Tartessos y las colonizaciones
Introducción
histórica a Tartessos y las colonizaciones
La Península
Ibérica en la Antigüedad
La Península Ibérica, conocida como Iberia por los griegos y como Hispania por los romanos, constituye la más
occidental de las tres grandes penínsulas de Europa que se adentran en el mar
Mediterráneo, el Mare Nostrum, de los romanos.
Esta situación, que la convertía en el finis terrae del mundo conocido en la Antigüedad, ha
contribuido a darle a lo largo de toda su historia una marcada personalidad,
acentuada por las claras diferencias que ofrece de Este a Oeste, desde el
Mediterráneo al Atlántico, y las todavía más apreciables de Sur a Norte, desde
la soleada Costa del Sol y la semidesértica Almería hasta las montañosas y
húmedas regiones septentrionales. Si a estas circunstancias geográficas
añadimos su diversidad morfológica, pues predominan las tierras silíceas al
Occidente, las calizas en las regiones mediterráneas y las cuencas
sedimentarias en la Meseta y en los valles del Ebro y del Guadalquivir, se
comprende su marcada diversidad, que permite considerarla como un auténtico
«microcontinente».
A esta variabilidad geográfica interna se
debe añadir el factor que supone su situación en el Suroeste de Europa, abierta
al mundo atlántico y al mediterráneo, así como al de más allá de los Pirineos,
sin olvidar su proximidad al Norte de África, de la que sólo la separa el
Estrecho de Gibraltar.
Esta situación explica las diversas
corrientes culturales y, en parte, también étnicas, que afectaron a la
Península Ibérica en este periodo crucial del final de su Prehistoria, justo
cuando aparecen las primeras alusiones a ella en textos escritos y se produce
un incesante aumento cualitativo y cuantitativo de sus contactos con el
exterior. Dichas corrientes contribuyeron a enmarcar su desarrollo cultural
dentro de otros ámbitos culturales más o menos próximos, en los que más o menos
parcialmente quedaba integrada.
En el último milenio a. C., tres grandes
corrientes culturales afectan a las distintas regiones de la Península Ibérica,
actuando de distinto modo según su más o menos favorable situación geográfica y
la capacidad de asimilación de su substrato cultural. Una es de tipo atlántico,
explicable por la proximidad de las formas de vida y mentalidad de todas las
regiones ribereñas atlánticas del Occidente de Europa. Estas semejanzas se
remontan al menos a la neolitización megalítica, con
contactos que se incrementan a partir del Campaniforme y a lo largo de la Edad del Bronce, favorecidos por el intercambio de metales, aunque en cada región
dieron como resultado formas culturales propias. El influjo atlántico resulta
evidente en las regiones occidentales de la Península, en las que cabría
incluir la Andalucía Occidental y parte de la Meseta. Tales regiones eran
precisamente las más metalíferas y estaban habitadas por poblaciones de
carácter indoeuropeo muy primitivas, probablemente con raíces comunes en todas
esas regiones atlánticas.
Otra corriente etnocultural es la llegada a
través de los Pirineos, especialmente por los pasos occidentales. Por esta vía
penetran desde fines del II milenio a. C. los
llamados Campos de Urnas, que se extendieron, progresivamente, por
Cataluña, el Valle del Ebro y la parte septentrional de la Comunidad
Valenciana, aportando importantes cambios en la cultura material y en la
organización social, así como en el campo lingüístico, pues por esta vía, que
actúa de forma intermitente desde el Bronce Final hasta la conquista de las Galias por César, han debido
penetrar las poblaciones conocidas como celtas.
Finalmente, está el Mediterráneo, cuna de la
civilización, gran crisol de culturas y vía de contacto entre todas sus
poblaciones ribereñas. Este mar, por el que ya había llegado la domesticación
de plantas y animales en el Neolítico, se convierte progresivamente en la
principal vía de entrada de estímulos culturales, pues por ella llegaron los pueblos colonizadores de la
Antigüedad, como fenicios,
griegos, púnicos y, finalmente, romanos. Desde el Bronce Final, a fines
del II milenio a. C., se constatan viajes exploratorios de
gentes del Oriente del Mediterráneo y del Egeo que proseguían unos primeros
contactos de época micénica, abriendo las vías de navegación y nuevas formas de
intercambio en un mundo entonces alejado y desconocido. Siguiendo estas
tradiciones «precoloniales», a partir del siglo VIII a. C. llegó la colonización fenicia, bien documentada
en las costas meridionales de la Península desde la desembocadura del río
Segura en Alicante hasta la del Tajo en Portugal, aunque su foco principal debe
considerarse Cádiz. Los fenicios introdujeron el hierro, el torno de alfarero,
los pesos y medidas, la arquitectura urbana, el policultivo mediterráneo
(asociación de trigo, vid y olivo), la idea de ganancia, monarquías sacras,
etcétera, contribuyendo estos contactos a la aparición de una nueva
organización social, jerarquizada y basada en nuevas concepciones religiosas, que explican el origen de la cultura
tartésica.
Tras los fenicios, en torno a fines del
siglo VII a. C., hizo su aparición el comercio griego del Asia Menor,
inicialmente de Samos, como indica el fabuloso viaje de Kolaios a Tartessos. A partir del
siglo VI, los griegos de Focea, pequeña ciudad jonia que hacia el
600 a. C. había fundado Massalia (Marsella)
y Emporion (Ampurias), desde estas
colonias fueron extendiendo sus redes comerciales y su influjo cultural por
todas las costas levantinas y del Sureste peninsular para alcanzar Tartessos, penetrando desde
allí hacia la Andalucía oriental. Tras la profunda crisis colonial que supuso
en el siglo VI a. C. la conquista de Tiro y Focea por Babilonia
y Persia y tras el enfrentamiento entre griegos y púnicos en el Mediterráneo
occidental, poco a poco surgió la presencia hegemónica de los púnicos de Cartago, lo que obligó a
los focenses, sus rivales en Occidente, a aliarse a Roma desde fechas muy
tempranas. Los púnicos controlaban las costas meridionales de Hispania y, desde
Ibiza, sus principales vías de acceso, heredando la tradición comercial y
cultural del mundo fenicio, hasta que, en su enfrentamiento a Roma, en la
segunda mitad del siglo III a. C., bajo el dominio de los Bárquidas, emprenden en la
Península Ibérica una política imperialista de tipo helenístico, hecho que tuvo
una amplia repercusión en el mundo indígena y que fue la causa determinante de
la presencia de Roma en Hispania.
En efecto, aunque estos contactos coloniales
tenían una finalidad básicamente económica, pues se basaban en las grandes
ganancias que producía la adquisición de materias primas peninsulares, como
oro, plata, estaño, cobre y, seguramente, esclavos, a cambio de objetos
elaborados, como cerámicas, vasos de bronce, marfiles tallados, joyas y tejidos,
adquiridos por las élites locales, este tipo de comercio daría lugar
progresivamente a instalaciones coloniales que permitirían un contacto más
estrecho con el mundo indígena, contribuyendo a su progresiva aculturación y,
al mismo tiempo, a la inclusión de estas alejadas regiones del finis terrae en la economía mundial dirigida
por los grandes imperios de Oriente, a los que los fenicios servían de
suministradores de materias primas. Pero, además, estos distintos procesos
coloniales, dada la superioridad cultural del mundo colonial, dieron lugar a un
continuo proceso de aculturación, al actuar sobre el mundo indígena como un
fermento que estimulaba su propio desarrollo, tanto más acentuado cuanto más
estrecho fueran los contactos y mayor fuera la capacidad de asimilación.
Gracias a este proceso, las zonas de desarrollo más favorable, como Tartessos y
el área meridional del mundo ibérico, al alcanzar un nivel
cultural mayor, acabaron por convertirse en focos de aculturación de las
poblaciones limítrofes, especialmente de las situadas más al interior,
contribuyendo de este modo poco a poco a difundir las nuevas formas de vida
urbana que suponía este proceso de «mediterraneización». En consecuencia, se
fue acelerando la tendencia al desarrollo de todos los pueblos, en la esfera
económica, social e ideológica, según su capacidad y sus propias pautas, pero
también siguiendo una tendencia general, ya que su final lógico no era otro que
aproximarse a mayores niveles de civilización, cuya culminación representa Roma
en la Antigüedad.
Pero, paralelamente, los contactos crecientes
con el mundo colonial y el citado desarrollo del mundo indígena ayudan a
comprender los complejos fenómenos de etnogénesis a los que se ha hecho
referencia, pues los distintos influjos coloniales, al actuar de distinto modo
según las zonas geográficas afectadas y la mayor o menor capacidad receptora
del substrato, contribuyeron a reforzar la personalidad de las diversas
formaciones étnicas, aunque todas ellas ofrecían, como se ha señalado,
características comunes y una tendencia general hacia formas de vida cada vez
más desarrolladas y próximas al mundo urbano.
Este factor geográfico se refleja en el
complejo proceso de etnogénesis que ofrece la Península Ibérica a lo largo
del I milenio a. C., en el que se formaron los diversos pueblos
prerromanos a los que se enfrentarían los romanos. De este modo se explica que,
a la llegada de Roma, Hispania ofreciera una mayor diversidad étnica y
cultural que cualquier otra región europea, sin excluir la misma Italia o los
Balcanes, dado su claro gradiente de diferenciación cultural de Norte a Sur y
de Este a Oeste. Esta diferencia del desarrollo se comprende por la mayor o
menor apertura al Mediterráneo y a sus vivificantes influjos culturales,
acentuada por la diversidad geográfica, apenas uniformada por la gran Meseta
Central que actuaba como área de contacto y que, al mismo tiempo, generaba
tendencias centrífugas hacia las regiones periféricas, más abiertas al
exterior, dada su mayor fuerza demográfica y su posición central, lo que
explica su papel en la transmisión de estímulos culturales. Además, la
interacción continua entre unos grupos y otros dio como resultado un cuadro que
debería aproximarse bastante más a un «mosaico» étnico que a espacios
homogéneos delimitados por fronteras definidas como las que se utilizan para
expresar los supuestos territorios étnicos, pues en numerosas zonas, si no en
la mayoría, predominarían fenómenos de interetnicidad, no sólo en sentido
espacial, sino también en el social y cultural, que resultan aún más difíciles
de determinar. Además, dicho proceso, acentuado por el influjo de fenicios,
griegos, púnicos y, finalmente, romanos, coincide con la citada evolución
general hacia formas de vida urbana, cuya culminación definitiva fue la
incorporación de toda Hispania a la órbita de Roma.
Dentro de este marco, geográfico e histórico,
el complejo mosaico etno-cultural de las gentes de Hispania podría
agruparse, a grandes líneas, en tres grandes troncos, cuyas características hay
que valorar para comprender las distintas etapas y los procesos diferenciados
de contacto, enfrentamiento y asimilación por Roma.
Uno está constituido por los pueblos de
tradición cultural predominantemente mediterránea, como los Tartesios y sus herederos
los Turdetanos más las poblaciones que hoy día conocemos como Iberos, que ocupaba las
zonas meridionales y levantinas, las más abiertas al Mediterráneo y a sus
corrientes civilizadoras. Estas gentes eran los más cultos y civilizados,
especialmente la Turdetania, en la actual Andalucía, como acertadamente
señaló Estrabón (III, 1,6 y 2,1), lo que facilitó su
pronta e intensa romanización, facilitada en buena parte por su anterior sometimiento al imperio
bárquida.
Otro tronco étnico y cultural lo
representan las gentes celtas, que, junto a los
iberos, constituían la principal población de Hispania, como refiere el
celtíbero Marcial (10, 65: ex Hiberis et
Celtis genitus). Habitaban
especialmente las regiones centrales de Hispania, en torno al
Sistema Ibérico, pero estaban relacionados con los pueblos del norte y del
occidente extendidos hasta el Atlántico, regiones hacia las que tendían a
expandirse. Estos celtas eran afines a la población de todo el Occidente de
Europa, incluida el Norte de Italia, la Gallia Cisalpina, siendo considerados por Roma como su antagonista «bárbaro» desde el
siglo IV a. C., cuando llegaron a conquistar la Urbe. Estas gentes,
de estirpe indoeuropea y de tradición guerrera, a la llegada de Roma, estaban
en pleno proceso expansivo hacia zonas periféricas, favorecido por su
estructura gentilicia clientelar de ideología guerrera. Este hecho, junto a su
escaso desarrollo cívico, explican su enorme capacidad de resistencia, en la
que tanto destacaron Celtíberos y Lusitanos, en una lucha
desigual entre este mundo indígena y el emergente imperio colonial romano. Sin
embargo, los pueblos del Norte, como Galaicos, Astures y Cántabros,
mostraban aun menor nivel de desarrollo, dada su ancestral estructura
pregentilicia basada en clases de edad, lo que explica su ruda oposición a Roma
y su capacidad de resistencia, siendo, por el mismo motivo, muy refractarios a la romanización.
Finalmente, en valles de las montuosas zonas
próximas al Pirineo Occidental, vivían vascones y otros pueblos afines de
origen no indoeuropeo, más bien relacionados con el mundo ibero y aquitano, aunque
en proceso de celtización. Su aislamiento y pobreza característicos explican su
marginalidad, lo que permitió la pervivencia de este substrato que apenas llegó
a romanizarse.
Roma se impuso lentamente, tras un formidable
esfuerzo bélico de casi dos siglos, sobre este complejo mosaico de culturas y
pueblos, en muchos casos aún insuficientemente conocidos. Por ello, la
romanización representa la última consecuencia, alcanzada no sin resistencia,
del proceso de «mediterraneización» o tendencia general hacia formas de vida
urbana iniciado mil años antes con la llegada de fenicios, griegos y púnicos y
que culminó en la asimilando toda Hispania al Imperio Romano, cuya labor civilizadora contribuyó a unificar gentes y culturas y a
alcanzar nuevos horizontes de desarrollo histórico.
Las regiones
meridionales y orientales: Tartesios e Iberos
Las regiones meridionales de la Península
Ibérica han sido siempre una de las más ricas de Europa en recursos naturales,
tanto agrícolas y ganaderos como minerales, lo que facilitó siempre su
desarrollo demográfico y cultural. Desde el Calcolítico, en
el III milenio a. C., ya aparecen poblados que centralizan el
territorio, así como fuertes jerarquías evidenciadas por tumbas monumentales. A
fines del II milenio, a partir del Bronce Final, coincidiendo con la
fecha de la mítica fundación
de Cádiz hacia el 1100 a. C., los contactos «precoloniales» desencadenaron
un marcado impulso cultural que cristalizó en el mundo orientalizante de Tartessos. A partir del siglo VIII a. C., el
asentamiento de colonias y factorías fenicias por toda la costa meridional
impulsó el desarrollo indígena y su sociedad alcanzó pronto un nivel urbano,
formándose pequeñas ciudades-estado regidas por reyes de tipo sacro. Su
fastuosidad y riqueza, que documentan joyas y objetos suntuarios aparecidos en
tumbas como las de Aliseda (Cáceres) o La Joya (Huelva) y en palacios, como el de Cancho Roano (Zalamea de la Serena, Badajoz), dio a
Tartessos una fama de país fabuloso, de lo que se hacen eco relatos
semilegendarios conservados en la Biblia y en algunas
noticias de los historiadores griegos.
Tartessos desaparece de la Historia a fines del siglo VI a. C., al no
resistir las tensiones surgidas en el ámbito colonial entre fenicio-púnicos y
griegos, siendo sustituida sus monarquías sacras por aristocracias gentilicias.
Sus sucesores fueron los Turdetanos, que ocupaban las mismas tierras de
Andalucía Occidental, siendo afines a ellos otros pueblos, como los Túrdulos de
las áreas montañosas o los Bastetanos que habitaban las depresiones penibéticas
de Granada. Los Turdetanos, al llegar los romanos, eran los más desarrollados
de Hispania. Según Estrabón (III, 1, 15),
escritor griego de tiempos de Augusto, la riqueza del país hace que los
Turdetanos sean civilizados y desarrollados políticamente, pues son
considerados los más cultos de los iberos, puesto que conocen la escritura y,
según sus tradiciones ancestrales, incluso tienen crónicas históricas, poemas y
leyes en verso de más de seis mil años de antigüedad (Estrabón, III, 1,
6), siendo sus ciudades extraordinariamente numerosas, pues se dice que
llegan a doscientas (Estrabón, III, 2, 1). Este hecho lo han comprobado
las investigaciones arqueológicas, ya que en estos territorios la densidad de
núcleos urbanos era mucho mayor que en el resto de Hispania, alcanzando
también mayor tamaño, pues los mayores ofrecen hasta 50 hectáreas, como Carmo (Carmona, Sevilla), Corduba (Córdoba) o Castulo (cerca de Linares, Jaén), lo que refleja que
representaba la sociedad más desarrollada de la Hispania prerromana. Esta sociedad estaba organizada en
ciudades-estado dirigidas por aristocracias gentilicias que ofrecían las formas
culturales más refinadas de la Hispania prerromana, aunque con amplias capas de
la sociedad sometidas a servidumbre para beneficiar los importantes recursos
mineros, como la plata de Sierra Morena, y agrícolas, entre los que destaca el
policultivo mediterráneo de olivo, vid y trigo, seguramente introducido en el
periodo orientalizante.
Su mayor grado de desarrollo, su mayor
capacidad de asimilación y su proximidad a las colonias fenicias, especialmente
de Cádiz, explican el fuerte influjo púnico y oriental que siempre mantuvo su
cultura, tradición que perduró mucho después de la conquista romana y que se
evidencia tanto en sus cerámicas y objetos habituales como en sus creencias o
en su urbanismo, de casas con terraza apelmazadas en callejuelas irregulares y
estrechas que, a través de la dominación árabe, ha perdurado hasta nuestros
días.
Integrados en el imperio de los Bárquidas
hasta el final de la II Guerra Púnica, se sublevaron
inicialmente contra los romanos, pero fueron pronto sometidos. Su desarrollo y
capacidad de asimilación cultural explican que Estrabón (III, 2, 15) ya señale
que en su época especialmente los que habitan cerca del Betis (el río
Guadalquivir), han asimilado el modo de vida romano y ya no recuerdan su propia
lengua, (...) de modo que poco falta para que todos sean romanos. Este gran
desarrollo de la Betica, como los romanos llamaron a esta favorecida
región, y su tradición de apertura cultural fueron la clave de su temprana e
intensa romanización, por lo que son muy escasos los testimonios conservados de
su lengua prerromana. Por ello, no es casualidad que de esta región procediera
el primer personaje no itálico que alcanzó el rango de Senador en Roma, así
como el primer cónsul romano de origen no itálico; también Trajano, el primer
emperador surgido de las élites provinciales, era originario de Italica (Santiponce, Sevilla), siendo la Betica, igualmente, la
patria de Séneca y de otros afamados
escritores de la edad de plata de la literatura latina.
La difusión de estímulos culturales desde
Tartessos hacia el Sureste peninsular y el paralelo influjo de los fenicios
desde la costa dio lugar a la aparición de una cultura orientalizante en dichas
zonas a partir de fines del siglo VII a. C., pero, a partir del
siglo VI, se produjo una asimilación progresiva de influjos culturales
greco-focenses de Ampurias, originándose lo que actualmente se conoce
como «cultura ibérica», extendida entre todos los pueblos situados
en las regiones mediterráneas desde la Alta Andalucía y el Sureste hasta más
allá de los Pirineos, pues sus influjos se extendieron hasta el Rosellón,
penetrando igualmente en el Valle del Ebro y el Sureste de la Meseta.
Esta extensa región, de casi 1.000 kilómetros
de longitud, estaba habitada por numerosos pueblos de orígenes o substrato
cultural muy diferentes. Las áreas meridionales, en las que destacan Bastetanos
y Oretanos, eran afines al
mundo tartésico, tal como evidencia el monumento de Pozo Moro, su tipo de escritura e, incluso, algunos
topónimos. Por el contrario, las zonas septentrionales muestran un indudable
substrato de la Cultura de «Campos de Urnas», que pudiera considerarse como
afín al mundo celto-ligur. Además de este doble origen, los influjos púnicos
predominaron en el Sureste, frente a los griegos extendidos desde Ampurias,
última colonia griega de Occidente. De este modo se comprende la gran
diversidad étnica y cultural existente entre los Bastetanos, de la Andalucía
Oriental, los Oretanos, a caballo de Sierra Morena entre La Mancha y el Alto
Guadalquivir, los Contestanos de la zona
alicantina, los Edetanos de las llanuras de Valencia, los Ilergavones en la
desembocadura del Ebro, los Ilergetes y Sedetanos en el interior, y otros
grupos menores que habitaban por Cataluña, como Laietanos, Ausetanos,
Indiketes, etcétera, hasta los Sordones y Elysices que ya habitaban al Norte de
los Pirineos.
Esta variedad cultural y étnica se refleja en
su cultura y en su sistema político, pues las ciudades eran mayores entre los
pueblos ibéricos meridionales, indicando su mayor desarrollo urbano y cultural,
mientras que los septentrionales, de mayor tradición guerrera, carecen de
grandes poblados hasta el siglo IV a. C., aunque a partir de esa
fecha resulta evidente una creciente helenización, proceso que, en
general, tendió a ir borrando diferencias entre unos pueblos y otros. De su
escritura, derivada de la Tartésica, y de su lengua, que aún no se ha logrado
interpretar, pero que se considera de origen aparentemente no indoeuropeo, cada
día se conocen más testimonios. La presencia de topónimos muy extendidos por
todo el mundo ibérico, como los nombres de ciudad que empiezan por Ili-,
como Ilerda (Lérida), Iliturgi (Mengíbar, Jaén),
así como la generalización de un mismo sistema de escritura desde Alicante
hasta más allá de los Pirineos, han hecho suponer que se hablaría una
misma lengua ibérica por todo el mundo
ibérico, aunque también es posible que esta aparente unidad sea más aparente
que real, pues debieron existir variedades lingüísticas actualmente imposibles
de determinar.
A la llegada de Roma, los iberos estaban en
estados de base étnica, cuya capital generalmente era una ciudad epónima,
como Basti (Baza, Granada) entre los
Bastetanos, Oretum (Granátula de Calatrava?, Ciudad Real),
entre los Oretanos, e igualmente entre los Edetanos, Ausetanos, Indiketes,
etcétera. Estos territorios estaban dirigidos generalmente por reyes, régulos y
príncipes más o menos poderosos de origen aristocrático gentilicio, de ideología
más o menos guerrera que, en ocasiones, también daban nombre de su pueblo, como
Edecón, rey de los Edetanos. Estas pequeñas monarquías, progresivamente, irían
cayendo en la órbita de los Bárquidas, como Indíbil y Mardonio entre los
Ilergetes, perdurando alguna de ellas hasta mucho después de la conquista
romana, pues un rey denominado Indo, todavía aparece citado con sus tropas en
plena guerra entre Pompeyo y César (De bellum Hispaniensis, 10). Pero también existía alguna
ciudad-estado regida por magistrados electos y senados aristocráticos,
como Sagunto, que fue, además, la primera ciudad ibérica en acuñar moneda con su
tesoro público, probablemente por ser la más helenizada como vieja aliada de la
focense Emporion y, a través de ella, de Roma, lo que
ayuda a comprender su enfrentamiento y destrucción por Aníbal el 218 a. C.
Las principales poblaciones ibéricas cabe
interpretarlas como pequeñas ciudades, aunque fuera de la Bética raramente
alcanzan las 10 hectáreas de extensión, siendo sus casas de piedra con terrazas
de barro. Todas las poblaciones estaban fortificadas por murallas, lo que
supone un estado de guerra habitual entre sus élites dirigentes, incluso las
pequeñas aldeas dependientes de poblaciones mayores, existiendo en muchas zonas
pequeñas torres para la vigilancia y defensa del territorio. La población
estaba estructurada en clanes, al menos las familias aristocráticas, de las que
dependía el resto de la población, sometida por medio de un sistema clientelar
muy extendido a una situación próxima a la servidumbre, existiendo también
esclavos, en gran parte fruto de las frecuentes guerras y enfrentamientos.
La economía ibérica era agrícola y ganadera,
pero existía una larga tradición de comercio e intercambio en beneficio de las
élites, lo que explica el desarrollo de su peculiar escritura, de origen
tartésico, y de sistemas de pesas y medidas y, finalmente, de la moneda,
elementos que fueron tomando del mundo colonial, púnico y griego, aunque, tras
la conquista, cada vez se hacen más evidentes los influjos romanos. También
floreció el artesanado, creando esculturas, cerámicas, joyas y otros objetos
suntuarios, que normalmente se consideran como creaciones del Arte Ibérico y que denotan la personalidad y el gusto
estético del artesanado de todos estos pueblos al servicio de sus élites
sociales. Más complejo es analizar su religión. Muy influenciada
por el mundo tartésico y fenicio-púnico en las regiones meridionales, como
evidencia el monumento de Pozo Moro o las cerámicas de Elche, en la zona septentrional, por el contrario,
predominan pequeños santuarios domésticos familiares, de los que, poco a poco,
surgen los primeros templos de carácter urbano, ya en fechas próximas a la
aparición de Roma. Sus divinidades eran de origen ancestral, relacionadas con
la fecundidad y la defensa del territorio y su población, y cada vez se fueron
adaptando más y más a las del mundo colonial, hasta el punto de que, en los
últimos siglos a. C., parece posible identificar en las zonas meridionales
el culto a divinidades púnicas como Tanit-Juno y Melkart y a divinidades
griegas, como Artemisa y Herakles, en las septentrionales.
Esta tendencia bien acentuada al desarrollo
urbano, gracias a la creciente apertura al mundo colonial mediterráneo, explica
que la presencia de Roma se dejara sentir indirectamente en las zonas litorales
del Levante ya desde el siglo IV a. C. a través de sus aliados,
los focenses. Pero con el desembarco de los ejércitos romanos el 218 a.
C., tras algunos episodios de resistencia durante la II Guerra Púnica y algunos
años después, el proceso fue ahogado definitivamente por el Cónsul Marcio
Porcio Catón, quien pacificó definitivamente todo el mundo ibérico el 195 a.
C. Tras su integración en la órbita de Roma, se produjo un auge sin
precedentes de esta cultura, pero también supuso su progresiva desaparición,
absorbida bajo la creciente romanización, plenamente afirmada hacia el cambio
de era.
Los pueblos de
la Meseta: Celtíberos y pueblos afines
La Meseta constituye una gran unidad
geográfica, que actúa como lugar de encuentro de las diversas culturas y etnias
periféricas, por lo que en ella se refleja en buena medida la gran diversidad
peninsular. Pero, a medida que fue avanzando el I milenio a. C.,
resulta cada vez más evidente la llegada de diversos influjos mediterráneos,
proceso que se conoce como iberización y que, desde el Sur y el Este, poco a
poco fue penetrando hacia el interior transformando los substratos precedentes.
En efecto, en las áreas meridionales de la
Meseta Sur, los Bastetanos se extendían hasta las llanuras de Albacete,
mientras que los Oretanos habitaban a caballo de Sierra Morena entre la Mancha
y el Alto Guadalquivir. Estas poblaciones deben considerarse ibéricas aunque,
en algunos aspectos, parecen haberse celtizado, probablemente en época tardía,
pero compartían raíces culturales y habían recibido fuertes influjos tartésicos
desde el periodo orientalizante, que prosiguieron dada su afinidad con los
Turdetanos.
Por el contrario, en la zona occidental del
Valle del Ebro y en las altas tierras en torno al Sistema Ibérico y el Este de
la Meseta, de más de 900 metros de altura, habitaban los Celtíberos, gentes
celtas según evidencia su substrato étnico y su cultura. En estas zonas, a
partir del siglo VII a. C., se observa la aparición de influjos
mediterráneos como el uso del hierro, junto a otros elementos culturales y
religiosos, como el rito de incineración, el culto al hogar doméstico y un urbanismo
basado en casas de medianiles comunes alineadas en torno a una calle o espacio
central. Todos estos elementos parecen haber llegado con penetraciones de
gentes originarias de los Campos de Urnas procedentes del Valle del Ebro, lo
que parece indicar que los Celtíberos y los iberos septentrionales compartían
ciertas raíces comunes. Como dichas zonas internas carecían de contacto directo
con el mundo colonial, su desarrollo cultural fue siempre más lento que en el
mundo ibérico y, en gran medida, dependiente de éste.
Estas gentes celtibéricas asentadas en las
altas tierras del interior peninsular mantuvieron la tradición pastoril de las
poblaciones del substrato occidental atlántico de la Edad del Bronce pero sus
jerarquías gentilicias controlarían las relaciones con las zonas costeras, lo
que tendería a reforzarlas, introduciéndose de este modo el uso del hierro y de
otros elementos, como el torno de alfarero, éste generalizado sólo más tarde. A
partir del siglo VII a. C., los Celtíberos habitan en
pequeños poblados amurallados de tipo castro, que controlaban
sus pequeños territorios, muy aptos para el pastoreo, explotados de manera
comunitaria. Aunque algunos elementos ibéricos, como el torno de alfarero,
penetran en estas zonas desde fechas muy tempranas, quizás ya en el
siglo VI a. C., en su personalidad siempre destacó una fuerte componente
guerrera, evidenciada por las armas que aparecen depositadas como ajuar en las
sepulturas más ricas. En efecto, la asimilación del hierro para el armamento,
que aprovechaba la riqueza y calidad del mineral del Sistema Ibérico, y el
carácter fuertemente jerarquizado de pastores-guerreros, tan adecuado a su
sistema socio-económico de ganadería trashumante, explican el creciente
desarrollo de su organización social guerrera de tipo gentilicio y clientelar.
Ésta se fue imponiendo a lo largo del tiempo, dada su eficacia y su tendencia
expansiva, primero hacia las zonas más próximas, como el Valle del Ebro o la
Carpetania y, posteriormente, hacia regiones mucho más apartadas, aunque con
una clara preferencia hacia las áreas pastoriles septentrionales y occidentales,
las más afines dado su substrato cultural céltico y su economía ganadera. Por
estos motivos, a la llegada de Roma, estas gentes estaban en pleno proceso de
expansión hacia otras áreas por medio de racias más o menos esporádicas que
acabarían dando lugar a alcanzar el control de territorios cada vez más amplios
en los que se asentaban llevando a cabo un auténtico proceso de «colonización».
Esta fuerza expansiva, basada en su espíritu guerrero y su eficaz organización
clientelar, explican su impresionante enfrentamiento a Roma, que sólo pudo
someterlos tras guerras de inusitada dureza, que se prolongaron durante casi un
siglo.
La yuxtaposición de elementos ibéricos y
célticos que ofrecían los Celtíberos es la clave de su indudable personalidad,
pues, aunque eran celtas desde un punto de vista étnico, como evidencia su
lengua y su organización social e ideológica, manifestaban, al mismo tiempo,
una fuerte iberización en sus formas culturales. Esta característica, ya
percibida en la Antigüedad, explica la denominación de «Celtíberos» que les dieron los escritores clásicos. Aunque, inicialmente,
significaba «los Celtas de Iberia», paulatinamente sirvió para aludir a la
personalidad étnica de estos pueblos, cuyo mestizaje cultural los diferenciaba
de otras poblaciones célticas de más allá de los Pirineos, aludiendo a esta
doble raíz el mismo Marcial, quien, como originario de Bilbilis, la celtibérica Calatayud, se definía como
hijo de Celtas e Iberos.
Aunque puntualmente también ofrecen influjos
nordeuropeos, originarios de la Cultura de La Tène desarrollada
por las poblaciones célticas norpirenaicas, especialmente en la adopción de
ciertos tipos de fíbulas o broches y de largas espadas rectas, a partir del siglo IV a.
C. la iberización se acentúa, seguramente por la creciente presencia de
mercenarios celtibéricos en los ejércitos reclutados para sus guerras por
griegos y púnicos y, también, por los turdetanos. Esta actividad, tan acorde
con la ideología guerrera de sus élites y su sistema de vida, en buena medida
basado en la guerra y las racias, se fue
desarrollando de modo paralelo al evidente incremento demográfico que
evidencian sus poblados y necrópolis y que era resultado de la asimilación
paulatina de elementos mediterráneos, cuya llegada y asimilación favorecían
dichos contactos, por lo que este proceso iba aumentando la interrelación entre
los celtíberos y las poblaciones mediterráneas, aproximándolos cada vez más
hacia las formas de vida civilizada.
A partir de mediados del
siglo III a. C., la creciente presión cartaginesa, especialmente tras
las expediciones de Aníbal por la Meseta, se observa una tendencia general a la
aparición de grandes oppida o ciudades
fortificadas que controlaban un territorio cada vez más extenso y jerarquizado,
dentro del cual quedaban incluidos no sólo los pequeños castros anteriores como
poblados subordinados, sino en ocasiones etnias enteras sometidas a las élites
de las más poderosas, como, por ejemplo, los Titos, dependientes de los Belos
de la ciudad de Segeda (Apiano, Iberia, 6). Este proceso
favoreció la formación de auténticas ciudades-estado, que ofrecían un cierto
carácter étnico, contribuyendo, al mismo tiempo, a la difusión de formas de
vida cada vez más urbanas, que alcanzan su máximo desarrollo en el momento de
su enfrentamiento a Roma a partir de inicios del siglo II a.
C. Pero, al mismo tiempo, se observa un incremento de la asimilación de
estímulos ibéricos, como el urbanismo ortogonal, bien documentado en la ciudad
de Numancia. De estos
elementos, tal vez lo más destacable sea el empleo generalizado de la escritura
ibérica para sus pactos y documentos oficiales como han puesto en evidencia las
leyes de bronce descubiertas en Contrebia Belaisca (Botorrita,
Zaragoza), que denotan el marcado desarrollo urbano de los Celtíberos,
seguramente los más civilizados de todos los Celtas. Igualmente, es muy
significativa la adopción de la moneda, hecho ya ocurrido bajo el dominio
romano, aunque sus tipos reflejan siempre una tradición ideológica propia, símbolo
de las élites que controlaban y administraban sus ciudades: una cabeza del
héroe o divinidad protectora de la ciudad por el anverso y, por el reverso, el
héroe a caballo atacando lanza en ristre.
Este desarrollo, unido a su capacidad de
organización social basada en fuertes jerarquías guerreras de carácter ecuestre
apoyadas en clientelas gentilicias cada vez más numerosas, como el príncipe
celíbero Allucio, que acudió en ayuda de Escipión con 1400 jinetes de sus
clientes (Tito Livio, 26, 50), explican su fuerza política y su
capacidad de resistencia frente a un enemigo muy superior, como era Roma, a la
que tuvo en jaque durante casi 100 años. Sin embargo, tras la caída de Numancia
el 133 a. C., la romanización fue imponiéndose poco a poco. A este proceso
contribuyó poderosamente su creciente inclusión en el sistema clientelar
romano, especialmente durante las Guerras Civiles del siglo I a. C.,
como evidencia el que Sertorio, en su enfrentamiento a las élites de Roma, se
apoyara especialmente en los Celtíberos, incluso creando en Osca (Huesca) una
escuela para educar a la romana a los hijos de las élites celtibéricas, cuyas
casas, como la descubierta en La Caridad (Teruel), eran ya auténticas villas
romanas, siendo interesante señalar que, aunque no de forma general, Estrabón
(III, 2, 15), hacia el cambio de era, ya consideraba a los Celtíberos
como togatoi, eso es, como
gente civilizada que vestía y vivía a la romana.
Además de los Celtíberos, en las zonas más
occidentales de la Meseta habitaban otros pueblos más o menos afines. En
general, ofrecían menor desarrollo cultural que los Celtíberos al quedar más
alejados del Mediterráneo, por lo que su cultura mantenía elementos más
arcaicos originarios de su substrato indoeuropeo extendido por las regiones del
Bronce Final atlántico, del que debía proceder una estructura comunal agraria
que llamó la atención en la Antigüedad (Diodoro, 5, 34, 3).
El más importante de estos pueblos tal vez
fuera el de los Vacceos, que habitaban en
las llanuras sedimentarias del Duero. A la llegada de Roma, habitaban
grandes oppida de hasta 100
hectáreas de extensión, dirigidos por élites ecuestres que resaltaban su
estatus y riqueza por medio de torques, brazaletes, fíbulas y otras joyas como
las aparecidas en tesoros como los de Palenzuela (Palencia) o Arrabalde
(Zamora), siendo de destacar su caballería, pues podían llegar a formar
ejércitos de varios miles de jinetes. Hacia el Suroeste, a caballo del Sistema
Central, habitaban los Vettones, relacionados con los Vacceos y Lusitanos.
Dicho pueblo era de carácter pastoril, como evidencian sus grandes castros en
zonas montañosas y sus «verracos» o figuras de toros y cerdos dispuestas para
señalar sus territorios de pasto y como defensa mágica del ganado, aunque su
mayor proximidad a la vía de la Plata que recorría las regiones interiores del
Occidente de Hispania los hacía más abiertos a los estímulos
llegados desde el mundo tartésico y turdetano. Finalmente, también cabe hacer
referencia a otros grupos menores, como Turmogos y Pelendones, habitantes,
respectivamente, de las zonas septentrionales de Burgos y Soria, cuyo carácter
era más serrano y retardatario.
Todos estos pueblos, frecuentemente asociados
a los Celtíberos en su enfrentamiento a los romanos, al llegar éstos, ofrecían
un proceso de creciente celtiberización, bien por estar sometidos a élites
ecuestres celtibéricas, bien por ir adoptando un sistema de vida parecido
basado en clanes guerreros gentilicios como mejor forma de contrarrestar la
capacidad expansiva celtibérica, hasta que, a partir del siglo II y
en la primera mitad del I a. C., fueron cayendo en la órbita política
de Roma.
Las regiones
atlánticas: Lusitanos, Galaicos, Astures y Cántabros
Las regiones atlánticas del occidente y del
norte de Hispania, desde el centro de Portugal hasta Galicia,
Asturias y Cantabria, resultaban las regiones más apartadas de los estímulos
mediterráneos, por lo que mantenían formas de vida mucho más arcaicas,
totalmente extrañas al mundo entonces civilizado que representaba Roma, lo que
explica su mayor resistencia y su menor capacidad de adaptación al fenómeno de
la romanización.
Este hecho se explica por su aislamiento
geográfico y su lejanía en el finis terrae del mundo entonces conocido, por lo que
apenas habían llegado hasta ellos avances culturales como el uso del hierro, el
urbanismo de casas cuadradas, la organización jerarquizada del territorio o la
estructura de clanes y clientelas, elementos que sí se documentan entre los
pueblos de la Meseta, especialmente entre los Celtíberos, desde antes de
mediados del I milenio a. C.
De todos estos pueblos cabe destacar a los
Lusitanos, que dieron nombre a la Lusitania, la provincia más
occidental del Imperio Romano. Se extendían por las regiones atlánticas desde el centro de Portugal y
las zonas occidentales de la actual Extremadura española hasta la Gallaecia, nombre que los romanos dieron a su zona más
septentrional (Estrabón, III, 3, 3), que corresponde al norte de Portugal y la
actual Galicia. Relacionados con ellos estaban los Vettones y Vacceos, más
abiertos al influjo celtibérico, y los Astures y Cántabros, que habitaban las
regiones septentrionales de la Meseta Norte y la Cordillera Cantábrica.
Todos estos pueblos ofrecían una estructura
socio-económica muy primitiva. La sociedad estaba organizada por sexos y clases
de edad, con duros ritos de iniciación para ser admitidos como guerreros que
documentan sus saunas semihipogeas. Igualmente, conservarían la explotación
colectiva de la tierra de los primitivos indoeuropeos, como dorios, germanos y
eslavos, costumbre parcialmente conservada en algunas tradiciones comunales de
la Península Ibérica casi hasta la actualidad, pero que debe considerarse
anterior al desarrollo de las diferencias de clase surgidas al organizarse la
sociedad en clanes gentilicios. Vivían en casas chozas redondas en pequeños
aldeas fortificadas o «castros», que controlaban su pequeño territorio
circundante. Las mujeres heredaban la casa y la tierra pues Justino (44, 3, 7)
indica que se ocupan de la tierra y la casa mientras que los hombres se
dedicaban a la guerra y las racias, división de roles característica de
primitivas sociedades de pastores-guerreros, como los Celtíberos más antiguos o
los Celtas de Irlanda. Esta forma de vida generaba creciente inestabilidad y
favorecía la expansión ocasional de pequeños grupos a gran distancia, según
comenta Diodoro (5, 34, 6): los que en edad viril carecen de fortuna y destacan
por su fuerza física y valor ... con las armas se reúnen en las montañas,
forman ejércitos y recorren Hispania amontonando riquezas por medio del
robo. La forma de vida perduró hasta plena conquista romana, siendo una de las
principales preocupaciones de los romanos, que consideraban a estos grupos como
simples ladrones o bandoleros, como denominaban a Viriato y a otros caudillos semejantes.
Estrabón (III, 3.6) también describe su arcaico armamento, con un pequeño
escudo redondo y cóncavo, puñal y lanzas, documentado en las esculturas de
«guerreros lusitanos», seguramente jefes carismáticos heroizados, a los que se
vinculaban con pactos personales de carácter sacro, caudillos que, ya en época
tardía, llegaron a movilizar ejércitos de miles de hombres, como Viriato,
Púnico y otros. Además, estos pueblos ofrecían otras costumbres no menos
extrañas para el mundo civilizado, como hacer sacrificios humanos, cortar las
manos a los prisioneros, comer gran parte del año bellotas, usar mantequilla en
vez de aceite y beber cerveza en vez de vino.
De todas formas, la Arqueología muestra que,
en los siglos últimos antes de la era, estos pueblos estaban alcanzaban cada
vez mayor desarrollo, en parte debido a un creciente influjo «celtibérico»,
evidenciado por la aparición de clanes gentilicos y la dispersión de ciertos
antropónimos y etnónimos, pero el proceso fue interrumpido por la aparición de
Roma. Su conquista supuso un gran esfuerzo, pues, dado su escaso desarrollo
cultural, aunque no podían formar grandes ejércitos estables, ofrecieron gran
resistencia al no estar acostumbrados a formas de vida civilizada. Por
consiguiente, Roma tuvo que «crear» en estas zonas las primeras ciudades al no
existir ninguna organización territorial supralocal, lo que explica la
perduración del carácter disperso del hábitat y la alta proporción de elementos
indígenas conservados en áreas rurales hasta fechas muy avanzadas del Imperio
Romano, habiéndose mantenido algunas de estas creencias y formas de vida prerromanas
durante la Edad Media e, incluso, hasta nuestros días.
La zona
pirenaica: los Vascones
Las regiones apartadas y montañosas de los
Pirineos Occidentales mantuvieron formas de vida también muy primitivas, en
parte semejantes a las señaladas en las zonas montañosas atlánticas, pero con
la particularidad de que, al conservar una estructura cerrada poco permeable a
los cambios, mantuvo elementos de un substrato étnico preindoeuropeo, por tanto
de origen muy antiguo, que debe relacionarse con el actual mundo vasco. En
efecto, en época prerromana, desde el Garona como límite de la Aquitania en el
Suroeste de Francia hasta el Valle del Ebro, se hablarían lenguas que es
difícil relacionar con las actualmente conocidas. Aunque se ha planteado su
supuesta proximidad al ibérico, al bereber o a algunas lenguas caucásicas; este
hecho más bien refleja el alejamiento de todas ellas respecto a las lenguas
indoeuropeas, aunque el influjo de éstas se perciba desde fechas muy antiguas,
seguramente desde el II milenio a. C.
En el I milenio a. C., resulta
evidente la celtización de la Aquitania y la iberización cultural del Valle del
Ebro, al mismo tiempo que élites celtibéricas parecen dominar
las riberas de dicho río, proceso interrumpido por Roma, que encontró en los
Vascones su aliado perfecto para contrarrestar la expansión celtibérica por
esas zonas y frenar de este modo su creciente poderío.
Por ello, contrasta la diferente actitud ante
los romanos de Vascones, Autrigones, Carisios, Várdulos y Cántabros. Los
Vascones, aliados naturales de Roma contra los Celtíberos, mantuvieron sus
ancestrales formas de vida al margen de la romanización en sus zonas
montañosas, especialmente en la zona pirenaica occidental, la más impenetrable,
hasta cristianizarse ya en plena Edad Media, lo que explica el interés que
ofrecen los elementos de su peculiar lengua y cultura llegados hasta nuestros
días. Por el contrario, en las áreas más abiertas, como el Valle del Ebro, los
Vascones, al igual que Autrigones, Carisios, Várdulos, pueblos más o menos
celtiberizados previamente que ocupaban el territorio del actual País Vasco y
la parte septentrional de Burgos, fueron romanizados como los restantes pueblos
circundantes. Sin embargo, los Cántabros, pueblo montañés de estirpe
indoeuropea con formas de vida muy primitivas, fueron quienes ofrecieron la
última y más enconada resistencia a Roma, hasta el punto que
el mismo Augusto y con principales generales tuvo que participar en las
terribles luchas para intentar dominarlos en su casi inaccesible territorio, lo
que sólo se consiguió tras una auténtica guerra de exterminio que duró 20 años,
ya que no estaban acostumbrados a ningún tipo de organización civilizada.
Conclusión: la
Romanización
Hispania, en época
prerromana, ofrece un complejo cuadro etno-cultural como resultado de uno de
los procesos de etnogénesis más interesantes de la Historia, siguiendo una
tendencia general en su evolución hacia formas de vida urbana, pero con
estadios muy diferentes según las diversas regiones. Este proceso explica el
mosaico de pueblos y culturas que Roma encontró a su llegada, con el que tuvo
que enfrentarse hasta vencerlas no sin resistencias, primero militarmente, y,
después, culturalmente al irse imponiendo de forma paulatina pero inexorable la
romanización, como una forma de vida más organizada de la sociedad humana.
A pesar de la aparente diversidad que supone
dicho mosaico de culturas y pueblos, muchos aún insuficientemente conocidos, se
evidencia una clara evolución general hacia estructuras sociales cada vez más
civilizadas, hecho que explica en gran medida tanto los distintos procesos de
etnogénesis como las unidades étnicas resultantes, en las que, a pesar de las
evidentes diferencias existentes entre unas y otras, éstas muchas veces
resultan ser más aparentes que profundas, si se analizan en conjunto con una perspectiva
amplia y global para obtener una visión de síntesis válida.
Con ciertas tendencias variables según las
diversas regiones, en la Hispania Prerromana se advierte un progreso
general hacia un desarrollo cultural cada vez mayor, marcado por la aparición
de élites rectoras desde los primeros contactos pre-coloniales, por su
afianzamiento a lo largo de la Edad del Hierro al beneficiarse de los contactos
con el mundo colonial con la introducción progresiva de nuevas fórmulas económicas, políticas e
ideológicas para estructurar unas sociedades que resultan cada vez más
complejas, que, finalmente, abocaron en una creciente tendencia, cada vez más
inspirada en el helenismo, hacia formas de vida urbana. La última consecuencia y materialización de
este proceso fue la inclusión de todos los territorios
y pueblos hispanos en el Imperio Romano. Éste, con su gran labor civilizadora,
unificó en gran medida territorios y gentes, permitiendo, en consecuencia,
nuevas formas de desarrollo, comunes a amplias áreas del mundo civilizado.
Pero estos procesos incluyeron también
paralelamente interesantes fenómenos de convivencia y de intercambios étnicos y
culturales y, seguramente, casos de fagocitación, absorción y extinción de unos
grupos por otros en un proceso de «selección cultural» en el que se irían imponiendo
los más potentes o culturalmente más eficaces. En todo caso, es interesante
comprender la importancia que tuvo la presencia y el influjo del mundo colonial
de fenicios, griegos, púnicos y, finalmente,
romanos, gracias a cuya presencia se fue abriendo un marco histórico cada vez
más amplio y con mayor capacidad de evolución. Pero dichos contactos, aunque
también supusieron fenómenos de desculturización de las poblaciones indígenas
y, evidentemente, de destrucción en algunos casos, alcanzaron, finalmente, una
muy eficaz simbiosis cultural, esencial para el proceso de nuestra evolución
cultural, pues sin el contacto con Fenicia, Grecia y Roma
difícilmente se comprende el proceso histórico de las gentes que habitaron
posteriormente la Península Ibérica.
Por ello, este proceso de etnogénesis que
finaliza con la presencia de Roma, al margen de su originalidad histórica
irrepetible, ha contribuido a enriquecer la variedad cultural de las diversas
regiones, dándoles, al mismo tiempo, una profunda unidad. En consecuencia,
constituye un valioso punto de reflexión, humana e histórica, al ser una
experiencia única de incalculable interés por su contribución a la formación de
los pueblos y gentes que actualmente habitamos la Península Ibérica y por
haberles dado una enriquecedora capacidad de asimilación y de difusión de
influjos culturales, como posteriormente ha demostrado la Historia.
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