El pensamiento
latinoamericano frente a las crisis civilizatorias
Ingenieros,
Vasconcelos, Mariátegui
¿Hasta qué punto participa el pensamiento
latinoamericano del diálogo global sobre la crisis civilizatoria? En la
actualidad, esa participación parece ser limitada. Pero hace exactamente un
siglo, en otro contexto de trastornos mayúsculos, tres de los más importantes
intelectuales latinoamericanos se inmiscuyeron en los debates que la situación
suscitaba. En este ensayo, se reconstruye esa dimensión poco atendida del
itinerario de José Ingenieros, José Vasconcelos y José Carlos Mariátegui, en la
idea de que ese espejo puede resultar inspirador para las reflexiones que
puedan desarrollarse desde América Latina sobre la crisis global en curso.
I. En el prefacio a su reciente libro The
Crises of Civilization. Exploring Global and Planetary Histories [Las
crisis de la civilización. Explorar las historias planetaria y global], el
reconocido historiador indio Dipesh Chakrabarty sugiere que la noción de
civilización, a pesar de ser un concepto gastado y bastardeado ideológicamente,
tiene todavía un papel importante por jugar en la actualidad. En un mundo
atravesado por violencias de todo tipo y amenazado por regímenes autoritarios
de diversa naturaleza, la vieja idea proveniente de la Ilustración de poder
gozar de una vida civilizada, ordenada por relaciones basadas en la tolerancia,
el intercambio de ideas y el ejercicio público de las facultades de la razón,
debería seguir siendo un horizonte deseable para pensar la posibilidad misma de
la vida en común. Chakrabarty trae allí a colación un ensayo de 1941 de
Rabindranath Tagore titulado precisamente «The Crisis of Civilization» [La
crisis de la civilización], en el que, sobre el final de su vida, el célebre
escritor también de origen indio lamentaba el modo en que Europa había echado
por la borda las promesas iniciales de la utopía civilizatoria. La Segunda
Guerra Mundial y la barbarie nazi a la que entonces se asistía no eran las
únicas culpables de ese estado de situación; ya el imperialismo y el
colonialismo habían sido procesos que, en nombre de esos ideales civilizados,
habían esparcido violencia y dominación en todos los rincones del mundo. No
obstante, a pesar de esa historia aciaga, Tagore reconocía en la noción
ilustrada de civilización un ideal sublime, infelizmente traicionado por el
curso posterior de los acontecimientos. Dos décadas después, continúa
Chakrabarty, era Frantz Fanon, uno de los máximos exponentes intelectuales del
pensamiento anticolonial, quien retomaba el lamento de Tagore. También para él
la cultura europea había sembrado promesas emancipatorias dirigidas a erradicar
distintas formas de opresión, pero que habían naufragado por el racismo y el
colonialismo.
Tagore y Fanon coincidían entonces en ser críticos de la
tesis europea de la «misión civilizatoria», que en los hechos había funcionado
como cobertura ideológica de procesos que habían impulsado la empresa
imperialista europea produciendo injusticias y dolor en el mundo; pero se
guardaban de preservar el concepto original de civilización de sus posteriores
usos y derivas. Todavía más, llegaban a proclamar que la antorcha del horizonte
civilizatorio ilustrado concebido en Europa podía ser retomada en el mundo
poscolonial, acaso una mejor vía de realización de sus ideales de igualdad y de
libertad1.
¿Y América Latina, qué? ¿Participa el pensamiento
latinoamericano de lo que aquí me gustaría llamar «conversación global» sobre
las crisis civilizatorias? Tanto el libro de Chakrabarty como mis propios
interrogantes sobre esa materia son anteriores a la crisis mundial del
covid-19. Si la problemática del cambio climático y la emergencia internacional
de una ola de extrema derecha ya otorgaban a la época un perfil sombrío, la
pandemia desatada a comienzos de año se posicionó como un «momento global
total» (un momento sin antecedentes en cuanto a la sincronicidad planetaria del
desafío sanitario que supuso, el tenor de las respuestas epidemiológicas que
salieron a su cruce y sus efectos derivados en un rango que va de los factores
macroeconómicos a la vida doméstica de comunidades, familias e individuos), que
profundizó y dotó de facetas nuevas a la crisis civilizatoria precedente de
maneras que recién estamos comenzando a procesar. Casi de inmediato, no
obstante, comenzaron a circular elucubraciones sobre la situación excepcional
que habitamos y sus posibles derroteros futuros provenientes de algunas figuras
consagradas del pensamiento mundial. Por caso, fueron muy comentadas las
intervenciones del italiano Giorgio Agamben, el esloveno Slavoj Žižek o el coreano Byung-Chul Han. Las meditaciones
latinoamericanas, en cambio, demoraron en llegar, y cuando lo hicieron en
general ofrecieron reflexiones más modestas en relación
con la escala global de la crisis y los actuales dilemas civilizatorios.
Este ensayo se propone discutir esa presunta dificultad
del pensamiento latinoamericano para implicarse en la escena global de las
crisis. Lo hace a través de un rodeo histórico que nos sitúa en un momento
acaecido hace exactamente un siglo, a la salida de la Primera Guerra Mundial.
Es conocido que esa contienda bélica fue vivenciada como un derrumbe
civilizatorio que tanto para muchos contemporáneos como luego para los
historiadores ofició de clausura del largo siglo xix. Lo interesante es que, junto a los célebres
diagnósticos que desde esas circunstancias tematizaban una «crisis del
espíritu» –como el francés Paul Valéry– o incluso la «decadencia de Occidente»
–como el alemán Oswald Spengler–, desde América Latina algunas importantes
figuras asumieron también la tarea de pensar e intervenir sobre las mutaciones
globales que se adivinaban en esa coyuntura. El argentino José Ingenieros
(1877-1925), el mexicano José Vasconcelos (1882-1959) y el peruano José Carlos
Mariátegui (1894-1930) fueron tres de los intelectuales latinoamericanos de
mayor peso en la década de 1920. Sus respectivos perfiles, sin embargo, han
quedado en general asociados a sus naciones de origen, y a lo sumo son ubicados
en un contexto continental. Menos conocidas son sus intervenciones sobre el
teatro de la crisis mundial que sobreviene con la Guerra del 14 –y con la
Revolución Rusa como borde exterior de salida hacia la nueva era emergente–, un
doble acontecimiento que impactó decisivamente en sus itinerarios
intelectuales. El ejercicio que propone este texto busca entonces llamar la
atención sobre esa faceta que ha recibido menor atención de estas tres figuras
de relieve de la historia intelectual del continente, a la vez que alimentar un
contrapunto que –sin obviar por supuesto los contextos diferenciales que
enmarcan dos situaciones históricas separadas por un siglo de distancia–
contribuya a una evaluación de las disposiciones y posibilidades del
pensamiento latinoamericano a la hora de afrontar la crisis civilizatoria en
curso.
II. Me detengo entonces en primer lugar en José Ingenieros2. Integrante de una familia de migrantes sicilianos,
perteneció a los primeros núcleos intelectuales argentinos que no provenían de
estratos patricios o de abolengo. Siendo joven frecuentó los círculos del
modernismo literario de Ruben Darío, quien entonces vivía en Buenos Aires, y se
involucró en el socialismo, que se acababa de constituir en partido. Por
entonces abrevaba en sus vertientes de izquierda, que disonaban con el
reformismo parlamentarista del líder Juan B. Justo, y desde ese enfoque prohijó
en 1897, junto con Leopoldo Lugones, el periódico La
Montaña. Pero hacia el cambio de siglo la trayectoria de Ingenieros
experimenta importantes cambios. A partir de allí asume una perspectiva
resueltamente positivista, desde la que desarrolla una serie de estudios en
áreas como la sociología, la psiquiatría y la criminología, dominios en los que
se convierte en una figura de primera referencia. La mirada cientificista y
evolucionista que despliega entonces a menudo conectaba con una visión
darwiniana de lo social, que no lo privó del léxico de la selección natural y
hasta de entonaciones abiertamente racistas. A distancia de su socialismo
juvenilista, el prestigio que adquirió en su condición de impulsor de saberes
especializados lo proyectó a ocupar distintos cargos institucionales en los
gobiernos de la República Conservadora. Hacia 1911, sin embargo, la carrera de
Ingenieros3 dio un nuevo viraje, luego de que a instancias del
propio presidente Roque Sáenz Peña se viera inhibido de ganar un concurso de
profesor titular en la Universidad de Buenos Aires para el que era favorito.
Abandona entonces Argentina, y en 1913 compone el ensayo El
hombre mediocre, un verdadero suceso que, al tiempo que supone una
relativización del prisma positivista que hasta entonces profesaba, lo instala
como una figura de renombre continental. Allí, retomando un motivo de juventud
popularizado luego por el uruguayo José Enrique Rodó, opondrá la noción de
ideal –encarnada en individuos o minorías selectas, en general conformadas por
jóvenes– a la masa amorfa y mediocre.
La proyección latinoamericana que otorga a Ingenieros este
célebre ensayo pronto va a coincidir con la renovada atención que deposita en
sucesos de la arena internacional. Es cierto que, como señalara en su momento
Oscar Terán, aun en su etapa más acendradamente positivista el pensamiento
sobre la realidad nacional argentina fue uno de los motores del pensamiento de
Ingenieros. Desde 1915, además, se embarcará en un proyecto editorial que, ya
desde su nombre, «La cultura argentina», se propuso intervenir en el diseño del
canon de textos que debía informar el debate sobre las tradiciones y rasgos de
la cultura nacional (un propósito que sustentó también en una serie de ensayos
del periodo)4. Pero en paralelo a ello, Ingenieros será uno de los
primeros intelectuales latinoamericanos de renombre en hacerse velozmente eco
de los dos grandes procesos que en sucesión conmovieron al mundo: la Primera
Guerra Mundial y la Revolución Rusa.
En efecto, apenas desatada la contienda bélica en agosto
de 1914, el autor de El hombre mediocre publicaba en la revista Caras
y Caretas un resonante artículo titulado «El suicidio de los
bárbaros». En ese breve ensayo ubicaba ya el cataclismo que acababa de
precipitarse como un acontecimiento de profundas implicancias, que lo llevaban
a tomar franca distancia del eurocentrismo del que había hecho gala hasta
entonces: «La civilización feudal –comenzaba el texto–, imperante en las
naciones bárbaras de Europa, ha resuelto suicidarse, arrojándose al abismo de
la guerra (…) Tuvo sus glorias; las admiramos. Tuvo sus héroes; quedan en la
historia. Tuvo sus ideales; se cumplieron»5.
En verdad, tal como advertía Terán, la autoridad que
Ingenieros le confería a Europa se erosiona solo parcialmente con la guerra6. Pero el ensayo es significativo porque inaugura en la
trayectoria del intelectual argentino, y más en general en la del pensamiento
latinoamericano, un movimiento análogo al que Chakrabarty percibe en Tagore y
Fanon. «Esta crisis marcará el principio de otra era humana», sentenciaba
Ingenieros en su texto, y luego: «la actual hecatombe es un puente hacia el
porvenir»7. En esa precoz fe en el futuro se entrevé que otras
regiones del mundo podían tomar la posta de la marcha civilizatoria que había
encallado en Europa. La última etapa del itinerario intelectual de Ingenieros,
que lo muestra reconciliado con su izquierdismo de juventud, sería solidaria
con esa premisa. Porque mientras despliega allí un antiimperialismo que,
invirtiendo sus posturas de la primera década del siglo, lo lleva a simpatizar
con movimientos anticoloniales como el de Abd-el-Krim en Marruecos en su
conflicto con España y Francia, saludará en la Reforma Universitaria iniciada
en Córdoba en 1918, y mirará con entusiasmo en la Revolución Rusa comenzada un
año antes, las señales de la nueva era que había entrevisto en 1914.
Que «El suicidio de los bárbaros» hacía las veces para
Ingenieros de preludio del fenómeno bolchevique se evidencia en que es el texto
que elige para abrir la compilación en la que, bajo el significativo título
de Los tiempos nuevos, reúne en 1921 un conjunto de ensayos en
los que en años anteriores se había dedicado a escrutar las novedades que
llegaban del país de los sóviets. Esa serie se había iniciado también
precozmente en 1918. Uno de esos textos estaba dedicado a examinar la economía
de la Rusia revolucionaria; otro, a precisar el nuevo tipo de democracia que a
su juicio se estaba tejiendo allí8. Pero más allá de esas dimensiones económicas y
políticas, a Ingenieros le interesaba subrayar la trascendencia universal del
nuevo experimento. En su mirada, la Revolución Rusa había traído aparejado el
despertar de lo que denominaba «nuevas fuerzas morales», un plusvalor cultural
potencialmente reapropiable en cualquier lugar del globo.
Esa perspectiva es la que preside su ensayo «Significación
histórica del movimiento maximalista», un texto que resulta de una conferencia
que dicta en el Teatro Nuevo de Buenos Aires en noviembre de 1918. Allí, a un
año de haberse producido la toma del Palacio de Invierno, Ingenieros
hipotetizaba:
Sin mucho don profético puede preverse que ahora vendrá lo
que desde antes de la guerra se miraba como su consecuencia: una transformación
profunda de las instituciones en todos los países europeos (…) El resultado
será un bien para la humanidad, como el de la precedente Revolución Francesa
(…) Los resultados benéficos de esta gran crisis histórica dependerán, en cada
pueblo, de la intensidad con que se definan en su conciencia colectiva los
anhelos de renovación. Y esa conciencia solo puede formarse en una parte de la
sociedad, en los jóvenes, en los innovadores, en los oprimidos, pues son ellos
la minoría pensante y actuante de toda la sociedad9.
Así, para Ingenieros, la crisis civilizatoria que
sobreviene con la guerra había inaugurado una nueva era que, vista desde
América Latina, sin perjuicios inmediatos en términos de víctimas y destrucción
material, activaba como posibilidad la emergencia de las minorías portadoras de
ideales a las que se había referido en El hombre mediocre. De allí que le resultara natural
proclamar que el mensaje de renovación que la Revolución Rusa traía consigo se
continuaba en el movimiento de Reforma Universitaria, liderado por los jóvenes
idealistas que había mentado con anterioridad, y que estuvieron prestos a
concederle el título honorífico de «maestro de la juventud».
III. Ese movimiento de posta y relevo civilizatorio que se
anuncia en la estación final de la vida de Ingenieros va a encontrar una
propuesta más elaborada y original en el pensamiento del mexicano José
Vasconcelos, otro de los grandes intelectuales continentales del periodo. Su itinerario
como hombre de ideas se asocia primeramente a su actuación junto a figuras de
la talla de Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña o Antonio Caso en el grupo que
en 1909 funda el Ateneo de la Juventud, una de las instituciones de mayor
calibre en la historia cultural mexicana10. A este espacio le cupo un rol de primer orden en el
desarrollo de lo que, en un recuento de sus actividades, Henríquez Ureña
llamaba «cultura de las humanidades». Los ateneístas, en efecto, desplegaron un
amplio abanico de intereses literarios, estéticos y filosóficos, con especial
atención a las tradiciones de pensamiento que remitían a la Antigüedad clásica
y en particular a Grecia.
Como es conocido, Vasconcelos se distinguió dentro de ese
grupo por tener una activa participación política en el proceso de la
Revolución Mexicana, en primer lugar dentro de las filas acólitas a Francisco
Madero. Ese trajín le deparó la vía del exilio, primero a manos de Porfirio
Díaz y luego de Venustiano Carranza. Pero según dejaría constancia tanto
en Ulises criollo como en La tormenta –los
dos primeros tomos que integran sus voluminosas memorias–, Vasconcelos sacaría
provecho de las temporadas de destierro que transcurre en Estados Unidos, en
cuyos bien provistos museos y bibliotecas prosiguió la senda formativa que
había iniciado en el Ateneo. Al fin, tras navegar azarosamente las aventuras
que le deparó la turbulenta década de combates revolucionarios, a la caída de
Carranza en 1920 se inicia el capítulo de su itinerario que más nos interesa,
cuando es ungido primero rector de la Universidad Nacional y luego cabeza de la
Secretaría de Educación Pública (sep), la máxima cartera educativa. Son para
Vasconcelos –al decir del historiador Claude Fell en un clásico estudio– «los
años del águila», el periodo en el que, imbuido de una mixtura de misticismo
pedagógico y voluntarismo estatal, lidera campañas de alfabetización masiva e
impulsa programas culturales que dan un rostro nuevo al proceso revolucionario
y a él lo proyectan como figura de estatura continental12.
Esa faceta de adalid cultural de la Revolución Mexicana de
Vasconcelos es de sobra conocida, así como su decisivo papel en la redefinición
de la cultura popular mexicana que se opera entonces. Pero no suele tomarse en
consideración del mismo modo el hecho de que su actuación en esos años al
frente de la sep coincide
con el contexto de crisis mundial que hemos mencionado con anterioridad. En ese
sentido, quisiera recordar que la obra de Vasconcelos de esos años no se
restringe al escenario nacional en el que lleva a cabo mayormente su
desbordante labor cultural, ni tampoco incluso a los marcos latinoamericanos
más amplios a los que también se dirige y donde su prédica encuentra amplias
resonancias (como demuestra el hecho de que, análogamente a lo sucedido con
Ingenieros, los movimientos estudiantiles de países como Colombia o Perú le
otorguen también a él el título de «maestro de la juventud»)13. Además de todo ello, varias de las iniciativas que lleva
a cabo en ese periodo pueden verse como tentativas de intervenir desde América
Latina en el escenario de crisis civilizatoria que tiene lugar a la salida de
la Gran Guerra.
En efecto, en sintonía con el espíritu de tintes
mesiánicos que animaba su activismo estatal, Vasconcelos impulsa en esos años
la idea de que el continente latinoamericano está llamado a liderar un proceso
de regeneración a escala global. Como es sabido, esa tesitura encuentra su
máxima expresión en su ensayo La raza cósmica, de 1925. Modulada en clave
mítico-utópica, pero en atención a elementos de la realidad («no con fantasía
de novelista, pero sí con una intuición que se basa en los datos de la historia
y la ciencia»), la tesis de ese texto postula que Iberoamérica reúne las
mejores condiciones para tomar la posta de la «raza blanca» y conducir a la
humanidad a una síntesis cultural virtuosa, «una quinta raza universal, fruto
de las anteriores y superación de todo lo pasado»14. Vasconcelos radicalizaba así las expectativas que otros
intelectuales latinoamericanos del periodo con los que se hallaba en diálogo
cifraban en la temática del mestizaje, al atribuir a esos procesos de mezcla
propiciados desde el continente facultades palingésicas de alcance mundial15.
En rigor, esa postura había comenzado a fraguarse en su
juventud dentro de los intereses humanísticos de sus compañeros del Ateneo, a
los que Vasconcelos añade un interés propio por las culturas orientales. Pero
es a la salida de la guerra, sobre los escombros humeantes de la tragedia
precipitada por los enconos nacionales, cuando aquilata su visión del mestizaje
como vía universal de domesticación de los conflictos culturales. Así podía sugerirlo
sobre el cierre del prólogo a su libro Estudios indostánicos –fechado en San Diego en
1919–, en el que se había propuesto sintetizar años de lecturas sobre las
tradiciones culturales de la India:
Nuestra especulación metafísica hállase fatigada y necesita
el renuevo de las antiguas ideas hindúes (…) Y en ninguna parte ese
renacimiento será más fecundo que en la América Latina, y en la raza española,
raza siempre alerta para las empresas místicas. Y no solo los pueblos
hispanoamericanos, que preparan una nueva cultura: todo el pensamiento
occidental está llamado a renovarse con las influencias hindúes. Todo el
pensamiento contemporáneo ha de ir a la India en busca de las ideas esenciales
que allí han elaborado grandes espíritus. La crítica de todas esas doctrinas y
la asimilación a nuestras creencias de todo aquello que sea válido habrá de ir
constituyendo una filosofía que todos anhelamos: una
filosofía que no sea expresión de una sola raza, ni obra de una sola época,
sino resumen y triunfo de toda la experiencia humana: una filosofía mundial16.
Se observa entonces cómo la línea reflexiva que cuajará
en La raza cósmica no surge de una discusión apenas mexicana
o americana, como a menudo se piensa, sino que es más bien aguijoneada por
situaciones e intereses considerablemente más amplios (lecturas sobre la India
desde el exilio en eeuu,
con el telón de fondo de la guerra recién concluida). Esa vocación
universalista se manifestará incluso en una serie de iniciativas que
Vasconcelos despliega desde su puesto de comando en la sep. Por caso,
bajo su auspicio en 1921 se lleva a cabo en la ciudad de México el Congreso
Internacional de Estudiantes, cita emblemática de las juventudes embanderadas
en el proceso de la Reforma Universitaria iniciado en Córdoba tres años antes.
También aquí hay que puntualizar que el encuentro convocó no solamente a
delegaciones latinoamericanas, sino también de eeuu, Europa y Asia17. En sus resoluciones finales, corolario de debates en los
que la imagen ominosa de la Gran Guerra fue reiteradamente evocada, se
establecía que los allí reunidos bregarían «por cooperar, en oposición al
principio patriótico del nacionalismo, a la integración de los pueblos en una
comunidad universal»18. Un año después, Vasconcelos inauguraba el imponente
nuevo edificio de la sep,
cuyo patio principal se halla flanqueado por cuatro figuras que en conjunto
expresaban ese espíritu de convergencia intercultural: Quetzalcóatl, Bartolomé
de las Casas, Platón y Buda. A la hora de explicar las razones de esa curiosa
elección, el titular de la Secretaría señalaba que con ello quería significarse
que «en esta tierra y en esta estirpe indoibérica se han de juntar el Oriente y
el Occidente, el norte y el sur, no para chocar y destruirse, sino para
combinarse y confundirse en una nueva cultura amorosa y estética»19. Y ese mismo espíritu ecuménico es el que presidió
algunas políticas culturales emprendidas desde la sep, como las recomendaciones de aseo y de
ejercicios respiratorios destinados a la formación de maestros siguiendo
tradiciones de la India, o la selección de clásicos de la literatura de
variadas latitudes en las campañas de promoción de la lectura y el libro20.
Al publicarse en 1925, La raza cósmica es
entonces el resultado estilizado de esas inclinaciones que ya habitaban en
Vasconcelos, a la vez que la reafirmación de que Iberoamérica estaba destinada
a ocupar un lugar de vanguardia en esa labor de armonización sintética de todas
las culturas del mundo: «La ventaja de nuestra tradición es que posee mayor
facilidad de simpatía con los extraños. Esto implica que nuestra civilización,
con todos sus defectos, puede ser la elegida para asimilar y convertir a un
nuevo tipo a todos los hombres. En ella se prepara de esta suerte la trama, el
múltiple y rico plasma de la Humanidad futura»21.
Mesiánico y voluntarista, el ensayo vasconceliano será
reeditado numerosas veces y leído por generaciones que acaso hayan encontrado
su mensaje etéreo y hasta sospechoso (en vistas sobre todo de los virajes de su
autor y de sus ulteriores coqueteos con las derechas fascistas). Pero en lo
inmediato, otras voces proseguirían abonando la idea de que, frente a un
escenario que comenzaba a desbarrancar nuevamente en el precipicio que
conduciría a otra guerra mundial, América Latina podía soñarse como un
continente de paz y fraternidad, hospitalario a los influjos de todo el orbe22.
IV. El caso de Mariátegui se ubica en un lugar de un aún
mayor traccionamiento hacia las dinámicas abiertas con la crisis civilizatoria
que sobreviene con la Gran Guerra. También hay que decir que el grueso de las
lecturas de su actuación intelectual ha tendido a soslayar esa colocación, para
subrayar en cambio las coordenadas nacionales y a lo sumo latinoamericanas que
habrían marcado el pulso de su praxis23. Pero una lectura atenta de su producción revela la
centralidad indoblegable que en ella adquiere el acontecimiento doble de la
Guerra Mundial y de la Revolución Rusa, parteros ambos de un tiempo nuevo que
Mariátegui acomete desde la categoría de época, una noción
omnipresente en sus escritos. No resulta abusivo en ese sentido señalar que,
luego de haberse formado en su juventud en el ámbito de la prensa (plataforma
que tanto lo conecta con los ambientes de la bohemia literaria limeña como lo
provee de un entrenamiento como cronista del acontecer noticioso nacional y
sobre todo internacional, una de las marcas indelebles en su trayectoria), la
entera obra madura de Mariátegui –la que se abre con su viaje a Europa en 1919
y se cierra con su muerte prematura en 1930– se deja aprehender en los términos
que él mismo brindó a la hora de presentar los textos que compiló en su primer
libro, La escena contemporánea: un espectro de incursiones destinado
a ofrecer «los elementos primarios de un bosquejo o un ensayo de interpretación
de esta época y sus tormentosos problemas»24.
A los fines de este necesariamente breve avistaje
limitémonos a advertir que en Mariátegui ese esquema epocal se halla habitado
por dos almas contradictorias: la de la crisis y la de la revolución. Ambos
componentes, surgidos en la arena global de la posguerra, tienen una presencia
suficiente en sus escritos como para ingresar –a veces inadvertidamente– en sus
tematizaciones de cuestiones locales o nacionales. Ambos, además, se desgranan
en una serie de términos conexos: decadencia, crepúsculo, tramonto,
para nombrar la crisis; el alba, lo matinal, «una nueva intuición de la vida»,
para referir a todo aquello que emerge, anexado además a la emoción, al mito y
aun a una noción resemantizada de religión como modo de aludir a las
subjetividades revolucionarias (en la política, pero también en la literatura,
las artes y otras zonas de la vida moderna)25. Dentro de ese cuadrante, Mariátegui considera en
sucesivos ensayos breves una amplísima galería de aspectos y figuras de la
época, a los que inscribe alternativamente dentro de uno de esos dos campos
(como elementos vitalmente enlazados con la era de revolución mundial que se ha
abierto con el triunfo bolchevique, o como términos caducos por provenir del
mundo burgués previo a la guerra que se encuentra en irremisible ocaso)26.
Mariátegui abundó sobre ese diagrama en la serie de 18
conferencias que ofreció en la Universidad Popular González Prada de Lima en
1923 –recién regresado de su estancia de varios años en Europa–, luego
agrupadas en un volumen póstumo que recogía el título general del ciclo: Historia
de la crisis mundial. Allí, ante un rebosante auditorio de
obreros y estudiantes, se propuso escrutar las líneas de conflicto que agitaban
el convulsionado mundo de posguerra, en una clave pedagógica que buscaba a la
vez formar a sus oyentes e interpelarlos políticamente. En la primera de esas
alocuciones, publicada luego en la revista Amauta con el título de «La crisis mundial
y el proletariado peruano», Mariátegui señalaba:
En esta gran crisis contemporánea el proletariado no es un
espectador; es un actor. Se va a resolver en ella la suerte del proletariado
mundial (…) El desarrollo de la crisis debe interesar, pues, por igual, a los
trabajadores del Perú que a los trabajadores del Extremo Oriente (…) Presenciamos
la disgregación, la agonía de una sociedad caduca, senil, decrépita; y, al
mismo tiempo, presenciamos la gestación, la formación, la elaboración lenta e
inquieta de la sociedad nueva27.
En esa labor que a partir de allí encaró de distinción de
los elementos activos de la contemporaneidad de los perimidos, en una ocasión
relevante Mariátegui saldría en rescate de una tradición que, por hundir sus
raíces en el siglo xix,
a juicio de ciertas miradas se hallaba también agotada. Cuando el belga Henri
de Man publicó el sonado ensayo Au-delà du marxisme [Más allá del marxismo], en
el que buscaba mostrar el carácter obsoleto de la doctrina inspirada en Marx,
la respuesta probablemente más vigorosa que le salió al cruce provino de esa
esquina marginal del mundo que era Lima28. Y es que para Mariátegui el marxismo constituía un punto
de mira indispensable para afrontar la crisis contemporánea, tanto por su
vigencia para el análisis de las transformaciones del capitalismo como por ser
un insumo de primer orden para las multitudes revolucionarias que surcaban el
globo. También, por exhibir coetáneamente su vitalidad como corriente
intelectual. Claro que si todo eso era cierto, era porque el marxismo que
interesaba a Mariátegui, y que él mismo estaba contribuyendo a elaborar, se
quería en efecto libre de los lastres evolucionistas y racionalistas que había
arrastrado desde su proveniencia decimonónica. Y por contraste, se hallaba
rejuvenecido gracias a sus conexiones con el psicoanálisis, el surrealismo, la
tesis sobre los mitos de Georges Sorel y otros elementos de la cultura
intelectual cosmopolita de su tiempo. Solo un marxismo de ese calibre, pensaba
Mariátegui mientras colaboraba decisivamente a forjarlo, podía estar a la
altura de los combates de su tiempo.
V. De acuerdo con el somero recorrido efectuado, de
diversas maneras y con distintas intensidades, Ingenieros, Vasconcelos y
Mariátegui coincidieron en situarse dentro de la crisis que se desató con la
Primera Guerra Mundial. Aunque el principal escenario de ese cimbronazo se dio
en Europa, ya no dudan de que dadas las interconexiones producidas por la
llamada primera globalización de fines de siglo xix resulta imposible sustraerse a sus
alcances. Ingenieros juzga que la ruina de las viejas elites heredadas del siglo xix es una
oportunidad, en el mundo pero también en América Latina, de dar lugar a
minorías portadoras de ideales. Así, será partidario entusiasta tanto del
ensayo soviético como del proceso de Reforma Universitaria. Vasconcelos
considera que la crisis abre la chance de que las culturas latinoamericanas,
bajo la fórmula mítica de una «raza cósmica» plástica y hospitalaria,
favorezcan la amalgama universal virtuosa y democrática que la vieja Europa no
ha podido o no ha querido producir. Mariátegui, finalmente, apuesta con
decisión por la revolución mundial que se ha abierto con el triunfo
bolchevique, y a tal fin promueve desde la periferia latinoamericana una
renovación del marxismo que solo tendrá parangones en intelectuales como
Antonio Gramsci o Walter Benjamin.
Volviendo al inicio del texto, el propio Chakrabarty se
preguntaba hace unos años si en la actualidad resultaba posible imaginar «la
emergencia de un humanismo global enriquecido por numerosas circunstancias
particulares»29. En tiempo reciente, desde América Latina fenómenos como
el ambientalismo o los nuevos feminismos, resultantes de la praxis entrecruzada
de movimientos sociales y figuras intelectuales (como Maristella Svampa,
Alberto Acosta, Eduardo Gudynas, Rita Segato o Verónica Gago, por nombrar solo
a algunos), han ofrecido indudables aportes en esa dirección. Resta saber si
esa senda se prosigue y profundiza ante los nuevos desafíos que la crisis del
covid-19 trajo consigo.
Nota del autor: este texto es una reelaboración de una conferencia
ofrecida el 4 de marzo de 2020 en la Biblioteca Iberoamericana Octavio Paz de
la ciudad de Guadalajara. Forma parte de un proyecto de investigación que
comencé a desarrollar en una estancia en esa ciudad como fellow del Center for
Advanced Latin American Studies (CALAS).
·
1.
D. Chakrabarty: The
Crises of Civilization: Exploring Global and Planetary Histories,
Oxford UP, Nueva Delhi, 2018, pp. IX-XI.
·
2.
Para
este esbozo biográfico, me respaldo en los trabajos ya clásicos de Oscar Terán,
que siguen ofreciendo la mejor reconstrucción de la trayectoria intelectual de
Ingenieros.
·
3.
O.
Terán: José Ingenieros: pensar la nación, Alianza, Buenos
Aires, 1986, p. 36 y ss.
·
4.
Fernando
Degiovanni: Los textos de la patria. Nacionalismo, políticas culturales y
canon en Argentina, Beatriz Viterbo, Rosario, 2007, pp. 215-320.
·
5.
J.
Ingenieros: «El suicidio de los bárbaros» [1914], luego en Los
tiempos nuevos [1921], Losada, Buenos Aires, 1990, p. 11.
·
6.
O.
Terán: ob. cit., p. 73 y ss.
·
7.
J.
Ingenieros: «El suicidio de los bárbaros», cit., p. 11.
·
8.
·
9.
·
10.
·
12.
12.
C. Fell: José Vasconcelos. Los años del águila (1920-1925), UNAM,
Ciudad de México, 1989.
·
13.
·
14.
·
15.
15.
Una reconstrucción reciente de las inflexiones y préstamos que en sede
intelectual rodearon la cuestión del mestizaje puede hallarse en Alejandra
Mailhe: «El mestizaje en América Latina durante la primera mitad del siglo xx»
en Antítesis vol. 12 No 24, 2019.
·
16.
·
17.
·
18.
«Resoluciones
del Congreso Internacional de Estudiantes reunido en México» en Gabriel del
Mazo (comp.): La Reforma Universitaria. Documentos relativos a su propagación en
América (1918-1927), Gleizer, Buenos Aires, 1927, p. 75.
·
19.
J.
Vasconcelos: «Discurso pronunciado en la inauguración del nuevo edificio de la
Secretaría» en Discursos (1920-1950), Botas, Ciudad de México, 1950, p.
40.
·
20.
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21.
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22.
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23.
Por
supuesto, con varias excepciones. Por ejemplo, Ricardo Melgar Bao: Mariátegui,
Indoamérica y las crisis civilizatorias de Occidente, Amauta, Lima,
1995.
·
24.
·
25.
·
26.
M. Bergel: «José Carlos Mariátegui
and the Russian Revolution: Global Modernity and Cosmopolitan Socialism in
Latin America» en South Atlantic Quarterly vol. 116 No 4,
2017.
·
27.
·
28.
Se
trató de una respuesta orquestada en una saga de ensayos que vio la luz en 1928
y 1929 en Amauta y que Mariátegui tenía lista para publicar bajo el
título de Defensa del marxismo cuando lo sorprendió la
muerte.
·
29.
D.
Chakrabarty: El humanismo en la era de la globalización, Katz,
Buenos Aires, 2009, p.
https://www.nuso.org/articulo/el-pensamiento-latinoamericano-frente-las-crisis-civilizatorias/
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