¿Qué es la Historiografía?
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La heterogeneidad de las obras de
historia
Historiografía puede entenderse básicamente
en dos sentidos. En el más común hoy, la historiografía (la escritura de la
historia) equivale a un conjunto de obras de historia, es decir, de textos
sobre el pasado humano, surgidos en un tiempo y lugar determinados, que han
sido elaborados con un enfoque metodológico y/o ético-político más o menos
coherente. Así podemos hablar, por ejemplo, de historiografía medieval,
renacentista o de principios del siglo XX; de historiografía francesa o
mexicana; de historiografía sobre los Estados o de historiografía urbana; de
historiografía marxista, liberal o positivista; de historiografía
internacionalista o nacionalista, etc.
La diversidad de prácticas cognitivas y de
escritura a las que se asocia hoy la palabra historia es una realidad
incontestable, muy bien sintetizada por K. Pomian:
“La palabra historia designa hoy un conjunto
epistemológico heterogéneo de prácticas cognitivas (que van desde los
procedimientos más tradicionales a las técnicas punta) y un conjunto
estilísticamente heterogéneo de prácticas de escritura (que van desde el relato
literario hasta las ecuaciones de un modelo econométrico retrospectivo)”. [1]
La enorme variedad de los títulos de las
revistas académicas y de divulgación hoy existentes dedicadas a la historia
patentiza esa gran heterogeneidad de formas de aproximarse al pasado.
La heterogeneidad de la historia, compartida
con todas las otras disciplinas del saber (como la sociología o la
antropología), solo se entiende por la propia historicidad de aquella. Desde
Heródoto, el esfuerzo por salvar del olvido, narrar y comprender la aventura
humana en el tiempo, ha dejado tras de sí una superposición, más o menos
sedimentada, de estratos de cuestiones, de procedimientos, de documentos y de
obras escritas por los historiadores. En esta superposición, los estratos más
recientes modifican los anteriores. Justamente, en las secciones sobre
historiografía de este portal, acotadas por el tiempo en el que surgieron, se puede acceder a diversos
estratos historiográficos.
Historiografía como metahistoria
También se puede entender por historiografía
una metahistoria o historia de segundo grado. Es decir, el estudio de cómo los
historiadores e historiadoras han construido sus lecturas del pasado. En este
sentido, la historiografía se interesa directamente por cómo algunos
acontecimientos y procesos del pasado han sido escogidos, captados y
representados por los autores de obras de historia. Así, las preguntas
fundamentales serían de este tipo: ¿Qué visiones del mundo, opciones
político-sociales, formas estéticas y métodos de investigación han entrado en
juego en la creación de esas representaciones del pasado? ¿Cuáles fueron los
criterios explícitos o implícitos que guiaron al historiador en la selección de
fuentes y en la configuración de la interpretación de “su” temática? No se debe
olvidar que la historia es siempre a la vez “historia de algo” (history of) e “historia en favor
de algo” (history for). [2]
Jörn Rüsen ha integrado en un valioso “Schema of historical thinking” las
diferentes claves, dimensiones y estrategias que se combinan en el pensamiento
histórico. [3] En
este interactúan unos intereses prácticos, unos conceptos y categorías teóricas
significativas, unos métodos para tratar las experiencias del pasado, unas
formas de representación y unas funciones de orientación cultural e
identitaria. Para dar un sentido histórico, el historiador usa estrategias que
son así semánticas (para simbolizar), cognitivas (para adquirir conocimiento),
estéticas (para representar), retóricas (para promover orientaciones) y
políticas (en sintonía con una memoria colectiva).
A través del estudio de las categorías
intelectuales, éticas y políticas con las que han operado los historiadores, la
historiografía contribuye a desvelar las mentalidades y la praxis cultural de
un determinado tiempo y medio social, las del “presente” en el que escribieron
los autores. Se ha escrito con razón que un grupo humano nunca se desvela tan
bien como cuando proyecta tras de sí su propia imagen. [4] La
historiografía se encuentra de este modo en la encrucijada de la historia
cultural (de las mentalidades), de la historia intelectual, de los estudios
literarios y de la sociología histórica.
Apurando los conceptos, cabe afirmar que la
narrativa histórica, como constructo cognitivo-existencial, resulta de la
combinación de una doble mirada. Una es la mirada, con aspiraciones de verdad,
a los hechos acontecidos (las res
gestae) en un tiempo pretérito de los que tenemos múltiples
trasuntos, representaciones o “fuentes” (como se decía clásicamente). La otra
mirada del historiador, aunque sea sólo semiconsciente, es una “mirada” o una
“visión” del futuro que él o ella incorpora. Pues la persona humana es, por su
condición existencial, un ser “futurizo”, que labra su vida personal y social a
partir de unas experiencias (sean estas reconfortantes o hirientes) y en vistas
a unas expectativas (más o menos fundamentadas). Esta interacción entre
“ámbitos de experiencia” y “horizontes de espera” como clave antropológica en
la construcción de las historias ya fue estudiada a fondo por Reinhard Koselleck[5], a
partir de las luminosas consideraciones agustinianas sobre el tiempo y el
triple presente: la memoria, la visión y la espera. El presente del pasado es
la memoria; el presente del presente es la visión; el presente del futuro es la
espera. [6]
Historiografía y regímenes de
historicidad
Para describir las diferentes maneras en que
las sociedades occidentales han articulado a lo largo del tiempo la relación
entre el pasado, el presente y el futuro, François Hartog ha propuesto el
concepto de regímenes de historicidad. [7] He aquí, simplificado, su argumento. Hasta la
gran ruptura de la Revolución francesa y sus prolegómenos intelectuales, las
sociedades occidentales daban primacía al pasado sobre el futuro. En ese
régimen de historicidad antiguo lo que se esperaba del futuro es
aproximadamente lo que ya se había vivido. La historia, como magistra vitae, tenía en
ese sentido una extraordinaria utilidad, aunque no constituyese todavía una
disciplina profesionalizada. A partir de mediados del siglo XVIII, y
especialmente desde la Revolución iniciada en 1789, ese régimen antiguo va
siendo sustituido por otro, moderno, en el que prima el futuro sobre el pasado.
La relación entre el futuro y el pasado se piensa en clave de progreso
(ético-científico), un concepto capital en la modernidad. Crece la convicción
de que el mañana será distinto y mejor que el ayer. [8] Con
el cambio del siglo XX al XXI en las sociedades occidentales habríamos pasado a
un último régimen de historicidad: el presentista. Este se caracteriza por la
desconfianza tanto respecto al pasado como al futuro, así como por la primacía
del presente.
Dos de los más importantes testimonios del
régimen presentista de historicidad serían la extraordinaria importancia que se
concede al estudio de las épocas muy próximas (Zeitgeschichte; histoire du temps présent)
y, paradógicamente, la obsesión por la memoria como signo identitario.
La escritura de la historia, de
Heródoto a Ranke
La historiografía greco-romana ha sido
siempre un referente fundamental para la escritura de la historia en el mundo
europeo-occidental. No en vano la palabra historia es una adaptación latina de
una voz griega que significa investigación. Entre los griegos, las Historias de
Heródoto (ca. 430 a. C.), y la Guerra
del Peloponeso de Tucídides (ca. 396 a. C.) son una
investigación y relato de acontecimientos relevantes, cercanos en el tiempo,
que afectaron a la propia comunidad política en momentos decisivos (la defensa
frente la amenazada de los persas, en Heródoto; la lucha por la hegemonía en la
Hélade entre Atenas y Esparta, en Tucídides) escritos para enseñanza moral y de
gobierno. Más adelante, Polibio, engarza la historiografía griega y la romana,
surge la historia de un Imperio (el romano) y se constata la influencia de la filosofía
estoica. La grandeza de ese Imperio será loada posteriormente por Tito Livio,
un gran historiador y retórico.
El mundo greco-romano no se plantea
seriamente la cuestión del sentido o finalidad de la aventura humana en el
tiempo. Esta se introduce en el Occidente latino con la filosofía teológica de
la historia de Agustín de Hipona –o san Agustín– expuesta en La ciudad de Dios (o Las dos ciudades), una
obra que tendrá duraderas repercusiones desde la Edad Media. En la época de la
Cristiandad, desde Constantino (s. IV) a Bossuet (s. XVII), la historia de la
evangelización acompaña y se superpone a la historia política. Surge la
hagiografía (vidas encomiásticas de santos). Los relatos históricos, siguiendo
el modelo de los Evangelios, se vuelven más simples y menos retóricos. Entre
los autores de la historiografía medieval, escrita en gran parte en latín,
abundan los eclesiásticos como el monje inglés Beda el Venerable (s. VIII) y el
obispo germano Otón de Freising (s. XII). Ya a fines de la Edad Media, las Memorias en las que
Philipe de Commynes narra sus experiencias como consejero real y extrae
enseñanzas, marcan un punto de inflexión en el pensamiento histórico. Commynes
se halla en la encrucijada entre el moralismo providencialista cristiano y la
constatación de que el éxito acompaña a veces a quienes conculcan la moral.
En la época del Renacimiento y del Barroco
(s. XV-XVII) la historiografía sigue inculcando sabiduría política y moral,
ante todo a los gobernantes y aspirantes a serlo. Las obras de historia son
escritas sobre todo por gobernantes, por sus secretarios o por los
historiógrafos (cronistas oficiales). Entre estos últimos se cuenta en España
Jerónimo de Zurita, quien escribe unos valiosos Anales de la Corona de Aragón (1585).
Entre los secretarios, el más famoso e influyente es el florentino Maquiavelo,
autor de El Príncipe (un
tratado seminal de teoría política) y de obras históricas. En estas manifiesta
su veneración por la Roma republicana y su aspiración a deducir leyes
sociológicas.
Los autores del Renacimiento son grandes
admiradores de la cultura greco-romana y recuperan la dimensión retórica en el
relato histórico. [9] Entre
los historiadores italianos renacentistas de los siglos XV y XVI cabe destacar,
también, a Leonardo Bruni, Lorenzo Valla, Flavio Biondo y Francesco
Guicciardini. Debemos a la crítica filológico-documental hecha por Valla el
concepto de anacronismo.
Aunque en la época del Renacimiento y del
Barroco predomina la historia política, hay algunas propuestas innovadoras que
propugnan una historia integral, total, de la civilización. Así, las del
erasmista valenciano Juan Luis Vives y las de Jean Bodin en su Método para un fácil conocimiento de
las historias (1566).
El desconcertante encuentro de los europeos
en las Indias occidentales (América) con grandes civilizaciones no cristianas,
como la azteca o la incaica, da origen a toda una historiografía y favorece un
cierto giro antropológico en la escritura de la historia. Esa experiencia lleva
a algunos autores más reflexivos como el mencionado Bodin y a José de Acosta
–en Historia natural
y moral de las Indias (1590) – a esbozar una filosofía
evolutiva de la cultura.
Las controversias religiosas que siguen a la
difusión de la Reforma luterana originan que se quisiera indagar históricamente
cuál era el rostro de la primitiva Iglesia. Las “Centurias de Magdeburgo”
(desde el lado protestante) y los Anales dirigidos
por el cardenal Baronio (desde el católico) son obras emblemáticas.
En la época del Barroco la historia sufre una
seria impugnación intelectual por la matematización del conocimiento en la
física clásica newtoniana y por la crítica de Descartes a unas prácticas de
escritura que muchas veces son más propaganda –monárquica y dinástica– que
conocimiento riguroso. Ese desafío cartesiano y los ataques del pirronismo
(escepticismo) incitan a los historiadores a revisar la fiabilidad de las bases
documentales sobre las que trabajaban. En ese contexto surge en 1680 una nueva
disciplina, la diplomática, que estudia los diplomas (documentos oficiales
antiguos).
Los movimientos revolucionarios que tienen
lugar en las monarquías occidentales de Europa a mediados del siglo XVII
alimentan la tradición de la escritura de memorias políticas. El cardenal de
Retz, para Francia, y el conde de Clarendon para Inglaterra, son destacados
cultivadores de aquella.
Con el movimiento cultural de la Ilustración
se franquea en el siglo XVIII un umbral en las lecturas del pasado y se entra
en un nuevo régimen de historicidad: el moderno. El futuro será el punto de
referencia desde entonces. Montesquieu, admirador todavía de Roma, somete a
crítica los fundamentos legales del Antiguo régimen socio-político y propugna la
división de poderes. La idea capital del progreso –de la civilización– como
síntesis del pasado y profecía del futuro domina la historiografía
“racionalista” escrita por los “philosophes” (intelectuales)
franceses, como Voltaire y Condorcet, y los escoceses de la escuela de
Edimburgo (entre los que destaca, como historiador, William Robertson). Hay ya
una nueva “filosofía de la historia” (la expresión es acuñada por Voltaire) y
abundan las “consideraciones”, “discursos” o “ensayos” que son más que simples
relatos.
La época de la Ilustración nos ha brindado
algunos clásicos que combinan talento narrativo, erudición y enfoque
filosófico. Uno de los más célebres es La
historia de la decadencia y ruina del Imperio romano (1776).
Hay una coherencia entre el protagonismo que
va adquiriendo la burguesía en la evolución social de los países europeos
occidentales y la reclamada presencia de ese sector del Tercer Estado en las
obras de historia. En España, nos ofrecen un buen testimonio de ello las Memorias históricas sobre la marina,
comercio y artes [gremios] de la antigua ciudad de Barcelona (1792)
escritas por el catalán Antonio (o Antoni) de Capmany.
Dada la gran influencia cultural de Francia
en la Europa del siglo XVIII, la Revolución iniciada en París en 1789, que pone
fin al Antiguo Régimen socio-político, tiene un enorme impacto en todo el
continente europeo. También en las lecturas del pasado. La nación de ciudadanos
empieza a ser el objeto de estudio y de relato, así como de una cierta
sacralización. Conocer el pasado de la nación francesa se convierte, desde
entonces, en tarea de los poderes públicos (republicanos o monárquicos). Así se
fragua la asociación entre historiografía y nacionalismo,[10] tan
característica de los siglos XIX y XX y más bien contraria al cosmopolitismo de
la Ilustración.
Entre los historiadores franceses que
escriben apasionadamente en favor de la Revolución destaca Jules Michelet. Lo
hace en un estilo épico-romántico, aspirando a “la resurrección de la vida en
su integridad”, [11] y desea explicar cómo el pueblo francés
predica su “evangelio” al mundo. El nacionalismo francés y la ocupación
napoleónica suscitan en Alemania, España y Rusia un sentimiento nacional
contrapuesto que se manifiesta no solo en la historiografía sino también en la
novela histórica. Guerra
y paz (1869), de Tolstoi, acude enseguida a la mente por su
excepcional valor.
Cuando escribe Michelet, en Francia, Alemania
y otros países de Europa la historia se enseña ya como disciplina autónoma en
las cátedras de enseñanza media y de universidad. El modelo de seminario
historiográfico adoptado por la universidad de Berlín en la que termina su
carrera Leopold von Ranke (1795-1886), es especialmente influyente. La labor de
Ranke ha suscitado interpretaciones diferentes. A veces, se le considera
positivista, por su deseo de atenerse estrictamente a la documentación
comprobable; otras, se valora como un testimonio de la interpretación
idealista-hegeliana de la historia, atemperada por su moderantismo
temperamental. La identificación de Ranke con su país de origen (Alemania) y
con la Reforma protestante no le impidió realizar excelentes estudios sobre los
Papas, sobre la historia del siglo XVII en Francia e Inglaterra, así como sobre
los Imperios español y otomano.
El siglo XIX ha sido quizás aquel en el que
la historia –como conocimiento y relato– ha tenido más importancia. En esa
centuria, se percibe ya una cierta especialización en la investigación sobre el
pasado. Además, la recopilación de fuentes y la creación de archivos nacionales
se convierten en objetivo y compromiso de los diferentes Estados europeos. El
estudio de la historia como genealogía del estado-nación es un común
denominador de gran parte de la historiografía.
¿Qué tipo de conocimiento consigue la
“ciencia” de la historia?
La historiografía, en cuanto estudio de la
manera en que se ha escrito e investigado la historia, confina con la
historiología. [12] Este
término, aunque poco usado hoy, define una aproximación al pasado en la que
prevalece el aspecto teórico-filosófico, es decir, una reflexión sistemática
sobre las cuestiones más radicales que plantea la historia (como conocimiento o
como evolución humana).
La reflexión historiológica sobre el tipo de
conocimiento que consigue la historia y sobre su diferencia con el que obtienen
las ciencias naturales se llevó a cabo en los últimos decenios del siglo XIX,
especialmente en el ámbito germánico. Con las aportaciones de Gustav Droysen,
Wilhelm Windelband y Wilhelm Dilthey, se configuró una teoría de la historia
que se inclinaba a distinguir entre las Kulturwissenschaften o Geisteswissenschaften (ciencias
culturales, ciencias humanas o ciencias del espíritu) y las Naturwissenschaften (ciencias
de la naturaleza). Estas últimas, como la física, captan regularidades y leyes
generales matematizadas, por lo que serían ciencias nomotéticas (de nomos, ley, en
griego). En cambio, las ciencias de la cultura, como la historia, aprehenden
mediante la interpretación unas realidades humanas específicas propias de un
tiempo, lugar y sistema cultural, por lo que serían ciencias idiográficas (de ídios, singular o
particular).
En la segunda mitad del siglo XIX se
configura un ámbito de saber, la sociología, próximo a la historia. Auguste
Comte, Karl Marx y Max Weber, a pesar de sus grandes diferencias, coinciden en
este principio para interpretar la evolución social: los conocimientos
históricos concretos han de relacionarse estrechamente con unas dinámicas
sociales amplias. La historia quedaba así, en cierto modo, supeditada a la sociología.
La historia ha conservado siempre también la
dimensión literaria y estética. De hecho, muchos de los historiadores más
famosos, como Edward Gibbon, Jules Michelet, Jacob Buckhardt, Theodor Mommsen,
o más recientemente, Winston Churchill y Fernand Braudel, han sido excelentes
escritores. La importancia que tiene en la historiografía la forma de
configurar el relato se ha visto muy acrecentada en la segunda mitad del siglo
XX, tras los estudios de Paul Ricoeur y de la publicación, por Hayden White,
de Metahistoria. La
imaginación histórica en la Europa del siglo XIX (1973).
Desde principios del siglo XX, cuando entran
en crisis los relatos teleológicos (finalísticos) de la historia y crecen las
sospechas respecto a la metafísica, la historiología se ha dedicado sobre todo
a tratar problemas epistemológicos. Es un campo académico cultivado por
filósofos –así como por unos pocos historiadores– denominados a veces filosofía
analítica de la historia. [13]
¿Tiene valor preguntarse por el
sentido de la aventura humana en el tiempo?
Se ha llamado, en cambio, filosofía
especulativa de la historia, a la que teoriza sobre el –posible– sentido global
de la trayectoria colectiva de la humanidad en el tiempo. El clima cultural del
siglo XX y XXI ha sido reacio a dar valor a esta filosofía. Este tipo de
teorización implica un serio riesgo de desmesura y de ensayismo. Con todo, la
necesidad de disponer de una explicación relativamente unitaria y coherente que
dé sentido a la aventura humana en el tiempo parece subyacer como requisito a
la tarea más común que llevan a cabo la mayoría de los historiadores. Esta
consiste en investigar, comprender y relatar un conjunto de acontecimientos,
acotados temporal, espacial y temáticamente. Pero ¿cómo valorar y
contextualizar de manera amplia esos acontecimientos o procesos sin un background que
suministre un cañamazo para interpretarlos y darles una significación? ¿Es
posible, por ejemplo, tratar hoy de la presencia española en América durante el
siglo XVI (llamémosla, discutiblemente, colonización y evangelización) sin
tener cierta visión de conjunto del proceso de mundialización y de la relación
entre la civilización europeo-occidental y las otras culturas?
La influencia de las nuevas
realidades socio-culturales en el pensamiento y en la escritura histórica
Esta panorámica de la historiografía se ha
centrado en la escritura y el pensamiento sobre la historia surgidos en la
civilización europeo-occidental. A raíz de la quiebra moral y política de
Europa en el siglo XX y de la aceleración de la globalización en los últimos
decenios, se ha hecho evidente un cambio de perspectiva historiográfica. En esa
nueva perspectiva reclaman su sitio las relecturas del pasado surgidas desde
los antiguos dominios de Europa o desde países casi ajenos a la civilización
europeo-occidental. [14]
Nuevas realidades socioculturales de hoy
están ampliando y transformando las lecturas del pasado humano. Entre estas
nuevas realidades cabe resaltar la extraordinaria importancia adquirida por la
imagen en detrimento de la palabra, la primacía que se da a las emociones sobre
el razonamiento, la conciencia de la responsabilidad que nos incumbe a todos en
la preservación del medio ambiente natural. Dar la voz a las minorías y otros
grupos sociales antes postergados (por la raza, la clase, el género o la
religión) en los relatos históricos canónicos es una demanda social que se ha
de atender también cuando se escribe sobre el pasado.
Fernando Sánchez-Marcos (2020)
(Catedrático emérito de Historia Moderna de
la Universitat de Barcelona. Fundador y Director de http://culturahistorica.org).
NOTAS AL FINAL
[1] Pomian,
Krzysztof (199). Sur
l’histoire. París: Gallimard, pp. 31-32.
[2] White, Hayden (1978). Tropics of Discourse.
Londres: J. Hopkins University Press, p. 104.
[3] Rüsen, Jörn (2005). Narration, Interpretation,
Orientation. Nueva York: Berghahn, p. 133.
[4] Carbonell,
Charles-Olivier (1984). L’Historiographie. París:
PUF, p. 4.
[5] Koselleck,
Reinhart (1993). Futuro
pasado. Para una semántica de los tiempos históricos. Barcelona:
Paidós. (Ed. orig. alemana, 1979).
[6] Cfr.
Ricoeur, Paul: Temps
et récit, II. París: Seuil, p. 28.
[7] Cfr.
Hartog, François (2003). Régimes
d’historicité. Présentisme et experiences du temps. París: Seuil,
2003. Hartog desarrolla un concepto propuesto antes por Koselleck en Futuro pasado (op. cit.).
[8] Se ha discutido hasta qué punto ese
concepto de progreso es, en último término, una visión secularizada de la
esperanza cristiana. Cfr. Löwith, Karl (1968). El sentido de la historia, Madrid: Aguilar,
1968. En Invitación a
la historia (Barcelona: Labor, 1993, p. 126) me he referido a la
paulatina sustitución de Providencia por Progreso iniciada ya antes de la
Ilustración.
[9] Petrarca,
precursor del humanismo renacentista, llegó a escribir: “¿Qué es toda la
historia, sino la alabanza de Roma?”.
[10] El
filósofo Fichte, en sus Discursos
a la nación alemana (1809), sostenía que los límites
auténticos de la nación eran los internos, especialmente los de la lengua.
[11] Michelet,
Jules (1869). Histoire
de France. Postfacio de 1869.
[12] “Historiology / Philosophy of
Historical Writing”, aparece en Boyd, Kelly (ed.) (1999). Encyclopedia
of Historians and historical Writing. Historiología ha sido un
término empleado en el mundo hispánico por el filósofo José Ortega y Gasset y
por el historiador mexicano Edmundo O’Gormann.
[13] Los
contenidos de la revista más emblemática en teoría de la historia, History and Theory, son
un testimonio claro de la primacía concedida a lo epistemológico.
[14] En este
portal puede verse una amplia panorámica de la historiografía que abarca
también China, Japón y el mundo islámico: Daniel Woolf, «Historiography», en M.
C. Horowitz (ed.) (2005). New Dictionary of the History of
Ideas, v. 1. Nueva York: Charles Scribner’s Sons, pp.
xxxv-lxxxviii.
¿Qué es la Cultura Histórica?
El concepto de cultura histórica y
sus homólogos en otras lenguas (como Historical
Culture, Geschichtskultur, Culture historique) expresa
una nueva manera de pensar y comprender la relación efectiva y afectiva
que un grupo humano mantiene con el pasado, con su pasado.
Se trata de una categoría de estudio que
pretende ser más abarcante que la de historiografía,
ya que no se circunscribe únicamente al análisis de la literatura histórica
académica. La perspectiva de la cultura
histórica propugna rastrear todos los estratos y procesos de
la conciencia histórica social, prestando atención a los agentes que la crean,
los medios por los que se difunde, las representaciones que divulga y la
recepción creativa por parte de la ciudadanía.
Si la cultura es el modo en que una sociedad
interpreta, transmite y transforma la realidad, la cultura histórica es
el modo concreto y peculiar en que una sociedad se relaciona con su pasado. Al
estudiar la cultura
histórica indagamos la elaboración social de la experiencia
histórica y su plasmación objetiva en la vida de una comunidad. Elaboración
que, habitualmente, llevan a cabo distintos agentes sociales –muchas veces
concurrentes- a través de medios variados.
Es imposible acceder al pasado en cuanto que
pasado. Para aproximarnos a él, debemos representarlo, hacerlo presente a
través de una reelaboración sintética y creativa. Por ello, el conocimiento del
pasado y su uso en el presente se enmarcan siempre dentro de unas prácticas
sociales de interpretación y reproducción de la historia. La conciencia
histórica de cada individuo se teje, pues, en el seno de un sistema
socio-comunicativo de interpretación, objetivación y uso público del pasado, es
decir, en el seno de una cultura
histórica.
La reflexión teórica sobre el concepto
de cultura histórica se
ha realizada desde los decenios 1980 y 1990, mediante trabajos rotulados con
ese mismo término, como los de Jörn Rüsen, Maria Grever o Bernd Schönnemann, o
con otros términos estrechamente relacionados (1). Entre estas últimas
aportaciones destacan las influyentes investigaciones sobre las formas y
transformaciones de la memoria cultural (Kulturelles
Gedächtniss), en la que se inscribe la memoria
histórica, publicadas por Jan y Aleida Assman (2).
Recientemente, se ha designado con el término de historia
pública (3) a las representaciones del pasado que
campean en los media. En cierto modo, la aproximación sociocultural a la
historiografía propuesta por Ch.-O. Carbonell a fines de los 70, próxima a la
historia de las mentalidades, puede ser vista como un enlace entre la historia
de la historiografía, entendida como una noble vertiente de la historia
intelectual, y el concepto actual de cultura
histórica (4).
La noción de cultura histórica surge, con una
tensión teórica y unas implicaciones filosóficas innegables, como un
concepto heurístico e interpretativo para comprender e investigar
cómo se crean, se difunden y se transforman unas determinadas
imágenes del pasado relativamente coherentes y socialmente operativas, en las
que se objetiva y articula la conciencia histórica de una comunidad humana.
Esa comunidad humana, ese “sujeto colectivo”, puede acotarse,
aunque no como un compartimento estanco, según múltiples criterios:
nacionalidad, lengua,
religión, género, clase, generación que comparte experiencias
formativas o civilización que se basa en un legado simbólico y
material común.
Las connotaciones más bien cognitivas que
tiene el término de cultura
histórica, sin que esta aproximación desdeñe la dimensión estética,
marcan una diferencia de enfoque con el subrayado de los aspectos vivenciales e
inconscientes asociados a los estudios en el ámbito de la memoria. Pero, como
han propugnado, tanto la propia A. Assmman como Fernando Catroga, no cabe
contraponer de forma nítida la historia a la memoria; una y otras deben
imbricarse y disciplinarse mutuamente (5). Una historia fría y distanciada, sería
socialmente inerte y apenas operativa. Estaría cercana a la erudición estéril.
Una memoria partidista y confusa, ofrecería poco más que la exaltación ciega
del grupo.
El conjunto de imágenes, ideas, nombres y
valoraciones, que, de forma más o menos coherente, componen la visión del
pasado que tiene una sociedad no es fruto hoy exclusivamente, ni quizás
predominantemente, de las aportaciones de los historiadores profesionales
o académicos. En la creación, diseminación y recepción de esas
representaciones del pasado inciden directamente más hoy las novelas y
films históricos, las revistas de divulgación sobre historia y patrimonio
cultural, las series de televisión, los libros escolares, las exposiciones
conmemorativas y las recreaciones de acontecimientos relevantes que
llevan a cabo instituciones públicas, asociaciones, o parques temáticos. Por
eso, en algunos estudios recientes sobre la “construcción” del pasado,
por T. Morris-Suzuki, se da un gran protagonismo a formatos (lugares, en
sentido amplio, de memoria) tan impensables antes en una historia de la
historiografía como algunos relatos manga (6).
Es importante remarcar también que la cultura histórica no
es nunca un sistema granítico de representación del pasado. Es, más bien, un
proceso dinámico de diálogo social, por el que se difunden, se negocian y se
discuten interpretaciones del pasado (7). La cultura histórica de una sociedad
abarca, por tanto, múltiples narrativas y distintos enfoques, que pugnan por
imponerse socialmente. Los debates sociales sobre el pasado son sumamente
relevantes, porque en ellos no está en juego un simple conocimiento erudito
sobre la historia, sino la autocomprensión de la comunidad en el presente y su
proyección en el futuro. Auscultar la negociación social sobre el pasado lleva
a comprender los dilemas sociales del presente y revela cuáles son las
problemáticas axiológicas y políticas presentes en el espacio público. La
historia es la arena donde se debate la identidad presente y futura de la
comunidad.
En el último decenio, la cultura histórica ha
pasado a ser también un término para designar todo un campo de estudios
socio-humanísticos al que se le dedican asignaturas, programas
específicos universitarios de grado o de postgrado y centros de investigación.
Los estudios sobre cultura
histórica y sobre memoria se han convertido en un prolífico
ámbito interdisciplinar en el que confluyen filósofos, historiadores, teóricos
de la literatura, sociólogos y antropólogos. No es extraño por ello
que hayan surgido alguna revista específica en ese ámbito, como History and Memory ni
que ésta haya nacido en un país (Israel) especialmente concernido por un gran
trauma del siglo XX: la Soah. History and Memory,
y las anteriores Theory
and History e Storia
della Storiografía son sin duda algunas cabeceras de
referencia para os estudiosos de la cultura
histórica.
Algunos valiosos programas de máster,
como el que ofrece la Universidad de Rotterdam, se orientan fundamentalmente a
la investigación. Otros, como el titulado Cultura histórica y Comunicación
(desde 2011, Historia y Comunicación cultural), impartido en la Universitat de
Barcelona, ponen más énfasis en lograr una capacitación profesional de los
alumnos de humanidades. El objetivo es que estos puedan participar de forma
activa y rigurosa en la creación y difusión de contenidos para satisfacer la
enorme fascinación que despiertan hoy las vivencias del pasado. Esa fascinación
ha originado un fenómeno nuevo, al menos por su escala, que se ha denominado,
con un término discutible y bien comprensible, el consumo de historia (8).
Para cerrar esta nota introductoria, aludiré
a algunas dimensiones del concepto de cultura
histórica que los estudios en profundidad sobre este campo no
pueden obviar, o, al menos, deben tener en cuenta. La reflexión sobre la cultura histórica (sobre
la presencia articulada del pasado en la vida de una sociedad) conduce
inevitablemente a abordar algunas cuestiones fundamentales de teoría o
filosofía de la historia. Entre estas, podríamos citar la crucial problemática
de la aprehensión de la realidad y la proyección del sujeto cognoscente
en la representación del pasado (teorizada magistralmente por P.
Ricoeur), la simultaneidad de lo no simultáneo y la reflexión radical
sobre el tiempo (tan cara a R. Koselleck), la interrelación entre experiencias
límites o traumáticas y conciencia histórica (un tema predilecto de F.
Ankersmit) o hasta qué punto puede tener vigencia el concepto de memoria
colectiva. Un concepto éste retomado recientemente por varios autores, en la
estela de los trabajos ya clásicos de M. Halwachs, y cuya discusión ha sido
relanzada recientemente por figuras tan influyentes como Pierre Nora, el
creador de otro término clave, lieux
de mémoire (lugares o referentes, no sólo físicos, de la
memoria) (9). Por ello, acogeremos con gusto aquí
algunos trabajos destacados en esos ámbitos.
Además de la dimensión prioritariamente
cognitivo-existencial (conocimiento del pasado y orientación en el tiempo),
la cultura histórica posee
otras no menos relevantes, como, por ejemplo, su plasmación estética y su
objetivación artística. Por otro lado, en toda cultura histórica suele latir también
una tensión política. En efecto, la cultura
histórica de una sociedad puede ser, muchas veces, analizada
desde una perspectiva político-discursiva, y para ello es necesario indagar las
agencias e instancias claves que intervienen en la producción y difusión
de los constructos simbólicos que la configuran. El análisis de los motivos de
estas intervenciones, ya sea para fortalecer la identidad, cohesionar un
grupo o legitimar un dominio, así como los mensajes nucleares que se
orientan a esos fines, puede ser estudiado tanto desde una perspectiva teórica
general, como mediante estudios de casos pertinentes. Ambas aportaciones
nos interesan. Y en relación a la segunda, esta web puede ser un medio
apropiado para dar a conocer algunos trabajos relevantes; también de los
realizado en la asignatura de Creación de la Cultura histórica en el citado
máster de la UB.
Al inaugurar este portal dedicado al estudio
de la cultura
histórica, deseo sinceramente que sea un marco adecuado en el que
encuentren amplia difusión los trabajos que, desde hace algunos años, llevan
realizando diversos académicos. Espero que invite también a nuevas reflexiones
y aportaciones, y que sea un ágora abierta en la que podamos encontrarnos y
debatir todos aquellos que sentimos pasión por la historia. Por una historia
que no es ni puede ser un legajo muerto, sino una dimensión del tiempo que
sigue impregnando y orientando los pasos presentes y futuros de nuestra
sociedad global.
Dr. Fernando Sánchez-Marcos (2009)
(Catedrático emérito de Historia Moderna de
la Universitat de Barcelona. Fundador y Director del portal web http://culturahistorica.org).
NOTAS
(1). Entre los trabajos de Jörn
Rüsen, tiene una especial relevancia el titulado “Was ist Geschichtskultur?. Überlegungen zu einer
neuen Art, über Geschichte nachzudenken”, en K. Füssmann / H. T. Grütter/ J.
Rüsen (Hg./Eds.): Historische
Faszination. Geschichtskultur
heute. Colonia, 1994, 3-26. El concepto de
Maria Grever de Historical
Culture se encuentra, entre otros lugares, en la presentación
del Center for
Historical Culture de la Universidad de Rotterdam, que ella
impulsa. Bernd Schönnemann ha tratado la genealogía y significación de este
concepto en algunos artículos como: «Geschichtsdidaktik, Geschichtskultur, Geschichtswissenschaft,»
en Hilke Günther-Arndt (ed.): Geschichtsdidaktik.
Praxishandbuch
Für Die Sekundarstufe I Und II. Berlin, Cornelsen Verlag, 2003, 11-22. Aunque, en un sentido mucho más restrictivo, el término culture historique, había
sido utilizado ya por el investigador de la historiografía medieval Bernard
Guenée en 1980 en su importante obra Histoire
et Culture historique dans l’Occident médiéval. París 1980.
(2). Assmann,
Jan: Das kulturelle
Gedächtnis. Schrift, Erinnerung und politische Identität in frühen Hochkulturen. München,
Beck, 1992 (6ª. ed., 2007). Assmmann, Aleida: Erinnerungsräume. Formen und
Wandlungen des kulturellen Gedächtnisses.Múnich, 1999 (3a. ed,
2006).
El término Erinnerungsräume (lugares
de memoria o de recuerdo), hace eco a la obra seminal y monumental, publicada
algunos años antes, bajo la dirección de Pierre Nora, Les lieux de mémoire, Paris,
1984-1992).
(3). Cfr.
Bodnar, John: Remaking
America. Public Memory, Commemoration and Patriotisme in the twentieth Century.
Princeton University Press, 1994, p. 13.
(4). La necesidad de ampliar los
horizontes de la historia de la historiografía, fue abordada por G.
Iggers en “Cómo reescribiría hoy mi libro sobre historiografía del siglo XX”,
en Pedralbes. Revista
d’Història Moderna 21, p. 11-26. Esa ampliación de horizontes,
que aproxima la historiografía a la cultura histórica, y de perspectivas
civilizatorias, se ha plasmado recientemente en un nuevo libro: A Global History of Modern
Historiography, Harlow 2009, escrito por G. Iggers y Q. Edward Wang
(con la contribución de Supriya Mukherjee).
(5). Assmann, A.: Der lange Schtten del Verganhenheit, 2006,
p. 51; Catroga, F.: Memoria,
historia e historiografia, Coimbra, 2001, p. 63-64. Esta misma
actitud preside el trabajo de Philipe Joutard, “Memoria e historia: ¿Cómo
superar el conflicto?”, en Historia,
Antropología y Fuente Oral, I, 38, 115-122. Por mi parte, he
propuesto complementar y equilibrar la “historia-ciencia” y la
“historia-memoria” en “Memory-History vs. Science-History? The Attractiveness
and Risks of an historiographical Trend, Storia della Storiografia, 48, 117-129.
(6). Morris-Suzuki,
T.: The Past within
Us. History, Memory and Media. Londres 2005
(7). La importancia de la perspectiva
comunicativa para comprender correctamente los mecanismos de la memoria
colectiva y la cultura histórica ha sido puesto especialmente de relieve por
Wulf Kansteiner: “Finding Meaning in Memory: a Methodological Critique of
Collective Memory Studies”, en History
and Theory, Mayo de 2002, p. 179-197. Kansteiner propone
utilizar categorías de teoría y análisis de la acción comunicativa para
entender cabalmente el funcionamiento de la memoria social.
(8). Consuming
History. Historians and heritage in contemporary popular Culture, es
el título de una recentísima obra de Jerome de Groot (Londres / Nueva York,
2009).
(9). Una inteligente crítica
metodológica a algunos estudios sobre la memoria colectiva puede encontrarse en
Kanstteiner, W.: “Finding Meaning in History: A methodological Critique of
collective memory Studies”, History
and Theory 41, 179-197.
https://culturahistorica.org/es/cultura-historica/que-es-la-cultura-historica/
La Novela Histórica
Fue el día 7 de julio de 1814 en Edimburgo,
ninguna otra modalidad literaria puede fecharse con tanta precisión como el
nacimiento de la novela histórica. Cuando un abogado escocés, Walter Scott, ya
muy conocido como poeta y folklorista, publicó Waverley, un relato novelesco que apareció
sin nombre de autor con una modesta tirada de mil ejemplares. Pese a publicarse
en verano, es decir, fuera de temporada, y anónimamente, para sorpresa de todos
la primera edición se agotó en cinco semanas, a fines de agosto se reeditaba
(dos mil ejemplares más), en octubre hubo una tercera edición, en noviembre la
cuarta, y no tardó en convertirse en un inesperado best-seller de alcance
universal.
Waverley o hace sesenta años ya
indica en su título la voluntad de novelar un período del pasado, el siglo
XVIII, que en Escocia fue un tiempo de turbulencias y desastres; y aunque el
hecho de ambientar novelas en épocas pasadas había sido un recurso frecuente,
se hacía como una simple convención narrativa que daba el prestigio de la
antigüedad y parecía autorizar las mayores licencias. Así, cuando el Amadís de Gaula se
inicia nada menos que “no muchos años después de la pasión de nuestro Redentor
y Salvador Jesucristo”, esta referencia cronológica, vaga y lejanísima, no
tiene nada que ver con el contenido de la novela.
En cambio, a partir de Waverley la
evocación se basa en unos factores históricos muy concretos, con un notable
conocimiento de la época y del país en que transcurre la acción, respetando y
exaltando sus peculiaridades; y además con un propósito clarísimo, hablar del
presente por medio del pasado, algo que hasta nuestros días será consustancial
a este subgénero: si se vuelve la mirada al ayer es para iluminar el hoy, para
comprenderlo mejor y sacar consecuencias prácticas. Y además, Walter Scott se
reveló como un escritor muy humano, ingenioso, hábil en las intrigas,
lleno de vivacidad y colorido, un soberbio novelista como inicialmente él mismo
ignoraba que podía ser.
Los primeros capítulos del libro databan de
nueve años atrás, pero sólo en 1813 sacó el manuscrito de sus cajones para
terminar su novela en pocos meses. No deja de ser significativo que fuera
entonces, cuando, con la caída de Napoleón, está naciendo una nueva Europa, y
el conocimiento e interpretación del pasado parece esencial para forjar el
futuro. La Revolución y el Imperio habían puesto el mundo patas arriba, y ahora
se trataba de rehacerlo aprendiendo de lo que había sucedido. Diríase que el
siglo XIX estaba esperándole, precisamente a Scott, no a otro, a un escocés de
aquellos años, nacido en el sur, en la zona fronteriza con Inglaterra, un
hombre de ciudad, con carrera universitaria, enamorado de las tradiciones de
Escocia, pero también muy atento a las novedades extranjeras, como lo
demuestran sus traducciones juveniles de Goethe y Bürger, que eran el último
grito de la literatura.
Alguien que estaba en medio, heredero de una
tradición evolutiva muy inglesa, que se anticipó a hacer una revolución en el
siglo XVII, y que había capeado con serenidad la tormenta que acababa de asolar
Europa, proporcionándole un puesto de observación más desapasionado. Un hombre
que siente nostalgia de la vieja Escocia de los clanes, pero que
comprende la necesidad de un progreso que la hará desaparecer. Y de eso tratan
sus novelas, de la concordia de lo que es aparentemente contrario, y que ha
causado una infinidad de guerras sangrientas, destrucción, abusos, agravios y
muerte. Este hombre culto, conciliador, modesto y bondadoso, anticuado en
muchas cosas ya en su misma época, se convirtió en pocos años en uno de los
innovadores más extraordinarios e influyentes de toda la historia de la
literatura.
Waverley, como más tarde Rob Roy (1818), se
ambienta en las sublevaciones en favor de la peculiaridad nacional escocesa, que
enarbola la bandera de la causa de los jacobitas, partidarios de la monarquía
de los Estuardos. El choque de la cultura autóctona, arcaizante y en
decadencia, y la extranjera impuesta a viva fuerza, más civilizada, es un
conflicto entre dos formas de vida: una anclada en sus tradiciones, bárbara y
heroica, pretendiendo ser inmóvil, y otra más evolucionada, con una mentalidad
nueva que iba imponiéndose de manera irresistible. Scott comprende a unos y a
otros, y su conclusión es que se necesitan mutuamente y están destinados a
fundirse de un modo que aspira a ser armónico.
Lo mismo se ejemplariza también en Ivanhoe (1819),
aunque aquí el escenario elegido sea medieval: la pugna entre dos pueblos y dos
culturas que conviven, los sajones, primitivos habitantes del país, ahora
oprimidos y menospreciados, y los normandos, unos invasores extranjeros (hasta
el punto de que su lengua es el francés), dueños de la situación, más fuertes,
más cultos, mejor organizados. Con una perspectiva de siglos sabemos que esta oposición
no es definitiva, ya que acabarán por fundirse dando origen a la Inglaterra
moderna, como sus lenguas se mezclarán también para formar el inglés actual (la
cuestión idiomática es el testimonio más evidente de esta amalgama, y no es
casual que Ivanhoe empiece
tratando este asunto).
Y con un comprensivo relativismo histórico,
Scott no deja también de subrayar que las posiciones pueden invertirse; así,
en El pirata (1821)
se nos cuenta cómo en las islas del norte de Escocia, las Shetland, los
escoceses son los extranjeros intrusos que aportan el progreso destruyendo la
apacible vida patriarcal de los indígenas de origen noruego. La Historia, con
sus lecciones vestidas de pintoresquismo y de color local – de ambas cosas fue
el gran descubridor – se encarna de este modo en unas novelas que hicieron
época y que iniciaron una moda tan perdurable que a comienzos del siglo XXI
todavía hace furor.
En 1815 – el año de Waterloo – de Guy Mannering se
vendieron tres mil ejemplares en veinticuatro horas, y cinco mil más en los
tres meses siguientes, de El
anticuario (1816) seis mil ejemplares en la primera semana. El
éxito era arrollador, y Scott se convirtió en seguida en un modelo para
muchísimos novelistas de todo el mundo. Hubo rápidamente una multitud de novelas
históricas en las lenguas más diversas: el italiano Manzoni con Los novios (1825)
sobre la Lombardía en tiempos de la dominación española, el francés Vigny
con Cinq-Mars (1826)
– la Francia de Luis XIII -, el norteamericano Fenimore Cooper con El último mohicano (1826),
en el marco de las guerras indias del siglo XVIII; el francés Victor Hugo
escribe la famosísima Nuestra
Señora de París (1831), de ambiente medieval, el inglés
Bulwer Lytton evoca Los
últimos días de Pompeya, 1834), el ruso Gógol en Tarás Bulba (1835)
habla de los antiguos cosacos ucranianos, el también ruso Pushkin publica La hija del capitán (1836)
– la sublevación de Pugachev en el siglo XVIII -, y muchos más.
Recordemos, para insistir en la importancia
del fenómeno, que dos de los mejores novelistas del siglo abordaron también
esta modalidad: el primer título de la Comedia
humana de Balzac fue Los
chuanes (1829), sobre las guerras civiles de la Revolución
francesa, obra, pues, muy próxima a los hechos narrados, en la línea de Walter
Scott: la lucha entre los salvajes guerrilleros bretones que defienden la causa
de la monarquía absoluta (en cierto modo asimilables a los jacobitas), y los
soldados de la República, símbolo del progreso equiparable con las tropas del
rey inglés Jorge II. Un
asunto tenebroso (1841), donde aparece el mismo Napoleón, es
otra de las incursiones balzaquianas en el relato de Historia, aquí con mezcla
de narración policíaca. Y también Dickens nos dejó una espléndida novela
histórica, Barnaby
Rudge (1841), que se sitúa en la época de los motines
anticatólicos de 1780.
En cuanto a España, hubo treinta y tantas
novelas de este género, ciertamente ya olvidadas y de poca categoría. Los
manuales recomiendan El
señor de Bembibre (1844), del leonés Gil y Carrasco, con un tema,
el de los templarios, que en la actualidad da mucho juego en la
novelística más barata y chillona. Pero el iniciador de esta corriente fue el
catalán López Soler, imitador de Scott en Los bandos de Castilla (1830). Incluso
Larra, con El doncel
de Don Enrique el Doliente, y Espronceda en Sancho Saldaña –
obras ambas de 1834 -, se sintieron tentados por la novela histórica, aunque
con muy escasa fortuna.
Sin embargo, de entre todo el romanticismo
hay que destacar una obra maestra a la que durante un siglo y medio han sido
fieles los lectores, más que por sus virtudes literarias, por la simpatía de
sus personajes y el formidable interés de la trama: Los tres mosqueteros (1844)
– de nuevo la agitada Francia de Luis XIII – es como el modelo máximo de
esta narrativa, permitiéndose muchas libertades con la Historia (según Dumas
para él “sólo un clavo en el que cuelgo mis novelas”), pero de un éxito sin
posible comparación; Veinte
años después y El
vizconde de Bragelonne prolongaron las peripecias de D’Artagnan
y sus amigos mosqueteros, que ya forman parte de la mitología popular.
La fiebre de la novela histórica caracteriza
a los románticos, todos se preguntan ¿cómo fuimos? y ¿porqué?, ¿qué hemos
heredado?, y las respuestas tienen mucho que ver con explicaciones de la
situación de su tiempo. A menudo son relatos poco escrupulosos y más bien
superficiales, y tanto entonces como ahora lo que cuenta es el valor novelesco;
la reconstrucción de una época pretérita puede ser más o menos fiel, estar más
o menos lograda, pero lo esencial, lo que hace perdurable tal o cual novela es
que trasciendan al marco histórico y estén al servicio de la literatura. A
Dumas le perdonamos fácilmente que tergiverse los hechos y los personajes a su
conveniencia, ¿qué más da si el resultado son libros que se leen con pasión?
Quien quiera aprender Historia que recurra a los historiadores (hay que
recordar que también muchas veces víctimas de prejuicios), las novelas o lo son
de verdad o están condenadas al olvido.
En la segunda mitad del siglo XIX el
romanticismo va quedando atrás, el género se hace menos impulsivo y arrebatado,
más consciente; las novelas se documentan de un modo obsesivo, buscan la
fidelidad arqueológica, y también pulen su prosa con fines de arte. El Cartago
de Salambó (1862),
del francés Flaubert, es un buen ejemplo de ambas preocupaciones, sin dejar por
ello, como siempre, de ocultar unos propósitos por así decirlo anacrónicos: la
pintura del pasado remite de forma inevitable a las inquietudes del mundo
contemporáneo para el que se escriben. El inglés Thackeray, con La feria de las vanidades (1847),
cuya acción se sitúa en torno a Waterloo, y Henry Esmond (1852), un siglo antes,
son también buenos ejemplos de narraciones cuidadas e inteligentes.
Al tema de la más remota antigüedad
pertenece La novela
de la momia (1858) del también francés Gautier, aunque los
asuntos predilectos son las historias de romanos, en ocasiones teñidas de
ejemplaridad religiosa; así en Fabiola
o la Iglesia de las catacumbas (1854) del cardenal inglés –
aunque nacido en Sevilla – Wiseman, o Ben
Hur (1880), del norteamericano Lewis Wallace. Sin embargo, a
todas aventaja el best-seller Quo
vadis? (1895), del polaco Sienkiewicz, que, en el siglo XX, al
igual que las anteriores se beneficiará de vistosas adaptaciones
cinematográficas que las magnificarán. Por otra parte, las peripecias de capa y
espada, como El
jorobado (1858) del francés Féval, siguen teniendo mucho
público, y el balzaquiano tema de los chuanes inspira a Barbey
d’Aurevilly El caballero
Des Touches (1864), novela quizá no genial, pero sí muy
evocadora.
Novelas de más calado son, por ejemplo, La letra escarlata (1850),
del norteamericano Hawthorne, un intenso drama en los ambientes puritanos
de la Nueva Inglaterra del siglo XVII, El 93 (1874) de Victor Hugo, sobre la
Revolución francesa, Romola (1863),
de la inglesa George Elliot, que nos sitúa en la Florencia del siglo XV, o ya
en España la larga serie de los Episodios
nacionales (desde 1873) con los que Pérez Galdós quiere contar
para todos los lectores la historia entera del país en el curso de su
siglo. La escarapela
roja del valor (1895), del norteamericano Crane se arriesga a
tratar un tema candente, la guerra de Secesión, el italiano Nievo escribe
sus Confesiones de un
octogenario (1858), y el poeta alemán Mörike nos da el
delicioso Viaje de
Mozart a Praga (1856).
Por encima de todas hay que citar de manera
especialísima Guerra
y paz (1864-1869), de Tolstói, sin duda una de las mejores
novelas de todos los tiempos, que funde admirablemente las guerras napoleónicas
y la invasión de Rusia, con crónicas familiares, dramas íntimos y problemas
eternos. Una novela única que se sirve de un entramado histórico para darnos
una narración de valor imperecedero. Lo individual y lo colectivo nunca
se habían armonizado de una forma tan intensa y profunda.
El siglo XX se abre con Los Buddenbrook (1901),
del alemán Thomas Mann, historia de una dinastía burguesa en la ciudad
hanseática de Lübeck; el mismo Mann trataría más adelante otros asuntos del
pasado como Carlota
en Weimar (1939), sobre un episodio sentimental de la vida de
Goethe; pero para el gran público – inevitablemente con la inapreciable ayuda
del cine – el género se identifica con novelas de peripecia y aventuras, por lo
común de relativo interés literario. Nadie olvida Lo que el viento se llevó (1936),
de la norteamericana Margaret Mitchell, la guerra de Secesión vista desde el
derrotado Sur, Las
cuatro plumas (1902), del inglés Mason, sobre la campaña del
Sudán, o Pimpinela
Escarlata (1905), con fondo de la Revolución francesa, de la
baronesa de Orczy, una húngara britanizada. En cuanto al finlandés Waltari,
con Sinuhé el egipcio (1945),
contribuyó también al auge de la novela histórica.
Dos de los libros más leídos de nuestra época
tienen mayores ambiciones: Memorias
de Adriano (1951) de la belga Marguerite Yourcenar, que se
centra en la personalidad del emperador romano, y El Gatopardo (1958),
del italiano – aunque mejor sería llamarle siciliano – Tomasi di Lampedusa,
ambientada en la Italia de los comienzos de la unidad nacional. Doctor Zivago (1957),
del ruso Pasternak, sobre la revolución rusa, fue también uno de los relatos
más leídos del siglo. Otras no tan famosos merecen también destacarse; en
España, por ejemplo, los veintidós volúmenes de las Memorias de un hombre de acción (desde
1913), de Baroja, sobre la accidentada historia del país en el siglo XIX,
o Las tragedias
grotescas (1907), del mismo autor, que se ambienta en el París
de la Comuna. Valle-Inclán, con sus característicos ejercicios de estilo,
también aportó las dos trilogías de Las
guerras carlistas y El
ruedo ibérico.
El abrumador número de novelas históricas
contemporáneas hace que un recuento haga inevitables las omisiones por
subjetivismo, cada lector querrá citar sus libros predilectos, aunque
carezcamos de suficiente perspectiva. Las llamadas crónicas del francés Giono,
como El húsar sobre
el tejado (1951), merecen recordarse, como
también El siglo de
las luces (1962), del cubano Alejo Carpentier – ecos de la Revolución
francesa en el Caribe -; otros se inclinarían por una novela de este mismo
año, Bomarzo,
del argentino Mújica Láinez, que pinta un brillante cuadro del Renacimiento
italiano. Al inagotable tema de romanos pertenecen Yo, Claudio (1934),
del inglés Graves, y Los
idus de marzo (1948), del norteamericano Wilder. El austríaco
Werfel noveló las apariciones de Lourdes en La canción de Bernadette (194l), y la
temática religiosa aparece asimismo en La
última del patíbulo (1931), sobre unas carmelitas guillotinadas
durante la Revolución francesa, de la alemana Gertrud von Le Fort, y Barrabás (1950),
del sueco Lagerkvist.
Capítulo aparte merecen la guerra civil
española y la segunda mundial, en las que, con el paso del tiempo, se ha ido
pasando del testimonio a la recreación literaria. Son dos grandes bloques
novelescos, de una literatura tan apasionada como desigual, casi siempre con
una base de experiencias vividas. En el caso de la guerra civil española, La esperanza, del
francés Malraux (1937) o Madrid
de corte a checa (1938), del español Foxá, no pueden
considerarse como novelas históricas, pero ya a partir de los años cincuenta (Incierta gloria, 1956,
de Joan Sales) es más adecuado llamarlas así. Y otro tanto podría decirse de la
segunda guerra mundial. Kapputt (1944),
del italiano Malaparte, es un reportaje literaturizado, Stalingrado (1946),
del alemán Pliever, o Los
desnudos y los muertos (1948), del norteamericano Mailer,
sobre la guerra en el Pacífico y De
aquí a la eternidad (1951), de su compatriota James Jones –
Pearl Harbor en los días de su bombardeo – están todavía muy cerca de los
hechos que narran. La
plaza de l’Étoile (1968), del francés Modiano, sobre el París
de la ocupación, ya es una historia imaginada.
De todos modos, el paso del tiempo iguala en
la lejanía todas las novelas. Jane Austen acaba pareciéndonos tan histórica
como las reconstrucciones de Dumas; el pasado es por definición algo remoto, y
para los lectores de hoy la distancia que puede separar al escritor de su tema
tiende a difuminarse. El imposible sueño de vivir en épocas desaparecidas,
codeándonos con Nerón o la Máscara de Hierro, funciona como un conjuro mágico
que no repara en detalles más o menos verosímiles, y que desde hace dos siglos
ejerce una verdadera fascinación.
Por lo que respecta a los últimos decenios,
la descendencia de Walter Scott ha degenerado en un alud novelístico de
fabricación un tanto industrial; todos los años se publican miles de novelas
históricas (sobre egipcios, griegos, romanos, cátaros, templarios,
inquisidores, etc., hasta terminar en los campos de concentración nazis) de
calidad muy insegura y ansias de best-seller escandaloso. El género goza, pues,
de buena salud, aunque sus procedimientos sean más bien zafios. En cualquier
caso, todo un síntoma de que en estos tiempos nuestros tan rápidos,
desconcertantes y a menudo amenazadores hay miedo al presente, y el pasado se
ve como un cómodo refugio que se puede adaptar fácilmente a lo que nos
convenga.
Por Carlos
Pujol Jaumandreu (1936-2012), escritor, crítico literario
y traductor.
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