El simio de dios
Los Indígenas y la Iglesia frente a la evangelización del
Perú, siglos XVI-XVII
RELIGIÓN EN EL VIRREINATO DEL PERÚ: Se implantó la religión católica, tuvo como
característica principal la irrupción del catolicismo sobre la religión y
cosmovisión incaica ya sea por la vía de la persuasión o por la imposición
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La Iglesia puso reiteradamente en duda
su labor de evangelización en el Perú, acusando a los indios de seguir siendo
tan idólatras como antes y su catolicismo sólo una fachada hipócrita. La
historiografía ha asumido esta justificación del poder colonial, que le
permitió imponer su monopolio simbólico, como una verdad absoluta caracterizando
la actitud de la población indígena ante la presencia occidental como una
férrea resistencia religiosa. Si vemos de cerca los fenómenos religiosos que
son reprimidos bajo el nombre de idolatrías encontramos que muchos de ellos no
sólo están fuertemente inspirados por los ritos católicos, sino que son la
expresión de una abierta voluntad de reproducirlos. Ante la imposibilidad de
aceptar una autonomía religiosa católica indígena, la Iglesia se verá obligada
a considerar estas expresiones como parodias demoníacas y a reinventar el
pasado indígena.
Si leemos ingenuamente los textos
eclesiásticos peruanos de los siglos XVI y XVII, podemos terminar creyendo que
los indígenas de los Andes nunca se convirtieron al catolicismo. Es más,
podríamos tener la convicción que fueron totalmente impermeables a él o, en el
mejor de los casos, que tuvieron tan sólo un leve barniz cristiano para
disimular mejor ante los ojos de los españoles y poder continuar así, en la
clandestinidad, con la práctica de su antigua idolatría. De hecho, una parte
importante de la historiografía asume lo que dicen estos documentos
literalmente sin plantearse demasiadas preguntas heurísticas. El razonamiento
que se sigue es simple: puesto que los propios eclesiásticos debían admitir, y
ello recurrentemente, el fracaso de la evangelización en vez de tratar de hacer
la apología de su misión, se trata de testimonios sinceros que nos revelan una
realidad evidente e indiscutible.
Habiendo admitido este principio,
diversos historiadores y antropólogos han ido bastante más lejos. Han
identificado las manifestaciones religiosas descritas en esos textos como
supervivencias de las religiones prehispánicas y, en algunos casos, como formas
de resistencia a un catolicismo invasor. Al hacer esto se ha construido una
imagen de la sociedad colonial a mi parecer errónea y simplificadora: indios y
españoles habrían vivido drásticamente separados y opuestos entre sí por
voluntades esencialmente contrarias. El mérito de los primeros habría
consistido en “resistir” a la “dominación” permaneciendo lo más cerca posible a
lo que eran antes de cualquier contacto. Los segundos en cambio habrían tenido
por principal objetivo asimilar a todo trance a la población local para
dominarla mejor. Ambas afirmaciones son engañosas.
Si bien esta visión ha sido
constantemente defendida por lo que hoy se llamaría las corrientes
“políticamente correctas”, en ella se le niega al indígena toda posibilidad de
cambio o de aspiración a la modernidad a riesgo de perder su identidad y de
convertirse en algo así como un traidor a su propia causa. Queriendo
defenderlo, no se hace sino prolongar una actitud del poder colonial que,
precisamente, no buscó asimilar a la población local sino, por el contrario,
que mantuviese una especificidad étnico-cultural para diferenciarse de ella. De
hecho, la propia categoría “indio” no es sino una construcción propiamente
colonial que no tiene ningún sentido sin la mirada y las relaciones de poder
colonizadoras. La única manera de construir una sociedad colonial es
preservando a toda costa una oposición, una separación entre nativos y colonos
pese a que, en la realidad, con el paso del tiempo y los mestizajes de todo
tipo (culturales y biológicos) que se generan, ello se vuelve totalmente
artificial. Es por eso que el Estado colonial convierte el término “indio” en
una categoría jurídica, que no conlleva en principio una definición que hoy en
día denominaríamos cultural, y garantiza así su perpetuación. Ser “indio” se
hereda sin duda, pero es básicamente aquel que está obligado a pagar tributo a
la corona, a efectuar turnos obligatorios de trabajo personal (mita), principalmente
en las minas, y cuyos derechos por definición le impiden ejercer los mismos
cargos administrativos que los españoles y criollos “indio”, al mismo tiempo,
unifica y reduce todas las diversidades locales a una sola etiqueta.
Y es que, sin embargo, el término
indio tiene una connotación religiosa implícita. Es innegable que la
justificación de la conquista y de la colonia era la conversión al catolicismo
de las poblaciones locales. Precisamente por ello la Iglesia colonial jamás
dará su labor por concluida. De haberlo hecho, se hubiese arriesgado a tener
que abolir la categoría india (debiéndola reemplazar simplemente por la de
cristiano) y, en consecuencia, a poner punto final a la situación colonial.
A semejanza del estatuto de “limpieza
de sangre”, la categoría “indio” intenta dilatar la incorporación y asimilación
definitiva a la sociedad cristiana, puesto que perenniza el momento previo a
dicha incorporación. La diferencia social que trata de fijar es un precio por
la cristianización, pero también la marca de una puesta a prueba en el
cumplimiento de un pacto en que Iglesia y cuerpo social deben confundirse
totalmente. La primera sospecha que caerá sobre un cristiano nuevo (sea judío
converso, morisco o indio) es la de traicionar la fe, de ceder a la religión a
la que tiende por la sangre, lo que lo convertiría en un excluido o podría
llevarlo (a él y en consecuencia a sus parientes consanguíneos o incluso a su
comunidad entera) al punto cero de su integración social. En el caso
específicamente indígena sin embargo —en virtud de un contacto reciente con el
catolicismo que confirmaba los orígenes paganos y no infieles de los habitantes
de América— esta situación de puesta a prueba no tiene un carácter individual
—no depende del libre albedrío— sino eminentemente colectivo, lo que explica
que en el Perú los indios estuviesen excluidos del fuero inquisitorial. Es más,
este carácter colectivo creará la ilusión de una comunidad homogénea, la
“República de indios”, permitiendo extrapolar a partir de casos concretos la
idolatría como comportamiento característico del conjunto de los indios.
Teniendo en cuenta estos aspectos
podemos regresar a los textos eclesiásticos de los que hablaba al inicio, que
recurrentemente ponen en tela de juicio la conversión de los indios. Si los
leemos con un poco más de atención nos daremos cuenta que no son simples
informes objetivos que reconocen la resistencia de las poblaciones nativas al
cristianismo, sino que todos ellos están integrados a materiales catequéticos,
legales o a proyectos políticos que tienen por objetivo un control riguroso de
la religiosidad indígena. La supuesta prueba de la “resistencia indígena” es en
realidad parte de una justificación ideológica de la Iglesia colonial, que en
el Perú jamás reconocerá al conjunto de los indios el status de convertidos. La
Iglesia constantemente tuvo que jugar el doble rol de estimular y enseñar la
nueva fe y, al mismo tiempo, de construir y reconstruir (y por lo tanto
inventar) las fronteras étnicas. Para esto último, la presencia de elementos
prehispánicos es más una coartada necesaria que una realidad palpable. En este
sentido, la ideología colonial podría ser vista como la inversa del
nacionalismo en tanto produce siempre los elementos que, en el momento
necesario, permiten aislar, al interior de la sociedad, una comunidad
diferenciada con un origen histórico incompatible con el proyecto de vida en
común.
6
Si la mirada de Occidente (que es la
del historiador y la del antropólogo) tiende a congelar, a sacar de la
historia, a los indios, ella coloca igualmente el ámbito de lo religioso bajo
el imperio, o la tiranía, de la larga duración, de la inmovilidad. En el
esquema resistencia/dominación, el catolicismo es percibido como un bloque
pétreo e invariable, casi tanto como la supuesta fe prehispánica de los indios.
La riqueza de las fuentes históricas americanas sobre la evangelización nos
permite invertir esta perspectiva y acercarnos a un mundo de cambios rápidos,
tanto de la población indígena y de sus creencias (sin que haya en ello ningún
signo de empobrecimiento ni de humillación) como de la Iglesia, obligada a
redefinir constantemente los contenidos de su práctica doctrinal.
Dos tipos de movimientos me parecen
definir mejor las relaciones coloniales y los cambios del mundo indígena que un
diálogo de sordos entre dos polos invariables.
Tenemos en primer lugar distintas
formas de acercamiento que podrían llamarse de fusión-asimilación. Si los
evangelizadores buscan acercarse, conocer los ritos y creencias indígenas para
afinar sus estrategias proselitistas, los indígenas, que reconocen el poder del
dios cristiano en el triunfo efectivo de los españoles, están tan interesados
en conservar sus antiguos ritos como en conocer los ritos católicos y las
características del nuevo dios, ya sea para poder domesticarlo y hacerlo
favorable a ellos, ya sea para combatirlo o contrarrestar su poder, ya sea
finalmente para reproducir la religión católica sin necesidad de pasar por la
intermediación de los españoles.
Un segundo tipo de movimiento —que
puede ser simultáneo al anterior— es de rechazo-separación. Del lado indígena
puede manifestarse como un cuestionamiento del poder colonial y estallar de
forma coyuntural en rebeliones o en movimientos religioso-sociales. Del lado de
las autoridades eclesiásticas, este esfuerzo de separación es en cambio más
sistemático y se presenta bajo dos aspectos. Uno de ellos es institucional,
formal. Por medio de la legislación eclesiástica se impusieron limitaciones
para impedir que la población indígena en su conjunto pudiera reproducir la
religión católica de manera autónoma: el no-reconocimiento de ser plenamente
cristianos y, con ello, no tener acceso a todos los sacramentos. Lo más
significativo fue negarle el acceso al sacerdocio. Esta fue la barrera
definitiva para que pudieran completar el ciclo institucional católico, o para
condenar de antemano todo intento en ese sentido como cismático, herético o
idolátrico. El segundo aspecto lo constituyen los numerosos cambios de
contenido de la evangelización y de la catequesis. La posibilidad de redefinir
el cristianismo enseñado a los indígenas y de utilizar nuevas formas religiosas
permitirá, simultáneamente, una redefinición constante de la idolatría. Si bien
cada vez que se rechaza una expresión religiosa indígena se pretexta que es una
supervivencia prehispánica, mirando más de cerca veremos que muchas veces bajo
esa etiqueta se esconde una expresión religiosa que la propia Iglesia había
estimulado anteriormente y que de pronto rechaza. Por lo demás, y como prueba
de ello, tenemos el hecho de que, junto con los ídolos y antiguos objetos
rituales, la Iglesia se verá igualmente obligada a destruir imágenes y objetos
de culto consagrados como propios. Un duro precio a pagar para demostrar que
los indios seguían viviendo en la fe de sus antepasados (Estenssoro, 1992;
1996).
Este doble movimiento de acercamiento
y rechazo desplaza constantemente las fronteras entre idolatría y catolicismo,
pero también las acerca cada vez más. Por ello, antes del primer siglo de la
presencia española en los Andes, algunos aspectos de la idolatría indígena se
parecerán demasiado a la religión católica como para no pensar en que
coincidencias tan sospechosas sólo podían ser obra de un imitador de Dios,
astuto y excepcionalmente dotado. Las autoridades religiosas no dudaron en
invocar su nombre para culparlo de ese extraño fenómeno. Este artículo trata
justamente de él, del diablo —frecuentemente definido en los textos de la época
como “el simio de Dios”—, desarrollando con ejemplos concretos las dinámicas
que he enunciado e intenta acercarse a la versatilidad con que las poblaciones
indígenas se aproximaron al catolicismo.
9Este imitador de
Dios aparecerá de forma recurrente en momentos muy distintos de la historia
colonial que definen dos períodos drásticamente diferenciados. Uno de ellos va
de 1532 a 1582, el otro de 1583 a 1640. Del primero sólo definiré los rasgos
generales para concentrarme en el segundo, en que las fuentes nos permiten
abordar con suficiente detalle los fenómenos que me interesa ilustrar.
1. La primera evangelización: entre un apóstol prehispánico y un
mono engañador
Este período, que
se inicia con la llegada misma de los españoles (1532), está caracterizado por
la variedad y autonomía de las diversas políticas, métodos y contenidos
practicados por cada orden religiosa, por la Iglesia secular y por un número
significativo de laicos. La orden dominica tuvo entonces una preeminencia
indiscutible. También estuvieron presentes desde el inicio mercedarios,
seculares, franciscanos y agustinos (estos últimos a partir de 1550). Sólo en
1569 llegará la Compañía de Jesús. Institucionalmente débil, la Iglesia secular
es por mucho tiempo incapaz de imponer una jerarquía. Cada orden o incluso cada
grupo de misioneros toma decisiones de forma independiente y los intentos de la
autoridad diocesana por dar unidad a los contenidos de la evangelización serán
inútiles. Las divergencias en la catequesis habrían llegado a tal punto que la Iglesia
se alarma al constatar que los propios indios concluyen al discutir entre sí
los conocimientos religiosos que se les impartían, que no es la misma fe la que
enseñan a unos y otros (Doctrina, 1985[1584]: 13). La situación de los
españoles en el Perú es por lo demás especialmente delicada en esos años: las
guerras civiles entre los conquistadores y la presencia de la sucesión inca en
Vilcabamba impiden a la corona poner en marcha un proyecto colonial claro. Éste
sólo tomará forma a inicios de la década de 1570 bajo el gobierno del virrey
Francisco de Toledo.
Pero si algo
caracteriza la evangelización durante este primer período, además de su
diversidad, es la voluntad de buscar correspondencias a fin de poder
cristianizar los ritos y creencias locales. Se procura intervenir lo menos
posible, reemplazando tan sólo el ídolo por la cruz o el santísimo sacramento.
Los misioneros buscarán abiertamente una continuidad ritual y también la de las
necesidades simbólicas. Basta que sepan que es Dios y no el ídolo quien puede
satisfacer sus necesidades y quien las satisface efectivamente con mayor
eficacia, y abandonarán consecuentemente el antiguo destinatario del culto,
aunque no necesariamente sus formas. Es más, muchos insisten en que para
desagraviar a Dios de la idolatría en que han vivido, los indios deberán hacer
en honor suyo las mismas ceremonias. Los evangelizadores de entonces (o al
menos un grupo significativo de ellos) creen además en la universalidad de sus
categorías, en la existencia de una compatibilidad entre ambas tradiciones. Un
buen ejemplo de esta confianza es que se traduce —es decir se encuentra
equivalentes exactos en la lengua vernácula— palabras tales como creador,
ángel, demonio, paraíso, cielo, infierno, este mundo, alma, sacramento, adorar
(Fray Domingo de Santo Tómas, 1951[1560]a; b). Frente a esto, curiosamente, en
los resúmenes de la doctrina que se han conservado no se mencionan los nombres
de Cristo, Jesús o María. Esta ausencia de nombres se explica probablemente
porque se incentiva la población nativa a que colacione los mitos cristianos
con los suyos propios y encuentre los nombres que los mismos personajes
tendrían en la tradición local.
Una
evangelización prehispánica de América, efectuada directamente por los
apóstoles (Santo Tomás o San Bartolomé), es una de las hipótesis (sostenida por
los agustinos y parcialmente por los dominicos) que sustenta este tipo de
acercamiento. Esta explicación permitía integrar fácilmente a los indios en la
historia universal de la salvación, restituyéndoles el lugar que habrían
perdido en la conciencia europea. Efectivamente, el que busca encuentra. Cada
vez que un mito narra la creación, el diluvio, el combate y la muerte de un
héroe o de un dios a manos de sus enemigos, los evangelizadores parecen
encontrarse ante un eco de una historia que piensan es común. De hecho, cuando
una coincidencia confirma sus hipótesis concluyen de buena gana que “sin duda
por aquella tierra muchos años antes había memoria y se había predicado el
santo evangelio a los indios” (Anónimo, 1992[1550]: 18-19).
Pero de ninguna
manera hay que ver en esta aproximación una crédula ingenuidad de parte de los
evangelizadores. Si para ellos es claro que puede haber habido una difusión de
ciertos aspectos de la fe y de la historia sagrada, no les cabe la menor duda
que no se ha preservado en América la más mínima continuidad en lo que respecta
a la Iglesia. Así, términos tan simples como sacerdote o iglesia (templo) no
son traducidos a las lenguas locales para evitar reconocer cualquier tipo de
continuidad institucional. Tampoco se busca equivalentes para misa o
confesarse, aquellos aspectos rituales e institucionales que sólo podían
existir administrados en el seno de la Iglesia católica. Cuando se encuentra
semejanzas en estos aspectos, ellas cambian totalmente de signo. Las
coincidencias en lo que se refiere a los sacramentos, la liturgia, los objetos
de culto y las instituciones no pueden corresponder a un conocimiento dado por
los apóstoles, pues ello llevaría a admitir la sobrevivencia de una Iglesia
apostólica en América históricamente independiente de la autoridad de Roma,
cuando para ellos la Iglesia sólo puede ser una. Siendo pues indispensable
trazar una línea divisoria, la conclusión es entonces exactamente contraria a la
anterior. Luego de describir el culto a Ataguju, ídolo de tres cabezas, el
mismo autor agustino de la cita precedente concluye que “el demonio que es como
simia de Dios les dijo esto y esta falsísima trinidad” (Anónimo, 1992[1550]:
10).
Las políticas de
acercamiento y de identificación de un conocimiento previo, aunque parcial, de
la verdadera religión estaban teñidas sin duda de humanismo renacentista, pero
no supusieron sin embargo la aceptación inmediata de los indios bautizados y
catequizados como cristianos de pleno derecho. No se les dará ni la comunión,
ni la confesión, ni, obviamente, las órdenes sacerdotales. Por lo demás, un
cambio lento pero definitivo se irá perfilando desde mediados de la década de
1560. El arribo de los decretos del concilio de Trento, la urgencia de
controlar mejor la mano de obra indígena para explotar las minas de plata, la
llegada a fines de la década del virrey Toledo y de la Compañía de Jesús,
estarán directamente vinculados con el inicio de la desconfianza a este tipo de
técnicas de conversión que fue creciendo hasta que se abandonó progresivamente
todo interés por recuperar elementos indígenas. Este período de transición
marcará el inicio de un largo silencio del simio de Dios.
Es con el tercer
concilio limense (1582-1583) que se fijarán pautas definitivas y únicas para la
evangelización, intentando darle una neutralidad étnica al mensaje católico.
Una nueva etapa comienza entonces. La Iglesia consolida una infraestructura
colonial en un proceso equiparable al que el Estado había llevado a cabo en
tiempos del virrey Toledo. Los antiguos métodos son entonces definitivamente
descartados y a inicios del siglo XVII tendremos aún más, la represión y
destrucción de los restos de la primera evangelización. Allí donde había una
continuidad ritual o formal y presencia material prehispánica (trajes,
ornamentos) en un contexto católico, se rechazará y destruirá o prohibirá todo
como si se tratase de una simple continuidad idolátrica clandestina que hubiese
pasado hasta entonces desapercibida, o hubiese sido tolerada por dejadez o
ignorancia, cuando en realidad la propia Iglesia había estimulado y ordenado
incluso en buena parte dichas continuidades.
2. La comunión o la metamorfosis del ídolo
Los jesuitas
serán los protagonistas de la definición de las nuevas políticas y, en
consecuencia, habían establecido desde su llegada una polémica contra sus
predecesores en materia de evangelización. Según José de Acosta (su principal
teólogo y portavoz), no debió bautizarse a los indios antes de que hubiesen
sido plenamente convertidos. Pero ya que se ha cometido “el pecado”, y dado que
el bautismo es irreversible, se está cometiendo un segundo delito aún más
grave: se está condenando a los indios al infierno puesto que, si habían sido
bautizados, sólo podrían salvarse accediendo a la comunión y a la confesión
(Acosta, 1984-1987[1577]). Por ello, los jesuitas emprenderán importantes
campañas para instruir a los indios en estos sacramentos y administrárselos
ante la oposición y a veces incluso el escándalo de otros sacerdotes.
Este
planteamiento supondrá un cambio radical en muchos sentidos: un acercamiento de
las formas de devoción católicas indígenas a las españolas y, sobre todo, la
introducción de nuevas necesidades simbólicas, previamente inexistentes. La
confesión y la comunión fueron vehículos importantes para introducir una serie
de categorías propias de la modernidad entre los indios. Hablar de los cambios
producidos entonces entre la población indígena sin desarrollar un análisis
detallado es sin duda un riesgo a caer en generalizaciones, por ello deseo dar
en esta ocasión al menos algunos ejemplos concretos que nos permitan percibir
elementos ignorados de la recepción y la respuesta indígenas al catolicismo,
así como de la forma en que la Iglesia reaccionó ante dichos fenómenos. No
debemos jamás perder de vista, sin embargo, que la conversión no es un proceso
lineal de abandono progresivo de una religión, sustituida por otra. Sólo parece
darse un paso hacia la aceptación si una respuesta equivalente y eficaz es
ofrecida a cambio o si se crea una necesidad a la cual da respuesta un nuevo
rito. Por otro lado, tenemos también elementos sociales difíciles de disociar
de lo propiamente religioso: el prestigio o una presión social pueden ser un
factor importante para adoptar comportamientos y gestos precisos, pero también
formas sinceras de conversión pueden ser vistas a los ojos de los españoles
como una aspiración de autonomía que evita pasar por la Iglesia institucional,
intermediario obligado.
En los textos que
dan cuenta de la religiosidad indígena, ambos elementos están, desde inicios
del siglo XVII, totalmente intrincados. Pero destaca en ellos una ambigüedad
entre los comportamientos religiosos descritos —que relevan obviamente de la
reproducción de elementos católicos por parte de los indígenas— y un rechazo de
estos mismos comportamientos, anatemizados por medio de la acusación de
idolatría. Veamos un ejemplo que nos permite apreciar este fenómeno de manera
global. En 1615 se detectó un movimiento religioso, en el territorio del
arzobispado de Lima, definido como una verdadera “peste maldita”. Se
caracterizaba por la presencia de unos “sacerdotes indios que se fingen, que
dicen misa y confiesan, curan y dogmatizan y se hacen profetas de cosas
venideras con todas las demás menudencias y adoraciones [...] y más en la
semana de todos los santos la mezcla que hacen con nuestras ceremonias santas
[...]” (Arriaga, 1968[1621]: 227). Pese a no abundar en detalles, la
descripción no puede ser más explícita respecto de la función de modelo que
cumplía el ritual católico. Sin embargo, el principal teórico de la idolatría
indígena explica, paradójicamente, este fenómeno por la falta de difusión del
mensaje cristiano, lo que, de ser cierto, haría imposible o inverosímil su
propia descripción (salvo que se encuentre, como se hará efectivamente, una
explicación externa): “no está plantada la fe por no predicar y andar la gente
[...] sin entrarles cosa de devoción espiritual” (Arriaga, 1968[1621]: 227).
Algunas dinámicas
parecen dibujarse, pero también algunas preguntas. Cuando una nueva necesidad
simbólica o un nuevo rito es aceptado, asimilado, parece seguirse —aunque no
inmediatamente— su reproducción indígena. Sin embargo, no es fácil discernir si
ésta es motivada por un deseo de autonomía simbólica o si más bien constituye
una respuesta al hecho de que la Iglesia colonial no siempre está en
condiciones de garantizar la administración de dicho rito (ya sea por carencia
de sacerdotes o de infraestructura, ya sea por el rechazo explícito o
encubierto de ciertas órdenes religiosas a administrar la confesión y la
comunión a los indios). Frente a esta reproducción indígena del ritual
cristiano, la respuesta de la Iglesia se transforma, en cambio,
sistemáticamente en rechazo, y su discurso de invalidación no arguye jamás un
intento de reproducción que podría conllevar eventuales riesgos cismáticos,
sino, por el contrario, tiende a denunciar la idolatría, a atribuir a todo
comportamiento indeseable un origen histórico anterior a la conquista —la
imagen de un verdadero sustrato demoníaco de la historia americana se va así
consolidando— aunque no haya predominio alguno de elementos prehispánicos en
los fenómenos religiosos descritos.
Los documentos
eclesiásticos que hablan de las respuestas indígenas a la comunión muestran un
entusiasmo generalizado. Prácticamente no hay casos de rechazo documentados. Es
más, los indios habrían visto un beneficio espiritual excepcional, sintiéndose
literalmente habitados por Dios y sus cuerpos consecuentemente sacralizados (en
algunos casos se derivan incluso de la comunión algunas virtudes mágicas y
estados de trance). Puede tal vez tratarse de una interpretación “salvaje” del
sacramento, pero que los propios sacerdotes veían como prueba de una actitud
más respetuosa hacia él que la de muchos españoles y que (como ilustra la cita
siguiente) les ayudaba a luchar contra las borracheras vistas entonces por las
autoridades como pieza clave en la perpetuación de los ritos prehispánicos.
Pero, al mismo tiempo, la comunión encerraba un aliciente social. Acceder a
ella era ganar un status, era una verdadera promoción que suponía un
reconocimiento del indio en tanto cristiano, equiparando a quien la recibía con
los españoles. Los jesuitas recogerán, entre muchas otras semejantes, la
siguiente anécdota:
“Confesándose
un indio con un padre le dijo: padre mío yo era muy grande borracho, pero desde
que nuestro cura nos dijo que el señor arzobispo mandava que comulgásemos
ya como los
españoles [...] a tres meses que ni vino ni chicha he
probado porque no es razón que por la boca por donde ha de entrar Dios entre el
demonio. En todas partes mostraban los indios hacer grande estimación de la
merced que Dios les hacía de admitirlos a la sagrada comunión” (ARSI, 1625-1626: fol. 72 vuelta)1.
En este
testimonio como en muchos otros, la práctica del sacramento se convierte
vehículo de prestigio social, pero, ante todo, se muestra capaz de disolver la
oposición indio/español.
Como decíamos, la
aceptación de elementos católicos no es un fenómeno progresivo frente al
retroceso de otra religión, pero tampoco supone la coexistencia de dos sistemas
mutuamente herméticos ni, por el contrario, su fusión cristalizada bajo la
forma de sincretismos que traducirían un mestizaje conciliador. La realidad
colonial marca una fuerte y compleja interacción, contribuye a que se den dos
fenómenos aparentemente contradictorios pero que se alimentan mutuamente: una
fuerte separación y oposición entre manifestaciones indígenas (no
necesariamente prehispánicas) y el cristianismo, que refuerza y casi diríamos
estimula la labor de represión de la Iglesia y, al mismo tiempo, una influencia
de este sobre aquellas. Es esta influencia la que hace posible la formulación
—por parte tanto de españoles como de indígenas— de una separación radical
puesto que permite enunciar la existencia de una religión indígena unitaria
allí donde no existe tal y, sobre todo, hacer de esta supuesta religión un
sistema de creencias exclusivo es decir incompatible con cualquier otro
(gracias a la oposición entre verdadera y falsa religión introducida por la
Iglesia). La Iglesia católica asimilaba todas las otras religiones a una sola
Iglesia, la Iglesia del diablo que sólo podía ser definida como una negación de
la verdadera Iglesia, una suerte de negativo, de inversión demoníaca y grotesca
de la católica.
De manera más
explícita podemos ver cómo, con el tiempo, el ídolo va a transformarse,
moldeándose tanto gracias a los conocimientos que transmite positivamente el
catolicismo como, negativamente, a los argumentos con que los evangelizadores
tratan de refutar racionalmente la validez de su culto. Al tomar las
características de Dios va dejar de ser ídolo, dios objeto, inseparable de su
realidad material, para desdoblarse. Un ejemplo del año 1639 en la región
aledaña a la ciudad del Cuzco nos permite ver claramente los fenómenos que
trato de explicar y comprobarán la recepción de la comunión y de su explicación
teológica entre la población indígena.
Es interesante
recalcar que en esta ocasión este comportamiento religioso es llamado
paradójicamente “nueva gentilidad” por la Iglesia, es decir que supone una
vuelta a un momento histórico previo a cualquier conocimiento de la fe cristiana.
La palabra ídolo ha prácticamente desaparecido de la formulación puesto que
éste se ha vuelto unitario (en oposición al politeísmo o multiplicidad de
ídolos que caracterizaría las religiones andinas) hasta convertirse, en un Dios
de los indios a imagen y semejanza, pero en oposición, del Dios de los
cristianos. Esta misma mímesis y oposición se encuentra en la
transubstanciación (y en la comunión que le sigue) explícitamente justificada
por la religión católica, pero cuya adscripción étnica está marcada por que se
realiza en productos locales (chicha y pan de maíz):
“Luego
el sacrosanto sacramento del altar remeda con astucia y desvergüenza de los
sacerdotes los cuales llaman a sus feligreses y les dicen mirad cómo los
Virachochas, esto los españoles, ofrecen pan y vino a su Dios y el pan y vino
se convierten en su carne y sangre, así las tortas de maíz y chicha que ofrecéis
a nuestro Dios están él mismo y toda su mitad. Danles luego parte del
sacrificio comulgándolos en ambas especies [...]” (ARSI, 1639-1640: folio 167 recto/vuelta).
Pero cómo podían
explicarse dichos fenómenos afirmando al mismo tiempo el desconocimiento de la
fe. Otro ejemplo, casi contemporáneo, permite ver con más detalle cómo los
ritos indígenas que la Iglesia combate están claramente inspirados en las
ceremonias católicas, tanto en sus aspectos externos como en sus explicaciones
internas. En este caso además tendríamos un sincretismo con el apóstol Santiago
identificado con el rayo, aunque no debemos perder tampoco de vista que en la
propia tradición española y en los sermones predicados en el Perú en el siglo
XVII Santiago es definido como hijo del rayo (Estenssoro, 1991). Esta vez
estamos en la zona de Potosí en 1637 y es siempre un testimonio jesuita que
trae el relato. Una materia local nuevamente, la achuma —un cactus de virtudes
alucinógenas—, es presentada cortada en una rodaja como si fuese una hostia y
de esa forma expuesta, adornada de flores, celebrada con bailes y venerada como
lo era el santísimo sacramento en la custodia. La explicación da cuenta de la
transubstanciación de Santiago en esa rodaja con una mención al hecho de estar
oculto en ella. Esta expresión la encontramos en numerosos sermones, pero
también en los villancicos, los cantos de devoción utilizados tanto en las
iglesias de españoles como de indios2.
La mención final a los éxtasis y posesión no dejan de guardar semejanzas con la
creencia en que, gracias a la comunión, Dios habitaba en el cuerpo de los
indios y que los sacerdotes católicos no parecen haber estado dispuestos a
desmentir:
“del
corazón de la achuma que es un gran cardón de su naturaleza medicinal hacía que
cortasen una como hostia blanca y que puesta en un lugar adornado de varias
flores y hierbas olorosas y la achuma con sartas de granates y cuentas que
ellos más estiman era adorada como Dios persuadidos que allí estaba escondido
Santiago (así llaman al rayo) danzaban y bailaban delante de ella ofrendábanle
plata y otros dones luego comulgaban tomando la misma achuma en bebida que les
privaba de juicio. Ahí eran los éxtasis y visiones, aparecíaseles el demonio en
forma de rayo” (ARSI, 1637b).
El ídolo se
transforma pues a semejanza de Dios en vez de desplazarlo permaneciendo
invariable. Esta asimilación y transposición del mensaje teológico católico es
especialmente conflictiva porque lleva a que el ídolo y Dios se estén
disputando un mismo terreno simbólico, ya no dos registros distintos, y que
compartan una misma lógica de comunicación con los hombres. ¿La Iglesia era
totalmente inconsciente del hecho que era su propia prédica la que generaba
dichas manifestaciones? Imposible responder con un no rotundo, dado que nunca
lo admitió explícitamente. Pero la prueba de que establece una diferencia con
la supervivencia idolátrica de tradición prehispánica es que ante estas
“desviaciones” de las que estamos hablando casi nunca se responde con procesos
judiciales y castigos físicos (azotes, corte de cabello al ras). Sabiendo que
con el castigo puede cuestionar ante los ojos de los indios el mensaje de la
catequesis, estos fenómenos son disociados de la experiencia indígena del
cristianismo y, en consecuencia, la culpa es luego desplazada del libre
albedrío de los indios al demonio, en estas condiciones único inventor posible
(por tanto, verdadero) de tales ritos. Reaparece así en la primera mitad del
siglo XVII, después de más de medio siglo de silencio, el argumento de la
presencia del imitador de Dios para poder diferenciar entre una aceptación de
las nuevas creencias que permanece dentro del marco institucional de la Iglesia
y manifestaciones que escapan a ella. En este terreno, para la Iglesia colonial
no hay una resistencia de los indios a la religión sino una lucha directa entre
Dios y el diablo:
“[...]
y no es maravilla que este divinísimo sacramento [de la eucaristía] tome por
empresa propia suya hacer guerra a la idolatría de estos pueblos porque la
mayor que [en] casi todos hallamos fue de un remedo suyo invención del Demonio,
mona de Dios” (ARSI, 1637)
3. Los sapos del pecado y cómo deshacerse de ellos: la creación
de una necesidad simbólica
Los testimonios
que nos permiten seguir, a lo largo del medio siglo que va de 1582 a 1630, la
difusión de la confesión muestran una transformación radical en la religiosidad
indígena en contacto con el catolicismo. Gracias a ellos podemos profundizar en
los mecanismos y las etapas de dicho cambio. ¿Cómo es aceptado un nuevo rito,
cómo se crea una nueva necesidad simbólica y cómo se deriva en prohibición y
represión a partir de las propias estrategias que la Iglesia había puesto en
marcha para estimular determinados comportamientos?
La comunión no
fue una práctica común entre los indios durante los años de la primera
evangelización, era entonces un raro privilegio que, entre los pocos sacerdotes
que admitían la posibilidad que los indios fuesen dignos de recibirla, sólo se
concedía excepcionalmente a unos pocos de cuya conversión se tenía absoluta
certeza pero que, además, cumplían un rol público y visible en el proceso de
conversión: caciques u otros indios que cumplían roles auxiliares en la
catequesis. Pese a esta restricción inicial, la confesión no va a tardar en
inspirar a la llamada idolatría. En 1570 tenemos ya documentada una confesión
paralela a la cristiana exigida por los ídolos que presenta la forma de un
decálogo del ídolo-huaca: venerar a los ídolos, no matar, no robar, no desear a
la mujer del prójimo, no hablar mal del Inca, etc (Polo de Ondegardo, 1916:
12-14).
Podemos entrever
cómo la Iglesia se sirvió de un uso en paralelo de la palabra y la imagen para
lograr que los indios asumieran la confesión como una verdadera necesidad. Lo
primero era poder lograr que asimilaran la noción de pecado. Para ello era
indispensable individualizarlo y darle vida. El hecho de que la noción
abstracta de pecado pudiese transformarse en una realidad material concreta
facilitaba el poder hacer la contabilidad y economía de la culpa. Pero también
era importante hacer del pecado un principio activo que actuara sobre el cuerpo
del pecador. Así cada pecado se convertirá en el discurso dirigido a los indios
en un ser vivo. Y no se trata de un mero símil o de una metáfora. Como sucede
frecuentemente, las imágenes explicativas elegidas por los evangelizadores no
son presentadas como un recurso retórico o argumentativo a los indios sino
llanamente como equivalencias, llevando hasta las consecuencias más extremas
las identidades propuestas. Así, la confesión es explicada como el rito que hace
posible la expulsión de los pecados, unos animales que habitan en el cuerpo del
pecador. El sermonario oficial del tercer concilio (impreso en 1585 en
castellano, quechua y aymara) explicaba por tanto cómo la confesión permitía al
indio expulsar estos demonios y alimañas que habitaban en su cuerpo
advirtiéndole que, si no confesaba todos y cada uno de ellos, todos regresarían
a su cuerpo y lo agredirían:
“Sabe que cuantos pecados dices,
tantos demonios y sapos feos vomitas, y si callas alguno, todos buelven luego
contra ti” (Tercer Catecismo,
1585: 68 vuelta).
Una de las raras
imágenes plásticas vinculadas directamente con la explicación del catecismo de
1585 que ha sobrevivido, si no la única, ilustra justamente el sacramento de la
confesión como medio ineludible para la salvación. Se trata de una plancha
grabada en cobre3 (la
reproducción debe leerse por lo tanto como en un espejo para obtener lo que los
indígenas tuvieron ante sus ojos) a partir de la cual se tiraron copias sobre
papel que eran utilizadas en la catequesis y eventualmente distribuidas en los
pueblos de indios durante las misiones. Al centro de la imagen un indio noble,
acusado probablemente de idolatría puesto que ha sido trasquilado —castigo
habitual impuesto a los idólatras— se reconcilia confesándose a los pies de un
cura secular (eventualmente un jesuita). El grabado refuerza el contenido del
texto del sermón: los pecados que se confiesan no son un discurso, una palabra
(las filacterias no son inusuales en la pintura colonial y hubiesen podido ser
utilizadas por el grabador), pero bichos que salen por la boca del cuerpo del
pecador hasta que éste queda purificado completamente. Serpientes, arañas,
sapos, una iguana y hasta un dragón han escapado ya por la boca del indio.
Detrás, el demonio se retuerce indignado de haber perdido uno de los suyos
mientras que, en el lado opuesto, un ángel sostiene la cabeza del penitente y
se alista a otorgarle en señal de triunfo la “corona de la gloria”. En el mismo
eje central del sacerdote se encuentra la cruz del calvario que recuerda la
historia de la redención y une el mundo terrenal con la representación del más
allá celeste. Al pie de la cruz una escalera sube al cielo marcando un eje
diagonal que nos permite seguir la secuencia en el ámbito celeste. Ya no el
indio, sino su alma (representada por su cuerpo desnudo, cubierto apenas por un
paño de pudor pero que ha recuperado el peinado habitual indígena con los
cabellos largos cortados en línea recta) en gesto de oración es recibida por un
ángel y luego llevada ante la presencia divina.
Fig. 1 - “La
confesión”, plancha grabada en cobre
33
cm. X 26 cm. Perú, ca.
1585,
Lima, colección Barbosa-Stern
El doble recurso
a palabra e imagen fue sin duda de una especial eficacia persuasiva no sólo
para crear el sentimiento de culpa, pero igualmente una sensación física de
malestar frente al pecado que abría las puertas a la confesión. Los propios
jesuitas atestiguan cómo, en sus misiones de 1617,
“hizo mucho provecho en esta ocasión
el ejemplo de los sapos y decían cuando se confesaban: Padre pregúnteme, no se
me queden acá los sapos, por este temor se reconciliaban muchas veces de manera
que, aunque las confessiones no fueron más de dos mil passaron las
reconciliaciones de cinco mil”
(ARSI, 1617: folio 56 recto).
Podemos
comprender ahora con mayor facilidad cómo se asimilan los contenidos de la
doctrina, por qué se adoptan nuevos rituales y surgen nuevas necesidades
simbólicas inexistentes anteriormente. Sin embargo, la Iglesia colonial no se
encontraba en capacidad de satisfacer sistemáticamente estas nuevas
necesidades. Ya sea por una falta de sacerdotes en los distintos pueblos, ya
sea por una reticencia de ciertos sacerdotes a practicar la confesión o por sus
limitaciones lingüísticas. Los jesuitas mencionan cantidad de casos en que los
indios esperan con verdadera ansiedad la confesión o encuentran soluciones
desesperadas para que, en caso de ausencia de sacerdotes, un tercero pueda
confesarse por ellos.
Pero el rito de
la confesión propiamente dicho no se practicaba exactamente de la misma manera
cuando se administraba a indios o a españoles. Veremos cómo las adaptaciones y
cambios, aunque aparentemente leves y de mero detalle, que debieron introducir
los evangelizadores nos permiten comprender mejor la recuperación y apropiación
por parte de los indígenas de la confesión pero, igualmente, cómo en esas
diferencias se encuentra el germen que permitirá posteriormente condenar y
rebatir esa apropiación no como tal, sino como ritos idolátricos prehispánicos
que se habrían perpetrado y que eran tanto más intolerables cuanto
representaban paralelismos demoníacos con el rito católico.
Al menos desde
los años 1550 los evangelizadores habían utilizado para su labor de enseñanza
los quipus.
Estos eran instrumentos mnemotécnicos de tradición indígena que permitían
registrar datos contables y, eventualmente, información más compleja como
narraciones por medio de atados de cuerdas de diversos colores unidas entre sí
(unas penden de otras) y dotadas de nudos que marcaban cantidades. Durante la
primera evangelización, los quipus habían
sido utilizados principalmente para que ciertos indígenas, que reforzaban la
labor de los sacerdotes, pudieran garantizar la memorización del catecismo de
los demás miembros de sus comunidades. Aprender estos textos de memoria era una
obligación para ser reconocido como cristiano o convertido. Los primeros quipus utilizados
específicamente para la confesión están documentados en cambio desde 1578 en el
contexto de las misiones jesuitas, pero en una zona anteriormente evangelizada
intensivamente por la orden de Santo Domingo. Frente a las exigencias de la
noción de pecado y de la confesión —individualización del pecado, necesidad de
contar las reiteradas veces en que se cae en la misma culpa— y la necesidad de
hacer un análisis de conciencia previo a la confesión; un sistema contable era
sin duda una herramienta preciosa que la Iglesia colonial no dejó de lado. El
tercer concilio de 1583 había tratado de construir una doctrina cristiana sin
tener que recurrir a la incorporación de elementos culturales indígenas. Sin
embargo, en el caso de la confesión, que suponía introducir por primera vez al
común de la población aborigen en la práctica de un sacramento, los quipus
fueron una excepción que permitiría construir una dogmática peculiar de la
confesión. ¿Cómo hay que proceder para confesarse y deshacerse de aquellos
bichos perniciosos que habitan el cuerpo de los pecadores? El sermón que el
tercer concilio dedica íntegramente a explicar el sacramento de la confesión es
muy claro y pone como precepto indispensable la elaboración previa de un quipu:
“Pues para que tu confesión sea
buena, y agrade a Dios. Lo primero, hijo mío, has de pensar bien tus
peccados, y hacer
quipo de ellos: como haces quipo, cuando eres tambo camayo, de
lo que das, y de lo que te deven: así haz quipo de lo que has hecho, contra
Dios y contra tu prójimo, y cuántas veces: si muchas, o si pocas. Y no sólo has
de decir tus obras: sino también tus pensamientos malos [...] porque también
por los pecados del corazón que no se ven, se condenan los hombres. Después de
haberte pesado y hecho quipo de tus pecados por los diez mandamientos, o como
mejor supieres, has de pedir a Dios perdón [...]” (Tercer Catecismo, 1985[1585]: 67r-68v).
Todo parece
indicar que, al igual que los quipus de
catecismo, los de confesión fueron utilizados no de manera exclusivamente
privada e individual, sino elaborados con la ayuda de los fiscales de doctrina,
sacristanes, cantores y maestros de escuela indígenas cuyo rol era, entre
otros, el de enseñar cuáles eran los pecados “para que se confiesen” (Guamán
Poma de Ayala, 1989: fol. 616).
Estos
intermediarios, indispensables en la enseñanza de la práctica del nuevo
sacramento, y el hecho de que los quipus fueran
un objeto de tradición prehispánica serán la excusa para que prácticas, que
habían sido exclusivamente introducidas (es más, impuestas como lo prueba el
sermón citado) por los evangelizadores, pasasen a ser condenadas medio siglo
más tarde. Entre 1610 y 1650 tratará de definirse de manera cada vez más
precisa cuáles eran las manifestaciones e incluso los objetos que permitían la
perpetuación de cultos demoníacos entre los indios. Todo aquello que fuese
prehispánico o pudiese ser identificado como tal fue progresivamente condenado,
muchas veces se trataba sin embargo de prácticas de la primera evangelización.
La confesión no tardaría en pasar por el mismo filtro pese a haber sido
introducida formalmente por el tercer concilio, es decir formaba parte de lo
que la Iglesia colonial había erigido como dogma inmutable al adaptar las
disposiciones tridentinas a la realidad peruana. En 1631 Juan Pérez Bocanegra,
cura secular vinculado a la catedral del Cuzco y doctrinero del pueblo de
Andahuaylillas (verdadera doctrina modelo del obispado) publicó un amplio
tratado para los doctrineros: Ritual, formulario e instrucción de curas.
En él denunciaba una práctica alarmante. Había podido constatar cómo “algunos
indios e indias (que se llaman hermanos mayores entre ellos mismos)” utilizaban
“ciertos quipos, nudos y memorias que traen para confesarse como escrituras y
memoriales de ellos. Porque estos tales indios, y particularmente las indias,
enseñan a otras a se confesar por estos nudos y señales que los tienen de
muchos colores para hacer división de los pecados y número de los que han
cometido, o no, en esta manera” (Pérez Bocanegra, 1631: 111).
¿Por qué ese tono
de escándalo? si lo único que nos parece es tener confirmación de lo que otras
fuentes ilustran sobre las técnicas de los misioneros. La primera preocupación
de Pérez Bocanegra es que estos intermediarios están suplantando el rol que le
corresponde propiamente al sacerdote puesto que “antes que vaya el indio o la
india penitente a los pies del Confesor y sacerdote, ya se ha confesado con
estas indias e indios de todos los pecados”. Lo que se había implantado como
una ayuda indispensable a la labor sacerdotal es vivido ahora como una
usurpación. No sólo el demonio (el ídolo) estaba disputando el mismo espacio
que Dios, pero los sacerdotes católicos sentían igualmente que estos
intermediarios que debían apoyarlos en el adoctrinamiento se volvían contra
ellos, atentando contra su monopolio de la administración de bienes
espirituales. Bocanegra añade detalles sobre cómo estos “hermanos mayores”
llevan a cabo una verdadera labor de fiscalización situándose incluso por
encima de los representantes de la Iglesia: se atreven a evaluar los
conocimientos de los sacerdotes y su competencia para efectuar el ritual de la
confesión con eficacia. El menor indicio de autonomía en la reproducción de las
funciones de la Iglesia desestabiliza a sus miembros porque pone en duda su
hegemonía, y ello sin que estos ayudantes de la confesión pretendan jamás
suplantar realmente la labor del sacerdote (el texto de Bocanegra nunca dice,
ni deja entender siquiera, que la presencia del sacerdote católico no sea
considerada indispensable por ellos para limpiar los pecados).
Es verdad que
estos “hermanos” tienen prácticas que se desvían de la ortodoxia. De hecho,
algunos indios se confiesan utilizando quipus ajenos
y declarando pecados que nunca podrían haber cometido (sea debido a su sexo o a
su edad). Si en un análisis de detalle podríamos suponer aquí un indicio de
interferencia entre la confesión y antiguos ritos prehispánicos —que
efectivamente permitían por medio de la adivinación el conocer qué transgresión
había desencadenado una desgracia y efectuar en consecuencia una purga o un
desagravio—, Bocanegra no ve en ello la presencia demoníaca, sino solamente el
indicio que le permitió comprobar que estaba ante un fenómeno anormal y
desencadenó su labor detectivesca en lucha contra la idolatría. Es más, el
doctrinero no puede denunciar una voluntad indígena de ir contra el
catolicismo. Todo lo contrario; ha podido comprobar que, en el sentimiento de
los indios, estos quipus marcan un
acercamiento distintivo hacia la religión católica. Aquellos que se sirven de
ellos hacen su confesión más a conciencia que los demás y, efectivamente,
reciben luego la comunión con mayor devoción que los que no se confiesan con
este medio. Bocanegra debe admitirlo:
“Y paréceles que habiéndose
confesado por tales nudos y habiendo dicho sus pecados de esta suerte quedan
santificados y que pueden muy dignamente comulgar. Y aunque comulgan más
dignamente, que los que se confiesan de memoria y sin estos nudos y embustes” (Pérez Bocanegra, 1631: 112).
Queda comprobada
así (si cabía alguna duda) la raigambre netamente catequética y la
intencionalidad católica de estas prácticas.
Sin embargo la
solución debe ser drástica, hay que acabar con estos quipus,
demostrarles a los indios su error y el peligro en que han caído “quemándolos
en su presencia”. La Iglesia colonial jamás reconoce en cambio sus errores
respectivos, jamás ve en sus políticas y estrategias de catequesis el origen de
aquello que rechaza ni, menos aún, ese juego casi perverso de negar y castigar
las prácticas que ha impuesto. La prohibición suponía una reformulación del
sacramento que sin embargo es presentada solamente como un regreso, o un
acercamiento mayor, a la ortodoxia. Efectivamente, más de trescientas páginas
del libro de Pérez Bocanegra no son otra cosa que un confesionario, una lista
enciclopédica, en castellano y quechua, de todos los pecados posibles ordenados
según el decálogo a la que el cura debe someter personalmente a cada penitente.
No sabemos hasta qué punto muchas de esas preguntas no hayan proporcionado,
como los sermones contra la idolatría, información insospechada para la
reintroducción o reinvención de ritos o creencias prehispánicos. El material
complementario que proporciona el libro no es menos significativo, largos
cantos religiosos para que los indios tengan en que entretenerse y se pueda así
evitar que realicen “entre si juntas y ruedas tratando cosas de la Fe” (Pérez
Bocanegra, 1631: 115). Sólo la Iglesia debe tomar la palabra e incluso ponerla
en boca de los indios quienes se conformarán con memorizarla y repetirla.
La Iglesia
terminará, aunque de manera extremadamente discreta, por hacer la limpieza en
su propia casa. Cuando, en 1649 el arzobispo de Lima quiso lanzar una nueva
campaña de extirpación de las idolatrías y reactivar un control de la
catequesis en su diócesis, mandó a reimprimir los sermones del tercer concilio,
una herramienta indispensable para dicha tarea. Encargó al sacerdote Fernando
de Avendaño que agregara algunos nuevos sermones para refutar la idolatría de
los indios. Pero estos sustituyeron en el nuevo volumen los sermones iniciales
publicados por el concilio de modo que desapareció así, entre otros, aquel que
explicaba el sacramento de la confesión insistiendo que para llevarla a cabo
debían ineludiblemente fabricarse los quipus que
hacían el recuento de los pecados (Avendaño, 1649). Un sobrio silencio servía
para borrar una posible prueba comprometedora al tiempo que los quipus pasaron
a ser en esos mismos años uno de los tantos indicios indiscutibles para que los
extirpadores detectaran y persiguieran la ensañosa persistencia de la antigua
idolatría.
4. A modo de epílogo: los jesuitas o las trampas del etnógrafo
No quisiera
terminar estas líneas sin subrayar las consecuencias, nuevamente paradójicas,
que este doble juego de acercamiento y distanciación en la percepción de la
historia indígena. Puesto que a la adecuación del catolicismo a formas de la
cultura indígena seguía muchas veces su rechazo bajo la acusación de
intervención demoníaca y de vestigio de la gentilidad, era inevitable que el
pasado indígena se modificara. Sólo aquello que había podido pasar la frontera,
aquello que había sido verdaderamente asimilado, apropiado, podía ser negado
sin peligro. Pero si la Iglesia redefine constantemente la fe para eternizar el
proceso de evangelización, Occidente renuncia también recurrentemente a verse
en el espejo de los indios. Todo aquello que los indios creen, les pertenece
exclusivamente, y pasa a formar parte de una esencia que, al ser atemporal,
estaría anclada en el pasado remoto anterior a todo encuentro (garantía
tranquilizadora de que no puede pertenecer sino a ellos). En ese sentido la
Iglesia no sólo ejecutaba una labor eficaz de construcción y reconstrucción de
las fronteras étnicas, sino que asumía éstas plenamente.
Muchas veces se
ha calificado, y probablemente con justicia, a los evangelizadores de América
de verdaderos fundadores de la etnografía. Pero si se puede decir de ellos que
abrieron el camino para mirar y aprehender la diferencia, ¿fueron acaso siempre
capaces de aceptar aquello que los haría iguales a su objeto de estudio?
Conforme cambia la fe de los indios debido a la evangelización, se transforma
la imagen de su pasado en la conciencia del evangelizador.
Los primeros
españoles habían observado que los indios del Perú no creían en la existencia
de un alma separada del cuerpo después de la muerte, ni en recompensa ni
castigo en el más allá. Consecuentemente, su catequesis inicial se basó en
explicar cielo e infierno refiriéndose a una base material, describiendo
castigos y recompensas con un lenguaje que hiciese alusión exclusivamente a lo
sensorial, lo corporal. El jesuita Bernabé Cobo era a mediados del siglo XVII
uno de los más excepcionales conocedores de la historia y de la cultura
indígena de los Andes (y sigue siéndolo en gran medida hoy para nosotros).
Razón de más para tomarlo como ejemplo. Como un etnólogo, probablemente
preguntaría a sus informantes indígenas sus propias creencias en el más allá
para poder deducir las de sus antepasados o tal vez preguntaría directamente
cuáles habían sido las creencias de aquellos. La respuesta fue sin duda
honrada. El resultado es en todo caso sorprendente al punto que, si
substituimos la palabra Viracocha (nombre de una divinidad prehispánica, pero
también un equivalente en quechua de la palabra Señor, vocativo habitual del dios
cristiano) por Dios, tenemos literalmente lo que decía el catecismo que los
indios debían aprender de memoria:
“Los incas afirmaban que las ánimas
de los que han sido buenos van al cielo y tienen perpetua gloria, y ésta dicen
que es estar con el sol en parte de gran deleite que tiene aparejadas el
Viracocha a este fin [...] Asimismo estaban persuadidos a que hay infierno para
los malos, y que allí los atormentaban los demonios, a quienes pintaban muy
feos y espantables. El lugar decía estar debajo tierra, y que es muy estrecho y
apretado; y que los que allá van padecen mucha hambre y sed; y que les hacen
comer sabandijas asquerosas, y beber agua turbia y hedionda; y que de sólo esto
se mantienen las ánimas de los condenados, cuya pena dicen ser perpetua” (Cobo, 1964, T. II: 154-155).
Imposible pasado
inca —aunque el jesuita afirme lo contrario— pero, sobre todo, imposible
presente en la fe de los indios para Cobo. Si las semejanzas fueron siempre
obra del maligno, que decir de esta recurrente, insuperable, eterna separación
y diferencia: ¿trampas del etnógrafo o de un simio fabulador?
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1630-1651: folios 99-126.
NOTAS
1 El
subrayado es nuestro.
2 Para
un ejemplo de villancico dedicado al Santísimo Sacramento en la fiesta de Corpus
Christi que menciona explícitamente el hecho de que Dios está “oculto en el
pan” véase El día del Corpus de autor anónimo,
conservado en el archivo boliviano de la misión jesuita de San Ignacio de Moxos
transcrito y publicado por Claro (1974).
3 Lima,
Colección Barbosa Stern, 33 cms x 26 cms. En el reverso se encuentra pintada la
Virgen del Rosario con San Francisco y Santo Domingo a sus pies.
Juan Carlos Estenssoro, «El simio de dios
Los Indígenas y la Iglesia frente a la evangelización del Perú, siglos
XVI-XVII», Bulletin de l'Institut
français d'études andines, 30 (3) | 2001, 455-474.
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