Humillación perpetua: la Inquisición novohispana y la
pena de relajación
El escudo que se representa
en este cuadro es el blasón de armas de la Inquisición y es posible que su
antecedente más remoto sea el escudo que aparece en la portada del Malleus Maleficarum, que fue el manual más importante para la
Inquisición sobre brujería. El escudo que se ve en dicho manual, presenta la
cruz de doble travesaño; el globo terráqueo -en vez de la imagen urbana que
aquí contiene- lleva letras en el interior y el brazo con armadura que aquí
aparece, está en diferente posición que el del escudo del Malleus Maleficarum, en donde se ve fuera del campo del escudo. En
esta obra la cruz de doble travesaño o patriarcal emerge de la esfera del
mundo, como símbolo del triunfo de la religión sobre la tierra, que se decora
con construcciones que aluden a las ciudades en que estaba establecida esta
institución. En la parte superior, dos medios círculos dentados, concéntricos,
simbolizan la "Herética Provita". A la derecha, la espada como símbolo
de guerra y de triunfo, y junto a ella la letra I de Inquisición. A la
izquierda de la cruz una rama con olivas, la cual está relacionada con la
purificación, la victoria y la recompensa de Dios a sus hijos. Junto a esta
planta la letra M, de México. El brazo -cubierto por una armadura de hierro y
oro- toma la cruz; esta combinación de metales representa la fuerza del brazo
de la ley y su incorruptibilidad. El escudo se encuentra sostenido y tocado por
dos angelillos que forman parte de la cartela que lo rodea.
https://lugares.inah.gob.mx/en/museos-inah/museo/museo-piezas/8130-8130-10-40380-escudo-de-la-santa-inquisici%C3%B3n.html?lugar_id=472&item_lugar=475&seccion=lugar
La pena de relajación fue el castigo más severo sentenciado por la
Inquisición en Nueva España. Dicho castigo, también conocido como “entrega al
brazo secular”, se aplicaba cuando el delito de herejía era jurídicamente
probado. De esta forma, quienes habían incurrido en dicha transgresión podían
hacerse acreedores a tan severa punición. Sin embargo, ¿qué fue la relajación?
¿Por qué su aplicación estaba reservada a los herejes? ¿Cuántos tipos de
relajación existieron? ¿Cómo y dónde se realizaba? En este artículo
responderemos a estas interrogantes.
Para comenzar mencionaremos que la herejía, a partir del
siglo IV, era considerada como una interpretación distinta a lo estipulado por
la Iglesia católica. En este sentido, el hereje fue definido como aquel que
sostenía una opinión contraria, y por tanto errónea, a lo establecido por la
jerarquía eclesiástica de Roma. El hereje, al renegar de Dios, le ofendía de
tal manera que debía ser castigado con la pena de muerte; ¿por qué?
García-Molina sostiene que “tan grave sanción tenía su razón de ser en que el
delito de herejía se había diseñado sobre la plantilla del crimen de lesa
majestad humana castigado, siempre, con la pena de muerte” (García-Molina,
2016: 1).
Efectivamente, cuando el cristianismo se estableció como
la religión oficial del imperio romano, la herejía se convirtió en un delito de
competencia estatal, por lo que comenzó a incluirse en la legislación penal
siendo los códigos Teodosiano y Justiniano los referentes más antiguos en los
que se mencionan normas relativas a la sanción de los herejes. Precisamente es
el código Justiniano el que establece a la herejía como un delito de lesa
majestad, concepto que, con el paso de los siglos, sería incorporado no sólo al
derecho medieval sino también a los ordenamientos jurídicos de la Iglesia
(García-Molina, 2016). Así, el papa Inocencio III es quien califica la herejía
como delito de lesa majestad, aunque considerándolo más grave por ser aquí la
majestad divina quien recibía la ofensa.
Inocencio III también convocó, en 1215, al IV Concilio de
Letrán con la finalidad de renovar el cristianismo, perseguir la herejía y
reconstituir a la Iglesia católica. Sobra mencionar que el segundo punto
significó un gran reto, ya que los movimientos de cátaros y valdenses,
inspirados en el maniqueísmo y en el cristianismo primitivo, pusieron en
entredicho lo establecido por la autoridad de Roma (Torres Puga, 2019). En este
sentido, el Concilio estableció la confiscación de bienes, la imposibilidad de
ocupar cargos públicos, así como la excomunión de todos aquellos que fueran
hallados culpables de herejía. Asimismo, introdujo la entrega del hereje al
brazo secular lo que significaba que la autoridad civil era la encargada de
castigar la herejía con la pena de muerte en la hoguera, pero no de
investigarla; es decir, que la búsqueda e investigación de los sospechosos de herejía,
la imposición de penas a los culpables, así como su entrega a las autoridades
seculares para la aplicación del castigo correspondiente fue competencia de la
autoridad eclesiástica.
En lo relativo a la combustión de los herejes, la
justificación se encontró en el Antiguo Testamento, específicamente en el
Deuteronomio y en el Libro de los Reyes. Pero es en el Nuevo Testamento,
concretamente en el Evangelio de San Juan y en las epístolas de San Pablo,
donde “todo ello contribuye a que la pena de muerte por el fuego sea
considerada de antigua y adecuada aplicación para castigar a los impíos y
herejes, ya que era considerada, no sólo la más grave de las penas, sino la más
útil, ya que mediante ella -al convertir el cuerpo en cenizas- desaparecía el
recuerdo del hereje” (García-Molina, 1999: 81). Si bien el fuego tenía un
significado purificador, también representaba erradicación, es decir, la
desaparición total, incluida la fama y la memoria, del hereje de la faz de la
tierra.
Ahora bien, hay que mencionar que estos conceptos,
aplicados durante la denominada Inquisición medieval, encontraron una nueva y
poderosa razón de ser en España en el siglo XV. Efectivamente, con los reyes
católicos la persecución de la herejía adquirió un novedoso y poderoso
resurgimiento, a pesar de la erradicación de cátaros y valdenses. ¿Por qué?
Porque la Inquisición española “no combatía una disidencia del cristianismo,
sino un fenómeno (cultural y religioso) que había sido creado por la
intolerancia creciente contra judíos y conversos del judaísmo” (Torres Puga,
2019: 41).
En efecto, fue el papa Sixto IV quien autorizó a Fernando
de Aragón e Isabel de Castilla el establecimiento de una Inquisición en España
en 1478, cuya finalidad fue reprimir a aquellos judíos que, en apariencia, se
habían convertido al cristianismo pero que en secreto seguían profesando su fe.
Estos falsos conversos -también conocidos como “marranos”- serían, en un
principio, la razón de ser de la Inquisición, no solo de España sino también en
sus posesiones ultramarinas. En este sentido, sabemos que los judíos fueron
expulsados de Castilla y Aragón en 1492 y, salvo una conversión sincera al
cristianismo, padecieron la persecución inquisitorial. Muchos huyeron a
Portugal, donde también fueron expulsados y perseguidos a partir de 1496. Bajo
este escenario solo les quedaba huir a Italia, al norte de África o, en su
momento, al Nuevo Mundo. Al respecto, García-Molina sostiene que “fueron,
precisamente, los judaizantes de origen portugués que habían pasado a México
los que, como se verá, protagonizaron la mayoría de las sentencias a relajación
[…]” (García-Molina, 2016: 5).
A lo anterior habría que agregar que, durante el siglo
XVI, el cristianismo sufrió una ruptura nunca vista que dividiría a toda
Europa. Los reformadores John Wyclef, Jan Hus, Girolamo Savonarola, Martín
Lutero y Juan Calvino, entre otros, criticaron a la Iglesia católica
-denunciando sus abusos y corrupción- y plantearon su renovación. De esta
forma, ante las críticas y los cuestionamientos, “las inquisiciones de España y
Portugal incorporarían a su agenda el combate contra las nuevas doctrinas que
en nombre de un cristianismo auténtico negaban la autoridad de Roma” (Torres,
2019: 67). De esta manera, y tras la conquista de México-Tenochtitlán, la mayor
preocupación de la Inquisición española fue la de contener la penetración del
protestantismo y del judaísmo en territorio americano, así como evitar la
contaminación de las almas recién evangelizadas de los indígenas. Por tal
motivo, el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición se estableció en Nueva
España en 1571. Sin embargo, es necesario mencionar que previo al
establecimiento de dicho tribunal existieron dos inquisiciones previas que
aplicaron la pena de muerte por combustión.
La primera fue la Inquisición monástica, que va de 1522 a
1533. En esta primera etapa la actividad inquisitorial fue realizada por los
prelados de las órdenes mendicantes que arribaron a territorios americanos tras
la Conquista, franciscanos y dominicos principalmente. Estos, gracias a una
bula emitida por el papa Adriano VI, podían ejercer facultades propias de los
obispos y actuar como jueces en materia de fe sin la supervisión de la
Inquisición española. Así, se siguieron diversas causas entre las que destacan
los procesos seguidos contra Gonzalo de Morales y Hernando Alonso, los cuales
fueron condenados a morir en la hoguera por ser herejes judaizantes (Greenleaf,
1995). Ambos fueron penitenciados en el auto de fe de 1528, siendo los primeros
relajados en persona reconocidos por la Inquisición de México (García-Molina,
2016).
Durante la Inquisición episcopal (1535-1571), la
actividad inquisitorial pasó a ser responsabilidad de los obispos, como fray
Juan de Zumárraga, quien fue nombrado primer obispo y arzobispo de México.
Zumárraga realizó diversos juicios contra indígenas a los que acusó de herejía,
siendo célebre el proceso seguido contra don Carlos Chichimecatecuhtli, cacique
de Texcoco y nieto de Nezahualcóyotl; acusado de idolatría, don Carlos fue
relajado al brazo secular en 1539. Este castigo le costaría a fray Juan su
cargo como inquisidor apostólico al ser considerado en extremo riguroso por las
autoridades en España (Greenleaf, 1995).
En este sentido, la arbitrariedad de los inquisidores fue
criticada y múltiples peticiones urgieron a la Corona el establecimiento en
México de un Tribunal del Santo Oficio subordinado al Consejo de la Suprema y
General Inquisición, La Suprema, órgano rector en materia inquisitorial con sede en
España. Sobra mencionar que estas peticiones reflejaban lo inadecuado de la
Inquisición episcopal donde el abuso del poder clerical era la queja más
recurrente, así como la creciente intervención de la autoridad civil en las
tareas de la Inquisición. Ésta necesitaba ser centralizada y que su personal
estuviera capacitado para hacer frente a la creciente infiltración de herejías
que amenazaban la unidad religiosa en territorio americano (Greenleaf, 1995).
De esta forma, el Tribunal del Santo Oficio de Nueva
España fue establecido por Real Cédula de Felipe II en 1569. Empero, dicho
tribunal entró en funciones hasta 1571, ocupándose principalmente de
protestantes y judíos portugueses quienes, tras la unión de las coronas de
España y Portugal en 1580, buscaron refugio en territorio americano. En el
primer caso, célebres son los procesos seguidos, a partir de 1568, contra los
corsarios miembros de la flota del inglés John Hawkins. Estos, a pesar de ser
considerados herejes, fueron reconciliados, es decir, fueron perdonados y
escaparon a la muerte en la hoguera excepto dos: George Ribley, “luterano
locuaz” relajado en 1574, y William Cornelius, entregado al brazo secular en
1575. Con respecto a los judíos, Richard Greenleaf menciona que en 1579 se
verificó la primera ejecución de un judío desde 1528, siendo García González
Bergemero, procedente de Albuquerque, Portugal, el infortunado en sufrir el
rigor de las llamas (Greenleaf, 1995).
Bajo este escenario, y recapitulando lo expuesto líneas arriba
sobre la pena de relajación, es momento de explicar en qué consistía y cómo se
realizaba dicha punición, no sin antes mencionar que, si bien la Inquisición
novohispana gozaba de cierta autonomía con respecto a La Suprema, su desempeño se
apegaba a lo estipulado en la normatividad elaborada para tal propósito. En
este sentido tanto las Instrucciones de Torquemada
(1484), como las de Ávila (1498), así como las Cartas Acordadas, regularon la
actividad inquisitorial, incluida la pena de relajación. Sin embargo, hay que
mencionar que existieron unas Instrucciones mexicanas
(1570) que establecieron que el “Tribunal de México no necesitaba el visado del
Consejo de la Suprema para ejecutar las sentencias de relajación en persona,
por lo que quedaba en sus manos la responsabilidad total sobre tal decisión”
(García-Molina, 2016: 24).
Ahora bien, y hablando de la relajación en persona, ¿en
qué casos la Inquisición novohispana aplicó dicha pena? Ésta se utilizaba en
tres casos específicos: negación de la herejía, impenitencia y relapsia. Los
herejes negativos fueron aquellos que aún comprobada su herejía, negaban su
culpabilidad asegurando ser cristianos devotos. Los impenitentes eran los que
si bien reconocían su judaísmo, no dejaban de practicarlo. Finalmente, los
relapsos eran los que reincidían, es decir, eran aquellos que habían sido
procesados con anterioridad y fueron reconciliados y readmitidos -previa
abjuración de su falsa doctrina- en el seno de la Iglesia. Esta situación era
grave porque dichos herejes previamente habían sido perdonados y aun así
recayeron en el “error”. Sobra mencionar que la relapsia fue el caso más común,
ya que “la totalidad de los relapsos condenados por el tribunal mexicano lo
fueron por judaísmo, excepto uno que lo fue por luteranismo” (García-Molina,
1999: 90).
Claro ejemplo de esta categoría lo encontramos en Luis de
Carbajal, el mozo, quien tras haber abjurado y ser reconciliado en 1590, continuó
practicando el judaísmo. Procesado por segunda ocasión fue entregado al brazo
secular para su ejecución en la hoguera junto con varios miembros de su familia
en 1596. Asimismo, Luis de Carbajal también fue calificado como hereje
dogmatista, esto es, que además de practicar la ley de Moisés,también la
enseñaba. Otro caso de hereje dogmatista fue Baltasar Rodríguez de Carbajal,
hermano de Luis, quien logró escapar a la detención y posterior proceso seguido
contra su familia. Sin embargo, en el auto de fe de 1590, donde su familia fue
reconciliada, incluido su hermano Luis, fue relajado en efigie, es decir, una
estatua fue quemada en su representación al ser considerado hereje ausente.
La relajación se aplicaba en persona y en efigie, siendo
ésta última un tipo de ejecución sin precedente legal alguno, ni canónico ni
civil, que no estaba contenida en las Instrucciones y que su
aplicación fue producto de la costumbre (García-Molina, 2016: 37). De esta
manera, la relajación en efigie se aplicaba a “ausentes” y difuntos, o sea, a
aquellos que no se presentaban cuando eran citados por el tribunal; a los que
se fugaban, ya fuera de las cárceles secretas o que evitaban la detención; y a
los difuntos, los cuales morían durante el proceso o en prisión.
Por su parte, la relajación en efigie consistía en quemar
durante el auto de fe una estatua que representaba al inculpado. Incluso se
podían exhumar los restos del hereje que, depositados en una caja de madera,
eran incinerados junto con su estatua. Esta característica tan notoria de la
Inquisición buscaba la humillación perpetua del relajado, ya que como sostiene
García-Molina, “lo que se pretendía era penar lo único que restaba de él: su
reminiscencia, el recuerdo de cualquier clase que permaneciera a la vista o en
la mente de la colectividad (de ahí la denominación de procesos contra la
memoria y fama), que así quedaría infamado para el futuro” (García-Molina,
2016: 41).
A lo anterior se sumaba la excomunión, la confiscación de
bienes y la inhabilitación de los descendientes del relajado. Estos
evidentemente eran despojados del honor y del aprecio social, por lo que
quedaban marcados e imposibilitados de mejores oportunidades en el futuro. Al
respecto, las Instrucciones contenían una
relación de los cargos públicos y profesiones a los que el infame y sus
descendientes, hasta en segundo grado, no tenían derecho. De igual forma, no podían
vestir determinadas prendas, utilizar joyas, montar a caballo y portar armas,
independientemente de que el infame hubiera sido relajado en persona, en
efigie, fuera ausente fugitivo o hubiera muerto.
Concluiremos mencionando que la relajación se verificaba
en el auto de fe, especie de escenificación pública donde se leían las
sentencias de quienes habían cometido delitos contra la fe y la moral
cristianas. De esta manera, si la sentencia era la relajación, el condenado no
regresaba al lugar que previamente había ocupado en una grada (a la que sí
volvían los infractores menores), sino que inmediatamente era entregado a la
autoridad civil, comúnmente el Corregidor de la ciudad, quien se hacía cargo de
su custodia y posterior suplicio. Así, la quema del hereje -quien vestía el
riguroso sambenito- podía suceder después de haberlo pasado por el garrote, es
decir, si el condenado al final mostraba arrepentimiento, pedía perdón por sus
errores, reconocía a la religión católica como única y verdadera y besaba un
crucifijo, se le concedía la gracia de muerte por estrangulamiento evitando así
la ignición en vida, después su cuerpo inerte era incinerado. Aquellos que no
se arrepintieron, e incluso reivindicaron su judaísmo, fueron quemados vivos.
En el caso de la relajación en efigie, las estatuas -tanto de ausentes y
difuntos- portaban el nombre del reo y su delito y eran transportadas por
indígenas quienes las colocaban en el tablado, junto a los relajados en
persona, para su combustión.
CONSIDERACIONES
FINALES
La pena de relajación fue el castigo más severo impuesto
por la Inquisición novohispana, desde sus etapas más tempranas hasta su
abolición en 1820. Dicha punición, como pudimos observar, fue compleja y
diversa su tipología. La mayoría de las sentencias se ejecutaron en aquellos
judíos que continuaron practicando su religión cuando anteriormente habían sido
reconciliados, motivo por el cual fueron sancionados con llamas vivas de fuego.
En este sentido, y contrario a lo que comúnmente se cree, el número de sujetos
que padecieron este suplicio -a pesar de la dilatada presencia de la
Inquisición en México- asciende a cuarenta y tres personas. Asimismo, delitos
como la adivinación, la bigamia, la blasfemia, la brujería y los pactos con el
demonio, la lectura y la posesión de libros prohibidos, y la solicitación,
entre otros, no fueron castigados con la relajación; estos fueron sancionados
con multas, azotes, galeras, vergüenza pública, etc.
Fuentes consultadas
GARCÍA-MOLINA RIQUELME, Antonio M., “La pena de
relajación”, en Antonio M.
GARCÍA-MOLINA RIQUELME, El régimen de penas y
penitencias en el Tribunal de la Inquisición de México, México, Universidad
Nacional Autónoma de México, 1999, pp. 79-212.
GARCÍA-MOLINA RIQUELME, Antonio M., Las hogueras de la Inquisición
en México, México, Universidad Nacional Autónoma de México / Instituto de
Investigaciones Jurídicas, 2016.
GREENLEAF, Richard E., La Inquisición en Nueva España,
siglo XVI, México, Fondo de Cultura Económica, 1995.
TORRES PUGA, Gabriel, Historia mínima de la
Inquisición, México, El Colegio de México, 2019.
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