Comunidades y Germanías: cómo triunfaron las élites centrales
Ambas revueltas supusieron
un movimiento antiseñorial, pero con diferencias. La forma de organizarse en el
S. XVI hizo muy difícil la coordinación, y motivó que a día de hoy suframos un
déficit de la verdadera memoria histórica
https://www.eltemps.cat/article/12710/les-germanies
No comprenderemos el conflicto que se desató en la monarquía
hispánica a inicios del siglo XVI mientras no apartemos un obstáculo central.
Me refiero a la diferencia entre memoria del Estado y memoria de los pueblos.
Para la memoria del Estado, tanto Comunidades como Germanías son un ajuste
circunstancial de la instauración de una dinastía en la dirección política.
Esta percepción choca con la memoria de los pueblos. El déficit de una
verdadera memoria histórica, y el triunfo de la versión de las élites centrales
del poder no comienzan con Franco. Forma parte de los dispositivos del poder
moderno hispano. Que el Estado actual tenga que seguir fomentándolo es un
síntoma de su extrema carencia de legitimidad. Lo que impone esta
interpretación oficial de las Comunidades/Germanías como ajuste dinástico, como
si fuera un mutuo aprendizaje de poderes y pueblos que a la postre se
reconocen, es un relato preciso. Con anterioridad a la llegada de Carlos a
España, el nuestro era un Estado moderno unitario solvente, reconocido y
respetado. Se trata del supuesto de la grandiosidad y legitimidad política de
los Reyes Católicos, de su idílica capacidad constituyente, de su potencia
fundacional, el verdadero soporte por tanto de la memoria de Estado.
Pero las Germanías y las Comunidades no fueron un ajuste derivado
del cambio dinástico. Tampoco fueron el cumplimiento de una ley histórica, de
una revolución burguesa moderna, como dijo en su día Maravall. Tampoco fue un
movimiento protopopulista, como Miguel Martínez sugiere en su libro de
2021, Comuneros, el
rayo y la semilla. Debemos recordar el libro de Joseph Pérez,
y ofrecerle una interpretación política. Cada una de estas visiones tiene algo
de verdad, pero debemos identificar el núcleo mismo del conflicto. En las
Comunidades y Germanías hubo menestrales y hubo nobles, hubo campesinos, curas,
frailes y obispos; hubo ciudades y hubo campesinos. No fue un movimiento burgués
porque no fue sencillamente un movimiento antiaristocrático, como fue el
calvinismo de Ginebra. No fue meramente popular, como pretende Martínez, aunque
enroló a estratos populares. Comunidad y Germanía fueron un índice y un factor.
Revelaban una realidad y la producían. Son dos conceptos políticos en sentido
Koselleck.
Mi tesis es que no se pueden comprender estos dos conceptos, que
se activaron entre amplias poblaciones, si no se comparan entre sí los dos
movimientos. Sólo esta comparación mostrará el el común que los atraviesa a
pesar de todas sus diferencias. Para comprender este telos debemos diferenciar
la memoria del Estado respecto de las memorias de los pueblos y para ello
debemos acabar con el mito constituyente de los Reyes Católicos.
Lejos de ser un rey constituyente que fundó una normalidad
política, Fernando representó un poderoso elemento de excepcionalidad. Su
intervención entre 1505 y 1515 desequilibró y desajustó todas las realidades
hispanas. Así se inició una época en la que el poder central se fortalecía
arruinando las realidades sociales. Esta divergencia debería ponerla de
manifiesto una memoria de los pueblos, cuyo objetivo es recordar la forma en
que se ha construido el poder estatal. Por eso se puede decir que el reinado de
Fernando sembró el conflicto que estallaría en las Comunidades y en las
Germanías.
Me permitirán que invoque mi Monarquía hispánica y lo que en su día
escribió Enric Balaguer acerca de la intensa crisis en la que Fernando sumió a
la ciudad y al reino de Valencia. El conflicto que estalló entre los dos
movimientos fue la fricción de dos capas tectónicas, de dos tiempos históricos
y de dos proyectos que emergen de una falla. El primer estrato era de largo
plazo, procedía de los días de Fernando y había agitado con la excepcionalidad
de su mandato las vértebras históricas de los pueblos castellano y valenciano.
El segundo era de plazo más corto, había emergido del programa de Gattinara y
Chiêvres de acumular el poder hispano con Borgoña, Italia y el imperio, con la
finalidad de rodear Francia, recuperar Borgoña y controlar Italia y la Saboya.
Los dos procesos se mediaron de un modo confuso y ese cruce se refractó a su
vez a través de una heterogeneidad hispana antigua.
Vayamos con el primer estrato. Debemos recordar que en Castilla el
gobierno de Fernando tras la muerte de Isabel era problemático. El malestar que
había generado la Inquisición en las ciudades andaluzas y castellanas era
intenso. Eso determinó que cuando vino Felipe de Borgoña con la voluntad de reinar
se generó una tensión inaudita. Fernando tuvo que ceder, dejó al inquisidor
Diego de Deza al cuidado del orden y marchó a Nápoles para garantizar el
comercio italiano, la clave para tener Cataluña de su lado. Cuando llegó el
nuevo rey, todos los que se habían opuesto a Fernando, sobre todo los Manrique
y los Mendoza, iniciaron, junto con las ciudades, el movimiento que llevó a la
autoconvocatoria de cortes de 1506 en Burgos. Cuando analizamos los cuadernos
que se prepararon para ellas, vemos que tenían una aspiración muy precisa. Se
debía acabar con la época de Fernando, limitar la Inquisición, aumentar el voto
de ciudades en cortes y regular los obispados. Por supuesto, se debía limitar
la entrada de los grandes nobles en las ciudades y privilegiar el comercio
atlántico por la ruta portuguesa, mucho más rentable que la expansión
americana, caótica y confusa. Si reunimos todas estas medidas nos damos cuenta
de que en 1506 se apostaba por llevar a cabo una constitucionalización del
reino. Esa era la meta. Se trataba de un movimiento urbano, pero apoyado por la
mediana nobleza hidalga de las ciudades, que tenía la aspiración de que no se
sometieran los impuestos urbanos a pujas privatizadoras en manos de gentes
foráneas, que aumentaban las tasas a los pecheros y se llevaban el dinero. Como
sabemos, tras la muerte extraña de Felipe, el movimiento fue abortado por el
partido fernandino, encabezado por Alba, el Condestable y el Almirante, la más
alta nobleza, que amenazó con colgar en la alameda de Burgos a todos los
delegados urbanos que se mantuvieran en la reunión.
Cuando regresó Fernando, el conflicto no cesó. En Andalucía se
instaló una guerra civil de alta intensidad, algo que por lo demás venía desde
la fundación de la Inquisición. La percepción popular, que se ve en Gonzalo de
Ayora, era que la legislación universal de la Inquisición producía un terremoto
destituyente, que desestructuraba el rico cosmos urbano castellano, arruinaba
su riqueza y rompía el sistema económico de sus ciudades. En la general batalla
europea entre el patrimonialismo regio y la política autónoma de las ciudades,
la Inquisición fue el arma central hispana, destructora y opresiva, derogatoria
de las constituciones forales, y constituyente de un vacío político popular. De
forma clara, en Burgos en 1506, las ciudades castellanas y andaluzas se
mostraban dispuestas a federarse y regular las relaciones con el poder
patrimonial mediante unas cortes dotadas de funciones políticas de formación de
Consejo real. Al ser disuelta la convocatoria, se dio paso a los últimos años
de gobierno de Fernando, plagados de inquietudes, hostilidades y expectativas.
Fernando no estabilizó nada más que a su partido, el de los dominicos teólogos,
inquisidores de Deza y altos nobles como Alba, Almirante y Condestable.
En las tierras valencianas este primer estrato de conflicto vino
presidido por el contrafuero permanente de las sentencias de la Inquisición,
que rompió todas las leyes sobre la propiedad, herencias, derecho de familia y
el sistema procesal; a esta política confiscatoria se sumó la presión personal
a judíos como Santángel, las solicitudes de ayudas constantes, la imposición
fiscal elevada y la necesidad de eliminar juros para desamortizar impuestos
locales que siempre iban al rey bien para América, las luchas por el Rosellón,
o por Nápoles. Así se evaporaron los ahorros de la ciudad. Todo sumado, se
destruía el tejido económico, social y cultural de la ciudad y del reino. Pero
esa destrucción era sobre todo consecuencia de los contrafueros introducidos
por Fernando. La inquietud de la ciudad fue creciendo. Dos libros la mostraron.
La reedición de la alabanza de Valencia que hizo Francesç Eiximenis en su Tractament de la Cosa Publica,
y la edición de todas las leyes del reino, el Aureum Opus, la colección de derechos y
privilegios forales. Estas dos obras identificaron los intereses políticos de
las capas urbanas de las ciudades del reino valentino. Era evidente que sus
gentes se preparaban para que sus leyes antiguas, fundadas en 1261 por Jaime I,
se cumplieran cuando se elevara un nuevo rey. Todos contaban que ese momento de
inestabilidad sería la ocasión. Este es el estrato más viejo.
Según la vieja práctica hispánica, el inicio de reinado era el
momento de los agravios y del enderezamiento de entuertos. Carente de un
prestigio institucional propio de la monarquía, el nuevo rey debía ganarse su
prestigio en las luchas políticas de inicio de reinado. Cada nuevo rey que
venía al mundo debía hacer frente a una correlación de fuerzas expectante,
cuando no hostil. Nunca hubo sucesiones pacíficas en España. En este contexto
debemos entender la activación política del malestar generado por el rey
Fernando justo cuando se conoció su muerte. Lo grave fue que este cambio de rey
albergaba una densidad histórica profunda, aunque externa, de otra placa
tectónica. Y ese es el segundo estrato. Se vinculaba al proyecto imperial de
Gattinara y Chiêvres (cada uno con sus matices diferentes, volcado uno hacia
Italia y el otro hacia Borgoña e Inglaterra). Esta placa tectónica tampoco se
generó con la elección imperial a crédito de Carlos. Ni mucho menos. No era tan
lejano como el primer estrato, pero en su primer choque con la más antigua
generó un pliegue que produjo fricciones importantes entre las dos placas. El
movimiento formador de ese pliegue se comenzó cuando, a la muerte de Fernando,
comenzaron las erupciones, protestas, proclamas, pasquines y predicaciones,
todas ellas silenciadas por la memoria oficial del Estado, que debían conducir
sencillamente a que Fernando, hermano de Carlos, se quedara en España como rey,
y que Carlos quedara como emperador y señor de los Países Bajos y de
Luxemburgo. De este modo, los dos poderes se mantendrían separados. La memoria
oficial sepultó este hecho, hasta el punto de que hoy nos parece mentira que
nadie quisiera a Carlos. Sin embargo, nadie lo quería. Ni era legítimo ni
natural de estos reinos. Entonces sonó en los pasquines por primera vez la
palabra “comunidad” en este contexto. Entonces se invocó la fuerza de las
instituciones de Aragón como modelo, para canalizar la hostilidad a
Carlos.
Fue un complot sordo, en el que se implicaron los grandes y los
frailes, pero prendió por doquier. Los pueblos impedían que avanzara la
comitiva que debía embarcar a Fernando hacia Flandes. Los grandes, Alba
incluido, temían perder la confianza del nuevo soberano, muy entregado a los
Manrique y a los consejeros extranjeros. Ese pliegue en defensa de Fernando
como rey español comenzó a conectar con el malestar previo de 1506. Y por eso
las comunidades comenzaron agitadas por los actores decisivos del partido
fernandino, por los propios frailes dominicos y franciscanos. Sus razones eran
populares. Un rey natural y sin tener que pagarle el imperio, algo de lo que
Castilla tenía una memoria desde tiempos de Alfonso X. De este modo, unieron
sus intereses los que deseaban desde 1506, y quizás antes, un momento
constitucional del reino, y los más recientes, completamente opuestos a estos,
pero que deseaban hacer imposible el gobierno de Carlos, para elevar a su
hermano Fernando a rey de España.
Cuando Chiêvres y Gattinara comenzaron a aplicar su política, y
exigir que España pagara los créditos con los que se habían comprado la
elección imperial, o ver que las grandes sedes de la iglesia hispana iban a flamencos
como Croy o a Adriano de Utrecht, los dos estratos unieron filas. La propia
corporación eclesiástica, reunida al margen de cualquier otra instancia
señorial o urbana, se negó igualmente a pagar nada de la coronación y la
elección imperial. Cuando se convocaron cortes en La Coruña, se consideraron
ilegítimas. Los pueblos se cerraban a la comitiva regia, se negaban a prestarle
ayuda, y tuvieron que ser amenazados por rebelión. Al principio, todos estaban
con los comuneros. Sin embargo, bajo sus pies se abría una falla, porque los
intereses del partido Fernandino eran completamente contrarios a los de los
estratos urbanos constitucionalistas, y más contrarios todavía a los campesinos
movilizados por los franciscanos. Pero el partido imperial no podía prescindir
de España, ni para los créditos, ni para mantener el comercio de lana, ni para
imponer la hegemonía en Italia, ni para rodear a Francia. Por eso los intereses
imperiales se movilizaron y lograron que los grandes nobles se desengancharan
del proceso. Por tres razones. En primer lugar, por la noticia de que los
constitucionalistas incorporaban a gentes que reclamaban medidas
antiseñoriales. Segundo, porque comprendieron que la ruptura con Flandes
amenazaba sus intereses de comercio de lanas. Así, Burgos, el consulado de este
comercio, abandonó la comunidad. Tercero porque el movimiento del partido
fernandino, una vez descartado Fernando, era de erosión y debilitación de
Carlos, con la idea de negociar más cuotas de poder. Cuando los intereses nobiliarios
fueron afectados, se formó la milicia señorial. Una vez que se movilizaron
5.000 lansquenetes alemanes hacia la península, se pasaron al rey, un
movimiento que denunció Villalobos al decir que quienes más fomentaron la
comunidad mejor se instalaron luego en la corte. Su tibia adhesión temporal fue
parte de la negociación de posiciones.
Veamos las cosas del segundo estrato desde Valencia. Aquí las
elites exigían que viniera en persona Carlos y jurara sobre la edición
del Aureum Opus sus
privilegios en medio de unas cortes en las que se debían escuchar sus agravios
antiguos. Cuando se les ofreció unas cortes presididas por Adriano de Utrecht,
se negaron en redondo. Ese sería el primero de los contrafueros y resultó
inaceptable. Pero cuando los caballers
y generosos,
apreciando un clima de sorda conflictividad, abandonaron la ciudad, los
menestrales dieron el paso central: exigieron reactivar la germanía, una previsión
completamente constitucional, que se había invocado en grandes ocasiones
anteriores y que permitía la formación de la milicia urbana de las
corporaciones gremiales, las compañías de la ploma, que debían encargarse de la
defensa del reino, amenazado por la peste, los piratas y el abandono de los
caballeros. Carlos y sus oficiales lo aprobaron, pensando que de este modo se
compensaría la no convocatoria de cortes. Pero eso agravó el problema. La
puesta en marcha de una previsión constitucional, militarizar la ciudad, no
podía sino reforzar el cumplimiento de la previsión de convocar cortes y allanar
agravios. Así que los menestrales armados exigieron con más fuerza la
convocatoria. Al tener una negativa, se mantuvieron en su autonomía militar y
gubernativa sin reconocimiento del rey que no juraba sus fueros, algo que era
preceptivo según la propia constitución.
Así que vemos la completa diferencia de movimientos. Uno procedía
del anhelo de constitucionalidad del reino de Castilla, atravesado por
heterogeneidades tan profundas, lentamente forjadas en el largo proceso de la
Reconquista, que resultó imposible alcanzar una composición de intereses y una
federación de las ciudades. Las orientadas al mercantilismo atlántico, Burgos y
Sevilla, se desengancharon pronto del movimiento. Los intereses nobiliarios
vinculados al comercio de la lana y las órdenes militares, que regentaban las
grandes extensiones centrales, se unieron a ellas. La más fuerte de las
ciudades centrales, Toledo, resistió en su último combate histórico por la
capitalidad. Sin embargo, al mantenerse la política de exportaciones masivas de
lana, la estructura artesanal de las ciudades castellanas se vino abajo.
Galicia siguió sin contar con ciudades en cortes, y sin tenerlas como reino
propio. Andalucía se entregó a superar la herida de Granada, Málaga y Almería,
dejada por la guerra de Cisneros, mientras Huelva y Cádiz se entregaban al
comercio de esclavos que comenzaba a crecer. Los Manriques y los Hurtado de
Mendoza, vinculados al Toledo que resistía, que deseaban con claridad seguir la
constitucionalización de 1506 porque era querida por Felipe I, siguieron fieles
a su hijo Carlos y ayudaron a que la herida se superase pronto, dulcificando la
Inquisición, dando entrada al erasmismo y gobernando de nuevo Granada con
tacto, en un intento profundo de revolución cultural, cuya memoria se ha
desdibujado. Pero el partido fernandino los mantuvo como enemigos internos.
Pronto se recompuso con Alba, Cobos, y con la refundación de la Universidad de
Salamanca, cuyos catedráticos anteriores, discípulos de Pedro Martínez de Osma
y Fernando de Roa habían tenido una importante participación en las
Comunidades. Ahora del Aristóteles político se pasó a Francisco de Vitoria y su
neoescolástica, óptima para hacer de los dominicos la orden nacional y para
preparar el futuro rentista de Castilla.
Por el contrario, las Germanías brotaban de un reino perfectamente
orgulloso de su constitucionalidad, que deseaba reparar su plena legalidad
después de las erosiones de la época de Fernando. Era un reino, ciertamente,
dotado de una homogeneidad plena. La constitución política de la ciudad de
Valencia era la de las demás ciudades del reino. El liderazgo de la capital era
claro, pero en la misma dirección presionaban ciudades como Xátiva, Alzira,
Alcoy. Por tanto, de lo que aquí se trataba era de mantener una constitucionalidad,
no de forjarla. Las Germanías fueron un movimiento en defensa de las viejas
libertades, como pronto iba a suceder en Flandes. Por supuesto, tuvo
implicaciones sociales, pues la exigencia perentoria de conversión de los
moriscos tenía como finalidad que el régimen de privilegio de los señores de
moriscos no hiciera competencia desleal con los campesinos y artesanos
cristianos. De triunfar habrían impuesto un régimen municipal del popolo minuto frente
al popolo grasso.
Pero respecto de la forma política fue un movimiento conservador de la buena
ley antigua.
Castilla, sin embargo, no tenía nada de eso. Mostró una
heterogeneidad interna incapaz de organizarse en un cuerpo político unitario,
lo que impidió que el movimiento cristalizara como federación de ciudades, que
era lo que en el fondo mantenía viva a la Generalitat Valenciana. Al rey le
bastó con erosionar el movimiento, dividiendo sus ciudades, para imponerse en
Villalar, sin necesidad de ocupar la tierra de Castilla mediante una guerra.
Las tropas del marqués de Zenete, que entraron desde Murcia, sin embargo,
tuvieron que desplegar una larga campaña de guerra en tierras valencianas,
tomando ciudad a ciudad, ante lo que era un movimiento protonacional que
apoyaba la mayoría de la población. El rechazo de Ferrante de Nápoles de
ponerse al frente del movimiento fue decisivo. Lo dejó sin liderazgo directivo
y sin alianzas internacionales.
Lo más importante es que la carencia de forma castellana dejó sin
posibilidades de pactar una unidad de acción con Valencia. Aquí la conciencia
de ser reinos completamente diferentes, unidos por un poder patrimonial común,
generaba una mentalidad política divergente, que no tenía el imaginario de
unidad de pueblo ni de confederación de actuaciones, que exigía ciertamente una
autoridad concentrada capaz de cerrar acuerdos según el imaginario medieval.
Eso hizo imposible una concertación de actuaciones, que a la postre fue muy
limitada, protagonizada por la ciudad de Chinchilla, del marquesado de Villena,
y por los intentos de poner en pie un movimiento mesiánico con el famoso
Encubert.
Lo más importante de todo fue comprobar la desactivación de la
estructura política de la corona de Aragón. En efecto, Barcelona, que era un
objetivo prioritario de Carlos, porque resultaba fundamental para el control
del enlace con Sicilia y Nápoles, y como puerto para mantener la línea de
suministros y pagos a Italia, inmediatamente pactó con el emperador y lo
recibió como el esperado monarca que debía inaugurar la edad de oro. En estas
condiciones no era posible que viniera en socorro de Valencia. En realidad, los
intereses de las dos ciudades se habían hecho irreversiblemente divergentes
desde que Alfonso el Magnánimo, un siglo antes, hubiera privilegiado a Valencia
frente a Barcelona. Esa decisión había otorgado la hegemonía a Valencia y ahora
Barcelona aprovechaba la ocasión de revertir la situación. Los amagos de las
Islas de imitar el movimiento valenciano no podían ser de suficiente ayuda.
Al final, la llegada de Carlos bloqueó la posibilidad de dotar al
reino de Castilla de una forma política y asestó un duro golpe a la
institucionalidad valenciana, homogeneizando la monarquía hispánica en una
carencia de política representativa. Las cortes de Toledo de 1525 amenazaron de
nuevo con severos castigos, ante las pretensiones de reforma de los
representantes de Cortes. Sin embargo, el emperador se negó en redondo a
cualquier concesión política. Poco a poco, las siguientes cortes castellanas ya
perdieron toda aspiración y se limitaron a ser un estamento de representación
fiscal, aceptando la política de Carlos a regañadientes. Con ello la
desvertebración de la corona de Castilla se hizo endémica. En Valencia, la
figura del virrey organizó las oligarquías y fue erosionando la Generalitat.
En conclusión podemos decir que las Comunidades y las Germanías
fueron un movimiento antiseñorial pero con diferencias. Debemos recordar que
las ciudades castellanas eran señoríos colectivos. Se trataba por tanto de
una resistencia a las
formas de señorío prebendal y personal que habían crecido por
su cercanía política al rey y a costa del patrimonio del reino, que formaban
las ciudades. Por tanto, en sí mismas no
eran un movimiento hostil a la forma señorial, sino a una
comprensión personal de la misma que desestabilizaba el equilibrio social desde
decisiones cercanas al poder político del rey. Desde este punto de vista, las
comunidades también implicaban una corrección de las oligarquías urbanas, no
tanto contraria a la nobleza hidalga de caballeros, sino a favor de una
purificación de la forma electiva de gobierno, con rotaciones más reales, pero
sin volver a la asamblea tumultuosa del consejo abierto. Las parroquias y las
cuadrillas aspiraban a un consejo más amplio y rotativo, al modo de las
ciudades italianas. En esto eran convergentes con las Germanías. Es falso que
no aparezcan ideas republicanas entre los comuneros (Pérez, 518). Su
republicanismo estaba centrado en la idea de ciudad y no veían el reino sino
como la unión de ciudades. Cada una de ellas era una verdadera res publica y el
reino no era sino su conjunto. Por eso necesitaban del rey como cemento,
mientras que en Valencia el cemento eran las Corts y la Generalitat. Pero de
donde Valencia venía era a donde Castilla quería ir. Que la Junta de Tordesillas
se viese como una Junta general del reino no cambiaba las cosas: era una
especie de diputación permanente que podría funcionar a la aragonesa, como un
consejo y un gobierno ejecutivo apoyado por las ciudades unidas. Por eso se
decidió disolver el Consejo Real, porque ella podía sustituirlo con solvencia.
En suma: en Castilla se trataba de originar una reforma constitucional típica,
propia de un movimiento urbano de amplia historia, que deseaba impulsar una
purificación y racionalización de las antiguas prácticas regias. Aunque
tradicional, de haberse llevado a cabo habría implicado un importante avance en
la forma de hacer la política desde la autonomía de las ciudades y habría
dotado a Castilla de forma parecidas a las de la corona de Aragón. Esa era la
verdadera hostilidad a la idea política de Carlos.
Para los comuneros, las leyes del reino eran de “razón natural” y
aunque deformadas no podían ser alteradas ni por ellos ni por el rey.
Revolución, en el sentido de disponer políticamente desde el arbitrio soberano,
era un horizonte completamente ajeno a sus mentes. Entre esas cosas, no se
podía culpar al rey de las cosas que hacía, sino que resultaba preciso
separarlo de sus consejeros. De otra manera, el alma, la honra y el cuerpo del
“soberano rey” estaban en peligro, tanto como el bien público. Los comuneros se
brindaban como nuevos y buenos consejeros y se disponían a alejar “el mal
consejo” que hasta ahora había tenido (Requisitoria
de la Junta, Sandoval, I, 295), y que usurpaba sus patrimonios
urbanos. Eso era todo. Los consejeros habían violado la ley de los reinos y
ahora los pueblos y sus representantes la protegían. Entre esta ley estaba la
de respetar como era debido a la reina Juana. Sólo por esta demostración de
lealtad, los comuneros entendían disponer de la autoridad suficiente para
ofrecer al rey unos “capítulos para la buena gobernación de estos reinos y para
remediar los daños causados por el mal consejo”. Ahora el emperador debía
“otorgarlos y confirmarlos como por el reino le fuere suplicado” (Sandoval, I.
299). Desde luego, nada sería igual una vez que estos capítulos se otorgaron
“por ley perpetua”, pero los comuneros sólo proponían al rey que así lo
sancionara, como había hecho Jaime I en 1261. Nada por tanto de usurpación soberana.
Todo se seguía con una lógica antigua y propia. Además, los junteros pedían que
Carlos diera “poder y autoridad a las ciudades y villas que tienen voto en
Cortes” para que puedan hacer frente a la administración de justicia “en este
medio tiempo”, es decir, hasta que un nuevo Consejo con ellas se hubiese
formado. Esto implicaba la dimisión de todas las instancias gubernativas y la
reversión de la jurisdicción a las ciudades. De forma muy expresa, los
comuneros “suplicaban” que se interpretara su conducta como legal y fiel y lo
era según su mentalidad. Ellos se habían visto obligados a seguir esta
conducta, sin duda, por la urgente necesidad de poner fin a los desafueros de
los consejeros. En suma, a nivel de ciudades eran realidades conformadas, como las
valencianas. Era a nivel de corona, en tanto unión de ciudades, como se debían
conformar al mismo nivel que las Corts y la Diputación del General valencianas.
Y esos dos tiempos históricos diferentes hicieron difícil su coordinación. Eso
resultó fatal porque bloqueó la evolución hacia el parlamentarismo como
federación de ciudades. Ese bloqueo y esa evolución concedió la ventaja
decisiva al Estado y a su memoria.
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