Carnaval y secularización: disputas en torno a los bailes de
máscaras en la ciudad de México en 1831 y 1840
https://www.elsiglodetorreon.com.mx/noticia/2014/entre-mascaras-y-folclor.html
Por medio de las discusiones en el ámbito público que los
bailes de máscaras de 1831 y 1840 originaron en la ciudad de México, este
artículo se acerca a las transformaciones de la sociedad postindependentista.
Se aborda el proceso de secularización, en particular las expresiones
anticlericales y la paulatina irrupción de actividades profanas en
un tiempo otrora de recogimiento, como era la Cuaresma. Se analiza la pugna
entre la Iglesia y el Estado por influir en la sociedad, así como el interés de
los gobernantes por legitimarse y tener presencia entre los pobladores.
Finalmente, se aborda la transformación de las mascaradas en un espectáculo
público, encerrado entre las paredes de un teatro, fácil de vigilar y
redituable para empresarios y autoridades, así como las opiniones que algunos
letrados tuvieron sobre este proceso.
En fin, bola, bola, sobrinito mío, tú sabes
que los bailes
de máscara regularmente se vuelven boruca:
con mil
razones los escomulgaron los señores
excomulgadores,
y te escomulgaron a ti y a mí, y hoy nos
quieren volver
á escomulgar de nuevo…2
Integrante del grupo
de huehues. Foto: Claudia Zamudio
https://mascarasmexicanas.wordpress.com/tag/mascaras-de-danza/
A lo
largo de la primera mitad del siglo XIX los bailes de máscaras adquirieron
popularidad entre los habitantes de la ciudad de México; tanta, que para la
década de 1840 ya se realizaban en los teatros de la urbe y durante la
Cuaresma, tiempo en el que antes se proscribían. Este auge fue parte de las
transformaciones en la sociedad y motivó álgidas discusiones.
En el
presente artículo estudio dichas disputas en dos momentos específicos del
proceso de florecimiento de las mascaradas: la Cuaresma de 1831, cuando las
autoridades eclesiásticas intentaron prohibirlas, y los primeros bailes de
máscaras públicos, efectuados en 1840 en el Teatro Principal de la ciudad. No
estudio los bailes, lo que aconteció en ellos, ni los disfraces y sus
implicaciones -salvo alguna excepción-. Me enfoco, más bien, en los debates que
estas diversiones generaron en la esfera pública. Con ello doy cuenta de las
tensiones que se encontraban presentes en la sociedad de la urbe en los
primeros años de vida independiente: las que había entre Estado, Iglesia,
sociedad y los representantes de las diferentes posturas políticas.
Los
bailes de máscaras decimonónicos en la ciudad de México se inspiraron en los
europeos de los siglos XVIII y XIX. Éstos, a su vez, tomaron elementos del
carnaval medieval y los adaptaron a la moral ilustrada. Mijail Bajtin explica
esta transformación. Para el teórico literario ruso, durante la Edad Media y
gran parte del Renacimiento “los espectadores no asisten al carnaval, sino que
lo viven, ya que el carnaval está hecho para todo el pueblo. Durante el
carnaval no hay otra vida que la del carnaval. Es imposible escapar, porque el
carnaval no tiene ninguna frontera espacial”.3 Esta inmersión de lo carnavalesco en todas las
esferas sociales se modificó, según Bajtin, a partir de la segunda mitad del
siglo XVII:
Por
una parte se produce una estatización de la vida festiva,
que pasa a ser una vida de gala; y por la otra se introduce a la fiesta en
lo cotidiano, es decir que queda relegada a la vida privada,
doméstica y familiar. […] La fiesta casi deja de ser la segunda
vida del pueblo, su renacimiento y renovación temporal.4
En su
libro sobre las diversiones públicas en la ciudad de México durante el Siglo de
las Luces, Juan Pedro Viqueira le dedica atención a esta festividad. El
historiador ve en la capital de Nueva España una transformación similar a la
que observa Bajtin. El regocijo popular, callejero, en el que se invertía -y al
mismo tiempo se reforzaba- el orden social, fue combatido y desterrado del
centro de la ciudad por las autoridades civiles y eclesiásticas. Para Viqueira,
este combate simbolizó la “alteración del equilibrio entre los diversos grupos
sociales en provecho de los poderosos y del Estado”. Y fue el “resultado del
avance de una modernidad uniformadora que empezaba a borrar todo resabio de las
tradicionales ambigüedades sociales”.5
Tras
ser marginado, el carnaval resurgió con una nueva forma en el segundo cuarto
del siglo XIX. Las élites y los sectores medios de la ciudad de México lo
condensaron en los bailes de máscaras. Lo convirtieron en un carnaval
contenido, con límites espaciales y temporales definidos, despojado de gran
parte de su esencia -hasta aburrido, podría decirse-. Viqueira lo caracteriza
como “una pálida copia, una desnaturalización burguesa que preludiaba su total
desaparición”.6
Mas
esta “pálida copia” o intento de resucitar una fiesta otrora exultante dice
mucho sobre la sociedad postindependentista. No aburre conocer las discusiones
que generó, los procesos sociales que evidenció y las transformaciones en el
tiempo secular y ritual. Estos son los temas que abordo en las siguientes
páginas.
En los
primeros apartados estudio la respuesta que generó el intento de las
autoridades católicas de la ciudad de prohibir las mascaradas en 1831. En las
disputas se manifiesta la secularización que comenzó desde el siglo XVIII y que
no detuvo el cambio en la realidad política. Particularmente, se aprecian el
abierto cuestionamiento o desafío a las autoridades y figuras eclesiásticas y a
sus disposiciones, la pérdida de influencia del clero en la sociedad y las
acciones del Estado destinadas a ocupar espacios en los que la Iglesia y la
religión predominaban.
Posteriormente
abordo los bailes de máscaras de 1840 en el Teatro Principal. Estas diversiones
evidencian que los espacios públicos de recreación se delimitaron cada vez más;
de la calle pasaron a sitios cerrados, a horarios definidos. Este cambio guardó
una relación estrecha con la intención del Estado mexicano de vigilar a los
pobladores. Junto con lo anterior, exploro las diferentes opiniones que algunos
letrados tenían sobre los bailes de máscaras. Finalmente, esbozo el crecimiento
de los bailes públicos hacia mediados de siglo, cuando se convirtieron en un
buen negocio, del cual empresarios y autoridades buscaron obtener ganancias.
El
domingo 6 de marzo de 1831, los católicos de la ciudad que se alistaban a
portar máscaras y disfraces se enteraron de que, si lo hacían, quedarían
excomulgados. Lo supieron por un edicto que publicó ese día el cabildo
eclesiástico.7 En el documento los canónigos se dijeron dolidos por
el aumento de la “impiedad” y la “relajación de costumbres”; en particular,
porque sus diocesanos convertían los domingos y el tiempo de Cuaresma en “días
de diversiones, de mayores escándalos, de mayor lujo y de mayor prostitución”.
Por ello, declararon “prohibidas para siempre las concurrencias á las máscaras
y sus bailes […] bajo la pena de EXCOMUNIÓN MAYOR ipso facto
incurrenda”. Y aquellos que los organizaran, serían excomulgados de por
vida: “A quienes no será lícito tratar, a quienes privaremos la entrada en
nuestros templos, serán sepultados en lugares profanos, agravando los anatemas,
[…] en condigno castigo de su obstinación y rebeldía”.8
La
medida no cayó bien entre los entusiastas de las mascaradas. A pesar de que la
institución católica y las leyes prohibían ese tipo de recreos en
carnestolendas y durante la Cuaresma, las autoridades civiles, incluso las
mismas religiosas, solían tolerarlas.9 Y los bailes eran populares entre muchos feligreses.
Así se aprecia en las reacciones que el documento provocó. Los editores del
periódico El Sol, por ejemplo, advirtieron: “Siempre que el poder
eclesiástico no se limite a sus deberes y se le permita salir una línea más de
su órbita, la libertad la consideramos muy amenazada y estaremos expuestos a
caer bajo el despotismo más feroz”.10 Se mostraron sorprendidos por las facultades que el
cabildo eclesiástico se adjudicó. Esta corporación, formada por clérigos de la
catedral metropolitana, ocupaba en ese momento el lugar del arzobispo, por lo
que era la mayor autoridad católica en la ciudad (la Santa Sede no había
reconocido la independencia del país, y el portador de la mitra de México,
Pedro Fonte, se retiró a España desde 1821).11 Por ello, el edicto tenía tanta importancia.
Carlos
María de Bustamante calificó la decisión del cabildo eclesiástico como una
“gran fechoría”. En su diario personal anotó que era obra “del muy viejo, muy
pesado y muy tonto canónigo” Joaquín Ladrón de Guevara, quien presidía el
cabildo eclesiástico.12 Bustamante publicó un suplemento en la Voz
de la Patria en el que se pronunció contra el edicto, porque se
publicó sin la venia del gobierno. Esto es, por no haber considerado a la
autoridad civil en una decisión que afectaba gravemente a la población. Además,
la pena de excomunión le parecía desproporcionada y contraria a la “lenidad y
dulzura” que debía tener la Iglesia. Bustamante creía que muchos católicos
compartían su sentir sobre las diversiones en el tiempo de Cuaresma. Las
justificaba afirmando que los individuos necesitaban momentos y espacios de
desahogo. Dado que no había teatros, los bailes eran preferibles a que los
hombres pasaran la noche “en un garito infame de prostitución, o jugando la
fortuna de sus hijos y la dote de su esposa”.13 Los bailes alejaban a los hombres de diversiones que
la Iglesia y otras personas con ideas similares a las del escritor consideraban
peores. Eran un mal menor cuando se comparaban con otros entretenimientos; por
ello los gobernantes no restringían éstas ni otras diversiones en el tiempo de
Cuaresma. Quizá lo que aumentaba la preocupación de los clérigos era que
ciertos bailes se realizaran en casas, lejos de la mirada pública. Lo que
imaginaban -o sabían- que acontecía en los bailes de máscaras para ellos era
reprobable.14
Otras
expresiones contrarias a la decisión del cabildo eclesiástico fueron más
drásticas. El domingo 6 de marzo, al conocer el contenido del edicto, el
coronel Félix Merino se presentó en el portal de Mercaderes exigiendo que lo
dieran por excomulgado, pues fue él quien promovió los bailes. Esa noche se
disfrazó “de granadero gastador, con largas y espesas barbas”, con un fusil al
hombro, y siguió criticando públicamente a los canónigos.15 Pero el asunto no se quedó ahí. Merino mandó un
oficio desafiante a los autores del edicto. Para ahorrarles la pesquisa, les
informó que él era uno de los autores de los bailes. Y añadió:
Cristianos p[o]r principio pero no fanáticos la mayor parte
de los q[u]e concurrimos á las privadas diversiones de máscaras; no tememos en
manera alguna los efectos de esa arma temible de la Yglesia con q[u]e se aterra
á los déviles; y cuyos filos se han embolado a fuerza de usarla tan
imprudentem[en]te como lo a hecho V[uestra] S[eñoría] Y[lustrísima] ahora.
V.S.Y.
me amenaza con privarme de la concurrencia a los templos y de la sepultura
Ec[lesiásti]ca. En q[uan]to a lo prim[er]o como el Ser Supremo pueda adorarse
en todas partes me curo poco de semejante prohivision; y en q[uan]to a lo
Segundo me es muy indiferente ser enterrado en qualquier lugar, mucho mas q[ue]
no siéndolo en sagrado ahorraré por lo menos los D[e]r[ech]os. Si por la
excomunión se entiende la incomunicación que debe haver entre V.S.Y. y yo,
puedo asegurarle q[ue] hase mucho tiempo estoy excomulgado y q[ue] pienso
[estarlo] toda mi vida.16
Merino
escribió su oficio el domingo mismo en que se publicó el edicto. Tres días
después le envió al cabildo eclesiástico una nueva versión en la que mantuvo su
postura, pero añadió ideas con un tono más sereno. Mencionó que no creía estar
excomulgado y que consideraba nulo el castigo por ser injusto. Preguntaba por
la caridad y la piedad que predicaba la Iglesia y sugería a los canónigos
revocar su decisión “para reconciliarse con el público, cuya tranquilidad ha
expuesto sobremanera, dando pábulo á los enemigos del orden, para promover
trastornos de otro género”.17
Los
trastornos, según apuntaron otros, los causó el mismo Merino con sus acciones.
Carlos María de Bustamante anotó que la noche del domingo 6 de marzo de 1831 se
formaron “muchos corrillos de gente de igual calaña” que imitaron la actitud
del militar.18 El cabildo catedralicio, por su parte, cuando envió
una copia del oficio al Ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos,
mencionó que “la publicidad que el mismo Merino dio a su exposición” produjo
“entre los sensatos, y aun libertinos un general escándalo”.19 Fue una noche agitada en la ciudad, como puede
entenderse.
Los
“enemigos del orden” a los que aludió el coronel Merino en su escrito podrían
haber sido opositores del vicepresidente Anastasio Bustamante, quien se
encontraba al frente del gobierno desde inicios de 1830. Si bien el general
contó con el beneplácito de varios sectores cuando asumió el poder, para ese
momento ya se había enemistado con varios.
Bustamante
llegó al poder tras un levantamiento que él mismo encabezó, en diciembre de
1829, en contra del presidente Vicente Guerrero. El pronunciamiento lo apoyaron
diferentes sectores, que tenían en común el descontento con la administración
de Guerrero: a los “hombres de bien”20 y a los exescoceses que se oponían al carácter
popular del régimen, se unieron algunos yorkinos que fueron relegados por la
administración, así como un gran número de oficiales del ejército. Y el
descontento creció a partir de que el Congreso le concedió facultades
extraordinarias a Guerrero, por motivo de la expedición española de
reconquista. Los políticos de los estados vieron amenazada su soberanía por las
medidas fiscales, los periodistas sufrieron la censura y las autoridades
eclesiásticas, junto con los comerciantes y propietarios de fincas del Distrito
Federal, fueron forzados a otorgar un préstamo al gobierno. Todo ello dejó a
Guerrero con muy poco apoyo en el momento del levantamiento, orillándolo a
dejar el puesto.21
Así,
Anastasio Bustamante se colocó al frente del país, sostenido por una coalición
heterogénea y, por lo mismo, frágil. Aunado a ello, su gobierno enfrentó un
problema de legitimidad desde un inicio, ya que había prometido restaurar el
orden constitucional; sin embargo, llegó al poder por medio de una rebelión, y
no favoreció el regreso de Manuel Gómez Pedraza, quien era el presidente
constitucional y se encontraba en el exilio. Asimismo, se sirvió de los
militares para controlar a los opositores y darle mayor fuerza al poder
ejecutivo,22 lo cual hizo surgir pronto el descontento.
A lo
largo de 1830, además de esta endeble legitimidad, el gobierno enfrentó el
levantamiento armado de Vicente Guerrero y Juan Álvarez en el sur del país, que
se prolongó hasta 1831. A inicios de dicho año, Guerrero fue capturado. Un
tribunal militar lo juzgó y sentenció a muerte. El exinsurgente fue fusilado el
14 de febrero de 1831.
Tras
estos hechos, la coalición que llevó al poder a Bustamante siguió
fracturándose. Además del descontento y las críticas, la ejecución de Guerrero
provocó que los moderados que en un inicio lo habían apoyado se volvieran en su
contra.23 En la capital, al conocerse la noticia no hubo
mayores sobresaltos, en gran medida porque muchos de los enemigos del gobierno
habían sido exiliados;24 sin embargo, sí hubo muestras de desaprobación, sobre
todo en la prensa. Algunos impresos de oposición salieron a la luz, y también
varios editores de El Sol, periódico que apoyaba al régimen,
renunciaron a la publicación.25
Fue en
ese contexto en el que ocurrió la discusión sobre las mascaradas y la
excomunión. Aunque en esas semanas no surgieron altercados, una movilización de
corte popular no era imposible en la mente de quienes detentaban el poder. El
motín del Parián, de finales de 1828, seguía fresco en las mentes de los “hombres
de bien”, y el temor a la disolución social perduraba. Quizá por todo lo
anterior, Félix Merino buscó matizar -aunque levemente- su reclamo para no
atizar las llamas en un momento en que se mantenía una frágil estabilidad.
Las
diversiones podían servir como una válvula de escape para las tensiones
políticas. Carlos María de Bustamante lo expresó así en su artículo de la Voz
de la Patria, en el que también afirmó: “Además de que proporcionan un
desahogo al ánimo, sirven para que los hombres se amisten y reconcilien,
principalmente en una época en que han estado divididos por partidos, se
ilustren y perciban aquel deleite de una sociedad honesta y encantadora”.26 Los integrantes del gobierno pensaban igual; las
veían como un respiro. Esto lo demuestra el hecho de que, en cuanto se publicó
el edicto, el ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos, José Ignacio
Espinosa, se comunicó con el cabildo eclesiástico a nombre del vicepresidente
Bustamante. Le informó, entre otras cosas, que en adelante no debería promulgar
ningún decreto sin que antes lo conociera el gobierno. Y le pidió que explicara
a los feligreses que la prohibición de las máscaras “para siempre” se refería
sólo al tiempo de Cuaresma.27
Los
militares que sostenían al régimen sabían que no convenía alterar los ánimos de
la población. Un mandato como el que publicó el cabildo eclesiástico podía
generar descontento e incluso desmanes. Y la experiencia reciente dictaba que
cualquier sobresalto público podía ser aprovechado por opositores para
desencadenar un pronunciamiento o una rebelión.
Distinto
a lo que muchos temían, los ánimos no se alteraron gravemente, más allá de la
agitación provocada por Merino la noche del 6 de marzo. En gran medida porque
Merino fue uno de los tantos que desafiaron el edicto. El gobernador del
Distrito Federal ya había dado licencia a los organizadores de bailes. Y éstos
se efectuaron aun a sabiendas de la pena anunciada.28 Así, la amenaza de la excomunión no persuadió a los
habitantes de la ciudad y sí, en cambio, desprestigió a los canónigos y su
decisión, pues fueron atacados desde distintos frentes. Probablemente para
ellos fue difícil aceptar someterse a la voluntad del gobierno civil. Después
de diez días respondieron al ministro Espinosa y al vicepresidente Bustamante
en un tono sumiso. Refirieron y agradecieron la protección que el gobierno les
daba; se comprometieron a consultar con el gobierno los decretos sobre
prohibiciones o censuras que pudieran alterar el orden público; ofrecieron
enviarle al gobernador del distrito copias de dichos documentos; y prometieron
publicar un nuevo edicto -que tardó un año- que restringiera la censura sólo a
la Cuaresma y a procesiones públicas.29
En un
inicio las autoridades eclesiásticas vieron con mejores ojos al gobierno de
Anastasio Bustamante que al de Vicente Guerrero. El alto clero era parte de los
“hombres de bien”, quienes temían la participación política de sectores
populares, promovida por algunos políticos o militares yorkinos. Además,
Guerrero, como se vio líneas atrás, haciendo uso de sus facultades
extraordinarias exigió un préstamo forzoso al cabildo catedralicio de México.
Por ello apoyaron al gobierno de Bustamante, quien los tranquilizó en lo
referente a sus bienes y les garantizó que mantendrían su autonomía y su
injerencia en ámbitos como la educación.30 No obstante, el caso que aquí trato muestra que, aun
con un gobierno afín, para la Iglesia en México era imposible recuperar las
facultades de que gozó en los siglos previos y que comenzó a perder desde
finales del siglo XVIII. El régimen bustamantista no le permitió a la autoridad
eclesiástica una prohibición que podía afectar la estabilidad. El cabildo tuvo
que cumplir la voluntad de la autoridad para seguir disfrutando de su
protección.
El
Estado mexicano, en proceso de formación durante esos años, precisaba
contrarrestar y subordinar a cualquier institución que ostentara más poder. Los
gobiernos republicanos, centralistas o federalistas, buscaron introducirse en
la mayor cantidad de ámbitos y legitimarse. La Iglesia era un obstáculo para
conseguir ese objetivo.31
En la
respuesta de los clérigos al gobierno están los motivos principales -o
verdaderos- por los cuales promulgaron el edicto con un castigo tan severo:
pidieron al gobierno que tomara providencias para que las máscaras no pasaran
de una “diversión honesta” y que prohibiera usar disfraces de santos y de
“personas eclesiásticas y religiosas”. La burla a su jerarquía mediante esta
práctica, que los sacerdotes consideraban impía, era lo que más les inquietaba.
El vicepresidente coincidió en esto y se comprometió a cooperar; pero, al igual
que a los gobernantes de otros años, le fue imposible evitar que los asistentes
a los bailes se vistieran de personajes religiosos.32 Tal parece que estos disfraces eran comunes antes de
1831 y lo siguieron siendo años después.
Implícito
en la postura del cabildo estaba también el temor por el roce de los cuerpos en
los bailes. No era una preocupación nueva, pero era importante para los
religiosos, sobre todo por ser los días previos a la Cuaresma. El cuerpo,
aleccionaba el clero, era el contenedor del alma y debía prepararse para
recibir a la divinidad por medio de la eucaristía. A ojos de los clérigos, el
baile favorecía el descontrol de los impulsos y de los sentidos, lo que abría
la puerta al demonio.33 Las autoridades eclesiásticas luchaban por mantener
el control sobre los cuerpos de los fieles, el cual paulatinamente también
perdían.
La
otra gran preocupación del cabildo, que sí explicitó en su respuesta, era que
circularan libros que originaban la “relajación de costumbres”; relajación de
la cual eran prueba los “irreligiosos disfraces”. Desafortunadamente, no
mencionó el cabildo las obras que deseaba censurar o prohibir. Quizá en el
escrito del coronel Félix Merino se pueden conocer las ideas que dichos textos
difundían.
La
parte más interesante del fuerte reclamo del militar es la que expresa su idea
de la jerarquía eclesiástica: Merino se dijo inmune a la amenaza de excomunión.
Dado que la Iglesia la había usado como instrumento para regir o restringir los
actos de los católicos, ya no pesaba lo mismo que en décadas anteriores. Merino
desafió así a la jerarquía eclesiástica. Orgulloso, aceptó que llevaba un buen
tiempo lejos de ella y planeaba seguir así. Planteó que Dios podía adorarse sin
entrar a los templos, y no veía en riesgo su salvación por no ser enterrado en
un lugar sagrado. Merino ejemplificó, así, una de las transformaciones
ideológicas de la época. A raíz de la Ilustración, muchos individuos que tenían
acceso a la educación creían en la divinidad, pero en una divinidad que no
exigía mayor adoración que la gratitud. La actitud de dichos individuos hacia
la religión y hacia el clero en particular era hostil.34 Merino parece haber adoptado esta postura que muestra
el cuestionamiento de las visiones ontológicas dominantes, uno de los rasgos
fundamentales de la modernidad.35
El
coronel esgrimió críticas a la Iglesia que fueron y han sido comunes. Al
referir los derechos que cobraba por los entierros, aludió a su enriquecimiento
a expensas de los fieles. Y, de forma más clara, expresó que cuando la religión
de Jesucristo tomó un “carácter duro y perseguidor” causó “infinitos males á la
Iglesia” y llenó “el Mundo de sangre”.36
Las
expresiones de Merino reflejan la influencia de la Ilustración. Desde el siglo
XVIII y a lo largo del XIX la Iglesia sufrió por el proceso de secularización,
que era parte de la ideología ilustrada y, en general, de la modernidad. La
religión paulatinamente dejó de ser el centro alrededor del cual giraban las
ideas y los actos de los individuos o las sociedades. El Estado borbón y
después el mexicano contribuyeron a esta transformación en su afán por
imponerse sobre la Iglesia católica. Le quitaron facultades, restaron su
influencia en la sociedad y fijaron la mirada en sus propiedades.
Una
manifestación importante de la secularización fue el anticlericalismo, el cual
creció después de la Independencia. En la década de 1820 liberales como José
Joaquín Fernández de Lizardi repudiaron la riqueza del alto clero, subrayaron
la inutilidad de los frailes y criticaron la negativa de la Iglesia a mostrar
fidelidad al nuevo régimen.37 Las discusiones en torno a la institución católica
fueron frecuentes. Temas como el patronato, la tolerancia religiosa, las propiedades
clericales y su participación en la educación motivaron conflictos desde la
Independencia.38
Los
ataques al clero fueron más intensos en coyunturas específicas. A inicios de
1827, por ejemplo, se supo de una conspiración encabezada por el fraile
dieguino Joaquín Arenas para reinstaurar la monarquía española en México.
Además de aumentar la hispanofobia del momento, el caso desató fuertes
expresiones contra los clérigos. Tras la ejecución de Arenas, en junio de 1827,
un escritor anónimo atacó a frailes y curas. Para “ilustrar al pueblo”, pidió
acabar con algunos de estos personajes: “Una poca de sangre bendita derramada a
tiempo salvará la que debería correr de millones”.39
En
1831, cuando el cabildo eclesiástico publicó su edicto, el ambiente no era tan
abiertamente contrario al clero. Ello no impidió manifestaciones como las de
Félix Merino, lo cual muestra que individuos de diferentes ideologías, de
distintas facciones políticas o de variadas sensibilidades religiosas fueron
receptivos al anticlericalismo. Puede entenderse entonces la preocupación que
el cabildo eclesiástico manifestó en torno a los bailes de máscaras.
Probablemente entre las publicaciones que deseaban censurar, pero que no
mencionaron por nombre, se encontraban aquellas que contenían las ideas
anticlericales. También las que promovían la tolerancia religiosa, que
conllevaba la disminución de la influencia del clero católico en la sociedad y
que defendían personajes como Fernández de Lizardi y Lorenzo de Zavala. En esa
misma Cuaresma de 1831, se difundió el Ensayo sobre tolerancia
religiosa, de Vicente Rocafuerte, lo cual ilustra el ambiente que impregnó
las diversiones y las discusiones que las aludieron.40
En la
respuesta del cabildo eclesiástico al gobierno no aparece la firma del canónigo
Joaquín Ladrón de Guevara, a quien Carlos Bustamante adjudicó la autoría del
edicto y a quien tildó de “muy viejo, muy pesado y muy tonto”. Tal vez para
dicho sacerdote resultaba difícil ceder. Él representaba un resabio del tiempo
anterior a la Independencia. El edicto bien podría verse como un último intento
del clero, en particular de personajes como Guevara, por influir en la sociedad
y por decidir pasando por alto al Estado. Sin embargo, la “relajación” o el
cambio de las costumbres y el menosprecio a las figuras de la Iglesia parecía
inevitable. Ciertos gobernantes pensaban de forma similar, pero esto era una
preocupación menor comparada con otras como la situación política y social, la
crisis económica o la constante amenaza de un pronunciamiento.
Es
sabido que la religión católica y la Iglesia desempeñaron un papel importante
durante todo el siglo XIX. La Independencia no rompió de forma tajante ni mucho
menos cambió en profundidad la religiosidad de la sociedad mexicana. Lo que se
modificó considerablemente fue la relación del Estado con la autoridad
eclesiástica. Muchos gobernantes intentaron disminuir la influencia del clero
entre la población y disponer de los bienes eclesiásticos. La Iglesia
rivalizaba con la autoridad civil en la búsqueda por obtener la fidelidad de
los ciudadanos.41
El
proceso de secularización, surgido desde antes de la Independencia, avanzaba
con un ritmo irregular: a veces acelerado, a veces lento. Aun durante la
administración de los gobiernos más cercanos a la Iglesia podía apreciarse
dicho proceso, como es el caso que he referido.
Así,
con todo y edicto, los pobladores de la ciudad asistieron a los bailes de
máscaras. A principios de abril de 1831, El Sol publicó un
remitido en el que su autor, “Argos”, afirmó que, como en otros años, concurrió
a varias de estas diversiones. En ellas encontró a “un fraile, un beato con su
beata, una muerte, etcétera”.42 El edicto fracasó para los fines que planearon los
sacerdotes.
A
pesar de ello, el 3 de marzo de 1832 -un año después- el cabildo eclesiástico
publicó un nuevo documento en el que afirmó que la prohibición produjo el
efecto deseado, por lo que la levantaron, excepto en lo referente al uso de
disfraces de santos y religiosos. Este nuevo documento lo publicaron hasta que
el gobierno de Bustamante los presionó y les recordó a qué se habían
comprometido varios meses atrás.43 Definitivamente, los miembros del cabildo se
engañaron al afirmar que su edicto había funcionado. O mejor dicho, no
quisieron mostrarse sometidos a la voluntad del gobierno y derrotados ante la
opinión predominante el año anterior.
La
postura de “Argos” resulta interesante. Para él los disfraces no eran un gran
problema, pero sí lo eran las representaciones que ocurrían durante la Semana
Santa en los barrios de la ciudad. Los “centuriones a caballo” y los “fariseos
enmascarados con ridículas figuras” en las procesiones y en los templos le
parecían profanos. Al igual que la venta de figuras de religiosos, santos,
cruces y otras imágenes como juguetes para los niños. Para “Argos”, lo que
realmente ponía en ridículo al catolicismo era la religiosidad popular. El
escritor añadió: “Si en tiempos menos ilustrados que los presentes, se
consideraron las prácticas dichas de utilidad a los cristianos para enseñarlos,
yo estoy persuadido de que ya no deben de usarse en los términos referidos”. Se
preguntó: “¿Y qué dirán de ellas los extranjeros que nos observan?”.44
Como
muchos de sus contemporáneos, “Argos” se asumía en una época ilustrada. En su
opinión los bailes de máscaras se acoplaban bien a ella. Recordemos que Carlos
María de Bustamante también consideraba que en esas diversiones los hombres
podían ilustrarse, y afirmó que en Europa y en la misma Roma “los primeros
personajes” se divertían en las mascaradas. También el ministro de justicia,
José Ignacio Espinosa, refirió que en Roma se llevaban a cabo esas diversiones.45 Por estas razones a los letrados les preocupaba tanto
la opinión que los habitantes y viajeros extranjeros de la ciudad, sobre todo
los europeos, se formaban de la sociedad mexicana. Eran ellos quienes definían
qué tan ilustrados eran los mexicanos. Sin embargo, esa cualidad resultaba
ambigua. Lo que para algunos era ilustrado, para otros era lo contrario. Ante
lo resbaloso del adjetivo, había luchas por apropiárselo. Una de ellas se
desarrolló nueve años después en otra discusión en torno a las mascaradas.
Los bailes de máscaras públicos y la
Ilustración
Hacia
1840, el Teatro Principal y el Teatro de los Gallos eran los mayores escenarios
de la ciudad,46 donde se presentaban las compañías de drama y ópera
de los primeros años del periodo postindependentista.47 Los espectáculos, sin embargo, no siempre eran
rentables, y a los empresarios y directores les costaba trabajo mantener en
buen estado los teatros, así como consolidar a las compañías. Los artistas,
muchos de ellos extranjeros (españoles e italianos, principalmente), terminaban
sus contratos y partían a buscar mejor suerte en otros sitios. Frente a estas
dificultades, los hombres de espectáculo tenían que pensar en otras diversiones
que les permitieran mejorar sus ingresos. Las mascaradas se convirtieron en una
buena alternativa.
A
finales de 1839 la compañía dramática del Teatro Principal, dirigida por el
español Miguel Valleto, pidió permiso al gobernador del departamento de México
para organizar bailes de máscaras públicos en ese recinto en marzo de 1840.
Nunca antes se habían realizado diversiones similares ahí. Como se aprecia en
el apartado anterior, era costumbre hacerlas en casas o en sitios privados.
En su
solicitud la compañía aseguró que en “todas las Naciones”, desde la Antigüedad,
habían existido momentos en los que las distinciones sociales se borraban. Que
en Francia, Inglaterra “y la Europa toda incluso la misma capital del orbe
Cristiano” se organizaban diversos festejos en los días de Carnaval. Y añadió:
Los
gobiernos igualmente han advertido lo útil que es la reunión de los ciudadanos
en un punto fijo en las épocas en que las costumbres del pueblo lo hacen
entregarse á públicos regocijos. Reunidos aquellos en un local determinado, la
policía vela y evita faltas y delitos que le sería imposible estorbar en una
concurrencia privada.48
Esas
razones, sumadas al deseo de que México gozara “de una diversión propia de todo
país civilizado”, fueron los argumentos que usó la compañía de teatro para
pedir el permiso a la autoridad. El gobernador del departamento, Luis Gonzaga
Vieyra, accedió a la petición y aprobó el reglamento propuesto. Éste incluyó,
entre otras, las siguientes especificaciones:
Ningúna
máscara podrá introducirse en el salón con armas de ninguna especie. […]
Habrá
una autoridad que presida la función. […]
El
baile comenzará a las nueve y concluirá á las cinco de la mañana. […]
Cualquiera
de los asistentes que porten careta y se descomidan, se les quitará á presencia
de los concurrentes y se le[s] reprenderá por el Juez. […]
No se
permitirá ningún disfraz de eclesiástico de ambos sexos.49
Así,
desde inicios de 1840, todo estaba dispuesto para la diversión: los bailes de
máscaras se trasladarían a un espacio público; se convertirían en un
espectáculo en el que los asistentes serían protagonistas y, al mismo tiempo,
espectadores. Al gobierno le beneficiaría el carácter público de estas
diversiones. Era, como la compañía dramática lo planteó, la oportunidad de
llevar a un solo sitio diversiones que acostumbraban estar dispersas y lejos de
la vigilancia gubernamental.
Al
frente del gobierno de nuevo se encontraba Anastasio Bustamante, en su segundo
periodo como encargado del poder ejecutivo (1837-1841); ahora en una república
centralista regida por las “Siete Leyes” de 1836. A semejanza de inicios de
1831, Bustamante no contaba con un nutrido apoyo político. Los centralistas,
quienes favorecieron su llegada al poder, estaban decepcionados e inconformes
con la que consideraban una actitud indecisa de Bustamante, y más aún porque el
presidente se acercó a los federalistas moderados al comienzo de su gobierno.
Los federalistas en general se oponían a la constitución que regía al país, y
los más radicales no simpatizaban con el presidente. Por su parte, los
federalistas moderados también se decepcionaron cuando Bustamante no favoreció
un intento de Manuel Gómez Pedraza por reformar la constitución a finales de
1838.50
En
cuanto a su relación con la Iglesia, Bustamante buscó que fuera cordial desde
el principio de su administración; asimismo, según sus contemporáneos, valoraba
el consejo de las autoridades eclesiásticas.51 La Iglesia, por su parte, había apoyado el
establecimiento del centralismo. Después de las reformas y los proyectos del
congreso radical de 1833, que amenazaron los bienes eclesiásticos y sus
prerrogativas, el alto clero tomó una postura más activa contra el liberalismo
que consideraba exaltado, por lo que consideró benéfico el cambio de régimen.
No obstante, pronto tuvo sus reservas, en especial desde que el gobierno de
Bustamante solicitó disponer de las propiedades eclesiásticas como garantía de
los préstamos que solicitó a los agiotistas para sortear la deficiente
recaudación y para enfrentar las guerras con Francia y Texas.52 Todo ello había desgastado la relación del presidente
con la jerarquía eclesiástica. Llevar los bailes de máscaras de las casas al
teatro le permitiría al gobierno estar en buenos términos con ella. Así se
evitarían los abusos de años anteriores, en particular, el
uso de disfraces religiosos que tanto preocupaba.
Cercana
la fecha de los bailes, el prefecto de la ciudad, Tomás de Castro, escribió al
ayuntamiento para que nombrara un juez que presidiera el espectáculo y que
procurara que se cumpliera el reglamento. Castro mencionó que desde 1808,
cuando surgieron los bailes en la capital, había habido desórdenes, en
particular por los disfraces. “Pues habiendo sido los bailes en casas
particulares, han estado fuera de la vista eficaz de la policía, habiendo
disgustado al público sensato y piadoso con los trajes eclesiásticos con que se
han presentado en las calles y Teatro.”53 El prefecto puso en palabras el proceso de transición
de las mascaradas desde la calle y las casas hacia un espacio público bien
delimitado, observable y controlable. Y evidenció el beneplácito con que el
Estado veía este traslado.
La
preocupación que nueve años atrás mostró el cabildo de la catedral la compartía
el gobierno. Puede pensarse que con ello la jerarquía católica estaba tranquila.
Por lo menos ésta no expresó su descontento hacia los bailes públicos: las
mascaradas en carnestolendas eran una costumbre tolerada desde años atrás. Con
tal que el gobierno cuidara sus intereses, los clérigos permanecían en calma. O
también puede ser que, ante la experiencia de nueve años atrás, los hombres de
la Iglesia consideraron más prudente no manifestarse.
Resulta
interesante notar que ya no sólo las autoridades católicas se interesaron en el
control de los cuerpos. Con las medidas que tomó, como restringir el uso de
ciertos disfraces y vigilar el comportamiento, también el gobierno se inmiscuía
en el ámbito corporal. Siguiendo la propuesta de Norbert Elias,54 al promover la autocoacción de los asistentes a los
bailes y el control de los impulsos, el Estado se erigía como civilizador.
Había también en esto una disputa entre las autoridades civiles y la Iglesia.
No
sólo los disfraces preocupaban al gobierno: también los posibles desórdenes.
Por ello, el gobernador Vieyra encargó a Vicente Filisola, comandante general
del departamento, que vigilara el teatro, sus alrededores y la ciudad en las
noches de carnaval. Entre otras cosas, Vieyra le encargó impedir que se
arrojaran “confites, garbanzos, o cualquier otra cosa” desde la cazuela hacia
el patio, es decir, desde la parte más alta del teatro hacia la sección más
cercana al escenario.55 El 1 de marzo, día del primer baile, el gobernador
Vieyra advirtió al ayuntamiento que, en cuanto el orden se alterara, revocaría
el permiso, pues la capital tenía “fijos los ojos en estos espectáculos” que se
habían permitido “para disfrutar de una alegría racional y decente”.56
Es
evidente el temor de los gobernantes por la reunión de tantos individuos
durante tantas horas. Las funciones de teatro no se extendían hasta las cinco
de la mañana y en ellas los asistentes no tomaban bebidas alcohólicas ni danzaban de
un lado para otro. Mucho menos, en medio de un ambiente festivo en el que los
individuos adoptaban un papel radicalmente diferente al cotidiano. A pesar de
ello, parecía mejor que los bailes fueran públicos a que se celebraran en
espacios privados. El recelo de quienes estaban en el poder no era gratuito. La
oposición al régimen existía desde que se instauró el centralismo y la amenaza
de las rebeliones federalistas pendía sobre el gobierno constantemente. De
hecho, los bailes se llevaron a cabo entre rumores de pronunciamientos y con la
noticia de un levantamiento en Yucatán.57
Desde
que se conoció que habría bailes de máscaras en el Teatro Principal, se
pronunciaron distintas voces al respecto. El Museo popular aplaudió
la decisión. A inicios de año, escribió: “Nos alegramos de que en Méjico se
introduzca esta costumbre, admitida de tiempo atrás en Europa; donde, según
parece, se guarda mucho decoro en semejantes funciones. Creemos que nuestro
público hará lo mismo, para dar una prueba de su circunspección y cultura”.58
Los
argumentos de los periódicos eran similares a los de la compañía dramática.
Europa era el ejemplo a seguir y, si ahí se daba ese tipo de diversiones, en
México también debía existir. Al parecer esta forma de razonar se difundió
entre la élite urbana. Pero no todos tenían una visión tan monolítica ni
idealizada de aquel continente. El Duende, un periódico de
oposición, habló sobre los bailes desde inicios de febrero.59 En un artículo se burló del prefecto Tomás de Castro,
quien supuestamente se oponía a las mascaradas, pero “tuvo que agachar la
cabeza” ya que “el compadre […] consiguió una orden de quien más podía”. Dicho
“compadre” era el coronel Manuel Barrera, empresario de la capital, muy cercano
a Anastasio Bustamante.60 “¿Y todo por qué?”, preguntó El Duende.
Y él mismo respondió:
…por beneficiar a los actores; porque el público se
divierta, que está triste; […] porque al ministerio homogéneo le gusta que haya
baile, y siempre es bueno dar gusto a los que pueden dar empleos, favor y
distinciones a nuestros hijos, sobre todo cuando ni los han ganado ni los
merecen […]; y porque en fin, es moda en Europa, y que nosotros no somos menos
que nadie, y debemos marchar con el siglo y no quedarnos atrás en materias de
tanta utilidad; y poco importa que no tengamos que comer, como haya que vender,
ó que empeñar, ó a quien hacer estafa para ir al juego, a las máscaras y a los
toros…61
En la
visión de los editores de El Duende, ¿qué importaba parecerse a
Europa o imitar sus costumbres si la ciudad y el país tenían problemas más
urgentes que atender? No era un reclamo sin fundamento. Los habitantes de la
ciudad, en particular los de los márgenes, corrían el riesgo de contagiarse de
viruela por una epidemia que recorría la urbe. El Cosmopolita denunció
que los cadáveres se llevaban descubiertos de San Pablo al panteón de Santa
Paula. Esos “espectáculos de horror”, afirmaron los editores, afectaban la
moral de los habitantes y corrompían la atmósfera. El periódico pedía al
ayuntamiento que difundiera un método para curar la enfermedad, ya que “los
pobres” no contaban “con los recursos de quienes pueden tener médico a la
cabecera”.62 Según las cifras que Carlos María de Bustamante
registró, tomadas del Diario del Gobierno de la República Mexicana,
entre el 1 de enero y el 7 de febrero de 1840 fallecieron 617 personas.63 La máscara de los pobres era la viruela.
Con el
ambiente enrarecido, el 14 de febrero el Diario del Gobierno publicó
el aviso de los bailes de máscaras en el Teatro Principal. Expresó que el
gobernador concedió el permiso “en testimonio de su notoria ilustración, y de
los nobles deseos que lo animan por contribuir de todos modos a la satisfacción
y desahogo de los apreciables habitantes de esta capital”.64 Pronto se colocaron los carteles de la compañía
dramática con los precios de entrada (dos pesos en palcos y salón, un peso en
la cazuela) y el reglamento aprobado para la ocasión. El cartel aseguraba que
en todo “país culto” se solemnizaban los días de carnaval con bailes de
máscaras públicos. En ellos la vigilancia de la policía “y más que todo la
moralidad y educación” de los concurrentes evitaban la transgresión del orden y
de las “buenas costumbres”. Según el anuncio, a la juventud de México se le
había privado de una diversión pública que en “Venecia, Londres, París y hasta
la misma capital del orbe cristiano” se disfrutaba desde tiempo atrás. El
impreso de la compañía dramática terminaba subrayando que, tras los gastos y
“sacrificios” realizados, correspondía “a los ilustrados mejicanos fomentar esa
diversión propia de todo país civilizado”.65
“Ilustrado”,
“civilizado”, “culto” eran adjetivos que el cartel quería colgarle al país. La
idea que difundía era que imitando las costumbres europeas se podían volver
propias. Pero también el aviso del baile justificaba actos que implicaban un
beneficio económico para los organizadores. Las mascaradas darían ganancias al
empresario y al gobierno. ¿Y qué reproche se les podría hacer si mostrarían a
la ciudad como la capital de una nación ilustrada, civilizada y culta? La
oposición hizo varios: El Duende publicó un largo artículo
para burlarse del aviso y del reglamento. Escribió que causaba “risa oír a
estos pobres hombres hablar de la notoria ilustración” del gobernador Vieyra.
Quien hubiera conocido antes al gobernador -afirmó El Duende-
“creería que las luces les bajan del cielo á ciertas personas tan luego como
empuñan un bastón de mando”. El periódico aprovechó para criticar las pocas
medidas tomadas por el funcionario para mejorar el departamento en los
diferentes ramos como caminos, alumbrado, escuelas, policía o establecimientos
científicos.66
Según El
Duende, Vieyra atropelló las leyes que prohibían las mascaradas. Aunque
eran leyes de siglos anteriores, nadie las había derogado puesto que dichos
recreos siempre habían conducido a desórdenes y excesos. Aseguró El
Duende que “en todos los países cultos” las mascaradas habían estado
prohibidas, aunque habían sido toleradas. El periódico rebatió el argumento de
que dichas leyes ya no eran pertinentes por ser los hombres de la época “más
prudentes e ilustrados”. Citando a un filósofo, cuestionó la idea del progreso:
…nosotros
sólo cambiamos de corteza y de vestido, el fondo permanece el mismo: […] en
nosotros no hay progreso real ni verdadera reforma: no hay más que una forma
nueva aplicada a defectos y pasiones que tienen su origen en el principio del
mundo; y sin embargo cada siglo se aplaude y se acaricia á sí mismo en su
pequeña y necia presunción: él pretende borrar todos los siglos que le han
precedido, y si hubiéramos de creerlo, él solo es el que ha tenido talento y buen
sentido, y el que ha descubierto el verdadero manantial de la felicidad
pública…67
El
Duende criticó el afán ilustrado de concebir
a su época como la mejor que había vivido el hombre. Resulta interesante esta
postura, pues contradice la idea del avance inevitable de la humanidad hacia el
progreso, propia de la modernidad.68 Es también llamativo, porque El Duende era
un periódico liberal y se decía vocero de la “verdadera Ilustración”. La
crítica parece contradictoria; sin embargo, es la forma en que un sector de la
élite intelectual se apropió del término.
A la
compañía dramática también le respondió el diario. Ni su preocupación ni sus
gastos y sacrificios debían estar enfocados a una diversión como las
mascaradas. Su único objeto debía ser “corregir las costumbres”, no
“corromperlas con bailes de máscaras”. Y sobre la presencia de éstos en Europa,
afirmó El Duende que no provenía de la alta cultura ni de la
Ilustración de los países; más bien, de su “licencia y desenfreno” o de “causas
enteramente distintas de la civilización” (como las bacanales en la
Antigüedad). Los gobiernos permitían los bailes de carnaval porque “los
déspotas” no olvidaban la máxima: “Al pueblo es menester darle pan y circo para
que no sienta el peso de sus cadenas ni despierte de su letargo”. Más
adelante El Duende añadió: “No todo lo que hay en Londres y
París es bueno, ni emana de su ilustración”, y recordó la violencia y la
“inmoralidad” (peleas a puñetazos como espectáculo, prostitución, piezas
“obscenas” en los teatros) de esas ciudades.69El Duende invitó,
con sarcasmo, a asistir al baile, advirtiendo con ello de todos los desórdenes
y abusos que podrían desatarse:
Apresuraos
padres de familia, id, llevad allí a vuestras hijas; corred maridos
pundonorosos, llevad allí á vuestras esposas; fomentad esa diversión
propia de todo país civilizado, y nada temáis, que las miradas
atentas de la policía, la moralidad y educación, os ponen á cubierto de
cuanto al oído pueda decírseles á vuestras hijas y consortes; de todo cuanto os
puedan gritar y arrojar de las cazuelas, siendo quizá lo menos los alverjones.
Allí todo ha de ser orden y si por algo se perturbare, inmediato al
salón del baile se venden licores que lo restablecerán en el momento.70
Finalmente, El
Duende se burló del reglamento aprobado. Señaló que las medidas
atentaban contra la libertad de los ciudadanos. Y se preguntó: si las
autoridades temían tantos desórdenes, ¿para qué hacían los bailes? Dijo además
no entender el porqué de la prohibición de vestirse de religioso. En el teatro los
cómicos se vestían de frailes y monjas “para ridiculizar el estado eclesiástico
con los trajes, con las palabras y con las acciones”, pero un cualquiera ¿no
podía “ir disfrazado de monigote?”.71 Al final de su artículo, El Duende afirmó
que los interesados por la moral y la verdadera Ilustración apreciarían
el escrito como lecciones útiles.72
El
Duende mostró una postura diferente
a la del gobierno y a la que parte de la élite tenía. No todo a lo que se
llamaba ilustrado lo era, o mejor dicho, cada uno lo entendía a su manera.
Según el periódico había una “verdadera Ilustración” y ni el gobernador ni las
mascaradas eran parte de ella. Esta idea justificaba la cita filosófica que
negaba el progreso. Se había vuelto común calificar a los individuos y sus actos
como ilustrados para aprobarlos y presentarlos como una versión superior a la
del pasado. Quizá esto era lo pretencioso de la época.
Europa
no era un modelo a seguir para todo y tampoco era homogénea. Como el texto
de El Duende muestra, cuando los gobernantes y escritores
mencionaban el continente, pensaban en Francia e Inglaterra y en menor medida
en Italia, en específico Roma. Estas sociedades no eran monolíticas: en ellas
había prácticas o costumbres ajenas a la Ilustración. No toda Europa ni los oriundos
de dicho continente cabían en el molde ilustrado. La crítica iba contra la
justificación de los gobernantes, pero también contra ciertos habitantes
europeos de la ciudad de México. Dos años atrás, los reclamos de comerciantes
franceses fueron el pretexto para una invasión gala a las costas veracruzanas.
La misma Francia estaba en proceso de aceptar la independencia de Texas, que se
había separado de México en 1836. Y debido a su herencia, que consideraban
negativa, España también era mal vista por muchos liberales, como lo eran los
editores de El Duende.
La
otra preocupación de los escritores y periodistas de la época era la moralidad.
Como señala Fernando Escalante, para los intelectuales y políticos, la
inmoralidad era la causa de gran parte de los males del país y de su
desencanto, y alejaba a la sociedad de la “civilización” y el orden cívico que
imaginaban en otros sitios (Francia, España, Estados Unidos -variaba según la
postura política-).73 Esto se aprecia en el artículo de El Duende,
el cual asociaba la moralidad con el comportamiento racional o ilustrado. Por
ello consideró inmorales los bailes de máscaras y los actos que el festejo
podía provocar. De igual manera veía la embriaguez, las insinuaciones sexuales,
los desórdenes o la violencia.
En
otros casos, como el de Carlos María de Bustamante, la moralidad también
comprendía los valores cristianos. El escritor se expresó sobre los bailes en
un impreso que tituló La verdad sin máscara o las máscaras del
carnaval desmascaradas. A diferencia de nueve años atrás, se opuso a
ellos. En su argumento citó las leyes de Castilla, las cuales establecían que
las mascaradas no iban “conforme al genio y recato de la nación española” y
daban pie a las “ofensas a la majestad divina” y a innumerables males. Para
Bustamante, el gobernador Vieyra había echado por tierra las leyes, las cuales
debían estar por encima de los gobernantes.
Bustamante
también se preocupó por los disfraces. Esto se debía, según afirmó, a lo que
presenció en años anteriores cuando los bailes se prolongaron hasta la noche
del Domingo de Pasión o Domingo de Ramos. A un costado de la catedral se podían
ver reunidos “pontífices, obispos, cardenales, párrocos, y porción de frailes
enlazados del brazo cada uno con una mujer vestida de monja, haciéndose mil
almibaradas, contorciones y requiebros, cual pudieran unos enamorados sin
término”. Para Bustamante estos disfraces, que se burlaban de la religión y sus
ministros, servían para familiarizar “al pueblo con el desprecio a estas
personas venerables, y prepararlo a que llegue un día en que sean objetos de
una desecha persecución y saña”. Como años atrás, admitió que los hombres
necesitaban divertirse; pero ya no incluyó a los bailes en las opciones debido
a su supuesta “inmoralidad”. También reprochó al gobierno que repartiera
licencias, cuando en México abundaba la miseria y en las calles de la capital
se veían pasar los cadáveres de las víctimas de la viruela.74
Carlos
María de Bustamante, como otros actores de la época, recurría a las leyes del
gobierno español para asuntos que aún no habían sido normados por los
mexicanos. Los regímenes postindependentistas no habían derogado ni sustituido
las leyes hispanas, por lo que el escritor y muchos otros las consideraban
vigentes. La legislación creada para la sociedad española siglos atrás pesaba
más que las leyes incompletas de los gobiernos mexicanos. Por ello Bustamante
citó dichas leyes y se opuso a los bailes.75
Aunque
nueve años atrás minimizó la pena de la excomunión, en 1840 Bustamante se
preocupó por las burlas a los clérigos y al culto. Bustamante era profundamente
católico, y también con el transcurrir de los años se convirtió en un recio
defensor de la religión. Le irritaba, por ejemplo, la irreligiosidad del
presidente Anastasio Bustamante o del gobernador Vieyra, así como el desafío
que muchos individuos lanzaban a la Iglesia. Había, en efecto, burlas a ella y
los bailes de máscaras eran una oportunidad inmejorable para hacerlas.
Además
de morales y religiosas, las críticas al gobernador y al presidente eran
políticas. Las cargas fiscales irritaban a las élites, y la leva, a los
sectores populares. Los militares estaban desgastados por el fracaso en Texas y
por combatir con poco éxito las rebeliones federalistas, como la de Yucatán.76 La decisión del gobierno de permitir los bailes de
máscaras públicos proveyó a sus opositores un nuevo pretexto para atacarlo.
A
pesar de la tormenta, los primeros tres días de marzo de 1840 se efectuaron los
primeros bailes de máscaras públicos en el Teatro Principal. Al término de esas
jornadas el coronel José Mejía, alcalde primero del ayuntamiento, escribió un
informe para el gobierno central. Reportó que, pese a los temores preexistentes
de que los bailes tuvieran un carácter “tumultuoso y de licencia”, el orden
reinó. Y que “sin embargo de la muy numerosa concurrencia de máscaras, y de
personas no disfrazadas, mezcladas con aquellas […], no se advirtió la más
mínima falta contra la moralidad y decencia pública, y mucho menos contra el
orden y [la] tranquilidad”.77
Fanny
Calderón de la Barca fue a uno de los bailes. Desde el palco en el que pasó la
velada, entre pasteles y vino, vio a los asistentes bailar valses y galopes
alrededor del lugar. Reseñó la variedad de disfraces: mujeres vestidas de
hombres y viceversa, “poblanas de antifaz, sin medias y con faldas demasiado
cortas; caballeros armados; y buen número de trajes, probablemente prestados
por la guardarropía del teatro, y un contingente aún mayor de lo usual, de
tipos estrafalarios”. Entre las mujeres, según Calderón de la Barca, los
disfraces que predominaron fueron los dominós,78 “adoptados por más encubridores, pues se estima en
poco asistir a estos bailes”.79
A
pesar de lo novedoso y del airado debate que provocaron, las mascaradas
públicas de 1840 resultaron poco extraordinarias. Por lo menos así lo
registraron quienes nos dejaron testimonio. Esto tranquilizó al gobierno
centralista, pues las semanas previas a los bailes estuvieron cargadas de
tensión. El hecho de que transcurrieran sin nada digno de anotar fue un alivio
para las autoridades.
El
ministro español Ángel Calderón de la Barca también dejó testimonio del baile
al que asistió con su esposa la noche del 3 de marzo, martes de carnestolendas.
Anotó en su diario:
El local era muy malo las más de las máscaras gente del
pueblo modistas y artesanos franceses. Las S[eño]ras ó las que pretenden pasar
por tales encerradas en los palcos desdeñando mezclarse con el pueblo y en
silenciosa inanimada postura mirando estúpidamente a los danzantes. Habían
corrido voces de que sucederían desórdenes. Nada ocurrió.80
Aunque
breve, esta descripción de la velada nos ayuda a conocer mejor lo que
significaron los bailes de máscaras en el Teatro Principal. Igual que su
esposa, el ministro mencionó que no era bien visto asistir a estos bailes. Esa
opinión seguramente la transmitieron a los Calderón algunas de las personas con
las que socializaban. Es decir, individuos pertenecientes a la élite
comerciante y propietaria de la capital, algunos de ellos españoles o con
afinidad hacia España. Igualmente personas que, como Carlos María de
Bustamante, se preocupaban por las expresiones anticlericales. Pero los bailes,
aunque mal vistos por algunos, fueron concurridos, incluso por aquellos que los
desdeñaban, como las señoras que se guardaron en sus palcos. Al final, muchos
ocultaban su identidad tras una máscara y asistían a los bailes para participar
en esa simulación pública y vigilada que era un carnaval, ya fuera por simple
curiosidad.
Y si
creemos lo que el ministro Calderón anotó, sabemos que no fue una diversión
exclusiva de las élites. También participaron individuos de sectores medios,
aquellos que podían sortear las barreras económicas que la diversión imponía
(el disfraz, el coche, la entrada). Eran ellos a quienes Calderón se refería
como “gente del pueblo”. Así, aunque separados, distintos sectores de la
sociedad se reunieron como sucedía en las funciones de teatro. Quizá éste fue
otro motivo por el cual ciertos miembros de la élite abiertamente los
despreciaron. Con sus mascaradas privadas en carnestolendas no se mezclaban con
el resto de la sociedad ni revertían el orden social: simplemente se divertían
e imitaban a su modo lo que se hacía en Europa. O bien, preferían permanecer
lejos de la mirada de la autoridad.
Los
motivos del gobernador para permitir los bailes públicos fueron de distinto
orden: intentó restringir el número de mascaradas en domicilios particulares.
Para eso facilitó la creación de un espacio público que le permitía vigilar e
intervenir para evitar alteraciones al orden y ofensas a las autoridades
civiles y eclesiásticas. Si bien el gobernador se ganó una andanada de críticas
y burlas, cumplió con su objetivo.
El
espacio público de los bailes de máscaras puede observarse siguiendo la
propuesta de Geoff Eley. Para él, las barreras que dividen a la esfera pública
de lo privado son permeables, como las que separan a dichas esferas del Estado,
ya que éste busca influir en lo público.81 En los espacios públicos de la ciudad de México
(prensa, cafés, tertulias) había oposición al gobierno. Eran tan importantes
que propiciaban cambios en el régimen. Los bailes de máscaras en casas, al
igual que otras diversiones y espectáculos que se realizaban en la urbe eran
parte de dichos espacios. Por ello, al trasladar las mascaradas a un lugar
vigilado por las autoridades el gobernador buscaba influir en el espacio
público y evitar desafíos a las autoridades eclesiásticas y, sobre todo,
civiles, a las que él representaba.
Otro
interés fue el político. Al parecer las licencias concedidas permitieron a las
autoridades mantener en paz a actores inestables, como los militares, quienes
ese mismo año organizaron bailes particulares incluso durante la Cuaresma.82El Cosmopolita así
lo expresó. Mientras la epidemia de viruela seguía estragando, los gobernantes
pensaban en otra cosa: “Los que han gastado miles de pesos en castillos y
maromas piensan más en la calamidad de perder su puesto, que en la pública que
arrebata á los pimpollos de la república”.83 Finalmente, conceder licencias para las diversiones
beneficiaba al ayuntamiento y al departamento. Los empresarios tenían que pagar
una cuota para obtener el permiso. Ello explica que en los siguientes años, en
los que el régimen estaba tan necesitado de recursos, concediera más licencias
y admitiera bailes durante la Cuaresma.
Los bailes rumbo a medio siglo
En los
años que siguieron a 1840 los bailes de máscaras públicos se consolidaron como
una diversión y un espectáculo propios de la época de carnaval y de Cuaresma.
El tiempo del año pensado por la Iglesia para la reflexión y la penitencia se
convirtió poco a poco en una época para continuar los festejos en los que el
orden social se modificaba y en los que se burlaba públicamente a instituciones
como la eclesiástica. Todo ello era pasado por alto por quienes estaban en el
poder, ante todo porque estas diversiones significaban un ingreso.
En
1841 el prefecto Estevan Villalva autorizó bailes en el Teatro Principal en los
días previos al Miércoles de Ceniza y expuso los motivos de su decisión: dado
que en años recientes las mascaradas se habían vuelto recurrentes, las leyes
que las prohibían no podían seguir vigentes. “Prohibiciones ridículas” (como la
excomunión) no iban a impedir que los ciudadanos organizaran sus diversiones.
Por ello era mejor realizarlas en un punto determinado que pudiera ser vigilado
por la autoridad.84 En 1842 el gobierno concedió una licencia para el
primer domingo de Cuaresma.85 Y en los años siguientes, los permisos se fueron
ampliando. Para 1846 ya eran admitidos en los dos primeros domingos de
Cuaresma. Las diversiones públicas que antes se restringían en esa época ganaron
terreno paulatinamente. Si bien los designios de la Iglesia anteriormente
tampoco se cumplían a cabalidad, no se desobedecían con tal desenvoltura como
en la década de 1840. El dinero fue una pieza clave en este cambio.
Los
bailes se volvieron un ingreso importante para las finanzas del ayuntamiento de
la ciudad. Con el visto bueno del prefecto, los capitulares concedieron
permisos a los empresarios de los teatros -quienes desempeñaron un papel
destacado en el surgimiento y el auge de las mascaradas públicas-: al del
Principal, donde comenzaron los bailes públicos, y al del Teatro Nacional o de
Santa Anna, construido por Francisco Arbeu e inaugurado oficialmente en 1844
con bailes de máscaras. Por cada baile, el ayuntamiento cobraba entre 25 y 50
pesos a los empresarios.86 A pesar de las quejas de estos últimos, los
capitulares difícilmente reducían la cuota, pues sabían que los bailes eran un
buen negocio.
De los
documentos de estos años rescato las adiciones al reglamento, las cuales
permiten pensar en faltas que eran comunes y que los capitulares deseaban
suprimir. Además de las prohibiciones de llevar armas y disfraces de religiosos,
en enero de 1845 el prefecto Francisco Ortiz de Zárate añadió la de la venta de
bebidas alcohólicas. Y dado que era imposible evitar que ciertas personas
llegaran ebrias a los bailes, al notar su estado deberían retirarlas del lugar.
También prohibieron los capitulares entrar con máscara a los palcos y a la
galería alta;87 dicho de otra manera, a los lugares que no contaban
con la vigilancia o la iluminación necesaria. En los primeros se encontraban
los asistentes con más dinero; en la galería, los de las entradas menos
costosas. Quizá consideraban que los desórdenes podían iniciar en esa parte de
los teatros, y las máscaras permitían alterar a la concurrencia de forma
anónima.
Entre
1841 y 1846 Carlos María de Bustamante siguió registrando en su diario las
ocurrencias de los bailes de máscaras en carnestolendas y en Cuaresma. Continuó
quejándose amargamente por su ocurrencia en esas semanas. Además, según anotó,
cada año aumentó la asistencia de, en sus palabras, “gente ordinaria”: “El
pueblo bajo, es decir, […] canalla, que afecta sobrepujar en excesos a la que
se llama gente decente” … “léperos”. En su caracterización, Bustamante englobaba
también a sujetos como los militares o los modistas franceses, hacia quienes
constantemente mostraba desprecio, ya que para él, ellos representaban el
deterioro de las costumbres, se alejaban de su idea de moralidad y dañaban al
catolicismo. En 1846, escribió: “Últimamente la canalla soez de México quiere
alternar con la gente decente. He aquí las causas porque tal vez se logrará en
los años subsecuentes dar por el pie a esta manía tomada por imitación de los
extranjeros, y arbitrio de chuparnos el dinero con el alquiler de sus
vestidos”.88
Escritores
más jóvenes que Bustamante, como Guillermo Prieto y Manuel Payno, apreciaban de
forma un poco distinta los bailes. En la década de 1840 le dedicaron varias
líneas a las mascaradas. Repitieron el argumento de El Duende de
que los bailes no indicaban lo ilustrado de la sociedad
mexicana y criticaron el afán de imitar todo lo europeo irreflexivamente. Pero
al mismo tiempo mostraron cierto deleite por asistir. En sus relatos de
costumbres, publicados bajo seudónimos en los diarios y revistas de la ciudad
de México de los años cuarenta, evidenciaron este gusto y revelaron algunos detalles
de los bailes. Por la tarde muchos enmascarados y comparsas desfilaban a pie o
en coche por el paseo de Bucareli y otros se divertían observándolos e
intentando adivinar quién se escondía tras los disfraces. En la noche, camino
al teatro, los que iban a los bailes y los transeúntes se divertían jugando
bromas, reventando cascarones, gritando, chiflando, insultando e intentando
desenmascarar a los demás. En el baile, en un teatro ricamente decorado, los
disfraces permitían burlarse de las autoridades y de personajes públicos.
Asimismo, el anonimato favorecía divertirse con menos inhibiciones: socializar,
cortejar, bromear con mayor libertad.89
Aunque
los escritores se burlaban de los asistentes que copiaban tristemente modas del
exterior, que se sentían galanes, o de los dandys que se
endeudaban para arreglarse y maquillarse, era innegable que también disfrutaban
de los bailes porque conocían muy bien lo que sucedía en ellos. Décadas más
tarde, Guillermo Prieto rememoró con nostalgia los bailes públicos de “Vieja”,
de “Piñata” y de “Fantasía”, como se les llamó a los de los primeros tres
domingos de Cuaresma. Describió la elegancia de los disfraces y a los
personajes que asistían a ellos.90 Los escritores jóvenes de los cuarenta, aunque
compartieron algunas opiniones con los de mayor edad como Carlos María de
Bustamante, no mostraron la ojeriza que este último sí. Se percibe en esa
década un cambio generacional, que salió a relucir en las opiniones sobre éste
y otros espectáculos.
En sus
recuerdos, Guillermo Prieto lamentó que “las invasiones de ebrios y gente
ordinaria al teatro alejaron á la buena sociedad de él, y comenzó muy
lentamente la marcada decadencia de las máscaras”.91 La predicción de Carlos María de Bustamante resultó
acertada. Los bailes públicos tuvieron su auge a mediados de siglo para después
perder popularidad entre las élites.
Aunque
de distinta forma y en distintos momentos, los dos escritores achacaron
la decadencia de los bailes públicos de máscaras a la
presencia cada vez mayor de individuos de sectores sociales no tan acomodados o
con valores antagónicos a los de la élite intelectual. Es muy probable que
muchas personas dejaran de asistir a los bailes públicos por la presencia de
individuos de los sectores populares. La ausencia de ocupantes de palcos
significó seguramente menores ganancias para los organizadores. Ello puede
explicar el aparente decaimiento de esta diversión en la segunda mitad del
siglo XIX.
Los
bailes de máscaras resultan un gran instrumento para acercarse a ciertos
cambios que la sociedad mexicana experimentó en los años posteriores a la
Independencia. El catolicismo rigió de manera estricta el ritmo de los días y
los años en México hasta bien entrado el siglo XIX. Las diversiones y los
espectáculos públicos que se presentaban en cada época del año dependían del
calendario litúrgico. Pero esto se secularizó. Aunque el calendario no se
modificó, el Estado intervino en él. La Cuaresma dejó de ser un tiempo
exclusivo para lo piadoso. Las disposiciones de los gobiernos civiles así lo
fueron modificando. En este sentido, es visible el crecimiento de una cultura
secular frente a una piadosa, y el desplazamiento de la Iglesia por parte del
Estado.
Los
bailes de máscaras, prohibidos a principios de siglo, fueron tolerados a partir
de 1808. Para 1831 ya eran una costumbre en los días previos a la Cuaresma.
También se volvió común que en ellos los concurrentes se burlaran de las
autoridades religiosas. Un intento de la Iglesia por dar marcha atrás a estas
críticas aumentó su desprestigio y evidenció la separación de la sociedad y el
clero. Hacia 1840, las autoridades y empresarios consideraban los bailes como
un buen negocio económico y político. Para mediados de siglo, a pesar de burlar
los símbolos religiosos, los bailes se aceptaban con naturalidad como un
espectáculo público. Además, se toleraba que se celebraran en los domingos de
Cuaresma. Para una ciudad en la que la Iglesia católica había sido parte
central por tres siglos esto representaba un gran cambio. Si bien anteriormente
también se pasaban por alto muchas normas de la Iglesia, este desafío se hacía
con más restricciones por parte de las autoridades civiles y eclesiásticas y
con menos descaro.
Como
señala Brian Connaughton, la sociedad mexicana conservaba muchas costumbres
religiosas pero también había adquirido o iba incorporando nuevas prácticas y
nuevos valores que se mezclaban con dichas costumbres. Los individuos tenían
diferentes maneras de experimentar o entender una misma religión. Y todo ello
formaba parte del proceso de transformación que se vivía en la nueva nación.92 Un individuo podía ir a misa en la mañana, defender
al gobierno mexicano por la tarde y asistir a un baile de máscaras en la noche
sin abrigar contradicción alguna.
Finalmente,
los casos que aquí estudio muestran que al gobierno le benefició que la
diversión se efectuara en un espacio bien delimitado, en el que podía hacer
sentir su presencia por medio de los funcionarios que vigilaban el orden.
Asimismo, empresarios, artistas y autoridades vieron en los bailes de máscaras
una oportunidad de obtener dividendos a partir de una diversión que causó
entusiasmo entre las élites. La convirtieron en un espectáculo que trasladaron
a escenarios teatrales en aras de obtener ganancias económicas.
Aunque
las élites constriñeron el carnaval a lugares y momentos específicos, ocuparon
parte del tiempo cuaresmal, es decir, traspasaron la barrera que antes dividía
la vida carnavalesca y la vida penitente o contemplativa que, por lo menos en
las intenciones de la Iglesia, seguía a los días de carnestolendas. Ambas
etapas se difuminaron e irrumpieron una en la otra. De esta forma hubo
templados días de carnaval seguidos de gozosos bailes de máscaras durante la
Cuaresma.
·
Archivos
·
Archivo General de la
Nación (AGN), Ciudad de México, México.
·
Archivo Histórico de
la Ciudad de México (AHCM), Ciudad de México, México.
·
El Cosmopolita
·
Diario del
Gobierno de la República Mexicana
·
El Duende
·
El Museo Popular
·
El Sol
·
Voz de la Patria
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NOTAS
1 Este artículo es parte de la investigación que
realicé como estudiante del doctorado en Historia en el Centro de
Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS)
Peninsular, con el apoyo del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología
(CONACYT). Agradezco las sugerencias de mi directora de tesis, Julia Preciado,
y de quienes leyeron alguna versión del texto. Y agradezco al Programa de Becas
Posdoctorales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), por el
apoyo otorgado durante la redacción final del texto.
2El Duende, t. i, 14
de marzo de 1840, 153.
3 Mijail
Bajtin, La cultura popular
en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de François Rabelais,
trad. de Julio Forcat y César Conroy (Madrid: Alianza Universidad, 1998), 13.
4Bajtin, La cultura popular en la Edad Media…,
36-37.
5 Juan
Pedro Viqueira, ¿Relajados
o reprimidos? Diversiones públicas y vida social en la ciudad de México durante
el Siglo de las Luces (México: Fondo de Cultura Económica, 1987),
139-149.
6Viqueira, ¿Relajados o reprimidos?..., 148.
7“Domingo 6 de marzo de 1831”, Carlos
María de Bustamante, Diario
histórico de México 1822-1848, ed. de Josefina Zoraida Vázquez Vera y
Héctor Cuauhtémoc Hernández Silva (México: El Colegio de México/Centro de
Investigación y Estudios Superiores en Antropología Social, 2001), CD-ROM.
8Archivo General de la Nación (en adelante AGN), Justicia
Archivo, v. 121, exp. 1 [2], f. 2.
9 Verónica
Zárate Toscano, “Del regocijo a la
penitencia o del carnaval a la cuaresma en la ciudad de México en el siglo
XIX”, en Gozos y sufrimientos en la historia de México, coord. de
Pilar Gonzalbo y Verónica Zárate (México: El Colegio de México/Instituto de
Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 2007), 207-208.
10El Sol, 6 de marzo de
1831, citado en Luis
Reyes de la Maza, El teatro
en México durante la independencia (1810-1839) (México: Universidad
Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Estéticas, 1969),
262.
11Agradezco a Brian Connaughton esta aclaración.
12“Domingo 6 de marzo de 1831”, Bustamante, Diario
histórico de México…
13“Observaciones legales sobre el edicto publicado el día 6
del presente mes por el Cabildo Eclesiástico de México, contra las máscaras y
bailes”, Voz de la Patria, 10 de marzo de 1831.
14Según mencionó un escritor anónimo en El Sol,
se llegó a decir que el edicto se publicó “porque hubo bailes de máscaras de
hombres y mujeres desnudos y solo las caras cubiertas”. El Sol, 2
de abril de 1831, citado en Reyes de la Maza, El teatro en México…,
263-264.
15“Domingo 6 de marzo de 1831”, Bustamante, Diario
histórico de México…
16AGN, Justicia Archivo, v. 121, exp. 1 [2], fs. 15-16.
17AGN, Justicia Archivo, v. 121, exp. 1 [2], fs. 15-16.
18“Domingo 6 de marzo de 1831”, Bustamante, Diario
histórico de México…
19AGN, Justicia Archivo, v. 121, exp. 1 [2], f. 14.
20Como explica Michael
P. Costeloe, La República
Central en México, 1835-1846. “Hombres de bien” en la época de Santa Anna (México:
Fondo de Cultura Económica, 2000), 35, el “hombre de bien” provenía de los
sectores medios. No se reconocía tanto por su postura política, más bien, por
los valores que defendía. “Era un creyente católico, dotado de un fuerte
sentimiento del honor y la moral, y de suficientes medios financieros para
mantener cierto estilo de vida.”
21 Alfredo
Ávila, “La presidencia de Vicente
Guerrero”, en Gobernantes mexicanos, v. 1, 1821-1910,
coord. de Will Fowler (México: Fondo de Cultura Económica, 2008), 91-95.
22Esto no significó que el régimen instaurara un centralismo de
facto, algo de lo que lo acusaron sus opositores contemporáneos. Como
señala Catherine
Andrews, Entre la espada y
la Constitución. El general Anastasio Bustamante 1780-1853 (Ciudad
Victoria: Universidad Autónoma de Tamaulipas/H. Congreso del Estado de
Tamaulipas, LX Legislatura, 2008), 140-152, Bustamante se pronunció por
restablecer el orden constitucional —federalista—; y si bien destituyó a
funcionarios en los estados, estas medidas se destinaron a quitar del poder a
los yorkinos, no a cambiar el sistema de gobierno.
23 Will
Fowler, Santa Anna. ¿Héroe
o Villano? (México: Crítica, 2018), 222-224.
24Andrews, Entre la espada y la Constitución…,
192.
25 Laura
Martínez Domínguez, “El Sol,
1823-1835. Un periódico político durante la Primera República Federal” (tesis
doctoral, Universidad Nacional Autónoma de México, 2018), 241-246.
26“Observaciones legales”, Voz de la Patria, 10
de marzo de 1831.
27AGN, Justicia Archivo, v. 121, exp. 1 [2], fs. 6-7.
28AGN, Justicia Archivo, v. 121, exp. 1 [2], fs. 3-4;
“Domingo 6 de marzo de 1831”, Bustamante, Diario histórico de México…
29AGN, Justicia Archivo, v. 121, exp. 1 [2], fs. 9-12.
30Andrews, Entre la espada y la Constitución…,
162.
31 Enrique
Dussel, “La Iglesia en el proceso de
la organización nacional y de los Estados en América Latina (1830-1880)”,
en Estado, Iglesia y sociedad en México. Siglo XIX, coord. de
Álvaro Matute, Evelia Trejo y Brian Connaughton (México: Universidad Nacional
Autónoma de México, Facultad de Filosofía y Letras/Miguel Ángel Porrúa, 1995),
63.
32AGN, Justicia Archivo, v. 121, exp. 1 [2], fs. 9-12.
33 Alain
Corbin, “El dominio de la religión”,
en Historia del cuerpo, v. 2, De la Revolución Francesa
a la Gran Guerra, coord. de Alain Corbin (Madrid: Taurus, 2005), 57-86.
34 Eric
Hobsbawm, La era de la
revolución 1789-1848 (Barcelona: Crítica, 2011), 223.
35Me baso en la propuesta de Shmuel
N. Eisenstadt, “Some Observations on
Multiple Modernities”, en Reflections on Multiple Modernities:
European, Chinese and Other Interpretations, ed. de Dominic Sachsenmaier y
Jens Riedel con Shmuel N. Eisenstadt (Leiden: Brill, 2002), 27-41, quien
caracteriza el programa cultural y político de la modernidad con los siguientes
rasgos: la existencia de más de una visión ontológica y la capacidad de poner
estas mismas en duda; el énfasis en la autonomía del hombre, en su capacidad
reflexiva, en la posibilidad que tiene de desempeñar diferentes papeles en la
sociedad, de pertenecer a diferentes comunidades y de influir conscientemente
en la sociedad y en la naturaleza; la legitimidad de diferentes intereses
sociales e individuales y de diversas interpretaciones del bien común; la
transformación del orden político (este campo se abre a diferentes actores y se
modifica por la interacción entre centro y periferia); el surgimiento de nuevas
identidades colectivas; y la autopercepción de las sociedades como “modernas”.
36AGN, Justicia Archivo, v. 121, exp. 1 [2], fs. 15-16.
37 José
Enrique Covarrubias, “Inútil e
insociable. La Iglesia católica según la crítica sociológica de Fernández de
Lizardi, Prieto y Ramírez, 1821-1876”, en El anticlericalismo en
México, coord. de Franco Savarino y Andrea Mutolo (México: Cámara de
Diputados/Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey/Miguel
Ángel Porrúa, 2008), 287-288.
38 Marta
Eugenia García Ugarte,
“Anticlericalismo en México 1824-1891”, en El anticlericalismo en
México, coord. de Franco Savarino y Andrea Mutolo (México: Cámara de
Diputados/Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey/Miguel
Ángel Porrúa, 2008), 320.
39Citado en Torcuato
S. di Tella, Política
nacional y popular en México, 1820-1847 (México: Fondo de Cultura
Económica, 1994), 195-197.
40El Sol, 6 de abril de
1831, 4; Charles
A. Hale, El liberalismo
mexicano en la época de Mora (1821-1853) (México: Siglo XXI, 2005),
168-169.
41Hale, El liberalismo mexicano…, 129.
42El Sol, 2 de abril de
1831, citado en Reyes de la Maza, El teatro en México…, 263-264.
43AGN, Justicia Archivo, v. 121, exp. 1 [2], f. 25.
44El Sol, 2 de abril de
1831, citado en Reyes de la Maza, El teatro en México…, 263-264.
45AGN, Justicia Archivo, v. 121, exp. 1 [2], fs. 3-4;
“Observaciones legales”, Voz de la Patria, 10 de marzo de 1831.
46El Teatro Principal o Coliseo, construido en el siglo
XVIII, se encontraba en la calle de Coliseo (hoy Bolívar, entre 16 de
septiembre y Madero); el espacio donde se encontraba, actualmente lo ocupa un
edificio del Poder Judicial de la Federación. El Teatro de los Gallos, llamado
también Provisional o de la Ópera fue construido en la década de 1820 en lo que
era el palenque de Gallos. Se encontraba en la calle de las Moras, seis cuadras
al norte de la Plaza Mayor (hoy es la calle de República de Bolivia, entre las
de Brasil y Argentina).
47Además de las compañías que presentaban dramas y comedias,
en los años que siguieron a la Independencia hubo distintos intentos por
afianzar a las compañías de ópera con artistas provenientes de Europa. La más duradera,
hasta ese momento, fue la que permaneció de 1831 a 1838, con temporadas poco
exitosas y escasas ganancias para el empresario.
48AGN, Justicia Archivo, v. 121, exp. 1 [1], f. 1
49AGN, Justicia Archivo, v. 121, exp. 1 [1], f. 4.
50Andrews, Entre la espada y la Constitución…,
227-248.
51Andrews, Entre la espada y la Constitución…,
291.
52Costeloe, La República Central en México…,
168-173; Brian
Connaughton, Entre la voz
de Dios y el llamado de la patria. Religión, identidad y ciudadanía en México (México:
Fondo de Cultura Económica/Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, 2010)
227-232; Andrews, Entre la espada y la Constitución…, 291.
53AGN, Justicia Archivo, v. 121, exp. 1 [1], f. 13.
54 Norbert
Elias, El proceso de la
civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas (México:
Fondo de Cultura Económica, 2016).
55AGN, Justicia Archivo, v. 121, exp. 1 [1], f. 18.
56AGN, Justicia Archivo, v. 121, exp. 1 [1], f. 20.
57“Yucatán”, El Cosmopolita, 29 de febrero de
1840, 4; Madame
Calderón de la Barca, La
vida en México durante una residencia de dos años en ese país (México:
Porrúa, 1967), 85.
58“Máscaras”, El Museo popular, t. i, 1840,
66-67.
59El Duende fue
una publicación semanal que circuló entre diciembre de 1839 y mayo de 1840. De
tendencia liberal, con un tono satírico, criticó constantemente al gobierno. La
mayoría de sus artículos están firmados con seudónimos, excepto colaboraciones
de Pedro Fernández del Castillo y remitidos firmados por Manuel Altamirano y
Juan de Dios Cañedo. Miguel
Ángel Castro y Guadalupe Curiel,
coords., Publicaciones periódicas mexicanas del siglo XIX: 1822-1855.
Fondo Antiguo de la Hemeroteca Nacional y Fondo Reservado de la Biblioteca
Nacional de México (Colección Lafragua) (México: Universidad Nacional
Autónoma de México, Coordinación de Humanidades, Instituto de Investigaciones
Bibliográficas, Seminario de Bibliografía Mexicana del Siglo XIX, 2000).
60Entre sus diversos negocios ligados a las diversiones,
Barrera se desempeñó como empresario del Teatro Principal.
61“Contesta Media sotana á su amigo Tente en el aire, que lo
es muy suyo”, El Duende, t. i, 8 de febrero de 1840, 91-93.
62El Cosmopolita, 12 de
febrero de 1840, 4.
63“Jueves 20 de febrero de 1840”, Bustamante, Diario
histórico de México…
64“Máscaras”, Diario del Gobierno de la República
Mexicana, 14 de febrero de 1840, 4.
65AGN, Justicia Archivo, v. 121, exp. 1 [1], f 10.
66“Máscaras”, El Duende, t. i, 22 de febrero de
1840, 109-110.
67“Máscaras”, El Duende, t. i, 22 de febrero de
1840, 111-112.
68Hobsbawm, La era de la revolución…, 239.
69“Máscaras”, El Duende, t. i, 22 de febrero de
1840, 112-114.
70“Máscaras”, El Duende, t. i, 22 de febrero de
1840, 114.
71“Máscaras”, El Duende, t. i, 22 de febrero de
1840, 115-117.
72“Máscaras”, El Duende, t. i, 22 de febrero de
1840, 117.
73 Fernando
Escalante Gonzalbo, Ciudadanos
imaginarios (México: El Colegio de México, 1992), 13-19.
74Carlos María de Bustamante, La verdad sin máscara
o las máscaras del carnaval desenmascaradas, citado en “Anexos. Febrero de
1840”, Bustamante, Diario histórico de México… Al revisar su
diario, el lector recibe la impresión de que, conforme avanzó el tiempo, el
escritor vio con creciente nostalgia los años del gobierno español; o más bien,
fue decepcionándose del rumbo que tomó el nuevo país. A principios de febrero de
1840, por ejemplo, Bustamante anotó en su diario el decoro con que el marqués
de Vivanco, antiguo oficial del ejército del rey, portaba su uniforme. Y lo
comparó con la poca dignidad con que lo llevaban los generales del ejército
mexicano.
75“Sábado 1 de febrero de 1840”, Bustamante, Diario
histórico de México…
76Costeloe, La República Central en México…,
196-207.
77Diario del Gobierno de la República Mexicana, 10 de marzo de 1840, 3.
78El dominó “era una capa amplia y larga con una capucha que
cubría por completo a quien lo portaba, de ahí que se utilizara con cierta
frecuencia […], ya que al tener la mayoría de estas prendas un corte muy
similar facilitaba que quien llevara un dominó pudiera pasar inadvertido o
fuese confundido fácilmente”. Ma.
Esther Pérez Salas, “En busca de un
disfraz para el carnaval. Oportunidad para lucir con ingenio”, Bicentenario. El
ayer y hoy de México 4, n. 13 (2010): 17.
79Calderón de la Barca, La vida en México…, 85.
80 Ángel
Calderón de la Barca, Diario
de Ángel Calderón de la Barca, primer ministro de España en México. Incluye sus
escalas en Cuba, ed., notas, estudio introductorio y epílogo de Miguel
Soto (México: Secretaría de Relaciones Exteriores, Consultoría Jurídica,
Dirección General del Acervo Diplomático/Southern Methodist University/William
P. Clements Center for Southwest Studies, DeGolyer Library, 2012), 83.
81 Geoff Eley, “Nations, Publics, and
Political Cultures: Placing Habermas in the Nineteenth Century”, en Culture/Power/History:
A Reader in Contemporary Social Theory, ed. de Nicholas B. Dirks, Geoff
Eley y Sherry B. Ortner (Princeton: Princeton University Press, 1994), 320.
82“Domingo 8 de marzo de 1840”, Bustamante, Diario
histórico de México…
83El Cosmopolita, 7 de
marzo de 1840, 4.
84AGN, Justicia Archivo, v. 121, exp. 1 [3], fs. 7-8.
85“Domingo 13 de febrero de 1842”, Bustamante, Diario
histórico de México…
86Archivo Histórico de la Ciudad de México (en adelante
ahcm), Ayuntamiento / Gobierno del Distrito, Diversiones
públicas, v. 798, exp. 113, 135, 136, 138, 147, 163 y 169.
87AHCM, Ayuntamiento / Gobierno del Distrito, Diversiones
públicas, v. 798, exp. 147, fs. 2-3.
88“Jueves 3 de febrero de 1842”, “Domingo 13 de febrero de
1842”, “Miércoles de ceniza, 1 de marzo de 1843”, “Miércoles 5 de febrero de
1845” y “Lunes 23 de febrero de 1846”, Bustamante, Diario histórico de
México…
89 Carmen
Alejandra Pascalin Camacho, “Bailes
de máscaras. El carnaval de las élites en la ciudad de México: 1840-1860. El
México que pinta la diversión y la empresa que la llevó a cabo” (tesis de
maestría, Universidad Nacional Autónoma de México, 2009), 89-97.
90 Guillermo
Prieto, Memorias de mis
tiempos (México: Porrúa, 2011), 163.
91Prieto, Memorias de mis tiempos, 163.
92Connaughton, Entre la voz de Dios y el llamado de
la patria…, 70-83.
https://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0185-26202020000100071&lng=es&nrm=iso
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