sábado, 1 de marzo de 2025

 

¿Qué es la Historiografía?

https://mariocancel.wordpress.com/wp-content/uploads/2013/08/historiador.jpg

La heterogeneidad de las obras de historia

Historiografía puede entenderse básicamente en dos sentidos. En el más común hoy, la historiografía (la escritura de la historia) equivale a un conjunto de obras de historia, es decir, de textos sobre el pasado humano, surgidos en un tiempo y lugar determinados, que han sido elaborados con un enfoque metodológico y/o ético-político más o menos coherente. Así podemos hablar, por ejemplo, de historiografía medieval, renacentista o de principios del siglo XX; de historiografía francesa o mexicana; de historiografía sobre los Estados o de historiografía urbana; de historiografía marxista, liberal o positivista; de historiografía internacionalista o nacionalista, etc.

La diversidad de prácticas cognitivas y de escritura a las que se asocia hoy la palabra historia es una realidad incontestable, muy bien sintetizada por K. Pomian:

“La palabra historia designa hoy un conjunto epistemológico heterogéneo de prácticas cognitivas (que van desde los procedimientos más tradicionales a las técnicas punta) y un conjunto estilísticamente heterogéneo de prácticas de escritura (que van desde el relato literario hasta las ecuaciones de un modelo econométrico retrospectivo)”. [1]

La enorme variedad de los títulos de las revistas académicas y de divulgación hoy existentes dedicadas a la historia patentiza esa gran heterogeneidad de formas de aproximarse al pasado.

La heterogeneidad de la historia, compartida con todas las otras disciplinas del saber (como la sociología o la antropología), solo se entiende por la propia historicidad de aquella. Desde Heródoto, el esfuerzo por salvar del olvido, narrar y comprender la aventura humana en el tiempo, ha dejado tras de sí una superposición, más o menos sedimentada, de estratos de cuestiones, de procedimientos, de documentos y de obras escritas por los historiadores. En esta superposición, los estratos más recientes modifican los anteriores. Justamente, en las secciones sobre historiografía de este portal, acotadas por el tiempo en el que surgieron, se puede acceder a diversos estratos historiográficos.

 

Historiografía como metahistoria

También se puede entender por historiografía una metahistoria o historia de segundo grado. Es decir, el estudio de cómo los historiadores e historiadoras han construido sus lecturas del pasado. En este sentido, la historiografía se interesa directamente por cómo algunos acontecimientos y procesos del pasado han sido escogidos, captados y representados por los autores de obras de historia. Así, las preguntas fundamentales serían de este tipo: ¿Qué visiones del mundo, opciones político-sociales, formas estéticas y métodos de investigación han entrado en juego en la creación de esas representaciones del pasado? ¿Cuáles fueron los criterios explícitos o implícitos que guiaron al historiador en la selección de fuentes y en la configuración de la interpretación de “su” temática? No se debe olvidar que la historia es siempre a la vez “historia de algo” (history of) e “historia en favor de algo” (history for). [2]

Jörn Rüsen ha integrado en un valioso “Schema of historical thinking” las diferentes claves, dimensiones y estrategias que se combinan en el pensamiento histórico[3] En este interactúan unos intereses prácticos, unos conceptos y categorías teóricas significativas, unos métodos para tratar las experiencias del pasado, unas formas de representación y unas funciones de orientación cultural e identitaria. Para dar un sentido histórico, el historiador usa estrategias que son así semánticas (para simbolizar), cognitivas (para adquirir conocimiento), estéticas (para representar), retóricas (para promover orientaciones) y políticas (en sintonía con una memoria colectiva).

A través del estudio de las categorías intelectuales, éticas y políticas con las que han operado los historiadores, la historiografía contribuye a desvelar las mentalidades y la praxis cultural de un determinado tiempo y medio social, las del “presente” en el que escribieron los autores. Se ha escrito con razón que un grupo humano nunca se desvela tan bien como cuando proyecta tras de sí su propia imagen. [4] La historiografía se encuentra de este modo en la encrucijada de la historia cultural (de las mentalidades), de la historia intelectual, de los estudios literarios y de la sociología histórica.

Apurando los conceptos, cabe afirmar que la narrativa histórica, como constructo cognitivo-existencial, resulta de la combinación de una doble mirada. Una es la mirada, con aspiraciones de verdad, a los hechos acontecidos (las res gestae) en un tiempo pretérito de los que tenemos múltiples trasuntos, representaciones o “fuentes” (como se decía clásicamente). La otra mirada del historiador, aunque sea sólo semiconsciente, es una “mirada” o una “visión” del futuro que él o ella incorpora. Pues la persona humana es, por su condición existencial, un ser “futurizo”, que labra su vida personal y social a partir de unas experiencias (sean estas reconfortantes o hirientes) y en vistas a unas expectativas (más o menos fundamentadas). Esta interacción entre “ámbitos de experiencia” y “horizontes de espera” como clave antropológica en la construcción de las historias ya fue estudiada a fondo por Reinhard Koselleck[5], a partir de las luminosas consideraciones agustinianas sobre el tiempo y el triple presente: la memoria, la visión y la espera. El presente del pasado es la memoria; el presente del presente es la visión; el presente del futuro es la espera[6]

 

Historiografía y regímenes de historicidad

Para describir las diferentes maneras en que las sociedades occidentales han articulado a lo largo del tiempo la relación entre el pasado, el presente y el futuro, François Hartog ha propuesto el concepto de regímenes de historicidad[7] He aquí, simplificado, su argumento. Hasta la gran ruptura de la Revolución francesa y sus prolegómenos intelectuales, las sociedades occidentales daban primacía al pasado sobre el futuro. En ese régimen de historicidad antiguo lo que se esperaba del futuro es aproximadamente lo que ya se había vivido. La historia, como magistra vitae, tenía en ese sentido una extraordinaria utilidad, aunque no constituyese todavía una disciplina profesionalizada. A partir de mediados del siglo XVIII, y especialmente desde la Revolución iniciada en 1789, ese régimen antiguo va siendo sustituido por otro, moderno, en el que prima el futuro sobre el pasado. La relación entre el futuro y el pasado se piensa en clave de progreso (ético-científico), un concepto capital en la modernidad. Crece la convicción de que el mañana será distinto y mejor que el ayer. [8] Con el cambio del siglo XX al XXI en las sociedades occidentales habríamos pasado a un último régimen de historicidad: el presentista. Este se caracteriza por la desconfianza tanto respecto al pasado como al futuro, así como por la primacía del presente.

Dos de los más importantes testimonios del régimen presentista de historicidad serían la extraordinaria importancia que se concede al estudio de las épocas muy próximas (Zeitgeschichtehistoire du temps présent) y, paradógicamente, la obsesión por la memoria como signo identitario.

 

La escritura de la historia, de Heródoto a Ranke

La historiografía greco-romana ha sido siempre un referente fundamental para la escritura de la historia en el mundo europeo-occidental. No en vano la palabra historia es una adaptación latina de una voz griega que significa investigación. Entre los griegos, las Historias de Heródoto (ca. 430 a. C.), y la Guerra del Peloponeso de Tucídides (ca. 396 a. C.) son una investigación y relato de acontecimientos relevantes, cercanos en el tiempo, que afectaron a la propia comunidad política en momentos decisivos (la defensa frente la amenazada de los persas, en Heródoto; la lucha por la hegemonía en la Hélade entre Atenas y Esparta, en Tucídides) escritos para enseñanza moral y de gobierno. Más adelante, Polibio, engarza la historiografía griega y la romana, surge la historia de un Imperio (el romano) y se constata la influencia de la filosofía estoica. La grandeza de ese Imperio será loada posteriormente por Tito Livio, un gran historiador y retórico.

El mundo greco-romano no se plantea seriamente la cuestión del sentido o finalidad de la aventura humana en el tiempo. Esta se introduce en el Occidente latino con la filosofía teológica de la historia de Agustín de Hipona –o san Agustín– expuesta en La ciudad de Dios (o Las dos ciudades), una obra que tendrá duraderas repercusiones desde la Edad Media. En la época de la Cristiandad, desde Constantino (s. IV) a Bossuet (s. XVII), la historia de la evangelización acompaña y se superpone a la historia política. Surge la hagiografía (vidas encomiásticas de santos). Los relatos históricos, siguiendo el modelo de los Evangelios, se vuelven más simples y menos retóricos. Entre los autores de la historiografía medieval, escrita en gran parte en latín, abundan los eclesiásticos como el monje inglés Beda el Venerable (s. VIII) y el obispo germano Otón de Freising (s. XII). Ya a fines de la Edad Media, las Memorias en las que Philipe de Commynes narra sus experiencias como consejero real y extrae enseñanzas, marcan un punto de inflexión en el pensamiento histórico. Commynes se halla en la encrucijada entre el moralismo providencialista cristiano y la constatación de que el éxito acompaña a veces a quienes conculcan la moral.

En la época del Renacimiento y del Barroco (s. XV-XVII) la historiografía sigue inculcando sabiduría política y moral, ante todo a los gobernantes y aspirantes a serlo. Las obras de historia son escritas sobre todo por gobernantes, por sus secretarios o por los historiógrafos (cronistas oficiales). Entre estos últimos se cuenta en España Jerónimo de Zurita, quien escribe unos valiosos Anales de la Corona de Aragón (1585). Entre los secretarios, el más famoso e influyente es el florentino Maquiavelo, autor de El Príncipe (un tratado seminal de teoría política) y de obras históricas. En estas manifiesta su veneración por la Roma republicana y su aspiración a deducir leyes sociológicas.

Los autores del Renacimiento son grandes admiradores de la cultura greco-romana y recuperan la dimensión retórica en el relato histórico. [9] Entre los historiadores italianos renacentistas de los siglos XV y XVI cabe destacar, también, a Leonardo Bruni, Lorenzo Valla, Flavio Biondo y Francesco Guicciardini. Debemos a la crítica filológico-documental hecha por Valla el concepto de anacronismo.

Aunque en la época del Renacimiento y del Barroco predomina la historia política, hay algunas propuestas innovadoras que propugnan una historia integral, total, de la civilización. Así, las del erasmista valenciano Juan Luis Vives y las de Jean Bodin en su Método para un fácil conocimiento de las historias (1566).

El desconcertante encuentro de los europeos en las Indias occidentales (América) con grandes civilizaciones no cristianas, como la azteca o la incaica, da origen a toda una historiografía y favorece un cierto giro antropológico en la escritura de la historia. Esa experiencia lleva a algunos autores más reflexivos como el mencionado Bodin y a José de Acosta –en Historia natural y moral de las Indias (1590) – a esbozar una filosofía evolutiva de la cultura.

Las controversias religiosas que siguen a la difusión de la Reforma luterana originan que se quisiera indagar históricamente cuál era el rostro de la primitiva Iglesia. Las “Centurias de Magdeburgo” (desde el lado protestante) y los Anales dirigidos por el cardenal Baronio (desde el católico) son obras emblemáticas.

En la época del Barroco la historia sufre una seria impugnación intelectual por la matematización del conocimiento en la física clásica newtoniana y por la crítica de Descartes a unas prácticas de escritura que muchas veces son más propaganda –monárquica y dinástica– que conocimiento riguroso. Ese desafío cartesiano y los ataques del pirronismo (escepticismo) incitan a los historiadores a revisar la fiabilidad de las bases documentales sobre las que trabajaban. En ese contexto surge en 1680 una nueva disciplina, la diplomática, que estudia los diplomas (documentos oficiales antiguos).

Los movimientos revolucionarios que tienen lugar en las monarquías occidentales de Europa a mediados del siglo XVII alimentan la tradición de la escritura de memorias políticas. El cardenal de Retz, para Francia, y el conde de Clarendon para Inglaterra, son destacados cultivadores de aquella.

Con el movimiento cultural de la Ilustración se franquea en el siglo XVIII un umbral en las lecturas del pasado y se entra en un nuevo régimen de historicidad: el moderno. El futuro será el punto de referencia desde entonces. Montesquieu, admirador todavía de Roma, somete a crítica los fundamentos legales del Antiguo régimen socio-político y propugna la división de poderes. La idea capital del progreso –de la civilización– como síntesis del pasado y profecía del futuro domina la historiografía “racionalista” escrita por los “philosophes” (intelectuales) franceses, como Voltaire y Condorcet, y los escoceses de la escuela de Edimburgo (entre los que destaca, como historiador, William Robertson). Hay ya una nueva “filosofía de la historia” (la expresión es acuñada por Voltaire) y abundan las “consideraciones”, “discursos” o “ensayos” que son más que simples relatos.

La época de la Ilustración nos ha brindado algunos clásicos que combinan talento narrativo, erudición y enfoque filosófico. Uno de los más célebres es La historia de la decadencia y ruina del Imperio romano (1776).

Hay una coherencia entre el protagonismo que va adquiriendo la burguesía en la evolución social de los países europeos occidentales y la reclamada presencia de ese sector del Tercer Estado en las obras de historia. En España, nos ofrecen un buen testimonio de ello las Memorias históricas sobre la marina, comercio y artes [gremios] de la antigua ciudad de Barcelona (1792) escritas por el catalán Antonio (o Antoni) de Capmany.

Dada la gran influencia cultural de Francia en la Europa del siglo XVIII, la Revolución iniciada en París en 1789, que pone fin al Antiguo Régimen socio-político, tiene un enorme impacto en todo el continente europeo. También en las lecturas del pasado. La nación de ciudadanos empieza a ser el objeto de estudio y de relato, así como de una cierta sacralización. Conocer el pasado de la nación francesa se convierte, desde entonces, en tarea de los poderes públicos (republicanos o monárquicos). Así se fragua la asociación entre historiografía y nacionalismo,[10] tan característica de los siglos XIX y XX y más bien contraria al cosmopolitismo de la Ilustración.

Entre los historiadores franceses que escriben apasionadamente en favor de la Revolución destaca Jules Michelet. Lo hace en un estilo épico-romántico, aspirando a “la resurrección de la vida en su integridad”, [11] y desea explicar cómo el pueblo francés predica su “evangelio” al mundo. El nacionalismo francés y la ocupación napoleónica suscitan en Alemania, España y Rusia un sentimiento nacional contrapuesto que se manifiesta no solo en la historiografía sino también en la novela histórica. Guerra y paz (1869), de Tolstoi, acude enseguida a la mente por su excepcional valor.

Cuando escribe Michelet, en Francia, Alemania y otros países de Europa la historia se enseña ya como disciplina autónoma en las cátedras de enseñanza media y de universidad. El modelo de seminario historiográfico adoptado por la universidad de Berlín en la que termina su carrera Leopold von Ranke (1795-1886), es especialmente influyente. La labor de Ranke ha suscitado interpretaciones diferentes. A veces, se le considera positivista, por su deseo de atenerse estrictamente a la documentación comprobable; otras, se valora como un testimonio de la interpretación idealista-hegeliana de la historia, atemperada por su moderantismo temperamental. La identificación de Ranke con su país de origen (Alemania) y con la Reforma protestante no le impidió realizar excelentes estudios sobre los Papas, sobre la historia del siglo XVII en Francia e Inglaterra, así como sobre los Imperios español y otomano.

El siglo XIX ha sido quizás aquel en el que la historia –como conocimiento y relato– ha tenido más importancia. En esa centuria, se percibe ya una cierta especialización en la investigación sobre el pasado. Además, la recopilación de fuentes y la creación de archivos nacionales se convierten en objetivo y compromiso de los diferentes Estados europeos. El estudio de la historia como genealogía del estado-nación es un común denominador de gran parte de la historiografía.

 

¿Qué tipo de conocimiento consigue la “ciencia” de la historia?

La historiografía, en cuanto estudio de la manera en que se ha escrito e investigado la historia, confina con la historiología[12] Este término, aunque poco usado hoy, define una aproximación al pasado en la que prevalece el aspecto teórico-filosófico, es decir, una reflexión sistemática sobre las cuestiones más radicales que plantea la historia (como conocimiento o como evolución humana).

La reflexión historiológica sobre el tipo de conocimiento que consigue la historia y sobre su diferencia con el que obtienen las ciencias naturales se llevó a cabo en los últimos decenios del siglo XIX, especialmente en el ámbito germánico. Con las aportaciones de Gustav Droysen, Wilhelm Windelband y Wilhelm Dilthey, se configuró una teoría de la historia que se inclinaba a distinguir entre las Kulturwissenschaften o Geisteswissenschaften (ciencias culturales, ciencias humanas o ciencias del espíritu) y las Naturwissenschaften (ciencias de la naturaleza). Estas últimas, como la física, captan regularidades y leyes generales matematizadas, por lo que serían ciencias nomotéticas (de nomos, ley, en griego). En cambio, las ciencias de la cultura, como la historia, aprehenden mediante la interpretación unas realidades humanas específicas propias de un tiempo, lugar y sistema cultural, por lo que serían ciencias idiográficas (de ídios, singular o particular).

En la segunda mitad del siglo XIX se configura un ámbito de saber, la sociología, próximo a la historia. Auguste Comte, Karl Marx y Max Weber, a pesar de sus grandes diferencias, coinciden en este principio para interpretar la evolución social: los conocimientos históricos concretos han de relacionarse estrechamente con unas dinámicas sociales amplias. La historia quedaba así, en cierto modo, supeditada a la sociología.

La historia ha conservado siempre también la dimensión literaria y estética. De hecho, muchos de los historiadores más famosos, como Edward Gibbon, Jules Michelet, Jacob Buckhardt, Theodor Mommsen, o más recientemente, Winston Churchill y Fernand Braudel, han sido excelentes escritores. La importancia que tiene en la historiografía la forma de configurar el relato se ha visto muy acrecentada en la segunda mitad del siglo XX, tras los estudios de Paul Ricoeur y de la publicación, por Hayden White, de Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX (1973).

Desde principios del siglo XX, cuando entran en crisis los relatos teleológicos (finalísticos) de la historia y crecen las sospechas respecto a la metafísica, la historiología se ha dedicado sobre todo a tratar problemas epistemológicos. Es un campo académico cultivado por filósofos –así como por unos pocos historiadores– denominados a veces filosofía analítica de la historia[13]

 

¿Tiene valor preguntarse por el sentido de la aventura humana en el tiempo?

Se ha llamado, en cambio, filosofía especulativa de la historia, a la que teoriza sobre el –posible– sentido global de la trayectoria colectiva de la humanidad en el tiempo. El clima cultural del siglo XX y XXI ha sido reacio a dar valor a esta filosofía. Este tipo de teorización implica un serio riesgo de desmesura y de ensayismo. Con todo, la necesidad de disponer de una explicación relativamente unitaria y coherente que dé sentido a la aventura humana en el tiempo parece subyacer como requisito a la tarea más común que llevan a cabo la mayoría de los historiadores. Esta consiste en investigar, comprender y relatar un conjunto de acontecimientos, acotados temporal, espacial y temáticamente. Pero ¿cómo valorar y contextualizar de manera amplia esos acontecimientos o procesos sin un background que suministre un cañamazo para interpretarlos y darles una significación? ¿Es posible, por ejemplo, tratar hoy de la presencia española en América durante el siglo XVI (llamémosla, discutiblemente, colonización y evangelización) sin tener cierta visión de conjunto del proceso de mundialización y de la relación entre la civilización europeo-occidental y las otras culturas?

 

La influencia de las nuevas realidades socio-culturales en el pensamiento y en la escritura histórica

Esta panorámica de la historiografía se ha centrado en la escritura y el pensamiento sobre la historia surgidos en la civilización europeo-occidental. A raíz de la quiebra moral y política de Europa en el siglo XX y de la aceleración de la globalización en los últimos decenios, se ha hecho evidente un cambio de perspectiva historiográfica. En esa nueva perspectiva reclaman su sitio las relecturas del pasado surgidas desde los antiguos dominios de Europa o desde países casi ajenos a la civilización europeo-occidental. [14]

Nuevas realidades socioculturales de hoy están ampliando y transformando las lecturas del pasado humano. Entre estas nuevas realidades cabe resaltar la extraordinaria importancia adquirida por la imagen en detrimento de la palabra, la primacía que se da a las emociones sobre el razonamiento, la conciencia de la responsabilidad que nos incumbe a todos en la preservación del medio ambiente natural. Dar la voz a las minorías y otros grupos sociales antes postergados (por la raza, la clase, el género o la religión) en los relatos históricos canónicos es una demanda social que se ha de atender también cuando se escribe sobre el pasado.

Fernando Sánchez-Marcos (2020)

(Catedrático emérito de Historia Moderna de la Universitat de Barcelona. Fundador y Director de http://culturahistorica.org).

 

NOTAS AL FINAL

[1] Pomian, Krzysztof (199). Sur l’histoire. París: Gallimard, pp. 31-32.

[2] White, Hayden (1978). Tropics of Discourse. Londres: J. Hopkins University Press, p. 104.

[3] Rüsen, Jörn (2005). Narration, Interpretation, Orientation. Nueva York: Berghahn, p. 133.

[4] Carbonell, Charles-Olivier (1984). L’Historiographie. París: PUF, p. 4.

[5] Koselleck, Reinhart (1993). Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos. Barcelona: Paidós. (Ed. orig. alemana, 1979).

[6] Cfr. Ricoeur, Paul: Temps et récit, II. París: Seuil, p. 28.

[7] Cfr. Hartog, François (2003). Régimes d’historicité. Présentisme et experiences du temps. París: Seuil, 2003. Hartog desarrolla un concepto propuesto antes por Koselleck en Futuro pasado (op. cit.).

[8] Se ha discutido hasta qué punto ese concepto de progreso es, en último término, una visión secularizada de la esperanza cristiana. Cfr. Löwith, Karl (1968). El sentido de la historia, Madrid: Aguilar, 1968. En Invitación a la historia (Barcelona: Labor, 1993p. 126) me he referido a la paulatina sustitución de Providencia por Progreso iniciada ya antes de la Ilustración.

[9] Petrarca, precursor del humanismo renacentista, llegó a escribir: “¿Qué es toda la historia, sino la alabanza de Roma?”.

[10] El filósofo Fichte, en sus Discursos a la nación alemana (1809), sostenía que los límites auténticos de la nación eran los internos, especialmente los de la lengua.

[11] Michelet, Jules (1869). Histoire de France. Postfacio de 1869.

[12] “Historiology / Philosophy of Historical Writing”, aparece en Boyd, Kelly (ed.) (1999). Encyclopedia of Historians and historical Writing. Historiología ha sido un término empleado en el mundo hispánico por el filósofo José Ortega y Gasset y por el historiador mexicano Edmundo O’Gormann.

[13] Los contenidos de la revista más emblemática en teoría de la historia, History and Theory, son un testimonio claro de la primacía concedida a lo epistemológico.

[14] En este portal puede verse una amplia panorámica de la historiografía que abarca también China, Japón y el mundo islámico: Daniel Woolf, «Historiography», en M. C. Horowitz (ed.) (2005). New Dictionary of the History of Ideas, v. 1. Nueva York: Charles Scribner’s Sons, pp. xxxv-lxxxviii.

https://culturahistorica.org/es/que-es-la-historiografia/#:~:text=En%20el%20m%C3%A1s%20com%C3%BAn%20hoy,pol%C3%ADtico%20m%C3%A1s%20o%20menos%20coherente.

 

¿Qué es la Cultura Histórica?

 

El  concepto de cultura histórica y sus homólogos en otras lenguas (como Historical Culture, Geschichtskultur, Culture historique) expresa  una nueva manera de pensar y comprender la relación efectiva y afectiva  que un grupo humano mantiene con el  pasado, con su pasado.

Se trata de una categoría de estudio que pretende ser más abarcante que la de historiografía, ya que no se circunscribe únicamente al análisis de la literatura histórica académica. La perspectiva de la cultura histórica propugna rastrear todos los estratos y procesos de la conciencia histórica social, prestando atención a los agentes que la crean, los medios por los que se difunde, las representaciones que divulga y la recepción creativa por parte de la ciudadanía.

Si la cultura es el modo en que una sociedad interpreta, transmite y transforma la realidad, la cultura histórica es el modo concreto y peculiar en que una sociedad se relaciona con su pasado. Al estudiar la cultura histórica indagamos la elaboración social de la experiencia histórica y su plasmación objetiva en la vida de una comunidad. Elaboración que, habitualmente, llevan a cabo distintos agentes sociales –muchas veces concurrentes- a través de medios variados.

Es imposible acceder al pasado en cuanto que pasado. Para aproximarnos a él, debemos representarlo, hacerlo presente a través de una reelaboración sintética y creativa. Por ello, el conocimiento del pasado y su uso en el presente se enmarcan siempre dentro de unas prácticas sociales de interpretación y reproducción de la historia. La conciencia histórica de cada individuo se teje, pues, en el seno de un sistema socio-comunicativo de interpretación, objetivación y uso público del pasado, es decir, en el seno de una cultura histórica.

 La reflexión teórica sobre el concepto de cultura histórica se ha realizada desde los decenios 1980 y 1990, mediante trabajos rotulados con ese mismo término, como los de Jörn Rüsen, Maria Grever o Bernd Schönnemann, o con otros términos estrechamente relacionados (1). Entre estas últimas aportaciones destacan las  influyentes investigaciones sobre las formas y transformaciones de la memoria cultural (Kulturelles Gedächtniss), en la que se inscribe la memoria histórica,  publicadas por  Jan y Aleida Assman (2).  Recientemente,  se ha designado con el término de historia pública (3) a las representaciones del pasado que campean en los media. En cierto modo, la aproximación sociocultural a la historiografía propuesta por Ch.-O. Carbonell a fines de los 70, próxima a la historia de las mentalidades, puede ser vista como un enlace entre la historia de la historiografía, entendida como una noble vertiente de la historia intelectual, y el concepto actual de cultura histórica (4).

La noción de cultura histórica surge, con una tensión teórica y unas implicaciones  filosóficas innegables, como un concepto  heurístico e interpretativo para comprender e investigar  cómo se crean,  se difunden  y se transforman unas determinadas imágenes del pasado relativamente coherentes y socialmente operativas, en las que se objetiva y articula la conciencia histórica de una comunidad humana.  Esa comunidad humana, ese “sujeto colectivo”,  puede acotarse, aunque no como un compartimento estanco,  según múltiples criterios:

nacionalidad,  lengua,  religión,  género,  clase, generación que comparte experiencias formativas  o  civilización que se basa en un legado simbólico y material común.

Las connotaciones más bien cognitivas que tiene el término de cultura histórica, sin que esta aproximación desdeñe la dimensión estética, marcan una diferencia de enfoque con el subrayado de los aspectos vivenciales e inconscientes asociados a los estudios en el ámbito de la memoria. Pero, como han propugnado, tanto la propia A. Assmman como Fernando Catroga, no cabe contraponer de forma nítida la historia a la memoria; una y otras deben imbricarse y disciplinarse mutuamente (5). Una historia fría y distanciada, sería socialmente inerte y apenas operativa. Estaría cercana a la erudición estéril. Una memoria partidista y confusa, ofrecería poco más que la exaltación ciega del grupo.

El conjunto de imágenes, ideas, nombres y valoraciones, que, de forma más o menos coherente, componen la visión del pasado que tiene una sociedad no es fruto hoy exclusivamente, ni quizás predominantemente,  de las aportaciones de los historiadores profesionales o académicos.  En la creación, diseminación y recepción de esas representaciones del pasado inciden directamente más  hoy las novelas y films históricos, las revistas de divulgación sobre historia y patrimonio cultural, las series de televisión,  los libros escolares, las exposiciones conmemorativas  y las recreaciones de acontecimientos relevantes que llevan a cabo instituciones públicas, asociaciones, o parques temáticos. Por eso, en algunos estudios recientes sobre  la “construcción” del pasado, por T. Morris-Suzuki,  se da un gran protagonismo a formatos (lugares, en sentido amplio, de memoria) tan impensables antes en una historia de la historiografía como algunos relatos manga (6).

Es importante remarcar también que la cultura histórica no es nunca un sistema granítico de representación del pasado. Es, más bien, un proceso dinámico de diálogo social, por el que se difunden, se negocian y se discuten interpretaciones del pasado (7). La cultura histórica de una sociedad abarca, por tanto, múltiples narrativas y distintos enfoques, que pugnan por imponerse socialmente. Los debates sociales sobre el pasado son sumamente relevantes, porque en ellos no está en juego un simple conocimiento erudito sobre la historia, sino la autocomprensión de la comunidad en el presente y su proyección en el futuro. Auscultar la negociación social sobre el pasado lleva a comprender los dilemas sociales del presente y revela cuáles son las problemáticas axiológicas y políticas presentes en el espacio público. La historia es la arena donde se debate la identidad presente y futura de la comunidad.

En el último decenio, la cultura histórica ha pasado a ser también un término para designar todo un campo de estudios socio-humanísticos  al que se le dedican asignaturas, programas específicos universitarios de grado o de postgrado y centros de investigación.  Los estudios sobre cultura histórica  y sobre memoria se han convertido en un prolífico ámbito interdisciplinar en el que confluyen filósofos, historiadores, teóricos de la literatura,   sociólogos y antropólogos. No es extraño por ello que hayan surgido alguna revista específica en ese ámbito, como History and Memory ni que ésta haya nacido en un país (Israel) especialmente concernido por un gran trauma del siglo XX: la SoahHistory and Memory,  y las anteriores Theory and History e Storia della Storiografía son sin duda algunas cabeceras de referencia para os estudiosos de la cultura histórica.

Algunos  valiosos programas de máster, como el que ofrece la Universidad de Rotterdam, se orientan fundamentalmente a la investigación. Otros, como el titulado Cultura histórica y Comunicación (desde 2011, Historia y Comunicación cultural), impartido en la Universitat de Barcelona, ponen más énfasis en lograr una capacitación profesional de los alumnos de humanidades. El objetivo es que estos puedan participar de forma activa y rigurosa en la creación y difusión de contenidos para satisfacer la enorme fascinación que despiertan hoy las vivencias del pasado. Esa fascinación ha originado un fenómeno nuevo, al menos por su escala, que se ha denominado, con un término discutible y bien comprensible, el consumo de historia (8).

Para cerrar esta nota introductoria, aludiré a algunas dimensiones del concepto de cultura histórica que los estudios en profundidad sobre este campo no pueden obviar, o, al menos, deben tener en cuenta. La reflexión sobre la cultura histórica (sobre la presencia articulada del pasado en la vida de una sociedad) conduce inevitablemente a abordar algunas cuestiones fundamentales de teoría o filosofía de la historia. Entre estas, podríamos citar la crucial problemática de la aprehensión de la realidad y  la proyección del sujeto cognoscente en la representación del pasado (teorizada magistralmente por P. Ricoeur),  la simultaneidad de lo no simultáneo y la reflexión radical sobre el tiempo (tan cara a R. Koselleck), la interrelación entre experiencias límites o traumáticas y conciencia histórica (un tema predilecto de F. Ankersmit) o hasta qué punto puede tener vigencia el  concepto de memoria colectiva. Un concepto éste retomado recientemente por varios autores, en la estela de los trabajos ya clásicos de M. Halwachs, y cuya discusión ha sido relanzada recientemente por figuras tan influyentes como Pierre Nora, el creador de otro término clave, lieux de mémoire (lugares o referentes, no sólo físicos,  de la memoria) (9). Por ello, acogeremos con gusto aquí algunos trabajos destacados en esos ámbitos.

Además de la dimensión prioritariamente cognitivo-existencial (conocimiento del pasado y orientación en el tiempo), la cultura histórica posee otras no menos relevantes, como, por ejemplo, su plasmación estética y su objetivación artística. Por otro lado, en toda cultura histórica suele latir también una tensión política. En efecto, la cultura histórica de una sociedad puede ser, muchas veces, analizada desde una perspectiva político-discursiva, y para ello es necesario indagar las agencias  e instancias claves que intervienen en la producción y difusión de los constructos simbólicos que la configuran. El análisis de los motivos de estas intervenciones, ya sea para fortalecer la identidad,  cohesionar un grupo o legitimar un dominio, así como los mensajes nucleares  que se orientan a esos fines, puede ser estudiado tanto desde una perspectiva teórica general, como mediante estudios de casos pertinentes.  Ambas aportaciones nos interesan. Y en relación a la segunda, esta web puede ser un medio apropiado para dar a conocer algunos trabajos relevantes; también de los realizado en la asignatura de Creación de la Cultura histórica en el citado máster de la UB.

Al inaugurar este portal dedicado al estudio de la cultura histórica, deseo sinceramente que sea un marco adecuado en el que encuentren amplia difusión los trabajos que, desde hace algunos años, llevan realizando diversos académicos. Espero que invite también a nuevas reflexiones y aportaciones, y que sea un ágora abierta en la que podamos encontrarnos y debatir todos aquellos que sentimos pasión por la historia. Por una historia que no es ni puede ser un legajo muerto, sino una dimensión del tiempo que sigue impregnando y orientando los pasos presentes y futuros de nuestra sociedad global.

Dr. Fernando Sánchez-Marcos (2009)

(Catedrático emérito de Historia Moderna de la Universitat de Barcelona. Fundador y Director del portal web http://culturahistorica.org).

 

NOTAS

(1). Entre los trabajos de  Jörn Rüsen, tiene una especial relevancia el titulado “Was ist Geschichtskultur?. Überlegungen zu einer neuen Art, über Geschichte nachzudenken”, en K. Füssmann / H. T. Grütter/ J. Rüsen (Hg./Eds.): Historische Faszination. Geschichtskultur heute. Colonia, 1994, 3-26. El concepto de  Maria Grever de Historical Culture se encuentra, entre otros lugares, en la presentación del Center for Historical Culture de la Universidad de Rotterdam, que ella impulsa. Bernd Schönnemann ha tratado la genealogía y significación de este concepto en algunos artículos como: «Geschichtsdidaktik, Geschichtskultur, Geschichtswissenschaft,» en Hilke Günther-Arndt (ed.): Geschichtsdidaktik. Praxishandbuch Für Die Sekundarstufe I Und II. Berlin, Cornelsen Verlag, 2003, 11-22. Aunque, en un sentido mucho más restrictivo, el término culture historique, había sido utilizado ya por el investigador de la historiografía medieval Bernard Guenée en 1980 en su importante obra Histoire et Culture historique dans l’Occident médiéval. París 1980.

(2). Assmann, Jan: Das kulturelle Gedächtnis. Schrift, Erinnerung und politische Identität in frühen Hochkulturen. München, Beck, 1992 (6ª. ed., 2007). Assmmann, Aleida: Erinnerungsräume. Formen und Wandlungen des kulturellen Gedächtnisses.Múnich, 1999 (3a. ed, 2006).

 El término Erinnerungsräume (lugares de memoria o de recuerdo), hace eco a la obra seminal y monumental, publicada algunos años antes, bajo la dirección de Pierre Nora, Les lieux de mémoire, Paris, 1984-1992).

(3). Cfr. Bodnar, John: Remaking America. Public Memory, Commemoration and Patriotisme in the twentieth Century. Princeton University Press, 1994, p. 13.

(4). La necesidad de ampliar los horizontes de la historia de la historiografía,  fue abordada por G. Iggers en “Cómo reescribiría hoy mi libro sobre historiografía del siglo XX”, en Pedralbes. Revista d’Història Moderna 21, p. 11-26. Esa ampliación de horizontes, que aproxima la historiografía a la cultura histórica, y de perspectivas  civilizatorias, se ha plasmado recientemente en un nuevo libro: A Global History of Modern Historiography, Harlow 2009, escrito por G. Iggers y Q. Edward Wang (con la contribución de Supriya Mukherjee).

(5). Assmann, A.: Der lange Schtten del Verganhenheit, 2006, p. 51; Catroga, F.: Memoria, historia e historiografia, Coimbra, 2001, p. 63-64. Esta misma actitud preside el trabajo de Philipe Joutard, “Memoria e historia: ¿Cómo superar el conflicto?”, en Historia, Antropología y Fuente Oral, I, 38, 115-122. Por mi parte, he propuesto complementar y equilibrar la “historia-ciencia” y la “historia-memoria” en  “Memory-History vs. Science-History? The Attractiveness and Risks of an historiographical Trend, Storia della Storiografia, 48, 117-129.

(6). Morris-Suzuki, T.: The Past within Us. History, Memory and Media. Londres 2005

(7). La importancia de la perspectiva comunicativa para comprender correctamente los mecanismos de la memoria colectiva y la cultura histórica ha sido puesto especialmente de relieve por Wulf Kansteiner: “Finding Meaning in Memory: a Methodological Critique of Collective Memory Studies”, en History and Theory, Mayo de 2002, p. 179-197.  Kansteiner propone utilizar categorías de teoría y análisis de la acción comunicativa para entender cabalmente el funcionamiento de la memoria social.

(8). Consuming History. Historians and heritage in contemporary popular Culture, es el título de una recentísima obra de Jerome de Groot (Londres / Nueva York, 2009).

(9). Una inteligente crítica metodológica a algunos estudios sobre la memoria colectiva puede encontrarse en Kanstteiner, W.: “Finding Meaning in History: A methodological Critique of collective memory Studies”, History and Theory 41, 179-197.

https://culturahistorica.org/es/cultura-historica/que-es-la-cultura-historica/



La Novela Histórica

Fue el día 7 de julio de 1814 en Edimburgo, ninguna otra modalidad literaria puede fecharse con tanta precisión como el nacimiento de la novela histórica. Cuando un abogado escocés, Walter Scott, ya muy conocido como poeta y folklorista, publicó Waverley, un relato novelesco que apareció sin nombre de autor con una modesta tirada de mil ejemplares. Pese a publicarse en verano, es decir, fuera de temporada, y anónimamente, para sorpresa de todos la primera edición se agotó en cinco semanas, a fines de agosto se reeditaba (dos mil ejemplares más), en octubre hubo una tercera edición, en noviembre la cuarta, y no tardó en convertirse en un inesperado best-seller de alcance universal.

Waverley o hace sesenta años ya indica en su título la voluntad de novelar un período del pasado, el siglo XVIII, que en Escocia fue un tiempo de turbulencias y desastres; y aunque el hecho de ambientar novelas en épocas pasadas había sido un recurso frecuente, se hacía como una simple convención narrativa que daba el prestigio de la antigüedad y parecía autorizar las mayores licencias. Así, cuando el Amadís de Gaula se inicia nada menos que “no muchos años después de la pasión de nuestro Redentor y Salvador Jesucristo”, esta referencia cronológica, vaga y lejanísima, no tiene nada que ver con el contenido de la novela.

En cambio, a partir de Waverley la evocación se basa en unos factores históricos muy concretos, con un notable conocimiento de la época y del país en que transcurre la acción, respetando y exaltando sus peculiaridades; y además con un propósito clarísimo, hablar del presente por medio del pasado, algo que hasta nuestros días será consustancial a este subgénero: si se vuelve la mirada al ayer es para iluminar el hoy, para comprenderlo mejor y sacar consecuencias prácticas. Y además, Walter Scott se reveló como un escritor  muy humano, ingenioso, hábil en las intrigas, lleno de vivacidad y colorido, un soberbio novelista como inicialmente él mismo ignoraba que podía ser.

Los primeros capítulos del libro databan de nueve años atrás, pero sólo en 1813 sacó el manuscrito de sus cajones para terminar su novela en pocos meses. No deja de ser significativo que fuera entonces, cuando, con la caída de Napoleón, está naciendo una nueva Europa, y el conocimiento e interpretación del pasado parece esencial para forjar el futuro. La Revolución y el Imperio habían puesto el mundo patas arriba, y ahora se trataba de rehacerlo aprendiendo de lo que había sucedido. Diríase que el siglo XIX estaba esperándole, precisamente a Scott, no a otro, a un escocés de aquellos años, nacido en el sur, en la zona fronteriza con Inglaterra, un hombre de ciudad, con carrera universitaria, enamorado de las tradiciones de Escocia, pero también muy atento a las novedades extranjeras, como lo demuestran sus traducciones juveniles de Goethe y Bürger, que eran el último grito de la literatura.

Alguien que estaba en medio, heredero de una tradición evolutiva muy inglesa, que se anticipó a hacer una revolución en el siglo XVII, y que había capeado con serenidad la tormenta que acababa de asolar Europa, proporcionándole un puesto de observación más desapasionado. Un hombre que siente  nostalgia de la vieja Escocia de los clanes, pero que comprende la necesidad de un progreso que la hará desaparecer. Y de eso tratan sus novelas, de la concordia de lo que es aparentemente contrario, y que ha causado una infinidad de guerras sangrientas, destrucción, abusos, agravios y muerte. Este hombre culto, conciliador, modesto y bondadoso, anticuado en muchas cosas ya en su misma época, se convirtió en pocos años en uno de los innovadores más extraordinarios e influyentes de toda la historia de la literatura.

Waverley, como más tarde Rob Roy (1818), se ambienta en las sublevaciones en favor de la peculiaridad nacional escocesa, que enarbola la bandera de la causa de los jacobitas, partidarios de la monarquía de los Estuardos. El choque de la cultura autóctona, arcaizante y en decadencia, y la extranjera impuesta a viva fuerza, más civilizada, es un conflicto entre dos formas de vida: una anclada en sus tradiciones, bárbara y heroica, pretendiendo ser inmóvil, y otra más evolucionada, con una mentalidad nueva que iba imponiéndose de manera irresistible. Scott comprende a unos y a otros, y su conclusión es que se necesitan mutuamente y están destinados a fundirse de un modo que aspira a ser armónico.

Lo mismo se ejemplariza también en Ivanhoe (1819), aunque aquí el escenario elegido sea medieval: la pugna entre dos pueblos y dos culturas que conviven, los sajones, primitivos habitantes del país, ahora oprimidos y menospreciados, y los normandos, unos invasores extranjeros (hasta el punto de que su lengua es el francés), dueños de la situación, más fuertes, más cultos, mejor organizados. Con una perspectiva de siglos sabemos que esta oposición no es definitiva, ya que acabarán por fundirse dando origen a la Inglaterra moderna, como sus lenguas se mezclarán también para formar el inglés actual (la cuestión idiomática es el testimonio más evidente de esta amalgama, y no es casual que Ivanhoe empiece tratando este asunto).

Y con un comprensivo relativismo histórico, Scott no deja también de subrayar que las posiciones pueden invertirse; así, en El pirata (1821) se nos cuenta cómo en las islas del norte de Escocia, las Shetland, los escoceses son los extranjeros intrusos que aportan el progreso destruyendo la apacible vida patriarcal de los indígenas de origen noruego. La Historia, con sus lecciones vestidas de pintoresquismo y de color local – de ambas cosas fue el gran descubridor – se encarna de este modo en unas novelas que hicieron época y que iniciaron una moda tan perdurable que a comienzos del siglo XXI todavía hace furor.

En 1815 – el año de Waterloo – de Guy Mannering se vendieron tres mil ejemplares en veinticuatro horas, y cinco mil más en los tres meses siguientes, de El anticuario (1816) seis mil ejemplares en la primera semana. El éxito era arrollador, y Scott se convirtió en seguida en un modelo para muchísimos novelistas de todo el mundo. Hubo rápidamente una multitud de novelas históricas en las lenguas más diversas: el italiano Manzoni con Los novios (1825) sobre la Lombardía en tiempos de la dominación española, el francés Vigny con Cinq-Mars (1826) – la Francia de Luis XIII -, el norteamericano Fenimore Cooper con El último mohicano (1826), en el marco de las guerras indias del siglo XVIII; el francés Victor Hugo escribe la famosísima Nuestra Señora de París (1831), de ambiente medieval,  el inglés Bulwer Lytton  evoca Los últimos días de Pompeya, 1834), el ruso Gógol en Tarás Bulba (1835) habla de los antiguos cosacos ucranianos, el también ruso Pushkin publica La hija del capitán (1836) – la sublevación de Pugachev en el siglo XVIII -, y muchos más.

Recordemos, para insistir en la importancia del fenómeno, que dos de los mejores novelistas del siglo abordaron también esta modalidad: el primer título de la Comedia humana de Balzac fue Los chuanes (1829), sobre las guerras civiles de la Revolución francesa, obra, pues, muy próxima a los hechos narrados, en la línea de Walter Scott: la lucha entre los salvajes guerrilleros bretones que defienden la causa de la monarquía absoluta (en cierto modo asimilables a los jacobitas), y los soldados de la República, símbolo del progreso equiparable con las tropas del rey inglés Jorge II. Un asunto tenebroso (1841), donde aparece el mismo Napoleón, es otra de las incursiones balzaquianas en el relato de Historia, aquí con mezcla de narración policíaca. Y también Dickens nos dejó una espléndida novela histórica, Barnaby Rudge (1841), que se sitúa en la época de los motines anticatólicos de 1780. 

En cuanto a España, hubo treinta y tantas novelas de este género, ciertamente ya olvidadas y de poca categoría. Los manuales recomiendan El señor de Bembibre (1844), del leonés Gil y Carrasco, con un tema, el de los templarios, que en la actualidad da mucho juego en  la novelística más barata y chillona. Pero el iniciador de esta corriente fue el catalán López Soler, imitador de Scott en Los bandos de Castilla (1830). Incluso Larra, con El doncel de Don Enrique el Doliente, y Espronceda en Sancho Saldaña – obras ambas de 1834 -, se sintieron tentados por la novela histórica, aunque con muy escasa fortuna.

Sin embargo, de entre todo el romanticismo hay que destacar una obra maestra a la que durante un siglo y medio han sido fieles los lectores, más que por sus virtudes literarias, por la simpatía de sus personajes y el formidable interés de la trama: Los tres mosqueteros (1844) –  de nuevo la agitada Francia de Luis XIII – es como el modelo máximo de esta narrativa, permitiéndose muchas libertades con la Historia (según Dumas para él “sólo un clavo en el que cuelgo mis novelas”), pero de un éxito sin posible comparación; Veinte años después y El vizconde de Bragelonne prolongaron las peripecias de D’Artagnan y sus amigos mosqueteros, que ya forman parte de la mitología popular.

La fiebre de la novela histórica caracteriza a los románticos, todos se preguntan ¿cómo fuimos? y ¿porqué?, ¿qué hemos heredado?, y las respuestas tienen mucho que ver con explicaciones de la situación de su tiempo. A menudo son relatos poco escrupulosos y más bien superficiales, y tanto entonces como ahora lo que cuenta es el valor novelesco; la reconstrucción de una época pretérita puede ser más o menos fiel, estar más o menos lograda, pero lo esencial, lo que hace perdurable tal o cual novela es que trasciendan al marco histórico y estén al servicio de la literatura. A Dumas le perdonamos fácilmente que tergiverse los hechos y los personajes a su conveniencia, ¿qué más da si el resultado son libros que se leen con pasión? Quien quiera aprender Historia que recurra a los historiadores (hay que recordar que también muchas veces víctimas de prejuicios), las novelas o lo son de verdad o están condenadas al olvido. 

En la segunda mitad del siglo XIX el romanticismo va quedando atrás, el género se hace menos impulsivo y arrebatado, más consciente; las novelas se documentan de un modo obsesivo, buscan la fidelidad arqueológica, y también pulen su prosa con fines de arte. El Cartago de Salambó (1862), del francés Flaubert, es un buen ejemplo de ambas preocupaciones, sin dejar por ello, como siempre, de ocultar unos propósitos por así decirlo anacrónicos: la pintura del pasado remite de forma inevitable a las inquietudes del mundo contemporáneo para el que se escriben. El inglés Thackeray, con La feria de las vanidades (1847), cuya acción se sitúa en torno a Waterloo, y Henry Esmond (1852), un siglo antes, son también buenos ejemplos de narraciones  cuidadas e inteligentes.

Al tema de la más remota antigüedad pertenece La novela de la momia (1858) del también francés Gautier, aunque los asuntos predilectos son las historias de romanos, en ocasiones teñidas de ejemplaridad religiosa; así en Fabiola o la Iglesia de las catacumbas (1854) del cardenal inglés – aunque nacido en Sevilla – Wiseman, o Ben Hur (1880), del norteamericano Lewis Wallace. Sin embargo, a todas aventaja el best-seller Quo vadis? (1895), del polaco Sienkiewicz, que, en el siglo XX, al igual que las anteriores se beneficiará de vistosas adaptaciones cinematográficas que las magnificarán. Por otra parte, las peripecias de capa y espada, como El jorobado (1858) del francés Féval, siguen teniendo mucho público, y el balzaquiano tema de los chuanes inspira a Barbey d’Aurevilly El caballero Des Touches (1864), novela quizá no genial, pero sí muy evocadora.

Novelas de más calado son, por ejemplo, La letra escarlata (1850), del norteamericano Hawthorne, un intenso drama en los ambientes puritanos de  la Nueva Inglaterra del siglo XVII, El 93 (1874) de Victor Hugo, sobre la Revolución francesa, Romola (1863), de la inglesa George Elliot, que nos sitúa en la Florencia del siglo XV, o ya en España la larga serie de los Episodios nacionales (desde 1873) con los que Pérez Galdós quiere contar para todos los lectores la historia entera del país en el curso de su siglo. La escarapela roja del valor (1895), del norteamericano Crane se arriesga a tratar un tema candente, la guerra de Secesión, el italiano Nievo escribe sus Confesiones de un octogenario (1858), y el poeta alemán Mörike nos da el delicioso Viaje de Mozart a Praga (1856).

Por encima de todas hay que citar de manera especialísima Guerra y paz (1864-1869), de Tolstói, sin duda una de las mejores novelas de todos los tiempos, que funde admirablemente las guerras napoleónicas y la invasión de Rusia, con crónicas familiares, dramas íntimos y problemas eternos. Una novela única que se sirve de un entramado histórico para darnos una  narración de valor imperecedero. Lo individual y lo colectivo nunca se habían armonizado de una forma tan intensa y profunda.

El siglo XX se abre con Los Buddenbrook (1901), del alemán Thomas Mann, historia de una dinastía burguesa en la ciudad hanseática de Lübeck; el mismo Mann trataría más adelante otros asuntos del pasado como Carlota en Weimar (1939), sobre un episodio sentimental de la vida de Goethe; pero para el gran público – inevitablemente con la inapreciable ayuda del cine – el género se identifica con novelas de peripecia y aventuras, por lo común de relativo interés literario. Nadie olvida Lo que el viento se llevó (1936), de la norteamericana Margaret Mitchell, la guerra de Secesión vista desde el derrotado Sur, Las cuatro plumas (1902), del inglés Mason, sobre la campaña del Sudán, o Pimpinela Escarlata (1905), con fondo de la Revolución francesa, de la baronesa de Orczy, una húngara britanizada. En cuanto al finlandés Waltari, con Sinuhé el egipcio (1945), contribuyó también al auge de la novela histórica.

Dos de los libros más leídos de nuestra época tienen mayores ambiciones: Memorias de Adriano (1951) de la belga Marguerite Yourcenar, que se centra en la personalidad del emperador romano, y El Gatopardo (1958), del italiano – aunque mejor sería llamarle siciliano – Tomasi di Lampedusa, ambientada en la Italia de los comienzos de la unidad nacional. Doctor Zivago (1957), del ruso Pasternak, sobre la revolución rusa, fue también uno de los relatos más leídos del siglo. Otras no tan famosos merecen también destacarse; en España, por ejemplo, los veintidós volúmenes de las Memorias de un hombre de acción (desde 1913), de Baroja, sobre la accidentada historia del país en el siglo XIX, o Las tragedias grotescas (1907), del mismo autor, que se ambienta en el París de la Comuna. Valle-Inclán, con sus característicos ejercicios de estilo, también aportó las dos trilogías de Las guerras carlistas y El ruedo ibérico.

El abrumador número de novelas históricas contemporáneas hace que un recuento haga inevitables las omisiones por subjetivismo, cada lector querrá citar sus libros predilectos, aunque carezcamos de suficiente perspectiva. Las llamadas crónicas del francés Giono, como El húsar sobre el tejado (1951),   merecen recordarse, como también El siglo de las luces (1962), del cubano Alejo Carpentier – ecos de la Revolución francesa en el Caribe -; otros se inclinarían por una novela de este mismo año, Bomarzo, del argentino Mújica Láinez, que pinta un brillante cuadro del Renacimiento italiano. Al inagotable tema de romanos pertenecen Yo, Claudio (1934), del inglés Graves, y Los idus de marzo (1948), del norteamericano Wilder. El austríaco Werfel noveló las apariciones de Lourdes en La canción de Bernadette (194l), y la temática religiosa aparece asimismo en La última del patíbulo (1931), sobre unas carmelitas guillotinadas durante la Revolución francesa, de la alemana Gertrud von Le Fort, y Barrabás (1950), del sueco Lagerkvist.     

Capítulo aparte merecen la guerra civil española y la segunda mundial, en las que, con el paso del tiempo, se ha ido pasando del testimonio a la recreación literaria. Son dos grandes bloques novelescos, de una literatura tan apasionada como desigual, casi siempre con una base de experiencias vividas. En el caso de la guerra civil española, La esperanza, del francés Malraux (1937) o Madrid de corte a checa (1938), del español Foxá, no pueden considerarse como novelas históricas, pero ya a partir de los años cincuenta (Incierta gloria, 1956, de Joan Sales) es más adecuado llamarlas así. Y otro tanto podría decirse de la segunda guerra mundial. Kapputt (1944), del italiano Malaparte, es un reportaje literaturizado, Stalingrado (1946), del alemán Pliever, o Los desnudos y los muertos (1948), del norteamericano Mailer, sobre la guerra en el Pacífico y De aquí a la eternidad (1951), de su compatriota James Jones – Pearl Harbor en los días de su bombardeo – están todavía muy cerca de los hechos que narran. La plaza de l’Étoile (1968), del francés Modiano, sobre el París de la ocupación, ya es una historia imaginada.

De todos modos, el paso del tiempo iguala en la lejanía todas las novelas. Jane Austen acaba pareciéndonos tan histórica como las reconstrucciones de Dumas; el pasado es por definición algo remoto, y para los lectores de hoy la distancia que puede separar al escritor de su tema tiende a difuminarse. El imposible sueño de vivir en épocas desaparecidas, codeándonos con Nerón o la Máscara de Hierro, funciona como un conjuro mágico que no repara en detalles más o menos verosímiles, y que desde hace dos siglos ejerce una verdadera fascinación.

Por lo que respecta a los últimos decenios, la descendencia de Walter Scott ha degenerado en un alud novelístico de fabricación un tanto industrial; todos los años se publican miles de novelas históricas (sobre egipcios, griegos, romanos, cátaros, templarios, inquisidores, etc., hasta terminar en los campos de concentración nazis) de calidad muy insegura y ansias de best-seller escandaloso. El género goza, pues, de buena salud, aunque sus procedimientos sean más bien zafios. En cualquier caso,  todo un síntoma de que en estos tiempos nuestros tan rápidos, desconcertantes y a menudo amenazadores hay miedo al presente, y el pasado se ve como un  cómodo refugio que se puede adaptar fácilmente a lo que nos convenga.

 

Por Carlos Pujol Jaumandreu (1936-2012), escritor, crítico literario y traductor.

https://culturahistorica.org/es/novela-historica/la-novela-historica/




No hay comentarios:

Publicar un comentario

  ¿Quiénes son los fascistas? Entrevista a Emilio Gentile   En un contexto político internacional en el que emergen extremas der...