Reflexionando una vez más: La etnohistoria y la época
colonial
A partir de 1950,
el término etnohistoria comenzó a utilizarse en México para referirse a
estudios interdisciplinarios que combinaban técnicas y teorías de la
antropología y de la historia.1 Desde
entonces, el terreno de esta disciplina ha sido fértil en ricas y profundas
reflexiones. Como ciencia multidisciplinaria, la etnohistoria ha desafiado las
rígidas y arbitrarias barreras establecidas para demarcar el campo de
especialización de las ciencias sociales. Es, precisamente, este origen mestizo
de la etnohistoria el que ha suscitado y continúa motivando largas y
enriquecedoras reflexiones sobre su objeto de estudio, su metodología, e
incluso su derecho a ser considerada como una disciplina social.
En su camino, los
estudios diacrónicos han tenido una compleja relación con la antropología, en
algunos momentos se han nutrido de sus teorías, en otros han sido rechazados
por algunos de sus más ilustres representantes2 De esa
íntima relación entre la teoría antropológica y los avances logrados por la
historia, nació la etnohistoria. Al acercarse el fin de siglo, nuevas teorías
abren caminos a la etnohistoria. El posmodernismo cuestiona severamente los
planteamientos funcionalistas-estructuralistas concebidos como únicas formas
científicas de entender la realidad, desconociendo otras formas de
interpretación y comprensión provenientes de tradiciones culturales no
occidentales.
El posmodernismo, surgido de la inquietud
filosófica y lingüística, llevado a sus últimos extremos cuestiona con
severidad las bases de las ciencias sociales, en ocasiones hasta límites
verdaderamente peligrosos. Sin embargo, entre sus aportaciones, la más valiosa
para la historia ha sido la de afirmar que los textos, materia prima del
historiador, no son una parte de la realidad que los produjo sino una
interpretación de ella. Y esta interpretación está marcada por múltiples
aspectos: los intereses del que escribió el texto, su edad, ambiciones, postura
política y cultura. Esto es, el posmodernismo aplicado al pasado nos acerca a
lo que la etnohistoria ha tratado de hacer desde sus orígenes: conocer la
historia de los pueblos de tradición no occidental.
La crítica minuciosa de los textos históricos
le proporciona al etnohistoriador nuevas y finas herramientas para lograr su
cometido. Este artículo desea, por una parte, continuar con la antigua y
enriquecedora reflexión sobre las particularidades de la etnohistoria, no para
delimitarle un campo fijo y empobrecedor, sino, por el contrario, para abrirle
nuevas vías. Caminos que se nutrirán de un conocimiento profundo de las nuevas
teorías, las cuales por supuesto no abordaré en este ensayo dada su complejidad
y el enorme número de autores que se han ocupado de ellas. Únicamente deseo
presentarle al etnohistoriador joven algunos ejemplos sencillos que ilustran el
análisis de los textos y que inicialmente se alimentaron de las teorías
modernas. Espero, a través de la claridad de los ejemplos, suscitar en ellos el
interés por acercarse a los grandes teóricos de fin de siglo.
Continúa una antigua reflexión: ¿qué es la etnohistoria?
Durante años la
etnohistoria ha navegado en un mar confuso, a veces tranquilo y seguro, a veces
tormentoso. En el primero, su tránsito parece claro: etnohistoria es la etnología del pasado; y en México es por
excelencia el estudio de los procesos que
afectaron a las antiguas civilizaciones mesoamericanas3 En el
segundo, se ha llegado a dudar de la existencia de la etnohistoria como una
disciplina distinta de la antropología y de la historia. Es a esta última
postura que deseo referirme con detalle.
En los últimos 25
años una preocupación ha llenado las aulas: ¿existe la etnohistoria?, ¿es la
etnohistoria una disciplina independiente de la historia o es sólo un campo de
especialización de ésta? Aunque aparentemente resultaría fácil responder que es
una ciencia híbrida, como ya lo expresé líneas arriba, también incomoda pensar
que existen dos disciplinas que indagan el pasado. Una, la historia, la ciencia
de lo ya acontecido, dedicada al estudio de las sociedades con sistemas
desarrollados de escritura y registro de su historia; y otra que se ocupa del
pasado de los grupos indígenas, de los pueblos llamados primitivos, rurales y
con tradiciones principalmente orales. Esta división además de olvidar que
muchas sociedades antiguas poseían complejos registros de su historia, se
asemeja, aunque no nos guste, a aquellas categorías que organizan a las
sociedades en poseedoras de lenguas o dialectos, de iglesias o sectas, de
religiones o idolatrías4
¿Qué es etnohistoria? Partamos de su propio
nombre. Etnohistoria nace de las palabras: hstoria y ethnos. Esta
última a su vez viene del griego: ethnikos, de ethnos: “nación”;
historia, del latín hstoria y del griego hstoría: “información”,
“búsqueda de la verdad” o “investigación del conocimiento”. A su vez hstoría se
relaciona con las raíces griegas istor: “hombre sabio”,
y eidenai: “conocer”.
Según otros autores, historia se vincula con
la palabra griega isorein, relacionada con ver, como si el que
narra hubiera sido testigo ocular de lo descrito. Para Cicerón la historia era
la narración verdadera de los hechos pasados. Las definiciones de historia son
abundantes y han cambiado según las épocas y las corrientes de pensamiento.
Como dice Lévy Strauss: “Cada historia es
ciertamente una reconstrucción del pasado y las reconstrucciones son diferentes
de acuerdo con la escala que usamos […] hay muchas maneras de reconstruir el
pasado” (Lévy-Strauss: 19). La Historia es una disciplina difícil de definir: es el estudio de todo el pasado,
de los eventos y los procesos; de las estructuras, los cambios y los sucesos
que han conformado el presente. Es la interpretación del pasado para la gente
de hoy. Etnohistoria sería lo mismo, pues cualquier hecho o transformación
ha sido realizado por un grupo o por un individuo perteneciente a una nación: a
un pueblo con cultura y pensamiento propios. No hay acontecimientos
desvinculados de las sociedades. Visto así, hablar de historia o de etnohistoria
carece de sentido.
Pensar que la etnohistoria es un campo dentro
de la historia, equiparable a la historia económica o a la historia de las
mentalidades, no tiene tampoco razón de ser, puesto que todos los pueblos
poseen un modo de producir y un modo de pensar. El estudio del pasado de los
castellanos, de los mixtecos o los bretones, los incas o cualquier grupo, es
historia. La historia de los pueblos y de las naciones no es una disciplina
diferente de la Historia. Su vida, de cualquiera de ellos, ha sido parte de la
historia total, de la historia de la humanidad.
Todos los pueblos del mundo tienen cultura;
poseen un modo de ver el mundo; todos tienen conceptos básicos que transmiten a
sus hijos y que conforman su herencia, la forma de interpretar su entorno y de
darle un sentido a su existencia. Todos han realizado descubrimientos sobre lo
que los rodea, han desarrollado alguna tecnología y producido obras de arte. La
humanidad se ha enriquecido de los logros de unos y otros, y ha padecido las
guerras, los crímenes, la falta de respeto y la discriminación entre sus mismas
sociedades. Los zapotecos y los castellanos, los incas y los andaluces, han
hecho aportaciones a la historia del mundo y han sido afectados por ella. Sus
destinos están entrelazados: no hay dos historias.
Cuando en México comenzó a usarse el término de etnohistoria, la mayoría de
las obras se referían al estudio de los pueblos de tradición mesoamericana
(Martínez Marín, 1976; Monjarás, 1988, 1990). Aunque esta denominación fue
extendiéndose -conforme se amplió la investigación -a cualquier pueblo nativo
de América, en realidad, si consideramos que etnohistoria es el estudio del
pasado indígena por no indígenas, éste comenzó a realizarse poco después del
arribo de los españoles a estas tierras. Los escritos de Motolinía, Sahagún,
Durán, o las obras de los funcionarios reales como la de Alonso de Zorita, son
páginas de la etnohistoria.
Se ha dicho,
múltiples veces, que etnohistoria es la disciplina que combina los enfoques de
la antropología con el estudio del pasado y las técnicas de trabajo en archivo
propias del historiador (Martínez Marín, 1976; Spores, 1973, 1980). Utilizando
planteamientos tomados de las teorías antropológicas varios autores han tratado
de entender la organización social de los indígenas y sus transformaciones en
el tiempo5 Sin embargo, resulta claro que también
podemos estudiar el cambio cultural, la organización social, el sistema de
parentesco, o la religión de los criollos, los mestizos, o cualquier grupo
social.
Conforme buscamos las diferencias entre
historia y etnohistoria penetramos en un terreno confuso en el que los límites
entre una y otra disciplina se tornan imprecisos. Las fronteras entre las
llamadas ciencias sociales terminan por ser abstracciones que impiden ver la
totalidad y complejidad del fenómeno humano. Resulta entonces que igual puede
hacerse etnohistoria de los mayas que de los españoles. Meditemos esto con
cuidado: ¿Será en verdad lo mismo hacer el estudio de un pueblo que comparte
con el que escribe la misma tradición cultural, que narrar la historia de un
pueblo cuyos conceptos mentales y forma de ver el mundo es totalmente diferente
a la nuestra? Para algunos de nosotros, quienes no descendemos de una tradición
mesoamericana, es relativamente más sencillo entender las actividades y la
cultura de los españoles y los criollos porque comparten con nosotros nuestra
forma de entender la realidad y de interpretarla. Salvo los cambios infringidos
por el tiempo y el distinto espacio, su pensamiento y el nuestro provienen de
esa misma tradición que hemos denominado cultura occidental.
Tratar de entender la historia de los grupos
indígenas, para los que no somos indígenas, implica un reto mayor. El sistema
de pensamiento mesoamericano tenía una estructura muy diferente a la occidental
y nos es ajena. Si realmente queremos conocer su historia para interpretarla en
el presente, debemos acercarnos a su pensamiento.
El esfuerzo por
entender la filosofía y el pensamiento cotidiano de los mesoamericanos ha
estado presente en los etnohistoriadores que se han ocupado de la época
precolombina: los estudios del calendario, los mitos de origen, las esculturas,
las ciudades, etcétera, reflejan algunas de las ideas de aquel mundo. La
situación es diferente cuando cruzamos la barrera de 1519-1521. Gran parte de
los trabajos que hemos realizado en los últimos años, dentro del campo
comúnmente llamado etnohistoria de la época colonial, más que proporcionar
elementos para entender al indígena han descrito las instituciones que les
fueron impuestas; hemos narrado los eventos en los que participaron o los que
afectaron su devenir. Un menor número de investigadores ha tratado de ver cómo
esas instituciones o esos sucesos fueron entendidos por los indígenas y a que
tipo de reflexión los condujo, de acuerdo con las características de su
pensamiento6 Muchos de nosotros, por así decirlo,
nos hemos quedado en la superficie de los acontecimientos. Etnohistoria es la
suma de herramientas intelectuales que, combinando técnicas etnográficas con
análisis literario, nos permite ir más allá de lo aparente en las fuentes
escritas e incluso en las pinturas y demás testimonios del pasado.
La etnohistoria, la época colonial y el análisis de los
textos
La diferencia
entre historia y etnohistoria radica tanto en su objeto de estudio como en la
forma de aproximarse a él. Dicho de otra manera: etnohistoria es el conjunto de procesos mentales que nos acercan a la
historia del “otro”; es el método que nos conduce a entender el pasado de aquel
que ha heredado una cultura distinta a la nuestra. La etnohistoria trata de descubrir en los documentos escritos por una
sociedad y una cultura, los principios y las maneras de ser y de pensar de otra
sociedad y otra cultura7 Es
el esfuerzo por descubrir en los documentos escritos o pictográficos un
pensamiento diferente pero igual en derecho.
El método etnohistórico, al igual que
cualquier otro, no puede reducirse a un conjunto de recetas cuyos pasos se
siguen mecánicamente. Por desgracia, no hay fórmulas fáciles para acercarnos al
pasado. Existe una sensibilidad para entender lo sucedido -que queramos o no es
distinto a nuestro tiempo-, una capacidad para hurgar en los archivos, en los
legajos y en las letras incomprensibles para encontrar los escasos testimonios
que han sobrevivido al paso de los años. Es el deseo de entender lo más
objetivamente posible el documento y de imaginar lo que nunca se puso por
escrito.
Aunque las fuentes para penetrar en el pasado
son muchas -pinturas, esculturas, edificios, libros de oraciones, códigos
legales, cartas, crónicas, documentos judiciales y muchas, muchas más-, los
historiadores por lo general usamos sólo algunas de ellas. Muchos de nosotros
pasamos la mitad de nuestras vidas con los ojos puestos en los documentos de
los archivos, los cuales combinamos con crónicas y otros textos, pero pocas
veces levantamos la mirada para ver los edificios y los restos materiales de la
época que estudiamos; en cambio los historiadores del arte en contadas
ocasiones quitan su vista de las esculturas o las fachadas para relacionarlas
con la sociedad que las creó. Pocos historiadores combinan en sus estudios el
arte, las pinturas y otros elementos, con el mensaje del documento.
Las fuentes son
muchas, centrémonos en las escritas. Desde la escuela hemos aprendido a dividir
los textos en fuentes primarias y fuentes secundarias. Las primeras
fueron escritas por testigos presenciales de los hechos que narran, o son
testimonios cercanos a lo descrito, aunque en ocasiones pueden mediar entre
unos y otros decenas de años8 Hemos creído fielmente, hasta muy
recientemente, que las fuentes primarias son totalmente confiables. En ellas
hemos bebido insaciablemente. Cierto que gracias a ellas conocemos hoy lo que
nos precedió y forjó. Los documentos de los archivos y las demás obras escritas
son la principal fuente que tenemos para conocer el pasado, pero su manejo no
está exento de riesgos. Las fuentes primarias, sean crónicas de los
conquistadores o estudios de los frailes, o documentos de carácter legal, no
son espejos nítidos de su “realidad”. La reflejan pero distorsionada por
múltiples luces. Las fuentes escritas que han sobrevivido al tiempo y
que tenemos hoy en nuestras manos son los discursos de los individuos que
vivieron aquellos momentos; personas que como nosotros tuvieron una ideología,
padecieron pasiones, anhelos e intereses, y registraron lo que vieron con mayor
o menor objetividad. Su ideología, su modo de entender su momento histórico no
fue igual en todos ellos, cambió según su experiencia, su educación en las
aulas de la vida, de las universidades o en los seminarios. Los escritos que
nos legaron son el fruto de la interacción entre “su realidad” y el modo como
ellos la entendieron e interpretaron. La “realidad” influyó en su pensamiento y
éste transformó a aquélla.
En algunos casos la ideología del autor es
evidente, lo es porque choca con nuestra manera de pensar y con nuestras
propias ideas. En otros, hay que descubrirla a través del estudio de las ideas
en boga en su momento, del lugar y grupo social. Ningún historiador utilizaría
el tratado escrito por el jurista y teólogo español Juan Ginés de Sepúlveda
como una base objetiva para entender a los indígenas del siglo XVI. Es una obra
que utilizamos para conocer las ideas que se discutieron en los círculos de los
juristas peninsulares pocos años después del descubrimiento de estas tierras.
Cuando Ginés de Sepúlveda escribió contrastando a los españoles con los
naturales del Nuevo Mundo dijo:
Compara ahora estas dotes prudencia, ingenio, magnanimidad, templanza,
humanidad y religión [de los españoles] con las que tienen esos hombrecillos
[los indígenas] en los cuales apenas encontrarás vestigios de humanidad; que no
sólo no poseen ciencia alguna, sino que ni siquiera conocen las letras ni
conservan ningún monumento de su historia sino cierta oscura y vaga
reminiscencia de algunas cosas consignadas en ciertas pinturas, y tampoco
tienen leyes escritas, sino instituciones y costumbres bárbaras (Sepúlveda,
1550).
Estas afirmaciones son su particular
interpretación de los indígenas. Interpretación surgida del pensamiento
aristotélico de Sepúlveda, de sus intereses políticos concretos y de una
sobrevaloración de lo propio y desprecio de lo ajeno. Sepúlveda planteó sus
ideas en las reuniones que tuvieron lugar en Valladolid, España, el año de
1550, para discutir: ¿quiénes eran estos seres del Nuevo Mundo? y ¿cuáles eran
los derechos de la Corona para gobernarlos? La polémica fue larga y acalorada,
en ella participó fray Bartolomé de las Casas quien obtuvo grandes logros
legales en favor de los indios. No obstante que el punto de vista de Sepúlveda
no dominó en las resoluciones finales de las Juntas, su pensamiento debió dejar
una huella en los consejeros y juristas de la corte de Carlos V, quienes
consideraron a los naturales de América como seres “racionales”, pero sujetos a
la Corona. Las palabras de Sepúlveda ejemplifican cómo sus categorías mentales
entraron en juego para entender la realidad indígena y la afectaron (Sepúlveda,
1550; Hanke, 1985).
Si vemos otros escritos del siglo XVI, no
siempre las categorías para clasificar al mundo son tan evidentes como en el
ejemplo anterior; sin embargo, siempre están presentes. Entendemos lo que
percibimos de acuerdo con nuestro pensamiento y también conforme a nuestras
ambiciones. Algunos autores pueden ser más objetivos ante su mundo o tener más
respeto por lo otro, pero no carecen de intereses personales en sus vidas, ni de
una forma de clasificar al mundo en taxonomías; tampoco de una filosofía y una
postura política. No se trata desde luego de escribir exclusivamente una
historia de las mentalidades; no obstante, es necesario aceptar que todos los
documentos -desde el censo o cuestionario más sencillo- están impregnados de
las ideas de sus autores y de la filosofía en boga en aquellas sociedades. La
“realidad” que queremos descubrir no está pintada en las hojas de los
documentos (y aun así, no dejaría de ser una interpretación); lo que leemos son
las interpretaciones de quienes la escribieron. Los historiadores tenemos que
rescatar esa visión del mundo y traducirla a nuestro pensamiento. Debemos
luchar por ser objetivos, acercarnos al pasado sin prejuicios, y no distorsionarlo
intencionalmente; pero la historia no es, aunque lo lamentemos infinitamente,
una ciencia exacta como pensaban los positivistas.
De acuerdo con los
cánones más estrictos de la historia positivista, las Cartas de
relación de Hernán Cortés escritas algunos días o meses después de
haber vivido los hechos que describe, deberían ser fuentes más fidedignas que
la historia de Bernal Díaz del Castillo, quien terminó de escribir su libro en
1568, cuando ya era viejo. Bernal Díaz, como es de todos conocidos, escribió
“La Historia Verdadera” para darle el justo valor a las hazañas de sus
compañeros de armas. Bernal como Cortés tuvo intereses concretos que influyeron
sus obras. Veamos unos párrafos. El 30 de octubre de 1520 Cortés debió de
concluir, en Segura de la Frontera, su Segunda carta de relación dirigida a
Carlos V. En ella narraba lo sucedido durante el año anterior (Cortés, 1961)9 Uno de los párrafos se refiere a la
visita que Cortés hizo, acompañado de Moctezuma, al gran templo de la ciudad de
México-Tenochtitlan:
Hay tres salas dentro desta gran
mezquita, donde están los principales ídolos, de maravillosa grandeza y altura,
y de muchas labores y figuras esculpidas […] Los más principales destos ídolos,
y en quien ellos más fe y creencia tenían, derroqué de sus sillas y los fice
echar por las escaleras abajo, e fice limpiar aquellas capillas donde los
tenían, porque todas estaban llenas de sangre, que sacrifican, y puse en
ellas imágenes de nuestra Señora y de otros santos que no poco el dicho
Muteczuma, y los naturales sintieron, los cuales primero me dijeron que no lo
hiciese porque si se sabía por las comunidades se levantarían contra mí, porque
tenían que aquellos ídolos les daban todos los bienes temporales y que
dejándolos maltratar se enojarían y no les darían nada, y les secarían los
frutos de la tierra y moriría la gente de hambre. Yo les hice
entender cuán engañados estaban en tener sus esperanzas en aquellos
ídolos, hechos por sus manos de cosas no limpias, e que habían de saber que
había un solo Dios, universal Señor de todos […] e les dije todo lo demás
que yo en este caso supe […] y todos en especial el dicho
Muteczuma […] [dijeron] que yo […] y no ellos sabría mejor las
cosas que debían tener y creer […] Y el dicho Muteczuma y muchos de los
principales de la ciudad estuvieron conmigo hasta quitar
los ídolos y limpiar las capillas y poner las imágenes, y todo con alegre
semblante […](Cortés, 1561, subrayado y negritas de la autora)10
Bernal Díaz vivió los mismos momentos. Él
también relató la visita que Cortés, el fraile Olmedo, la Malinche, otros
soldados españoles y él mismo realizaron al Templo Mayor (Díaz del Castillo,
1977). Después de haber entrado al recinto sagrado con permiso de Moctezuma y
los grandes “papas de la ciudad” y visto las figuras de Huichilobos y
Tezcatepuca, Bernal dice:
Y nuestro capitán dijo a Montezuma, con
nuestra lengua, como medio riendo: “Señor Montezuma”: no sé yo cómo un tan gran
señor y sabio varón como vuestra mercedes, no haya colegido en su pensamiento
cómo son estos vuestros ídolos dioses, sino cosas malas que se llaman diablos,
y que para que vuestra merced lo conozca y todos sus papas lo vean claro,
hacedme una merced: que hayáis tan bien que en lo alto de esta torre pongamos
una cruz, y en una parte de estos adoratorios, donde están vuestros Uichilobos
y Tezcatepuca, haremos un apartado donde pongamos una imagen de Nuestra Señora
[…] Montezuma respondió medio enojado y dos papas que con ellos estaban
mostraron malas señales […] y desde que aquello le oyó nuestro capitán y tan alterado
no le replicó más en ello, y con cara alegre le dijo: hora es que vuestra
merced y nosotros nos vamos (Díaz del Castillo, 1977, subrayado de la
autora)11
La diferencia entre ambos relatos es
evidente. Cortés enfatiza su actuación al grado de no mencionar a los otros
españoles ni a la Malinche. El relato se conjuga en primera persona, y no deja
duda de que, a pesar del temor de los indígenas, las imágenes de la Virgen y
los santos fueron colocadas en el templo indio. La versión de Bernal es
distinta: él incluye a otros actores españoles, pero sobre todo muestra que la
propuesta de Cortés no tuvo éxito. ¿Qué sucedió? No lo sabremos jamás. A pesar
de su cercanía a los hechos, o quizá debido a ello, el relato de Cortés está
impregnado de sus propios problemas. El conquistador había desembarcado en
estas tierras violando las órdenes de su autoridad inmediata, Diego Velázquez
el gobernador de Cuba. A partir de este hecho, y en medio de su habilidad para
ir penetrando reinos desconocidos, lo angustiaba la posibilidad de perder lo
logrado, no sólo por su desobediencia y la oposición de los indígenas, sino
porque en aquélla se apoyaban otros españoles. Velázquez y varios
conquistadores buscaban el respaldo de la Corona para frenar a Cortés,
apropiarse de su hazaña y quedarse con los tesoros encontrados. Cortés escribió
sus Cartas en medio de este problema: trató de ensalzarse para mostrar su
capacidad y su lealtad al rey y a su religión. A Carlos V no debería de
quedarle duda alguna, al leer las cartas, de que Cortés era el indicado para
dirigir esta conquista.
El contraste entre
estos párrafos muestra las dificultades que debe enfrentar cualquier
historiador. Todos los escritos, absolutamente todos, están impregnados de los
intereses de sus autores y del modo como se ubicaron ante los indígenas. Si
Sepúlveda los consideró inferiores, Cortés los concibió como sus iguales,
aunque paganos; por eso equiparó Tlaxcala con Granada y se refirió a los nobles
indígenas como aristócratas al modo de Castilla12 Su descripción de las ciudades y de los indígenas principales
indica la forma como Cortés entendía este mundo relacionándolo con lo que él
conocía en España. Pero también con respeto, el que lamentablemente fue
perdiéndose conforme se consolidó el régimen colonial.
Los documentos que empleamos para escribir la
historia de los indígenas surgieron, en su mayoría, de la pluma de un fraile,
de un soldado, de un funcionario real; en fin de un español, que a pesar de
tener ante sí a los indígenas, y no obstante la cercanía a los hechos, los
juzgó conforme a sus ideas personales y
a los esquemas de su propia cultura. No pudo haber sido de otra manera. Son
muchos los documentos escritos por españoles sobre indígenas; muchos menos los
realizados por los mismos indígenas para narrar su visión. No en vano se ha hablado
de los pueblos “sin historia” (Wolf, 1982). La forma como los indígenas
entendieron esos momentos, cómo ellos también clasificaron a los españoles, es
menos conocida, más difícil de asir y nunca la entenderemos totalmente. Hay que
ser humildes, “la realidad” pasada está fuera de nuestras manos, porque a los
intereses y pasiones de ayer, añadimos hoy nuestra interpretación y nuestras
ambiciones.
No todo está perdido. Los que trabajamos
rescatando la historia indígena podemos escribir un relato más cercano a lo que
aconteció en la medida en que seamos capaces de consultar un mayor número de
versiones de aquellos hechos, de ver sus coincidencias y discrepancias. Los
puntos que se toquen se acercarán a lo sucedido. Tenemos que criticar nuestras
fuentes haciendo evidentes los intereses y las categorías de sus autores, y
siendo conscientes de nuestras propias taxonomías y compromisos.
La historia de
ellos, de “los otros”, de los indígenas, está en realidad oculta en los legajos y en las páginas de los libros.
Ha permanecido ahí perfectamente escondida ante nuestros ojos. No sólo las
crónicas presentan problemas para su aprovechamiento; los documentos de archivo
de carácter judicial ofrecen éstos y otros retos. Fueron escritos por la mano
de un funcionario español y más que reproducir el mundo indígena reflejan las
instituciones jurídicas novohispanas y el pensamiento de ese individuo que pasó
su vida oyendo testimonios de indígenas y españoles e interpretándolos para los
jueces de la Audiencia, para el virrey y el mismo rey.
Incluso las declaraciones de los indios al
quejarse de elecciones fraudulentas en sus cabildos, o del pueblo vecino, o la
hacienda que invadió sus tierras, pasaron al intérprete o intérpretes de
lenguas indígenas (por ejemplo del zapoteco al náhuatl y del náhuatl al
castellano), y de éstos al escribano. Lo que el indígena afectado dijo no pasó
textualmente a la pluma del escribano; primero cruzó por su mente -cuando no
hasta por su hastío-, después de horas de escuchar a uno y otro testigos. Baste
recordar que las respuestas de los 20 testigos que la ley española exigía en
cualquier proceso, por regla general coinciden palabra tras palabra y en muy
pocos casos hay alguna discrepancia. Así, el escribano puso lo que le pareció
importante y resumió lo que quiso. Aquí, entre las ideas de los escribanos y
los términos legales de la época, se oculta la vida de los indígenas.
Descubrirla no es tarea fácil, sólo podemos acércanos a ella traduciéndola
conforme a las concepciones de nuestra época. Esto es inevitable; es la forma
como se estructura el pensamiento.
La etnohistoria, los documentos y la etnografía
Cualquier discurso escrito o verbal es una
interpretación de la realidad. Si hacemos etnohistoria debemos tenerlo siempre
presente. Así, la inmensa mayoría de los documentos o expedientes con los que
trabajamos, producidos por españoles, lo que nos están diciendo es la versión
española de la historia conforme a sus creencias, en mayor o menor medida
católicas, a su ideología colonizadora y a sus particulares intereses.
Si pensamos en términos numéricos, la mayor
parte de la población de la Nueva España era indígena, y sin embargo
desconocemos su versión de aquellos años. Los mismos historiadores la hemos
mantenido callada, simplemente porque los documentos que utilizamos no fueron
escritos por los indígenas. Así cuando un documento menciona el establecimiento
de un cabildo en un pueblo, con su gobernador, alcaldes y principales, ésa es
la visión española, el interés indígena hay que descubrirlo entre las líneas.
La historia colonial debió tener un carácter
mucho más mesoamericano del que hemos descrito. Hemos hablado de los
trabajadores, de los cabildos indígenas, de la tenencia de la tierra; menos lo
hemos hecho de la agricultura mesoamericana en tierras coloniales, de sus
rebeliones entendidas en sus términos y no en los de nosotros; no sabemos cómo
su pensamiento influyó la política colonial y aun la economía novohispana.
Hemos escrito sobre las instituciones y los hechos de la historia india por
semejanza con nuestro pensamiento y en eso, muy probablemente, hemos cometido
varios errores.
Por ejemplo: para el indígena contemporáneo
la tierra es sagrada. Varios grupos consideran que al sembrarla se le lastima;
por eso tienen que restañar esa herida a través de ofrendas. Si esta idea
sobrevive hoy, con más vigor debió de existir en la época colonial. Es posible
que cuando un pueblo luchaba por su tierra contra el pueblo vecino o la
hacienda colindante, lo hiciera no únicamente con un interés mercantil por retener
un medio de producción vital para él, sino por razones más complejas: era el
control del elemento sagrado, de aquel que mantenía la vida del grupo. La
historia cobra así otro matiz.
Para recuperar la voz del indígena entre los
renglones incomprensibles de los documentos hay que acercarnos primero al
pensamiento mesoamericano. Nada difícil de enunciar y de realizar. Uno de los
caminos para conocer la mentalidad indígena de ayer es entender la cultura
mesoamericana de hoy, y esto es posible a través del trabajo etnográfico y del
estudio de las lenguas. No pretendo con esto olvidar que entre los indígenas de
la época colonial y los de hoy existen 200 años -o muchos más- de por medio;
pero los grupos étnicos actuales son herederos de la tradición mesoamericana y
su cultura sobrevive -en muchos casos a pesar de toda la modernidad- con más
fuerza de la que comúnmente pensamos. Es preciso descubrir en la población
indígena de fines del siglo XX las categorías propias, sin traducciones
simplistas que pongan en voz de los indígenas nuestras palabras. Es necesario
explorar los conceptos ajenos y sus taxonomías. ¿Cómo clasifican, por ejemplo,
a los seres humanos: a los de su mismo pueblo y a los extraños?, ¿cómo
entienden las fuerzas de la naturaleza, los sectores de la economía y muchos
campos más? Conocer las lenguas indígenas, buscar en ellas los conceptos claves
de la otra cultura es tarea indispensable de la etnohistoria.
Entre las fojas de
los documentos judiciales se encuentran a menudo escritos en lenguas indígenas,
los cuales han pasado por menos interpretaciones: en ellos se eliminan la del
intérprete español, el escribano, el alcalde mayor, el procurador y otros
funcionarios novohispanos; queda la del indígena y la nuestra.
Un ejemplo: se ha
asumido que todos los pueblos indígenas durante la Colonia estaban divididos en
macehuales y principales. Por lo común, pensamos en “principales” en términos
de un estamento superior equiparable con la nobleza española: los principales
eran indígenas nobles por nacimiento con derechos y obligaciones distintas del
resto de su gente. Lo más probable es que en algunos grupos sí existiera una
estratificación aguda, como entre los mixtecos y los nahuas de la ciudad de
México-Tenochtitlan, pero no en todas las sociedades. Los zapotecos de la
sierra norte de Oaxaca por ejemplo, presentaban una estructura social más
igualitario en donde el sistema de parentesco era la base (Chance, 1989)13 ¿Para estos zapotecos quiénes eran sus
principales? Veamos un documento concreto: El día 15 del mes de abril de 1656,
don Juan Bautista del pueblo de San Baltazar Yatzachi en la sierra norte de
Oaxaca, escribió en zapoteco su testamento. Por razones que no vienen al caso
mencionar hubo que traducirlo al español. El intérprete al español escribió:
Hago yo Don Juan Bautista testamento de mis tierras y hago testigos a
los “Oficiales y Principales de este pueblo (AGN, Civil,
390:4, subrayado en negritas de la autora).
En zapoteco decía:
(AGN, Civil,
390:4, subrayado y negritas de la autora. Traducción de la profesora Juana
Vázquez)14
Si observamos los dos textos vemos que “ancianos
de respeto” se tradujo por “Principales”. En la actualidad, un
principal de un pueblo indígena es alguien que es respetado porque ha pasado
por todos los escalafones del sistema de cargos y es una persona de edad
avanzada. Si al leer el documento hubiésemos pensado en principal como sinónimo
de noble o persona de estamento superior, hubiéramos mal interpretado la
estructura social del pueblo adjudicándole una estratificación que no existió.
La diferencia que a menudo notamos entre una
época colonial que nos parece profundamente hispanizada -con una aculturación
de la sociedad indígena que cala hasta los huesos y un presente en el que
sobreviven costumbres y conceptos mesoamericanos, se debe a una mala lectura de
los documentos de archivo, producto de tomar al pie de la letra lo que se
afirma en ellos sin tratar de pensar en todo lo que ocurría y no se registraba
en el expediente. No podemos inventar lo que el documento no dice. Pero pueden
existir en las fojas pequeños indicios sobre el pensamiento mesoamericano que
sólo notaremos al relacionarlos con la cultura indígena prehispánica e
inclusive con la de hoy.
El etnohistoriador debe acercarse a la
cultura y al pensamiento indígena contemporáneos. A pesar de los muchos cambios
que han sufrido los pueblos indígenas en el curso de tantos años, su cultura
está viva. El proceso de aculturación varía de un grupo a otro: quien ha
perdido todo, el que ha hecho propio lo ajeno incorporándolo creativamente,
otro más que se resiste al mínimo cambio. La cultura indígena palpita como la
de cualquier sociedad, pero sigue conservando, en mayor o menor grado,
elementos propios con origen en la época prehispánica. Aunque obviamente los
grupos étnicos de hoy son distintos de los coloniales, de cualquier manera
están más cerca de sus antepasados que nosotros. Es aquí donde se unen los
caminos de la historia y de la antropología para dar origen a la etnohistoria.
No se trata solamente de aplicar a la sociedad indígena los conceptos que hemos
elaborado sobre estructura social, instituciones y funciones; es más que eso. Es penetrar en el pensamiento, la filosofía
y las categorías indígenas.
El uso de la etnografía aplicado a la investigación
de los códices ha dado muy buenos resultados; más aún, sin ella, sin el
conocimiento mixteco o náhuatl, nunca hubiésemos entendido páginas enteras de
aquellos libros (Jansen, 1982; Monaghan, 1990). Lo mismo se ha hecho para
penetrar en el complicado pensamiento mesoamericano prehispánico, arrojando una
luz que de otro modo nunca se hubiera encendido (López Austin, 1990). ¿Por qué
detenernos ahí, por qué no aplicar este método al análisis de los documentos
coloniales? Podría dar frutos inimaginables.
Un ejemplo: en 1545, ante el corregidor del
pueblo de Guaxolotitlán, en el valle de Oaxaca, se presentaron don Diego
cacique del pueblo de Coixtlahuaca y don Miguel cacique del
poblado de Tequecistepeque, ambos de la región chocha al
noroeste del actual estado de Oaxaca. Se quejaban de don Hernando cacique de
Tamazulapan quien, aliado con el corregidor de Teposcolula y un fraile del
monasterio de Coixtlahuaca, les había quitado unas estancias localizadas en
aquellos poblados. Conforme avanza el proceso, el pleito, lejos de aclararse,
se torna más complejo. En el documento, los testigos alegan el derecho de estos
caciques a las tierras y a los macehuales de las estancias (AGN, Indios,
101:1). El control de éstos fue sin duda importante, formaba parte del poder de
los caciques chochos y era algo que podían alegar ante un español y obtener su
apoyo. Pero atrás del pleito yacían otros intereses que los funcionarios no
vieron. La evidencia de ello la encontramos 450 años más tarde. En 1991, Alicia
Barabas recogió en la región chocha el siguiente relato:
En la región antigua se creía que cada sitio tenía un dios propio. Eran
los dueños o señores del lugar, como el de la tierra o el agua. Se les rendía
culto en adoratorios situados en los cerros más altos y en las cuevas donde
ofrecían copal, pájaros, etcétera. También enterraban ahí a sus antepasados
ilustres, por ejemplo un adoratorio estaba situado en la cueva del Cerro Flor
cerca de Teotongo, y otro en una cueva entre
Coixtlahuaca y Tequecistepec donde se veneraba al Dueño del agua
que moraba en un manantial (Barabas, 1991: 2425, subrayado de A. Romero).
Es posible que los caciques de 1545 pelearan
no sólo por el control de macehuales y tierras, sino también por retener esa
cueva sagrada, algo que obviamente no podían argumentar ante un juez español o
un fraile dominico. La tradición oral de la región chocha aún conserva memoria
de la lucha por el control de la tierra y el agua entre Tamazulapan y
Coixtlahuaca. La gente de Santa María Nativitas, refiriéndose a una época
antigua cuenta:
Entonces ocurrió el pleito entre el
sapo15 y la culebra16 El sapo quería llevarse el agua a
Tamazulapan, en tanto que la culebra que es el dueño del agua, quería que ésta
se quedara en Coixtlahuaca. La culebra se enojó mucho y se tragó al sapo, pero
éste se esponjó dentro de ella y la culebra explotó. Desde entonces el sapo se
llevó el agua y la riqueza para Tamazulapan y Coixtlahuaca quedó seco y pobre
como es ahora (Barabas, 1990: 22).
El manejo combinado de los documentos con un
cauteloso uso de la etnografía puede revelar una lógica oculta que no aparecerá
en los documentos legales, pero sin la cual muchos de aquellos pleitos nos
parecen incomprensibles. Lo mismo puede acontecer en otros conflictos por el
control de la tierra. En el estado de Oaxaca los pleitos por límites de tierra
entre pueblos colindantes fueron parte importante de su historia, y por
desgracia continúan el día de hoy dividiéndolos y fraccionándolos. En los
documentos levantados ante los jueces españoles la razón del pleito nunca
aparece en forma clara. Se puede revisar el expediente una y otra vez sin que
quede bien explicado por qué pelean. Cada poblado alega tener un derecho más
antiguo. Todos tienen su propia verdad. Posiblemente el motivo del pleito no es
claro simplemente porque no convenía a los indígenas hacerlo explícito. El
conflicto no era por las razones económicas que el español entendía, ni
importaba qué poblado las hubiese controlado antes, puesto que llevaban años,
generaciones enteras, luchando por ellas. Cada pueblo quería controlar esos
lugares sagrados donde radicaban los dueños del cerro y del agua. Razones que,
obviamente, ellos callaron.
Penetramos así en un mundo que nos parece
misterioso e incomprensible; lo es porque esas explicaciones son ajenas a
nuestro pensamiento. Pero la etnografía ha documentado ampliamente su
existencia en los pueblos indígenas del siglo XX, y es imposible que sobrevivan
hoy sin haber estado presentes en los siglos coloniales, cuando el pasado prehispánico
estaba más cerca y el poder español se reducía en algunas regiones a unos
cuantos comerciantes ocasionales, a un fraile que cada mes celebraba misa y al
alcalde mayor y sus criados.
El camino de la etnohistoria es difícil y
está lleno de escollos, superarlos no es absurdo pero sí toma tiempo. Porque a
todo lo dicho, falta añadir que los indígenas no estuvieron aislados, ni
vivieron al margen de la sociedad novohispana. La historia india hay que
vincularla con la historia de su región, con la de la Nueva España y del mundo
de aquellos años. Es necesario ver cómo la sociedad y la cultura indígenas
fueron afectadas por los ciclos en la economía, la mentalidad española, la
extensión de las haciendas, la necesidad de mano de obra; en fin, por el
sistema colonial. Pero estas relaciones serían materia de otro ensayo.
Reflexión final17
La dificultad que existe para establecer una
división clara entre historia y etnohistoria se debe a problemas profundos que
aquejan a nuestra sociedad. Toda sociedad establece categorías y posee
conceptos que asignan un lugar a sus miembros -esquemas que por supuesto
responden a una situación económica y política. Toda sociedad organiza
mentalmente su entorno. Dentro de estas categorías, algunos individuos son
considerados superiores, dotados de mayor capacidad mental, don de mando e,
inclusive, más bellos; ellos detentan un alto estatus en la sociedad. En
cambio, otros hombres y mujeres son concebidos como menos inteligentes, sujetos
de mando, feos, y algunas veces se les asignan términos denigrantes.
Nos guste o no, al hablar de etnohistoria o
de historia, por fuerza, se utilizan las categorías de nuestra sociedad. En
términos globales la historia, disciplina que estudia el pasado de los grupos
dominantes, es la Historia con
mayúsculas, es la ciencia del pasado. En cambio la etnohistoria, cuyo objeto de estudio es el pasado de las minorías,
tiene que luchar por abrirse un campo. Incluso se ve amenazada de extinción en
las aulas universitarias porque se considera que no hay diferencia entre ella y
la historia. Pensar que no hay esta diversidad es lo mismo que creer que no hay
culturas diferentes, o ignorar que unas son dominantes y otras han sido
sometidas.
Trazar las fronteras entre historia y
etnohistoria es y será difícil, quizás imposible; pero la especificidad del
método etnohistórico, su complejidad y el gran esfuerzo que implica llegar a
dominarlo debiera ser razón suficiente para asegurarle a la etnohistoria un
lugar digno en la universidad. El etnohistoriador debe conocer las técnicas de
cualquier historiador, manejar las teorías antropológicas, combinar el trabajo
en archivo con el trabajo de campo en los pueblos indígenas, escudriñar en los
documentos judiciales y sacar a la luz la cultura indígena. Esta tarea, además
de difícil, es muy importante, por lo que la etnohistoria merece un sitio igual
al de cualquier otra ciencia social en el mundo universitario.
Bibliografía
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4.
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Citas
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Zevallos y José Antonio Pérez Gollán, compiladores, La etnohistoria en
Mesoamérica y los Andes, México, INAH, 1987.
2.
Ibid., p. 66.
3.
Paul Kirchoff,
“Estudios mesoamericanistas, hoy y mañana”, en Acta Anthropológica en homenaje
a Roberto J. Weitlaner, México, 1966.
4.
Las ideas
contenidas en este ensayo son fruto de un Seminario que tuvo lugar en la ciudad
de Oaxaca de enero a mayo de 1992. En él participaron alumnos del Programa en
Oaxaca de la Universidad de Pennsylvania, quienes enriquecieron con sus ideas y
sensibilidad el análisis. Este ensayo se debe también a conversaciones
mantenidas con los doctores Miguel Bartolomé y Jorge Salessi y el maestro
Alejandro de Ávila. Por ellas les estoy profundamente agradecida.
5.
Martínez Marín,
op. cit., p. 45. Sólo deseo mencionar aquí algunos autores cuyos trabajos
ejemplifican lo expuesto en el texto. Johanna Broda, Nancy M. Farris, Paul
Kirchoff, Alfredo López Austin, Hildeberto Martínez, Luis Reyes, Ronald Spores.
En especial los magníficos trabajos de Alfredo López Austin sobre la época
prehispánica, Cuerpo humano e ideología y Los mitos del tlacuache. Caminos de
la mitología mesoamericana, citados en la bibliografía.
6.
Dentro de esta
línea tenemos: Nancy Farris, Maya Society under Colonial Rulle, y Louise M.
Burkhart, he Slippery Earth. Nahua-Christian Moral Dialogue in Sixteenth Century
Mexico (véase bibliografía).
7.
Las ideas para
este ensayo fueron tomadas de los siguientes libros: Colin Cordon,
Power/Knowledge, Selected Interviews and other Writings: 1972-1977, Michel
Foucault; Michel Foucault, Las palabras y las cosas; Hayden White, Tropics of
Discourse. Essays in Cultural Criticism; Tzvetan Todorov, La conquista de
América. La cuestión del otro, y Mikhail Bakhtin: The Dialogical Principle, y
Michael Holquist, editor, The Dialogical Imagination. Four Essays… (véase
bibliografía).
8.
Por ejemplo: Las
relaciones geográficas escritas en 1580 son utilizadas por muchos historiadores
como fuentes primarias para entender la época prehispánica y lo acontecido
entre 1520 y 1580, sin tomar en cuenta los cambios ocurridos en esos 60 años.
Además, las relaciones fueron escritas por los corregidores españoles y no directamente
por los indígenas.
9.
La Primera carta
de relación -ahora extraviada- fue escrita, según el mismo Cortés, el 16 de
julio de 1519; la Segunda, antes de la derrota de la ciudad de México- Tenochtitlan
el 30 de octubre de 1520.
10. La edición consultada es: Hernán Cortés,
Cartas de relación de la conquista de México, pp. 77-78.
11. Generalmente se acepta que Bernal Díaz del
Castillo terminó de escribir su obra en 1568; la primera edición fue hecha
hasta 1632. La edición consultada fue, Bernal Díaz del Castillo, Historia
verdadera de la conquista de la Nueva España, pp. 280-283.
12. Hernán Cortés, op. cit., p. 48.
13. El análisis del estatus económico de los
principales de la sierra zapoteca se basa también en el estudio de sus
testamentos. El estudio, actualmente en proceso, compara la situación de los
principales mixtecos con la de los zapotecos de la sierra norte, y utiliza
documentos de los archivos judiciales de Villa Alta y Teposcolula.
14. Residente de San Juan Bautista Yalalag, distrito
de Villa Alta, Oaxaca.
15. Tamazulapan viene del náhuatl tamzollin,
“sapo” y de tlan, “lugar”.
16. Coixtlahuaca, del náhuatl cóatl, “culebra”.
17. Estas reflexiones surgieron a raíz de que en
la Escuela Nacional de Antropología e Historia se hablaba de suprimir la
especialidad de etnohistoria. Estas ideas fueron rebatidas en el Foro académico
etnohistoria. Pasado, presente y futuro. Homenaje a la memoria de Wigberto
Jiménez Moreno, ENAH, México, 30 de septiembre y 1 de octubre de 1992.
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