lunes, 13 de enero de 2025

 

Humillación perpetua: la Inquisición novohispana y la pena de relajación

El escudo que se representa en este cuadro es el blasón de armas de la Inquisición y es posible que su antecedente más remoto sea el escudo que aparece en la portada del Malleus Maleficarum, que fue el manual más importante para la Inquisición sobre brujería. El escudo que se ve en dicho manual, presenta la cruz de doble travesaño; el globo terráqueo -en vez de la imagen urbana que aquí contiene- lleva letras en el interior y el brazo con armadura que aquí aparece, está en diferente posición que el del escudo del Malleus Maleficarum, en donde se ve fuera del campo del escudo. En esta obra la cruz de doble travesaño o patriarcal emerge de la esfera del mundo, como símbolo del triunfo de la religión sobre la tierra, que se decora con construcciones que aluden a las ciudades en que estaba establecida esta institución. En la parte superior, dos medios círculos dentados, concéntricos, simbolizan la "Herética Provita". A la derecha, la espada como símbolo de guerra y de triunfo, y junto a ella la letra I de Inquisición. A la izquierda de la cruz una rama con olivas, la cual está relacionada con la purificación, la victoria y la recompensa de Dios a sus hijos. Junto a esta planta la letra M, de México. El brazo -cubierto por una armadura de hierro y oro- toma la cruz; esta combinación de metales representa la fuerza del brazo de la ley y su incorruptibilidad. El escudo se encuentra sostenido y tocado por dos angelillos que forman parte de la cartela que lo rodea.

https://lugares.inah.gob.mx/en/museos-inah/museo/museo-piezas/8130-8130-10-40380-escudo-de-la-santa-inquisici%C3%B3n.html?lugar_id=472&item_lugar=475&seccion=lugar

La pena de relajación fue el castigo más severo sentenciado por la Inquisición en Nueva España. Dicho castigo, también conocido como “entrega al brazo secular”, se aplicaba cuando el delito de herejía era jurídicamente probado. De esta forma, quienes habían incurrido en dicha transgresión podían hacerse acreedores a tan severa punición. Sin embargo, ¿qué fue la relajación? ¿Por qué su aplicación estaba reservada a los herejes? ¿Cuántos tipos de relajación existieron? ¿Cómo y dónde se realizaba? En este artículo responderemos a estas interrogantes.

Para comenzar mencionaremos que la herejía, a partir del siglo IV, era considerada como una interpretación distinta a lo estipulado por la Iglesia católica. En este sentido, el hereje fue definido como aquel que sostenía una opinión contraria, y por tanto errónea, a lo establecido por la jerarquía eclesiástica de Roma. El hereje, al renegar de Dios, le ofendía de tal manera que debía ser castigado con la pena de muerte; ¿por qué? García-Molina sostiene que “tan grave sanción tenía su razón de ser en que el delito de herejía se había diseñado sobre la plantilla del crimen de lesa majestad humana castigado, siempre, con la pena de muerte” (García-Molina, 2016: 1).

Efectivamente, cuando el cristianismo se estableció como la religión oficial del imperio romano, la herejía se convirtió en un delito de competencia estatal, por lo que comenzó a incluirse en la legislación penal siendo los códigos Teodosiano y Justiniano los referentes más antiguos en los que se mencionan normas relativas a la sanción de los herejes. Precisamente es el código Justiniano el que establece a la herejía como un delito de lesa majestad, concepto que, con el paso de los siglos, sería incorporado no sólo al derecho medieval sino también a los ordenamientos jurídicos de la Iglesia (García-Molina, 2016). Así, el papa Inocencio III es quien califica la herejía como delito de lesa majestad, aunque considerándolo más grave por ser aquí la majestad divina quien recibía la ofensa.

Inocencio III también convocó, en 1215, al IV Concilio de Letrán con la finalidad de renovar el cristianismo, perseguir la herejía y reconstituir a la Iglesia católica. Sobra mencionar que el segundo punto significó un gran reto, ya que los movimientos de cátaros y valdenses, inspirados en el maniqueísmo y en el cristianismo primitivo, pusieron en entredicho lo establecido por la autoridad de Roma (Torres Puga, 2019). En este sentido, el Concilio estableció la confiscación de bienes, la imposibilidad de ocupar cargos públicos, así como la excomunión de todos aquellos que fueran hallados culpables de herejía. Asimismo, introdujo la entrega del hereje al brazo secular lo que significaba que la autoridad civil era la encargada de castigar la herejía con la pena de muerte en la hoguera, pero no de investigarla; es decir, que la búsqueda e investigación de los sospechosos de herejía, la imposición de penas a los culpables, así como su entrega a las autoridades seculares para la aplicación del castigo correspondiente fue competencia de la autoridad eclesiástica.

En lo relativo a la combustión de los herejes, la justificación se encontró en el Antiguo Testamento, específicamente en el Deuteronomio y en el Libro de los Reyes. Pero es en el Nuevo Testamento, concretamente en el Evangelio de San Juan y en las epístolas de San Pablo, donde “todo ello contribuye a que la pena de muerte por el fuego sea considerada de antigua y adecuada aplicación para castigar a los impíos y herejes, ya que era considerada, no sólo la más grave de las penas, sino la más útil, ya que mediante ella -al convertir el cuerpo en cenizas- desaparecía el recuerdo del hereje” (García-Molina, 1999: 81). Si bien el fuego tenía un significado purificador, también representaba erradicación, es decir, la desaparición total, incluida la fama y la memoria, del hereje de la faz de la tierra.

Ahora bien, hay que mencionar que estos conceptos, aplicados durante la denominada Inquisición medieval, encontraron una nueva y poderosa razón de ser en España en el siglo XV. Efectivamente, con los reyes católicos la persecución de la herejía adquirió un novedoso y poderoso resurgimiento, a pesar de la erradicación de cátaros y valdenses. ¿Por qué? Porque la Inquisición española “no combatía una disidencia del cristianismo, sino un fenómeno (cultural y religioso) que había sido creado por la intolerancia creciente contra judíos y conversos del judaísmo” (Torres Puga, 2019: 41).

En efecto, fue el papa Sixto IV quien autorizó a Fernando de Aragón e Isabel de Castilla el establecimiento de una Inquisición en España en 1478, cuya finalidad fue reprimir a aquellos judíos que, en apariencia, se habían convertido al cristianismo pero que en secreto seguían profesando su fe. Estos falsos conversos -también conocidos como “marranos”- serían, en un principio, la razón de ser de la Inquisición, no solo de España sino también en sus posesiones ultramarinas. En este sentido, sabemos que los judíos fueron expulsados de Castilla y Aragón en 1492 y, salvo una conversión sincera al cristianismo, padecieron la persecución inquisitorial. Muchos huyeron a Portugal, donde también fueron expulsados y perseguidos a partir de 1496. Bajo este escenario solo les quedaba huir a Italia, al norte de África o, en su momento, al Nuevo Mundo. Al respecto, García-Molina sostiene que “fueron, precisamente, los judaizantes de origen portugués que habían pasado a México los que, como se verá, protagonizaron la mayoría de las sentencias a relajación […]” (García-Molina, 2016: 5).

A lo anterior habría que agregar que, durante el siglo XVI, el cristianismo sufrió una ruptura nunca vista que dividiría a toda Europa. Los reformadores John Wyclef, Jan Hus, Girolamo Savonarola, Martín Lutero y Juan Calvino, entre otros, criticaron a la Iglesia católica -denunciando sus abusos y corrupción- y plantearon su renovación. De esta forma, ante las críticas y los cuestionamientos, “las inquisiciones de España y Portugal incorporarían a su agenda el combate contra las nuevas doctrinas que en nombre de un cristianismo auténtico negaban la autoridad de Roma” (Torres, 2019: 67). De esta manera, y tras la conquista de México-Tenochtitlán, la mayor preocupación de la Inquisición española fue la de contener la penetración del protestantismo y del judaísmo en territorio americano, así como evitar la contaminación de las almas recién evangelizadas de los indígenas. Por tal motivo, el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición se estableció en Nueva España en 1571. Sin embargo, es necesario mencionar que previo al establecimiento de dicho tribunal existieron dos inquisiciones previas que aplicaron la pena de muerte por combustión.

La primera fue la Inquisición monástica, que va de 1522 a 1533. En esta primera etapa la actividad inquisitorial fue realizada por los prelados de las órdenes mendicantes que arribaron a territorios americanos tras la Conquista, franciscanos y dominicos principalmente. Estos, gracias a una bula emitida por el papa Adriano VI, podían ejercer facultades propias de los obispos y actuar como jueces en materia de fe sin la supervisión de la Inquisición española. Así, se siguieron diversas causas entre las que destacan los procesos seguidos contra Gonzalo de Morales y Hernando Alonso, los cuales fueron condenados a morir en la hoguera por ser herejes judaizantes (Greenleaf, 1995). Ambos fueron penitenciados en el auto de fe de 1528, siendo los primeros relajados en persona reconocidos por la Inquisición de México (García-Molina, 2016).

Durante la Inquisición episcopal (1535-1571), la actividad inquisitorial pasó a ser responsabilidad de los obispos, como fray Juan de Zumárraga, quien fue nombrado primer obispo y arzobispo de México. Zumárraga realizó diversos juicios contra indígenas a los que acusó de herejía, siendo célebre el proceso seguido contra don Carlos Chichimecatecuhtli, cacique de Texcoco y nieto de Nezahualcóyotl; acusado de idolatría, don Carlos fue relajado al brazo secular en 1539. Este castigo le costaría a fray Juan su cargo como inquisidor apostólico al ser considerado en extremo riguroso por las autoridades en España (Greenleaf, 1995).

En este sentido, la arbitrariedad de los inquisidores fue criticada y múltiples peticiones urgieron a la Corona el establecimiento en México de un Tribunal del Santo Oficio subordinado al Consejo de la Suprema y General Inquisición, La Suprema, órgano rector en materia inquisitorial con sede en España. Sobra mencionar que estas peticiones reflejaban lo inadecuado de la Inquisición episcopal donde el abuso del poder clerical era la queja más recurrente, así como la creciente intervención de la autoridad civil en las tareas de la Inquisición. Ésta necesitaba ser centralizada y que su personal estuviera capacitado para hacer frente a la creciente infiltración de herejías que amenazaban la unidad religiosa en territorio americano (Greenleaf, 1995).

De esta forma, el Tribunal del Santo Oficio de Nueva España fue establecido por Real Cédula de Felipe II en 1569. Empero, dicho tribunal entró en funciones hasta 1571, ocupándose principalmente de protestantes y judíos portugueses quienes, tras la unión de las coronas de España y Portugal en 1580, buscaron refugio en territorio americano. En el primer caso, célebres son los procesos seguidos, a partir de 1568, contra los corsarios miembros de la flota del inglés John Hawkins. Estos, a pesar de ser considerados herejes, fueron reconciliados, es decir, fueron perdonados y escaparon a la muerte en la hoguera excepto dos: George Ribley, “luterano locuaz” relajado en 1574, y William Cornelius, entregado al brazo secular en 1575. Con respecto a los judíos, Richard Greenleaf menciona que en 1579 se verificó la primera ejecución de un judío desde 1528, siendo García González Bergemero, procedente de Albuquerque, Portugal, el infortunado en sufrir el rigor de las llamas (Greenleaf, 1995).

Bajo este escenario, y recapitulando lo expuesto líneas arriba sobre la pena de relajación, es momento de explicar en qué consistía y cómo se realizaba dicha punición, no sin antes mencionar que, si bien la Inquisición novohispana gozaba de cierta autonomía con respecto a La Suprema, su desempeño se apegaba a lo estipulado en la normatividad elaborada para tal propósito. En este sentido tanto las Instrucciones de Torquemada (1484), como las de Ávila (1498), así como las Cartas Acordadas, regularon la actividad inquisitorial, incluida la pena de relajación. Sin embargo, hay que mencionar que existieron unas Instrucciones mexicanas (1570) que establecieron que el “Tribunal de México no necesitaba el visado del Consejo de la Suprema para ejecutar las sentencias de relajación en persona, por lo que quedaba en sus manos la responsabilidad total sobre tal decisión” (García-Molina, 2016: 24).

Ahora bien, y hablando de la relajación en persona, ¿en qué casos la Inquisición novohispana aplicó dicha pena? Ésta se utilizaba en tres casos específicos: negación de la herejía, impenitencia y relapsia. Los herejes negativos fueron aquellos que aún comprobada su herejía, negaban su culpabilidad asegurando ser cristianos devotos. Los impenitentes eran los que si bien reconocían su judaísmo, no dejaban de practicarlo. Finalmente, los relapsos eran los que reincidían, es decir, eran aquellos que habían sido procesados con anterioridad y fueron reconciliados y readmitidos -previa abjuración de su falsa doctrina- en el seno de la Iglesia. Esta situación era grave porque dichos herejes previamente habían sido perdonados y aun así recayeron en el “error”. Sobra mencionar que la relapsia fue el caso más común, ya que “la totalidad de los relapsos condenados por el tribunal mexicano lo fueron por judaísmo, excepto uno que lo fue por luteranismo” (García-Molina, 1999: 90).

Claro ejemplo de esta categoría lo encontramos en Luis de Carbajal, el mozo, quien tras haber abjurado y ser reconciliado en 1590, continuó practicando el judaísmo. Procesado por segunda ocasión fue entregado al brazo secular para su ejecución en la hoguera junto con varios miembros de su familia en 1596. Asimismo, Luis de Carbajal también fue calificado como hereje dogmatista, esto es, que además de practicar la ley de Moisés,también la enseñaba. Otro caso de hereje dogmatista fue Baltasar Rodríguez de Carbajal, hermano de Luis, quien logró escapar a la detención y posterior proceso seguido contra su familia. Sin embargo, en el auto de fe de 1590, donde su familia fue reconciliada, incluido su hermano Luis, fue relajado en efigie, es decir, una estatua fue quemada en su representación al ser considerado hereje ausente.

La relajación se aplicaba en persona y en efigie, siendo ésta última un tipo de ejecución sin precedente legal alguno, ni canónico ni civil, que no estaba contenida en las Instrucciones y que su aplicación fue producto de la costumbre (García-Molina, 2016: 37). De esta manera, la relajación en efigie se aplicaba a “ausentes” y difuntos, o sea, a aquellos que no se presentaban cuando eran citados por el tribunal; a los que se fugaban, ya fuera de las cárceles secretas o que evitaban la detención; y a los difuntos, los cuales morían durante el proceso o en prisión.

Por su parte, la relajación en efigie consistía en quemar durante el auto de fe una estatua que representaba al inculpado. Incluso se podían exhumar los restos del hereje que, depositados en una caja de madera, eran incinerados junto con su estatua. Esta característica tan notoria de la Inquisición buscaba la humillación perpetua del relajado, ya que como sostiene García-Molina, “lo que se pretendía era penar lo único que restaba de él: su reminiscencia, el recuerdo de cualquier clase que permaneciera a la vista o en la mente de la colectividad (de ahí la denominación de procesos contra la memoria y fama), que así quedaría infamado para el futuro” (García-Molina, 2016: 41).


A lo anterior se sumaba la excomunión, la confiscación de bienes y la inhabilitación de los descendientes del relajado. Estos evidentemente eran despojados del honor y del aprecio social, por lo que quedaban marcados e imposibilitados de mejores oportunidades en el futuro. Al respecto, las Instrucciones contenían una relación de los cargos públicos y profesiones a los que el infame y sus descendientes, hasta en segundo grado, no tenían derecho. De igual forma, no podían vestir determinadas prendas, utilizar joyas, montar a caballo y portar armas, independientemente de que el infame hubiera sido relajado en persona, en efigie, fuera ausente fugitivo o hubiera muerto.

Concluiremos mencionando que la relajación se verificaba en el auto de fe, especie de escenificación pública donde se leían las sentencias de quienes habían cometido delitos contra la fe y la moral cristianas. De esta manera, si la sentencia era la relajación, el condenado no regresaba al lugar que previamente había ocupado en una grada (a la que sí volvían los infractores menores), sino que inmediatamente era entregado a la autoridad civil, comúnmente el Corregidor de la ciudad, quien se hacía cargo de su custodia y posterior suplicio. Así, la quema del hereje -quien vestía el riguroso sambenito- podía suceder después de haberlo pasado por el garrote, es decir, si el condenado al final mostraba arrepentimiento, pedía perdón por sus errores, reconocía a la religión católica como única y verdadera y besaba un crucifijo, se le concedía la gracia de muerte por estrangulamiento evitando así la ignición en vida, después su cuerpo inerte era incinerado. Aquellos que no se arrepintieron, e incluso reivindicaron su judaísmo, fueron quemados vivos. En el caso de la relajación en efigie, las estatuas -tanto de ausentes y difuntos- portaban el nombre del reo y su delito y eran transportadas por indígenas quienes las colocaban en el tablado, junto a los relajados en persona, para su combustión.


CONSIDERACIONES FINALES

La pena de relajación fue el castigo más severo impuesto por la Inquisición novohispana, desde sus etapas más tempranas hasta su abolición en 1820. Dicha punición, como pudimos observar, fue compleja y diversa su tipología. La mayoría de las sentencias se ejecutaron en aquellos judíos que continuaron practicando su religión cuando anteriormente habían sido reconciliados, motivo por el cual fueron sancionados con llamas vivas de fuego. En este sentido, y contrario a lo que comúnmente se cree, el número de sujetos que padecieron este suplicio -a pesar de la dilatada presencia de la Inquisición en México- asciende a cuarenta y tres personas. Asimismo, delitos como la adivinación, la bigamia, la blasfemia, la brujería y los pactos con el demonio, la lectura y la posesión de libros prohibidos, y la solicitación, entre otros, no fueron castigados con la relajación; estos fueron sancionados con multas, azotes, galeras, vergüenza pública, etc.


Fuentes consultadas

GARCÍA-MOLINA RIQUELME, Antonio M., “La pena de relajación”, en Antonio M.

GARCÍA-MOLINA RIQUELME, El régimen de penas y penitencias en el Tribunal de la Inquisición de México, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1999, pp. 79-212.

GARCÍA-MOLINA RIQUELME, Antonio M., Las hogueras de la Inquisición en México, México, Universidad Nacional Autónoma de México / Instituto de Investigaciones Jurídicas, 2016.

GREENLEAF, Richard E., La Inquisición en Nueva España, siglo XVI, México, Fondo de Cultura Económica, 1995.

TORRES PUGA, Gabriel, Historia mínima de la Inquisición, México, El Colegio de México, 2019.

 

https://apami.home.blog/2022/05/11/humillacion-perpetua-la-inquisicion-novohispana-y-la-pena-de-relajacion/



No hay comentarios:

Publicar un comentario

  ¿Quiénes son los fascistas? Entrevista a Emilio Gentile   En un contexto político internacional en el que emergen extremas der...