (1884-1961) refiere que varios tertulianos discutían en
una librería sobre los orígenes de la palabra “chingada”. Cuando cada uno
planteaba una etimología diferente e irreconciliable con las de sus
contertulios, la casualidad hizo que pasara enfrente de la librería el solemne
Andrés Quintana Roo, quien a veces también era miembro de esa tertulia; para
lograr su colaboración en la disputa etimológica, uno de ellos salió a
consultarlo, confiando en su sabiduría:
—¿De dónde cree usted, señor don Andrés, que procede la
palabra chin…?
—¿De dónde? Pues de la pulquería.
Y siguió con su camino, imperturbable y circunspecto.16
Dudo que esa útil voz y sus infinitos derivados en la cultura
mexicana, tan maleables y flexibles como se desee, procedan de la pulquería,
pero sin duda ahí se usan con abundancia (al igual que en cualquier otro sitio
con nutrida concurrencia, sobre todo masculina, en comunión para el acto de
libar). No hay registro de todos los nombres acumulados durante siglos en miles
y miles de pulquerías,17 pero,
así como hubo una con un nombre tan actual como “El Terror de los Fifíes” o
simplemente “Los Fifís” (esta última, en la antigua calle de Manrique, hoy
República de Cuba), sospecho que habrá por ahí, escondida en algún rincón de la
otra grandeza mexicana, una llamada “La Chingada”. Y si no fuera así, habría
que fundarla; a su apertura podría asistir como invitado de honor el presidente
de la República, tal como, según Diego Rivera, Benito Juárez engalanó la
inauguración de “La Fuente Embriagadora”.◊
Los Amores de Cupido
Situada
en el barrio de Santa María la Redonda, Ciudad de México.
Fotografía: ca. 1922 | Colección Casasola,
Fototeca Nacional, inah.
Lucero de Mis Noches
Ubicada
en la esquina de Allende y El Órgano, en el barrio de la Lagunilla.
Fotografía: Colectivo
“El Tinacal”.
La Alegría
Hacia
1904, se encontraba en la esquina de las calles de Roldán y Manzanares,
en el populoso barrio de La Merced; los rieles del tranvía corren por donde
alguna vez pasó la Acequia Real. El edificio aún existe, reconocible solamente
por la herrería de los balcones.
Fotografía: ca. 1904 | Archivo Fotográfico
Manuel Ramos.
El Recreo
En el México de 1860.
Fotografía: ca. 1860 “Pulqueros” | Colección
Cruces y Campa, Fototeca Nacional, inah.
Waterloo-Trafalgar
Las
batallas napoleónicas inspiraron el nombre de la pulquería Waterloo-Trafalgar.
Se ubicaba en la esquina de la 1a. Calle de Mina (antigua Puente de Villamil) y
Plaza 2 de Abril, frente al mercado porfiriano.
Fotografía: ca. 1905 | Colección Casasola,
Fototeca Nacional, inah.
La Sonrisa
Estaba
en la calle de Guatemala, en el centro de la Ciudad de México.
Fotografía: ca. 1905 | Colección Casasola,
Fototeca Nacional, inah.
La Unión de las Naciones
Fotografía: Héctor García | Cortesía de la Fundación María y Héctor
García.
2 Brenner, p.
192.
3 En la
reciente novela El
vendedor de silencio (2019), de Enrique Serna, aparece la
pulquería “El Brindis de los Monos”, de la década de 1930: “El occiso, un tal
Eruviel Márquez Lezama, de 37 años, ebanista de profesión, había sido apuñalado
en la pulquería ‘El Brindis de los Monos’, sita en la calle Mar Tirreno de la
colonia Popotla, por un joven albañil de complexión delgada y pelo hirsuto que
se dio a la fuga” (pp. 184-185). Me pregunto si acaso esta pulquería será nieta
de “Los Changos Vaciladores”.
4 “Carta
a José Clemente Orozco”, incluida en el libro de éste: El artista en Nueva York, p.
160.
5 Orozco,
1981: pp. 83-84.
6 Bishop,
p. 48.
7 La
euforia por la gran diversidad de apelativos puede incluso engañarnos con una
pulquería bendita: Santa Pulqueria. Pero quizá la falta del acento nos incite a
comprobar el dato: se trata de una mujer considerada santa tanto por la Iglesia
ortodoxa como por la católica, quien el año 450 debió asumir como emperatriz
bizantina, luego de la muerte de su hermano, el emperador Teodosio II, que no
había dejado sucesor.
8 Cuéllar,
p. 3.
9 González
Peña, p. 242.
10 Acuña,
p. 39.
12 Gutiérrez
Nájera, p. 1.
12 “El
chirrión por el palito”, p. 3.
13 Pulido
Esteva, p. 33.
14 Gamboa, p. 164.
15 Jiménez,
p. 137.
16 Valle
Arizpe, p. 47.
17 Hay
valiosas listas históricas de nombres en el libro Los recuerdos del porvenir. Las pulquerías de
la Ciudad de México (Colectivo México, El Tinacal) y en el artículo
“Breve historia de la ‘planta de las maravillas’ y la ‘primera bebida
nacional’ ” de Rodolfo Ramírez Rodríguez. En cuanto a imágenes, el primer
volumen contiene también destacadas ilustraciones; de igual modo, el libro de
Rius (Eduardo del Río) y Corina Salazar: Somos hijos del maguey. Vida, pasión y ¿muerte? del pulque.
Bibliografía
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17 de agosto de 1913.
Acuña, Manuel, Versos, Saltillo, Secretaría de
Cultura de Coahuila, 2019.
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Sergio Mondragón, México, Ed. Domés, 1983.
Bishop,
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———, El artista en Nueva York (cartas a Jean
Charlot, 1925-1929, y tres textos inéditos), 2ª. ed., pról. Luis
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México, 2014.
Ramírez Rodríguez, Rodolfo, “Breve
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nacional’ ”, en La
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Salazar, Corina y Rius (Eduardo del
Río), Somos hijos del maguey. Vida,
pasión y ¿muerte? del pulque, Puebla, Quimera / Secretaría de
Cultura del Estado de Puebla, 2008.
Santamaría, Francisco J., Diccionario de mejicanismos,
México, Porrúa, 1959.
Serna, Enrique, El vendedor de silencio, México,
Penguin Random House, 2019.
Valle Arizpe, Artemio de, Calle vieja y calle nueva, México,
Diana, 1980.
* RAFAEL OLEA FRANCO
Es profesor-investigador en el Centro de Estudios Lingüísticos y
Literarios de El Colegio de México. Sus temas de investigación son,
principalmente, la obra de Jorge Luis Borges y la narrativa mexicana e
hispanoamericana de los siglos xix y xx. Su libro más reciente es Un pulque literario (A la sombra de las pencas
del maguey), publicado en El Colegio de México, que se encuentra ya
en circulación.
https://otrosdialogos.colmex.mx/en-el-principio-fue-el-nombre-los-nombres-de-las-pulquerias
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