LA LITURGIA DE LA IGLESIA
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1. INTRODUCCIÓN. ¿QUÉ ES LA LITURGIA CRISTIANA?
La liturgia nos
habla de gratuidad: Dios nos ha salvado y nos salva gratuitamente y nosotros se
lo queremos agradecer en una celebración también gratuita. Todos los pueblos y
todas las religiones tienen celebraciones cultuales en las que ofrecen a Dios
su tiempo y su vida por medio de símbolos: flores y perfumes, sacrificios,
banquetes, bailes, momentos de silencio... Aunque algunas veces se busca algo a
cambio, muchas otras se da por nada, como una cura religiosa del egoísmo
innato. Pensemos en nuestras propias «liturgias» de cada día: un mantel en la
mesa, una flor en el jarrón, una alfombra en el recibidor, un apretón de
manos... gestos inútiles que hacen nuestra vida más «humana», no sólo
instintiva. La liturgia cristiana cuenta con estos elementos y, al mismo
tiempo, es mucho más, ya que en ella Cristo se nos ofrece y se une a nuestra
ofrenda al Padre.
A primera vista,
la Liturgia sería la parte externa, visible, del culto cristiano, regulada por
medio de unas normas o rúbricas. Dejemos claro desde el principio que la
Liturgia cristiana NO ES coreografía (las posturas y movimientos de los
ministros sobre el altar, el ceremonial o ritualismo, mera cuestión estética),
ni rubricismo (colección de leyes –rúbricas- que regulan las celebraciones), ni
el culto natural que todas las religiones tributan a la Divinidad. La Liturgia
cristiana se realiza por medio de ritos y de palabras, pero es mucho más que el
conjunto de dichos actos humanos y su efectividad no le viene de lo que hacen
los hombres, ni de si lo hacen bien o mal, sino de la presencia del Señor Jesús
y de su Espíritu Santo en la Iglesia.
Quienes entienden
la liturgia como el ordenamiento concreto del culto oficial, falsean la
concepción auténticamente cristiana. Así, a las celebraciones que no están
reguladas en un ritual las llaman «paraliturgias», tienen normas escrupulosas
sobre cuántas sedes hay que colocar en el presbiterio, quién tiene que entonar
los cantos y desde dónde, cómo hay que colocar el purificador en el cáliz y el
misal en el altar, cuántas moniciones hay que realizar y en qué momentos...
Confunden las legítimas sensibilidades estéticas (queriendo, además, imponer
las propias como únicas válidas) con los contenidos de la liturgia, que son
mucho más ricos.
Los sacramentos,
liturgia de las horas, sacramentales y ejercicios piadosos que realiza la
comunidad cristiana «en Espíritu y verdad» son acción de Cristo y del pueblo de
Dios, por eso son medios con los que Dios santifica a los hombres y los hombres
ofrecen un culto agradable a Dios. Es cierto que la Liturgia es celebración de
la Iglesia y que, como tal, necesita de unas normas referenciales, pero no
olvidemos que es el Espíritu Santo el que da valor a la Liturgia (a toda
liturgia realizada con autenticidad, con sencillez de espíritu), no la obra de
los hombres (perfecta repetición de fórmulas, estudio de todos los suplementos
publicados, multiplicación de subsidios...). Además, «no se puede
contraponer la oración interior, libre de todas las formas tradicionales, como
piedad "subjetiva", a la liturgia como piedad "objetiva" de
la Iglesia. Toda oración auténtica es oración de la Iglesia, y es la Iglesia
misma la que ahí ora, porque es el Espíritu Santo que vive en ella el que, en
cada alma, "intercede por nosotros con gemidos inefables" (Rom 8,
26). Precisamente esto es la oración "auténtica", "pues nadie
puede decir Señor Jesús, sino en el Espíritu Santo" (1Cor, 12, 3). ¿Qué
sería la oración de la Iglesia si no fuera la entrega de los grandes amadores a
Dios, que es el Amor?» (Sta. Teresa Benedicta de la Cruz –Edith
Stein-, Patrona de Europa).
2. BREVE HISTORIA Y DEFINICIÓN
La palabra griega leitourgía indicaba,
en principio, la iniciativa tomada libremente por uno o varios individuos a
favor de la colectividad (armar un barco, excavar un pozo, preparar una
fiesta...). Con el pasar del tiempo, al ir haciéndose más complejas las
relaciones interpersonales en la polis, se empezó a llamar
«liturgia» a los servicios que todo ciudadano estaba obligado a realizar en
favor de la colectividad: pagar impuestos, alistarse en el ejército, participar
en los sacrificios en honor de los dioses protectores de la ciudad... Como no
había separación entre vida civil y vida religiosa, los cultos se consideraban
actos públicos, oficiales. En sociedades teocráticas, el servicio más
importante que se podía ofrecer a la comunidad era el culto a los dioses (las
ofrendas para impetrar la lluvia, una buena cosecha, el éxito de una campaña
militar...). El término liturgia terminó designando aquellas
concretas acciones de culto que los individuos o sus representantes tenían que
realizar en los templos o en otros lugares determinados, en ocasiones bien
definidas (inicio de la recolección, nacimiento de un hijo, antes de emprender
un viaje...).
En la Biblia griega (los LXX), se
llama liturgia al servicio religioso regulado por el
Pentateuco, que los levitas ofrecían a YHWH en la tienda del encuentro o en el
Templo. Al culto privado se le llama latría o dulía.
El N.T. no quiere vincular el culto cristiano al sacerdocio levítico, sino a la
persona de Cristo, por lo que no usa el término liturgia (a excepción de Hch
13, 2). San Pablo llega a afirmar que la liturgia que tenemos que ofrecer a
Dios es la propia vida. La palabra volverá a aparecer más tarde, cuando se
consumó la separación entre cristianismo y judaísmo y no quedaba posibilidad de
confusión. Los Santos Padres la usan con frecuencia para referirse a todas las
formas del culto cristiano. Con el pasar del tiempo, en Oriente se usará
únicamente para nombrar la celebración eucarística y en Occidente desaparecerá
por completo, traduciéndose por ministerium, munus u otros
similares.
Cuando en el s. XVI, los humanistas
empezaron a estudiar los rituales antiguos para renovar las celebraciones,
según mandato del Concilio de Trento, se denominaron «liturgias» a los
documentos que iban apareciendo en las bibliotecas, primero, y a las normas
dadas por la Santa Sede sobre la manera de realizar el culto, después (las
rúbricas). Se comenzó a hablar de liturgia romana, galicana, mozárabe,
oriental..., refiriéndose a la ritualidad ceremonial y las rúbricas que la
regulan. Así ha permanecido hasta el movimiento litúrgico de principios del s.
XX, en que volvió a recuperar el sentido de la celebración de la Iglesia que, unida
a Cristo, ofrece culto al Padre y acoge gozosa la gracia que Dios le otorga.
Culto eminentemente cristiano, porque es la continuación en el
tiempo del culto que Cristo ofreció al Padre en su vida mortal y porque es el
culto del Cuerpo de Cristo unido a su Cabeza.
Pío XII, en la Mediator Dei (1947),
dice: «La Sagrada liturgia es la continuación del ejercicio sacerdotal
de Cristo... el culto público que nuestro Redentor tributa al Padre, como
cabeza de la Iglesia, y el que la sociedad de los fieles tributa a su Fundador
y, por Él al Eterno Padre. Es el culto completo del Cuerpo Místico de
Jesucristo, es decir, de la Cabeza y de sus miembros». Subraya el aspecto
ascensional, el culto de la Iglesia, por Cristo al Padre.
El Vaticano II completa la definición, poniendo
de relieve, junto a la dimensión cultual, el aspecto santificador de la
misma: «En esta obra tan grande, por la que Dios es perfectamente
glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su
amadísima esposa la Iglesia, que invoca a su Señor, y por él tributa culto al
Padre Eterno. Por consiguiente, toda celebración litúrgica, por ser obra de
Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por
excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la
iguala ninguna otra acción de la Iglesia... Es el ejercicio del sacerdocio de
Jesucristo. En ella los signos sensibles significan y cada uno a su manera
realizan la santificación del hombre, y así, el Cuerpo Místico de Jesucristo,
es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro» (Sacrosanctum
Concilium, 7). En la liturgia, Cristo continúa su obra de salvación: anuncia su
Palabra, ofrece su perdón, nos hace hijos de su Padre, nos concede su Espíritu.
El culto es nuestra respuesta a la acción salvífica del Señor. No podríamos dar
un culto agradable a Dios si antes Él no nos hubiera santificado.
Hoy podríamos definir la liturgia
como «la celebración cristiana de la fe, usando gestos y palabras,
por medio de los cuáles Dios santifica a los creyentes y éstos ofrecen culto a
Dios». Si lo queremos de una manera más académica, podemos hablar
de «una acción sagrada a través de la cual, con un rito, en la Iglesia
y mediante la Iglesia, se ejerce y continúa la obra sacerdotal de Cristo, es
decir, la santificación de los hombres y la glorificación de Dios».
Es un rito: gestos y palabras. Acciones sagradas, porque en
ellas Cristo realiza nuestra redención, la salvación de los hombres. Los gestos
y palabras cumplen lo que anuncian. Su eficacia les viene de Cristo mismo, que
actúa en la Iglesia, continuando su obra salvadora.
Por lo tanto, en la liturgia de la
Iglesia se da un doble proceso:
1. Katábasis. Dios desciende a nosotros, nos habla y nos santifica. Es la dimensión
salvífica (soteriológica). Lo que Dios hace a favor nuestro.
2. Anábasis. Nosotros ascendemos a Dios y Él acoge con agrado nuestro culto. Es la
dimensión de glorificación a Dios (latréutica). Lo que nosotros obramos en
honor de Dios.
El Espíritu Santo hace posible esta
doble dimensión de la liturgia: Él se nos da como don y él hace válido nuestro
culto (espiritual y agradable a Dios). En la liturgia se refleja la obra misma
de Dios: El Padre, por Cristo, en el Espíritu, crea todas las cosas (movimiento
descendente) y en el Espíritu Santo, por Cristo, somos llevados al Padre. Este
es el camino de la deificación (theosis) de la que tanto hablan los Padres de
la Iglesia. El Espíritu Santo, por el que Dios realizó la creación, la
encarnación y el nacimiento de la Iglesia en Pentecostés, hace posible hoy la
llegada de la salvación de Dios a los hombres concretos. Este mismo Espíritu
eleva nuestra plegaria, nuestra vida y a nosotros mismos a Dios, haciéndonos
agradables a sus ojos. Él hace que estas dos dimensiones no sean dos realidades
independientes: la santificación de los hombres y la glorificación de Dios no
van cada una por su lado, sino que la glorificación de Dios se da en la
santificación de los hombres. Quienes se dejan guiar por el Espíritu reciben la
justificación y reconocen a Dios como su único Señor. San Ireneo lo expresa
hermosamente al decir: «La gloria de Dios es el hombre viviente y la
vida del hombre es la contemplación de Dios».
La Epíclesis (invocación al Espíritu
Santo) consacratoria y la doxología (glorificación) con que concluye la
Plegaria Eucarística nos ilustran lo que estamos diciendo: «Te pedimos,
Padre, que envíes tu Espíritu Santo para que este pan y este vino se
transformen en el Cuerpo y en la Sangre de tu Hijo». El Padre envía su
Espíritu para que el Hijo tome «Carne» en las especies eucarísticas (el mismo
proceso que en la Encarnación). Sólo entonces podemos repetir el mismo proceso,
pero a la inversa: «Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre
Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los
siglos de los siglos». Ahora, la Iglesia, (el Cuerpo de su Hijo, la
prolongación de su Carne en el tiempo) asciende por Cristo en el Espíritu al
Padre. Por Cristo, que es la única puerta y el único camino que nos
lleva al Padre. No podemos pensar que nuestra oración pudiera interesar a Dios
por nuestros propios méritos, pues no somos nada en su presencia, pero por
Cristo, gracias a Él, nuestra alabanza le es agradable. Con Cristo,
ya que Él mismo ha querido unirse a nosotros para rezar, enseñándonos a llamar
«Padre nuestro» a «su» Padre y nos ha prometido que, cuando nos reunimos en su
nombre, Él está en medio de nosotros. Y en Cristo. Injertados en él
como los sarmientos en la vid, como miembros de su Cuerpo. Cuando nosotros
oramos, ora su Cuerpo, indisolublemente unido a Él, que es la cabeza.
La Liturgia es el cauce ordinario
(aunque no el único) por el que entramos en contacto con la salvación de Dios y
con su Revelación. La vida cristiana se nutre, madura y perfecciona a través de
la participación en la Liturgia de la Iglesia. El culto público de la Iglesia
se realiza especialmente en la Eucaristía, en los demás sacramentos y en la
oración del Oficio Divino con las distintas celebraciones a lo largo del año
litúrgico.
La liturgia tiene una triple dimensión:
Al mismo tiempo es memorial, presencia y profecía. Memorial de
acciones salvíficas realizadas en el pasado, actualización de
la salvación obrada por aquéllas y anticipación de su futura
posesión perfecta.
Al purificar el
Templo de Jerusalén, Jesús termina con una manera de relacionarse con Dios a
base de repetir ritos invariables, con palabras establecidas, en lugares fijos.
El Templo era el signo de la unicidad de Dios, de la unidad del pueblo, al
mismo tiempo que signo de distinción frente a los extranjeros, que no podían
acceder a su interior. Para alcanzar la comunión con Dios, en el Templo se
realizaban los sacrificios (animales matados sobre el altar, en parte allí
quemados y en parte comidos por los oferentes; de ahí los puestos) y se
ofrecían los diezmos y tributos (sin embargo, no se admitían monedas
extranjeras, consideradas impuras; sólo las propias del Templo, que no tenían
validez legal fuera de allí; de ahí la presencia de los cambistas).
Jesucristo «volcó
las mesas de los cambistas y los puestos de los que vendían» (Mc
11,16). Tirando por el suelo las ofrendas, está acabando con un sistema, con
una manera de relacionarse con Dios. Ha llegado el tiempo en que el culto no
será sólo celebrar unos ritos determinados, en un lugar concreto y en unos días
señalados, sino una vida ofrecida en consonancia con un culto en el que todos
pueden participar. De hecho, la justificación que Jesús da a su actuar es el de
que la casa de Dios ha de ser «casa de oración para todos los pueblos» (Mc
11,17). En el evangelio de San Juan lo justifica con una cita de Zacarías, que
nos habla de los tiempos mesiánicos y del culto que entonces se ofrecerá a
Dios: «volcó las mesas de los mercaderes y les dijo: "No
convirtáis la casa de mi Padre en un mercado"» (Jn 2, 15-16). El
texto del profeta que Jesús utiliza para justificar su acción es profundamente
significativo: «Los cascabeles de los caballos llevarán escrito
"consagrado a YHWH". Las ollas del Templo serán tan sagradas como las
copas que se usan para esparcir la sangre ante el altar. Y en Jerusalén y Judá
cualquier olla estará consagrada a YHWH de los ejércitos; de tal modo que si
alguien quiere ofrecer un sacrificio, podrá usarlas y cocer en ellas la carne
ofrecida. Aquel día ya no habrá mercaderes en la Casa de YHWH» (Zac
14, 20-21). Con la purificación del Templo y el uso de esta cita, el Señor nos
indica que ha llegado el tiempo de ofrecer a Dios el «culto en espíritu
y verdad» que el Padre quiere (Jn 4, 23). Un culto no ligado a los
montes Sión ni Garizín ni a los ritos que allí se realizaban, sino a la vida de
los que se dejan guiar por el Espíritu del Señor.
La existencia
íntegra del creyente en el mundo, vivida en fidelidad al Espíritu de Cristo,
puede llegar a convertirse en «culto espiritual», en culto perfecto y
definitivo: «os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a que
ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal
será vuestro culto espiritual» (Rm 12, 1ss). Pablo invita a un culto
nuevo: la liturgia de la vida, en la que los distintos carismas y ministerios
se ponen al servicio de la comunidad. Su mismo ministerio es presentado en
clave litúrgica: «Os escribo por la misión que Dios me ha dado al
enviarme como liturgo de Cristo Jesús entre los paganos para anunciarles la
Buena Noticia» (Rm 15, 16). San Pedro nos dice que somos «piedras
vivas con las que se construye el templo espiritual destinado al culto
perfecto, en el que se ofrecen sacrificios espirituales y agradables a Dios por
Cristo Jesús» (1Pe 2, 5). Nuestra vida será un culto agradable a Dios
si nos dejamos guiar por el Espíritu. No puede haber contradicción entre culto
y vida, ya que nuestra vida se convierte en una ofrenda agradable a Dios y los
actos concretos de culto son la continua toma de conciencia de este misterio.
4. EL ESPÍRITU SANTO EN LA COMUNIDAD LITÚRGICA
La asamblea que se reúne para celebrar
la Liturgia es una comunidad mesiánica, es decir, ungida por Cristo con el
Espíritu Santo, para que participe de su triple dimensión profética, sacerdotal
y real, como Él mismo fue ungido por el Espíritu Santo con poder (Hch 10, 38).
San Pablo nos dice que «Aquel que nos confirma en Cristo y nos da la
crismación de Dios, nos ha marcado con su sello y ha puesto en nuestro corazón
las arras del Espíritu» (2Cor 1, 21-22) y en otro texto «habéis
sido sellados con el Espíritu Santo de la promesa... No entristezcáis al
Espíritu Santo con el que habéis sido sellados» (Ef 1, 13; 4, 30). De
modo que todos los miembros de la comunidad cristiana son profetas, sacerdotes
y reyes, por esa «crismación recibida que permanece en vosotros» (1Jn
2, 27). Por lo tanto, todos estamos capacitados para realizar una liturgia
agradable a Dios y todos somos miembros activos de la misma.
Nuestra asamblea será activa, dinámica,
si acogemos los distintos carismas que el único Espíritu suscita (1Cor 12-14).
Cuando la comunidad se reúne para la celebración litúrgica cada uno actúa según
el carisma que el Espíritu le ha concedido. A través de los cantos, las artes
que ayudan a manifestar la fe, los testimonios de la Palabra vivida, los
ministerios que surgen y se desarrollan en la asamblea cultual, se hace
presente el Espíritu. Gracias a esta participación diferenciada en distintos
servicios y ministerios, pero unida por el mismo Espíritu que obra en todos, el
grupo reunido deja de ser un público anónimo y se transforma en una comunidad
armoniosamente estructurada, donde todos se complementan y enriquecen.
El Espíritu es libertad, y «donde
está el Espíritu hay libertad». Él suscita carismas que ayudan a la
comunidad a tomar conciencia de su gloriosa vocación, medios para que acojan la
salvación que Dios quiere otorgarles y puedan ofrecer el culto agradable a
Dios. Como no hay un único estilo artístico o arquitectónico que sirva para
expresar la fe, no puede haber una única sensibilidad litúrgica en las
fórmulas, en los ritos, en los cantos... Por la admirable condescendencia de
Dios, el Espíritu se adapta a nuestras capacidades y suscita en cada época
personas sensibles que ayuden a la comunidad a plasmar su fe y a vivir la
liturgia (así interpreta el mismo libro primero de los Reyes los talentos que
Dios concedió a los artistas para poder realizar el Templo de Jerusalén).
5. LOS SACRAMENTOS DE LA IGLESIA
Los Sacramentos son acciones de la
Iglesia en las que se celebra la fe mediante signos (palabras y gestos) que
cumplen lo que anuncian, por la acción del Espíritu Santo que Cristo envía
desde el Padre. «Son signos eficaces de la gracia, instituidos por
Cristo y confiados a la Iglesia por los cuales nos es dispensada la vida
divina. Los ritos visibles bajo los cuales los sacramentos son celebrados
significan y realizan las gracias propias de cada sacramento. Dan fruto en
quienes los reciben con las disposiciones requeridas» (Catecismo de la
Iglesia Católica, 1131).
La palabra latina «sacramentum» es una
traducción de la griega «mysterion», utilizada en la Escritura en referencia a
la acción salvífica de Dios (mientras que «mysterium» y su plural «mysteria» se
usaron en latín para los conocimientos y ritos ocultos paganos). Tertuliano es
el primero que habló también de «sacramentos» al plural, para indicar los ritos
que, en la vida de la Iglesia, hacen presente la salvación de Dios que se ha
manifestado en Jesucristo. En el uso normal, «sacramentum» significaba un voto
o juramento religioso, principalmente el juramento de fidelidad que los
soldados hacían a su comandante, tomando como testigos y jueces a sus dioses.
Tertuliano hizo uso de esta etimología para subrayar el compromiso de fidelidad
a la Iglesia, por parte del cristiano que celebra los sacramentos. S. Agustín
desarrolló el tema de los sacramentos como signos visibles de la gracia
invisible, eficaces porque realizan lo que anuncian. Igual que el humo es signo
del fuego y las palabras son signo de las ideas que queremos transmitir, los
sacramentos son puertas materiales por donde se hacen presentes las realidades
espirituales.
En los últimos años, la reflexión se ha
enriquecido con los estudios bíblicos sobre los «ôt» proféticos, aquellos
gestos que los enviados de Dios realizaban como signos eficaces ante el pueblo.
Por ejemplo, Ajías dividió su manto en 12 trozos y entregó 10 a Jeroboán, para
indicar que las tribus del Norte se separaban de la casa de Roboán, el hijo de
Salomón (1Re 11, 29ss). Jeremías mete una faja de lino en el río hasta que se
pudre para indicar las consecuencias que traerá al pueblo el separarse de su
Señor (Jr 13, 1ss); rompe una vasija de barro en la plaza para indicar lo
inexorable del exilio (Jr 19, 1ss). Ezequiel tiene que cortarse el pelo y la
barba con una espada y dividirla en tres partes, quemando una, esparciendo otra
en torno a la ciudad y lanzando otra a los cuatro vientos como signo de lo que
ha de suceder a Jerusalén y al pueblo (Ez 5, 1ss). El amor de Oseas por Gomer y
su triste matrimonio se convierte en imagen de lo que Dios hace y hará por su
pueblo (Os 1, 2ss). Zacarías apacienta un rebaño, se deja engañar y rompe sus
callados como denuncia de lo que hacen las autoridades de Israel y anuncio de
lo que hará Dios (Zac 11, 4ss).
Jesús mismo realizó numerosos «ôt» que
anunciaban un acontecimiento y lo anticipaban ritualmente. El envío de los
demonios a los cerdos y de éstos al precipicio es anuncio e inicio de su
victoria sobre el mal, el pecado y la muerte (Mc 5, 1ss). La maldición de la
higuera estéril en relación con la purificación del Templo anuncia el final de
una manera de dar culto a Dios e instaura otra nueva (Mc 11, 11ss). El Bautismo
de Jesús, la multiplicación de los panes, la resurrección de Lázaro, la unción
en Betania se sitúa en la misma línea. Por eso Juan llama a los milagros
«signos» (semeion), porque nos envían a una realidad más profunda, escondida
bajo el velo de los gestos y palabras de Jesús. Sin duda, el «ôt» más
importante es la celebración de la Última Cena, en la que anticipa su entrega
en la Cruz (1 Cor 11, 23-26).
El quehacer de la Iglesia en el mundo
es continuación de la misión de Cristo. La Iglesia hace presente entre nosotros
la obra redentora de Cristo y nos comunica su eficacia «aquí y ahora» por medio
de la predicación de la Palabra de Dios y de la celebración de los Sacramentos.
Lo que se anuncia en la Predicación, se cumple y celebra en los Sacramentos.
Por la fuerza del Espíritu Santo, la Redención de Cristo, realizada de una vez
para siempre, se hace acontecimiento histórico, concreto, para cada uno de
nosotros en los Sacramentos. Como en su vida mortal el Hijo de Dios se hizo
presente, visible y activo en la forma de su Humanidad; ahora, en la vida de la
Iglesia, Cristo se hace presente, visible y activo en la forma de los
Sacramentos. Esta presencia activa de Cristo en los Sacramentos reviste
distintas modalidades, según la gracia peculiar de cada uno de ellos.
Los Sacramentos son acciones de Cristo
y de la Iglesia, mediante los cuales se fortifica y se celebra la fe y se
comunica a los creyentes el mayor de los bienes que pueden recibir sobre la
tierra: la Gracia de Dios para la vida eterna. Como la Iglesia, los Sacramentos
han sido instituidos por Cristo; Él es el que nos comunica la Gracia por medio
de ellos. Por el Bautismo, como vida nueva de los hijos de Dios; por la
Confirmación, como plenitud de la filiación y dones del Espíritu Santo; por la
Penitencia, como perdón y restauración de la Gracia perdida; por la Eucaristía,
como alimento y prenda de resurrección; por el Matrimonio, como fortaleza para
el amor conyugal; por el Orden, como oficio sacerdotal para servir al pueblo de
Dios; por la Unción de los enfermos, como alivio en la enfermedad y
purificación definitiva de los pecados.
Hasta hace poco tiempo, la doctrina
sobre los Sacramentos se separaba de la Liturgia, reducida a la mera
legislación sobre la administración de los mismos. Hoy la reflexión dogmática y
litúrgica caminan juntas. La Teología es el esfuerzo de la fe por entenderse a
sí misma en vista de una profesión de fe cada vez más personal y auténtica. La
Liturgia es la celebración de la misma fe, en la que ésta se transmite y
fortalece. Liturgia y Teología se unen en su común referencia a la fe de la
Iglesia, de la que nacen y a la que sirven. Sin embargo, no podemos identificar
la Liturgia con cada una de las fórmulas rituales con las que se celebran o han
celebrado los actos de culto y los Sacramentos. Los ritos y sus fórmulas pueden
cambiar con el pasar del tiempo, pero no la gracia que transmiten ni las
verdades que confiesan, en cuanto celebración eclesial del misterio de Cristo.
A pesar de todo, debemos estudiar cuidadosamente y amar dichos ritos y fórmulas
con los que la Iglesia celebra hoy su fe, por medio de los cuales recibe la
Gracia y ofrece un culto agradable a Dios.
Los Sacramentales (consagraciones,
bendiciones, exorcismos...), llamados por algunos Sacramentos menores, son
también celebraciones de la Iglesia en las que se utilizan cosas materiales,
gestos corporales y palabras para significar realidades sobrenaturales. En
ellos se nos aumenta la Gracia si son recibidos con buena disposición.
Jesucristo bendijo a los niños, impuso las manos sobre los apóstoles, lavó los
pies a sus discípulos... Durante siglos, éstos y otros gestos fueron
considerados Sacramentos. A partir del s. XII se fue generalizando la lista de
los 7 grandes Sacramentos y a los otros se les empezó a aplicar el nombre de
Sacramentales.
6. EL ESPÍRITU SANTO Y LOS SACRAMENTOS
San Ireneo repite continuamente: «El
Hijo de Dios se ha hecho hombre para que el hombre pudiera llegar a ser hijo de
Dios». Esta expresión, con pequeñas variantes, la encontramos en todos los
Padres: «Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios», «El
hombre llega a ser por la gracia aquello que Dios es por naturaleza». Al
explicarla, ellos mismos la traducen como «La Palabra se ha hecho carne
para que podamos recibir el Espíritu Santo... Dios se ha hecho portador de la
carne para que nosotros podamos ser portadores del Espíritu» (San
Atanasio), «Éste fue el fin y la disposición de toda la obra salvadora
de Cristo, que los fieles recibieran el Espíritu Santo» (San Simeón el
Teólogo) u otras parecidas. Estas ideas nos resuenan como un eco a los que
estamos familiarizados con la enseñanza de San Juan de la Cruz, tan cercano en
su pensamiento a los Padres antiguos. Cristo no sólo nos ha enseñado el camino
de la salvación y de la vida, sino que nos ha dado la salvación y la vida. Su
salvación y su vida se nos da de una manera concreta, aquí y ahora, en los
sacramentos, precisamente por la acción del Espíritu Santo.
Ciertamente, en Cristo los hombres
somos salvados y nos unimos para formar un solo Cuerpo. Pero no debemos olvidar
que en esa unidad se conserva la multiplicidad de los seres humanos, a los que
el Espíritu Santo otorga los dones que necesitan y en los que el Espíritu Santo
actúa de manera concreta, histórica, la salvación que Cristo realizó una vez
para siempre. Los teólogos orientales subrayan una triple acción divina en la
Iglesia:
- El Padre siempre está al origen de
todo, como el que envía al Hijo y al Espíritu para que realicen su eterno
proyecto de salvación.
- El Hijo encarnado realizó la salvación
(redención, unificación, recreación) de la naturaleza humana con su
encarnación, ministerio, muerte y resurrección.
- El Espíritu Santo se dirige a las
personas concretas para que cada uno según sus capacidades reciba la plenitud
de la gracia y se transforme en colaborador consciente de Dios, iniciando un
proceso personal de apropiación de la salvación de Cristo, de divinización
(theosis); actuando por medio de las «acciones sagradas» o «mysteria».
La epíclesis (de Kalein -invocar- el
nombre divino y epi -sobre-) es componente esencial de toda «acción sagrada».
El que está al frente de la asamblea dirige, en nombre de la comunidad, la
súplica al Espíritu Santo para que los gestos y palabras que se van a realizar
tengan eficacia (como en los «ôt» de los profetas antiguos). El que es la
fuerza iluminadora de la Iglesia y el que la lleva a plenitud, hace que se
actualicen los grandes misterios que conmemoramos y que se realice un nuevo
Pentecostés en cada «mysteria», para que la imagen de Dios se pueda reflejar en
la Iglesia. Efectivamente, así como Dios es Unidad en la Trinidad de personas,
el único acontecimiento salvador se hace presente en la multitud de los
cristianos. Así, este Espíritu que hace eficaces los sacramentos, produce, al
mismo tiempo, la unidad de los fieles con Dios y entre sí, realizando la
«Koinonía» entre los fieles, como en Pentecostés, que el único fuego se posó en
lenguas distintas sobre los que estaban reunidos en un mismo lugar (Hch 2,
1ss).
«Aquí todo se concentra en una palabra:
la epíclesis; esta oración que el sacerdote en comunión con el pueblo de Dios
pronuncia en el centro de toda acción sacramental, para implorar del Padre que
envíe su Espíritu sobre la materia del sacramento y sobre todos los fieles,
para integrarlos -materia y fieles-, en el sôma pneumatikon, el cuerpo
espiritual del resucitado: de ningún modo desmaterializado, sino copiosamente
vivificado y vivificante, divinizado y divinizante» (Olivier Clément).
7. LA CELEBRACIÓN DE LA EUCARISTÍA
«La Eucaristía es fuente y cima de toda
la vida cristiana» (LG 11), porque en los demás
sacramentos se nos ofrece la gracia de Cristo, pero en éste es Cristo mismo el
que se nos entrega. En ella, Dios nos sigue dando la salvación (dimensión
descendente de la liturgia) y nosotros ofrecemos a Dios el culto perfecto y a
Él más agradable: su propio Hijo (dimensión ascendente).
El Señor dijo a los discípulos: «a
vosotros no os llamo siervos, sino amigos» (Jn 15,15). En la
Eucaristía nos dejó la máxima expresión de su amistad. San Pablo explicará la
celebración de la Cena como verdadera «comunión con el Cuerpo y la
sangre de Cristo» (1 Cor 10,16), como participación de su misma vida.
El rito eucarístico de la Cena ha conservado acciones y palabras de Jesús que
más tarde aparecerán llenas de significado y nos revelan la actitud de Jesús
ante su muerte: Él mismo ofrece su vida en el momento definitivo. No se somete
pasivamente a ella ni la acepta como un paso necesario hacia su triunfo pleno.
Jesús se entrega en conformidad con el plan amoroso de Dios, del que su muerte
forma parte; dejando a Dios la última palabra.
En la Sagrada Escritura se da tanta
importancia a la Eucaristía, que su institución se nos narra 4 veces: Marcos
14, 22-25; Mateo 26, 26-29; Lucas 22, 15-20 y 1ª Corintios 11, 23-25. Otros
textos también nos hablen de ella: 1Cor 10, 16-17; 11, 26ss; Hech 2, 42.46; 20,
7.11; Jn 6, 51-58, etc. El texto de S. Pablo es el más antiguo. Él escribe
desde Éfeso su carta a los de Corinto, en Enero del año 56. Les recuerda lo que
ya les había enseñado en su primera estancia allí (en el año 50), que es lo
mismo que enseñaba en las otras comunidades por él fundadas y que él, a su vez,
aprendió en el momento de su conversión (año 40) como tradición firmemente
guardada como proveniente del Señor. El contexto es el de una impresionante
reprimenda por las divisiones de la Comunidad y por los abusos que se producían
al celebrar la Eucaristía. Después de denunciar los fallos les recuerda lo
esencial, que es lo que deben recordar para celebrarla con el estilo y sentido
originales. Acerquémonos a su enseñanza.
«El Señor, la noche en que iba a ser
entregado». Se recogen las circunstancias y
el momento del origen exacto de la institución, subrayando cómo en medio
de la noche más absoluta, en que los amigos traicionaron y
abandonaron al Maestro y los enemigos se ensañaron con él, por medio de su
acción prodigiosa quedó superada toda oscuridad.
«Tomó pan y dijo... Esto es mi cuerpo,
entregado por vosotros». El uso del
verbo «entregar» («dídomai», «paradídomai») es más importante de lo que
parece a primera vista. Basta que demos una ojeada a los numerosos textos en
los que se usa. Los demás lo entregaron, creyendo que ellos guiaban
la historia: Judas preguntó a los Sumos Sacerdotes: ¿Cuánto me entregáis si
yo os lo entrego?... Le entregaron 30 monedas de
plata... ¿Con un beso entregas al Hijo del Hombre?... Lo entregó para
que lo crucificaran, la noche en que iba a ser entregado... Sin
embargo, es Él quien nos entrega voluntariamente su cuerpo, su
ser débil, su misma vida, ya que tiene poder para entregarla y
para recuperarla. En el momento de morir, Jesús entregó el
Espíritu. Y San Pablo puede afirmar: «La vida presente la vivo en la fe
en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí».
«Este cáliz es la nueva Alianza en mi
sangre». Se recuerda la conclusión del pacto
del Sinaí (Ex 24) y el nuevo pacto que habían prometido los profetas (Jer 31,
31). Cuando la Carta a los Hebreos recuerde que sin derramamiento de sangre no
hay alianza ni reconciliación, nos ayuda a comprender que Jesús está donándonos
su propia vida, su propia muerte, en el sacramento de la cena. Lo que el
Viernes se realizará en la Cruz, él lo quiere adelantar sacramentalmente en el
Cenáculo.
«Haced esto en memoria mía». Lo repite el Señor después de repartir el pan y después de
repartir la copa. Cristo pide a sus Apóstoles que sigan celebrando la Cena como
memorial suyo. No se trata de un simple recuerdo, sino de una verdadera y real
actualización y comunión en el ofrecimiento que el Señor hace de sí mismo. Los
Apóstoles (la Iglesia) reciben un Ministerio que es participación y ha de ser
reflejo de la misión de Cristo en la Tierra: Anuncio del Reino, Comunión de
vida con el Padre y entre ellos, Servicio generoso a todos los hombres. Sólo obedeciendo
a un mandato del Señor podemos entender que la primera comunidad pudiera hablar
de comer carne y beber sangre, cuando eran ideas que les horrorizaban y que
sirvieron a muchos judíos para motivo de burla y desprecio. Después de tantos
siglos de cristianismo, la Iglesia sigue conservando la celebración eucarística
como el más precioso de sus tesoros.
En ella confluyen las instituciones del
A.T.: La Alianza llega a su cumplimiento en esta «sangre de la Alianza
derramada» (Mc, Mt, cf. Ex 24, 8); la Profecía culmina en el «cáliz
de la Nueva Alianza» (Lc, Pablo, cf. Jr 31, 31); la teología martirial
(Macabeos) y vicaria (Deuteroisaías) desemboca en la promesa de la
entrega «por muchos» (Mc 14, 24); y las ideas profundamente
unidas de banquete y sacrificio (Ex 24, 8.11) son asumidas en la relación entre
el pan y el vino, con la superación de la contradicción carne-sangre y
espíritu-vida.
No importa que la tradición litúrgica
jerosolimitana (recogida en las narraciones de Mateo y Marcos) sea la más
antigua o que lo sea la antioquena (recogida por Lucas y Pablo); nos basta con
el núcleo común, que hace referencia a la entrega, a la comunión, a la relación
entre la muerte de Jesús y el establecimiento del Reino.
«¿Qué significan para nosotros el pan y
el vino? El pan ha sido para muchos, durante milenios, alimento básico... Pan
es o significa el alimento elemental del hombre. Es el alimento que mantiene
nuestra vida día a día, que deshaciéndose nos rehace y nos permite hacer, que
se transforma en parte nuestra o en energía vital. Si el pan es fruto del
trabajo del hombre, el trabajo humano es fruto del pan... El pan es humilde y
sencillo, no se da importancia; el pan se entrega sin presunción ni
resistencia. En esta humildad generosa concentramos la expresión de nuestro
agradecimiento a Dios. Diría que es la prosa de cada día. En cambio, el vino es
la poesía, la propina, la fiesta. Pan y agua es lo indispensable: "Son esenciales para el hombre agua y pan y casa y vestido para
cubrir la desnudez" (Eclo 29,28). A los furtivos se les ofrece lo
urgente: "Al encuentro del sediento, sacad el agua... llevadles pan a
los fugitivos" (Is 21,14). Pero cuando se agasaja o festeja a una
persona, se le ofrece pan y vino, que equivale a convite, banquete... Si al
fugitivo se le ofrece pan y agua, al vencedor, que vuelve de la batalla "Melquisedec,
rey de Salén, le ofreció pan y vino" (Gn 14,28)». Luis Alonso
Schökel (Meditaciones bíblicas sobre la Eucaristía, 64-65).
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