Historias Castellanas
El Espíritu de Asociación
El amor a la independencia es carácter peculiar del pueblo
castellano, conservado, siempre en aumento, hasta recientes siglos. No sucede
lo mismo con el afán de aislamiento que hoy domina a los castellanos, pero que
no ha sido en tiempos pasados defecto de la raza. Muy al contrario, los ascendientes
de los castellanos viejos son unos antiquísimos precursores de la federación en
España, tanto que sus naciones fueron de las únicas de la península que
formaron entre sí una federación, no limitándose a esto su deseo de asociarse
con otros pueblos, ya que entre cántabros e iberos sino una federación
permanente, hubo al menos repetidas alianzas y cambios de auxilios.
Un hombre tan autorizado a hablar de estas cosas
como D. Francisco. Pi y Margall, escribe lo siguiente: (Las Nacionalidades,
Libro III, Capitulo 1):
«Se da generalmente el
nombre de España a toda la tierra que al sudoeste de Europa separan del resto
del Continente los montes Pirineos y el mar de Cantabria. La Historia, en sus
primeros tiempos, nos la presenta habitada por multitud de naciones que no
enlaza ningún vínculo social ni político. Viven todas completamente aisladas, y
ni siquiera se unen para contener las invasiones de Cartago y Roma, que no
tardan en hacer de esta infortunada región pasto de su codicia y campo de
batalla de sus eternos odios. Si algún día la junta la necesidad, con la
necesidad desaparece la alianza. Solo de cinco de estas naciones sabemos que se
confederasen: las de la Celtiberia. De las demás, combate ordinariamente cada
cual por su reducida patria, no siendo raro que esgrima a la vez sus armas
contra los extranjeros y los vecinos. En la época de Augusto sucede por acaso
que astures y cántabros se alcen contra las legiones de Roma; a pesar de su
contigüidad y de sus comunes peligros no confunden ni reúnen jamás sus
ejércitos». Y poco después agrega el gran escritor del siglo pasado, hablando
de las mismas gentes autóctonas de España: «Llevan unas su espíritu de
independencia hasta la ferocidad y el heroísmo, consagrándose hasta la muerte
por no consentir la servidumbre: doblan otras fácilmente la cabeza al
extranjero y se acomodan al trato de sus vencedores. Es distinta su cultura y
hasta su origen. Proceden otras de los iberos, otras dé los celtas y otras son
mezcla de las dos razas.
Observemos ahora que la Celtiberia fue conocida
con este nombre por los escritores griegos y romanos, que fundados en su
situación occidental, con relación a los demás pueblos iberos, la supusieron
poblada por una raza mezcla de ibera y de celta; pero un análisis de las
costumbres, de las poblaciones, de los vestigios todos de la vida de nuestros
ascendientes, y el estudio de los mismos escritos de los propios autores,
demuestran que no tenían ni la menor semejanza, ni afinidad de ningún género
con los pueblos celtas, siendo hoy verdad reconocida y sancionada que los
celtas no influyeron para nada entre los pobladores de la llamada Celtiberia.
Esta región era, como dice el gran Pi y Margall, una confederación de cinco
pueblos y según el sabio Costa, estas tribus o naciones eran: Arévacos, Turmódigos,
Belos, Tithios y Lusones (lusitanos aragoneses). No se comprendía en esta
confederación a los vacceos, nación o tribu celta, más o menos pura, la más
civilizada entre las confinantes con la llamada Celtiberia, que ocupaba tierras
de Valladolid, Palencia y Zamora.
Pero, lo que nos importa para nuestro objeto es
fijarnos en esa disposición de nuestros ascendientes tan favorable a la
asociación, que les indujo a formar una confederación cuando todos los pueblos
españoles vivían en el mayor, mientras que el nuestro no sólo se confederaba
entre sí, sino que entablaba relaciones con los cántabros que fueron todo a lo
largo de la historia compañeros tan inseparables de Castilla la Vieja y tan
esenciales en constitución que sin el concurso del pueblo cántabro, ni hoy ni
en el pasado se concibe a nuestra región.
Lo que importa a nuestro objeto es señalar que
los castellanos conservando siempre su libertad local, constituían sin embargo confederación; tanto que el Sr.
Lecea, copiando al Sr. Pidal, dice en su libro La Comunidad y Tierra de
Segovia, hablando de la constitución de Castilla «...era por este tiempo,
digámoslo así, federal, una multitud de pequeñas repúblicas y monarquías, ya
hereditarias, ya electivas, con leyes, costumbres y ritos diferente a cuyo
frente estaba el jefe común.» Ese jefe común no era otro más que el rey de
Castilla. Prosigue el Sr. Pidal diciendo: «En Castilla había varias
clases de gobierno una era el de las Comunidades
o Concejos, especie de repúblicas que se gobernaron bastante tiempo por sí
mismas, que levantaban tropas, imponían pechos y administraban justicia a sus
ciudadanos›
El espíritu de independencia
es genuinamente ibero genuinamente cántabro; genuinamente castellano, por
tanto, hasta el punto que ningún pueblo del mundo podría prestar ejemplos tan
concluyentes de heroísmo por la independencia como los de nuestras antecesores,
pero ese espíritu de independencia viene unido a otro de solidaridad con el
vecino, que dio como resultado no tan solamente confederación de las
municipalidades castellanas, formando el reino, sino también la creación de
aquellas Hermandades de que después hablaremos, que son otra prueba más del
espíritu federativo de los viejos castellanos. Hemos señalado como rasgo
característico de nuestro pueblo, un amor sin límites a la propia
independencia, pero hemos dicho también que era condición peculiar de nuestras
gentes el respeto a los pactos, la fidelidad tan alabada por amigos y enemigos
de nuestra gente, y con el respecto al pacto una consideración firme y decidida
a la persona ajena. ¿Puede haber pueblo con mejores condiciones
carácter que estas para vivir en confederación? ¿Puede ser un pueblo así
dominador ni absolutista?
El culto a la independencia
originó la autonomía de los concejos castellanos y el sentido de federación
procuró la unión de unos y otros formando
la nación merced al vínculo federal del que era representante el poder real.
La fidelidad característica
de la raza para la observación de todo lo pactado, era el principio de armonía
entre estos dos temperamentos de nuestra gente, ya que todo el gobierno del
país consistía en el cumplimiento de
los fueros locales o generales que más que otra cosa eran pactos verdaderos
entre cada villa, ciudad o comarca y el rey símbolo del conjunto de todas
ellas, entre el interés local representado por el municipio y el general
representado por la monarquía. Cuando se rompió este equilibrio, cuando se dejaron de observar
los pactos, cuando el poder real se desnaturalizó olvidando su misión, comenzó
la corrupción del cuerpo castellano su alma se disipó en el tiempo y el
espacio.
Valentín Almirall, el
propulsor del movimiento regionalista de Cataluña, dice en su libro El
Catalanismo, al describir el carácter catalán: «otra circunstancia muy digna de
tenerse en cuenta en el temperamento de nuestro pueblo, es su repulsión a
ensalzar a los hombres y su afán de arraigar instituciones. Los hechos más
grandiosos de nuestra historia y hasta los de nuestra leyenda, son o parecen
ser obra de la colectividad». Esto que Almirall dice de Cataluña y los
catalanes es tan aplicable, o mejor dicho, más aplicable todavía a Castilla la
Vieja, del mismo modo que parecen pronunciadas expresamente para Castilla aquellas
palabras del maravilloso Castelar: «Si hay algún árbol cuyas raíces lleguen
hasta las entrañas de nuestra tierra y se pierda entre los celajes de las
tiempos pretéritos, sin duda alguna es la forma municipal, derivada las
primeras tribus autóctonas y definida por la prudencia y sabiduría de Roma». Es
decir, que ya tenemos aquí una institución tan antigua tomo nuestros
autóctonos, del pueblo, de la colectividad, anónima en su origen, que aun
cuando institución general entonos los antiguos reinos o naciones de la
península, no alcanzan en ninguna de ellas la grandiosidad
que en Castilla, ni producen en ningún sitio tan variadas derivaciones como en
nuestra tierra.
Aquí, como en todo cuanto se
refiere a Castilla la Vieja tenemos que suplicar siempre al lector y
recordárselo continuamente, que no confunda a nuestra región o antiguo ,reino
de Castilla con la agregación de que formó parte llamado por antonomasia y con
una falta de precisión, cuya consecuencias pagamos ahora, con el nombre de Castilla pero integrada,
sobre todo, por el reino de León y estando regidos por la misma corona leonesa
como Asturias y Galicia y las conquistas hechas por todas esas naciones
leonesas, siendo
motivo de continua confusión que el todo sea denominado con la palabra, nombre
de una parte y precisamente de aquella
que, por su abolengo de raza, por el temperamento de su gente, por la situación
geográfica que ocupa en contacto con otros pueblos más afines a ella que los
que por azar fueron sus compañeros de agregación, por sus costumbres civiles, y
por su manera de vivir más se distinguía del conjunto de los estados, agregados
solo por el hecho de tener el mismo monarca.
Así es que cuando Almirall
marca la condición de los catalanes que se consigna en las palabras arriba
transcritas, trata de hacer resaltar una oposición entre el carácter catalán y
el que toma por castellano, confundiendo a Castilla con el conjunto de las
pueblos o naciones a que estuvo agregada.
Las naciones leonesas (León,
Asturias y Galicia) como pueblo que llevaba en sus venas más o menos porción de
sangre celta, se distinguían por su temperamento conquistador, necesitaban
caudillos que las guiasen, y los caudillos son siempre figuras ensalzadas a las
que los pueblos dominadores tienen que aguantar a veces con la misma humille
humillación que los pueblos conquistados.
El temperamento de Castilla
es otro muy distinto. Desde los iberos hasta nuestros días, apenas suenan
nombres personales en nuestra historia; todo -es anónimo, todo es labor
colectiva y no se sabe la mayor parte de las veces dónde, cuándo, ni cómo se
inició. Una de las más grandiosas epopeyas de la historia de toda el mundo, la
forman los sitios de Numancia, y sin embargo, las plumas que rinden a la ciudad
ibera los más honrosos homenajes que se han escrito, apenas consignan los
nombres de Megara y de Retogenes, tal vez porque en el recinto numantino no
había más figuras distinguidas que las precisas, muy respetadas sin duda
alguna, pero nada aduladas ni glorificadas. Aparte la figura del Cid, de
tan marcados rasgos godos,
poco ligada a su nación, hasta el extremo de militar Muchas veces con otros
reyes en empresas que en nada interesaban a Castilla, aparte de esta figura con
tantos caracteres de legendaria, los héroes que ha producido Castilla por sí sola,
se han limitado a recobrar el suelo patrio castellano, debiendo de reconocer
que no han existido personajes que, cubiertos de laureles por su pueblo, hayan
dado a la posteridad nombres gloriosos; Lo que pasa en el orden guerrero,
ocurre del mismo modo en la literatura; así es que sabemos que el Poema del Mío
Cid fue lanzado al aire desde los riscos sorianos de Medinaceli, pero no
sabemos quién fuera el cantor anónimo. Otro tanto ocurre con nuestras
instituciones celebradas por sus méritos, sin que los honores lleguen a sus
autores, porque esto es también en Castilla o de autor desconocido o producto
del esfuerzo de todos. Hay que confesar que Castilla tiene el defecto de
no premiar con un recuerdo honroso a
los hombres que la engrandecieron.
Luis Carretero Nieva
El regionalismo castellano.
Segovia 1917
Pp. 77-83
http://breviariocastellano.blogspot.com/2010/06/
FORALISMO CASTELLANO
En
Castilla también hubo foralismo.
La escasa historia moderna
de lo que se podrían denominar eventos políticos autóctonos castellanos, ha
venido a privilegiar alguno de los fastos históricos que si bien de escasa
trascendencia no deja de ser digno de ser reseñado, Concretamente es el caso
del Pacto Federal Castellano de 1869, que se puede consultar en Internet y que
ha sido reeditado recientemente, y que sin duda es la base de reivindicación
territorial, 17 provincias, de algunas agrupaciones políticas actuales de cuño
pancastellanista. Solo como una invitación a la reflexión conviene recordar que
se refiera a un acontecimiento de hace 131 años, e inspirado en el federalismo
de Pi y Margall, político entusiasta del pensamiento utópico francés del siglo
XIX, e incluso traductor de alguna de sus figuras más señeras como fue el caso
de Proudhom. Innecesario recalcar que tal pensamiento utópico y abstracto hizo
escasa mella en aquellas regiones, bien caracterizadas históricamente en su
delimitación geográfica en el Antiguo Régimen hasta principios del siglo XIX,
que sufrieron una merma casi absoluta en sus derechos forales y en sus
características propias, es decir Castilla la Vieja, Castilla la Nueva y León.
Ahora bien ese minúsculo "casi" es el hilo de Ariadna que convendría
retomar con el fin de tener alguna probabilidad de éxito en la lucha contra ese
monstruo del laberinto, que es el estado moderno – o sus sucedáneos
autonómicos- fagocitador y castrante, ese Minotauro abstracto y frío, dios
celoso y vengativo que exige el sacrificio y entrega de sus fieles.
Curiosamente no se hace nunca mención a unos
acontecimientos que ocurrieron unos pocos años después en la Primera República,
que constituyeron lo que se denominó el movimiento cantonal que ciertamente fue
un acontecimiento político bastante asilvestrado y anárquico de poca
ejemplaridad y de difícil hagiografía, pero por otra parte una constante en la
vida política de la península ibérica desde las tribus celtibéricas a los
reinos de taifas, desde el reino de Toro hasta la República Independiente de
los Ancares, acontecimiento este último, si bien de escasos días de duración,
rigurosamente histórico . El movimiento cantonal tuvo una notable repercusión
en Salamanca, mencionado exclusivamente en las historias locales, debido a su
carácter non santo. Parece por tanto llegado el momento de investigar en lo
posible el movimiento cantonal en las tres regiones históricas antes
mencionadas.
Muy anterior a los acontecimientos mencionados
fue la última defensa de los exiguos restos del foralismo castellano antes de
la irrupción del liberalismo decimonónico. Tal defensa estuvo ligada
históricamente a ese potpourrie político que fue el carlismo, y que en
variantes distintas se ha mantenido en Castilla hasta el siglo XX. No sería
cuestión aquí de simplificar las cosas al grito de carcundas y retrógrados,
puesto que, se quiera o no, las libertades forales tradicionales, las singularidades
de muchos pueblos ibéricos, fueron defendidas en su momento por el carlismo y
no por un liberalismo de corte francés, supuestamente avanzado y progresista .
Es bien sabido, por ejemplo, que en la primera guerra carlista, culminada en el
Abrazo de Vergara, había batallones castellanos en el bando carlista, como
también, conviene recordarlo, batallones vascongados en el bando liberal, los
chapelgorri, boinas rojas, del general Echagüe. En estos batallones castellanos
había entre otros santanderinos, burgaleses y riojanos. En sus Episodios
Nacionales Don Benito Pérez Galdós da una versión con anteojeras de progre
decimonónico de estos acontecimientos, donde los carlistas eran llamados los
negros, algo así como si hoy se dijera los fachas. Es decir que la pose liberal
decimonónica y en parte la actual, considera que eso del foralismo son
antiguallas medievales que deben sucumbir ante la libertad general y abstracta
que obligatoriamente impone el estado moderno para felicidad de los ciudadanos
del común, aviso para navegantes que debe sintonizar todo aquel que se meta en
lides de tipo autonomista, regionalista, nacionalista o variantes del mismo
jaez. Y hablando de obligatoriedades liberadoras y modernas, Santander, entre
otras provincias, tuvo que hacer renuncia a los restos de sus fueros
tradicionales al advenimiento del liberalismo. Estos son temas habitualmente
relegados al País Vasco, Navarra, Cataluña o acaso Valencia, pero
cuidadosamente evitado cuando se trata de Castilla , Reino de Toledo o León,
faltaría más, sería como alborotar las ovejas dóciles del rebaño. Solo como
testimonio personal a aportar, las únicas críticas políticas radicales
escuchadas en la niñez (hace unos 40 años) en pleno franquismo nacional
católico, salían de bocas carlistas, verdaderos insultos al sátrapa gallego que
impedía tener a la diputación de Ávila las mismas competencias que a la Navarra
foral. Queda así por recuperar una importante corriente foralista castellana
incorporada en el carlismo, durante muchos decenios la única que hubo en
Castilla, para estudiarla e incorporarla en su pleno valor en la herencia de lo
que hoy se ha dado en llamar castellanismo.
Más cercano en el tiempo el último
acontecimiento autonómico castellano de la primera mitad del siglo XX fue el proyecto
de autonomía de Castilla la Vieja, Castilla la Nueva y León en la Segunda
República. Pero dejemos la palabra al historiador y recordemos aquellos hechos
a través de la pluma de Ramón Tamames :
"Tras el triunfo del Frente Popular en las
elecciones de febrero de 1936, se produjo una auténtica eclosión de peticiones
de autonomías regionales, al calor del restablecimiento del estatuto catalán y
de la previsión de que a no tardar sería autorizado el del País Vasco".
"Por su parte, el 20 de mayo inició sus
actividades un grupo de diputados agrarios y de la CEDA con vistas a redactar
un anteproyecto de estatuto de las dos Castillas y León; si bien no faltaron
partidarios de prepararlo únicamente para Castilla la Vieja y León. Más
aún, el 9 de junio, el ayuntamiento de Burgos decidió promover un estatuto para
Castilla la Vieja exclusivamente.
En todos estos intentos, se
trataba de conseguir una autonomía tan amplia como la de Cataluña en lo
concerniente a cesión de servicios generales, y tan intensa como el proyecto
vasco en lo referente a derechos económicos y políticos".
"Es difícil emitir un juicio sobre la
política regionalista de 1931-1936 y que en sus últimos días antes de la guerra
civil experimentaba tan poderoso auge de ideas y proyectos. Brevemente podemos
sintetizar nuestra opinión sobre tema tan controvertido:
El regionalismo correspondía a una problemática
real, como lo anticiparon, en cierto modo, las tres guerras carlistas, en las
que Vascongadas, Navarra y buena parte de Cataluña y Valencia habían luchado
-cierto que con un complejo trasfondo de contradicciones y confusionismo- por
sus antiguas libertades. Por tanto, durante la República no se inventó nada
nuevo. Sólo se recogía un legado de problemas irresueltos y exacerbados por el
centralismo".
(Ramón Tamames .Historia de España Alfaguara
VII, La República. .La era de Franco. Alianza Universidad. Madrid 1983
,pp189,191)
Llama la atención que en aquellos tiempos los
castellanos, incluso los de derechas, tenían unas pretensiones autonómicas en
plenitud e intensidad bastante mayores que las que manifestaron a la muerte del
sátrapa gallego; sin duda las cosas han ido para atrás en este aspecto, es
decir aún más domesticados. En cualquier caso parece que procede una
investigación documental nada fácil puesto que el partido político que las
promovió hace décadas que no existe; queda en cambio una posible recorrido en
las hemerotecas a partir del 20 de mayo de 1936, acaso en El Debate y el ABC,
los periódicos que quizá estuvieran más próximos a la CEDA. En cuanto al
ayuntamiento de Burgos en teoría sería más fácil la investigación, si no se
hubiera destruido en la guerra civil, sin descartar claro está la consulta de
hemerotecas locales, o tal vez testigos si alguno queda vivo todavía.
Así pues quedan abiertos tres temas de interés
en la actual andadura castellana de notable importancia:
1º) El movimiento cantonal en Castilla
2º) El foralismo castellano en el pensamiento y
política carlista de los siglos XIX y XX
3º) El estatuto de autonomía castellano en la
Segunda República.
No quedan pues sino los merodeos por
hemerotecas, cual rata de biblioteca, las consultas a los historiadores amigos
y conocidos, las tesis doctorales, los artículos de revista y otras fuentes de
imposible enumeración.
http://breviariocastellano.blogspot.com/2007/
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