lunes, 2 de octubre de 2023

 

Reflexionando una vez más: La etnohistoria y la época colonial

https://www.mexicoescultura.com/actividad/180013/iii-congreso-internacional-de-etnohistoria-de-america-origen-desarrollo-y-porvenir-de-la-disciplina.html

A partir de 1950, el término etnohistoria comenzó a utilizarse en México para referirse a estudios interdisciplinarios que combinaban técnicas y teorías de la antropología y de la historia.1 Desde entonces, el terreno de esta disciplina ha sido fértil en ricas y profundas reflexiones. Como ciencia multidisciplinaria, la etnohistoria ha desafiado las rígidas y arbitrarias barreras establecidas para demarcar el campo de especialización de las ciencias sociales. Es, precisamente, este origen mestizo de la etnohistoria el que ha suscitado y continúa motivando largas y enriquecedoras reflexiones sobre su objeto de estudio, su metodología, e incluso su derecho a ser considerada como una disciplina social.

En su camino, los estudios diacrónicos han tenido una compleja relación con la antropología, en algunos momentos se han nutrido de sus teorías, en otros han sido rechazados por algunos de sus más ilustres representantes2 De esa íntima relación entre la teoría antropológica y los avances logrados por la historia, nació la etnohistoria. Al acercarse el fin de siglo, nuevas teorías abren caminos a la etnohistoria. El posmodernismo cuestiona severamente los planteamientos funcionalistas-estructuralistas concebidos como únicas formas científicas de entender la realidad, desconociendo otras formas de interpretación y comprensión provenientes de tradiciones culturales no occidentales.

El posmodernismo, surgido de la inquietud filosófica y lingüística, llevado a sus últimos extremos cuestiona con severidad las bases de las ciencias sociales, en ocasiones hasta límites verdaderamente peligrosos. Sin embargo, entre sus aportaciones, la más valiosa para la historia ha sido la de afirmar que los textos, materia prima del historiador, no son una parte de la realidad que los produjo sino una interpretación de ella. Y esta interpretación está marcada por múltiples aspectos: los intereses del que escribió el texto, su edad, ambiciones, postura política y cultura. Esto es, el posmodernismo aplicado al pasado nos acerca a lo que la etnohistoria ha tratado de hacer desde sus orígenes: conocer la historia de los pueblos de tradición no occidental.

La crítica minuciosa de los textos históricos le proporciona al etnohistoriador nuevas y finas herramientas para lograr su cometido. Este artículo desea, por una parte, continuar con la antigua y enriquecedora reflexión sobre las particularidades de la etnohistoria, no para delimitarle un campo fijo y empobrecedor, sino, por el contrario, para abrirle nuevas vías. Caminos que se nutrirán de un conocimiento profundo de las nuevas teorías, las cuales por supuesto no abordaré en este ensayo dada su complejidad y el enorme número de autores que se han ocupado de ellas. Únicamente deseo presentarle al etnohistoriador joven algunos ejemplos sencillos que ilustran el análisis de los textos y que inicialmente se alimentaron de las teorías modernas. Espero, a través de la claridad de los ejemplos, suscitar en ellos el interés por acercarse a los grandes teóricos de fin de siglo.

Continúa una antigua reflexión: ¿qué es la etnohistoria?

Durante años la etnohistoria ha navegado en un mar confuso, a veces tranquilo y seguro, a veces tormentoso. En el primero, su tránsito parece claro: etnohistoria es la etnología del pasado; y en México es por excelencia el estudio de los procesos que afectaron a las antiguas civilizaciones mesoamericanas3 En el segundo, se ha llegado a dudar de la existencia de la etnohistoria como una disciplina distinta de la antropología y de la historia. Es a esta última postura que deseo referirme con detalle.

En los últimos 25 años una preocupación ha llenado las aulas: ¿existe la etnohistoria?, ¿es la etnohistoria una disciplina independiente de la historia o es sólo un campo de especialización de ésta? Aunque aparentemente resultaría fácil responder que es una ciencia híbrida, como ya lo expresé líneas arriba, también incomoda pensar que existen dos disciplinas que indagan el pasado. Una, la historia, la ciencia de lo ya acontecido, dedicada al estudio de las sociedades con sistemas desarrollados de escritura y registro de su historia; y otra que se ocupa del pasado de los grupos indígenas, de los pueblos llamados primitivos, rurales y con tradiciones principalmente orales. Esta división además de olvidar que muchas sociedades antiguas poseían complejos registros de su historia, se asemeja, aunque no nos guste, a aquellas categorías que organizan a las sociedades en poseedoras de lenguas o dialectos, de iglesias o sectas, de religiones o idolatrías4

 

¿Qué es etnohistoria? Partamos de su propio nombre. Etnohistoria nace de las palabras: hstoria y ethnos. Esta última a su vez viene del griego: ethnikos, de ethnos: “nación”; historia, del latín hstoria y del griego hstoría: “información”, “búsqueda de la verdad” o “investigación del conocimiento”. A su vez hstoría se relaciona con las raíces griegas istor: “hombre sabio”, y eidenai: “conocer”.

Según otros autores, historia se vincula con la palabra griega isorein, relacionada con ver, como si el que narra hubiera sido testigo ocular de lo descrito. Para Cicerón la historia era la narración verdadera de los hechos pasados. Las definiciones de historia son abundantes y han cambiado según las épocas y las corrientes de pensamiento. Como dice Lévy Strauss: “Cada historia es ciertamente una reconstrucción del pasado y las reconstrucciones son diferentes de acuerdo con la escala que usamos […] hay muchas maneras de reconstruir el pasado” (Lévy-Strauss: 19). La Historia es una disciplina difícil de definir: es el estudio de todo el pasado, de los eventos y los procesos; de las estructuras, los cambios y los sucesos que han conformado el presente. Es la interpretación del pasado para la gente de hoy. Etnohistoria sería lo mismo, pues cualquier hecho o transformación ha sido realizado por un grupo o por un individuo perteneciente a una nación: a un pueblo con cultura y pensamiento propios. No hay acontecimientos desvinculados de las sociedades. Visto así, hablar de historia o de etnohistoria carece de sentido.

Pensar que la etnohistoria es un campo dentro de la historia, equiparable a la historia económica o a la historia de las mentalidades, no tiene tampoco razón de ser, puesto que todos los pueblos poseen un modo de producir y un modo de pensar. El estudio del pasado de los castellanos, de los mixtecos o los bretones, los incas o cualquier grupo, es historia. La historia de los pueblos y de las naciones no es una disciplina diferente de la Historia. Su vida, de cualquiera de ellos, ha sido parte de la historia total, de la historia de la humanidad.

Todos los pueblos del mundo tienen cultura; poseen un modo de ver el mundo; todos tienen conceptos básicos que transmiten a sus hijos y que conforman su herencia, la forma de interpretar su entorno y de darle un sentido a su existencia. Todos han realizado descubrimientos sobre lo que los rodea, han desarrollado alguna tecnología y producido obras de arte. La humanidad se ha enriquecido de los logros de unos y otros, y ha padecido las guerras, los crímenes, la falta de respeto y la discriminación entre sus mismas sociedades. Los zapotecos y los castellanos, los incas y los andaluces, han hecho aportaciones a la historia del mundo y han sido afectados por ella. Sus destinos están entrelazados: no hay dos historias.

Cuando en México comenzó a usarse el término de etnohistoria, la mayoría de las obras se referían al estudio de los pueblos de tradición mesoamericana (Martínez Marín, 1976; Monjarás, 1988, 1990). Aunque esta denominación fue extendiéndose -conforme se amplió la investigación -a cualquier pueblo nativo de América, en realidad, si consideramos que etnohistoria es el estudio del pasado indígena por no indígenas, éste comenzó a realizarse poco después del arribo de los españoles a estas tierras. Los escritos de Motolinía, Sahagún, Durán, o las obras de los funcionarios reales como la de Alonso de Zorita, son páginas de la etnohistoria.

Se ha dicho, múltiples veces, que etnohistoria es la disciplina que combina los enfoques de la antropología con el estudio del pasado y las técnicas de trabajo en archivo propias del historiador (Martínez Marín, 1976; Spores, 1973, 1980). Utilizando planteamientos tomados de las teorías antropológicas varios autores han tratado de entender la organización social de los indígenas y sus transformaciones en el tiempo5 Sin embargo, resulta claro que también podemos estudiar el cambio cultural, la organización social, el sistema de parentesco, o la religión de los criollos, los mestizos, o cualquier grupo social.

 

Conforme buscamos las diferencias entre historia y etnohistoria penetramos en un terreno confuso en el que los límites entre una y otra disciplina se tornan imprecisos. Las fronteras entre las llamadas ciencias sociales terminan por ser abstracciones que impiden ver la totalidad y complejidad del fenómeno humano. Resulta entonces que igual puede hacerse etnohistoria de los mayas que de los españoles. Meditemos esto con cuidado: ¿Será en verdad lo mismo hacer el estudio de un pueblo que comparte con el que escribe la misma tradición cultural, que narrar la historia de un pueblo cuyos conceptos mentales y forma de ver el mundo es totalmente diferente a la nuestra? Para algunos de nosotros, quienes no descendemos de una tradición mesoamericana, es relativamente más sencillo entender las actividades y la cultura de los españoles y los criollos porque comparten con nosotros nuestra forma de entender la realidad y de interpretarla. Salvo los cambios infringidos por el tiempo y el distinto espacio, su pensamiento y el nuestro provienen de esa misma tradición que hemos denominado cultura occidental.

Tratar de entender la historia de los grupos indígenas, para los que no somos indígenas, implica un reto mayor. El sistema de pensamiento mesoamericano tenía una estructura muy diferente a la occidental y nos es ajena. Si realmente queremos conocer su historia para interpretarla en el presente, debemos acercarnos a su pensamiento.

El esfuerzo por entender la filosofía y el pensamiento cotidiano de los mesoamericanos ha estado presente en los etnohistoriadores que se han ocupado de la época precolombina: los estudios del calendario, los mitos de origen, las esculturas, las ciudades, etcétera, reflejan algunas de las ideas de aquel mundo. La situación es diferente cuando cruzamos la barrera de 1519-1521. Gran parte de los trabajos que hemos realizado en los últimos años, dentro del campo comúnmente llamado etnohistoria de la época colonial, más que proporcionar elementos para entender al indígena han descrito las instituciones que les fueron impuestas; hemos narrado los eventos en los que participaron o los que afectaron su devenir. Un menor número de investigadores ha tratado de ver cómo esas instituciones o esos sucesos fueron entendidos por los indígenas y a que tipo de reflexión los condujo, de acuerdo con las características de su pensamiento6 Muchos de nosotros, por así decirlo, nos hemos quedado en la superficie de los acontecimientos. Etnohistoria es la suma de herramientas intelectuales que, combinando técnicas etnográficas con análisis literario, nos permite ir más allá de lo aparente en las fuentes escritas e incluso en las pinturas y demás testimonios del pasado.

 

La etnohistoria, la época colonial y el análisis de los textos

La diferencia entre historia y etnohistoria radica tanto en su objeto de estudio como en la forma de aproximarse a él. Dicho de otra manera: etnohistoria es el conjunto de procesos mentales que nos acercan a la historia del “otro”; es el método que nos conduce a entender el pasado de aquel que ha heredado una cultura distinta a la nuestra. La etnohistoria trata de descubrir en los documentos escritos por una sociedad y una cultura, los principios y las maneras de ser y de pensar de otra sociedad y otra cultura7 Es el esfuerzo por descubrir en los documentos escritos o pictográficos un pensamiento diferente pero igual en derecho.

 

El método etnohistórico, al igual que cualquier otro, no puede reducirse a un conjunto de recetas cuyos pasos se siguen mecánicamente. Por desgracia, no hay fórmulas fáciles para acercarnos al pasado. Existe una sensibilidad para entender lo sucedido -que queramos o no es distinto a nuestro tiempo-, una capacidad para hurgar en los archivos, en los legajos y en las letras incomprensibles para encontrar los escasos testimonios que han sobrevivido al paso de los años. Es el deseo de entender lo más objetivamente posible el documento y de imaginar lo que nunca se puso por escrito.

Aunque las fuentes para penetrar en el pasado son muchas -pinturas, esculturas, edificios, libros de oraciones, códigos legales, cartas, crónicas, documentos judiciales y muchas, muchas más-, los historiadores por lo general usamos sólo algunas de ellas. Muchos de nosotros pasamos la mitad de nuestras vidas con los ojos puestos en los documentos de los archivos, los cuales combinamos con crónicas y otros textos, pero pocas veces levantamos la mirada para ver los edificios y los restos materiales de la época que estudiamos; en cambio los historiadores del arte en contadas ocasiones quitan su vista de las esculturas o las fachadas para relacionarlas con la sociedad que las creó. Pocos historiadores combinan en sus estudios el arte, las pinturas y otros elementos, con el mensaje del documento.

Las fuentes son muchas, centrémonos en las escritas. Desde la escuela hemos aprendido a dividir los textos en fuentes primarias y fuentes secundarias. Las primeras fueron escritas por testigos presenciales de los hechos que narran, o son testimonios cercanos a lo descrito, aunque en ocasiones pueden mediar entre unos y otros decenas de años8 Hemos creído fielmente, hasta muy recientemente, que las fuentes primarias son totalmente confiables. En ellas hemos bebido insaciablemente. Cierto que gracias a ellas conocemos hoy lo que nos precedió y forjó. Los documentos de los archivos y las demás obras escritas son la principal fuente que tenemos para conocer el pasado, pero su manejo no está exento de riesgos. Las fuentes primarias, sean crónicas de los conquistadores o estudios de los frailes, o documentos de carácter legal, no son espejos nítidos de su “realidad”. La reflejan pero distorsionada por múltiples luces. Las fuentes escritas que han sobrevivido al tiempo y que tenemos hoy en nuestras manos son los discursos de los individuos que vivieron aquellos momentos; personas que como nosotros tuvieron una ideología, padecieron pasiones, anhelos e intereses, y registraron lo que vieron con mayor o menor objetividad. Su ideología, su modo de entender su momento histórico no fue igual en todos ellos, cambió según su experiencia, su educación en las aulas de la vida, de las universidades o en los seminarios. Los escritos que nos legaron son el fruto de la interacción entre “su realidad” y el modo como ellos la entendieron e interpretaron. La “realidad” influyó en su pensamiento y éste transformó a aquélla.

 

En algunos casos la ideología del autor es evidente, lo es porque choca con nuestra manera de pensar y con nuestras propias ideas. En otros, hay que descubrirla a través del estudio de las ideas en boga en su momento, del lugar y grupo social. Ningún historiador utilizaría el tratado escrito por el jurista y teólogo español Juan Ginés de Sepúlveda como una base objetiva para entender a los indígenas del siglo XVI. Es una obra que utilizamos para conocer las ideas que se discutieron en los círculos de los juristas peninsulares pocos años después del descubrimiento de estas tierras. Cuando Ginés de Sepúlveda escribió contrastando a los españoles con los naturales del Nuevo Mundo dijo:

Compara ahora estas dotes prudencia, ingenio, magnanimidad, templanza, humanidad y religión [de los españoles] con las que tienen esos hombrecillos [los indígenas] en los cuales apenas encontrarás vestigios de humanidad; que no sólo no poseen ciencia alguna, sino que ni siquiera conocen las letras ni conservan ningún monumento de su historia sino cierta oscura y vaga reminiscencia de algunas cosas consignadas en ciertas pinturas, y tampoco tienen leyes escritas, sino instituciones y costumbres bárbaras (Sepúlveda, 1550).

Estas afirmaciones son su particular interpretación de los indígenas. Interpretación surgida del pensamiento aristotélico de Sepúlveda, de sus intereses políticos concretos y de una sobrevaloración de lo propio y desprecio de lo ajeno. Sepúlveda planteó sus ideas en las reuniones que tuvieron lugar en Valladolid, España, el año de 1550, para discutir: ¿quiénes eran estos seres del Nuevo Mundo? y ¿cuáles eran los derechos de la Corona para gobernarlos? La polémica fue larga y acalorada, en ella participó fray Bartolomé de las Casas quien obtuvo grandes logros legales en favor de los indios. No obstante que el punto de vista de Sepúlveda no dominó en las resoluciones finales de las Juntas, su pensamiento debió dejar una huella en los consejeros y juristas de la corte de Carlos V, quienes consideraron a los naturales de América como seres “racionales”, pero sujetos a la Corona. Las palabras de Sepúlveda ejemplifican cómo sus categorías mentales entraron en juego para entender la realidad indígena y la afectaron (Sepúlveda, 1550; Hanke, 1985).

Si vemos otros escritos del siglo XVI, no siempre las categorías para clasificar al mundo son tan evidentes como en el ejemplo anterior; sin embargo, siempre están presentes. Entendemos lo que percibimos de acuerdo con nuestro pensamiento y también conforme a nuestras ambiciones. Algunos autores pueden ser más objetivos ante su mundo o tener más respeto por lo otro, pero no carecen de intereses personales en sus vidas, ni de una forma de clasificar al mundo en taxonomías; tampoco de una filosofía y una postura política. No se trata desde luego de escribir exclusivamente una historia de las mentalidades; no obstante, es necesario aceptar que todos los documentos -desde el censo o cuestionario más sencillo- están impregnados de las ideas de sus autores y de la filosofía en boga en aquellas sociedades. La “realidad” que queremos descubrir no está pintada en las hojas de los documentos (y aun así, no dejaría de ser una interpretación); lo que leemos son las interpretaciones de quienes la escribieron. Los historiadores tenemos que rescatar esa visión del mundo y traducirla a nuestro pensamiento. Debemos luchar por ser objetivos, acercarnos al pasado sin prejuicios, y no distorsionarlo intencionalmente; pero la historia no es, aunque lo lamentemos infinitamente, una ciencia exacta como pensaban los positivistas.

De acuerdo con los cánones más estrictos de la historia positivista, las Cartas de relación de Hernán Cortés escritas algunos días o meses después de haber vivido los hechos que describe, deberían ser fuentes más fidedignas que la historia de Bernal Díaz del Castillo, quien terminó de escribir su libro en 1568, cuando ya era viejo. Bernal Díaz, como es de todos conocidos, escribió “La Historia Verdadera” para darle el justo valor a las hazañas de sus compañeros de armas. Bernal como Cortés tuvo intereses concretos que influyeron sus obras. Veamos unos párrafos. El 30 de octubre de 1520 Cortés debió de concluir, en Segura de la Frontera, su Segunda carta de relación dirigida a Carlos V. En ella narraba lo sucedido durante el año anterior (Cortés, 1961)9 Uno de los párrafos se refiere a la visita que Cortés hizo, acompañado de Moctezuma, al gran templo de la ciudad de México-Tenochtitlan:

 

Hay tres salas dentro desta gran mezquita, donde están los principales ídolos, de maravillosa grandeza y altura, y de muchas labores y figuras esculpidas […] Los más principales destos ídolos, y en quien ellos más fe y creencia tenían, derroqué de sus sillas y los fice echar por las escaleras abajo, e fice limpiar aquellas capillas donde los tenían, porque todas estaban llenas de sangre, que sacrifican, y puse en ellas imágenes de nuestra Señora y de otros santos que no poco el dicho Muteczuma, y los naturales sintieron, los cuales primero me dijeron que no lo hiciese porque si se sabía por las comunidades se levantarían contra mí, porque tenían que aquellos ídolos les daban todos los bienes temporales y que dejándolos maltratar se enojarían y no les darían nada, y les secarían los frutos de la tierra y moriría la gente de hambre. Yo les hice entender cuán engañados estaban en tener sus esperanzas en aquellos ídolos, hechos por sus manos de cosas no limpias, e que habían de saber que había un solo Dios, universal Señor de todos […] e les dije todo lo demás que yo en este caso supe […] y todos en especial el dicho Muteczuma […] [dijeron] que yo […] y no ellos sabría mejor las cosas que debían tener y creer […] Y el dicho Muteczuma y muchos de los principales de la ciudad estuvieron conmigo hasta quitar los ídolos y limpiar las capillas y poner las imágenes, y todo con alegre semblante […](Cortés, 1561, subrayado y negritas de la autora)10

 

Bernal Díaz vivió los mismos momentos. Él también relató la visita que Cortés, el fraile Olmedo, la Malinche, otros soldados españoles y él mismo realizaron al Templo Mayor (Díaz del Castillo, 1977). Después de haber entrado al recinto sagrado con permiso de Moctezuma y los grandes “papas de la ciudad” y visto las figuras de Huichilobos y Tezcatepuca, Bernal dice:

Y nuestro capitán dijo a Montezuma, con nuestra lengua, como medio riendo: “Señor Montezuma”: no sé yo cómo un tan gran señor y sabio varón como vuestra mercedes, no haya colegido en su pensamiento cómo son estos vuestros ídolos dioses, sino cosas malas que se llaman diablos, y que para que vuestra merced lo conozca y todos sus papas lo vean claro, hacedme una merced: que hayáis tan bien que en lo alto de esta torre pongamos una cruz, y en una parte de estos adoratorios, donde están vuestros Uichilobos y Tezcatepuca, haremos un apartado donde pongamos una imagen de Nuestra Señora […] Montezuma respondió medio enojado y dos papas que con ellos estaban mostraron malas señales […] y desde que aquello le oyó nuestro capitán y tan alterado no le replicó más en ello, y con cara alegre le dijo: hora es que vuestra merced y nosotros nos vamos (Díaz del Castillo, 1977, subrayado de la autora)11

 

La diferencia entre ambos relatos es evidente. Cortés enfatiza su actuación al grado de no mencionar a los otros españoles ni a la Malinche. El relato se conjuga en primera persona, y no deja duda de que, a pesar del temor de los indígenas, las imágenes de la Virgen y los santos fueron colocadas en el templo indio. La versión de Bernal es distinta: él incluye a otros actores españoles, pero sobre todo muestra que la propuesta de Cortés no tuvo éxito. ¿Qué sucedió? No lo sabremos jamás. A pesar de su cercanía a los hechos, o quizá debido a ello, el relato de Cortés está impregnado de sus propios problemas. El conquistador había desembarcado en estas tierras violando las órdenes de su autoridad inmediata, Diego Velázquez el gobernador de Cuba. A partir de este hecho, y en medio de su habilidad para ir penetrando reinos desconocidos, lo angustiaba la posibilidad de perder lo logrado, no sólo por su desobediencia y la oposición de los indígenas, sino porque en aquélla se apoyaban otros españoles. Velázquez y varios conquistadores buscaban el respaldo de la Corona para frenar a Cortés, apropiarse de su hazaña y quedarse con los tesoros encontrados. Cortés escribió sus Cartas en medio de este problema: trató de ensalzarse para mostrar su capacidad y su lealtad al rey y a su religión. A Carlos V no debería de quedarle duda alguna, al leer las cartas, de que Cortés era el indicado para dirigir esta conquista.

El contraste entre estos párrafos muestra las dificultades que debe enfrentar cualquier historiador. Todos los escritos, absolutamente todos, están impregnados de los intereses de sus autores y del modo como se ubicaron ante los indígenas. Si Sepúlveda los consideró inferiores, Cortés los concibió como sus iguales, aunque paganos; por eso equiparó Tlaxcala con Granada y se refirió a los nobles indígenas como aristócratas al modo de Castilla12 Su descripción de las ciudades y de los indígenas principales indica la forma como Cortés entendía este mundo relacionándolo con lo que él conocía en España. Pero también con respeto, el que lamentablemente fue perdiéndose conforme se consolidó el régimen colonial.

 

Los documentos que empleamos para escribir la historia de los indígenas surgieron, en su mayoría, de la pluma de un fraile, de un soldado, de un funcionario real; en fin de un español, que a pesar de tener ante sí a los indígenas, y no obstante la cercanía a los hechos, los juzgó  conforme a sus ideas personales y a los esquemas de su propia cultura. No pudo haber sido de otra manera. Son muchos los documentos escritos por españoles sobre indígenas; muchos menos los realizados por los mismos indígenas para narrar su visión. No en vano se ha hablado de los pueblos “sin historia” (Wolf, 1982). La forma como los indígenas entendieron esos momentos, cómo ellos también clasificaron a los españoles, es menos conocida, más difícil de asir y nunca la entenderemos totalmente. Hay que ser humildes, “la realidad” pasada está fuera de nuestras manos, porque a los intereses y pasiones de ayer, añadimos hoy nuestra interpretación y nuestras ambiciones.

No todo está perdido. Los que trabajamos rescatando la historia indígena podemos escribir un relato más cercano a lo que aconteció en la medida en que seamos capaces de consultar un mayor número de versiones de aquellos hechos, de ver sus coincidencias y discrepancias. Los puntos que se toquen se acercarán a lo sucedido. Tenemos que criticar nuestras fuentes haciendo evidentes los intereses y las categorías de sus autores, y siendo conscientes de nuestras propias taxonomías y compromisos.

La historia de ellos, de “los otros”, de los indígenas, está en realidad oculta en los legajos y en las páginas de los libros. Ha permanecido ahí perfectamente escondida ante nuestros ojos. No sólo las crónicas presentan problemas para su aprovechamiento; los documentos de archivo de carácter judicial ofrecen éstos y otros retos. Fueron escritos por la mano de un funcionario español y más que reproducir el mundo indígena reflejan las instituciones jurídicas novohispanas y el pensamiento de ese individuo que pasó su vida oyendo testimonios de indígenas y españoles e interpretándolos para los jueces de la Audiencia, para el virrey y el mismo rey.

Incluso las declaraciones de los indios al quejarse de elecciones fraudulentas en sus cabildos, o del pueblo vecino, o la hacienda que invadió sus tierras, pasaron al intérprete o intérpretes de lenguas indígenas (por ejemplo del zapoteco al náhuatl y del náhuatl al castellano), y de éstos al escribano. Lo que el indígena afectado dijo no pasó textualmente a la pluma del escribano; primero cruzó por su mente -cuando no hasta por su hastío-, después de horas de escuchar a uno y otro testigos. Baste recordar que las respuestas de los 20 testigos que la ley española exigía en cualquier proceso, por regla general coinciden palabra tras palabra y en muy pocos casos hay alguna discrepancia. Así, el escribano puso lo que le pareció importante y resumió lo que quiso. Aquí, entre las ideas de los escribanos y los términos legales de la época, se oculta la vida de los indígenas. Descubrirla no es tarea fácil, sólo podemos acércanos a ella traduciéndola conforme a las concepciones de nuestra época. Esto es inevitable; es la forma como se estructura el pensamiento.

La etnohistoria, los documentos y la etnografía

Cualquier discurso escrito o verbal es una interpretación de la realidad. Si hacemos etnohistoria debemos tenerlo siempre presente. Así, la inmensa mayoría de los documentos o expedientes con los que trabajamos, producidos por españoles, lo que nos están diciendo es la versión española de la historia conforme a sus creencias, en mayor o menor medida católicas, a su ideología colonizadora y a sus particulares intereses.

Si pensamos en términos numéricos, la mayor parte de la población de la Nueva España era indígena, y sin embargo desconocemos su versión de aquellos años. Los mismos historiadores la hemos mantenido callada, simplemente porque los documentos que utilizamos no fueron escritos por los indígenas. Así cuando un documento menciona el establecimiento de un cabildo en un pueblo, con su gobernador, alcaldes y principales, ésa es la visión española, el interés indígena hay que descubrirlo entre las líneas.

La historia colonial debió tener un carácter mucho más mesoamericano del que hemos descrito. Hemos hablado de los trabajadores, de los cabildos indígenas, de la tenencia de la tierra; menos lo hemos hecho de la agricultura mesoamericana en tierras coloniales, de sus rebeliones entendidas en sus términos y no en los de nosotros; no sabemos cómo su pensamiento influyó la política colonial y aun la economía novohispana. Hemos escrito sobre las instituciones y los hechos de la historia india por semejanza con nuestro pensamiento y en eso, muy probablemente, hemos cometido varios errores.

Por ejemplo: para el indígena contemporáneo la tierra es sagrada. Varios grupos consideran que al sembrarla se le lastima; por eso tienen que restañar esa herida a través de ofrendas. Si esta idea sobrevive hoy, con más vigor debió de existir en la época colonial. Es posible que cuando un pueblo luchaba por su tierra contra el pueblo vecino o la hacienda colindante, lo hiciera no únicamente con un interés mercantil por retener un medio de producción vital para él, sino por razones más complejas: era el control del elemento sagrado, de aquel que mantenía la vida del grupo. La historia cobra así otro matiz.

Para recuperar la voz del indígena entre los renglones incomprensibles de los documentos hay que acercarnos primero al pensamiento mesoamericano. Nada difícil de enunciar y de realizar. Uno de los caminos para conocer la mentalidad indígena de ayer es entender la cultura mesoamericana de hoy, y esto es posible a través del trabajo etnográfico y del estudio de las lenguas. No pretendo con esto olvidar que entre los indígenas de la época colonial y los de hoy existen 200 años -o muchos más- de por medio; pero los grupos étnicos actuales son herederos de la tradición mesoamericana y su cultura sobrevive -en muchos casos a pesar de toda la modernidad- con más fuerza de la que comúnmente pensamos. Es preciso descubrir en la población indígena de fines del siglo XX las categorías propias, sin traducciones simplistas que pongan en voz de los indígenas nuestras palabras. Es necesario explorar los conceptos ajenos y sus taxonomías. ¿Cómo clasifican, por ejemplo, a los seres humanos: a los de su mismo pueblo y a los extraños?, ¿cómo entienden las fuerzas de la naturaleza, los sectores de la economía y muchos campos más? Conocer las lenguas indígenas, buscar en ellas los conceptos claves de la otra cultura es tarea indispensable de la etnohistoria.

Entre las fojas de los documentos judiciales se encuentran a menudo escritos en lenguas indígenas, los cuales han pasado por menos interpretaciones: en ellos se eliminan la del intérprete español, el escribano, el alcalde mayor, el procurador y otros funcionarios novohispanos; queda la del indígena y la nuestra.

 

Un ejemplo: se ha asumido que todos los pueblos indígenas durante la Colonia estaban divididos en macehuales y principales. Por lo común, pensamos en “principales” en términos de un estamento superior equiparable con la nobleza española: los principales eran indígenas nobles por nacimiento con derechos y obligaciones distintas del resto de su gente. Lo más probable es que en algunos grupos sí existiera una estratificación aguda, como entre los mixtecos y los nahuas de la ciudad de México-Tenochtitlan, pero no en todas las sociedades. Los zapotecos de la sierra norte de Oaxaca por ejemplo, presentaban una estructura social más igualitario en donde el sistema de parentesco era la base (Chance, 1989)13 ¿Para estos zapotecos quiénes eran sus principales? Veamos un documento concreto: El día 15 del mes de abril de 1656, don Juan Bautista del pueblo de San Baltazar Yatzachi en la sierra norte de Oaxaca, escribió en zapoteco su testamento. Por razones que no vienen al caso mencionar hubo que traducirlo al español. El intérprete al español escribió:

 

Hago yo Don Juan Bautista testamento de mis tierras y hago testigos a los “Oficiales y Principales de este pueblo (AGN, Civil, 390:4, subrayado en negritas de la autora).

En zapoteco decía:

(AGN, Civil, 390:4, subrayado y negritas de la autora. Traducción de la profesora Juana Vázquez)14

 

Si observamos los dos textos vemos que “ancianos de respeto” se tradujo por “Principales”. En la actualidad, un principal de un pueblo indígena es alguien que es respetado porque ha pasado por todos los escalafones del sistema de cargos y es una persona de edad avanzada. Si al leer el documento hubiésemos pensado en principal como sinónimo de noble o persona de estamento superior, hubiéramos mal interpretado la estructura social del pueblo adjudicándole una estratificación que no existió.

La diferencia que a menudo notamos entre una época colonial que nos parece profundamente hispanizada -con una aculturación de la sociedad indígena que cala hasta los huesos y un presente en el que sobreviven costumbres y conceptos mesoamericanos, se debe a una mala lectura de los documentos de archivo, producto de tomar al pie de la letra lo que se afirma en ellos sin tratar de pensar en todo lo que ocurría y no se registraba en el expediente. No podemos inventar lo que el documento no dice. Pero pueden existir en las fojas pequeños indicios sobre el pensamiento mesoamericano que sólo notaremos al relacionarlos con la cultura indígena prehispánica e inclusive con la de hoy.

El etnohistoriador debe acercarse a la cultura y al pensamiento indígena contemporáneos. A pesar de los muchos cambios que han sufrido los pueblos indígenas en el curso de tantos años, su cultura está viva. El proceso de aculturación varía de un grupo a otro: quien ha perdido todo, el que ha hecho propio lo ajeno incorporándolo creativamente, otro más que se resiste al mínimo cambio. La cultura indígena palpita como la de cualquier sociedad, pero sigue conservando, en mayor o menor grado, elementos propios con origen en la época prehispánica. Aunque obviamente los grupos étnicos de hoy son distintos de los coloniales, de cualquier manera están más cerca de sus antepasados que nosotros. Es aquí donde se unen los caminos de la historia y de la antropología para dar origen a la etnohistoria. No se trata solamente de aplicar a la sociedad indígena los conceptos que hemos elaborado sobre estructura social, instituciones y funciones; es más que eso. Es penetrar en el pensamiento, la filosofía y las categorías indígenas.

El uso de la etnografía aplicado a la investigación de los códices ha dado muy buenos resultados; más aún, sin ella, sin el conocimiento mixteco o náhuatl, nunca hubiésemos entendido páginas enteras de aquellos libros (Jansen, 1982; Monaghan, 1990). Lo mismo se ha hecho para penetrar en el complicado pensamiento mesoamericano prehispánico, arrojando una luz que de otro modo nunca se hubiera encendido (López Austin, 1990). ¿Por qué detenernos ahí, por qué no aplicar este método al análisis de los documentos coloniales? Podría dar frutos inimaginables.

Un ejemplo: en 1545, ante el corregidor del pueblo de Guaxolotitlán, en el valle de Oaxaca, se presentaron don Diego cacique del pueblo de Coixtlahuaca y don Miguel cacique del poblado de Tequecistepeque, ambos de la región chocha al noroeste del actual estado de Oaxaca. Se quejaban de don Hernando cacique de Tamazulapan quien, aliado con el corregidor de Teposcolula y un fraile del monasterio de Coixtlahuaca, les había quitado unas estancias localizadas en aquellos poblados. Conforme avanza el proceso, el pleito, lejos de aclararse, se torna más complejo. En el documento, los testigos alegan el derecho de estos caciques a las tierras y a los macehuales de las estancias (AGN, Indios, 101:1). El control de éstos fue sin duda importante, formaba parte del poder de los caciques chochos y era algo que podían alegar ante un español y obtener su apoyo. Pero atrás del pleito yacían otros intereses que los funcionarios no vieron. La evidencia de ello la encontramos 450 años más tarde. En 1991, Alicia Barabas recogió en la región chocha el siguiente relato:

En la región antigua se creía que cada sitio tenía un dios propio. Eran los dueños o señores del lugar, como el de la tierra o el agua. Se les rendía culto en adoratorios situados en los cerros más altos y en las cuevas donde ofrecían copal, pájaros, etcétera. También enterraban ahí a sus antepasados ilustres, por ejemplo un adoratorio estaba situado en la cueva del Cerro Flor cerca de Teotongo, y otro en una cueva entre Coixtlahuaca y Tequecistepec donde se veneraba al Dueño del agua que moraba en un manantial (Barabas, 1991: 2425, subrayado de A. Romero).

Es posible que los caciques de 1545 pelearan no sólo por el control de macehuales y tierras, sino también por retener esa cueva sagrada, algo que obviamente no podían argumentar ante un juez español o un fraile dominico. La tradición oral de la región chocha aún conserva memoria de la lucha por el control de la tierra y el agua entre Tamazulapan y Coixtlahuaca. La gente de Santa María Nativitas, refiriéndose a una época antigua cuenta:

Entonces ocurrió el pleito entre el sapo15 y la culebra16 El sapo quería llevarse el agua a Tamazulapan, en tanto que la culebra que es el dueño del agua, quería que ésta se quedara en Coixtlahuaca. La culebra se enojó mucho y se tragó al sapo, pero éste se esponjó dentro de ella y la culebra explotó. Desde entonces el sapo se llevó el agua y la riqueza para Tamazulapan y Coixtlahuaca quedó seco y pobre como es ahora (Barabas, 1990: 22).

 

El manejo combinado de los documentos con un cauteloso uso de la etnografía puede revelar una lógica oculta que no aparecerá en los documentos legales, pero sin la cual muchos de aquellos pleitos nos parecen incomprensibles. Lo mismo puede acontecer en otros conflictos por el control de la tierra. En el estado de Oaxaca los pleitos por límites de tierra entre pueblos colindantes fueron parte importante de su historia, y por desgracia continúan el día de hoy dividiéndolos y fraccionándolos. En los documentos levantados ante los jueces españoles la razón del pleito nunca aparece en forma clara. Se puede revisar el expediente una y otra vez sin que quede bien explicado por qué pelean. Cada poblado alega tener un derecho más antiguo. Todos tienen su propia verdad. Posiblemente el motivo del pleito no es claro simplemente porque no convenía a los indígenas hacerlo explícito. El conflicto no era por las razones económicas que el español entendía, ni importaba qué poblado las hubiese controlado antes, puesto que llevaban años, generaciones enteras, luchando por ellas. Cada pueblo quería controlar esos lugares sagrados donde radicaban los dueños del cerro y del agua. Razones que, obviamente, ellos callaron.

Penetramos así en un mundo que nos parece misterioso e incomprensible; lo es porque esas explicaciones son ajenas a nuestro pensamiento. Pero la etnografía ha documentado ampliamente su existencia en los pueblos indígenas del siglo XX, y es imposible que sobrevivan hoy sin haber estado presentes en los siglos coloniales, cuando el pasado prehispánico estaba más cerca y el poder español se reducía en algunas regiones a unos cuantos comerciantes ocasionales, a un fraile que cada mes celebraba misa y al alcalde mayor y sus criados.

El camino de la etnohistoria es difícil y está lleno de escollos, superarlos no es absurdo pero sí toma tiempo. Porque a todo lo dicho, falta añadir que los indígenas no estuvieron aislados, ni vivieron al margen de la sociedad novohispana. La historia india hay que vincularla con la historia de su región, con la de la Nueva España y del mundo de aquellos años. Es necesario ver cómo la sociedad y la cultura indígenas fueron afectadas por los ciclos en la economía, la mentalidad española, la extensión de las haciendas, la necesidad de mano de obra; en fin, por el sistema colonial. Pero estas relaciones serían materia de otro ensayo.

Reflexión final17

 

La dificultad que existe para establecer una división clara entre historia y etnohistoria se debe a problemas profundos que aquejan a nuestra sociedad. Toda sociedad establece categorías y posee conceptos que asignan un lugar a sus miembros -esquemas que por supuesto responden a una situación económica y política. Toda sociedad organiza mentalmente su entorno. Dentro de estas categorías, algunos individuos son considerados superiores, dotados de mayor capacidad mental, don de mando e, inclusive, más bellos; ellos detentan un alto estatus en la sociedad. En cambio, otros hombres y mujeres son concebidos como menos inteligentes, sujetos de mando, feos, y algunas veces se les asignan términos denigrantes.

Nos guste o no, al hablar de etnohistoria o de historia, por fuerza, se utilizan las categorías de nuestra sociedad. En términos globales la historia, disciplina que estudia el pasado de los grupos dominantes, es la Historia con mayúsculas, es la ciencia del pasado. En cambio la etnohistoria, cuyo objeto de estudio es el pasado de las minorías, tiene que luchar por abrirse un campo. Incluso se ve amenazada de extinción en las aulas universitarias porque se considera que no hay diferencia entre ella y la historia. Pensar que no hay esta diversidad es lo mismo que creer que no hay culturas diferentes, o ignorar que unas son dominantes y otras han sido sometidas.

Trazar las fronteras entre historia y etnohistoria es y será difícil, quizás imposible; pero la especificidad del método etnohistórico, su complejidad y el gran esfuerzo que implica llegar a dominarlo debiera ser razón suficiente para asegurarle a la etnohistoria un lugar digno en la universidad. El etnohistoriador debe conocer las técnicas de cualquier historiador, manejar las teorías antropológicas, combinar el trabajo en archivo con el trabajo de campo en los pueblos indígenas, escudriñar en los documentos judiciales y sacar a la luz la cultura indígena. Esta tarea, además de difícil, es muy importante, por lo que la etnohistoria merece un sitio igual al de cualquier otra ciencia social en el mundo universitario.

Bibliografía

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AGN, Indios, Vol. 101, exp. 1.

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Sobre la autora
María de los Ángeles Romero Frizzi, Centro Regional de Oaxaca, INAH.


Citas

1.      Carlos Martínez Marín, “La etnohistoria, un intento de explicación”, en Juan Manuel Pérez Zevallos y José Antonio Pérez Gollán, compiladores, La etnohistoria en Mesoamérica y los Andes, México, INAH, 1987.

2.      Ibid., p. 66.

3.      Paul Kirchoff, “Estudios mesoamericanistas, hoy y mañana”, en Acta Anthropológica en homenaje a Roberto J. Weitlaner, México, 1966.

4.      Las ideas contenidas en este ensayo son fruto de un Seminario que tuvo lugar en la ciudad de Oaxaca de enero a mayo de 1992. En él participaron alumnos del Programa en Oaxaca de la Universidad de Pennsylvania, quienes enriquecieron con sus ideas y sensibilidad el análisis. Este ensayo se debe también a conversaciones mantenidas con los doctores Miguel Bartolomé y Jorge Salessi y el maestro Alejandro de Ávila. Por ellas les estoy profundamente agradecida.

5.      Martínez Marín, op. cit., p. 45. Sólo deseo mencionar aquí algunos autores cuyos trabajos ejemplifican lo expuesto en el texto. Johanna Broda, Nancy M. Farris, Paul Kirchoff, Alfredo López Austin, Hildeberto Martínez, Luis Reyes, Ronald Spores. En especial los magníficos trabajos de Alfredo López Austin sobre la época prehispánica, Cuerpo humano e ideología y Los mitos del tlacuache. Caminos de la mitología mesoamericana, citados en la bibliografía.

6.      Dentro de esta línea tenemos: Nancy Farris, Maya Society under Colonial Rulle, y Louise M. Burkhart, he Slippery Earth. Nahua-Christian Moral Dialogue in Sixteenth Century Mexico (véase bibliografía).

7.      Las ideas para este ensayo fueron tomadas de los siguientes libros: Colin Cordon, Power/Knowledge, Selected Interviews and other Writings: 1972-1977, Michel Foucault; Michel Foucault, Las palabras y las cosas; Hayden White, Tropics of Discourse. Essays in Cultural Criticism; Tzvetan Todorov, La conquista de América. La cuestión del otro, y Mikhail Bakhtin: The Dialogical Principle, y Michael Holquist, editor, The Dialogical Imagination. Four Essays… (véase bibliografía).

8.      Por ejemplo: Las relaciones geográficas escritas en 1580 son utilizadas por muchos historiadores como fuentes primarias para entender la época prehispánica y lo acontecido entre 1520 y 1580, sin tomar en cuenta los cambios ocurridos en esos 60 años. Además, las relaciones fueron escritas por los corregidores españoles y no directamente por los indígenas.

9.      La Primera carta de relación -ahora extraviada- fue escrita, según el mismo Cortés, el 16 de julio de 1519; la Segunda, antes de la derrota de la ciudad de México- Tenochtitlan el 30 de octubre de 1520.

10.  La edición consultada es: Hernán Cortés, Cartas de relación de la conquista de México, pp. 77-78.

11.  Generalmente se acepta que Bernal Díaz del Castillo terminó de escribir su obra en 1568; la primera edición fue hecha hasta 1632. La edición consultada fue, Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, pp. 280-283.

12.  Hernán Cortés, op. cit., p. 48.

13.  El análisis del estatus económico de los principales de la sierra zapoteca se basa también en el estudio de sus testamentos. El estudio, actualmente en proceso, compara la situación de los principales mixtecos con la de los zapotecos de la sierra norte, y utiliza documentos de los archivos judiciales de Villa Alta y Teposcolula.

14.  Residente de San Juan Bautista Yalalag, distrito de Villa Alta, Oaxaca.

15.  Tamazulapan viene del náhuatl tamzollin, “sapo” y de tlan, “lugar”.

16.  Coixtlahuaca, del náhuatl cóatl, “culebra”.

17.  Estas reflexiones surgieron a raíz de que en la Escuela Nacional de Antropología e Historia se hablaba de suprimir la especialidad de etnohistoria. Estas ideas fueron rebatidas en el Foro académico etnohistoria. Pasado, presente y futuro. Homenaje a la memoria de Wigberto Jiménez Moreno, ENAH, México, 30 de septiembre y 1 de octubre de 1992.

 

https://www.dimensionantropologica.inah.gob.mx/?p=1569



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