San
Atanasio
Obispo de Alejandría; confesor y doctor
de la Iglesia; nació cerca del año 296; murió el 2 de mayo de
373. Atanasio fue el máximo paladín de la creencia católica en el tema de la Encarnación que la Iglesia haya conocido jamás, y durante su vida se ganó el
título característico de "Padre de la Ortodoxia", por el cual se ha distinguido desde entonces.
Mientras que la cronología de su carrera permanece aún, en su mayor parte, como un
problema desesperadamente intrincado, el material más completo para un recuento
de los principales logros de su vida se encuentra en la compilación de sus
obras y en los registros contemporáneos de su época. Nació, al parecer, en Alejandría, muy probablemente entre los años 296 y 298. A veces se
asigna una fecha anterior, 293, como el año más seguro de su nacimiento; y está
apoyada aparentemente por la autoridad del "Fragmento Copto"
(publicado por el Dr. O. Von Lemm en las Mémoires de l'académie impériale des
sciences de S. Péterbourg, 1888) y corroborada por la indudable madurez de
juicio que se revela en los dos tratados "Contra Gentes" y "De
Incarnatione", que ciertamente fueron escritos alrededor del 318, antes de
que el arrianismo se hiciera sentir como movimiento. Debe recordarse, sin
embargo, que en dos pasajes distintos de sus escritos (Hist. Ar., LXIV, y De
Syn., XVIII) Atanasio se abstiene de hablar como testigo presencial de la persecución que se desató bajo Maximiano en el 303, pues al referirse a los acontecimientos de
este período no invoca directamente sus propios recuerdos personales, sino que
se apoya, más bien, en la tradición. Tal reserva sería difícilmente
comprensible si, basándose en la hipótesis de la fecha temprana, el santo hubiese sido un niño de diez años cumplidos. Además,
debe haber habido algún viso de fundamento fáctico en el cargo que, en su vida
posterior, lanzaron contra él sus acusadores (Índice de las Cartas Festivas) de
que, en el momento de su consagración al episcopado, en el 328, no había alcanzado la edad
canónica de treinta años. Estas consideraciones, por ende, si bien no son
enteramente convincentes, parecieran hacer más posible que naciera no antes del
296 ni después del 298.
Es imposible hablar más que en conjeturas
acerca de su familia. Sobre la pretensión de que ésta era prominente y acomodada, sólo
podemos observar que la tradición a ese efecto no se contradice con los escasos
detalles que pueden recogerse en los escritos del santo. Estos escritos
indudablemente suministran evidencias acerca de la educación que se le daba, en gran medida, sólo a los
niños y jóvenes de clases altas. Comenzaba con la gramática, seguía con la
retórica, y recibía sus toques finales bajo alguno de los más populares
conferencistas en las escuelas de filosofía. Es posible, desde luego, que debiera su notable
formación en letras al favor de su santo predecesor, si no a su cuidado
personal. Pero Atanasio era una de esas raras personalidades que deriva
incomparablemente más de sus propias dotes naturales de intelecto que de la aleatoriedad de la descendencia o del
entorno. Su carrera casi personifica una crisis en la historia del cristianismo, y puede decirse de él que más bien dio forma a
los acontecimientos en que tomó parte en lugar de ser moldeado por ellos.
No obstante sería engañoso sugerir que no fue
en ningún sentido notable un deudor a su época y lugar de nacimiento. La
Alejandría de su mocedad era un epítome, intelectual, moral y políticamente, de
ese étnicamente policromo mundo greco-romano en el que la Iglesia de los siglos
IV y V estaba comenzando, por fin, con conciencia imperturbada, después de casi
trescientos años de propagandismo incansable, a percibir claramente su
supremacía. Era, además, el más importante centro de comercio en todo el
imperio, y su primacía como emporio de ideas era mayor que el de Roma o
Constantinopla, Antioquia o Marsella.
Ya en ese entonces, en obediencia a un instinto cuyo completo significado difícilmente se puede
determinar sin estudiar el desarrollo subsecuente del catolicismo, su famosa
"Escuela catequística", sin sacrificar una jota o título o esa
pasión por la ortodoxia que había asimilado de Panteno, Clemente y Orígenes, había
comenzado a asumir un carácter casi secular en la amplitud
de sus intereses, y había contado con paganos influyentes entre sus serios oyentes (Eusebio, Hist. Eccl.,
VI.19).
Haber nacido y haberse criado en tal
atmósfera de cristianismo filosofante era, a pesar de los peligros que
implicaba, la más oportuna y la más liberal de las educaciones; y hay, como
hemos indicado, abundante evidencia en las escrituras del santo que testifican
la pronta respuesta que todas las mejores influencias del lugar deben haber
encontrado en el corazón y la mente del muchacho en desarrollo. Atanasio
parece haber sido puesto, desde pequeño, bajo la supervisión inmediata de
las autoridades eclesiásticas de su
ciudad natal. No tenemos forma de determinar si su larga familiaridad con el
obispo Alejandro comenzó
en la niñez, pero Rufino ha conservado para nosotros una historia que pretende
describir las circunstancias de su primera presentación a ese prelado (Hist. Ecl., I, XIV).
La historia dice así: El obispo había
invitado a cierto número de hermanos prelados a encontrarse con él en un
desayuno después de una gran función religiosa en el aniversario del martirio de San Pedro, un predecesor
reciente en la Sede de Alejandría. Mientras
Alejandro estaba asomado a una ventana esperando que llegaran sus invitados,
miraba a un grupo de niños que jugaban a la orilla del mar, bajo la casa. No
los había observado por mucho tiempo cuando descubrió que estaban imitando, a
todas luces sin propósito de irreverencia, el elaborado ritual del bautismo cristiano. (Cf. Bunsen, "El Cristianismo y
la Humanidad", Londres, 1854, VI, 465; Denzinger,
"Ritus Orientalium" in verb.; Butler, "Iglesias Coptas
Antiguas", II, 268 et sgg.; "Bapteme chez les Coptes",
"Dicc. Teol. Cat.", Col. 244, 245). Mandó a llamar a los niños y
traerlos a su presencia. En la investigación que siguió, se descubrió que uno
de los niños, que no era otro que el futuro Primado de Alejandría, había actuado en el papel de
obispo, y que, en ese papel, había bautizado de hecho a varios de sus
compañeros en el curso del juego. Alejandro, que parece haber estado
inexplicablemente perplejo por las respuestas que recibió a sus indagaciones,
determinó que los bautismos simulados fueran reconocidos como genuinos; y
decidió que Atanasio y sus compañeros de juego recibieran instrucción que los
hiciera aptos para una carrera eclesiástica.
Los Bolandistas han tratado seriamente esta historia, y
escritores tan difíciles de satisfacer como el Archidiácono Farrar y el finado
Decano Stanley se muestran dispuestos a aceptarla como portadora, a primera
vista, de "todo indicio de verdad" (Farrar, "Vidas de los Padres", I, 337;
Stanley, "East. Ch.", 264). Pero, bien sea en esta forma, o en la
versión modificada que se encuentra en Sócrates (I, XV), quien omite toda referencia al bautismo
y dice que el juego era "una imitación del sacerdocio y el orden de las personas consagradas", la historia plantea cierto
número de dificultades cronológicas y sugiere cuestiones aún más graves.
Quizás una explicación plausible de su origen
pueda encontrarse en la teoría de que se trataba de uno de los muchos mitos en
circulación iniciados por la imaginación popular para explicar el marcado sesgo hacia
una carrera eclesiástica que parece haber caracterizado la temprana infancia
del futuro campeón de la fe. Sozomeno habla
de su "idoneidad para el sacerdocio", y llama la atención sobre la
significativa circunstancia de que "desde sus más tiernos años fue
prácticamente autodidacta". "No mucho después de esto", añade la
misma autoridad, el obispo Alejandro "invito a Atanasio a ser su comensal
y secretario. Había sido bien educado, y era versado en gramática y retórica,
y, siendo aún un joven y antes de alcanzar el episcopado, ya había dado pruebas de su sabiduría y discernimiento a aquellos que
convivieron con él" (Soz., II, XVII).
Esa "sabiduría y discernimiento" se
manifestaron en diversos ambientes. Siendo aun un levita bajo el cuidado de
Alejandro, parece haber mantenido relaciones cercanas con algunos de los
solitarios del desierto egipcio, y en
particular con el gran San Antonio, cuya vida se dice que
escribió. La evidencia de la familiaridad y la autoría de la biografía en
cuestión han sido cuestionadas, principalmente por escritores no católicos, con
base en que la famosa "Vita" muestra signos de interpolación.
Independientemente de lo que podamos pensar de los argumentos sobre el tema, es
imposible negar que la idea monástica atrajo fuertemente al temperamento del
joven clérigo, y que él mismo, en años posteriores, no sólo se
sentía cómodo cuando el deber o el accidente lo llevaban a estar
entre los solitarios, sino que era tan disciplinado monásticamente en sus
hábitos que se hablaba de él como de un "asceta" (Apol. C. Arian., VI). En el uso que se le daba
en el siglo IV, la palabra tendría una rotundidad de connotación no fácilmente
determinable hoy en día.
No sorprende que alguien que estaba llamado a
ocupar un lugar tan grande en la historia de su tiempo deba haber dejado impresa
la forma y rasgos de su personalidad, por así decirlo, en la imaginación de sus
contemporáneos. San Gregorio Nacianceno no
es el único escritor que nos lo ha descrito (Orat. XXI, 8). Una frase
despectiva del Emperador Juliano (Epist., LI) sirve, sin proponérselo, para
corroborar la imagen dibujada por observadores más amables. Su estatura estaba
por debajo de la media, era de complexión enjuta, pero recia, e intensamente
enérgico. Tenía la cabeza finamente formada, realzada con una delgada capa de
cabello castaño, una boca pequeña pero delicadamente expresiva, una nariz
aguileña, y ojos de brillo intenso pero bondadoso. Tenía viveza de ingenio, era
rápido en intuición, fácil y afable en sus maneras,
agradable en la conversación, agudo y quizás un tanto demasiado pródigo en el
debate.
Además de estas cualidades, era notorio por
otras dos cualidades de las que incluso sus enemigos dan testimonio involuntario.
Estaba dotado de un sentido del humor que podía ser tan mordaz---casi diríamos
sardónico---como parece haber sido espontáneo e inalterable; y su fortaleza era de la que nunca titubea, aun en la más
descorazonadora hora de derrota. Hay otra nota en esta altamente dotada y
polifacética personalidad a la que todo lo demás en su naturaleza auxiliaba, y que debe mantenerse siempre en
mente si queremos poseer la clave de su carácter y escritos, y comprender el extraordinario
significado de su carrera en la historia de la Iglesia Cristiana. No era, por
instinto, ni un liberal ni un conservador en teología. De hecho, estos términos son singularmente
inapropiados al aplicarse a un temperamento como el suyo. Desde el principio
hasta el fin le importó enormemente una y solo una cosa: la integridad de su
credo católico. La religión que engendraba en él era
obviamente---considerando los rasgos mediante los cuales hemos tratado de
describirlo---de un tipo apasionado y arrollador; comenzaba y terminaba en la
devoción a la Divinidad de Jesucristo. Apenas entraba en sus veintes, y desde luego no
era más que un diácono, cuando publicó dos tratados, en
los que su mente parecía hacer sonar la nota clave de todos sus posteriores y
más maduros pronunciamientos sobre el tema de la fe católica. "Contra
Gentes" y "Oratio de Incarnatione"---para darles las
denominaciones latinas con las que son más comúnmente citadas---fueron escritos
entre los años 318 y 323. San Jerónimo (De Viris Illust.) se refiere a ellos, bajo
un título común, como "Adversum Gentes Duo Libri", dejando a
sus lectores inferir la impresión, que un análisis de los contenidos de ambos
libros ciertamente parece justificar, de que ambos tratados son en realidad uno
solo.
Como un alegato de la posición cristiana,
dirigido principalmente tanto a gentiles como a judíos, la apología del joven diácono, si bien indudablemente
recuerda en métodos e ideas a Orígenes y los primeros alejandrinos, es, sin
embargo, fuertemente individual y casi pietista en el tono. Aunque trata de la
Encarnación, permanece silente en la mayoría de esos problemas ulteriores en
defensa de los cuales Atanasio iba a ser pronto convocado, por la fuerza de los
eventos y el fervor de su propia fe, para dedicarles las mejores energías de su
vida. La obra no contiene ninguna discusión explícita de la naturaleza de la
Filiación del Verbo, por ejemplo; ningún intento de delinear el carácter de la
relación de Nuestro Señor con el Padre; nada, en suma, de aquellas
cuestiones cristológicas sobre las cuales iba a
hablar con tan espléndida y valiente claridad en tiempos de formulaciones
cambiantes y opiniones sin definir.
No obstante, esas ideas deben haber estado en
el aire (Soz., I, XV) pues, entre los años 318 y 320, Arrio,
un nativo de Libia (Epifanio, Her., LXIX) y sacerdote de la Iglesia de Alejandría, que ya había sido
censurado por su participación en los problemas melecianos que
brotaron durante el episcopado de San Pedro, y cuyas enseñanzas habían tenido
éxito al hacer peligrosos progresos aun entre las "vírgenes consagradas" de la sede de San Marcos (Epif.,
Her., LXIX; Sócrates, Hist. Ecl., I.6), acusó al obispo Alejandro de sabelianismo.
Arrio, quien parece haber abusado de la tolerancia caritativa
del primado, fue, a la larga, depuesto (Apol. C. Ar., VI) en un sínodo constituido por más de cien obispos de Egipto y
Libia (Depositio Ar., 3). El heresiarca condenado se retiró primero a Palestina
y luego a Bitinia, donde, bajo la protección de Eusebio de Nicomedia y
sus "Colucianistas", pudo incrementar su ya notoria influencia,
mientras sus amigos se esforzaban en preparar el camino para su reinstalación
forzosa como sacerdote de la Iglesia de Alejandría. Atanasio, aunque era sólo
un diácono, no debe haber tenido un papel subordinado en estos eventos. Él era
el secretario de confianza y consejero de Alejandro, y su nombre aparece en la
lista de aquellos que firmaron la carta encíclica emitida posteriormente por el
primado y sus colegas para contrarrestar el creciente prestigio de la nueva
enseñanza y el impulso que estaba comenzando a adquirir debido al ostentoso patrocinio
que extendía al depuesto Arrio la facción de Eusebio. De hecho, es a este
partido y a la influencia que fue capaz de ejercer en la corte del emperador,
que parece deberse principalmente la subsecuente importancia del arrianismo como un movimiento político, más que
religioso.
La herejía, por supuesto, tenía su base presuntamente filosófica,
que los autores antiguos y modernos han adscrito a las fuentes más
opuestas. San Epifanio lo caracteriza como un
tipo de aristotelismo redivivo (Haer., LXVII
y LXXVI); y Sócrates prácticamente sostiene esa misma opinión (Hist. Eccl.,
II.35), Teodoreto (Haer. Fab., IV, III) y San Basilio (Adv.
Eunom., L, IX).
Por otra parte, un teólogo tan ampliamente
leído como Petavio (De Trin., I, VIII, 2) no
duda en derivarlo del platonismo; John Henry Newman, por su parte (Arrianos del Siglo Cuarto., 4
ed., 109), ve en él la influencia de los prejuicios judíos racionalizados
mediante la ayuda de ideas aristotélicas; mientras que Robertson (Sel. Writ.
And Let. Of Ath. Proleg., 27) observa que la "teología común", que
invariablemente se le oponía, "tomaba prestados sus principios y método
filosóficos de los platónicos." Estas declaraciones aparentemente
conflictivas pueden, sin duda, ajustarse fácilmente; pero la verdad es que el
prestigio del arrianismo nunca descansó en sus ideas. Cualquiera que sea
la escuela de la
que se derivó lógicamente, la secta, en tanto secta,
fue acunada y alimentada en la intriga. Salvo en algunos pocos ejemplos, que
pueden explicarse sobre bases muy distintas, sus profetas se apoyaron
más en la influencia curial que en la piedad, o el conocimiento de las Escrituras o la dialéctica. Esto debe tenerse siempre en
mente, si no queremos movernos distraídamente a través del desconcertante
laberinto de eventos que configuran la vida de Atanasio en el siguiente medio
siglo. Es su mérito peculiar que no sólo viera el decurso de las cosas desde el
puro principio, sino que se mantuviera confiado sobre el tema hasta el final
(Apol. C. Ar., C.). Su visión y valentía se mostraron como un baluarte de la Iglesia
Cristiana en el mundo casi tan eficiente como su singularmente lúcida
comprensión de la creencia tradicional católica. Su oportunidad llegó en el año
325, cuando el Emperador Constantino el Grande, con
la esperanza de poner fin a los escandalosos debates que estaban perturbando la paz de la
Iglesia, se reunió con los prelados de todo el mundo Católico reunidos en
el Primer Concilio de Nicea.
El gran concilio convocado en esta coyuntura
fue algo más que un evento fundamental en la historia del cristianismo. Su
repentina y, en cierto sentido, casi impremeditada adopción de un término casi
filosófico y no perteneciente a las Escrituras---homoousion---para expresar el carácter de creencia ortodoxa en
la Persona del Cristo histórico, al definirlo como idéntico en sustancia, o
coesencial, con el Padre, junto con su confiado llamamiento al emperador para
prestar la sanción de su autoridad a los decretos y pronunciamientos, mediante la cual esperaba
salvaguardar esta más explícita profesión de la antigua fe, tuvieron
consecuencias de la más grave importancia, no sólo para el mundo de las ideas
sino también para el mundo de la política.
Mediante la promulgación oficial del término homoöusion, la
especulación teológica recibió un nuevo pero sutil impulso que se hizo sentir
mucho después de que Atanasio y sus seguidores murieran; mientras que la
invocación al brazo secular inauguró una política que permaneció prácticamente
inalterada en su alcance hasta la publicación de los decretos Vaticanos de nuestro
tiempo. En un sentido, y uno muy profundo y vital, tanto la definición como la
política eran inevitables.
Era inevitable en el orden de las ideas
religiosas que cualquier ruptura en la continuidad lógica debía encontrarse con
el cuestionamiento y la protesta. Era igual de inevitable que la protesta, para
ser efectiva, debía recibir alguna aprobación de un poder que, hasta ese
momento, se había abocado a regular las circunstancias más graves de la vida
(cf. Harnack, Hist. Dog., III, 146, nota; tr. Buchanan).
Como señaló Newman: "La Iglesia no podía
unirse como una sola sin entrar en alguna suerte de negociación con los poderes
que fuesen; cuyos celos es deber de los cristianos, en tanto individuos y en
tanto cuerpo, si es posible, disipar" (Arrianos del siglo cuarto, 4 ed.,
241). Aunque todavía no había sido ordenado sacerdote,
Atanasio acompañó a Alejandro al concilio en calidad de secretario y consejero teológico.
Él no fue, por supuesto, el creador del famoso homoösion. El término había sido
propuesto, en un sentido dudoso e ilegítimo, por Pablo de Samosata a los padres de Antioquía, y había sido rechazado por éstos por su regusto a
concepciones materialistas de la Divinidad (cf. Atan., "De Syn.,"
XLIII; Newman, "Arrianos del Siglo Cuarto", 4 ed., 184-196; Petavio
"De Trin.," IV, v, secc. 3; Robertson, "Sel. Writ. And Let.
Athan. Proleg.", 30 ss).
Puede incluso cuestionarse si, dejado a sus
propios instintos, Atanasio habría sugerido del todo un reavivamiento ortodoxo
del término en absoluto ("De decretis", 19; "Orat. C. Ar.",
II, 32; "Ad Monachos", 2). Sus escritos, compuestos durante los
cuarenta y seis críticos años de su episcopado, muestran un uso muy escaso del
término; y aunque, como Newman nos recuerda (Arrianos del Siglo Cuarto, 4 ed.,
236), no existe "el relato auténtico de las sesiones" realizadas, hay
sin embargo evidencia abundante para apoyar la opinión común de que había sido
inesperadamente impuesto a la atención de los obispos, arrianos y ortodoxos, en
el gran sínodo por la propuesta de Constantino de considerar el credo propuesto
por Eusebio de Cesárea, con la
adición del homoösion, como salvaguarda ante posibles vaguedades. La sugerencia
habría venido, con toda probabilidad, de Hosio de Córdoba (cf.
Epist. Eusebii.", en el apéndice al "De Decretis", secc. 4;
Soc., "Hist. Ecl.", I.8 y III.7; Teodoreto "Hist. Ecl.", I,
Atan.; "Arrianos del Siglo Cuarto", 6, n.42; outos ten en Nikaia
pistin exetheto, dice el santo, citando a sus oponentes); pero Atanasio, de
acuerdo con los líderes del partido ortodoxo, lealmente aceptó el término como
expresión del sentido tradicional en el que la Iglesia había sostenido siempre
que Jesucristo es el Hijo de Dios. Las notorias habilidades desplegadas en los
debates nicenos y la reputación de valentía y sinceridad que se ganó en todos
los bandos, hicieron del joven clérigo un hombre marcado de ahí en adelante
(San Greg. Nac., Orat., 21). Su vida no podía transcurrir en un rincón. Cinco meses
después de la clausura del concilio, moría el Primado de Alejandría; y Atanasio
fue escogido para sucederle, tanto en reconocimiento a su talento como, parece
ser, en deferencia a los deseos manifestados en su lecho de muerte por el
finado prelado. Su elección, a pesar de su extrema juventud y la
oposición de un vestigio de las facciones arriana y meleciana en la Iglesia de
Alejandría, fue bien recibida por todas las clases entre el laicado ("Apol.
C. Arian.", VI; Soz., "Hist. Eccl.", II.17, 21, 22).
Los primeros años del gobierno del santo estuvieron
ocupados por la habitual rutina episcopal de un obispo egipcio del siglo IV. Visitas episcopales, sínodos, correspondencia pastoral, prédicas y la ronda anual
de funciones eclesiásticas consumían el grueso de su tiempo. Los únicos eventos
dignos de mención, de los cuales la antigüedad suministra cuando menos datos
probables, están ligados a los exitosos esfuerzos que hizo para dotar de
una jerarquía a la recién fundada iglesia
de Etiopía (Abisinia)
en la persona de San Frumencio (Rufino I, IX; Sócrates I, XIX; Sozomeno II,
XXIV) y la amistad que parece haber comenzado en esta época entre él y
los monjes de San Pacomio. Pero las semillas del desastre que la piedad del santo
había plantado sin titubear en Nicea estaban
comenzando finalmente a generar una inquietante cosecha. Ya estaban sucediendo
eventos en Constantinopla que iban a convertirlo
en la figura más importante de su tiempo.
Eusebio de Nicomedia, que
había caído en desgracia y había sido desterrado por el Emperador Constantino
por su participación en las primeras controversias arrianas, había sido llamado del exilio. Tras una hábil
campaña de intriga, llevada a cabo principalmente mediante el papel decisivo de
las mujeres de la casa imperial, este prelado de suaves modales prevaleció sobre Constantino
hasta tal punto que lo indujo a ordenar la llamada de Arrio igualmente
del exilio.
El mismo envió una característica carta al
joven primado de Alejandría, en la que manifestaba su favor hacia el condenado
heresiarca, quien fue descrito como un hombre cuyas opiniones habían sido
tergiversadas. Estos eventos deben haber sucedido alrededor de finales del año
330. Finalmente, el mismísimo emperador fue persuadido para escribir a
Atanasio, urgiéndole a que todos aquellos que estuvieran dispuestos a someterse
a las definiciones de Nicea deberían ser readmitidos a la comunión
eclesiástica. Atanasio se opuso resueltamente a hacer esto, alegando que no
podía haber sociedad entre la Iglesia y quien negaba la divinidad de Cristo.
El Obispo de Nicomedia presentó
entonces varios cargos eclesiásticos y políticos contra Atanasio, los cuales,
aun cuando fueron refutados sin lugar a dudas en su primera audiencia, fueron
posteriormente reformulados y puestos a servir casi en cada etapa de sus
subsecuentes juicios. Cuatro de estos cargos eran muy precisos, a saber: que no
había alcanzado la edad canónica al momento de su consagración; que le había impuesto a las provincias un impuesto
sobre el lino; que sus oficiales habían profanado, con su connivencia y
autoridad. Los Sagrados Misterios en el caso de un supuesto sacerdote llamado
Isquiras; y finalmente, que había ejecutado a un tal Arenio y posteriormente
desmembrado el cuerpo con propósitos de magia.
La naturaleza de los cargos y el método de
sustentación de los mismos fueron vívidamente característicos de la época. El
estudiante curioso los encontrará expuestos con pintoresco detalle en la
segunda parte de la "Apología", o "Defensa contra los
Arrianos", del santo, escritas mucho después de los eventos mismos,
alrededor del año 350, cuando la retractación de Ursacio y Flavio Valente hizo que su publicación fuera
triunfantemente oportuna.
Toda esta triste historia, desde nuestra
época, se lee en parte más como un ejemplo de la novela griega tardía que como
la narración de una inquisición seriamente conducida por un sínodo de
prelados cristianos con la idea de
llegar a la verdad de una serie de odiosas acusaciones formuladas
contra uno de sus miembros. Convocado por la orden del Emperador tras
prolongadas demoras que se extendieron por un período de treinta meses (Soz.,
II, XXV), Atanasio consintió finalmente en enfrentar los cargos lanzados contra
él y compareció a un sínodo de prelados en Tiro en el año
335. Cincuenta de sus sufragáneos fueron con él para reivindicar su buen
nombre, pero la conformación del grupo rector del sínodo hacía evidente que
la justicia hacia el acusado era lo último en lo que se
pensaba. Difícilmente puede extrañarnos que Atanasio hubiera rehusado a ser
juzgado por tal tribunal. Por lo tanto, se marchó repentinamente de Tiro,
escapando en un bote con algunos amigos fieles, que lo acompañaron hasta
Bizancio, donde había tomado la determinación de presentarse al emperador.
Las circunstancias en las que el santo y el
gran catecúmeno se encontraron fueron
bastante dramáticas. Constantino regresaba de una cacería cuando Atanasio,
repentinamente, se le atravesó en medio del camino y solicitó una audiencia. El
asombrado emperador apenas podía dar crédito a sus ojos, y requirió de la
confirmación de uno de los asistentes para convencerle de que el peticionario
no era un impostor sino el mismísimo Obispo de Alejandría.
"Concededme", dijo el prelado, "un tribunal justo, o permítaseme
encontrarme con mis acusadores, cara a cara, en vuestra presencia." Su
solicitud fue otorgada. Se envió una orden perentoria a los obispos que habían
juzgado y, por supuesto, condenado a Atanasio en ausencia, para que se
presentaran inmediatamente en la ciudad imperial. La orden les llegó mientras
iban de camino a la gran fiesta de la
dedicación de la nueva iglesia de Constantino en Jerusalén.
Naturalmente, causó alguna consternación,
pero los más influyentes miembros de la facción eusebiana nunca
carecieron de valor o ingenio. Se le tomó la palabra al santo, y los viejos
cargos fueron renovados ante el mismísimo emperador. Atanasio fue condenado a
ir al exilio en Treves, donde fue recibido con la máxima afabilidad por el
santo Obispo Máximo y el hijo mayor del emperador, Constantino. Comenzó su
viaje probablemente en el mes de febrero del 336 y llegó a orillas del Mosela a
finales del otoño del mismo año. Su exilio duró casi dos años y medio. La
opinión pública en su propia diócesis permaneció leal a su persona durante todo este
tiempo. No es el menos elocuente testimonio de la valía esencial de su carácter
el que fuera capaz de inspirar tal fe.
El tratamiento dado por Constantino a Atanasio en esta crisis de su fortuna ha
sido siempre difícil de comprender. Fingiendo, por un lado, una muestra de
indignación, como si creyera realmente en el cargo político lanzado contra él,
se rehusó, por otro lado, a nombrar un sucesor en la Sede de Alejandría, algo
que, para ser consistente, podía haberse visto obligado a hacer si hubiera tomado seriamente los
procedimientos de condena llevados a cabo por los eusebianos en Tiro.
Mientras tanto, habían ocurrido
acontecimientos de la máxima importancia. Arrio había muerto en circunstancias
sorprendentemente dramáticas en Constantinopla en el 336; y le había seguido la
muerte del propio Constantino, el 22 de mayo del año siguiente. Unas tres
semanas después, el joven Constantino invitó al prelado exiliado a regresar a
su sede, y a finales de noviembre del mismo año Atanasio se estableció
nuevamente en su ciudad episcopal, lo cual motivó gran regocijo. La gente, como
él mismo nos cuenta, acudió en multitudes a verlo en persona; las iglesias se
entregaron a una especie de jubileo, se ofrecieron acciones de gracias en todas
partes; y el clero y los liacos consideraron el día como el más feliz de sus vidas.
Pero ya se estaban fraguando problemas allí
donde el santo podía razonablemente haberlos esperado. La facción eusebiana,
que de aquí en adelante se destacan ampliamente como los perturbadores de su
paz, logró ganar para su bando al indeciso emperador Constancio, a quien se le
había asignado el Oriente en la división del imperio que siguió a la muerte de
Constantino. Los viejos cargos fueron renovados con una aún más grave acusación
eclesiástica a guisa de cláusula adicional. Atanasio había ignorado la decisión
de un sínodo debidamente autorizado. Había regresado a su sede sin haber sido
convocado por una autoridad eclesiástica (Apol. C. Ar., loc. Cit.). En el año
340, tras el fracaso de los disgustados eusebianos para asegurarse el
nombramiento de un candidato arriano de dudosa reputación llamado Pisto,
el notorio Gregorio de Capadocia fue impuesto a la fuerza en
la sede de Alejandría, y Atanasio fue obligado a ocultarse. En espacio de pocas
semanas se dirigió a Roma para exponer su caso ante la Iglesia
en general. Había apelado al Papa Julio (337-352), quien adoptó su causa con una dedicación
que nunca vaciló hasta el día de la muerte de ese santo pontífice. El Papa
convocó un sínodo de obispos que se reuniría en Roma. Tras un cuidadoso y
detallado examen de todo el caso, se proclamó la inocencia del primado a toda
la cristiandad.
Mientras tanto, el partido eusebiano se había
reunido en Antioquia y había aprobado una serie de decretos elaborados con el solo propósito de evitar el
regreso del santo a su sede. Éste pasó tres años en Roma, durante los cuales la
idea de la vida cenobítica, tal y como Atanasio la había visto practicar en
los desiertos de Egipto, se predicó a
los clérigos de Occidente (San Jerónimo, Epístola CXXVII, 5). Dos años después que el
sínodo romano publicó sus decisiones, Atanasio fue convocado a Milán por el Emperador
Constante, quien le expuso el plan que Constancio había diseñado para una gran
unión de las Iglesias Oriental y Occidental. Comenzó entonces una época de extraordinaria
actividad para el santo. A principios del año 343 encontramos al impávido
exiliado en la Galia, a donde había ido
para consultar al santo Hosio de Córdoba, el gran
paladín de la ortodoxia en Occidente. Ambos
partieron juntos al Concilio de Sárdica, que
había sido convocado en deferencia a los deseos del Romano Pontífice. En esta
gran reunión de prelados, el caso de Atanasio fue abordado una vez más, y una
vez más se reafirmó su inocencia. Se prepararon dos cartas conciliares, una
dirigida al clero y los fieles de Alejandría, y la otra a los
obispos de Egipto y Libia, en las que se dio a conocer el deseo del Concilio.
Mientras tanto, el partido eusebiano se había
ido a Filipópolis, desde donde emitieron un anatema contra Atanasio y sus seguidores. La persecución contra el partido ortodoxo brotó con renovado
vigor, y se indujo a Constancio a preparar medidas drásticas contra Atanasio y
los sacerdotes que le eran fieles. Se dieron órdenes de matar al santo
si intentaba entrar nuevamente a su sede. Atanasio, en consecuencia, se retiró
de Sárdica a
Naisus, en Misia, donde celebró el festival de la Pascua del año 344. Después partió para Aquileia,
obedeciendo una convocatoria amistosa de Constante, a quien le había
correspondido Italia en la
división del imperio que siguió a la muerte de Constantino. Mientras tanto,
había sucedido un evento inesperado que hizo el retorno de Atanasio a su sede
más fácil de lo que había parecido durante meses. Gregorio de Capadocia había
muerto (probablemente en forma violenta) en junio del 345. La embajada que había sido enviada
por los obispos de Sárdica al Emperador Constancio, y que había sido recibida
inicialmente con el más insultante de los tratamientos, recibió ahora una
audiencia favorable. Constancio fue inducido a reconsiderar su decisión, debido
a una amenazadora carta de su hermano Constante y a las condiciones de
incertidumbre de los asuntos en la frontera con Persia, por lo que optó por
ceder. Pero se requirieron tres cartas distintas para vencer la natural duda de
Atanasio. Pasó rápidamente de Aquileia a
Tréveris, de Tréveris a Roma y de Roma, por la ruta del norte, a Adrianópolis y
Antioquía, donde se encontró con Constancio. El vacilante emperador le concedió
una cortés entrevista, y lo envió de vuelta triunfante a su sede, donde comenzó
su memorable reinado de una década, que duró hasta su tercer exilio, el del
356.
Estos fueron años plenos en la vida del
obispo, pero las intrigas del bando eusebiano, o de la Corte, pronto se
reiniciaron. El Papa Julio había muerto en el mes de abril de 352, y el Papa Liberio lo había sucedido como Sumo Pontífice.
Durante dos años Liberio había sido favorable a la causa de Atanasio, pero,
enviado finalmente al exilio, fue inducido a firmar una fórmula ambigua de la que
la gran prueba de Nicea, el homoöusion, había
sido intencionalmente omitida. En el 355 se llevó a cabo un concilio en Milán,
en el que, pese a la vigorosa oposición de un puñado de prelados leales entre
los obispos occidentales, se anunció al mundo una cuarta condena de Atanasio.
Con sus amigos dispersos, el santo Hosio en el exilio y
el Papa Liberio denunciado por
aquiescencia a las formulaciones arrianas, Atanasio difícilmente podía esperar
escapar. En la noche del 8 de febrero del 356, mientras oficiaba los servicios
en la Iglesia de Santo Tomás, una
banda de hombres armados irrumpió para asegurar su arresto (Apol. De Fuga, 24),
lo cual fue el comienzo de su tercer exilio.
Mediante la influencia de la facción
eusebiana en Constantinopla, se nombró entonces un obispo arriano, Jorge de
Capadocia, para gobernar la sede de Alejandría. Atanasio, tras permanecer
algunos días en las cercanías de la ciudad, se retiró finalmente a los
desiertos del Alto Egipto, donde permaneció por un período de seis años,
viviendo la vida de los monjes y
dedicándose en sus ratos de ocio a la composición del grupo de escritos de los
cuales tenemos algunos restos en la "Apología a Constancio",
la "Apología por su Huída", la "Carta a los Monjes"
y la "Historia de los Arrianos". La leyenda, por supuesto, se
ha mantenido ocupada con este período de la carrera del santo, y podemos
encontrar en la "Vida de Pacomio" una colección de relatos
repletos de incidentes, y avivados por el recuento de sus "escapes
inmortales en la brecha".
Pero a finales del año 360 era aparente un
cambio en la composición del partido anti-niceano. Los arrianos no presentaban
ya un frente unido a sus oponentes ortodoxos. El Emperador Constancio, que
había sido la causa de tantos problemas, murió el 4 de noviembre del 361, y le
sucedió Juliano el Apóstata. La
proclamación de la ascensión del nuevo príncipe fue la señal para una
revuelta pagana contra la aún dominante
facción arriana en Alejandría. Jorge, el obispo usurpador, fue arrojado a prisión y asesinado, en circunstancias de gran crueldad, el 24 de
diciembre (Hist. Aceph., VI). Los arrianos inmediatamente escogieron a su
sucesor, un oscuro presbítero, de nombre Pisto, cuando
llegaron nuevas noticias que llenaron de esperanza al partido ortodoxo. Un edicto
había sido emitido por Juliano (Hist. Aceph., VIII) que permitía a los
exiliados obispos de los "galileos" regresar a sus "ciudades y
provincias".
Atanasio recibió un llamado de su propia grey y, en
consecuencia, regresó a su capital episcopal el 22 de febrero del 362. Con su
energía característica emprendió la tarea de reestablecer las algo quebrantadas
suertes del partido ortodoxo y para purgar de incertidumbre la atmósfera
teológica. Para aclarar los malentendidos que habían surgido en el curso de los
años previos, se hizo un intento por determinar aún más el significado de las
formulaciones nicenas. Mientras tanto, Julián, que parece haberse puesto
repentinamente celoso de la influencia que Atanasio estaba ejerciendo en
Alejandría, dirigió una orden a Ecdicio, prefecto de Egipto, ordenándole en
forma perentoria la expulsión del restaurado primado, basándose en que éste
nunca había sido incluido en el acto imperial de clemencia. El edicto le fue
comunicado al obispo por Pyticodoro Trico quien, aunque descrito en el
"Chronicon Athanasium" (XXXV) como un "filósofo", parece
haberse comportado con brutal insolencia.
El 23 de octubre la gente se reunió en torno al obispo
proscrito para protestar contra el decreto del emperador, pero el santo les
urgió a deponer su actitud, consolándoles con la promesa de que su ausencia
sería de corta duración. Curiosamente, la profecía se cumplió. Juliano terminó
su corta carrera el 26 de junio del 363, y Atanasio regresó en secreto a
Alejandría, donde pronto recibió un documento del nuevo emperador, Joviano,
reinstalándolo una vez más en sus funciones episcopales. Su primer acto fue
convocar un concilio que reafirmó los términos del Credo de Nicea. A principios de septiembre partió para
Antioquía, llevando una carta sinodal que contenía los pronunciamientos de este
concilio. En Antioquia se entrevistó con el nuevo emperador, quien lo recibió
afablemente e incluso le solicitó preparar una exposición de la fe ortodoxa.
Pero Joviano murió el siguiente febrero, y para octubre del 364 Atanasio estaba
nuevamente en el exilio.
Este artículo no tiene nada que ver con
el giro de las circunstancias que puso en manos de Flavio Valente el control del Oriente, pero el ascenso
del emperador dio un nuevo aire de vida al partido arriano. Emitió un decreto
que desterraba a los obispos que habían sido depuestos por Constancio pero que
habían sido autorizados a regresar a sus sedes por Joviano. Las noticias
crearon máxima consternación en la propia ciudad de Alejandría, y el prefecto,
para prevenir serios disturbios, dio garantías públicas de que el muy especial
caso de Atanasio sería expuesto ante el emperador. Pero el santo parece haber
adivinado lo que en secreto se preparaba contra él. Sigilosamente partió de
Alejandría el 5 de octubre, y adoptó como morada una casa de campo en las
afueras de la ciudad. Es durante este período que se dice pasó cuatro meses
oculto en la tumba de su padre (Soz., "Hist. Eccl.", VI.12;
Sóc., "Hist. Ecl.", IV.12). Valente, quien parece haber temido
sinceramente las consecuencias de un levantamiento popular, dio orden, pocas
semanas después, para el regreso de Atanasio a su sede. Y comienza ahora el
último período de comparativo reposo que inesperadamente terminó su agitada y
extraordinaria carrera.
Pasó sus restantes días, en forma característica,
enfatizando nuevamente el punto de vista de la Encarnación que se había
definido en Nicea y que ha sido esencialmente la fe de la Iglesia cristiana
desde su primer pronunciamiento en la Escritura hasta sus últimas manifestaciones en labios
del Papa San Pío X en
nuestro tiempo. "Permitamos que lo que fue confesado por los Padres de
Nicea prevalezca", escribió a un filósofo amigo y corresponsal en los
últimos años de su vida (Epist. LXXI, ad Max.). Que esa confesión prevaleciera
finalmente en los diversos formularios Trinitarios que siguieron al de Nicea se
debió, humanamente hablando, más a su laborioso testimonio que al de cualquier
otro paladín en la larga lista de maestros del catolicismo.
Por una de esas inexplicables ironías con las que nos
tropezamos por todos lados en la historia humana, este hombre, que había
soportado el exilio con tanta frecuencia, y que arriesgó la propia vida en
defensa de lo que él creía era la primera y más esencial verdad del credo
católico, no murió violentamente u ocultándose, sino pacíficamente en su propio
lecho, rodeado de su clero y llorado por los fieles de la sede a la que tan
bien había servido. Su fiesta en
el Calendario Romano
se celebra en el aniversario de
su muerte.
[Nota sobre su representación en el
arte: A San Atanasio no se le ha asignado ningún emblema aceptado en el arte
occidental; y su carrera, a pesar de su diversidad y extraordinaria riqueza de
detalle, parece haber proporcionado poco, si no ningún, material para una
ilustración distintiva. Mrs. Jameson nos dice que, de acuerdo a la fórmula
griega, “él debía ser representado viejo, calvo y con una larga barba blanca”.
(Sagrado y Legendario, Art, I, 339).]
Bibliografía:
Todos los materiales esenciales para la biografía del santo
se encuentran en sus escritos, especialmente en aquellos escritos después del
350, cuando compuso la Apología contra los arrianos. Información
complementaria se encuentra en SAN EPIFANIO, Hoer., loc. Cit.; en SAN GREGORIO
NACIANZENO, Orat., XXI; también en RUFINO, SÓCRATES, SOZOMENO y TEODORETO. La
Historia Acephala, o Fragmento Maffeiano (descubierto por Maffei en 1738, e
inserta por GALLANDI en Biblioteca Patrum, 1769), y el Chronicon Athanasium, o
Índice a las Cartas Festivas, nos brindan datos acerca del problema
cronológico.
Todas las fuentes anteriores están incluidas en MIGNE, P. G.
y P. L. La gran Vida de PAPERBROCH está en Acta SS., Mayo, I. Las más
importantes autoridades en inglés son: NEWMAN, Arrianos del siglo IV, y San
Atanasio; BRIGHT, Diccionario de Biografías Cristianas; ROBERTSON, Vida, en the
Prolegomena a los Escritos Selectos y Cartas de San Atanasio (reeditado en
Biblioteca de los Padres Nicenos y Post-Nicenos, Nueva York, 1903); GWATKIN,
Estudios sobre el Arrianismo (2d ed., Cambridge, 1900); MOHLER, Athanasius der
Grosse; HERGENROTHER and HEFELE.
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